La espada perdida: Sicrammus - Gabriel Nahuel Pizzi - E-Book

La espada perdida: Sicrammus E-Book

Gabriel Nahuel Pizzi

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Beschreibung

Se dice que la oscuridad es la codicia de los impuros, que han sido corrompidos por la luz. ¿Qué pasará cuando nadie pueda revertir ese pensamiento en las mentes más débiles? Lo que una vez fue llamado la magia del sol se esfumó sin motivo alguno, dejando así a la oscuridad libre de todo mal. Una mítica espada que lleva en su interior toda la magia que alguna vez existió, después de varios siglos, comienza a fluctuar la oportunidad de revertir ese poderoso sello. Todo estará en manos de un inocente niño, cuya voluntad deberá ser más fuerte que su propia vida. Pero hay una extraña oscuridad que lo acecha sin darle tregua alguna. ¿Te atreverás a adentrarte en esta fantástica historia llena de misterios, personajes emblemáticos, batallas memorables y grandes seres portadores de magia?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección: Ana Lucía Agüero

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Pizzi, Gabriel Nahuel

La espada perdida : sicrammus / Gabriel Nahuel Pizzi. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

378 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-781-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Pizzi, Gabriel Nahuel

© 2023. Tinta Libre Ediciones

La Espada perdida: SicRammuS

Tomo 1

ÍndicE

Prólogo Pág. 11

Capítulo I

El mensaje Pág. 13

Capítulo II

Los renacidos Pág. 63

Capítulo III

Amanecer Pág. 121

Capítulo IV

La llegada Pág. 169

Capítulo V

El encuentro Pág. 205

Capítulo VI

Interludio de reyes Pág. 301

Se dice que la oscuridad es la codicia de los impuros, corrompidos por la luz. ¿Qué pasará cuando nadie pueda revertir ese pensamiento en las mentes más débiles? Lo que una vez fue llamado “la magia del sol” se esfumó sin motivo alguno, dejando así a la oscuridad libre de todo mal.

Prólogo

Nos remontamos a un mundo de fantasía que se asemeja con la Edad Media; es un lugar donde la magia nunca fue un mito. Los antiguos libros cuentan que muchas guerras se han librado para tener el control completo de dicha magia. Los grandes creyentes lo llaman “El poder del sol”, haciendo referencia al dios del sol Helios, que es representado como un gran dragón dorado.

Casi trescientos años atrás, el vasto continente de Inlandin fue alguna vez el lugar donde la magia era la principal atracción para los extranjeros del este y oeste.

El gran Castillo de Taika era el dominante de los tres reinos aledaños; al noroeste se encontraba el Reino de los Osos, hacia el noreste rodeado de un inmenso río, el Reino Celestial, y en el sur, conocido como el reino del fin del mundo, el Reino de Venion.

Taika fue pasado de generación en generación por el clan Légales, el último rey fue Dam Légales III. Todo parecía seguir como estaba escrito, pero algo sucedió, nadie sabe qué lo llevó a hacer semejante sacrificio. Los rumores de los más cercanos cuentan que el rey Dam había visto el fin de la humanidad en una de sus visiones, predicó que la oscuridad estaba avanzando a un ritmo sin igual. Lo que hizo después fue algo que muchos hasta en la actualidad se están cuestionando. Asesinó a todo su clan, que yacía al norte de la ciudad de Taika, que era una zona de la alta nobleza; todos fueron aniquilados con total brutalidad por la guardia real. El rey Dam poseía la espada Sicrammus, portada también por sus antepasados, el arma más poderosa del mundo. Al acabar con todo su clan, el linaje Légales estaba únicamente en manos del rey Dam. Sin más preámbulo, selló la magia y la oscuridad de todo el mundo dentro de la legendaria espada Sicrammus.

El continente de Inlandin dejó de ser el mismo, ni un rastro de magia quedó por ninguna parte. Cuando el rey Dam se cercioró de que su hechizo había sido un éxito, asesinó a su esposa y envenenó a sus dos hijas, y al no quedar nadie con el linaje de Légales, finalmente Dam incendió todo el Castillo de Taika. Nunca pudieron encontrar restos del cuerpo del último rey Dam Légales y el misterioso enigma de la espada Sicrammus fue escrito en miles de pergaminos y libros a lo largo de los años.

Capítulo I

El mensaje

7 de abril, año 298 d. D. (después de Dam)

Calendario actual, año 2789

Reino de los Osos, brazo oceánico oriental, costas de Narrowtown

Una mañana soleada en la que se oían las gaviotas rozando el mar con sus alas, un barco de exploración se encontraba a treinta kilómetros de la costa de Narrowtown. En el camarote principal estaba el mensajero Idol Sassir, un hombre mayor de 63 años, delgado, 1,78 metros de altura, de pelo corto y castaño claro, de ojos verdes y barba bien tupida. Llevaba su túnica marrón con detalles dorados, sujeta por un broche en el hombro con el escudo de un oso. Sentado ante un escritorio lleno de cartas, algunas abiertas, otras apiladas en el borde de este, todas con un sello en forma de oso, mojó su pluma en tinta negra sobre una hoja de color dorado. En raras ocasiones a lo largo de la historia de Inlandin se han entregado este tipo de cartas, generalmente utilizadas para declaraciones de guerra, invitaciones reales, reuniones extraoficiales, etc. Dado su escaso uso, se consideraban de extrema urgencia.

—Mensajero Idol —llamó un sirviente, de aspecto gordo y cabello largo atado con una coleta gris clara, que esperaba detrás de la puerta con un plato metálico—. Le he traído el desayuno.

—Entrad —ordenó Idol, a punto de escribir—. Déjalo en esa mesa y llévate esas botellas cuando salgas.

—Como usted ordene, mensajero. —Sacó las botellas de ron vacías y cerró la puerta del camarote.

Idol se volteó hacia la carta, su mano temblaba, se lo podía notar muy nervioso, ni siquiera había tocado el desayuno, que eran unas rodajas de pan caliente y un té de hierbas dentro de un vaso de porcelana.

—Que el dios del sol nos cuide a todos… —pronosticó Idol, con cierto temor, mirando por la ventana del camarote.

El barco estaba a punto de llegar al puerto de Narrowtown, la tripulación se estaba preparando, mientras, el capitán del barco se acercaba al segundo al mando.

—Preparen todo, estamos a punto de desembarcar —ordenó el capitán, serio. Era un hombre de mediana edad, el sombrero tapaba sus rizos marrones, tenía ojos negros y la nariz rasgada como si hubiera sufrido un corte—. Haga los preparativos y avise de nuestra llegada.

—¡Sí, capitán! —asintió el segundo al mando, un hombre joven, alto, de aspecto delgado, cabello corto y pera partida.

Se apresuró a ir a la proa, donde un hombre robusto y de poco cabello yacía durmiendo abrazado a un cuerno gigante que tenía un oso, de perfil, tallado en el centro, con detalles en oro y plata por los alrededores. Había botellas de ron esparcidas a su alrededor y un hedor que podía olerse a varios metros de distancia.

—¡Despierta, borracho, asqueroso! —gruñó el segundo al mando, y lo golpeó con la pierna varias veces.

El sol azotaba con toda su fuerza. Al intentar abrir los ojos, lo primero que vio fue la cara del segundo al mando, enfurecido; se levantó con gran velocidad, como si su gordo cuerpo lo hubiera empujado.

—Lo siento, señor, me quedé dormido vigilando, prometo que no volverá a ocurrir —confesó el borracho al despertar, mirando hacia abajo por su falta de respeto.

—¿Vigilando? Hazme el favor de anunciar la llegada al puerto y múdate de ropa, se me cierran los pulmones con tu asqueroso hedor —añadió el segundo al mando, con tono burlón, mientras iba a dar indicaciones a los demás miembros de la tripulación.

La ciudad de Narrowtown pertenecía al Reino de los Osos y era una de las ciudades más importantes y más pobladas del territorio, con su gran puerto bien construido que dejaba espacio para más de veinte barcos, lo que hizo de esta la cuna del comercio en aquel entonces. Estaba muy ocupada esa mañana, ya que su fuerte era la llegada de barcos pesqueros y mineraleros. El guardia Frank, un hombre joven, de buen porte físico, cabello negro y enrulado, vestía una armadura metálica marrón con el escudo de un oso en el pecho, era encargado de ordenar los barcos. Pudo escuchar a lo lejos el sonido de una bocina proveniente de una especie de cuerno, dos pitidos y uno largo. Se sorprendió y corrió hacia un par de guardias que custodiaban el puerto.

—¡Despejen el muelle real, el mensajero del Castillo del Oso se aproxima! —ordenó Frank, en tono nervioso, mirando hacia la costa.

—¡Sí! —dijeron los guardias mientras asentían con la cabeza y apretaban los puños contra el pecho.

Los guardias partieron inmediatamente hacia el muelle para la llegada del mensajero real. El barco encalló en la terminal, seis sirvientes subieron al barco para descargar las maletas y pertenencias del mensajero. Entre ellas había cajas con joyas, oro y cartas, todos ellos regalos para el rey del Reino de los Osos que había recolectado en su viaje. Idol bajó a toda prisa del barco, con cuatro escoltas detrás, y se acercó al guardia encargado, Frank.

—Dejen el barco limpio para su próxima partida, procuren que todo llegue a los carruajes. —Miró el sol por encima de él, cubriéndose con una mano—. Ya es mediodía, iré a una taberna del pueblo a comer —dijo Idol, con una cara que denotaba un nerviosismo muy sutil, pero evidente—. Quiero todo listo cuando regrese.

—Sí, mensajero Idol, déjalo en mis manos —asintió Frank, que se golpeaba el pecho mientras veía pasar al mensajero.

El mensajero Idol partió hacia las afueras del puerto, donde lo esperaban los caballos; se subió junto a sus escoltas, que llevaban cada uno un banderín: los dos de adelante tenían el símbolo de un oso perfilado y los de atrás, de una carta de mensajero, advirtiendo a todos de quién se trataba. Luego partieron hacia el centro de la ciudad de Narrowtown.

Oeste del Reino de Venion, alrededores de Sprinter

Mientras tanto, a cientos de kilómetros al oeste, estaba a punto de descubrirse algo que nunca debió escribirse ni siquiera imaginarse; allí la oscuridad estaba a punto de extenderse hacia las mentes más delirantes.

En las afueras de la ciudad de Sprinter había un bosque llamado “Bosque de la peste”. El mito decía que cualquiera que lo pisare caería en una agonía eterna. Al atardecer, la arboleda desprendía ciertas toxinas venenosas que cerraban las vías respiratorias en segundos, parecía que una especie de hechizo estaba protegiendo algo en aquella zona.

De alguna manera, un grupo de cazadores de tesoros, junto con el general Clud, del Reino de Venion, de 42 años, un hombre de mediana estatura, pelo corto, ojos marrones y con su armadura gris oscura con el símbolo de una serpiente de tres cabezas en el pecho, entraron en el bosque, a caballo. Era pasado el mediodía, una docena de soldados y tres cazadores de tesoros llegaron a lo que parecía ser una entrada secreta; entre la bruma y los pastos crecidos que casi no dejaban ver nada, había una puerta de cemento entre dos árboles de fresno. Uno de los cazadores de tesoros miró su mapa donde había marcado el lugar, vio que coincidía con la misteriosa puerta, se volteó hacia atrás donde estaban el general y los guardias.

—General Clud, aquí es donde marca el mapa —indicó el cazador de tesoros, de aspecto fornido, que vestía una camisa gris con una chaqueta de cuero negra y pantalones marrones, también portaba una cimitarra de mango negro.

—Bajen inmediatamente y preparen todo, vamos a entrar —ordenó el general Clud, se quitó el casco metálico y descendió de su caballo.

Los cazadores de tesoros se bajaron de sus caballos y se dirigieron al carro, donde tenían sus herramientas para inspeccionarlo; mientras tanto, el general se acercó a la puerta donde estaba cubierta de plantas y raíces, que casi la tapaban por completo, vio un extraño anagrama entre las raíces, las cortó con sus manos y descubrió que era el símbolo de un ojo atravesado por una espada, sobre una especie de rombo. Clud, sin entender el extraño anagrama, se quedó asombrado, intentó forzarlo, pero no se abrió, volvió a intentarlo con todas sus fuerzas, pero no se movió ni un centímetro. En ese momento en su mente irrumpió una idea que no era suya, no podía saber cómo había llegado hasta allí, pero entendió al instante de qué se trataba, se dio la vuelta y vio llegar a los cazatesoros con sus herramientas.

—Dejen esas herramientas, no servirán de nada —ordenó Clud, con dureza, mientras los sobrepasaba—. Preparen los explosivos caseros, está totalmente sellado.

—Como usted ordene, general Clud —asintió uno de los cazadores de tesoros, mirando a sus compañeros con extrañeza; sin más tapujos, comenzaron a preparar los explosivos.

—Los siete dejad los caballos y seguidme, el resto quedaos a vigilar la entrada, clavad los estandartes del Castillo de Yilan en la entrada y vigilad la zona —señaló el general Clud a los guardias.

—¡Como usted ordene, general! —los soldados asintieron al unísono.

Mientras los soldados se acomodaban, se escuchó una fuerte explosión en el fondo, el general se dirigió con prisa a la puerta y vio que tenía un agujero; uno de los cazadores de tesoros, escondido entre los árboles para cubrirse de la detonación, lo vio en la distancia.

—General, los explosivos han funcionado con éxito —afirmó uno de los cazatesoros con un pulgar hacia arriba.

—Bien hecho, vayan con Stefan que les pagará por sus servicios —comentó Clud, mirándolos con seriedad—. Su trabajo aquí ha terminado.

Clud se dirigió a la puerta, mientras en el fondo los soldados decapitaban a los cazadores de tesoros sin ningún tipo de remordimiento; los gemidos de agonía podían oírse por todo el bosque. Luego arrojaban los cuerpos entre los pastos de la selva.

El general y los hombres asignados encendieron unas antorchas y entraron en la misteriosa y oscura puerta que tenía una escalera de bajada, bastante estrecha y profunda, aferrados a las paredes, con el miedo arrastrándose por sus cuellos y las gotas de sudor corriendo por sus rostros asfixiados. Consiguieron llegar al final de la escalera, donde apenas podían ver un pasillo que parecía infinito. El general Clud movió el fuego de las paredes que parecían tener escrituras en un idioma desconocido, de repente, un viento los atravesó, junto con una voz que les susurraba en un idioma extraño: “¡Arkar demir!” [no son dignos].

El general Clud, aturdido, con las pupilas dilatadas y la piel erizada, sin entender lo que había pasado, se giró en un silencio aterrador y consiguió ver a través de su linterna de fuego que los soldados eran tragados por las paredes como si estuvieran dentro de un cuerpo gigante. Sus gritos de agonía y terror al ser devorados por las paredes se podían escuchar incluso fuera del misterioso lugar.

Clud, perplejo, sin pronunciar una sola palabra, siguió caminando, adentrándose cada vez más en el pasillo, como si supiera a dónde ir, algo lo atraía, algo guiaba su intrépido cuerpo. Consiguió llegar a una puerta en la que había tallado una especie de anagrama, eran letras extrañas con símbolos extraños, pero en el centro había un ojo cerrado sobre un rombo; no sabía por qué ni cómo, pero tenía una palabra en la punta de la lengua, no sabía de dónde había salido, pero necesitaba decirla.

—Akkam [ojo] —pronunció Clud, en un tono de voz que no le pertenecía.

El anagrama de la puerta mostraba el ojo cerrado que comenzaba a abrirse, brillaba de un color verde venenoso. La puerta no tenía picaporte, se escuchó como comenzaba a moverse y desempolvaba tantos años de no ser abierta. Clud como una marioneta entró en la sala totalmente oscura, siguiendo unos ojos verdes fluorescentes en el suelo, que se iluminaban cada vez que avanzaba. Hasta que se encontró con un atril, que parecía tener una serpiente muerta rodeando todo el cristal.

—¿Qué es esta sensación? ¿Qué es esta energía mágica que siento cerca de este libro? —se preguntó Clud, delirante, sin entender nada de lo que sucedía. Se acercó, desenredó la serpiente y quitó el atril, desvelando un extraño libro de cuero marrón desgastado con el mismo anagrama retratado en el centro. Al mismo tiempo se generó un viento que llegó hasta el final del oscuro pasillo, con una voz que escapaba del lugar diciendo continuamente:“¡Kalar!” [libres].

Los guardias que estaban fuera vigilando los alrededores se sobresaltaron cuando oyeron los gritos, acompañados de una fuerte brisa, que provenían del interior.

—¿Qué demonios está pasando ahí dentro? —se preguntó uno de los soldados que escoltaban la puerta, con miedo en el rostro.

—¿No crees que deberíamos entrar a comprobarlo?, hace un momento hemos oído los gritos de nuestros compañeros —dijo el otro soldado a su lado—. Tengo un mal presentimiento.

Los dos hombres se miraron durante unos segundos con miedo, hasta que se armaron de valor y asintieron con la cabeza; entraron y bajaron las escaleras.

Clud, incapaz de entender la situación, cogió el libro que estaba en un estado deplorable, casi ilegible, lo contempló con una sensación de deseo que nunca antes había tenido, superaba todo lo que ya había experimentado. Quedó hipnotizado mirando el libro durante varios minutos, hasta que reaccionó de aquella oscura sensación, recuperó la cordura y corrió desesperadamente hacia la salida. En el pasillo, se cruzó con los soldados que acababan de bajar las escaleras.

—¿Qué hacen aquí? —indagó Clud, sobrepasando a los guardias—. Les ordené que escoltaran la entrada.

—Disculpe, general, hemos oído unos gritos extraños y temíamos que le hubiera pasado algo —respondió uno de los guardias, mirando hacia los lados con temor: las escrituras extrañas le provocaban una sensación de miedo.

—Pero, general, ¿qué les ha pasado a los otros soldados? —preguntó el otro guardia, sin entender lo que estaba sucediendo.

Clud se detuvo en las escalares al escuchar las palabras de los soldados. Era extraño, sentía cosas que nunca había experimentado, pero su objetivo estaba cumplido, que era lo único que importaba.

—No importa lo que haya pasado —dijo Clud, cabizbajo, y comenzó a subir las escaleras—. Si quieres saber si viven, la respuesta es no, todos murieron y no tengo idea cómo fue que pasó.

Los hombres se quedaron perplejos ante la respuesta de Clud, se miraron entre ellos y lo siguieron, querían salir de ese lugar cuanto antes, la presión que recorría ese subsuelo les inquietaba.

Cuando salieron hacia afuera, Clud les ordenó a todos que partieran rápidamente hacia la ciudad de Sprinter para reunirse con el bibliotecario central. Antes de irse, apartó a un guardia y lo agarró por el hombro.

—Matheus, ve inmediatamente a la capital e informa al ministro Skall que tenemos el libro y que se lo llevaré al bibliotecario —ordenó Clud, con dureza, mirándolo a los ojos.

—A sus órdenes, general —asintió el soldado Matheus; era un hombre joven, piel clara, de cabello hasta los hombros y ojos azules. Sin más esperas, salió al galope hacia el Castillo de Yilan.

Reino de los Osos, ciudad de Narrowtown

De vuelta en Narrowtown. El mensajero Idol junto con sus escoltas llegaron a una taberna en la entrada de la ciudad llamada “Trufas”. Idol se bajó de su caballo y les ordenó a sus hombres que vigilaran la entrada del lugar.

Al entrar en la taberna se generó un silencio y algunas miradas de sorpresa hacia el mensajero, no es habitual que la alta nobleza esté presente en estos parajes, pero se han dado casos. Al acercarse a la barra todos hicieron una pequeña reverencia al verle el escudo del oso en el broche de su túnica, llegó a la barra y el camarero lo recibió muy amablemente.

—Bienvenido a la taberna, mensajero, es un honor tenerlo como invitado, hoy invita la casa, siéntese donde guste —asintió el camarero en señal de reverencia, bajando la mirada.

—Gracias por la invitación. ¿Podría traerme pescado frito con verduras y una botella de su mejor ron? —respondió Idol, con hambre, y se sentó en una mesa del centro.

—Con mucho gusto, enseguida se lo llevaré a su mesa —dijo el camarero, hizo una reverencia y se retiró hacia la cocina que se encontraba detrás de él.

Al final de la barra se sentó un hombre encapuchado, con el rostro apenas visible.

—Pescado frito… —susurró una extraña voz al final de la barra, en tono burlón, mientras se bebía un vaso de vino. Estaba encapuchado con un tapado gris algo sucio, del que apenas sobresalía su larga cabellara castaño oscuro y sus botas de cuero negro, sentado en una banqueta de madera.

Idol miró de reojo al encapuchado y desvió la mirada, con las manos cruzadas sobre la mesa; estaba un poco nervioso, observando si alguien lo vigilaba. Al pasar unos pocos minutos, el camarero llegó con la comida, la colocó sobre la mesa y se llenó el vaso con ron.

—Mensajero —asintió el camarero—, lo que necesite, estoy aquí para servirle, espero que disfrute de nuestra comida.

—Gracias, ve tranquilo —dijo Idol, haciendo una seña con la mano para que se alejara.

El encapuchado golpeó el vaso, pidiendo que le sirvieran más vino, el mensajero lo observaba con mucha cautela. Después de unos minutos, casi terminándose el plato, Idol se ajustó la túnica y se levantó de la mesa, los guardias de afuera lo escucharon y se asomaron hacia él, pero los detuvo antes de que entraran.

—Esperen fuera —ordenó Idol, con severidad, caminando hacia la barra; podía notarse el nerviosismo en sus pisadas—. Pediré algo para el camino.

Los guardias volvieron a su posición, los ciudadanos que estaban en la taberna observaron todo sin decir una palabra. Idol llegó hasta el final de la barra donde el encapuchado se encontraba bebiendo, muy solitario, luego se sentó en una banqueta junto a él e hizo una seña con la mano para le sirvieran un vaso de ron.

—Tus predicciones eran ciertas —afirmó Idol, en voz baja, mientras esperaba que le sirvieran la bebida, sin siquiera mirar al encapuchado—. No estoy seguro de que realmente sea él, pero los rasgos concuerdan con los antiguos libros.

El encapuchado solo se limitaba a escucharlo mientras se bebía todo el vino, fingiendo que no se conocían. Luego de que le sirvieran el ron a Idol, colocó con mucha agilidad un papel debajo del vaso y se lo acercó al misterioso hombre.

—Tienes un día y medio de ventaja, no tendremos una oportunidad así de nuevo; si verdaderamente quieres salvarlo, tienes que hacerlo de inmediato —confesó Idol, en un tono nervioso, mientras se ponía de pie y ajustaba la túnica para hacer tiempo y fingir que no hablaba con nadie—. Que el dios del sol te acompañe en todo el camino, mi querido hermano.

El mensajero se retiró de la taberna, ordenó a los guardias que subieran a sus caballos y se dirigieran a los carruajes; mientras subía a su caballo miró al cielo.

—¿Esta es la paz que buscamos? —se preguntó angustiado Idol, sujetando las riendas de su caballo—. Dios del sol, espero que no me juzguéis y perdones mis pecados.

El encapuchado se quedó en silencio mientras bebía como si nada hubiera pasado; al terminar, escondió el papel en el bolsillo del pantalón debajo de su manto y salió de la taberna un momento después de que el mensajero se marchó, tomó su caballo y se dirigió a su posada en las afueras de la ciudad.

Con el sol al atardecer, el encapuchado entró con prisa a su casa, era una choza de madera algo pequeña, ubicada en un campo bastante alejado hacia el noreste de la ciudad. Cogió el candelabro de la mesa, lo encendió y se sentó en la cama. En su mano llevaba el papel escrito que le dejó Idol, con solo leer una sola palabra quedó asombrado y con los ojos cristalizados a punto de hundirse en un mar de lágrimas. El papel tenía escritas unas coordenadas, una edad y un nombre:“-34.8167 -57.9833, 14, Rosinante Légales”.

Mientras se tapaba la boca con el papel lo único que se escuchaba era el sonido del pabilo quemándose.

—El dios del sol nos dio una oportunidad, las posibilidades de que esto ocurriera eran nulas —dijo, apretando el puño—. Hermano, te prometo que lo salvaré, daré mi vida para encontrarlo, el heredero del gran trono de Taika ¡existe! —expresó el encapuchado, con fervor.

Se puso de pie y abrió un baúl antiguo que tenía a un lado de la cama, contenía una espada, más grande que ninguna otra que se haya visto, parecía una especie de claymore, pero más voluminosa, empolvada y cubierta con una manta roja. La levantó y la desenvainó, pasó su mano por la hoja, donde brillaba un escudo tallado con el símbolo de una víbora de tres cabezas, un oso de perfil y tres olas de mar, todo cubierto por alas de dragón.

—El símbolo del Castillo de Taika… —murmuró el encapuchado, en tono nostálgico.

Se quedó un momento contemplándola, volvió en sí, la envainó, recogió provisiones, algunas monedas de oro y plata que había guardado y partió con su caballo hacia el este. El sol se escapaba por las montañas en el horizonte, un hallazgo importante denotaba el inicio de una aventura sin precedente.

Sur de Inlandin, Reino de Venion, Castillo de Yilan

Un soldado a caballo pasó al galope por las puertas del bastión, dirigiéndose directamente al castillo, se veía a lo lejos sobre la ciudad, una gran arquitectura oscura de estilo gótico, con tres grandes picos que parecían simular colas de serpiente. El hombre llegó a la gran puerta doble de madera con una enorme serpiente de tres cabezas tallada en el centro y con molduras de acero que eran escoltadas por cuatro guardias.

—¡Deténgase ahí, soldado! —Dos de ellos se acercaron a él agresivamente—. ¿Quién eres?

—Soy el soldado Matheus a cargo del general Clud, vengo a dar un mensaje urgente al ministro Skall —dijo, exaltado, Matheus, mientras se bajaba del caballo.

—Adelante —dijo uno de los escoltas, mientras se miraba con su compañero y asentía con la cabeza—. Te guiaremos hasta el ministro; por aquí.

De camino a los aposentos del ministro se podía observar la majestuosidad del Castillo de Yilan, escaleras por doquier, extraños cuadros con cuerpos desnudos y la mayoría sin rostro, estatuas y ornamentos de muy valiosa calidad se mostraban en cada esquina, todo muy limpio como si fuera un cuadro recién pintado.

Habiendo subido unas escaleras, a través de los pasillos, llegaron a lo que parecía ser una sala de reuniones, dentro se encontraba el ministro Skall Nhiur. Un hombre de 45 años, estatura media, delgado, con el pelo corto y negro, barba candado y vestido con una túnica negra amoldada al cuerpo, con ribetes verdes y el escudo de Yilan bordado en el pecho izquierdo, se encontraba con dos súbditos de la ciudad discutiendo algo, uno de ellos con una expresión asustada en su rostro.

—Señor ministro, por favor, necesitamos más seguridad en la zona este de la ciudad. Dos niños han sido asesinados esta semana por bandidos del clan Alargon; creíamos que había un acuerdo entre ustedes. —Muy nervioso miró a su acompañante, que estaba más que asustado, tragó saliva—. Ministro Skall, necesitamos más ayuda del reino —imploró uno de los súbditos.

—La sucia vida de la burguesía no es algo que concierna al rey —dijo Skall, muy altivo, dándoles la espalda con su asiento de cuero bordó oscuro, mientras se dirigía a los súbditos—. Tengo informantes por todo el reino, quienes me dejaron en claro que esas basuras habían muerto en aquella redada que hicimos en lo que parecía su base secreta.

—No quiero faltarle el respeto, señor ministro, pero eso no solucionó nada, las muertes no han parado y ese ataque solo provocó aún más al líder de la banda —dijo uno de los súbditos desviando la mirada, sabiendo que Skall lo observaba con cizaña.

—¿Quién se supone que eres tú para venir aquí a decirme cómo tengo que hacer mi trabajo? —inquirió Skall, muy prepotente; luego recogió una especie de daga que tenía sobre el escritorio, se levantó y recorrió a los súbditos por detrás. Apoyando el filo de la daga en el cuello de uno de los hombres, se oyó golpear la puerta varias veces.

—¡Salgan, estoy ocupado! —gritó Skall, enfurecido, mirando con altanería al súbdito.

—Señor ministro —asintió el escolta, entrando, de todas formas, y haciendo una reverencia—. Ha venido un guardia del general Clud con un mensaje urgente.

Skall se quedó unos segundos pensando y con una sonrisa malévola miró a los súbditos.

—Permítanme un momento, señores, tengo algo urgente que atender, enseguida vuelvo para darles todo mi apoyo —dijo Skall, con un tono travieso, mientras se retiraba de la habitación.

Los súbditos se miraron aterrados. El ministro Skall salió, pero antes de marcharse, se dirigió a los guardias reales que tenía en la puerta.

—Hacedlo y limpiad todo, no quiero machas de su asquerosa sangre en mi recámara —ordenó Skall, mirando a uno sus guardias.

Mientras llevaba a Matheus a sus aposentos, se oían los gritos de desesperación de los súbditos que eran aniquilados sin piedad.

—Dime, aquí podemos hablar con tranquilidad, ¿encontraron el libro? —preguntó Skall, mirando fijamente a Matheus.

—Señor ministro Skall, traigo un mensaje del general Clud, el libro fue encontrado con éxito y fue llevado al bibliotecario, como usted lo ordenó. Él cree que en dos días estará de vuelta —informó Matheus.

Skall recorrió su habitación con una felicidad aterradora; desde un atril que tenía debajo de la mesa, descorchó un vino y bebió un trago largo.

—Si las historias del Thaman son ciertas, esto podría cambiar el curso de la historia. Los otros reinos están sin ninguna protección, vulnerables, como ovejas a punto de ser acechadas por un lobo hambriento —contó Skall, con satisfacción, y se bebió casi todo el vino.

—Esta noticia me ha puesto de buen humor —le susurró Skall, mientras se acercaba a Matheus; apoyó la mano izquierda en el bulto del soldado—. ¿Quieres que recordemos viejos tiempos?

—¿Estás seguro? —indagó Matheus, con cierta timidez, mirando al ministro a los ojos—. ¿No crees que alguien nos escuchará?

—Soy el ministro del rey, si alguien se atreve a cuestionar o juzgar siquiera mi vida, será ejecutado sin ningún tipo de juicio que lo pueda salvar —declaró Skall, mirándolo con excitación, mientras le frotaba la mano sin parar.

Las miradas de agasajo prosiguieron con un fuerte beso, y comenzaron a quitarse las prendas con fervor. Skall lo arrastró hasta la cama y lo tiró boca abajo, Matheus lo miraba con total seducción, esperando que se termine de desvestir; el cuerpo desnudo del ministro erizó la piel del soldado.

—Estas noticias hacen que me quiera comer al primero que se me cruce —gimió Skall, acercándose a Matheus y sujetándolo del cabello para atraerlo hacia su miembro.

Algunas horas más tardes, en el último piso del castillo estaba la habitación del rey, Simpion Thamis VI, de 61 años, un hombre alto, de complexión delgada, ojos verdes, sin barba y una nariz fina y respingada, con el pelo largo hasta la cintura, completamente cubierto de canas blancas debido a su avanzada edad. Era un ser codicioso que afirmaba tener un poder oscuro en su sangre. Su familia gobernaba Yilan desde la desaparición del gran Reino de Taika.

Mientras estaba en su habitación real junto a tres golfas desnudas a punto de terminar el acto sexual, una de las mujeres se situó sobre él y se movía suavemente.

—Su Majestad, ¿es así como le gusta? —le susurró la golfa, gimiendo.

El rey le sujetaba las nalgas y las apretaba con fuerza, mientras las otras dos lo besaban por todo el cuerpo.

—¡Así! ¡Más rápido, perra! —gimió el rey Simpion, excitado.

Sin llamar, se oyó abrir la puerta y el ministro Skall entró con dos guardias reales, las esclavas permanecieron inmóviles con cierta timidez.

—¿Qué quieres, Skall? —tronó enfadado el rey Simpion—. ¿Cómo es que no llaman a la puerta? Soy el maldito rey de Venion.

—Mis disculpas, Su Majestad —asintió Skall, inclinándose ansiosamente—. Pero necesito darle noticias urgentes que vienen de Sprinter.

El rey, con cara de sorpresa, retiró con sutileza a la mujer que tenía encima y les hizo un gesto para que se marcharan.

—Llevad a las mujeres a sus aposentos, y que nadie nos moleste mientras estoy con el ministro Skall —ordenó el rey Simpion, mientras se ponía una túnica negra que se ajustaba con un cinturón verde oscuro muy bien confeccionado, se podía ver la gran calidad de la seda.

Se acercó a un pequeño bar que estaba cerca de unos estantes llenos de libros y artilugios antiguos de bronce, que relucían por todo el lugar. Sirvió dos vasos de vino y le entregó uno al ministro.

—Bebe un trago —ordenó el rey Simpion, con aspecto nervioso—. Bueno, cuéntame lo que han descubierto

—Su Majestad, la exploración fue un éxito —reveló Skall, y le dio un sorbo al vaso de vino—. El libro está en manos del bibliotecario general de Sprinter para comenzar con la transcripción, cuando esté listo lo traerán inmediatamente al castillo.

El rey Simpion bebió un fondo blanco y recorrió alegremente la sala, el tono oscuro contrastaba con adornos de oro y plata, que eran dignos de una habitación real.

—El Thaman, libro prohibido por todos los reinos, se dice que apareció después de que Dam el tercero sellara toda la magia del mundo en la espada Sicrammus; se cuenta que allí se encuentra la clave para liberar nuevamente la magia. Aunque parece algo ilógico, sin la espada sería imposible, pero ya veremos qué dice el libro —contó Simpion, mirándose el brazo izquierdo con cierto temor—. Este descubrimiento tiene un costo que debe ser pagado.

—Majestad, ¿irás donde la musa para terminar el pacto? —indagó Skall, mirándolo con atención.

—Sí, debo terminar este trato de una vez por todas —respondió el rey Simpion, preocupado. Salió de la habitación y se acercó a un guardia real que custodiaba la entrada—. Cancelen la comida de esta noche, prepara el carruaje real y veinte guardias reales para nuestra partida a las montañas de Aghor.

El guardia se inclinó y se fue a toda prisa. Simpion volvió a entrar y recogió de su escritorio un cofre de madera roja oscura con el escudo de Taika enchapado en medio, contenía tres anillos plateados, cada uno tenía una serpiente tallada alrededor, se puso las tres argollas en su dedo índice derecho.

—Estos anillos pertenecieron al rey Summus II, en la época en que el gran trono aún estaba en su apogeo, es una de las tres reliquias de Taika —reveló Simpion, mostrando los anillos—. Fueron creados para proteger el trono supremo.

—Proteger es una palabra muy subjetiva, mi majestad, se podría pensar que después de lo ocurrido, el gran rey Dam no protegió a nadie —sugirió Skall, con cierta soberbia.

—La verdadera razón por la que lo hizo es algo que nadie sabe con claridad, pero dejó detrás de sí miseria y hambruna. Nuestro reino no pudo soportar que tanta gente desertara de Taika, es algo lamentable e imperdonable, pero ahora el tablero está de nuestro lado —vociferó el rey Simpion, mientras se cambiaba en su camerino—. ¡Juro por la sangre de mi sangre que el mundo entero se arrodillará ante mí! Nunca perdonaré lo que el Reino Celestial le hizo a mi querido padre.

Sureste del Reino de los Osos

A unos noventa kilómetros al este de Narrowtown había un pequeño pueblo de pescadores llamado Alacha. El sol se escondía detrás de las montañas en el norte, el encapuchado montó en su caballo hasta una choza algo descuidada en el centro del pueblo, cuando llegó al lugar ató al caballo detrás de la casa y entró por la puerta trasera. En la cocina había un anciano con gafas, de aspecto senil, barba larga y blanca, con un broche de un osezno en la camisa celeste oscura que vestía, se encontraba leyendo unos pergaminos.

El anciano oyó que se abría la puerta trasera y blandió una corta espada sin dudarlo, que estaba apoyada en la pata de su mesa, pero antes de que pudiera reaccionar, un filo le apuntó directamente al cuello.

—¿Quién eres, bastardo? —indagó el anciano, muy serio, sin temerle a la ancha espada que le apuntaba—. No tengo nada de valor aquí, basura inmunda.

—Todavía tienes la puerta rota, después de todo este tiempo, vejete, no haces más que gastar tu dinero en prostitutas —bromeó el encapuchado, burlándose—, en lugar de arreglar esta pocilga.

—Hermes Sassir el Grande, hace tanto tiempo que no oigo esa voz —dijo el anciano, desviando la mirada hacia atrás—. Eres todo un anciano, la última vez que te vi por estos lares eras todo un semental.

—El viejo Simons, tan viejo como siempre —bromeó Hermes, haciendo una mueca de risa, que apenas se podía ver por la capucha.

—A qué debo el honor de un hombre de esta talla —comentó Simons, mientras se levantaba y lo abrazaba.

—Perdón por la hora, Simons —respondió Hermes, algo nervioso, y se sentó frente al anciano—. Sabes que no me presentaría así si no fuera algo urgente.

—No es ninguna molestia —dijo Simons, con amabilidad—. Ya sabes que puedes venir cuando quieras, tu hermano y tú siempre son bienvenidos.

Cogió una botella de ron de un cajón y sirvió para los dos. Hermes le mostró el papel que contenía unas coordenadas escritas.

—Necesito que me digas dónde está esto, no puedo decir nada más, me entenderás —dijo Hermes, riguroso, mirando al anciano sin tocar el vaso de ron—. Tiene que ser ahora, Simons.

—Puedo percibir tu nerviosismo —dijo Simons, mirándolo fijamente mientras cogía el papel—. Pero no quiero entrometerme en nada que tenga que ver contigo, solo traes problemas.

Simons se levantó para buscar varios mapas que tenía en una esquina de la pared; eligió, sacó uno y lo extendió por toda la mesa. Puso una especie de lupa sobre sus gafas, empezó a mirar el mapa con el dedo y escribió algo en el reverso del papel.

—Esto es extraño —se ajustó las gafas—, según las coordenadas, esto está a ciento diez kilómetros al noreste de Suitfire, no creo que sea un pueblo o algo así, pero esta es la indicación —reveló Simons, desconcertado, dejó su lupa a un lado y le acercó el papel.

—Sí, ahí es, confío en tu sabiduría, Simons, no te preocupes por nada —respondió Hermes, tomando el papel y lo guardó—. Perdón por las molestias causadas.

—No es ninguna molestia, Hermes —dijo Simons, preocupado, sin entender la rara actitud que tenía.

—Ahora debo irme —añadió Hermes, apurado, y dejó unas monedas de plata sobre la mesa.

—¿A dónde vas a estas horas de la noche? —interrogó Simons, deteniéndolo con la mano—. Quédate, sabes que no tienes ni que preguntarme.

—De verdad, Simons —dijo, algo inquieto—, no puedo quedarme, esto es algo que requiere todo mi tiempo —añadió Hermes, y salió por la puerta trasera.

Cerró la puerta en la oscura noche, Simons se quedó pensando con una corazonada que lo preocupaba: la ubicación era muy rara, Hermes no solía aparecerse para pedir ese tipo de cosas.

—Esto es muy extraño —comentó Simons, con cierto temor, mientras bebía ron—. ¿Por qué siento esta extraña palpitación? ¿Quién será el que está en ese lugar?

«¿Quién iba a imaginar que estaba en ese sitio?», se preguntó Hermes, estupefacto; montó en su caballo y salió al galope hacia el este. «¿Cómo es posible que hayan sobrevivido todo este tiempo? Los extraños no son bienvenidos en ese sitio, sobre todo si tiene ese rasgo en particular», siguió reflexionando.

Al entrar en un bosque a las afueras de Alacha, pudo sentir que lo estaban observando, sacudió las riendas y aceleró el paso. Miró con atención a ambos lados y logró visualizar a cuatro bandidos que lo seguían por los costados con arcos apuntando hacia él. Los cuatro dispararon al mismo tiempo, pero Hermes los esquivó fácilmente. Metros más adelante se detuvo y derrapó con su caballo; se dio cuenta de que estaba frente a una trampa, había una cuerda atada alrededor de un árbol de lado a lado del camino.

Era un grupo de bandidos que se dedicaban a robar las pertenencias de los forasteros que pasaban por el bosque, eran muy temidos en la zona. El líder de los bandidos, Neir, era un hombre corpulento, con una cinta azul en la cabeza y su largo pelo trenzado hacia atrás. Él y los demás estaban esperando a que Hermes cayera en la trampa, escondidos en la maleza del oscuro bosque.

—¿Cómo te has dado cuenta de la cuerda, bastardo? —inquirió Neir, el jefe de los bandidos, acercándose por delante de Hermes—. No importa, ahora te tenemos donde queríamos.

Ocho bandidos armados con hachas, espadas y arcos saltaron desde las sombras. Hermes bajó de su caballo, contempló con mucho cuidado cuántos eran y sus posiciones.

—No estoy de humor para estas tonterías —gruñó Hermes, irritado, mirando las posiciones de todos los hombres que lo rodeaban—. No tendré piedad con basuras como vosotros.

De su espalda desenvainó una espada, que era más grande que cualquier otra, mostrando su hermosa hoja que brillaba en la oscuridad. El líder se quedó boquiabierto, los bandidos se miraban entre ellos, notando la poderosa presencia de aquel extraño hombre.

—¿Qué demonios haces con esa espada? ¿Cómo puede alguien como tú llevar la espada de la guardia real de Taika? —interrogó Neir, enfadado, señalando a Hermes—. ¡Mátenlo y quítenle esa maldita espada!

Cuatro bandidos se abalanzaron sobre él; Hermes los midió y con un solo giro en trescientos sesenta grados decapitó a los cuatro juntos. Todavía se oía el sonido de la sangre que goteaba sobre sus cuerpos, fue tan rápido que los cuerpos se quedaron por unos segundos de pie antes de caer desahuciados. Los demás dieron un paso atrás, sorprendidos y con cierto temor ante tan brutal ataque.

—¿Quién mierda eres? Os arrancaré las tripas y se las daré a los lobos —juró el jefe Neir, blandiendo su espada con furia.

Hermes era un hombre de 53 años, su gran experiencia en la batalla, junto con la destreza en el uso de la espada, se comparaba con treinta soldados experimentados. Se quitó la capucha, dejando caer su largo pelo negro azabache, y revelando sus ojos verdes oscuros, su rostro con profundas cicatrices y las largas cejas, que resaltaban de su curtida cara. Vestía una camisa gris claro, una chaqueta de cuero negro bien ajustada, con un cinturón marrón, pantalones verde oscuro, con botas de cuero negro.

—Mi identidad no es lo importante ahora —aclaró Hermes, con una mirada penetrante, infundiendo total confianza—. Yo en tu lugar me cuidaría el cuello.

—Hermes Sassir el Grande, condecorado en la batalla de Tittania por los dos reinos, ¿qué hace un hombre como tú en este maldito bosque? —indagó Neir, algo nervioso e incapaz de moverse, mirando a sus aliados para que no huyeran despavoridos.

—¿Por qué una persona como yo no puede andar libremente por el mundo? —respondió Hermes, frustrado, mientras se ataba el pelo con una liga—. Acabemos con esto de una vez.

—¡Mátenlo! —gritó el jefe Neir, mientras sonreía, empleando confianza hacia los bandidos—. Lo entregaremos vivo o muerto, de seguro debe valer una buena fortuna en el Castillo del Oso.

Corrieron hacia él, Hermes sacó una daga, esquivó a dos y degolló a los dos bandidos restantes con mucha elegancia en sus rápidos movimientos. El jefe quiso sorprenderlo por la espalda, pero Sassir le atravesó el cuello con su espada antes de que pudiera reaccionar, luego la retiró y sacudió la hoja para limpiar la sangre, y dejó caer el cuerpo muerto de Neir, desplomado en el suelo. El bandido restante se asustó tanto que intentó escapar por el bosque, Hermes lo midió con su daga que llevaba en la mano derecha, se dio la vuelta y la lanzó hacia el bandido, consiguiendo apuñalarlo por la espalda: el hombre cayó con un grito de agonía. Hermes guardó sus armas y se dirigió a su caballo.

—Si crees que no te he visto, te equivocas —dijo Hermes en un tono cansado, mientras caminaba hacia su caballo—. ¿Vas a bajar de ese árbol o tendré que hacerlo yo mismo?

Detrás de él, sobre un árbol a unos veinte metros de distancia, había una silueta femenina sentada en una rama gruesa, golpeando sus botas embarradas.

—Pude observar que los rumores de su percepción no son falsos, sir Sassir, el del oído supremo —comentó la misteriosa silueta—. ¿Es cierto lo que dicen, que pudiste detectar la ubicación de la tropa enemiga a unos tres kilómetros de distancia, antes de que fueran emboscados? Es una hazaña bastante buena para ser cierta.

Saltó al suelo y cayó sutil como una hoja, con una capa bordó que la cubría toda y el cabello enrulado que le tapaba casi por completo la cara, donde solo destacaban sus labios maquillados. Se acercó a Hermes, que tenía interés por conocer la identidad de la misteriosa mujer.

—¿Qué haces aquí? —interrogó Hermes, habiendo subido a su caballo y acomodando las riendas—. Me di cuenta de que me estabas siguiendo desde que salí de Narrowtown, pero tenía curiosidad por saber cuándo te presentarías ante mí.

La misteriosa mujer dejó ver su hermoso rostro con una larga cabellera rojo carmesí, una piel blanca con pecas por todo el cuerpo. En su busto llevaba una especie de arnés con tres dagas equipadas a cada lado.

—Soy Luna, un placer —reveló la misteriosa mujer, mientras le tendía la mano.

Hermes la miró con un gesto serio y consternado. Luego de unas miradas inquietantes, ella guardó su mano.

—Eres precavido, es mejor así, no hay que fiarse de nadie —comentó Luna, presuntuosa, y comenzó a rodear el caballo, sin dejar de mirarlo—. Si me preguntas por qué estoy aquí, te diré que puede que me necesites en lo que sea que estés tramando.

—Qué puede saber una cazarrecompensas como tú de lo que estoy haciendo; no necesito ayuda de nadie y mucho menos de una daguera, puedo cuidarme perfectamente solo —aclaró Hermes, con dureza, agitando las riendas y galopando hacia el este.

Saltó la trampa que estaba frente a él y una daga le rozó la cabeza. Se incrustó contra un árbol, donde un tronco se desprendió y cayó frente a Hermes. Él, muy frustrado y de reojo, se volteó hacia Luna.

—¿No era que usted podía cuidarse solo, sir Hermes? —interrogó Luna, con una hermosa risa pícara.

Hermes, sin decir una palabra, revoleó los ojos y apuró a su caballo para que avanzara a toda velocidad por el oscuro bosque, no podía perder más tiempo si quería llegar a la ubicación que le había indicado al anciano Simons.

—Nos volveremos a encontrar, sir Sassir el Grande —añadió Luna, con voz traviesa, viendo a Hermes alejarse hacia el este a través de la arbolada—. Te estaré siguiendo muy de cerca.

11 de abril, año 298 d. D.

Sur de Inlandin, Reino de Venion

En los confines del mundo, después de tres días a caballo, el rey Simpion llegó a las montañas de Aghor. Se decía que a aquella cumbre eran enviados los desterrados de todos los reinos, gente despiadada, violadores, asesinos y herejes. Existía la superstición de que en la cima se encontraba una musa de piel pálida, sentada sobre un brillante cristal negro; con solo acercarse se podía ver la vasta infinidad del universo a través de ese misterioso agujero. Eran entregados para ser juzgados y condenados a permanecer en la oscuridad infinita. Pero pocos eran los que sabían que esta musa tenía un doble propósito: podía responder a una pregunta a cambio de un valor similar al que se le pedía.

—Su Majestad, es por aquí —anunció un escolta real, reconociendo el camino. Vestía una armadura metálica verde oscuro, que era de la guardia real, tenía el escudo de Yilan tallado en el pecho, también llevaba capas negras con bordes dorados, su casco tenía la extraña forma de una cabeza de cobra—. Los banderines que dejamos antes marcan que estamos a pocos metros de la cima.

Todos iban a caballo porque el carruaje real no podía subir por los estrechos caminos de la escarpada montaña.

—¡Parad! —ordenó el rey Simpion con la mano en alto—. A partir de aquí entraré solo, descansen y vigilen la zona, mientras tanto, alimentad a los caballos para que estén listos cuando vuelva.

—¡Sí, majestad! —dijeron todos los guardias reales, haciendo una reverencia.

El rey Simpion, con su armadura de metal negro bien ornamentada, con el escudo de Yilan en el pecho, que era una serpiente de tres cabezas, en su dedo índice derecho tenía los tres anillos, debía llevarlos porque la musa no aceptaba a cualquier ser humano, había que poseer algo que contuviera magia en su interior. Se dirigió hacia la cima de la montaña, en medio de una densa niebla y oscuridad que casi no le dejaba ver el camino.

Al acercarse, por un estrecho sendero entre rocas húmedas, se escuchaba una melodía que endulzaba el oído y lo conducía a lo que parecía ser una mujer desnuda y de espaldas; sentada sobre una roca, contemplando el abismo, su piel de un azul grisáceo; se notaba que no era el tono de un ser vivo; el pelo gris como el polvo de los libros antiguos, sus ojos cegados, completamente blancos y sin pupilas que pudieran dar señales de ser un simple mortal.

—Puedo oler algo de felicidad humana en el aire —murmuró la musa, con una voz melódica que hacía eco por todo el recinto.

Mientras tarareaba una especie de canción, Simpion se bajó del caballo y se acercó a ella. El ambiente se sentía cálido a pesar de estar a esa altura; más que una niebla, parecía un vapor lo que rondaba por el ambiente.

—¿Sabes por qué los humanos son tan predecibles? —preguntó la musa, mientras se ponía de pie, sin voltearse a verlo.

—No, magnífica diosa Rati —respondió Simpion, arrodillándose ante ella.

—Porque buscan algo tan simple como el poder —reveló Rati, rodeándolo en una danza que muchos dirían que era algo sexual, pero sin ninguna intención—. El poder es algo que un simple mortal nunca podrá entender, solo quieren riqueza, dominio y vida eterna; sin comprender la complejidad de la inmensa infinidad que les rodea.

Totalmente seducido por su voz tan tenue y su forma de moverse, no podía apartar su mirada penetrante ante tan majestuosa vista. Rati cogió una especie de cáliz de plata que estaba detrás de unas rocas y se acercó a él.

—Lord Simpion Thamis, su deseo se ha cumplido tal y como estaba escrito —afirmó Rati, mirándolo con sus extraños ojos blancos.

—Sí, diosa Rati —respondió Simpion, haciendo una reverencia —, fue tal como lo he deseado, estoy listo para pagar mi deseo.

Rati abrió el cáliz en el que rebosaba un líquido rojo y algo viscoso, comenzó a dibujar un círculo a su alrededor y escribió símbolos en el exterior en un idioma extraño. Luego se acercó a Simpion y le entregó el cáliz que parecía estar casi vacío.

—Ya sabes el precio del deseo, debes darme a cambio algo de igual valor para tu vida —dijo muy presuntuosa—. Ahora debes beber el resto del cáliz —susurró Rati, cerca del rey.

Simpion, ya decidido, pero inevitablemente nervioso, bebió todo el líquido sin dejar lugar a dudas; Rati comenzó a cantar mientras se acercaba al acantilado, levantando los brazos hacia la luna. Un cristal negro y brillante en forma de esfera descendió, y en su interior se podía ver el propio universo. La extraña esfera se dirigió directamente hacia él y se lo tragó entero. Rati se sentó en una roca al borde de la montaña y comenzó a tararear de nuevo una canción que parecía ser un ritual.

El rey de Venion estaba inmerso en una oscuridad infinita, era un espacio vacío, el sonido no era más que un zumbido constante que no le permitía entender su entorno, flotaba sin poder dirigirse en ninguna dirección. Luego de unos segundos logró sentir un sutil corte, sin dolor alguno, tan perfecto que diría que no era real. En ese instante volvió al mundo: desprendiéndose de aquella extraña esfera, cayó de rodillas al suelo, alucinando a tal momento sin explicación. Cuando se miró, vio que lo que había pensado se había hecho realidad; sacrificó su brazo izquierdo como parte del trato.

Simpion contempló a la musa sentada en una roca, cantando una extraña canción, totalmente embelesada. Se levantó, dudando inevitablemente de si tal sacrificio merecía la pena, se miró el brazo y vio que la herida estaba cicatrizada, como si el corte hubiera sido hacía mucho tiempo, no sentía ningún tipo de dolor ni nada parecido. Sin más que hacer montó en su caballo y descendió la cima de Aghor.

Noreste de Inlandin, Reino de los Osos

Al otro lado del continente se iba a entregar un mensaje que cambiaría el curso de la historia.

—Mensajero Idol, estamos a punto de llegar a la gran ciudad del Castillo del Oso —comunicó el conductor del carruaje.

A través de la ventanilla, se podía ver el hermoso paisaje de una gran ciudad rodeada de montañas, el camino lleno de mercaderes que iban y venían. Aquella zona era el hábitat ideal para los guerreros más feroces del continente de Inlandin. Lo primero que apareció a la vista fue un gran castillo cuadrangular junto con una gigantesca bandera con el símbolo de un oso pardo de perfil, construido a tal altura que el rey podía ver toda la ciudadela desde su balcón. El Castillo del Oso es una ciudad en la que a cualquier aventurero le gustaría vivir.

Mientras sus nervios crecían, Idol no pudo evitar pensar en dónde estaba su hermano en ese momento, sabía que de ahora en más todo estaba en sus manos. El carruaje se adentró por la capital hasta llegar a la entrada del castillo; su imponente estructura de cemento con detalles labrados en madera y la gran puerta doble de hierro con dos cabezas de osos muy bien talladas estaba escoltada por dos guardias. Idol bajó a toda prisa y pidió ver al rey de inmediato.

—El rey Dimetrux está comiendo en este momento y no puede atender a nadie —informó el guardia del castillo, de aspecto corpulento, cabello largo castaño oscuro y barba rala colorada. Vestido con una armadura poco convencional, solo tenía hombreras, pechera y rodilleras metálicas, lo demás era ropa gruesa hecha de piel; el escudo de un oso de perfil enchapado en el pecho y portaba un hacha en su cintura.

—¡Es un mensaje urgente para el rey! —exclamó Idol, perdiendo la paciencia, mostrando la carta dorada.

—Una carta dorada… —balbuceó el guardia, mirando con asombro el color de la carta.

El guardia, al verla, fue automáticamente a dar el mensaje, Idol lo acompañó hasta la entrada del salón comedor. El gigantesco castillo no era innovador, pero se lucía por su gran amoblamiento de madera bien cuidada, estatuas de antiguos líderes por los pasillos, variedad de armamentos colgados en la mayoría de las paredes, lo que denotaba el gusto que tenían por la batalla. Al llegar, una sala espaciosa con ventanas que daban vista hacia la ciudad; junto a una larga mesa de madera estaba el rey Dimetrux Mordor V, de 57 años, era un hombre reconocido por todo el mundo por su gran tamaño, medía casi dos metros, con un cuerpo envidiable a pesar de su edad, de cabello largo, rizado, castaño oscuro, ojos verde claro y barba larga con trenzas a los lados, cubierto de pieles de los animales más exóticos. Estaba sentado al final de la gran mesa.

Mientras comían un banquete de cordero asado, sus dos hijos Máximo y Miniantes le contaban sus hazañas al mando del ejército para recuperar unas minas en el norte.

—Padre, deberías haber estado allí, aniquilé a diez hombres con mis dos hachas, como si fueran ramas secas —dijo Miniantes, con orgullo, de unos 17 años, estatura alta, 1,87 metros, delgado, pero de buen estado físico, cabello corto, marrón claro, ojos azules y con una cicatriz en el pómulo derecho (parecían ser tres garras de algún tipo de animal). Vestía una túnica de lino color café, con ribetes rojos, un cinturón de cuero negro, pantalones de lana gris oscuro y botas de cuero marrón claro.

—Espero que hayas respetado la tradición y que los cortes hayan sido limpios sin causar ninguna agonía, sabes que los dioses no perdonan a quienes hacen sufrir a la gente solo por diversión —explicó el rey Dimetrux, con seriedad, mirando a su hijo.

—Padre, sabes que no somos sádicos —interrumpió Máximo, mientras bebió un vaso de ron. Era un joven alto, 1,92 metros, de 25 años, contextura física envidiable, cabello rizado, tenía un tatuaje en su mano derecha que iba desde sus dedos hasta su cuello, eran tribales con runas, algo que pertenecía a su cultura. Vestía una camisa bordó oscuro, con un cinturón mostaza, pantalón de lana negro y botas de cuero grises. Detrás llevaba una larga capa de piel de oso muy bien confeccionada, con bordes de lana blanca trenzada—. Miniantes solo expresa su felicidad por dejarlo luchar por primera vez, dale un poco de crédito.

Dimetrux los miró a ambos mientras comía una pierna de cordero con la mano, el orgullo por sus hijos era más que evidente, no podía ocultar sus sentimientos.

—Sí, lo sé, lo he oído todo —respondió el rey Dimetrux, en un tono amable, y limpió su barba llena de grasa con un pañuelo de seda blanco—. Estoy más que orgulloso de ustedes, hicieron un excelente trabajo y, como siempre, Máximo, has demostrado una vez más tu gran liderazgo.

La familia real disfrutaba de un almuerzo típico, después de una victoria. Al pasar unos minutos, la gran puerta doble del comedor se abrió y entró un guardia real con el mensajero Idol detrás.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gruñó el rey Dimetrux, con enfado—. Dije que no quería que nadie nos molestara.

—Su Majestad, lamento interrumpirlo —respondió el guardia, haciendo una reverencia cerca del rey—. Carta urgente del mensajero Idol.

—Su Majestad —asintió Idol, inclinado, extendiendo su mano con la carta hacia él.

—Hace años que no recibo una carta dorada —dijo Dimetrux, sorprendido, sujetando la epístola—. Vamos a ver qué noticias trae.

Con mucha sutileza despegó el sello, sacó la hoja, que tenía un pliegue perfecto, y comenzó a leerla. Sus hijos pudieron sentir en ese momento que el ambiente se volvía algo incómodo, el aura que transmitía el rey era algo que nunca habían visto, su rostro era algo nuevo para todos los presentes. Enfurecido, retorció el papel con el puño cerrado, golpeó la mesa con gran fuerza, rompió gran parte de ella, lanzando la comida y las bebidas al aire. Se levantó y salió furioso de la sala.

—¡Idol, te vienes conmigo! —ordenó Dimetrux, con dureza, mientras se retiraba de la sala.

Al salir, se dirigió a uno de los osos pardos que escoltaban la puerta del comedor, así eran llamados a los guardias reales más fuertes y leales del reino.

—Trae a los comandantes y a todos los consejeros —ordenó Dimetrux—. Los quiero a todos en la sala de reuniones inmediatamente.

Máximo y Miniantes, asombrados, sin entender la situación, pero con la misma mirada, salieron a toda prisa detrás del rey Dimetrux.

La sala de reuniones era el salón más grande del castillo, ubicado al fondo de la entrada principal, y era una habitación espaciosa con ventanales altos y columnas cuadradas donde el rey Dimetrux se encontraba sentado en su alto trono, hecho de madera, lleno de raíces talladas; daba la impresión de que estaba sentado en un gran árbol seco. Llevaba su corona, hecha de marfil y oro, con incrustaciones de garras de osos bien trabajadas y una exótica túnica real de varias pieles, que sobresalía del trono.

—Os he reunido a todos para daros un mensaje urgente —dijo nervioso, casi sin poder hablar—. Hemos encontrado la ubicación de un linaje de Lé… Légales —tartamudeó el rey Dimetrux, mirando los rostros pálidos de sus súbditos.

El inquietante silencio que había generado tal palabra… los rostros de todos los presentes estaban sin entender que tal cosa fuera posible, la mayoría, boquiabierto, y no había sonido que pudieran emitir.

—Pero, Su Majestad, cómo es posible que después de cientos de años un linaje de Légales siga vivo. Puedo dar por hecho que todos fueron aniquilados o quemados vivos —afirmó uno de los consejeros, de aspecto viejo y delgado, con su túnica marrón claro y su banda que le cruzaba el pecho con el escudo del reino.

—Todos hemos temido siempre que un descendiente del gran trono de Taika estuviera vivo, pero mi pregunta es por qué, y justo ahora, cuando todo parece estar en paz, habiendo podido aparecer en los cientos de guerras que se libraron por culpa del gran rey Dam Légales III —agregó el comandante en jefe Alfus.

Todos querían hablar al mismo tiempo, impartiendo sus dudas al respecto. Dimetrux se levantó de su trono, muy imponente.

—¡Silencio! —vociferó nervioso—. Si esto es cierto, estamos ante un hecho sin precedentes. El gran rey Dam III lo hizo por una sabia razón, todos conocemos la historia, nos dejó una orden directa, que no quede nadie de su estirpe con vida, debemos cumplir con su petición para honrar al gran rey de Taika —proclamó Dimetrux, mirando a los presentes desde su trono.

Todos, sin dudarlo, se inclinaron en señal de reverencia.

—¡Sí, mi señor!

—¡Lo que usted ordene, majestad!

—Sí, Su Majestad.

—Mensajero Idol, por favor, explica los detalles —ordenó Dimetrux, abrumado, mientras se sentaba en el trono.

El mensajero subió por los peldaños y se dirigió a todos los presentes, con los brazos cruzados por delante.

—Con su permiso, majestad, los espías de Suitfire encontraron una familia en las afueras de la ciudad, en un pequeño pueblo minero llamado Whiting; aseguran que un niño y su madre viven solos en una cabaña. Pudieron ver al pequeño y las características coincidían, rizos dorados y ojos color marrón; sabemos de la existencia de los lentes de contacto y puede que los esté usando para ocultar su identidad, parece tener 14 años. La madre no es de sangre real y no sabemos el paradero del padre, que sería el del linaje —informó Idol, y se unió a los demás súbditos.