La Edad Media, I - Umberto Eco - E-Book

La Edad Media, I E-Book

Umberto Eco

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Beschreibung

La Edad Media es un esfuerzo coordinado por Umberto Eco que nos muestra todas las esferas de un periodo que duró poco más de un milenio. El tiempo abarcado en este primer volumen va desde la caída del Imperio Romano de Occidente hasta el año mil mientras que el escenario que no se queda en el ámbito europeo al incluir tanto a Bizancio como a Arabia. La obra no sólo se queda en la historia política y abarca prácticamente todos los aspectos del mundo medieval, incluyendo a la economía, la filosofía, la ciencia, la tecnología, las artes visuales, la literatura y la música.

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UMBERTO ECO (Alessandria, 1932) es un escritor y filósofo italiano reconocido por sus trabajos en los campos de la semiótica y la historia. En 1954 obtuvo su doctorado en filosofía y letras en la Universidad de Turín y de inmediato comenzó a trabajar para la televisión italiana. Actualmente es doctor honoris causa por una treintena de universidades europeas y americanas, además de haber sido reconocido con diversos premios, como el Strega, el Médicis y el Príncipe de Asturias. Entre sus obras más destacadas se encuentran: Obra abierta (1962), Tratado de semiótica general (1975), El nombre de la rosa (1980), El péndulo de Foucault (1989) e Historia de la belleza (2004).

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

LA EDAD MEDIAI

TraducciónOMAR DANIEL ALVA BARRERADENNIS PEÑA TORRES

Revisión técnicaJUAN CARLOS RODRÍGUEZ AGUILAR

La Edad MediaI

BÁRBAROS, CRISTIANOSY MUSULMANES

CoordinaciónUMBERTO ECO

Primera edición en italiano, 2010Primera edición en español, 2015Primera edición electrónica, 2016

Título original: Il Medioevo. Barbari, cristiani, musulmani © 2010, Encyclomedia Publishers s.r.l.

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4250-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

Introducción a la Edad Media, Umberto Eco

HISTORIA

Introducción, Laura Barletta

De la caída del Imperio romano de Occidente a Carlomagno

Filippo Carlà

Pasquale Rosafio

Massimo Pontesilli

Alessandro Cavagna

Umberto Roberto

Fabrizio Mastromartino

Tullio Spagnuolo Vigorita

Lucio de Giovanni

Tommaso Braccini

Ernst Erich Metzner

Stefania Picariello

Claudio Lo Jacono

Giacomo di Fiore

Marcella Raiola

Anna Benvenuti

De Carlomagno al año 1000

Catia di Girolamo

Silvia Ronchey

Tommaso Braccini

Claudio Lo Jacono

Giulio Sodano

Ernst Erich Metzner

Giuseppe Albertoni

Dario Ippolito

Francesco Paolo Tocco

Francesco Storti

Catia di Girolamo

Anna Benvenuti

Marcella Raiola

Economía y sociedad

Catia di Girolamo

Giovanni Vitolo

Giuseppe Albertoni

Amalia Papa Sicca

Diego Davide

Maria Elisa Soldani

Ivana Ait

Giancarlo Lacerenza

Giuliana Boccadamo

Francesco Storti

Anna Benvenuti

Adriana Valerio

Silvana Musella

Alessandra Rizzi

Carolina Belli

FILOSOFÍA

Introducción Umberto Eco

La filosofía entre la Antigüedad tardía y la Edad Media

Massimo Parodi

Renato de Filippis

Marco di Branco

Armando Bisogno

Glauco Maria Cantarella

CIENCIA Y TECNOLOGÍA

Introducción Pietro Corsi

Las matemáticas: el legado de la Antigüedad tardía

Giorgio Strano

La medicina: el conocimiento del cuerpo la salud y la curación

Maria Conforti

Alquimia y artes químicas

Andrea Bernardoni

Tecnología: innovacionesredescubrimientos invenciones

Giovanni di Pasquale

Isaia Iannaccone

El estudio de la Tierra: física y geografía

Giorgio Strano

Giovanni di Pasquale

Antonio Clericuzio

LITERATURA Y TEATRO

IntroducciónEzio Raimondi y Giuseppe Ledda

La herencia del mundo antiguo y la nueva cultura cristiana

Patrizia Stoppacci

Pierluigi Licciardello

Elisabetta Bartoli

Escuelas lenguas culturas

Francesco Stella

Roberto Gamberini

Pierluigi Licciardello

Patrizia Stoppacci

Irene Zavattero

Gianfranco Agosti

Giuseppina Brunetti

La lectura de la Biblia y los géneros de la literatura sacra

Francesco Stella

Patrizia Stoppacci

Pierluigi Licciardello

Giuseppe Ledda

Giacomo Baroffio

Gianfranco Agosti

Teatro

Luciano Bottoni

ARTES VISUALES

Introducción Valentino Pace

Los espacios arquitectónicos

Luigi Carlo Schiavi

Monumentos y ciudades

Giorgia Pollio

Andrea Paribeni

Luigi Carlo Schiavi

Francesca Zago

Muros libros ornamentos y decorados sagrados: los programas figurativos

Giorgia Pollio

Manuela Gianandrea

Alessandra Acconci

Francesca Zago

El territorio y la historia

Manuela Gianandrea

Simona Artusi

Giorgia Pollio

Manuela de Giorgi

MÚSICA

Introducción Luca Marconi y Cecilia Panti

El pensamiento teórico musical

Cecilia Panti

La praxis musical

Ernesto Mainoldi

Donatella Melini

Elena Cervellati

Índice temático

Índice general

INTRODUCCIÓN A LA EDAD MEDIA

UMBERTO ECO

Toda introducción a la Edad Media, para no extenderse tanto como la obra que introduce, debería limitarse a decir que el Medievo es el periodo que se inició con la disolución del Imperio romano, fundió la cultura latina con la de los pueblos que gradualmente invadieron el imperio —con el cristianismo como su elemento de unión— y dio nacimiento a lo que hoy llamamos Europa, con sus países, con los idiomas que aún hablamos y con las instituciones que, a pesar de muchos cambios y revoluciones, aún son las nuestras.

Demasiado por un lado, casi nada por el otro. Ocurre, sin embargo, que pesan sobre el Medievo excesivos estereotipos; así pues, será indispensable precisar que el Medievo no es lo que el lector común suele pensar, no es lo que los superficiales manuales de la escuela le han hecho creer, no es lo que le presentan el cine y la televisión.

Debemos aclarar, en primer lugar, lo que la Edad Media no es; luego, en segundo lugar, debemos preguntarnos qué aportaciones del periodo medieval pueden aún hoy considerarse vigentes, y, finalmente, debemos precisar en qué sentido la Edad Media representó algo totalmente diferente de lo que vivimos hoy.

LA EDAD MEDIA NO ES…

La Edad Media no es un siglo. No es un siglo como el XVI o el XVII y tampoco es un periodo con características fácilmente reconocibles como el Renacimiento, el Barroco o el Romanticismo; es, más bien, una secuencia de siglos que recibió su nombre de un humanista, Flavio Biondo, que vivió en el siglo XV. Biondo, como todos los humanistas, esperaba y vaticinaba el retorno de la cultura de la Antigüedad clásica y consideraba que todos los siglos (que él veía como un largo periodo de decadencia) que mediaban entre la caída del Imperio romano (476) y su propia época eran algo así como un mero paréntesis. Irónicamente, la suerte quiso que al final Flavio Biondo acabara perteneciendo también a la Edad Media, dado que murió en 1463 y, por convención, la fecha de conclusión del periodo se ha fijado en 1492, año del descubrimiento de América y de la expulsión de los moros de la península ibérica.

Consideremos las cifras: 1 492 menos 476 nos da 1 016. Mil dieciséis años representan mucho tiempo y es muy difícil imaginar que en un periodo tan largo, durante el cual tuvo lugar una infinidad de hechos históricos — algunos de los cuales se estudian en la escuela: de las invasiones bárbaras al renacimiento carolingio y el feudalismo, de la expansión árabe al surgimiento de las monarquías europeas, de la lucha entre el Imperio y la Iglesia a las Cruzadas, de Marco Polo a Cristóbal Colón, de Dante a la conquista turca de Constantinopla—, las modalidades de vida y pensamiento se hayan mantenido uniformes.

Un experimento interesante es preguntar a personas cultas (que no sean necesariamente expertas en asuntos medievales) cuántos años transcurrieron entre san Agustín, considerado el primer pensador medieval (aunque falleció antes de la caída del Imperio romano), y santo Tomás; ésta es una pregunta válida, pues ambos pensadores se estudian como los máximos representantes del pensamiento cristiano. Al hacer tal experimento se constata que la gran mayoría no consigue acercarse a la cifra correcta: 800 años (el mismo periodo que nos separa a nosotros mismos de santo Tomás).

En ocho siglos pueden suceder muchísimas cosas, incluso si en aquel entonces los acontecimientos ocurrían con mucho mayor lentitud que en nuestros tiempos. Por esta razón, lo único que podemos decir es que la Edad Media es —y anticipamos una disculpa por la tautología— una edad. Es decir, no es un siglo, no es un periodo, sino una edad como la Edad Antigua o la Edad Moderna. El concepto de Edad Antigua, o sea, la Antigüedad clásica, abarca varios siglos y se extiende de los primeros vates prehoméricos a los poetas de la baja latinidad, de los presocráticos a los estoicos, de Platón a Plotino, de la caída de Troya a la caída de Roma. Similarmente, la Edad Moderna abarca del Renacimiento a la Revolución francesa y pertenecen a ella lo mismo Rafael que Tiepolo, lo mismo Leonardo que la Encyclopédie, lo mismo Pico della Mirandola que Vico, lo mismo Palestrina que Mozart.

Así pues, es preciso aproximarse a la historia de la Edad Media con la convicción de que en un periodo tan largo debe haber habido, por decirlo así, varios medievos. No hay más remedio que atenerse a una datación diferente de la que considera sólo siglos. Tal datación puede parecer demasiado esquemática pero al menos identifica con claridad algunos desarrollos históricos determinantes. Así, suele diferenciarse una Alta Edad Media, que abarca de la caída del Imperio romano al año 1000 (o al menos hasta la época de Carlomagno); un Medievo intermedio, que incluye el renacimiento posterior al año 1000, y una Baja Edad Media, que, a pesar de las connotaciones negativas que puede insinuar el adjetivo baja, es la gloriosa época en la que Dante concluyó su Divina comedia, en la que escribieron sus obras Petrarca (1304-1374) y Boccaccio (1313-1375) y en la que maduró el humanismo florentino.

La Edad Media no es un periodo exclusivo de la cultura europea occidental. Tenemos tanto el Medievo occidental como el Medievo del Imperio de Oriente (que continuó vivo después del esplendor de Bizancio y se prolongó durante 1 000 años después de la caída de Roma). Ahora bien, en estos mismos siglos florece una esplendorosa cultura árabe, mientras que, a lo largo de Europa, se difunde, de manera más o menos clandestina pero no por ello menos viva, la cultura judía. Los confines entre estas tradiciones diversas no estaban entonces tan marcados como lo están ahora (la imagen del desencuentro entre musulmanes y cristianos surgió sólo después de las Cruzadas). La filosofía europea conoce a Aristóteles y a otros autores griegos por mediación de las traducciones árabes. Asimismo, la medicina occidental se funda en los experimentos médicos árabes. Las relaciones entre sabios cristianos y sabios judíos eran muy frecuentes aunque no se proclamaban abiertamente.

Ahora bien, el Medievo occidental se caracteriza específicamente por su tendencia a traducir todas las aportaciones culturales de otras épocas y de otras civilizaciones a términos cristianos. Cuando hoy se discute si es preciso asentar en la Constitución europea las raíces cristianas de Europa suele objetarse, con justicia, que Europa también tuvo raíces grecorromanas y judías (basta con pensar en la importancia indiscutible de la Biblia), por no hablar ya de las antiguas civilizaciones precristianas y, con ellas, la mitología céltica, germánica o escandinava. No obstante, para la Europa medieval sí parece indispensable subrayar las raíces cristianas: en el Medievo todo se relaciona con la nueva religión y, desde los tiempos de los Padres de la Iglesia, todo se traduce bajo su luz. La Biblia no se conocerá más que en su traducción latina (la Vulgata de san Jerónimo) y sólo en traducciones latinas serán conocidos también los autores de la filosofía griega, que se leían para demostrar su coincidencia con los principios de la teología cristiana (por lo demás, la monumental síntesis filosófica de Tomás de Aquino aspira precisamente a lo mismo).

Los siglos medievales no son una edad oscura (Dark Ages). Si con esta expresión se entienden siglos de decadencia física y cultural, siglos sacudidos por terrores abismales, fanatismos e intolerancia, pestes, hambrunas y matanzas, el modelo podría aplicarse parcialmente sólo a los siglos que transcurrieron entre la caída del Imperio romano y el nuevo milenio, o al menos hasta el renacimiento carolingio.

Ahora bien, los siglos anteriores al año 1000 fueron bastante oscuros porque las invasiones bárbaras, que por espacio de un siglo arrasaron Europa, habían destruido poco a poco la civilización romana: las ciudades se despoblaron o cayeron en ruinas, las grandes vías ya no recibieron mantenimiento, se abandonaron y acabaron perdiéndose en la vegetación, se olvidaron técnicas fundamentales como la extracción de ciertos metales y minerales, se abandonaron los cultivos y, antes del fin del milenio (o al menos antes de la reforma feudal de Carlomagno), vastos territorios cultivados se habían transformado en bosques.

Si nos proponemos, sin embargo, redescubrir las raíces de la cultura europea, hay que decir que precisamente en estos siglos “oscuros” surgen las lenguas que todavía hablamos hoy, se establece la civilización romano-bárbara o romano-germánica, por un lado, y la civilización bizantina por el otro; estas dos civilizaciones cambiaron profundamente las estructuras del derecho; en estos siglos sobresalen, por otro lado, figuras de una inmensa fuerza intelectual como Boecio (que nace justo con la caída del Imperio romano y ha sido llamado el último de los romanos), Beda, los maestros de la Schola Palatina de Carlomagno (como Alcuino o Rabano Mauro) y Juan Escoto Eriúgena. Convertidos al cristianismo, los irlandeses fundan monasterios en los que estudian los textos antiguos y serán los monjes de Hibernia quienes evangelizarán dominios enteros de la Europa continental, inventando a la vez aquella original forma de arte medieval que son las miniaturas y que aún podemos apreciar en el Libro de Kells y en manuscritos análogos.

A pesar de estas manifestaciones culturales, la Edad Media antes del año 1000 fue ciertamente un periodo de indigencia, hambre e inseguridad. Circulaban historias de actos milagrosos en las que, por ejemplo, un santo, apareciendo de improviso, recobraba la hoz que un campesino había dejado caer al pozo: esta historia nos deja ver que en aquella época el hierro se había convertido en un material tan raro y tan apreciado que la pérdida de la hoz podía significar la imposibilidad, para siempre, de trabajar el campo.

En sus Historiarum libri, al hablar de acontecimientos acaecidos cuando el primer milenio apenas tenía 30 años de haberse cumplido, Rodolfo el Calvo nos describe una hambruna debida a un clima tan inclemente que no fue posible encontrar condiciones propicias ni para la siembra ni para la cosecha, sobre todo a causa de las inundaciones. El hambre entonces había dejado a todos literalmente demacrados y enjutos, lo mismo pobres que ricos, y cuando ya no quedaron animales que comer se alimentaban con cualquier tipo de carroña y con “cosas que, tan sólo de mencionarlas, despiertan repugnancia”, hasta que algunos se vieron obligados a consumir carne humana. Los forasteros que pasaban por una villa eran atacados y asesinados, sus cuerpos mutilados se ponían a cocer, y aquellos que huían de su pueblo y viajaban con la esperanza de librarse de la hambruna, durante la noche eran degollados y devorados por quienes los hospedaban. Había quienes atraían a los niños mostrándoles una fruta o un huevo para luego degollarlos y alimentarse con ellos. En muchos lugares se comían los cadáveres desenterrados: un hombre había llevado carne humana ya cocida al mercado de Tournus para venderla, lo descubrieron y lo echaron a la hoguera, pero luego otro, por la noche, fue a buscar esa misma carne donde la habían enterrado.

La población, cada vez menos abundante y cada vez menos resistente, se veía diezmada por enfermedades endémicas (tuberculosis, lepra, úlceras, eccemas, tumores) y por epidemias terribles como la peste. Siempre es difícil hacer cálculos demográficos para milenios anteriores pero, según algunos, Europa, que pudo haber tenido entre 30 y 40 millones de habitantes en el siglo III, contaba con sólo 14 o 16 millones en el siglo VII.

Poca gente cultiva poca tierra, pocos cultivos alimentan sólo a poca gente… No obstante, conforme nos acercamos al milenio, las cifras cambian y se habla de entre 30 y 40 millones de habitantes para el siglo XI, y ya para el XIV la población europea oscila entre 60 y 70 millones. Aunque las cifras no siempre concuerdan, se puede asegurar con alguna certeza que en cuatro siglos la población al menos se duplicó.

El extracto de Rodolfo el Calvo es célebre porque, inmediatamente después de narrar la hambruna de 1033, describe cómo, al alba del nuevo milenio, la tierra toda empezó a florecer de nuevo como un prado en primavera:

Era el año tercero después del año 1000 cuando el mundo entero —pero especialmente Italia y las Galias— presenció una verdadera renovación de iglesias asentadas en basílicas. Cada pueblo de la cristiandad competía por tener la más hermosa. Parecía como si la tierra misma, sacudiéndose y liberándose de toda su vejez, se revistiera por doquier con un nuevo manto blanco de iglesias [Historiarum, III, 13].

Con la reforma de Carlomagno tanto las abadías como los grandes feudos impulsaron nuevos cultivos; la transformación fue tal que el siglo X ha sido llamado por los historiadores “el siglo de las alubias”. La expresión no debe ser tomada al pie de la letra, porque las alubias que conocemos sólo llegarán con el descubrimiento de América y la Antigüedad conoció a lo sumo la alubia denominada “carilla”, pero la expresión es válida si el término alubia se refiere, en general, a las legumbres. El siglo X presenció, gracias a profundos cambios en la rotación de la siembra, un cultivo intenso de habas, garbanzos, chícharos y lentejas, todas ellas legumbres ricas en proteínas vegetales. Los pobres, en aquella remota Edad Media, no comían carne (como no fuera que lograran criar algún pollo, o convertirse en cazadores furtivos, pues la caza en los bosques se reservaba a los señores). Así como antes, por la desnutrición, campos enteros habían caído en el abandono, en el siglo X, al contrario, se propaga el cultivo intensivo de las legumbres. Una dieta de legumbres satisface la exigencia energética de una persona que desempeña arduo trabajo físico; con las legumbres aumenta el insumo de proteínas, las personas se vuelven más robustas, mueren menos jóvenes, tienen más hijos y Europa se vuelve a poblar.

Al principio del segundo milenio la relación entre el trabajo y la tecnología sufre profundas transformaciones, gracias, por un lado, a algunos inventos y, por el otro, al perfeccionamiento de ciertas técnicas. En la Antigüedad el caballo era enjaezado con una especie de collerón que oprimía el pecho del animal, apoyándose sobre sus músculos; los músculos, contraídos bajo la presión, no podían aprovecharse al máximo para la tracción; este collerón, además, oprimía los pulmones del animal, disminuyendo su resistencia. Entre la segunda mitad del siglo X y el siglo XII se difundió un nuevo tipo de arnés que desplazaba el punto de apoyo, de manera que ya no recaía sobre el pecho sino sobre la espaldilla del animal. Gracias a esta innovación, el esfuerzo de la tracción se distribuía desde la espaldilla uniformemente sobre el aparato óseo y dejaba libres los músculos para ejercer la máxima fuerza; esto permitió aumentar al menos en dos tercios la fuerza del caballo, de manera que ahora podía asumir faenas para las que antes sólo se podían emplear bueyes (mucho más robustos pero también mucho más lentos). Por otro lado, mientras que antes los caballos se aparejaban en una línea horizontal para la tracción, ahora se les disponía “en tándem” (es decir, en fila india) y así aumentaba notablemente la eficacia del remolque. En algunas miniaturas que datan de alrededor del año 1000 se puede apreciar esta nueva técnica de tracción.

Además de estas mejorías relacionadas con el atelaje, el caballo ahora adquiere herraduras (que llegaron de Asia alrededor del año 900); antes los cascos del animal eran calzados —y sólo excepcionalmente— con cuero. También de Asia llegaron los estribos que pronto se hicieron comunes, pues, además de favorecer la estabilidad del jinete, evitan que éste comprima con sus rodillas los costados del animal. Esta notable mejoría en la técnica de montura y tracción para el caballo supusieron una genuina ampliación de los confines del mundo. El paso en el siglo XX de la avioneta de hélice al avión de reacción o jet (que consiguió reducir a la mitad el tiempo de los viajes) apenas puede compararse con el impacto que tuvo el nuevo sistema de arreos y herraduras para la tecnología en los siglos medievales.

El arado antiguo no tenía ruedas y, a menudo, era muy difícil aplicarle la inclinación justa; en el siglo XIII se introduce en Europa un arado que estaba en uso entre los pueblos nórdicos desde el siglo II a.C. y que, además de contar con ruedas, tenía dos hojas, una para zanjar la tierra y otra, curvada, para voltearla.

En las técnicas de la navegación ocurre también una revolución de igual importancia; en el canto XII de su Paraíso Dante escribe:

del cor de l’una de le luci nove

si mosse voce, che l’ago a la stella

parer mi fece in volgermi al suo dove…

[del centro de una de las luces nuevas

surgió una voz que —brújula hacia el astro—

me hizo volverme en dirección a ella…]

Y Francesco da Buti y Giovanni da Serravalle, comentaristas de la Divina comedia del siglo XIV, explican (evidentemente para los lectores que aún no tienen noción de semejante invento):

tienen los marineros un cubilete que en su mitad tiene instalada con un perno una rueda de papel ligero, ésta gira sobre dicho gozne; la mencionada rueda tiene muchos picos y en uno de ellos, que está pintado con una estrella; está adherida una aguja; cuando los navegantes desean saber dónde está la tramontana, frotan la punta de esta aguja con calamita.

Desde 1269 Pedro Peregrino de Maricourt ya había hablado de una brújula con aguja (aunque todavía sin la rosa de los vientos).

En estos siglos se perfeccionan algunos instrumentos de origen antiguo, como la ballestilla y el astrolabio. Pero la verdadera revolución medieval en la navegación se da con la invención del timón de codaste: un timón abisagrado y posterior. En los barcos griegos y romanos, en los de los vikingos y hasta en los barcos de Guillermo el Conquistador que llegaron a las playas inglesas en 1066, los timones, constituidos por una larga pala gobernable por un sistema de palanca, eran dos, uno por lado, y se maniobraban de modo que imprimían la dirección deseada al casco. El sistema, además de ser bastante pesado, hacía prácticamente imposible la maniobra de naves de grandes dimensiones, pero, sobre todo, imposibilitaba absolutamente la navegación contra el viento, puesto que para ello hacía falta “bordear”, es decir, maniobrar alternativamente los timones de manera que el casco ofreciera primero un costado y luego el otro a la acción del viento. Los marineros tenían que conformarse, pues, con un pequeño cabotaje y, en consecuencia, sólo costear las riberas de modo que pudieran detenerse cuando el viento no fuera favorable.

Es verdad que los vikingos, con sus timones laterales, llegaron probablemente hasta el continente americano, pero no sabemos cuánto tiempo ni cuántos naufragios haya costado semejante empresa y, en todo caso, ellos pudieron haber hecho el trayecto desde Islandia hasta Groenlandia y, de allí, bordear las costas del Labrador, de manera que no atravesaron el océano, como sí pudo hacerlo Colón una vez que, entre los siglos XII y XIII, aparece el timón de tipo moderno, enclavado en el codaste o prolongación de la popa, perpendicular a la quilla e inmerso bajo el nivel del agua, que era capaz de orientar el barco sin importar los efectos de las olas.

Este descubrimiento se complementa con una serie de modificaciones importantes, como el ancla de brazos alargados, que se emplea hasta el día de hoy. Los normandos habían construido sus cascos con un tinglado de tablazón encaballada, es decir, sobreponiendo una tabla a otra, de modo que el costado se armaba por peldaños; ahora se innovaba ensamblando juntas las tablas, de modo que se obtenía una curvatura continua y con esto se hizo posible construir barcos más grandes, entre otras razones porque con el nuevo sistema se construía primero el armazón y luego se revestía con el tinglado, a diferencia del sistema nórdico, en el que se construía primero el casco y luego el envigado de sostén (método que no podría usarse en absoluto para barcos de grandes dimensiones).

También hubo modificaciones en el velaje. Ya desde el siglo VII los árabes enseñaron a los pueblos mediterráneos el uso de la vela triangular o “latina”, principalmente adaptable como vela de bauprés. Esta nueva vela, junto con el nuevo timón, permite todo tipo de viraje, puesto que es capaz de explotar todas las direcciones del viento. Estas innovaciones permitieron construir barcos cuatro veces más grandes que los barcos mercantiles romanos, y este aumento de las dimensiones llevó a la introducción de un nuevo mástil, el de mesana. Poco a poco se emplearán velas cuadras de punta por encima de la vela del palo mayor y, luego, también sobre la vela de mesana; al crecer la vela de bauprés, los mástiles de mesana y mayor se desplazan cada vez más hacia la popa, hasta que se llega a tener un tercer mástil (el palo de trinquete).

Sin la invención del timón posterior y el perfeccionamiento del velamen Colón no hubiera podido llegar a América. De manera que el acontecimiento que da comienzo a la Edad Moderna y que, convencionalmente, cierra la Edad Media nace, de hecho, con las innovaciones de la propia Edad Media.

Debido a este conjunto de innovaciones técnicas después del año 1000, algunos historiadores hablan incluso de una “primera revolución industrial”. Se trató, de hecho, más bien de una revolución artesanal, pero basta tal revolución para desmentir el mito de la “edad oscura”. De hecho, después del año 1000 florecen cada vez más centros urbanos en los que señorean las grandes catedrales. La tradicional división de la sociedad en monjes, guerreros y campesinos, que caracterizó a la Alta Edad Media, se disuelve con el nacimiento de una burguesía urbana dedicada al artesanado y al comercio y, así como desde el siglo XII la poesía se había convertido en asunto de trovadores laicos, un intelectual como Dante se convertirá ya en el modelo del escritor moderno. En las nuevas lenguas vernáculas nacen algunas de las más grandes obras maestras de la literatura de todos los tiempos, de la poesía trovadoresca a los romances del ciclo bretón, del Cantar de los nibelungos y el Cantar de mio Cid a la Divina comedia. Nace la universidad y en las facultades de artes y de teología enseñan y escriben grandes maestros, como Abelardo, Alberto Magno, Rogelio Bacon o Tomás de Aquino. La actividad de los copistas y las miniaturas de los manuscritos se traslada de los monasterios a las calles que rodean a las recién nacidas universidades; los artistas ya no trabajan sólo para las iglesias y los conventos, sino también para los edificios municipales, donde plasman escenas de la vida urbana. Se forman los Estados nacionales europeos y al mismo tiempo se consolida la idea supranacional del imperio.

Para concluir, hace falta recordar algo que tiende a olvidarse demasiado a menudo: aquel gran siglo de renacimiento que llamamos Quattrocento (siglo xv) también es parte de la Edad Media. Ciertamente podría decidirse, puesto que es algo finalmente arbitrario, que la Edad Media acabara antes del descubrimiento de América, quizás con la invención de la imprenta o incluso antes, para que todo el siglo XV (o, como ocurre en algunos países, incluso el siglo XIV de Giotto, Petrarca y Boccaccio) formara parte del Renacimiento (que, por otro lado, la historiografía más reciente tiende a considerarlo consumado sólo con la muerte de Rafael, es decir, en 1520), pero entonces, puesto que se habla de ciertos renacimientos ya desde el año 1000, podría igualmente decirse que la Edad Media debería concluir con Carlomagno (sería sólo cuestión de ponerse de acuerdo en los nombres). Sin embargo, por el contrario, si la Edad Media se define como aquella era que se caracteriza por el gusto de las subdivisiones escolásticas, tendrían que formar parte de ella filósofos como Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y, si queremos ser estrictamente rigurosos, también serían medievales Ariosto, Erasmo de Rotterdam, Leonardo, Rafael y hasta Lutero.

La Edad Media no tuvo sólo una visión oscura de la vida. Es verdad que la Edad Media abunda en tímpanos de iglesias románicas repletos de diablos y suplicios infernales, y que por ella circula la imagen del Triunfo de la Muerte; es verdad que es una época de procesiones de penitencia y, especialmente, de una neurótica espera del fin del mundo; es verdad que los campos y los castillos se ven atravesados por grandes hileras de mendigos y leprosos, y que la literatura a menudo alucina viajes infernales. No obstante, al mismo tiempo, es la época en que los goliardos celebran la alegría de vivir y, sobre todo, es el gran periodo del redescubrimiento de la luz.

Justo para refutar el mito de la “edad oscura”, es oportuno reflexionar sobre el gusto medieval por la luz. La Edad Media identificaba la belleza con la luz y el color (más que con las proporciones y la formas), y este color siempre fue cardinal: una sinfonía de rojos, azules, dorados, plateados, blancos y verdes, sin matices ni claroscuros, donde el resplandor se produce por la concordancia del conjunto en vez de provenir de una enceguecedora luz exterior o en vez de que el color se proyecte fuera de los límites de la figura. En las miniaturas medievales la luz parece irradiar de los objetos mismos.

Para Isidoro de Sevilla los mármoles son bellos por su blancura, los metales por la luz que reflejan y el aire mismo es bello y se llama aer, aeris porque cuenta con el mismo resplandor que el aurum, es decir, el oro (y, de hecho, igual que el oro, no es tocado por la luz, sino que resplandece por sí mismo). Las piedras preciosas son bellas por su color, puesto que este color no es otra cosa que la luz del sol aprisionada y materia purificada. Los ojos son bellos cuando son luminosos, y los más bellos son los de color verde claro. Una de las primeras características de un cuerpo bello es su piel rosada. En los poetas este sentido del color resplandeciente siempre queda manifiesto: la hierba es verde, la sangre es roja, la leche es de una cándida blancura, una mujer bella tiene, para Guinizelli, un “rostro de nieve coloreado de grana” (por no hablar, más tarde, de las “claras, frescas, dulces aguas”), las visiones místicas de Hildegarda de Bingen nos muestran llamas rutilantes y la misma belleza del primer ángel caído consiste en piedras refulgentes como un cielo estrellado, así como el innumerable enjambre de las centellas, resplandeciendo con el fulgor de todos sus adornos, alumbra de luz el mundo entero. Para hacer penetrar lo divino hasta sus naves, que de otro modo serían oscuras, la iglesia gótica se ve atravesada por una infinidad de haces de luz que se filtran a través de sus vitrales, y para poder dar existencia a estos pasillos de luz el espacio de las ventanas y de los rosetones crece y se alarga, hasta que los muros casi desaparecen, creando, por necesidad de soporte, un juego de contrafuertes y arbotantes; así, toda la iglesia se construye en función de la irradiación de la luz a través de una perpetua horadación de las estructuras de sostén.

Los cronistas de las Cruzadas nos hablan de barcos con oriflamas ondeando al viento y escudos de armas variopintos y fulgurantes que resplandecen al sol; los rayos del sol relumbran sobre los yelmos, las armaduras, las puntas de lanza, los pendones y los estandartes de los caballeros en marcha; los escudos armonizan combinaciones de amarillo pálido y azul, anaranjado y blanco, anaranjado y rosa, rosa y blanco, negro y blanco, mientras que las miniaturas de los manuscritos nos muestran cortejos de damas y caballeros vestidos con los colores más radiantes.

El origen de esta pasión por la luz tiene un ascendente teológico de lejano sabor platónico y neoplatónico (el Bien es el Sol de las ideas, la simple belleza de un color proviene de una forma que domina la oscuridad de la materia, la visión de Dios como Luz, Fuego, Fuente y Resplandor). Los teólogos hacen de la luz su principio metafísico, y se desarrolla en estos siglos, bajo la influencia árabe, la óptica, de la cual surgen hondas reflexiones sobre las maravillas del arco iris y los milagros de los espejos. A veces estos espejos parecen líquidos y misteriosos, como en la tercera parte de la Divina comedia, que, finalmente, no es sino un grandioso poema a la luz que refulge de modo diferente en cada cielo del Paraíso, hasta llegar al destello de la Rosa Mística y a la insostenible visión de la Luz divina.

La gente de la Edad Media vivía ciertamente en entornos oscuros, bosques, vestíbulos de castillos, estrechas habitaciones apenas iluminadas por una chimenea; pero una civilización debe ser juzgada no sólo por cómo vivía, sino también por cómo se representaba a sí misma; de otro modo tendríamos que ver el Renacimiento sólo a través de los horrores del sitio de Roma, las guerras, los homicidios y las matanzas perpetradas por los señores, ignorando lo que sabemos hoy y la visión que tenemos de él como el siglo de las fornarine de Rafael y de las iglesias florentinas.

Así, las supuestas edades oscuras se iluminan con las imágenes deslumbrantes de luz y color de los manuscritos mozárabes del Apocalipsis, de las miniaturas otonianas, de los suntuosos libros de horas o de los frescos de Lorenzetti, Duccio o Giotto.

Finalmente, basta con leer el Cántico de las criaturas de san Francisco para hallar una Edad Media llena de alegría jovial y sincera en un mundo iluminado por el Hermano Sol.

La Edad Media no es una época de castillos como los de Disneylandia. Reconocidas las luces de las edades “oscuras”, será igualmente oportuno devolver las sombras a ciertos entornos que los modernos medios masivos de comunicación nos presentan con suma falsedad: una Edad Media de litografía a color, poblada de castillos como los imaginó (y en su momento los reconstruyó, en vez de restaurarlos) el romanticismo, castillos como se pueden ver en la fase final (y por lo tanto ya idealista) de las miniaturas tardías del siglo xv, castillos como los que aparecen, por ejemplo, en las páginas de Les Très Riches Heures du Duc de Berry. Este modelo fabuloso y mediático de castillo medieval corresponde más bien al modelo de los célebres castillos del valle del Loira, que son, todos, de época renacentista. Quien consulta hoy en internet páginas sobre el “castillo feudal” encuentra espléndidas construcciones almenadas que luego (si acaso el sitio web es honesto) se atribuyen en realidad a los siglos XIII o XIV, si no es que son resultado de reconstrucciones modernas.

En realidad el castillo feudal consistía en una estructura de madera construida a una altura elevada (o sobre un terraplén preparado para tal propósito) y rodeada por una trinchera defensiva. A partir del siglo XI, para obtener mayor protección en caso de asedio, se empezaron a construir cercados, especialmente en forma de vallas, alrededor del terraplén, delimitando así una curtis (es decir, una suerte de plaza muy amplia), donde, en caso de ataque enemigo, podían refugiarse los aldeanos con sus animales. Los cercados se vuelven luego murallas y los normandos construirán, dentro de estas murallas, un torreón, que más que para la defensa servía como residencia del señor y de su guardia. Más tarde, gradualmente, las trincheras defensivas se verán rodeadas de fosos de agua, que podían atravesarse sólo gracias a un puente levadizo. Sin embargo, éstas son todas evoluciones graduales. Así pues, aquellos castillos de los cuentos no existieron durante la Edad Media.

La Edad Media no ignoraba la cultura clásica. Aunque había perdido los textos de muchos autores antiguos (por ejemplo, Homero y los trágicos griegos), el Medievo conoció a Virgilio, Horacio, Tibulo, Cicerón, Plinio el Joven, Lucano, Ovidio, Estacio, Terencio, Séneca, Claudiano, Marcial y Salustio. Naturalmente, el hecho de que prevaleciera la memoria de estos autores no significaba que sus textos fueran fácilmente accesibles y del conocimiento de todos. A veces un autor podía ser bien conocido en un monasterio con una biblioteca muy bien dotada, pero desconocido totalmente en otros lugares. Sin embargo, existía una urgente sed de conocimiento y, en una época en que las comunicaciones eran más bien difíciles (aunque veremos que se viajaba mucho), los eruditos buscaban por todos los modos posibles procurarse preciados manuscritos. Es célebre la historia de Gerberto de Aurillac, que luego se convertirá en el papa del año 1000, Silvestre II, que le prometió a un corresponsal suyo una esfera armilar si tan sólo le conseguía un manuscrito de la Farsalia de Lucano. El manuscrito llegó pero Gerberto, al encontrarlo incompleto y no sabiendo que Lucano en realidad había dejado su obra inconclusa (porque Nerón lo había “invitado” a que se cortara las venas), le mandó al corresponsal sólo la mitad de la esfera armilar. Quizás la anécdota sea una leyenda y acaso nos resulte sólo graciosa, pero revela muy claramente hasta qué grado se había desarrollado en aquella época el amor por la cultura clásica.

Ahora bien, los autores clásicos se estudian desde una perspectiva que debe satisfacer los fines de una lectura cristianizante, y es muy ejemplar el caso de virgilio, que, sorprendentemente, fue a veces leído como una suerte de mago que había profetizado en su égloga IV el advenimiento de Cristo.

La Edad Media no rechazó la ciencia de la Antigüedad. Una interpretación que encuentra sus raíces en las polémicas positivistas del siglo XIX pretende que la Edad Media desdeñó todos los descubrimientos científicos de la Antigüedad clásica para no contradecir el sentido literal de las Sagradas Escrituras. Es cierto que algunos autores de la patrística intentaron dar una lectura absolutamente literal a la aseveración de la Biblia de que el mundo tiene la forma de un tabernáculo; por ejemplo, en el siglo IV Lactancio (en su Institutiones divinae) se opuso, a partir de dicha aseveración, a las teorías paganas que afirmaban que la Tierra era redonda; tampoco podía aceptar, por otro lado, la idea de que existieran antípodas donde los seres humanos tuvieran que caminar con la cabeza hacia abajo. Ideas análogas sustentó Cosmas Indicopleustes, un geógrafo bizantino del siglo VI, que en su Topografía cristiana, pensando también en el tabernáculo bíblico, describió esmeradamente un cosmos de forma cúbica, con un arco que se alzaba sobre el suelo plano de la Tierra.

Ahora bien, que la Tierra era esférica lo supieron ya los griegos (con la excepción de algunos presocráticos) desde la época de Pitágoras (quien la consideraba esférica más bien por razones místicas y matemáticas). Naturalmente lo supo también Ptolomeo, que seccionó el globo en 360 meridianos, pero también lo habían comprendido Parménides, Eudoxo, Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes y, por supuesto, Eratóstenes, que en el siglo III a.C. calculó con una exactitud insospechada la longitud del meridiano terrestre.

Se ha sostenido (incluso por algunos historiadores serios de la ciencia) que la Edad Media olvidó esa noción antigua; semejante idea, aun, se ha abierto paso entre la mayoría de las personas, tanto que todavía hoy, si le preguntamos a una persona culta qué quería demostrar Cristóbal Colón cuando buscaba llegar al Oriente desde el Occidente y qué se obstinaban en negar los eruditos de Salamanca, la respuesta, en casi todos los casos, será que Colón quería demostrar que la Tierra era redonda, mientras que los eruditos de Salamanca se obstinaban en afirmar que la Tierra era plana y que, después de un breve tramo de navegación, las tres carabelas se precipitarían en el abismo cósmico.

La verdad es que a Lactancio nadie le hizo demasiado caso: para no ir más allá, ni siquiera san Agustín lo siguió, pues deja entender, por varios indicios en sus textos, que él consideraba la Tierra esférica, aun cuando el asunto no le parecía muy relevante desde el punto de vista espiritual. Es más, Agustín manifestó serias dudas sobre la posibilidad de que vivieran seres humanos en las presuntas antípodas, y la discusión misma ya es señal de que asumía un modelo de Tierra esférica.

En cuanto a Cosmas, su libro fue escrito en griego, una lengua que la Edad Media cristiana había olvidado, y no fue traducido al latín sino hasta 1706; ningún autor medieval occidental lo conoció.

En el siglo VII Isidoro de Sevilla (incluso sin ser ningún modelo de exactitud científica) calculó que el largo del ecuador era de 80 000 estadios; quien habla de círculo ecuatorial evidentemente está asumiendo que la Tierra es esférica.

Hoy en día un estudiante atento de bachillerato puede deducir con facilidad que, si Dante ingresa al embudo infernal y sale del otro lado a un lugar donde ve estrellas desconocidas a los pies de la montaña del purgatorio, esto significa que Dante sabía perfectamente que la Tierra era esférica y escribía para lectores que también lo sabían. Ahora bien, Orígenes y Ambrosio, Beda, Alberto Magno y Tomás de Aquino, Rogelio Bacon y Juan de Sacrobosco (por citar sólo a algunos) fueron todos de la misma opinión.

El punto de la polémica en tiempos de Colón era, en realidad, que los eruditos de Salamanca habían hecho cálculos mucho más precisos que los del navegante y creían que la Tierra, aunque redonda, era mucho más amplia de lo que nuestro genovés consideraba, de modo que les parecía insensato tratar de circunnavegarla. Naturalmente ni Colón ni los eruditos de Salamanca sospechaban que entre Europa y Asia existía otro continente.

Por otro lado, precisamente en los manuscritos de Isidoro aparecen los primeros ejemplos del llamado “mapa de T”, un plano cuya estructura consiste en una letra T (que representaba los grandes ríos o mares) circunscrita por una circunferencia (que representaba el Gran Mar Océano); la parte superior representaba Asia (arriba, porque en Asia se encontraba, según la leyenda, el paraíso terrenal); la barra horizontal de la T representaba, a la izquierda, el Mar Negro y, a la derecha, el río Nilo, mientras que la barra vertical de la T representaba el Mediterráneo; así, el cuarto de círculo inferior izquierdo representa Europa y el cuarto de círculo inferior derecho representa África. Naturalmente los mapas de T son bidimensionales, pero una representación bidimensional de la Tierra no implica, de ninguna manera, que se considere que es plana; de otro modo, a juzgar por nuestros atlas actuales, se diría que nosotros también creemos en una Tierra plana. Este tipo de mapa era una proyección cartográfica convencional y se creía inútil representar la otra mitad del globo (al fin y al cabo desconocida para todos y, probablemente, inhabitada e incluso inhabitable), tal como hoy nosotros no representamos la otra cara de la Luna, de la que no sabemos realmente nada.

Finalmente, hay que aclarar que la Edad Media fue una época de grandes viajes pero, con las vías romanas en ruinas, los grandes bosques por atravesar y los vastos trechos de mar que sondear sin más guía concreta que el conocimiento de algún navegante de la época, sencillamente no era posible trazar mapas más adecuados. Éstos eran estrictamente esquemáticos o simbólicos; a menudo (y esto puede verse muy claramente en el mapa de Ebstorf de 1234) lo que preocupaba principalmente al autor del mapa no era cómo se llegaba a Jerusalén, sino representarla como el centro mismo de la Tierra.

Del mismo modo, si consideramos, por ejemplo, el mapa actual de las líneas de trenes de Italia (a disposición de cualquiera), nadie podría, a partir de aquella serie de nudos (que en sí mismos son clarísimos y, si se desea tomar un tren de Milán a Livorno se da uno perfecta cuenta de que es preciso pasar por Génova), extrapolar con exactitud la forma de Italia. La forma exacta de Italia no interesa a quien sólo debe ir a la estación.

Los romanos trazaron una serie de vías que conectaban cada ciudad del mundo conocido por ellos, y luego representaron dichas vías en el mapa romano que conocemos hoy como Tabula peutingeriana (por el nombre del descubridor de una versión medieval del siglo XV). El mapa es muy complejo: la parte superior representa Europa y la inferior África, pero hallamos aquí exactamente la misma situación que en el mapa ferroviario: una especie de riachuelo que separa las dos riberas representa el Mediterráneo. Nadie pensaría seriamente que los romanos, que atravesaban continuamente el Mare Nostrum, o los navegantes medievales de las repúblicas marítimas italianas creyeran que el Mediterráneo era tan estrecho como un río. El asunto es que claramente no interesaba la forma de los continentes, sino sólo la información de que existía, por ejemplo, una vía que permitía ir de Marsella a Génova.

Consideremos ahora el Cristo juez entre los apóstoles de Fra Angelico, que se halla en la catedral de Orvieto. El globo (generalmente un símbolo del poder soberano) que Jesús sostiene en su mano muestra un mapa de T al revés. Si se sigue la mirada de Jesús se ve claramente que está contemplando el mundo y, por lo tanto, éste se representa como lo ve él desde lo alto y no como lo vemos nosotros; por eso está “al revés”. Si un mapa de T se dibuja sobre la cara de un globo, esto sólo quiere decir que ese mapa se entendía como la representación bidimensional de una esfera. Esta prueba podría ser juzgada insuficiente, pues el fresco data de 1447 y, por lo tanto, de una Edad Media muy avanzada, pero resulta que en el Liber floridus ya aparece un globo imperial que lleva sobre su cara visible un mapa del mismo género y, en este caso, estamos hablando de un documento del siglo XII.

La Edad Media no fue una época en que la gente no salía de su localidad. Se sabe muy bien que la Edad Media fue una época de grandes viajes; basta con pensar en Marco Polo. La literatura medieval está llena de relatos de viaje fascinantes, incluso si abundan en elementos maravillosos. Los vikingos fueron excelentes y asiduos navegantes y también los monjes irlandeses, por no mencionar las repúblicas marítimas italianas. Pero, sobre todo, la Edad Media fue una época de peregrinaciones en la que también los pobres emprendían el viaje para cumplir sus penitencias a Jerusalén, a Santiago de Compostela o a algún otro lugar famoso donde se conservaran las reliquias milagrosas de algún santo. Esta práctica era tan extendida que el camino de los peregrinos acabó por definir las grandes rutas y sobre ellas se construían abadías (que luego también fungieron como hostales) y hasta se escribían guías detalladas que precisaban los lugares dignos de visitar durante el recorrido. La lucha entre los grandes centros religiosos para procurarse reliquias dignas de ser visitadas convirtió a la peregrinación en una verdadera industria que interesaba lo mismo a las comunidades religiosas que a la población entera de una localidad. Rainaldo de Dassel, canciller de Federico Barbarroja, hizo todo lo que estuvo en sus manos para sustraer de Milán y llevar hasta la catedral de Colonia los restos de los tres reyes magos.

Se ha comentado incluso que el hombre medieval tenía relativamente pocas oportunidades de viajar a lugares más o menos cercanos, pero contaba con muchísimas ocasiones y razones para aventurarse a tierras lejanas.

La Edad Media no fue sólo una época de místicos y puritanos. La Edad Media, época de muchos santos y del poder incuestionable de la Iglesia, época de la gran influencia de las abadías y los grandes monasterios, de obispos en todas las ciudades, no fue, sin embargo, solamente un periodo de costumbres severas, insensible a los placeres de la carne y las alegrías y diversiones físicas en general.

Para empezar, están los troubadours provenzales y los Minnesänger alemanes, que inventaron el amor cortés como una pasión casta —pero obsesiva— por una mujer inaccesible y, según sostienen muchos, inventaron con ello el amor romántico en el sentido moderno del término, como deseo insatisfecho y sublimado. Ahora bien, en el mismo periodo florecen historias como las de Tristán e Isolda, Lancelot y Ginebra, Paolo y Francesca, en las que el amor no es sólo espiritual, sino muy precisamente un arrebato de los sentidos y un asunto de contacto físico; por otra parte, las celebraciones de la sexualidad que proyectan en sus textos los poetas goliardos no son en absoluto pudorosas.

No eran tampoco moderadas ni pudibundas las manifestaciones carnavalescas durante las cuales, así fuera una sola vez al año, le era concedido al pueblo llano comportarse fuera de toda regla; las sátiras que típicamente se burlan de los campesinos tomándoles el pelo no dejan fuera ningún término obsceno ni las descripciones múltiples de toda suerte de impudicias corporales. En pocas palabras, la Edad Media vive una continua contradicción entre todo cuanto se afirma, predica y requiere como comportamiento virtuoso y el comportamiento real (y, por lo demás, muy a menudo sin necesidad de esconderlo tras ningún velo de hipocresía). Los místicos predican por un lado la castidad y la pretenden para los religiosos, pero los narradores nos hablan continuamente de frailes y monjes glotones y disolutos.

Puede verse precisamente en el comportamiento de los místicos cómo la Edad Media no se deja reducir a estereotipos. Por ejemplo: los cistercienses y los cartujos, especialmente en el siglo XII, se declararon en contra del lujo y del uso de las representaciones artísticas figurativas en la ornamentación de las iglesias; san Bernardo y algunos otros rigoristas las consideraban superfluitates que apartaban a los fieles de la oración, pero en todas estas condenas no se niega nunca la belleza y la gracia de los adornos y, más bien, el reclamo surge precisamente porque se reconoce en ellos una invencible atracción. Hugo de Fouilloy habla en este sentido de mira sed perversa delectatio, un placer maravilloso pero perverso. Perverso, pero maravilloso: Bernardo confirma esta disposición de ánimo cuando explica aquello a lo que los monjes han renunciado al abandonar el mundo:

Nosotros, los monjes, que provenimos del pueblo, nosotros que hemos abandonado por Cristo todas las cosas preciosas y bellas del mundo, nosotros que para merecer a Cristo hemos desdeñado cual si fuera estiércol todas las cosas que resplandecen de belleza, que acarician el oído con la dulzura de los sonidos, que despiden un suave aroma, que saben a dulzura, que agradan al tacto y todo aquello, en fin, que puede acariciar el cuerpo… [Apologia ad Guillelmum abbatem].

Se advierte perfectamente aquí, así sea por la vehemencia del rechazo, un vivísimo sentimiento suscitado por las cosas desdeñadas y un matiz de añoranza. Pero hay otra página de la misma Apologia ad Guillelmum que constituye un documento todavía más explícito de sensibilidad estética: arremetiendo contra las iglesias demasiado grandes y demasiado decoradas con esculturas, san Bernardo nos ofrece una imagen de la escultura románica que constituye, por sí misma, todo un modelo de crítica descriptiva y, al representar de este modo aquello que rechaza, demuestra cuán paradójico resultaba el desdén de este hombre que era capaz de analizar con semejante finura aquellas cosas que no deseaba ver:

Ni hablar de las alturas inmensas de los oratorios, de las extensiones desmedidas, de los espacios descomunales, de los soberbios pulimentos, de las pinturas primorosas que al desviar los ojos de los oradores impiden que se concentren en su devoción… Los ojos quedan deslumbrados por esas reliquias cubiertas de oro y, al tiempo, se abren los bolsillos: se muestra alguna imagen bellísima de un santo o de una santa y entonces se juzga que los santos son más santos si la pintura es más colorida… La gente corre a besar, se ve movida a hacer ofrendas y a admirar más lo bello que lo sagrado… ¿Qué ocurre, pues, en los claustros, donde los frailes deberían estar cantando el Oficio?, ¡qué ridícula monstruosidad, esa suerte de extraña belleza deforme o de deformidad bella! ¿Qué es lo que hacen ahí esos animales inmundos, esos simios?, ¿o los feroces leones?, ¿o los monstruosos centauros?, ¿o los semihombres?, ¿o los tigres de piel rayada?, ¿o los soldados trabando esa batalla?, ¿o los cazadores con sus trompetas? Mientras que aquí se aprecia un cuerpo múltiple bajo una sola cabeza y, viceversa, muchas cabezas sobre un solo cuerpo, por allá se ve un cuadrúpedo con cola de serpiente y más allá un pez con cabeza de cuadrúpedo. Allá una bestia que tiene aspecto de caballo pero, detrás, es la mitad de una cabra, por allá un animal con cuernos que tiene, detrás, el cuerpo de un caballo. En fin, por todas partes se aprecia una variedad tan grande y tan extraña de formas heterogéneas que se siente un aprecio mayor por la lectura de estos mármoles que por la lectura de los manuscritos y se ocupa el día entero en admirar una a una estas imágenes antes que en reflexionar en la ley de Dios.

En estas páginas encontramos, cierto, un acabado ejercicio de estilo según los patrones de la época, pero, a la vez, revelan que Bernardo polemiza contra algo de cuyo atractivo no logra sustraerse. Ya el mismo Agustín había hablado, por su parte, sobre el debate que experimenta el hombre de fe que teme continuamente verse seducido durante la oración por la belleza de la música sagrada, y el mismo santo Tomás desaconsejó el empleo litúrgico de la música instrumental porque provocaba un goce tan agudo que turbaba la concentración del creyente.

La Edad Media no es siempre misógina. Los primeros Padres de la Iglesia manifiestan un profundo horror por el sexo, tanto que algunos de ellos recurren a la castración, y la mujer siempre se representa como incitación al pecado. Esta misoginia mística está ciertamente presente en el mundo monástico medieval, y basta con recordar aquel pasaje en el que Odón de Cluny, en el siglo X, recuerda que

la belleza del cuerpo está toda en la piel. En efecto, si los hombres pudieran ver lo que está bajo la piel, si poseyeran, como el lince de Beocia, la capacidad de penetrar con la mirada, la mera vista de una mujer les resultaría absolutamente nauseabunda: esa gracia femenina no resulta más que fango, sangre, humor, hiel. Si se considera lo que se esconde bajo la nariz, en la garganta, en el vientre: por todas partes, suciedad… ¡Y nosotros que sentimos una profunda repugnancia por tocar así sea tan sólo con la punta de los dedos el vómito o el estiércol, ¿cómo podemos anhelar estrechar entre los brazos un simple costal de excrementos?

Y no es éste un tema sólo de los monjes pudibundos, porque el más feroz texto contra la mujer se encuentra en el Corbaccio de Boccaccio, escrito en pleno siglo XIV.

Sin embargo, la Edad Media también es la época de la más apasionada glorificación de la mujer, ya sea por la poesía cortesana de los stilnovisti, ya sea por la divinización que Dante hace de Beatriz. Ahora bien, no se trata solamente de imaginaciones poéticas y laicas, porque también en el mundo monástico hay que recordar la importancia de figuras como Hildegarda de Bingen o Catalina de Siena, que sostuvieron intercambios incluso con los soberanos y que fueron escuchadas por su sabiduría y su fervor místico. Eloísa tuvo una relación carnal con su maestro Abelardo cuando, todavía una muchacha no consagrada a la vida religiosa, frecuentaba la universidad y suscitaba la admiración de sus colegas masculinos. Se dice que en el siglo XII en la Universidad de Bolonia enseñó una Bettisia Gozzadini y, en el siglo XIV, impartió cátedra ahí mismo una Novella d’Andrea, que se veía obligada a llevar un velo sobre el rostro para no distraer a los estudiantes con su extraordinaria belleza.

Ahora bien, al atractivo femenino no lograban sustraerse tampoco los místicos, por lo menos cuando tenían que comentar el Cantar de los Cantares, que, por más que se quisiera interpretar alegóricamente, es a fin de cuentas una explícita celebración de la belleza carnal. El Cantar tuvo que haber turbado los sueños de muchos devotos exégetas bíblicos, que se veían obligados a admitir que la hermosura de la mujer puede evocar aquella gracia interior de la que es símbolo. Gilberto de Hoyland, en su comentario al Cantar, con una cándida y compuesta seriedad —bajo la que resulta muy difícil no sospechar alguna malicia inconsciente— precisa cuáles deben ser las proporciones exactas de los senos femeninos para resultar atractivos. El ideal físico que se percibe en este comentario parece muy cercano al de las mujeres representadas en las miniaturas medievales, con aquel estrecho corsé que tiende a comprimir y realzar los senos: “hermosos son en efecto los senos que se elevan un poco y se muestran discretamente abultados, bien sostenidos pero no comprimidos [repressa sed non depressa, frase que es francamente una pequeña obra maestra de retórica monástica], ajustados dulcemente y sin carecer de curvaturas” (Sermones in Canticum).

Naturalmente tenemos que recordar que la Edad Media dura 1 000 años y a lo largo de éstos, como por lo demás en el breve espacio de nuestro tiempo, se pueden encontrar manifestaciones de pudor, otras de verdadera neurosis sexofóbica o de odio hacia el mundo en general, y otras más de una dilatada conciliación con la naturaleza y con la vida.

La Edad Media no es la única época en que ha habido hogueras. En la Edad Media se quemaba a la gente, y no sólo por razones religiosas, sino también por motivos políticos: piénsese en el proceso jurídico y en la condena de Juana de Arco. Quemaban a herejes como Fra Dolcino y a criminales como Gilles de Rais, que había violado y asesinado a muchos niños (se decía que alrededor de 200).

Será, sin embargo, oportuno recordar que 108 años después del fin “oficial” de la Edad Media Giordano Bruno será quemado en Campo dei Fiori y que el proceso contra Galileo ocurre en 1633, cuando la Edad Moderna tiene ya 141 años. Galileo no fue quemado, pero en 1613 sí fue quemado en Tolosa, bajo acusaciones de herejía, Julio César Vanini, y en 1630, según nos cuenta Manzoni, fue quemado en Milán Giangiacomo Mora bajo acusación de haber provocado la peste.

El más feroz manual de inquisición (en verdad una neurótica fenomenología de la brujería, un feroz testimonio de misoginia y de fanática crudeza), el infame Malleus maleficarum de Kramer y Sprenger, data de 1486, sólo seis años antes del fin “oficial” de la “edad oscura”, y la más implacable persecución de brujas, con sus consabidas hogueras, tiene lugar ya bien entrado el Renacimiento.

La Edad Media no es sólo una época de ortodoxia rampante. Otra idea muy común sobre la Edad Media es que fue una época rígidamente controlada por un aparato piramidal de poder (lo mismo temporal que espiritual), con una rigurosa división entre señores y súbditos, sin que pudiera darse, en la base de la pirámide, la mínima señal de inconformidad o rebelión. Ésta sería —si acaso— la piadosa visión que de la Edad Media pretenden presentar los reaccionarios de todos los siglos, intransigentes frente a las insurrecciones, revoluciones y levantamientos de los tiempos modernos.

Fuera del hecho de que es justo en la Edad Media cuando ocurre la primera limitación de los poderes de los soberanos (la Magna Charta inglesa data de 1215) y de que en la Edad Media se consolidan y ratifican las libertades de los concejos del Imperio germánico, en la Edad Media se esboza, por vez primera, un tipo de lucha de clases, entre humildes y poderosos, casi siempre sustentada con ideas religiosas de renovación del mundo y que, justo por ello, solían ser juzgadas como heréticas.

Este fenómeno está vinculado al milenarismo medieval, pero para poder entender este milenarismo hace falta reconocerle a la Edad Media —y más precisamente al cristianismo desde sus orígenes— lo que podríamos definir como la “invención de la Historia”, es decir, la invención de una dirección en la Historia. La cultura pagana fue una cultura sin historia: Júpiter siempre estuvo ahí; inmiscuido en las pequeñas vicisitudes de los humanos y modificando, así, algunas suertes individuales pero nunca comprometido con el devenir del mundo. Los mitos antiguos se narran bajo la forma de un acontecimiento ya ocurrido: son irreversibles. A veces los dioses se embarcan en alguna promesa y garantizan así un resultado futuro para ciertos acontecimientos (Ulises volverá a casa, palabra de una diosa), pero el hecho siempre concierne sólo a ciertos individuos o a ciertos grupos. El máximo espectro histórico que nos dio la Antigüedad se encuentra en la Eneida, promesa de Venus a Eneas que involucra la suerte de un pueblo entero: pero la garantía de Virgilio sólo abarca de Eneas a Augusto. Está la promesa de un destino histórico para los romanos, pero éste ya se ha cumplido en el momento en que se narra. Ahora bien, la égloga IV concierne al presente (será luego obra de los medievales leerla como un documento escatológico, destacando, con esa intención, los indicios de una proyección hacia el futuro en Virgilio).

En cambio, en los orígenes mismos de la visión cristiana de la historia se tiene el profetismo judío: éste sólo se refiere a la suerte de un pueblo, no a la suerte del mundo, pero la promesa de un Mesías que ha de venir y será un liberador supone una escatología específicamente revolucionaria, a través de la cual los últimos acontecimientos tendrán lugar bajo el impulso de una fuerza agitadora, con un rey guerrero dotado de poderes milagrosos que derrocará el poderío romano.

Con el cristianismo, por otra parte, la historia humana adquiere un principio, la Creación, un incidente que desata la acción, el Pecado Original, un nudo central, la encarnación y la redención, y una perspectiva: la trayectoria hacia el regreso del Cristo Triunfante, la Parusía, el Juicio Final y el Cumplimiento de los tiempos.

El sentido de la historia nace y toma forma ante todo con aquel texto visionario y terrible que es el Apocalipsis, atribuido a san Juan Evangelista, y continúa con la reflexión patrística hasta culminar con san Agustín. Los imperios de la Tierra se suceden unos a otros y perecen, con el paso de los siglos se perfila el advenimiento de la Ciudad de Dios, opuesta a aquella terrenal, que es su epifenómeno o su negación. Todo lo contrario, claro está, del sentido laico y liberal de la historia terrenal que adquirirá forma en los siglos XVIII y XIX con las doctrinas románticas e idealistas y que culminará en el marxismo. Es indudable que el sentido de la historia, como un acontecimiento de la humanidad que deviene de un principio a un fin, nace con el Apocalipsis, cuyas profecías se refieren a algo que aún está por venir y nos dice que la historia es ese lugar en el que ocurre un choque continuo entre Dios y Satanás, entre la Jerusalén Celeste y Babilonia.

Pero la lectura que la Edad Media dará a este texto será doble: por un lado, la interpretación “ortodoxa”, cuyo punto de partida será La ciudad de Dios