La ejecución de la estatua - Amílcar Osorio - E-Book

La ejecución de la estatua E-Book

Amílcar Osorio

0,0

Beschreibung

La ejecución de la estatua es una novela singular primero que todo. Como corresponde al más singular de los escritores del nadaísmo que es su autor. Quizás sea necesario situarla dentro de las llamadas novelas colombianas de la violencia. Y quizás es necesario decir también que no se parece a ninguna de las conocidas dentro de ese subgénero. Amílcar Osorio rehuyó lo sensiblero, lo obvio, lo fácilmente conjeturable. Y en consecuencia su libro, que en efecto habla y describe ese período deprimente de la historia del siglo veinte colombiano, pretende ser al mismo tiempo el admirable ejercicio de estilo de un muchacho que junto a Gonzalo Arango, como entonces se firmaba, inventó el nadaísmo en la ciudad más pacata de Colombia, enorme sepulcro blanqueado entonces y ahora. El relato adopta una variante joyciana del tiempo que consiste en restringir, exprimir y comprimir un presente sin fondo, el presente, mejor dicho. Supongo que la novela transcurre en el Jericó de la Madre Laura y de Manuel Mejía Vallejo, y que cuenta un solo día, como el libro máximo de Joyce, o en todo caso el más famoso de sus poemas: un solo día atroz, como inventado por el diablo. La novela también debe considerarse como una manera de ostentar la ambigüedad de una personalidad. Conocí bien a Amílcar, nos quisimos entrañablemente desde que éramos dos adolescentes descentrados en la ciudad de Medellín, sin destino y sin ganas de nada, al borde del comienzo de la década de los 60. Y porque lo conocí puedo afirmar, me siento autorizado, que le gustaba lo ambiguo, y sobre todo posar de ambiguo, porque a veces podía ser tierno y claro, y las cosas de doble fondo

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 414

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Osorio, Amilcar

La ejecución de la estatua / Amilcar Osorio. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018

244 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN : 978-958-720-494-0

1. Novela colombiana. I. Arbeláez, Jotamario, 1940- pról. II. Tít. III. Serie

C863 cd 23 ed.

O837

Universidad EAFIT - Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

La ejecución de la estatua

Primera edición: abril de 2018

©   Amílcar Osorio

©   Editorial EAFIT

      Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

      http//www.eafit.edu.co/fondo

      Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-494-0

© De la Presentación, Eduardo Escobar

© Del Prólogo, Jotamario Arbeláez

© Del Epílogo, Juan José Cadavid Ochoa

Coordinación y nota editorial: Felipe Restrepo David

Asesoría: Eduardo Escobar y Jotamario Arbeláez

Corrección y cotejo: Álvaro Molina

Apoyo: María Adelaida Chaverra Restrepo

Diseño y diagramación: Editorial Artes y Letras S.A.S.

Imágenes de carátula y guardas: Foto cortesía de Eduardo Escobar, Imagen de Shutterstock

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional, mediante Resolución 1680 del 16 de marzo de 2010.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

stanza

en los muros blancos yace la sombra de la fuente que viene desde el patio, su agua insurgente que refrescara la galería.

en la hornacina está olvidada la cabeza en yeso de un muchacho, una caja sin fósforos, una cadena pequeña.

el piso cruje en las horas de la tarde.

Amílcar Osorio

PRESENTACIÓN

Eduardo Escobar

La ejecución de la estatua es una novela singular primero que todo. Como corresponde al más singular de los escritores del nadaísmo que es su autor. Quizás sea necesario situarla dentro de las llamadas novelas colombianas de la violencia. Y quizás es necesario decir también que no se parece a ninguna de las conocidas dentro de ese subgénero.

Amílcar Osorio rehuyó lo sensiblero, lo obvio, lo fácilmente conjeturable. Y en consecuencia su libro, que en efecto habla y describe ese período deprimente de la historia del siglo veinte colombiano, pretende ser al mismo tiempo el admirable ejercicio de estilo de un muchacho que junto a gonzaloarango, como entonces se firmaba, inventó el nadaísmo en la ciudad más pacata de Colombia, enorme sepulcro blanqueado entonces y ahora.

El relato adopta una variante joyciana del tiempo que consiste en restringir, exprimir y comprimir un presente sin fondo, el presente, mejor dicho. Supongo que la novela transcurre en el Jericó de la Madre Laura y de Manuel Mejía Vallejo, y que cuenta un solo día, como el libro máximo de Joyce, o en todo caso el más famoso de sus poemas: un solo día atroz, como inventado por el diablo.

La novela también debe considerarse como una manera de ostentar la ambigüedad de una personalidad. Conocí bien a Amílcar, nos quisimos entrañablemente desde que éramos dos adolescentes descentrados en la ciudad de Medellín, sin destino y sin ganas de nada, al borde del comienzo de la década de los 60. Y porque lo conocí puedo afirmar, me siento autorizado, que le gustaba lo ambiguo, y sobre todo posar de ambiguo, porque a veces podía ser tierno y claro, y las cosas de doble fondo.

Debo decir antes de que el lector lo descubra por sí mismo que el título de la novela no alude a la creación de una estatua, no existe una ejecución de la estatua, sino más bien a su fusilamiento. Que otros se encarguen de indagar si el libro es una metáfora del complejo de Edipo de Rubén Amílcar Osorio, como creo que en realidad se llamaba. El hecho es que a lo largo del día de mercado de menjunjes de indios y de verduleros y carniceros, y farmacopistas y músicos y soldados, como era en esos pueblos de Antioquia de la segunda infancia del autor, el hecho es que a lo largo del día que cuenta el libro, se prepara la destrucción de la estatua, más bien. El destrozo de la estatua culmina, libera el agobio que es también un placer, el placer de la poesía.

Y juro que mi encomio no está comandado por el amor que siento por este nombre, uno de los muertos de mi predilección. Y que no estoy mintiendo si digo que Amílcar Osorio tenía algo de genio: en todo caso poseyó el genio de la tristeza que nos privó de una obra más vasta porque a veces asumía la forma de la indolencia y el pesimismo radical. Y el genio del amor: porque eso fue lo que más buscó este solitario que a veces escribía cosas como La ejecución de la estatua, para no reventar en el asco de la soledad, que refinó en sus lecturas de Heidegger y Sartre y Abagnano, un autor que trajinamos juntos en una adolescencia remota.

A pesar de los cuentos y de las colecciones de poemas inéditos casi todos todavía, a sus amigos nos hubiera gustado conocer más de su capacidad creadora. Por lo pronto solo queda agradecerle este libro extraño sobre la violencia que jamás llora ni cae en lo patético mientras al mismo tiempo explora el lenguaje popular y el lenguage refinado como por ejemplo al hacer el censo de los instrumentos musicales de ese día infeliz que nos cuenta.

PRÓLOGO

Amílcar, el personaje

Jotamario Arbeláez

Uno de los elementos impactantes del primer nadaísmo fue la firma de su segundo fundador, Amílkar-U, tanto como su deslumbrante poema “Plegaria Nuclear de un coca-colo”. Tal vez por ello nos rebautizamos Jaime Jaramillo y yo, X-504 y J. Mario. Gonzalo nos rompió lo que escribiéramos hasta entonces y U nos señaló cómo continuar.

Muchos de los observadores y seguidores del Nadaísmo sostienen que el exseminarista de Jericó, nacido de padres antioqueños en Santa Rosa de Cabal y en el presente el menos divulgado de la pandilla –aunque para los que lo conocen o lo recuerdan es un autor de culto–, fue el mejor de todos nosotros. El más culto, el más talentoso, el más ambicioso. El excéntrico. Y eso que todos, desde un comienzo, aupados por el “profeta”, quien de esa manera nos capturó de por vida, nos sentíamos pichones de genio. Genios brutos. Que ya tendríamos tiempo de cultivarnos.

A los diecinueve años parecía haber leído todos los libros, por lo menos los que afanó de la Librería Aguirre, donde se desempañaba como librero precoz. Y donde descubrió para sus amigos a Maikovski y a Marinetti, mientras en la intimidad se solazaba con Wallace Stevens y con John Donne. De la lectura de la joven escandalosa francesa Françoise Sagán adoptó el seudónimo de Claudia Santamaría, de quien publicó una serie de cuentos deslumbrantes en la revista Cromos.

Fue la mano derecha y la pluma fuente de Gonzaloarango en la elaboración de los manifiestos. Este lo llevaba por las calles atado de una cadena al cuello y así lo sentaba en el mosaico de los cafés, como un perro, para pasmo o sorna de los parroquianos. Era un acto más de soberbia que de humildad. Quien debería sentir vergüenza era el amo. Pues nunca condescendió con el humanismo que inflamaba al “profeta”. Él quería conducir a su generación por otro sendero, igualmente sin meta pero tal vez más mórbido que satírico. Ni siquiera le interesaba la revolución. Él prefería la abyección, “hacer monstruosa el alma”, como predicaba Rimbaud, ser el francotirador en la torre.

Eso, más algunas indelicadezas rampantes ante el probo Gonzalo, enemigo número uno de la humanidad pero de una ética a prueba de balas, los llevó a separarse. Como varios nadaístas de entonces,1 Amílcar marchó a los Estados Unidos. Allí se integró con algunos beatniks que andaban haciendo el camino, con algunos vagabundos del Dharma de la montaña, con algunos santones zen de los altos hornos. Entre ellos Allan Wats, promotor del Zen, David Howie y Renée Frey, John Sirio, Jim Taylor, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Gregory Corso. En ese tiempo escribió una novela que vino a dar a nuestros Sagrados Archivos, La ejecución de la estatua. Inédita, como casi todo lo suyo. Desde hace casi cincuenta años ando con ella como un trofeo o un tesoro, buscando quien la lea o quien la publique. La he perdido por años y la he llorado como a una novia pero la he vuelto a encontrar. Es una asombrosa novela de la violencia en Colombia, escrita con referencia a las maromas lingüísticas de Joyce y el rigor detallista de los objetalistas franceses, y viene a ver la luz apenas cuando en Colombia se columbra la paz. Trabajada y lograda por un nadaísta, precisamente.

Casi todos los nadaístas en tránsito tratamos de seguirle en su destreza literaria y sus desplantes, por lo general con menor fortuna. Se nos hacía que su estilo era rutilante, con influencias depuradas dada su rigurosa bibliomanía. Andaba siempre con un lujoso tomo de Rimbaud empastado en francés. Traducía a los surrealistas, en especial a Bretón y a Peret. Devoró Lolita de Nabokov, de la que hizo una parodia con un niño como protagonista gay. Fue quien nos repartió a todos ejemplares dudosamente adquiridos de El cuarteto de Alejandría, ese tratado del amor moderno de Lawrence Durrell, que nos dejó “profundamente herido el sexo, profundamente herida esta conciencia, profundamente herida la manera de comer”, como el mismo Amílcar cantara. Y de paso allí se encontró con el viejo poeta de la ciudad, con Constantino Kavafis, de quien hizo impecables traducciones y convirtió desde entonces en nuestro compañero de farras.

Solo dos libros, casi opúsculos, alcanzaron a publicarse, antes de que sospechosamente se lo tragara la laguna “La Oculta”. Vana stanza, diván selecto, poemas elaborados entre 1962 y 1984 y El yacente de Mantenga, replicado después como Gato o soledad en la lluvia, con cuentos elaborados en diferentes épocas. Cuando los publicara en los suplementos de los periódicos se le consideró un genio sin antecedentes en la literatura colombiana, lo que lo llevó a inferir que sus compatriotas eran unos imbéciles y por eso también se fue. Su primera novela, de altos ribetes sicalípticos, Súbete en todo mí, escrita durante la gira que los nadaístas realizábamos por Colombia en 1960, se la hizo quemar por improcedente un aseñorado español ante quien nuestro portento se descubría, como los demás de la facción sodomita de Medellín. Su obra recuperada es copiosa y exuberante. Está a salvo en la Biblioteca Piloto, de Medellín. Cubre todos los géneros.

El día que se conozca, y ya llegó el día con su novela principal, gracias a la solícita Editorial EAFIT, va a resucitar entre el público el “imbécil” concepto –según él, que era irónico– de que era un genio. Bien merecido se lo tiene.

NOTA EDITORIAL

La historia editorial de La ejecución de la estatua podría ser una fascinante crónica: en 1968 fue finalista del premio Seix Barral de novela; Amílcar, para entonces, tenía veintiocho años: se conocían sus cuentos y poemas, y sus excentricidades como nadaísta. La ejecución no fue publicada ese año, ni tampoco lo sería en las siguientes décadas. Pasó por varias manos y, podría suponerse, por una que otra editorial; los que la conocían, en esa clandestinidad que empezó a crearse a su alrededor, hablaban de ella con entusiasmo, y algunas veces se comparaba, en la forma, con las técnicas que había probado Joyce en Ulises (1922) y Finnengans Wake (1939). Ahora se publica, cincuenta años después, solo que ronda una inquietud que no termina de resolverse: por qué tantos años inédita esta novela. Una respuesta salta a la vista, y es que no se creía en su valor “comercial” porque La Ejecución, más que una novela experimental, es una obra que lleva la lúdica creativa hasta ese lugar en el que el fragmento, lo laberíntico, el caos, la polifonía, el contrapunto y los cruces se convierten en la propia estructura; por eso, quien pedía de La ejecución aquella sucesión clásica de los hechos, unos tras de otros, no encontraba más que simultaneidad y paralelismos en los tiempos y los espacios. Dice Jotamario de La ejecución: “Quién sabe cuántos años la trabajó con dedicación enjundiosa, rodeado de poetas outsider y maestros zen […], por medio siglo ha pernoctado en la mesa de noche de todos mis enganches sentimentales y la he perdido por años y vuelto a recuperar, y la he entregado a editoriales que la devuelven, considerándola un hueso duro de roer, pues entre una novela de la violencia –que era lo que se esperaba en Colombia de los escritores de garra– y un Ulises, cosa que no espera nadie, nuestro hombre se fue por un Ulises de la violencia. Una violencia tal de salvaje que luego de la masacre en el pueblo de Saldeguaca se termina ejecutando la estatua de la Madre en la plaza”. La ejecución es una novela de múltiples escenografías en las que Amílcar fue el escritor y artista que ya era e, incluso, el que llegaría a ser, por el riesgo y la libertad de una prosa que solo hacía concesiones a la potencia de su expresión.

La ejecución sobrevivió como “mecanuscrito”: la copia que llegó a la Editorial EAFIT da cuenta de una batalla que no podía ganarse. En esos cincuenta años, no solo fue leída, sino que fue intervenida; algunos de sus lectores (amigos y conocidos), suponemos que después de la muerte de Amílcar en 1985, se tomaron la licencia, por afecto o deber literarios, de tachar algunas partes, agregar otras, y hasta reordenar, en aquello que juzgaban como el más “correcto” sentido para la comprensión, que tenía que ver con la idea de “aclarar” la lectura, hacerla coherente. Como editores, sabemos que es un gesto más que comprensible: se trataba de un manuscrito susceptible de ser “mejorado”, y mucho más si sus lectores también eran escritores, poetas y narradores; solo que partimos de un principio, que a veces por obvio solemos olvidar: si presentábamos la novela con esas “intervenciones” había ya otro estatus, el de la “reescritura”, el de la “coautoría”, y eso significaba publicar “otra” novela. Así, para esta edición, omitimos esas “tachaduras” y quisimos presentar la novela en la que podría ser su versión “primera”, o, al menos, la versión que pudo haber tenido el mismo Amílcar, aquella de 1968. De esa versión, además, nos propusimos respetar el más importante aspecto que puede respetarse en un manuscrito: su estilo; justo ahí vive la voluntad creativa del escritor; por eso nos abstuvimos de “actualizar” su gramática: tratamos de comprender su “naturaleza” y desde allí editar, corregir, diagramar, incurriendo, como advertimos, en someter la novela a los corsés de un manual de estilo; en otras palabras, evitamos la tentación de domesticar, o al menos no del todo, la escritura de Amílcar, pues ella brilla en su espontaneidad. Como se verá, La ejecución comienza con esta frase (en minúscula): “pueblo trazado…”; y termina en un artículo: “aparecen en los”. Es decir, iniciamos una novela que tuvo su principio mucho antes, y luego al final somos abandonados por ella, pareciera que la historia continúa sin nosotros. La ejecución, toda ella, quiere destruir la obsesión de la totalidad; prefiere la parcialidad, los días que no acaban, las superposiciones de la realidad y la ficción, de las maneras de narrar y de ver.

Finalmente, nuestro mayor desafío: descifrar el paso del tiempo en la copia mecanuscrita que nos llegó; muchas de las páginas mostraban una tinta desleída, quizás, desde el mismo original, como si se tratara de un palimpsesto que hubiera sido raspado en ciertas partes para ser nuevamente escrito. Tras esos cincuenta años, La ejecución es una novela que había comenzado a desaparecer. Entonces, con delicadeza y resignación ante esa voluntad lúdica de Amílcar, procuramos completar algunas de esas palabras y conservar el sentido “incorrecto” de muchas otras. Tal vez, con más información, teniendo a mano la posibilidad de comparar varias “copias” (las más cercanas al original), y con muchos más datos de los protagonistas de esa “crónica editorial”, pudiera algún día editarse una versión “crítica” de La ejecución de la estatua, que ya comienza a hacer parte de unos de los capítulos más cautivantes de la historia literaria y estética de Colombia: el nadaísmo.

Felipe Restrepo David

PUEBLO TRAZADO EN LA COMARCA, techos negros, patios blancos, estatua de La madre acariciando al hijo de mármol que adelanta un paso sobre el pedestal para bajar al parque, luz de velas sobre los chorros de sangres que saltan del cuello de los novillos, el alarido descendiente, el sudar; cerrados los portones y las puertas que dan a la plaza, solo dos postigos dejan entrar la oscuridad, el del teniente y el del padre coadjutor; sobre el polvo rociado de la calle suena el agua, una bandada de brujas escupe desde el cielo, el gallo del gallero canta atado a lo que fuera un estantillo en el patio trasero y empedrado, la intensidad del coro se expande, las tapias multiplican los ecos, el grupo de cantantes en las calles, aumentando a cada paso; don Laureano Lleras entra en su cantina, ajusta la puerta y se pone a lavar los últimos pocillos que de la noche anterior quedaron sucios, asientos de azúcar, cadáveres de moscas, las copas de los aguardientes, los platicos de los pasabocas. “¡Ya entró en la agonía, bendito sea el Señor!”, exclama en voz baja doña Raquel, hermana de doña Lía, viuda de don Genaro Restrepo, agonizante víctima del cáncer; don Evaristo, quien a más de ser el fontanero es hojalatero y maestro de albañilería, abre la puerta, quitadas las trancas, echa a andar por la falda, asegurada la cerradura con la llave que más que artefacto no es sino un detritus de herrumbre, la deposita en uno de los amplios bolsillos de sus pantalones holgados, jadeando cardiacamente repara las cuentas de achiras en su camándula y dirigido al tanque de las aguas; dos hombres primero se levantan, el-queapaga-las-luces y el-que-surte-el-agua, don Evaristo el fontanero, Gilberto Arredondo, el que sale por la puerta de su casa con el palo terminado en gancho para separar las conexiones eléctricas. “¡Acuso las cuarenta!”. “Otra vez volviste a ganar y este es el último porque va a amanecer”. El calor, la luz, un liviano viento amontona las estrellas últimas en cualquier periodo del mundo, la luz malva manifiesta al borde de los montes en los cerros, al otro lado de la cordillera un incendio que se refleja en el cielo, verti caen dos o tres aerolitos, se inclinan matutinas centellas, evanecen cuasistelas, se pagan pulsares, epitelio, carnes, hemorragia, nervios que se retraen en los músculos, tendones, manares de burbujas escarlata que se precipitan en las vasijas chispeando por la luz que viene de las candelas, su reflejo en los cuchillos, vaho acosado de los novillos, rictus de los cuellos, ruptura de las cervices, quebrantar de huesos; adelante van los acólitos bamboleando los incensarios, cabeceando crucifijos y cantando, descienden las escalas del atrio seguidos por el reverendo y la imagen, detrás las velas flatulantes y las voces, sepelio madrugador o procesión báquica: tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/ tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/ oh celeste aurora/ dame tu fulgor/ oh celeste aurora/ dame tu fulgor/ tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/.