La estirpe de Esgarath - Rafael Sánchez-Grande - E-Book

La estirpe de Esgarath E-Book

Rafael Sánchez-Grande

0,0

Beschreibung

Mediados del siglo XXI. En los albores de la exploración marciana por los humanos, una expedición descubre un gran complejo monumental en Marte. Se trata de un hecho histórico, la primera prueba de la existencia de una extinta civilización inteligente fuera de nuestro planeta. En el interior de una gigantesca pirámide milenaria, los exploradores encuentran un prisma metálico, recubierto por inscripciones, que recuerdan mucho a la antigua escritura cuneiforme mesopotámica. ¿Por qué desapareció la antigua civilización marciana?, ¿guarda esta alguna relación con el ser humano? A través de tres historias relacionadas, La estirpe de Esgarath nos cuenta la gran epopeya de la colonización humana de Marte, a lo largo de siglo y medio, y nos desvela la relación del planeta rojo con el origen de nuestra propia especie, y quizá el secreto para evitar su extinción

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 419

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Citas
PARTE I EL PERSEGUIDO: HELLAS PLANITIA
1
PARTE II UNDER MY SKIN: GANGES CHASMA
2
PARTE III RETORNO A ESGARATH: THARSIS MONTES
3
Carta al lector
Agradecimientos
Más NOWE
.nowevolution.

EDITORIAL

Título:La estirpe de Esgarath.

© 2018 Rafael Sánchez-Grande.

© Portada y diseño gráfico: Nouty.

© Imagen de Shutterstock: Gorodenkoff.

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber.

Editora Mónica Berciano.

Primera edición octubre 2018

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2018

ISBN: 9788416936502

Edición digital   enero 2019

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más información:

nowevolution.net/ Web

@nowevolution/ Twitter

«Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que hay vida en Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba convencido, firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le pedías que te diera una idea de qué aspecto tenían y cómo se comportaban, adoptaba un aire tímido y farfullaba algo así como que caminaban a gatas ».

El Corazón de las Tinieblas / Joseph Conrad

«Llévame a la luna,

déjame jugar entre las estrellas,

déjame ver cómo es la primavera

en Júpiter y Marte».

Fly me to the Moon

1

Salimos de la Narcissus rumbo a Hellas Planitia a bordo de un pequeño trasbordador. Dirigía una tripulación compuesta por cuatro personas más, a parte de mí. El objetivo de la expedición era explorar esa vasta llanura y encontrar lugares adecuados en donde construir una futura base terrestre. Las fotografías enviadas por anteriores misiones, indicaban una serie de caprichosas formaciones en ese sector, que llevaban años intrigando a los científicos. Algunas de ellas tenían formas piramidales, de una perfección tal, que dejaban perplejos a los más reputados geólogos.

El trasbordador tomó tierra a unas dos millas de las supuestas formaciones. De su panza salió un rover todoterreno que se encaminó al objetivo marcado. Íbamos en su interior cuatro astronautas; el quinto permaneció en la nave, custodiándola en previsión de posibles incidentes. Al cabo de unos minutos llegamos a la zona señalada. Al principio no podíamos ver nada a través de las ventanas, pero poco a poco se fueron perfilando las sombras de grandes masas de piedra de formas muy extrañas, entre la cortina de polvo en suspensión. Detuvimos el vehículo y nos dispusimos a salir al exterior.

Recuerdo que el viento rugía al igual que una bestia mortalmente herida. Bajo la protección de nuestros trajes presurizados, nos movíamos muy despacio, atravesando auténticas nubes de arena rojiza que el vendaval levantaba con furia, y que nuestras linternas apenas podían rasgar. Avanzábamos con lentitud, en fila india, retando a la escasa visibilidad. Poco a poco, enormes sombras se iban irguiendo ante nosotros, como gigantes surgidos en mitad de la llanura marciana. A medida que las cortinas de polvo se hacían más tenues, se iba desvelando lo que esas sombras ocultaban: un grupo de edificaciones muy desgastadas por el paso del tiempo, pero que seguían evidenciando, sin duda alguna, que no eran obras fortuitas de la geología marciana ni del viento, sino de una civilización inteligente. Estaban hechas de gigantescos bloques de piedra roja. Sobre sus paramentos se abrían grandes entradas y ventanas de forma trapezoidal. Por sus proporciones, era evidente que aquellos edificios habían sido levantados por una raza de una estatura muy superior a la humana. Muy pronto nos dimos cuenta de que estábamos caminando por una ancha avenida flanqueada por tales construcciones y nos preguntábamos cuántos miles, quizá millones de años, llevaban ahí, retando con estoicismo al terrible viento de Marte. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies al pensar que esa calle, ahora desierta, una vez estuvo concurrida por seres pertenecientes a una ancestral civilización.

Al cabo de unos minutos pudimos comprobar que aquella monumental avenida finalmente moría en una ciclópea construcción de forma piramidal, cuya cúspide se perdía más allá de donde nuestras vistas pudieran alcanzar. Era tan grande que superaba con creces a la mayor de las pirámides egipcias. Estaba hecha de pesados bloques de piedra, alineados unos contra otros a la perfección. Al acercarnos lo suficiente, vimos con claridad que era una construcción escalonada, que recordaba a uno de esos zigurats que se alzaban en la llanura de Mesopotamia en la antigüedad. En la planta baja se abría una enorme entrada, también de forma trapezoidal, que daba a la avenida. ¿Qué avanzada tecnología pudo levantar esa obra tan colosal, que incluso se escapaba de las posibilidades técnicas de mediados del siglo xxi? ¿Qué significado tenía? ¿Se trataba quizá de un templo, de una gigantesca tumba al igual que las pirámides de Egipto o de un observatorio astronómico, como las de la civilización azteca? Fuese lo que fuese, yo estaba dispuesto a encontrar la solución a ese enigma, desoyendo las recomendaciones de mis compañeros, que se inclinaban por volver a la nave sin más dilación e informar al Alto Mando Espacial del hallazgo. No habíamos llegado hasta allí, les repliqué, para regresar sin más, estando a las puertas del mayor descubrimiento de la humanidad. Se podría tardar hasta años en preparar otra expedición a Marte que arrojara una nueva luz sobre el misterio. Sentía que teníamos un compromiso moral con toda la civilización humana, que no podíamos defraudar. Uno de mis hombres me dijo, no recuerdo quién, que aquel lugar le daba miedo, que presentía que un peligro nos acechaba en el interior. Yo le respondí que todos los grandes exploradores, como Colón, supieron sobreponerse a sus temores antes de dar el paso definitivo que les catapultaría a la cumbre de la historia. Y nosotros nos hallábamos en ese instante en una de esas encrucijadas.

Penetramos en el interior a través de la entrada trapezoidal, sin romper la fila. Parecía que el enorme zigurat era una bestia que nos estaba engullendo por su boca abierta. Al principio, nuestras botas hollaban una capa de arena de varios centímetros de espesor, que el viento marciano había ido arrastrando desde el exterior durante siglos. Muy pronto, sin embargo, notamos que la arena había sido sustituida por un suelo duro. Al enfocar nuestras linternas hacia abajo, pudimos contemplar grandes losas de piedra que formaban un perfecto pavimento. A mi memoria me llegaron también las imágenes de suelos y muros de algunos monumentos precolombinos en los Andes, solo que a una escala mucho más colosal. Caminábamos por un pasillo muy ancho, en donde podíamos caber al menos una treintena de hombres, uno junto al otro, con total comodidad. Era también de gran altura, unos diez metros del suelo al techo. Sin embargo, nos dimos cuenta muy pronto de que aquellas enormes dimensiones se iban reduciendo a medida que avanzábamos. Las cuatro líneas que configuraban el corredor no eran paralelas entre sí, tendían a converger, y no era una simple sensación fruto de la perspectiva. De esta manera, a los diez minutos de haber entrado, el gran pasillo ya se había estrechado notablemente. La luz exterior se iba haciendo también cada vez más tenue, hasta ser sustituida por una total negrura, apenas rota por nuestras linternas. ¿Qué habían querido expresar los arquitectos con ese paulatino angostamiento y aquella oscuridad creciente? Eché mano de mis conocimientos de arqueología una vez más. Recordé que el interior de algunos templos del antiguo Egipto tenía un diseño similar, cuyo objetivo era inducir al visitante a la pérdida total de la noción temporal y espacial, haciéndole creer que estaba introduciéndose en un submundo reservado a los dioses. Me preguntaba si allí tendría la misma función, y de ser así, en honor de qué deidad o deidades.

Habrían pasado unos veinte minutos desde que diéramos el primer paso por el interior, cuando la claustrofóbica galería desembocó en una estancia mucho mayor. Tanto las paredes como el techo desaparecieron de nuestras vistas, engullidas por la más absoluta oscuridad. Era imposible, pues, calcular las dimensiones reales de aquella cámara; quizá hubiera podido albergar en su interior hasta una catedral gótica entera. Caminábamos ahora con mucha cautela, iluminando con nuestras lámparas el suelo que íbamos pisando, temerosos de caer por un profundo abismo que pudiera surgir bajo nuestros pies. Nada de eso ocurrió. Tras varios minutos de recorrido por aquel lugar de proporciones infinitas, percibimos al fin frente a nosotros un pálido brillo, que de manera tímida rompía la negrura. Al principio no sabíamos de qué se trataba, pero muy pronto empezamos a distinguir una extraña fluorescencia, un objeto que relucía con un brillo apagado. Nos fuimos acercando muy despacio y aquel difuso resplandor fue tomando forma. En mitad de las tinieblas vimos una especie de prisma de tres caras, que reposaba verticalmente sobre un pedestal de idéntica forma y anchura, de tal manera que el objeto parecía en realidad la continuación de su soporte. Tenía unos treinta centímetros de alzado, y sobre sus lados se podían ver unas inscripciones, semejantes a la escritura cuneiforme mesopotámica. Llevábamos ya unos segundos contemplando absortos aquella pieza, hipnotizados por su brillo, cuando el grito de uno de mis hombres nos sacó al resto del estupor. El haz trémulo de su linterna apenas conseguía iluminar algo, unos quince metros más allá de nosotros, una forma grande e inerte, una figura antropomorfa de unos doce pies de altura. Aquel gigante parecía estar labrado en piedra o barro y descansaba con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Sus grandes manos estaban cruzadas sobre el pecho y cubría su cabeza con una especie de casco, que recordaba al que llevaban los soldados en el antiguo imperio chino. Sobre el tronco de la estatua, una serie de líneas sinuosas parecían querer representar una cota de malla.

Nos quedamos petrificados ante aquel descubrimiento. Con manos temblorosas, agarré el prisma y lo levanté de su pedestal. Al instante dejó de brillar. Me llamó la atención lo liviano que era, a pesar de ser metálico. Sin duda alguna debía de tratarse de un metal desconocido, casi tan ligero como el papel. Nos pasamos el objeto los unos a los otros, tocándolo a través de nuestros guantes, observando con detenimiento sus enigmáticas inscripciones. Luego lo guardé en mi mochila. Aquella cosa, fuese lo que fuese, era la primera prueba de la existencia de una civilización alienígena hallada por el hombre. Los científicos de la Tierra quizá podrían algún día descifrar los signos allí grabados. Sería la piedra de Rosetta de la escritura marciana, dormida durante miles o millones de años en las entrañas de aquel zigurat, y que nos a ayudaría a desvelar los misterios de la civilización que la fabricó.

Miré mi reloj, olvidado hasta entonces por la emoción, y comprobé que ya habían transcurrido dos horas desde que dejamos el trasbordador. Era momento de regresar. No fue difícil descubrir por dónde habíamos accedido hasta aquella monumental sala. Nuestras huellas habían quedado impresas en la fina capa de polvo que cubría el suelo, y no teníamos más que seguirlas, pero en sentido inverso, para encontrar la salida. Minutos más tarde ya nos habíamos introducido por el corredor, que en esta ocasión se iba haciendo cada vez más amplio. Nuestras linternas iluminaban sus paredes, descubriendo nuevas inscripciones de similar caligrafía a la labrada sobre el prisma. ¿Cuántas cosas nos dirían, una vez descifrado ese extraño alfabeto? ¿Cómo eran aquellos seres? ¿Qué religiones o ideologías poseían? ¿Por qué desaparecieron?; y una última pregunta que cada vez me asaltaba con más fuerza: ¿tenían alguna relación con la especie humana?

Una palidez anaranjada al fondo anunciaba que ya nos aproximábamos al exterior. Cuando nos escupió al fin la enorme abertura trapezoidal, nos quedamos deslumbrados por la luz del sol, a pesar de llegarnos muy tamizada a través de las nubes levantadas por la tormenta de arena. Habíamos estado demasiado tiempo deambulando entre espesas tinieblas, y hasta esa débil claridad nos hacía daño a los ojos. Al igual que llegamos, nos fuimos alejando del zigurat, cruzando una barrera de polvo en suspensión. El viento aullaba a nuestro alrededor y ametrallaba sin piedad las viseras de nuestros cascos. De las rojizas cortinas volvieron a surgir las grandes y siniestras sombras de los edificios que flanqueaban la avenida. Pensé que debíamos regresar para seguir explorando con detenimiento esas otras construcciones, en cuanto aquella ventisca amainara.

Nos quedaban apenas unos pocos metros para llegar a nuestro vehículo cuando sucedió algo inesperado. De entre el característico rugido del viento, percibí con total claridad un nuevo sonido, una serie de golpes secos y rítmicos que sacudían el suelo hasta hacerlo vibrar. Todos debimos de oírlo, puesto que mis otros tres compañeros se volvieron a la vez en la misma dirección: el enorme zigurat que acabábamos de explorar. De repente, tras la cortina de polvo que teníamos ante nosotros surgió una gran figura antropomórfica, que se iba haciendo cada vez mayor. Nos quedamos petrificados, sin saber qué era lo que se avecinaba. Ahora, al cabo de los años, maldigo los minutos que perdimos titubeando y que fueron fatales para nosotros. Por fin aquello estuvo lo bastante cerca para que lo viéramos con toda nitidez. No nos lo podíamos creer. La gran estatua que encontramos en la sala del zigurat había cobrado vida y se dirigía hacia nuestra posición, con pasos que hacían retumbar el terreno. Sus ojos, entonces cerrados, estaban ahora abiertos y desprendían una luz maligna.

Por desgracia, no tuvimos que esperar mucho para saber qué intenciones tenía. Invadidos por el pánico, emprendimos una loca carrera hacia el todoterreno. Sentíamos los mazazos de sus pesados pies cada vez más cerca. Era evidente que nos perseguía. Como ya dije, aquello medía unos doce pies de altura y cada zancada suya equivalía a dos o tres de las nuestras. Si a eso le añadimos que un traje de astronauta no es la vestimenta más apropiada para correr, comprenderán entonces por qué en pocos segundos aquel ser ya estaba casi encima de nosotros. A través del comunicador, llamé desesperado al trasbordador, que nos aguardaba un par de millas más allá, para que nos recogiera lo antes posible y escapar así de aquel inesperado peligro.

Recuerdo los minutos siguientes de forma muy confusa. En mitad de aquella precipitada huida, noté que el terreno cedió bajo mis pies. Perdí entonces el equilibrio y caí por un pequeño agujero. Milagrosamente, el coloso pasó muy cerca, sin que advirtiera mi presencia. Por delante, mis otros tres compañeros trataban de escapar. Desde mi improvisado escondite, pude ver cómo se subían al vehículo de forma atropellada y lo ponían en marcha. Estaba claro que iban a dejarme allí solo, con esa bestia, pero no podía reprochárselo; era tal nuestro terror en ese instante, que yo habría hecho lo mismo con otro. Sin embargo, no tuvieron ninguna oportunidad de escapatoria. Antes de que el todoterreno se pusiera en movimiento, el gigante lo inutilizó de un solo golpe, y le bastaron unos pocos más para reducirlo a un montón de chatarra, con los tres cadáveres destrozados en su interior. Después, aquel ser permaneció quieto, sin moverse una pulgada, contemplando su labor destructora. Por un momento parecía que se había vuelto a convertir en una inofensiva estatua.

Un gran resplandor surgido del cielo iluminó el polvo en suspensión. Levanté la vista y distinguí cuatro luces circulares, que se hacían cada vez más grandes. Era el trasbordador, que acudía a mi llamada de auxilio y que terminó posándose a unas cuarenta yardas de mí. El ser permanecía inmóvil, sin advertir la presencia de la recién llegada nave. Enseguida comprendí que aquella era mi oportunidad para escapar con vida de allí. Sin pensármelo dos veces, salí corriendo del hoyo en dirección al aparato. No me atrevía a mirar hacia atrás, ni siquiera cuando escuché de nuevo los pasos de la bestia, que se iba aproximando. La rampilla del trasbordador se desplegó y por ella apareció mi compañero. Yo le grité por el comunicador del casco que regresara al interior y que se preparara para huir a toda prisa. Me miró sin entender nada, pero al momento descubrió a mi gigantesco perseguidor. Por un instante llegué a pensar que aquella criatura también acabaría dándome alcance, y que correría el mismo triste final de mis otros camaradas. Cada vez la tenía más cerca. Sin embargo, de un último salto pude meterme en el interior, justo cuando el trasbordador ya empezaba a elevarse. Grandes remolinos de arena se levantaron bajo sus turbinas. El monstruo no cejaba en su empeño y golpeó con su puño derecho la parte baja de la nave, que por un segundo pareció desestabilizarse por el fuerte impacto. Por fortuna, mi compañero, un piloto experimentado, supo mantener el control del aparato, que terminó elevándose fuera del alcance de aquellos grandes brazos. El coloso no pudo hacer otra cosa que contemplar cómo nos escapábamos. Poco a poco se fue empequeñeciendo, hasta convertirse en un punto diminuto sobre la superficie marciana. Me había salvado por los pelos, pero seguía con vida, a diferencia de los demás.

Media hora después, el pequeño trasbordador ya estaba atracando en el muelle de la Narcissus, la nave principal, que nos esperaba en órbita alrededor del planeta. Allí permanecían otros cinco astronautas aguardando nuestro retorno. Cuando vieron que de todos los que habíamos partido solo regresamos dos, comprendieron que una terrible tragedia había tenido lugar. Me vi entonces asaltado por un bombardeo de preguntas por parte de los demás: ¿qué había sucedido?, ¿de dónde salió aquel monstruo?, ¿cómo murieron los otros? Yo estaba todavía muy confuso y apenas podía dar respuestas coherentes. Al final, optaron por dejarme reposar en mi camarote y pospusieron las explicaciones para más tarde.

No sé cuánto tiempo exacto estuve durmiendo, unas doce horas creo, gracias a la ayuda de un fuerte tranquilizante y al agotamiento después de mi experiencia. Al despertarme sentía mi cabeza muy embotada tras tantas horas de sueño, así que me tomé un café bien cargado en el comedor para despejarme. Los otros compañeros se sentaron alrededor, con rostros de preocupación, ansiosos de obtener una información más completa de lo acaecido. Empecé anunciándoles que habíamos encontrado los primeros restos de una civilización extraterrestre: grandes avenidas, extraños edificios y aquel descomunal zigurat, que parecía presidirlo todo. Luego les narré cuanto aconteció en las entrañas de la pirámide, el hallazgo del prisma y de la estatua, así hasta el horrible desenlace en el exterior. Finalmente saqué el prisma metálico de la mochila y lo deposité con cuidado sobre la mesa. Mis compañeros no se resistieron a pasar sus dedos por la superficie cubierta de inscripciones. Era como si ese objeto ejerciera una especie de poder hipnótico sobre todos nosotros, pero al instante los apartaron. Estaba muy frío, extrañamente frío.

Lo siguiente que hicimos fue ponernos en contacto con la Tierra para informar de todo lo sucedido, un trago nada fácil. Como capitán de la expedición, sabía que me iban a exigir responsabilidades. Quizá me acusarían de haber sido demasiado temerario, de no tomar suficientes precauciones durante la travesía por la Hellas Planitia. Dada la gran distancia entre la Tierra y Marte, la transmisión se demoraba varios minutos. A pesar de ello, las órdenes que recibimos tras mi informe preliminar fueron muy tajantes y claras: la expedición quedaba cancelada y teníamos que regresar de inmediato a casa. Si había una presencia hostil en Marte, era necesario estudiar la nueva situación antes de preparar futuras misiones. Para ello, era imprescindible que yo volviera y explicara lo sucedido con todo lujo de detalles. También resultaba vital que los científicos analizaran el prisma marciano.

Recuerdo el viaje de retorno a la Tierra con un profundo sentimiento de tristeza. Sí, habíamos descubierto una antigua civilización extraterrestre, un acontecimiento que quedaría grabado en la historia de la humanidad, pero a muy alto precio. No podía dejar de pensar ni un momento en los tres compañeros que habíamos perdido, personas con familia, amigos, que jamás regresarían al planeta de donde partieron. En las horas de descanso, cuando lograba conciliar el sueño, las pesadillas me hacían revivir continuamente aquel terrible suceso. Veía al enorme ser perseguirnos una vez más, contemplaba impotente cómo destrozaba el vehículo con mis camaradas dentro. El sueño terminaba siempre igual: la bestia se volvía al final hacia mí y me clavaba sus ojos brillantes. Un escalofrío me paralizaba en ese instante y acababa despertándome empapado de sudor.

Cuatro meses más tarde nos aproximamos por fin a la órbita terrestre. Después de acoplarnos a la estación espacial, fuimos sometidos a una estricta cuarentena, siguiendo el protocolo establecido para estos casos. Esterilizaron nuestros cuerpos hasta el último poro de la piel, para impedir que transportásemos cualquier microorganismo extraño, que pudiera provocar una pandemia en nuestro planeta. Tras varias horas de reclusión, un equipo de médicos y psicólogos nos examinó de forma exhaustiva. Luego fuimos trasladados hasta la Tierra en una pequeña nave. Allí nos separaron. Yo terminé en una clínica de reposo, que la agencia poseía en una isla del Pacífico Sur. Del resto de mis compañeros no supe nada durante algún tiempo.

Aquel hospital estaba en un entorno paradisíaco. Los edificios del complejo se levantaban en mitad de un exuberante jardín tropical, que acababa en una playa de arenas blancas y aguas transparentes. Era desde luego el sitio ideal para recuperarse de todo tipo de heridas, físicas y psicológicas. Las habitaciones eran amplias y luminosas, y todas daban al frondoso vergel de especies exóticas. Los días transcurrían con placidez: leía, paseaba, veía la televisión y viejas películas de cine, que proyectaban por las noches en una sala equipada para ello.

Sin embargo, a pesar del idílico lugar y de las atenciones médicas y psiquiátricas recibidas, no conseguía borrar los recuerdos que me acosaban. Mi cerebro se empeñaba en atormentarme, haciéndome revivir aquella pesadilla una y otra vez. Era como si yo mismo me estuviese mortificando por ser el único superviviente de los que pisaron la superficie marciana. Tenía que haber muerto con ellos, haber sido destrozado dentro del amasijo al que quedó reducido nuestro vehículo. El equipo psiquiátrico intentaba liberarme sin éxito del sentimiento de culpa que me atormentaba. Para facilitar mi rehabilitación, una semana después de mi llegada, autorizaron por fin a que mi esposa se reuniera conmigo. No nos habíamos visto desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, cuando nos volvimos a encontrar, no sentí esa alegría que habría cabido esperar, sino una extraña frialdad. Con la experiencia sufrida en Marte, algo había muerto dentro de mí y no sabía si alguna vez podría volver a resucitar. Ella me encontró distante y demacrado, pero debió de pensar que era lógico después de haber sobrevivido a aquel infierno. Por las madrugadas, cuando me despertaba sudoroso y vociferante tras una de mis habituales pesadillas, ella intentaba tranquilizarme, diciéndome que todo había acabado, que Marte quedaba muy lejos y que ya me encontraba a salvo, en mi planeta.

Quince días después de mi llegada a la clínica, empecé a ser interrogado por una pareja de militares. Al principio me hacían pocas preguntas, para no cansarme, pero muy pronto aquellos interrogatorios comenzaron a alargarse y a ganar en profundidad. A veces me repetían las preguntas varias veces a lo largo de una sesión, probablemente para ver si incurría en algún tipo de contradicción, pero… ¿qué más podía decirles? Siempre les contaba lo mismo: lo del enorme zigurat, el hallazgo del prisma, el ataque del coloso y cómo me salvé por los pelos. A los pocos días dejaron de venir, cansados de escuchar una y otra vez la misma historia.

Una noche, pusieron en la pequeña sala de proyecciones una película muda alemana de principios del siglo pasado: El Golem. Trataba de un rabino, que con sus artes mágicas había creado un gigante de barro para proteger a los judíos de Praga de sus enemigos. Al igual que el monstruo de Frankenstein, el Golem acababa escapándose del control de su creador. Sentí cómo se me erizó todo el vello del cuerpo en cuanto contemplé por primera vez en la pantalla a la bestia. Automáticamente me acordé de aquel otro ser que nos atacó en Marte; eran tan parecidos ambos que no pude soportarlo. Me levanté, empapado por el sudor, y abandoné la sala seguido de mi mujer. Una idea me vino esa misma noche a la cabeza: aquello que vimos allí arriba, sobre el planeta rojo, ¿podría ser una especie de Golem, dejado allí por una antiquísima civilización para proteger algo? En cierto modo habíamos desencadenado una terrible maldición, pero tenía que saber por qué. ¿Cuál fue nuestro error?: ¿penetrar en el interior de la pirámide?, ¿llevarnos el prisma? Algo que no debimos hacer provocó la ira del monstruo, custodio de algún ancestral secreto.

Poco a poco, las pesadillas que sufría fueron haciéndose menos frecuentes, aunque nunca desaparecieron del todo. Ante mi aparente mejoría, los médicos de la clínica decidieron por fin darme el alta un par de meses después de mi llegada. Convinieron que la siguiente fase de mi recuperación la tenía que pasar en casa, enfrentándome a la vida cotidiana para superar de manera definitiva el trauma. Recuerdo que tomé el pequeño avión que nos debía sacar de la isla con una contradictoria mezcla de sentimientos. Por un lado deseaba llegar cuanto antes a mi hogar, dormir por fin en mi cama, charlar con los viejos vecinos, pero por otro lado, temía no ser capaz de reintegrarme a mi rutina diaria, de volver a ser el que era.

Reconozco que las cosas por entonces no fueron demasiado mal. Llevaba una vida casi normal, aunque tenía que acudir al psiquiatra que supervisaba mi recuperación una vez por semana. En ocasiones, me volvía a despertar en mitad de la madrugada empapado en sudor, tras haber revivido mi aterradora experiencia en sueños. Pero siempre encontraba al lado a mi mujer, recordándome que estábamos en la Tierra, en nuestra casa, a salvo de cualquier amenaza.

Un día recibí un mensaje del Alto Mando Espacial, comunicándome que debía presentarme en el plazo de quince días ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, último responsable de la fallida misión, para relatar a sus miembros todo lo sucedido en Marte. Una narración en primera persona podría ser crucial para que dicho organismo tomara una nueva decisión. El Alto Mando estimaba que ya me encontraba lo suficientemente recuperado para relatar los terribles acontecimientos. La decisión ulterior del Consejo era un enigma: ¿volveríamos a Marte o se suspenderían todas las misiones previstas para los próximos años?, ¿era un ser vivo o algo artificial lo que nos había atacado?, ¿por qué lo hizo?

Aterrizamos en Nueva York una mañana de invierno. El día anterior había caído una gran nevada y toda la ciudad se encontraba cubierta por una gruesa capa blanca. En el aeropuerto, un grupo de periodistas esperaba mi llegada para sacarme alguna declaración. Sin embargo, el séquito de matones del servicio de seguridad impidió que contestara a una sola de las preguntas. Había viajado hasta allí para responder únicamente ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Un coche oficial nos trasladó al lujoso hotel en donde nos alojaríamos. En el vestíbulo, una voz familiar me llamó cuando me dirigía a la recepción. Me volví y descubrí a dos de mis compañeros de la expedición. Mientras tomábamos una copa en la cafetería, supe que también ellos habían sido citados para declarar y dar su versión de los hechos, pero cada uno a una hora distinta. ¿Qué pretendían con esto? ¿Pensaban acaso que ocultábamos algo y que acabaríamos contradiciéndonos? Sé que era difícil de creer, pero lo que nos atacó en Marte nada tenía que ver con nosotros… ni con el resto de la humanidad.

Esa noche me encontraba muy nervioso, pensando en mi declaración de la mañana siguiente ante los miembros del Consejo. Me repetía una y otra vez que nada tenía que temer, solo decir la verdad. Cuando por fin me pude dormir serían cerca de las dos de la madrugada. Pero al rato volví a ver en sueños a la bestia; aquellos ojos brillantes, en mitad de un rostro de piedra, buscándome a través de una nube de polvo rojizo, a mí, al único superviviente de los que pisaron Marte. Una vez más me desperté sobresaltado, aunque en esta ocasión no debí de hacer demasiado ruido durante la pesadilla, pues mi mujer continuaba durmiendo a mi lado con total placidez. Tenía la boca seca. Me levanté con mucho cuidado y me fui a por una jarra de agua, que reposaba sobre la mesa del comedor de nuestra suite.Me llené un vaso y me acerqué hasta la ventana para contemplar la calle mientras bebía. A pesar de la hora que era, todavía se podían divisar algunos automóviles y transeúntes pasar. Recordé entonces aquella vieja canción que decía que Nueva York era la ciudad que nunca duerme. Miré luego al cielo. Gracias a que nuestra habitación estaba situada en lo más alto del edificio, se podía atisbar el titilar de algunas solitarias estrellas. ¡Qué diferente era aquel escuálido firmamento del que veíamos desde la nave, camino a Marte, cuando millones de estrellas y otros cuerpos celestes parecían saludarnos a nuestro paso! Mientras bebía, me deleitaba con la tranquilidad de ese momento y deseé que el tiempo se quedara congelado, sin avanzar, como el fotograma de una película, que no existiera pasado ni futuro, solo aquel presente, aquel minuto de eterna calma.

Un extraño suceso interrumpió bruscamente esos plácidos pensamientos. Algo enorme cruzó el cielo, iluminándolo todo durante unos segundos, convirtiendo la noche en un fugaz instante del día. Después, escuché una fuerte explosión, cuya onda expansiva hizo temblar los cristales de las ventanas. Mi esposa se despertó asustada, se incorporó de la cama y me preguntó qué había sucedido. Le dije que una especie de bola de fuego había caído del cielo muy cerca y que debía de tratarse de algo de gran tamaño. Estuvimos mirando por la ventana para ver si descubríamos algo más; solo el paso acelerado de algún coche policial con la sirena puesta indicaba que un incidente gordo acababa de suceder. Al cabo de unos minutos, llamamos a recepción para recabar más información. El empleado nos respondió que acababan de anunciar por la radio que había caído algo del cielo en las proximidades, probablemente un meteorito, y que las autoridades habían llamado a la población a la calma, que todo estaba bajo el control por la policía. ¡Pobre hombre! Debía de estar llamándole en esos momentos casi toda la clientela del hotel a la centralita. Tras tranquilizarnos un poco, mi mujer me pidió que regresara a la cama e intentara dormir. Fuese lo que fuese aquel fenómeno, nada podíamos hacer nosotros. Al día siguiente nos esperaba una larga jornada y debía estar descansado. Volví al lecho. En el exterior, los lejanos ecos de numerosas sirenas irrumpían en la madrugada.

La claridad de la mañana aún no se había adueñado de la habitación cuando abrí los ojos. Había dormido poco —la extraña explosión de la noche no había hecho más que acrecentar mi nerviosismo— y mi mente no se encontraba en las mejores condiciones para soportar un interrogatorio del mismísimo Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Necesitaba con urgencia un café bien cargado. Bajamos hasta la cafetería del hotel. Allí me aguardaban mis otros dos camaradas. Uno de ellos me preguntó si me había enterado de la noticia, que corría de boca en boca por toda la ciudad. Un gran meteorito cayó durante la pasada madrugada en Central Park, originando un cráter de entre quince y veinte yardas de diámetro. Al parecer, las autoridades habían acordonado la zona y estaban esperando la llegada de un grupo de científicos para tomar muestras del impacto. El calor desprendido por la colisión fue tan brutal, que fundió toda la nieve alrededor del agujero humeante. No pude dejar de pensar en la casualidad de que, el mismo día de nuestra declaración sobre el desastre de la misión a Marte, el espacio exterior nos enviara un regalo en forma de meteorito a muy poca distancia.

Después del desayuno, salimos al exterior para tomar nuestros respectivos vehículos oficiales. Hacía una mañana soleada, aunque muy fría. El tiempo que estuvimos aguardando la llegada de nuestros coches, bajo la marquesina de hotel, se iba dilatando más y más. El tráfico a esas horas suele ser caótico en la Gran Manzana y no podíamos hacer otra cosa que esperar. De repente, escuché a mi derecha un gran ruido, seguido de un enjambre de sirenas. Nos preguntamos todos qué diablos era aquel escándalo. Vimos entonces, a unos doscientos metros de nuestra posición, cómo un automóvil saltaba por los aires, impulsado por una descomunal fuerza, y terminaba estrellándose contra la fachada de un edificio. Luego emergió una figura: un gigante de piedra y ojos brillantes que avanzaba hacia nosotros, seguido de numerosos vehículos policiales. Por sus altavoces pedían a todas las personas que se apartaran y se pusieran a salvo. Me quedé petrificado, sin poder dar crédito a lo que estaba viendo. ¿Acaso volvía a sufrir otra de mis habituales pesadillas, una alucinación? ¿Estaba o no en la Tierra? ¿Cómo había llegado aquel monstruo hasta el mismo corazón de Nueva York? El coloso se dirigía derecho hacia nosotros, con grandes zancadas que sacudían y agrietaban el asfalto. Parecía querer concluir la tarea que se había dejado inacabada en Marte: mi propia aniquilación. A su paso, todos los obstáculos que se interponían entre él y nosotros saltaban impelidos por una potencia sobrehumana, ya fuesen vehículos, contenedores o bocas de riego. Yo me quedé paralizado, contemplando sin reaccionar cómo aquello se nos echaba encima, con sus ojos incendiados clavados en mí.

De repente, cuando faltaban ya muy pocos metros para que nos alcanzase, un gran automóvil negro giró violentamente por la esquina y se detuvo ante nosotros. Su puerta posterior se abrió y desde su interior, pudimos ver el rostro nervioso de un militar que nos ordenaba que subiésemos de inmediato. Nos quedamos allí sin reaccionar, sin comprender lo que estaba sucediendo. Un grito y una palabra gruesa nos sacaron por fin del estupor. Nos montamos todos en el coche, que arrancó en el acto y se alejó a toda prisa del lugar. Por el cristal trasero pudimos ver al gigante detenerse, mientras contemplaba cómo nos escapábamos. Una vez más me había salvado por los pelos. El vehículo negro cruzó raudo el puente sobre el río Hudson para sacarnos de Manhattan. Por los carriles contrarios, decenas de coches policiales se dirigían al encuentro del coloso con sus sirenas ululando. No fue hasta que dejamos muy atrás la ciudad, cuando pudimos al fin respirar tranquilos.

Circulamos durante una hora por la autopista, al cabo de la cual nos detuvimos en un área de servicio. Allí nos esperaban dos vehículos más del ejército. Las instrucciones eran que mis otros compañeros se subieran en cada uno de ellos, para ser trasladados a un lugar seguro diferente. En cuanto a mi mujer y a mí, nos dijeron que seríamos conducidos hasta una base militar de alta seguridad en el mismo coche negro que nos rescató en Nueva York, y que permaneceríamos allí hasta que pasase la crisis. Después de abandonar la autopista, nuestro automóvil tomó una carretera secundaria que atravesaba una extensa zona boscosa. Oscurecía ya, tras varias horas de viaje, cuando nos detuvimos delante de un alto cerramiento rematado por alambre de espino. Un cartel sobre la puerta advertía a posibles intrusos de que estaban ante una zona militar de acceso restringido. La puerta se abrió y el coche continuó su marcha, circulando por una pista sin asfaltar que ascendía por una suave colina. Al final de la pequeña elevación se levantaba un gran edificio de hormigón en forma de cubo. Nos detuvimos junto a su puerta principal de acero, que se abrió nada más llegar nosotros. En el umbral, tres figuras se recortaban a contraluz. Nos bajamos del vehículo y nos dirigimos al interior. Todos los que nos acompañaban eran militares. Uno de ellos, un coronel, nos dio la bienvenida en nombre del gobierno.

Las viejas instalaciones adonde habíamos sido trasladados fueron construidas durante los años cincuenta del pasado siglo, en el periodo que los historiadores denominan Guerra Fría. Bajo ese búnker de hormigón, se extendía toda una red de cámaras y pasillos a varias decenas de metros de profundidad, capaces, al menos en teoría, de resistir una explosión nuclear. A pesar de estar bajo tierra, todas las estancias eran amplias y estaban bien ventiladas, por lo que en ningún momento tuvimos sensación de claustrofobia. Fuimos alojados en los antiguos aposentos del comandante de la base. Era como un pequeño apartamento en mitad de aquel frío complejo, bastante acogedor a pesar de tener un mobiliario muy pasado de moda. Sobre la pared del que iba a ser nuestro dormitorio, se abría un ventanal que daba a la fotografía iluminada de un paisaje alpino. Recuerdo que incluso bromeé al ver aquello, diciendo que era igual que irse una temporada de vacaciones a las Montañas Rocosas.

Luego de acomodarnos, fuimos conducidos hasta la Sala de Mando de la base. Allí, el coronel que nos había saludado a nuestra llegada nos hizo entrar en su despacho. Tras servirnos unas bebidas, nos explicó todo lo que había sucedido en las últimas horas. En la pasada madrugada, algo que parecía ser un meteorito de gran tamaño cayó en Central Park, ocasionando un enorme cráter en el impacto. El sitio fue acordonado casi de inmediato por la policía, ya que enseguida comenzó a llegar una marea de curiosos y periodistas. Todo parecía tranquilo. Un humo de color anaranjado se elevaba del interior del agujero. Con las primeras luces del alba, sin embargo, se empezó a percibir un ruido que provenía con claridad del interior. Asustada, la gente empezó a apartarse, algunos incluso huían, presintiendo que algo terrible estaba a punto de suceder. Los mismos agentes que custodiaban el sitio apenas podían dominar sus temores y llamaban por la radio pidiendo más refuerzos. No habían transcurridos ni quince minutos desde que empezara a escucharse el sonido, cuando de las entrañas del cráter emergió algo: un gran ser de ojos brillantes, cuyo aspecto coincidía con la descripción que yo había dado del que nos atacó en Marte. En ese punto, yo le confirmé al coronel que, en efecto, se trataba de la misma criatura.

Un monumental caos se adueñó de toda la zona en pocos segundos. Los agentes intentaron detener al monstruo haciendo uso de sus armas, pero era inútil; las balas rebotaban sobre su dura superficie. Un par de policías murieron aplastados. Sin quererlo, serían las primeras víctimas de aquel gigante sobre la Tierra. El coloso se alejó, ante la impotencia de los agentes para contenerle, atravesó en línea recta el parque y se internó en la ciudad. Enseguida comprendieron que aquello iba directamente hacia el hotel en donde nos alojábamos y se estableció un plan de emergencia para ponernos a salvo. Así se hizo; cada uno de nosotros fue trasladado a una base militar diferente, a la espera de que aquella cosa fuera reducida. Mientras tanto, seríamos huéspedes de honor del ejército.

Después de esta larga explicación, salimos del despacho y nos dirigimos hasta los monitores de la sala, para saber qué estaba sucediendo en el exterior. La situación no podía ser más caótica. Luego del encuentro en la calle y de nuestro rescate «in extremis», la bestia permaneció durante varias horas inmóvil, rodeada de docenas de coches policiales. Era como si aquello hubiese sido desconectado o apagado, convertido en una inofensiva estatua. Nadie se atrevía a acercarse, después de verle destrozar unas horas antes numerosos vehículos, grandes y pequeños, como si fueran de cartón. Los agentes estaban en sus puestos, esperando instrucciones. Se decía que la Guardia Nacional llegaría a relevarles en pocas horas. No hubo tiempo para ello. Cuando todo parecía más tranquilo, a eso del anochecer, los ojos del ser se volvieron a iluminar. La estatua recobró la vida y levantó su cabeza. El pánico se adueñó de nuevo de la calle; los policías se apostaron sobre sus automóviles, apuntando con sus rifles. Pero esa barrera policial no pareció amedrentar a la criatura, que, tras darse la media vuelta y desoír las advertencias que le lanzaban desde los altavoces para que permaneciera quieta, reanudó su marcha bajo una lluvia de proyectiles que nada le hacían. Se abrió entonces paso entre la muralla de vehículos policiales, que salían despedidos por los aires o eran aplastados. Después, atravesó la ciudad y terminó sumergiéndose en las profundidades del río. Al cabo de un buen rato, emergió al otro lado de las aguas y continuó su camino, dejando la isla de Manhattan sumida en el caos total.

Seguimos la trayectoria del monstruo durante las siguientes horas, atentos continuamente a los monitores. Desde el aire, los helicópteros vigilaban el recorrido de la bestia por el Estado. A pesar de haber ya oscurecido, no era difícil observar la devastación que iba dejando tras de sí. Cuando un obstáculo le cerraba el paso, ya fuese un vehículo, cercado o cualquier construcción, el monstruo no se molestaba en rodearlo, sino que lo reducía a añicos con su fuerza descomunal. Era como si siguiera un rumbo recto, trazado en su cabeza, y del que no pensaba apartarse ni un centímetro. En ningún momento se detenía a descansar; caminaba siempre con el mismo característico paso, ajeno por completo a la fatiga. Enseguida una cosa quedó clara: aquello se dirigía directo a la base militar en donde nos refugiábamos. Iba a por mí, no cabía duda.

Dado que avanzaba siempre en línea recta, era fácil adivinar por dónde iba a pasar. Se diseñó un plan compuesto por dos fases: la primera consistía en dejarle proseguir su marcha, pero tratando de evitar al máximo la pérdida de vidas humanas; la segunda contemplaba su destrucción. Tras estudiar con detenimiento la región, el alto mando del ejército determinó que la zona mejor para pararle los pies era en las proximidades de una localidad llamada Green Meadows. Las pocas granjas que había en los alrededores fueron evacuadas con rapidez, con el fin de minimizar el riesgo de daños personales. El terreno era idóneo, casi llano y totalmente despejado, cubierto por una pradera de césped corto, donde sería un blanco muy fácil para la artillería y la aviación. Durante los días previos al encuentro, se excavaron varias líneas de trincheras y se posicionaron numerosas tropas, carros de combate y piezas de artillería. Se trataba de convertir el sitio en una barrera inexpugnable, incluso para el monstruo. Mientras, desde el aire, los helicópteros seguían cada minuto el avance del coloso, que se iba aproximando de forma inexorable al lugar que sería su tumba.

En la mañana prevista para el mortal encuentro, fuimos invitados a presenciar la batalla desde la Sala de Mando de la base. Nos aseguraron que aquel ser tenía los minutos contados, que era imposible que pudiera sobrevivir a la enorme maquinaria bélica que estaba a punto de vomitar toda su furia sobre él. A pesar de tantas garantías de victoria, se respiraba una espesa tensión contenida. Estábamos a punto de enfrentarnos a una criatura cuya naturaleza era completamente desconocida para nosotros… y nadie nos podía asegurar nada.

Sobre la gran pantalla podíamos divisar una extensa pradera verde, moteada por blancas manchas de nieve y limitada al fondo por una masa arbolada. A la derecha, los dígitos de un reloj iban descontando, minuto a minuto, segundo a segundo, el tiempo que faltaba para el encuentro. Un minuto y treinta segundos, un minuto y veintinueve… La cámara enfocaba al fondo, justo al lugar en donde estaba previsto que apareciera. La criatura fue puntual a su cita. En el minuto cero, en el segundo cero, los árboles se agitaron y una figura apareció entre ellos, la del gigante de Marte. Un intenso escalofrío me recorrió de arriba abajo cuando lo vi avanzar, con sus ya familiares zancadas, sin desviarse ni un centímetro de su recta trayectoria. Tras él, iba quedando una estrecha línea de hierbas aplastadas. En mitad de la pradera se había señalado una cruz griega en blanco. En cuanto el objetivo pasase sobre ella, una mortífera lluvia de proyectiles de gran calibre lo reduciría a escombros. Aquella cosa se dirigía a la señal con amplios pasos, ignorando lo que le aguardaba.

Por fin, las baterías y los tanques rugieron al expulsar su mortal carga. Desde el cielo, los aviones dispararon también los proyectiles contra el blanco. En pocos segundos, toneladas de bombas cayeron sobre apenas unos pocos metros cuadrados. Una vasta nube de polvo y humo se elevó hacia el cielo azul, mientras su interior se iluminaba por repetidas explosiones. Cinco minutos más tarde se hizo un desolador silencio. Lo que antes había sido una porción de verde pradera, se había convertido en un cráter rodeado de hierbas calcinadas. Algunos matorrales aún ardían. De la criatura no había ni rastro; parecía haber sido borrada de la superficie del planeta. Un estallido de júbilo se apoderó de la sala. Los militares lanzaban sus gorras al aire en mitad de un sinfín de hurras. Aquello, fuera lo que fuera, había sido aniquilado y los que la enviaron ya se encargarían de no mandar más seres similares a nuestro planeta, por la cuenta que les tenía. El ejército más poderoso de la Tierra les estaría esperando, listo para darles otra vez su merecido.

Pero el grito de un soldado interrumpió tanta alegría. Algo parecía moverse entre las espesas cortinas de humo, algo grande, que emergía del profundo cráter. De golpe y porrazo, toda la algarabía se transformó en un angustioso silencio. En pocos segundos el monstruo ya estaba en la superficie, retador, sin que en apariencias hubiese sufrido daño alguno. Nadie se lo podía creer; ¿de qué material estaba hecho aquel ser, capaz de soportar tan brutal descarga? Otra lluvia de proyectiles cayó sobre él, pero en esta ocasión durante más de diez minutos. La verde pradera de antaño era en ese instante un dantesco paisaje desolado, pero de nuevo apareció el gigante, indemne, amenazador, y continuó su camino como si tal cosa, siguiendo un rumbo trazado en su cabeza. Cuando alcanzó la línea defensiva, la mayoría de la tropa huyó en desbandada; solo los más valientes permanecieron en sus puestos, tratando en vano de detenerle abriendo fuego con sus armas. El monstruo se abrió paso entre los vehículos, aplastando como si fueran de cartón los tanques que sus ocupantes, gracias a Dios, acababan de abandonar precipitadamente. Cinco minutos más tarde se alejó por un bosquecillo, dejando a sus espaldas lo que había sido un arsenal militar convertido en un amasijo de chatarra, y lo que era peor, un reguero de decenas de muertos y heridos. El plan había sido un completo fracaso.

Otros dos encontronazos similares tuvieron lugar, en los días siguientes, con idénticos y desastrosos resultados. Parecía que aquello era inmune a nuestras más poderosas armas convencionales. Sobre un gran mapa que presidía la Sala de Mando, un punto rojo, que indicaba su posición, se iba aproximando de manera inexorable a una marca fija amarilla, que señalaba la nuestra. Un creciente nerviosismo se estaba apoderando del personal militar que nos rodeaba. En ocasiones, incluso me pareció advertir algunas miradas hostiles hacia nosotros. Todo el mundo sabía a esas alturas que iba a por mí, y que si sus vidas corrían peligro sería por mi culpa. ¿Por qué no entregarme, pues, a la criatura para que consumase su venganza y cesara así tanta muerte y destrucción?

Observé también por aquel entonces un cambio en el comportamiento de mi mujer. Su relativa comprensión a lo que estaba yo padeciendo se fue tornando en una acritud creciente, que culminaba con frecuentes explosiones de furia hacia mí. Luego, al darse cuenta de su injusta reacción, terminaba pidiéndome perdón entre sollozos. Pero esos episodios de mal humor eran cada vez más frecuentes y duraderos. Yo intentaba comprenderla, poniéndome en su lugar. ¿Cómo reaccionaría si, por culpa de mi pareja, un terrible y mortal peligro se cerniera sobre mí, sin que hubiese medios humanos para detenerlo?

En aquellos días de tensa espera, me vino a la memoria la película de cine mudo que tanto me impresionó, y cuyo protagonista era muy parecido al monstruo que me amenazaba: el Golem. Busqué en distintas bases de datos más información sobre él. Supe entonces que Golem significa en hebreo «cosa sin alma» y que, según la tradición, fue creado por un rabino de la judería de Praga llamado Loew, siguiendo ancestrales magias, para que defendiera a su pueblo de las persecuciones antisemitas. En algunas versiones, el coloso no solo protegía a los judíos sino que se vengaba incluso de los que les afrentaban. Recopilé abundante información sobre él, que incluía numerosos dibujos y grabados antiguos. En algunos de ellos, el parecido entre el monstruo real y el mitológico era asombroso, hasta el punto de parecer que era la misma criatura. Me empecé a obsesionar con la extraña coincidencia. ¿Existía una relación entre los dos? ¿Habían sido animados por el mismo tipo de magia? Quizá, al igual que el coloso de Praga, el gigante marciano fue concebido para proteger algo, un recinto sagrado, y vengarse de sus profanadores. Y de los que habíamos desatado tal maldición, solo yo continuaba con vida.

Recuerdo como si fuera ayer aquella brumosa madrugada. El cielo apenas empezaba a clarear y grandes jirones de niebla se aferraban sobre el suelo, en un abrazo húmedo. Petrificados en aquella sala, contemplábamos sobre la pantalla el todavía adormecido paisaje. Una tranquilidad que sería rota muy pronto, cuando la diabólica criatura apareciera y se desencadenase un encarnizado combate; un desesperado intento de pararle al fin los pies. De repente, a lo lejos, un estallido de chispas y fogonazos nos puso en alerta. Algo estaba violando el cercado electrificado que circundaba la base. El objetivo de la cámara rápidamente amplió la zona. Una vez más, pudimos ver con toda claridad al monstruo mientras destrozaba con sus poderosos brazos la primera de las tres alambradas electrificadas que nos rodeaban. Le bastaron unos pocos segundos para terminar de convertir esa parte del cercado en un motón de hierros retorcidos. Ni las descargas eléctricas ni el alambre de espino lo detuvieron. Lo mismo hizo con los otros dos cerramientos. Tampoco sirvió de nada el profundo foso excavado por las tropas unos días antes, ni el campo minado que iría a continuación. Las minas iban estallando según avanzaba, pero las explosiones parecían no afectarle.

En apenas unos minutos, aquel ser apareció en campo abierto, camino de las instalaciones en donde nos refugiábamos. Una nueva lluvia de proyectiles se precipitó sobre él, envolviéndolo en una nube de gases y explosiones durante unos minutos. Cuando el bombardeo al fin se detuvo, la cortina de humo se fue disipando, mostrando un paisaje sembrado de destrucción. Del enorme agujero abierto en el suelo apareció de nuevo la criatura, sin rastro de daño alguno en todo su cuerpo. Una vez más se reanudaron las explosiones con el mismo e infructuoso resultado.

Estábamos mi mujer y yo todavía en la Sala de Mando, cuando un gran temblor sacudió toda la instalación. Al momento saltaron las alarmas y se prendieron las luces de emergencia, alertando de que el monstruo ya estaba profanando el edificio. Acababa de derribar la puerta principal de acero y se había introducido en el laberíntico entramado de pasillos y estancias de la base. Yo me encontraba en ese instante sumido en un profundo shock. No me lo podía creer; el ejército más poderoso del planeta era incapaz de aniquilar a una sola criatura. ¿Qué sería de nuestra especie si, en vez de uno, hubiera aparecido una legión de esos seres? Toda la Tierra habría sucumbido en muy poco tiempo.