La esposa del griego - Lucy Monroe - E-Book

La esposa del griego E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

¿Se atrevería ella a rechazar las condiciones impuestas para su matrimonio? Ariston Spiridakou había tenido una razón y solo una para casarse con Chloe: necesitaba una novia para conseguir un heredero. Pero la actitud retadora de ella los había hecho separarse… Paradójicamente, unos años después del divorcio, Chloe se encontró a merced de Ariston una vez más y él exigió un precio perverso por ayudar a su familia. De hecho, no tomaría en consideración tal petición a menos que compartiese su cama… y tuviese un hijo con él.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lucy Monroe. Todos los derechos reservados.

LA ESPOSA DEL GRIEGO, N.º 2207 - Enero 2013

Título original: Not Just the Greek’s Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2596-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Incluso con el exquisito traje de diseño, Chloe Spiridakou se sentía fuera de lugar en la elegante oficina de su exmarido.

Como su matrimonio, la clásica falda de tweed rosa a juego con la chaqueta tenía dos años y ya no le quedaba tan bien como antes. El estrés y la depresión habían hecho perder kilos a una mujer ya de por sí muy delgada.

Tenía que hacer un esfuerzo para comer, pero Rhea había aparecido, salvándole literalmente la vida, y Chloe no iba a defraudar a su hermana, por difícil que fuese para ella la reunión con su exmarido.

No ayudaba nada que se sintiera incómoda, poco atractiva y delgadísima, aunque seguramente Ariston no se fijaría en eso. Chloe tenía la sensación de que aquella reunión no iba a servir de nada; Ariston no había movido un dedo para verla desde el día que su matrimonio se rompió, ni siquiera para preguntar por qué se había marchado.

Algo lógico en una relación que era por turnos ardientemente apasionada y emocionalmente distante. Su marido había sido atento a su manera, incluso a veces exageradamente, y desde luego un amante increíble, pero Ariston se guardaba sus sentimientos para sí mismo.

Y Chloe tenía la horrible impresión de que su secretaria, Jean, había anotado la cita, pero luego había olvidado mencionársela a su jefe.

Sin embargo, allí estaba, esperando en la recepción y con ganas de vomitar o de salir corriendo, pero no podía hacer ninguna de esas dos cosas.

–Señora Spiridakou...

Chloe se volvió para mirar a la secretaria.

–¿Sí?

–El señor Spiridakou la recibirá ahora mismo –dijo Jean, con una sonrisa reservada para la gente importante en la vida de Ariston, aunque Chloe ya no formase parte de esa vida.

–Gracias.

Solo había cuatro o cinco metros hasta la puerta del despacho de Ariston y, sin embargo, el tiempo que tardó en recorrerlos le pareció una eternidad. La secretaria abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrase, sin dejar de sonreír.

Chloe hubiera querido darle las gracias por su simpatía, pero no logró que una sola palabra saliera de su garganta, de modo que se limitó a asentir con la cabeza mientras miraba los dominios de su exmarido.

Sería más fácil mantener la compostura si se concentraba en el despacho y no en su ocupante.

La oficina de Ariston en Nueva York era exactamente como la recordaba, con una pared de cristal desde la que se veía todo Manhattan, un imponente escritorio de caoba en el centro y dos sofás de piel, uno frente a otro, sobre una alfombra turca hecha a mano que cuatro mujeres habían tardado seis meses en terminar.

Chloe la había comprado en su luna de miel y le sorprendía que Ariston la conservara, aunque no debería sorprenderla porque quedaba muy bien con la decoración de su oficina.

Frente a la pared de cristal, los dos sofás creaban un sitio perfecto para tener una reunión y Ariston le había dicho una vez que lo usaba a menudo porque impresionaba a las visitas. En realidad, impresionaría a cualquiera.

Para Chloe fue un alivio que su exmarido estuviera detrás del escritorio, pero ese alivio no sirvió para darle fuerza a sus temblorosas piernas cuando sus ojos se encontraron por primera vez en dos años.

Lo había echado de menos, mucho; su ausencia era un constante dolor que apenas había disminuido en los veinticuatro meses que llevaba intentando olvidarlo.

Decían que el tiempo curaba todas las heridas, pero las de Chloe seguían tan abiertas como el día que su matrimonio terminó y podía sentir que la distancia que había ganado desaparecía, dejando paso a emociones que no quería experimentar o reconocer.

–¿Quieres un café o esta es una visita rápida? –le preguntó él, enarcando una ceja.

Chloe abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo sin decir una palabra. Ariston no había cambiado en absoluto.

No tenía por qué, claro. Ella, sin embargo, sí había cambiado. Para ser una mujer que medía un metro setenta y seis estaba delgadísima y, aunque seguía dándose los mismos reflejos dorados en el pelo de color chocolate, lo llevaba mas largo, cayendo en ondas sobre los hombros.

Ariston había dicho muchas veces que le gustaba el pelo largo, pero Chloe se había negado a dejárselo crecer mientras estaban casados. No sabía bien por qué, tal vez porque entonces eso hacía que se sintiera un poco más independiente. Como si a pesar de estar enamorada de su marido de conveniencia siguiera siendo ella misma.

Pero ese deseo de independencia no le había servido de consuelo cuando se alejó de él.

Aunque no había tenido alternativa. Después de tres años de matrimonio había descubierto que Ariston acababa de firmar una petición de divorcio, como habían acordado en un principio. Aun así, descubrirlo había sido un golpe terrible y para dejarlo había tenido que armarse de valor, pero su orgullo exigía que fuera ella quien diese el primer e irrevocable paso.

Sin embargo, hacerlo no había sido el bálsamo sanador que ella había esperado. Solo tenía veinticinco años y el estrés y las preocupaciones habían dejado marcas alrededor de sus ojos...

Pero no había arrugas en el rostro de Ariston, ni canas en sus sienes que marcasen el paso de los treinta años. Su pelo seguía siendo tan oscuro que parecía negro, bien cortado y algo rizado en las puntas.

Seguía siendo tan increíblemente apuesto como siempre, su expresión imposible de descifrar y sus maneras impecables...

Abrumada por una inesperada emoción, Chloe tuvo que hacer un esfuerzo para respirar con normalidad.

No lo había dejado porque quisiera hacerlo, sino porque tuvo que hacerlo.

Habían pasado dos años, pero seguía deseándolo como si se hubiera marchado del apartamento que compartían en Atenas el día anterior.

Incluso sentado tras el escritorio y enfundado en un traje de chaqueta, tenía el mismo aspecto alto y atlético que tanto le había gustado desde el primer día. No solo era virgen, sino totalmente inocente en su noche de boda y solo había conocido la pasión con un hombre: Ariston Spiridakou.

Un ángel, un demonio, un hombre capaz de despertar en ella algo que no debería sentir.

Él esbozó una irónica sonrisa y Chloe se dio cuenta de que aún no había respondido a su pregunta.

–No... quiero decir, un café estaría bien.

Ariston le dio instrucciones a Jean y luego volvió a clavar sus ojos en ella.

–¿No quieres sentarte?

Solo entonces se dio cuenta Chloe de que seguía en la puerta del despacho.

–Sí, claro.

Se sentó frente al escritorio y no se molestó en disimular un suspiro de alivio al hacerlo.

¿Por qué había pensado su hermana que ir a verlo era buena idea?

Ah, sí, porque Ariston había insistido y Ariston Spiridakou, el magnate griego, siempre conseguía lo que quería.

Dos años antes no había querido saber nada de ella, pero por alguna inexplicable razón en aquel momento había insistido en verla.

–¿A qué le debo el honor de tu visita? –preguntó Ariston cuando Jean desapareció, dejando una bandeja con dos tazas de café sobre la mesa.

–¿Estás jugando al ratón y al gato? –le espetó ella–. Le dijiste a Rhea que no querías hablar con ella, sino conmigo.

–Sí, pero el propósito de esta reunión aún no ha sido aclarado.

Lo estaba pasando en grande, pensó Chloe, concentrando la mirada en su taza de café para no tener que mirarlo a él. Si lo hacía, podría dejarse llevar por la tentación de tirárselo a la cara.

–¿Tienes que preguntar?

–Parece que sí.

–Muy bien –Chloe tomó un sorbo de café, su mezcla favorita de Sumatra con vainilla y canela. Jean se había acordado, evidentemente–. Tú sabes perfectamente por qué estoy aquí, pero tal vez te preguntas por qué he pensado que venir serviría de algo. Si quieres que sea sincera, estaba segura de que no serviría de mucho, pero tenía que intentarlo.

–Por tu padre –el tono de Ariston era seco, sus labios apretados en un gesto de desaprobación o apatía, no estaba segura–. Harías cualquier cosa por tu padre.

Un bufido escapó de la garganta de Chloe antes de que pudiese contenerlo.

¿En serio? ¿Ariston no la conocía después de tres años de matrimonio? Ella nunca había fingido tener una buena relación con su padre porque no era así.

Su protegida era Rhea, que tenía un gran talento para los negocios. Chloe siempre había sido la artista de la familia, como su madre, cuyos cuadros habían colgado en las paredes de su casa años después de que una enfermedad se la hubiera llevado.

–Llevo casi dos años sin hablar con mi padre –le dijo, con más vehemencia de la que pretendía, mirando El Greco original que colgaba detrás del escritorio.

Siempre le había encantado ese cuadro, pero el viejo maestro no le ofrecía solaz alguno aquel día.

Su padre la había vendido, presionándola para que se casara con Ariston sin importarle sus sentimientos y cuando, tres años después, Ariston le rompió el corazón lo había culpado a él. Y tal vez podría haberlo perdonado por presionarla para que se casara, pero no por lo que ocurrió después.

–Me resulta difícil de creer –dijo él.

–¿Ah, sí? –Chloe miró los penetrantes ojos azules de su exmarido.

¿Sería posible que no supiera que su padre y ella no se entendían? Ariston mantenía una relación estrecha con Eber y estaba convencida de que conocía a su padre, otro hombre de negocios, mejor de lo que ella lo conocería nunca.

–Eber Dioletis solo se dignó a fijarse en mí cuando necesitaba una hija para salvar su imperio en ruinas –le dijo–. ¿Sabes lo que respondió cuando llamé para decirle que volvía a Nueva York?

Chloe cerró la boca. No había querido preguntar eso porque no tenía intención de compartir esa humillación con nadie. Ni siquiera se lo había contado a Rhea.

–¿Qué? –preguntó Ariston, prestando atención entonces, como si pensara que algo había escapado a su atención.

Dolida y perdida después de tomar la única decisión que podía tomar cuando descubrió los planes de divorcio de Ariston, Chloe había llamado a su padre para decirle que volvía a casa. La casa que, si no un hogar, al menos era el sitio en el que había crecido.

Pero al final no había vuelto porque su padre era y había sido siempre un hombre sin corazón.

–Da igual, déjalo.

–¿Por qué? Tú has sacado el tema.

Era cierto y, al contrario que Ariston y su padre, ella no solía andarse con rodeos.

–Él tenía otros planes para mí.

Otro matrimonio de conveniencia con un empresario mucho mayor que ella. Eber sabía que su matrimonio con Ariston no iba a durar y no había perdido el tiempo.

Hasta este día, Chloe seguía sin saber cómo se había enterado de que Ariston estaba redactando la petición de divorcio en Nueva York, pero le había enviado un fax con el documento firmado por él, con fecha de dos semanas antes.

Solo había una interpretación posible y Chloe tomó la decisión de ser ella quien diera el primer paso, lamentando lo ingenua que había sido.

–¿Eso te disgusta? –le preguntó Ariston, sin mostrar sorpresa por el plan de Eber.

Chloe tuvo que preguntarse si lo habría sabido de antemano. Al fin y al cabo, Ariston y su padre siempre habían estado de acuerdo en todo. Había intentado convencerse a sí misma de lo contrario, pero al final quedó bien claro que estaba equivocada.

–Por supuesto que me disgusta –respondió. La verdad era que Ariston nunca se había interesado por conocerla. No había hecho el menor esfuerzo porque nunca la había amado como lo amaba Chloe–. Según mi padre, uno de sus socios estaba buscando una esposa trofeo... y le daba igual que no me hubiera quedado embarazada en los tres años de matrimonio contigo porque él ya tenía hijos mayores.

–¿Creía que no podías tener hijos? –le preguntó Ariston.

–Sí.

No le había contado a nadie, ni siquiera a su hermana, que tomaba la píldora, aunque Rhea había sido la primera en sugerir que lo hiciera. Y, de haberlo sabido, su padre se habría puesto furioso porque ella no le había importado nunca.

–¿Y sus planes de que volvieras a casarte fueron una sorpresa para ti? –le preguntó Ariston.

–Ya te lo he dicho.

–Imagino que estaba decepcionado por el resultado de nuestro acuerdo e intentó buscar apoyo en otro sitio.

–No me sorprende que tú lo veas así. Probablemente te pusiste de acuerdo con él para solicitar el divorcio.

–¿Perdona?

–Mi padre quiso quedarse con el dinero del acuerdo de divorcio. Según él, tú te habías quedado con un montón de acciones y él ya no tenía un yerno multimillonario –en la voz de Chloe había no solo amargura, sino dolor, pero intentó disimular mientras tomaba un sorbo de café.

Ariston la miró, sorprendido.

–Pero el cheque estaba a tu nombre. Si no te hubieras quedado con el dinero, no podrías haber financiado tu nueva vida en la Costa Oeste.

–Claro, pero durante esa última conversación telefónica acepté que mi padre solo me veía como un bien a explotar –admitió ella–. Y ya me he cansado de ser tratada de ese modo, así que no quiero saber nada de él ni de su empresa.

Había roto todo contacto con su padre porque, aunque la indiferencia de Eber le había dolido cuando era niña, saber que solo quería utilizarla siendo adulta le dolía aún más.

Chloe había perdido al amor de su vida, aunque hubiera sido su propia decisión, y la única preocupación de su padre era llenar los cofres de Industrias Dioletis. Otra vez.

Después de destrozar su vida, pretendía que también Rhea sacrificase su felicidad, pero Chloe estaba allí para asegurarse de que eso no ocurriera.

Su matrimonio había sido un desastre, pero el de Rhea podría salvarse si lograba escapar de las expectativas de su padre. Y no solo su hermana le había pedido ayuda. El marido de Rhea, Samuel, había acudido a ella desesperado por salvar su matrimonio, pero sabiendo que solo había una posibilidad. Una que no sabía si Rhea aceptaría.

Samuel quería recuperar a su mujer de las garras de Industrias Dioletis. Quería una familia, algo que Rhea había dicho querer también antes de verse obligada a dirigir la compañía.

Su hermana estaba intentando levantar una empresa que se hundía a costa de su propia vida personal y Chloe sabía que, sin su intervención, podría acabar convirtiéndose en su padre.

–Tú nunca expresaste descontento mientras estábamos casados... al menos en voz alta –la voz de Ariston, con un acento neoyorquino que no delataba su herencia griega, interrumpió sus pensamientos.

–¿Por qué iba a decirte lo que sentía al ser usada como moneda de cambio en un acuerdo empresarial?

No era problema de Ariston y Chloe estaba segura de que no le hubiera importado.

Además, al principio había pensado que estaban en el mismo barco, su padre empujándola a casarse con él en beneficio de la empresa, el abuelo de Ariston presionándolo para que se casara con una chica griega...

Más estadounidense que griego en muchos sentidos, Ariston había insistido en casarse con una mujer criada en su país de adopción, de modo que Chloe cumplía los requisitos de ambos hombres. Y que al casarse con ella aumentara su cartera de acciones había ayudado mucho, claro.

–Tal vez deberías haberlo hecho, ya que yo era la otra parte del acuerdo de matrimonio.

–¿Un matrimonio que tú querías romper desde el principio? Por favor... tú y yo no compartíamos confidencias y, desde luego, no tenías el menor interés en lo que yo pensara.

–No fui yo quien se marchó.

–Pero tenías firmada la petición de divorcio sin decirme nada.

–¿De qué estás hablando? –exclamó Ariston.

–Déjalo. No pienso dejar que juegues conmigo.

–Explícate.

–Sé que ibas a pedir el divorcio –repitió ella–. Antes de irnos de Nueva York a Atenas.

Siguiendo la costumbre de Ariston, Chloe y él vivían un mes de cada cuatro en Grecia. Viajaban mucho, pero entonces no le había importado. Siendo un magnate internacional, eso era algo normal.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó él, con expresión imperturbable.

–Mi padre me envió una copia de la petición de divorcio por fax.

–¿Y cómo la consiguió?

–No tengo ni idea, probablemente de algún espía como los que usas tú.

–Yo no me dedico al espionaje industrial –replicó Ariston, aparentemente ofendido.

–Llámalo como quieras.

–Yo lo llamo contactos e inteligencia para los negocios.

–Muy bien.

–¿Entonces me dejaste porque yo iba a pedir el divorcio? –preguntó Ariston con una extraña inflexión.

Chloe querría gritar: «sí, eso es», pero solo se encogió de hombros.

–Me marché porque era lo único que podía hacer. Nuestro matrimonio no funcionaba.

–Yo pensé que funcionaba perfectamente.

–¿Ah, sí? –murmuró Chloe, irónica.

Había firmado la petición de divorcio porque ella no había quedado embarazada.

–¿Qué significa eso?

Chloe se encogió de hombros. No iba a admitir su amor por él; un amor que ni el tiempo ni la distancia había logrado matar del todo.

–Queríamos cosas diferentes.

–En eso estamos de acuerdo –de nuevo, Ariston usó ese extraño tono, pero en aquella ocasión teñido de una furia inexplicable.

Su matrimonio no había sido lo que ninguno de los dos quería y que él lo dijese no debería dolerle, pero así era.

Una cosa era segura: ella necesitaba rehacer su vida y había creído hacerlo al aceptar el divorcio. Mudarse al otro lado del país para abrir una galería de arte había sido su manera de cimentar esa ruptura.

Pero, si no podía controlar los recuerdos, y el dolor que le provocaban, nunca se libraría de él, pensó.

Capítulo 2