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Hace 150 años, Charles Darwin comenzó una revolución científica, social e intelectual al publicar El origen de las especies. Nunca una teoría científica no ha ejercido una influencia tan fuerte en ámbitos tan diferentes de la actividad humana como la teoría de la evolución. Pero, lejos de ser una teoría conocida, rebuscada y apreciada, la situación actual en muchos países es todavía de abierta oposición. ¿Qué hace tan peligrosa la teoría evolutiva? ¿Tiene todavía vigencia la propuesta de Darwin? ¿Cómo encajan los últimos descubrimientos de la biología en la teoría evolutiva? ¿Necesitamos una nueva teoría para explicar la biodiversidad y las adaptaciones' Estas y otras cuestiones, son las que se plantean en este libro, que pretende poner al alcance de todo el mundo los postulados de la teoría de la evolución y las incógnitas todavía no resueltas por esta.
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Seitenzahl: 388
Veröffentlichungsjahr: 2011
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Director de la colección:
Fernando Sapiña
Coordinación:
Soledad Rubio
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,
electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Del texto: Fernando González Candelas, 2009
© De la presente edición:
Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2009
www.valencia.edu/cdciencia
Publicacions de la Universitat de València, 2009
www.uv.es/publicacions
Producción editorial: Maite Simón
Corrección: Communico, C. B.
Cubierta:
Diseño original: Enric Solbes
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
Realización de ePub: produccioneditorial.com
ISBN: xxxx xxx xxxx
A Carmina, por iniciar juntos un nuevo linaje.
A Mar y Ferran por empezar a perpetuarlo.
AGRADECIMIENTOS
Son muchas las personas a las que debo más de un «¡gracias!» tras concluir la escritura de este libro. Estoy seguro de que, cuando lo oigan de mis labios, muchas no sabrán a cuenta de qué les muestro ese agradecimiento, pero creo que es de justicia reconocer a aquellos que, directa o indirectamente, me han permitido reflexionar sobre el tema que se expone en las siguientes páginas. Aun a riesgo de olvidarme de alguien, las siguientes personas ocupan un lugar destacado entre quienes me han ayudado.
Fernando Sapiña y Soledad Rubio me plantearon el desafío de escribir un libro de divulgación de la teoría evolutiva, a pesar de la existencia de excelentes textos que cubren este objetivo. Espero haber cumplido su encargo de hacer algo diferente.
En todo escrito, por atención y cuidado que se ponga, quedan errores, algunos graves, otros apenas perceptibles. Juli Peretó, Ester Desfilis, Iñaki Comas y, especialmente, Mar González han ayudado con sus correcciones y sugerencias a minimizar los que yo había introducido inicialmente. Los que aún puedan aparecer son, naturalmente, achacables sólo a mí. Además, los cuatro anteriores y Fernando Sapiña me hicieron numerosas observaciones, y me forzaron a ser más claro en la expresión de mis ideas y a utilizar de forma más clara el lenguaje, muchas veces críptico, con el que solemos dialogar los científicos. Aun así, en ocasiones me he aferrado a utilizar términos y expresiones que compensan con su claridad conceptual su falta de inteligibilidad para los no entrenados. El glosario de términos incluido al final del libro proporciona una explicación, espero que más comprensible, de estos conceptos y términos.
Tras veinte años de dedicación a la enseñanza de la evolución, son muchas las promociones de estudiantes a las que debo un estímulo casi continuo para hacerme entender. Sin destacar a nadie en particular, todos ellos me han ayudado a aclarar mis ideas y a exponerlas de manera comprensible. Con todo, son mis estudiantes de doctorado (Iñaki Comas, Mireia Coscollá, Vicente Sentandreu, Alicia Amadoz, Carmen Palacios, Manuela Torres, Marisa Palop y Adoración Hernández) los que con más intensidad me han retado en la tarea de transmitir mis conocimientos. A la par, también ellos me han aportado y facilitado el acceso a nuevas ideas y desafíos con los que, además de aprender, hemos disfrutado en el proceso.
Hace mucho tiempo que la Ciencia abandonó las torres de cristal, no sólo respecto a la sociedad en general, sino también en el círculo más estrecho en el que desarrollan su tarea los que la practican. En mi caso, el círculo es fácilmente identificable: el grupo de Genética Evolutiva, primero en el Departamento de Genética y luego en el Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universitat de València. Entre sus miembros, tanto los permanentes como los que han permanecido entre nosotros períodos más o menos prolongados, se encuentran la mayoría de pares con los que el diálogo y la discusión, la confrontación de ideas y la búsqueda de soluciones a problemas de todo tipo, hacen de la práctica de la ciencia una tarea cotidiana inigualable como fuente de satisfacción. Desde la vieja guardia, como Andrés Moya, Amparo Latorre, Francisco Silva, Juli Peretó, hasta los más jóvenes, Rafael Sanjuán, José Manuel Cuevas, Xavier López-Labrador, María Alma Bracho, entre otros muchos becarios, postdoctorales y visitantes, a todos les agradezco su paciencia y estímulo.
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN
El año 2009 marca dos aniversarios importantes para la teoría de la evolución: se cumplen doscientos años del nacimiento de Charles Darwin, el principal científico responsable de su formulación y difusión, y ciento cincuenta años desde que Darwin publicó el libro en el que plasmaba esta teoría: El origen de las especies. Tenemos una querencia especial por las cifras más o menos redondas, y este doble aniversario nos brinda una oportunidad para conmemorar ambos acontecimientos con la publicación de un texto en el que se divulgan los principales postulados de esta teoría, actualizados con los avances de la ciencia desde su primera publicación, y mostrar la relevancia de la teoría evolutiva no sólo para la biología, sino para muchas actividades humanas en campos tan diversos como la medicina, la agricultura, la conservación de la biodiversidad, la filosofía e, incluso, el derecho, por mencionar algunos. La difusión de las teorías planteadas por Darwin, y desarrolladas por numerosos científicos desde entonces, cumple otro importante papel: mostrar a la sociedad la importancia del desarrollo científico en general, y de la biología en particular, en numerosos ámbitos que no parecen estar relacionados entre sí. Éstos no suelen ser considerados cuando sectores amplios de nuestra sociedad, y de otras, se oponen a la enseñanza y difusión de la teoría evolucionista porque colisiona con creencias religiosas, por mucho que los puntos de fricción se disfracen de controversias científicas.
En Europa, todavía no hemos llegado a tratar estos conflictos en sedes judiciales, como ha sucedido en Estados Unidos en varias ocasiones, pero los avances de grupos antievolucionistas en este sentido han sido tan llamativos que han provocado que el Parlamento Europeo realice una declaración de apoyo a la enseñanza de la teoría de la evolución. Con ella, ha condenado las pretensiones de algu-nos gobiernos, como el derrotado en las elecciones de 2006 en Polonia, de introducir la enseñanza de teorías alternativas a la evolución, como la del diseño inteligente y otras versiones del creacionismo. La jerarquía de la Iglesia católica tiene un papel de calculada ambigüedad, con declaraciones y manifestaciones contrarias a las afirmaciones previas del papa Juan Pablo II, en las que aceptaba la teoría de la evolución, si bien dejaba un papel para el Divino Creador en la inspiración de la naturaleza humana. Otras religiones de amplia implantación en nuestro continente también dan signos de apoyo a posiciones antievolucionistas, como la Iglesia ortodoxa o muchos imanes islámicos.
¿Qué hay tan perverso en la teoría evolutiva para que confesiones tan dispares coincidan en mostrar su rechazo, más o menos frontal, a ésta? Si prestamos atención a sus oponentes, que no ocultan sus convicciones religiosas y que las emplean en su ataque al evolucionismo, el motivo es la asimilación entre evolucionismo y materialismo. Esta correspondencia tiene su base en la desacralización del fenómeno vital, que pasa a ser el resultado de procesos naturales, del mismo rango que las leyes de la física o de la astronomía, y en la falta de consideración de la especie humana como una especie especial entre las de otros animales, pues sus características diferenciadoras, especialmente todas las relacionadas con la aparición y el desarrollo de su inteligencia, son el resultado de un proceso que se inicia con otros primates y no tiene un origen súbito y de naturaleza sobrenatural.
Al proponer la teoría de la evolución por selección natural, Darwin cierra la revolución copernicana iniciada con la demostración de la teoría heliocéntrica, que, desarrollada a lo largo de los siglos siguientes, acabó desmontando la necesidad de una intervención divina para explicar la estructura y el funcionamiento del universo que conocemos, desde la disposición y movimiento de las estrellas y planetas hasta las peculiaridades de la especie humana o las propiedades de los seres vivos que no encontramos en la materia inerte. Pero si esta deidad, sea cual sea su nombre o la forma con la que se la invoque, no tiene un papel a la hora de determinar el funcionamiento del universo, ¿por qué debe hacerlo respecto a las normas y leyes morales y éticas que rigen el comportamiento de los seres humanos?
Este argumento es completamente falaz, pues la religión no aplica, ni tiene intención de hacerlo, los preceptos de la ciencia. Ésta tampoco postula ni favorece una interpretación de las reglas morales ni hace prescripciones sobre cómo debemos comportarnos respecto a nuestro prójimo o sobre el tipo de relación que podemos adoptar libremente con aquellos seres a los que buena parte de la humanidad sí otorga poderes especiales. La ciencia, en algún caso –y hay unos cuantos ensayos interesantes al respecto–,1 y la filosofía se ocupan, entre otras actividades, de plantear explicaciones contrastables sobre por qué aparece y triunfa, en diferentes sociedades humanas, lo que llamamos sentimiento religioso, la necesidad de creer en seres, materiales o inmateriales, dotados de capacidades que les permiten ser calificados de omnipresentes, omniscientes o todopoderosos.
¿Qué es lo que explica y cómo lo hace la teoría evolutiva? En esencia, la teoría de la evolución explica dos cosas: cómo han aparecido las diferentes especies que han habitado la Tierra desde el inicio de la vida sobre la misma, hace unos cuatro mil millones de años, y por qué observamos, en todos los seres vivos que estudiamos, características de su anatomía, de su fisiología y de su comportamiento que les permiten aprovechar de manera óptima los recursos disponibles a su alrededor. Es lo que llamamos adaptación. La genialidad de Darwin consistió en formular un mecanismo explicativo común a ambos fenómenos, la diversidad de la vida y la adaptación de los seres vivos. Este mecanismo es la selección natural y su formulación es engañosamente simple, pues se puede resumir en un sencillo razonamiento basado en dos premisas. En primer lugar, todos los seres vivos tienen una gran capacidad para reproducirse y pueden dejar en cada generación muchísimos más descendientes de los que puede soportar el medio en el que habitan. Por otra parte, los individuos de una especie, aunque son muy semejantes unos a otros, se diferencian por una serie de características. Muchas de estas características se transmiten de padres a hijos, de una generación a otra: son hereditarias.
A partir de estas premisas, el razonamiento de Darwin fue el siguiente: dado que el número de descendientes producidos en una generación excede con mucho a los que puede soportar el medio, es inevitable que parte de ellos muera. Si el hecho de que un individuo sobreviva o no en esta lucha por la existencia tiene alguna relación con esas características que diferencian a unos de otros, entonces los supervivientes compartirán con mayor frecuencia esas características ventajosas. Como este proceso se repite generación tras generación, la proporción de individuos de la población que comparten esa característica aumentará gradualmente hasta que llegue un momento en el que todos los individuos de la población la tendrán y, en ese punto, ya no marcará la diferencia entre los que sobreviven y los que no. Este cambio gradual en las características de las poblaciones, acumulado a lo largo de generaciones, es lo que permite la aparición de nuevas especies y, simultáneamente, explica por qué las características que observamos en estos individuos parecen diseñadas a propósito para permitir su supervivencia y reproducción, es decir, son adaptativas. Este proceso de supervivencia y reproducción diferenciales en condiciones de crecimiento poblacional limitado, que depende de unas características hereditarias que diferencian a unos individuos de otros en la población, es lo que conocemos como selección natural.
Así formulado, el razonamiento es extremadamente sencillo, y el principio de la selección natural es una consecuencia lógica, casi inevitable, de éste. Sin embargo, como veremos a continuación, las cosas no son tan simples, y cada uno de los componentes del razonamiento, incluso las premisas de base, ha sido sometido a un escrutinio detallado desde hace siglo y medio: la teoría ha respondido satisfactoriamente a todos los desafíos a los que ha sido sometida. Esto no significa que pueda explicar todos los fenómenos y observaciones que se han acumulado hasta la fecha, pero proporciona el marco interpretativo y metodológico necesario para ello. Por esta razón es una teoría científica y no una creencia o una revelación.
1. Pueden consultarse D. Dennett: Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon, Penguin Group, 2006, o F. J. Ayala: Darwin’s Gift to Science and Religion, Joseph Henry Press, 2007, traducido por Alianza Editorial como Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo, cristianismo y evolución.
Capítulo 2
LOS PRECURSORES DE DARWIN
La historia de la biología evolutiva comienza realmente en 1859 con la publicación de El origen de las especies por Darwin, pero muchas de sus ideas tienen antecesores, si bien la ortodoxia de su tiempo sostenía la inmutabilidad de las especies. Entre los precursores de Darwin nos encontramos a filósofos como Maupertuis (1698-1759), a enciclopedistas como Diderot (1713-1784), o al propio abuelo de Darwin, el médico Erasmus Darwin (1731-1802). A todos ellos les interesó la idea de que una especie pudiera convertirse en otra, pero desde la antigua Grecia y en prácticamente la totalidad de mitologías, encontramos descripciones de cómo surgen los seres vivos y, en ocasiones, de cómo se transforman unos en otros. Sin embargo, su influencia sobre el desarrollo del pensamiento de Darwin y de otros evolucionistas es mínima en comparación con la de otros precursores más inmediatos.
El descubrimiento de la evolución debe mucho a los naturalistas y anatomistas ilustrados del siglo XVIII, sin cuyo concienzudo trabajo no hubiera sido posible fundamentar científicamente el hecho evolutivo. Al estudiar la naturaleza con más detalle, continuamente aparecían especies nuevas, cuya ordenación en una escala natural se hacía cada vez más complicada. Sin embargo, naturalistas como Carolus Linneus (1707-1778) (Carl Linné, en lengua vernácula, Lineo en castellano) no podían abandonar la idea de que Dios debía haber creado la naturaleza según un orden. Este orden natural, por lo tanto, debía reflejarse en la clasificación sistemática de las especies, y a esto se aplicó Lineo con gran éxito. A él se debe la idea de establecer una clasificación sistemática en jerarquías inclusivas, que él estableció en cuatro niveles –clase, orden, género y especie– y que siguen empleándose en la actualidad. Pero, bajo el prisma evolutivo, lo más destacado del trabajo de Lineo es que utilizó técnicas de clasificación y conceptos biológicos totalmente innovadores para la época: definió el concepto de especie como la unidad de reproducción y fue el primero en emplear las partes florales de las plantas para la clasificación, sacando provecho del reciente descubrimiento del papel sexual de las flores. Aunque algunas de estas ideas, como el sexo de las flores, no eran bien recibidas en los círculos elegantes de la época, es evidente que Lineo no sólo sentó las bases de la moderna sistemática, sino que introdujo conceptos que arrojarían, en el futuro, una gran luz al problema del origen de las especies, como la unidad reproductiva de la especie. Sin embargo, Lineo interpretó todo su trabajo, publicado en su obra Systema Naturae, bajo un punto de vista fijista y nunca vislumbró la posibilidad de que su clasificación, basada en semejanzas anatómicas, pudiera ser el resultado de que unas especies procedieran de otras por cambios evolutivos.
El descubrimiento de la naturaleza a través de las grandes expediciones científicas del siglo XVIII en todos los continentes estimuló el desarrollo del concepto de adaptación de cada especie a una determinada región geográfica. El propio Lineo formuló el concepto de la economía de la naturaleza según el cual, en cada región, las especies forman un entramado de relaciones complejas que les permiten utilizar los recursos de manera óptima. En este sentido, se estaban implantando las bases modernas de la ecología. El concepto de adaptación al medio y el aumento espectacular de nuevas especies descubiertas hacía difícil pensar que el arca de Noé hubiera podido albergar tantas especies y que éstas, una vez pasado el Diluvio, hubieran podido alcanzar desde el arca todos los confines de la Tierra, con una perfecta adaptación a cada ambiente. Este tipo de problemas, por muy pueriles que puedan parecer hoy en día, ocupaban gran parte de las discusiones ilustradas de la época, y reflejan la dificultad para acomodar los nuevos descubrimientos científicos al marco conceptual bíblico imperante que fundamentaba aquella sociedad. A finales del siglo XVIII, muchos naturalistas habían descrito las asociaciones entre las especies y su medio, lo que sirvió de base para la formulación de los conceptos modernos de fauna y flora regionales. Este conocimiento hacía imposible sostener que todas las especies se hubieran originado en el mismo lugar, lo que contradecía no sólo el mito del arca de Noé, sino también la idea de la isla primitiva de Lineo.
Un contemporáneo de Lineo, George-Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, fue el principal defensor del punto de vista alternativo, según el cual, cada especie se había originado en el lugar en el que estaba adaptada. Sus estudios naturalistas sobre las floras y faunas regionales permitieron establecer el concepto de regiones biogeográficas. Buffon observó también que, algunas veces, especies que ocupaban el nuevo y el viejo mundo presentaban semejanzas a pesar de la formidable barrera oceánica que las separaba. Su explicación fue que todas estas especies, de las que un ejemplo eran los grandes felinos, tenían un origen común, y que las variaciones entre ellas eran debidas a la influencia de los diversos ambientes. Es difícil saber si Buffon tenía la idea general de la evolución en su mente cuando formuló esta hipótesis, aunque tuvo que corregir partes de su Historia Natural porque los censores de la Sorbona las consideraron heréticas. El caso es que Buffon reivindicó la idea de especie como una unidad reproductiva, pero nunca emitió un juicio explícito sobre el efecto del ambiente en la formación de nuevas especies, y limitó este efecto a pequeños cambios.
En este ambiente de controversia, las pruebas definitivas de la direccionalidad en los cambios terrestres debían proceder del estudio de los fósiles mediante la naciente ciencia de la paleontología. El trabajo definitivo fue realizado por Georges Cuvier (1769-1832), profesor del Museo de Historia Natural de París y fundador de la anatomía comparada moderna. Sus minuciosos estudios basados en la disección de animales le llevaron a formular dos leyes fundamentales en anatomía. La primera, denominada ley de la correlación entre las partes, indica que un animal debe tener todas las partes de su cuerpo coordinadas para que su funcionamiento provoque una perfecta adaptación. Quizá exagerando, Cuvier sostenía que, debido a este principio, podía reconstruir la estructura de todo un animal a partir de un sólo hueso. Este principio ha sido utilizado repetidamente en el estudio de los restos fósiles para identificar el organismo al que pertenecen y proporcionar descripciones de las partes que faltan del mismo. La segunda ley, la de la subordinación de los caracteres, postula que las partes del cuerpo más importantes para la clasificación son aquellas que están menos afectadas por la adaptación a las diferentes condiciones de vida. En lenguaje moderno, diríamos que los caracteres de mayor valor para estudiar las relaciones evolutivas son los menos influidos por la selección natural. Esta ley, formulada hace doscientos años, sigue vigente.
A partir de la comparación de organismos próximos y de la observación de la modificación de uno de sus órganos, Cuvier pudo constatar la correlación de estos cambios con la adaptación de cada organismo. Con esta formación básica, Cuvier desarrolló un gran interés por los fósiles. Sus estudios se iniciaron en 1796, cuando llegaron a París los restos fósiles de un vertebrado gigante procedentes de Paraguay. Cuvier lo denominó Megatherium (en latín, ‘gran bestia’) y lo clasificó en la misma familia que los actuales perezosos de Sudamérica. Dado que, actualmente, no existen perezosos de tamaño gigante, Cuvier dedujo que correspondían a una especie que se había extinguido. Posteriormente, utilizando su ley de las correlaciones entre las partes, Cuvier pudo reconstruir esqueletos completos de muchos otros organismos a partir de algunos huesos fósiles. Muchas de estas reconstrucciones eran de organismos gigantes, como grandes elefantes y mamuts; especialmente famosa resultó la reconstrucción del orga-nismo al que denominó mastodonte (género Mastodon) a partir de los huesos de las extremidades, colmillos y molares fosilizados.
La abundancia de organismos fósiles gigantes, parecidos a los actuales pero que jamás habían sido encontrados en las expediciones científicas, consiguió convencer a los más escépticos de que estaban ante especies desaparecidas y que, por lo tanto, la extinción era un hecho real. Para Cuvier, esto también constituía una evidencia de la no existencia de discontinuidades en la escala de la naturaleza y que, además, si había extinciones era porque la supuesta economía de la naturaleza no era tan real. Así, Cuvier comprendió que la historia de la Tierra debía medirse en términos de miles de siglos y, sorprendido por la abundancia de las extinciones, formuló su teoría de las catástrofes, que le hizo famoso.
Cuvier murió en 1832, en un momento en el que las ideas evolucionistas empezaban ya a tomar forma. Contemporáneo de Darwin, éste fue un gran admirador de su trabajo. En realidad, el desarrollo de las ideas evolutivas del siglo XIX no puede comprenderse sin los grandes avances científicos realizados en los dos siglos anteriores, por lo que Darwin escribió al final de su vida que Lineo y Cuvier habían sido sus dos dioses. Esta afirmación debería extenderse también a Buffon, a Werner, a Hutton y a tantos otros naturalistas, geólogos y paleontólogos que hicieron posible el descubrimiento de la evolución a pesar de que ellos no eran evolucionistas.
Uno de los más influyentes fue el naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) quien, en su Philosophie Zoologique (1809), consideró que las especies se convierten en otras con el tiempo. Su idea se conoce actualmente como transformismo en vez de evolución porque, para él, los linajes no se dividían y diversificaban ni se extinguían, sino que alcanzaban un nuevo estadio en la escala evolutiva. El principal mecanismo de cambio en las especies propuesto por Lamarck eran las fuerzas internas: cierto tipo de mecanismo desconocido por el que un organismo producía una descendencia ligeramente diferente a sí mismo de modo que, cuando los cambios se acumulaban durante muchas generaciones, la línea se habría transformado y convertido, quizá, en una nueva especie.
Otro mecanismo propuesto por Lamarck, menos importante en su concepción pero por el que suele ser recordado, es el de la herencia de los caracteres adquiridos. A medida que un organismo se desarrolla, adquiere nuevas características debido a su historia particular de accidentes, enfermedades o esfuerzos musculares. La sugerencia de Lamarck es que las especies podrían transformarse si estas modificaciones, adquiridas individualmente y en respuesta a los requisitos planteados por su supervivencia en un medio concreto, podían transmitirse a la descendencia, y así se iban incorporando nuevas modificaciones con el transcurso del tiempo. Uno de los ejemplos más famosos es el de la longitud del cuello de las jirafas, que era el resultado de la necesidad de alimentarse de ramas de acacias cada vez más altas en la sabana, las únicas en las que se encuentran hojas y brotes comestibles en épocas de escasez. El esfuerzo realizado casi continuamente por alcanzar esas ramas más elevadas lleva a un estiramiento de todo el individuo, en especial de su cuello, que llega a adquirir un carácter permanente. Esta propuesta no es original de Lamarck, ya se encuentra en autores clásicos como Platón.
Las ideas de Lamarck contenían el germen de futuros avances en las teorías evolutivas de la adaptación basadas en la interacción entre el organismo y su ambiente, pero tuvieron poca resonancia en su tiempo, quizá porque quedaron ensombrecidas por otros debates. Lamarck se enfrentó, científica y personalmente, a Cuvier, quien estableció la fijeza de los cuatro planes fundamentales de organización en el reino animal: vertebrados, articulados, moluscos y radiados. La escala natural estaba rota y era imposible pasar de un eslabón a otro mediante cambios adaptativos. Resultaba difícil contrarrestar la gran precisión de las descripciones anatómicas de Cuvier, pero Lamarck todavía pudo presentar una gran prueba positiva de evolución gradual anatómica: en aquella época se descubrió que un feto de una ballena, que carecía de dientes en estado adulto, presentaba rudimentos de dientes en sus estados embrionarios.
Actualmente, estas observaciones de caracteres ancestrales en estadios juveniles constituyen una de las pruebas más concluyentes de la evolución, pero en tiempos de Lamarck fueron interpretadas basándose en la existencia de un plan unitario en la construcción de los seres vivos. La unidad de tipo es una concepción derivada de las ideas románticas de la filosofía natural de la época, según la cual todos los seres vivos comparten un mismo tipo constructivo. Otro colega de Lamarck en el Museo de París, Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844), defendió este punto de vista hasta tal extremo que llegó a homologar no sólo las distintas partes de los vertebrados, sino también a establecer homologías entre cada parte de un vertebrado y otra correspondiente de un insecto o un molusco. Cuvier pulverizó este argumento extremista en una hábil presentación en la Academia de Ciencias. Como veremos más adelante, los recientes descubrimientos en la regulación genética del desarrollo han permitido una cierta reivindicación de las ideas de Saint-Hilaire, dada la correspondencia entre los genes encargados de regular el desarrollo del cuerpo de los animales, con independencia de los planes de construcción a los que se adscribe cada uno.
Figura 2.1 Correspondencia entre las partes anatómicas de humanos y aves.
No obstante, las ideas de Lamarck ejercieron una notable influencia y fueron introducidas en Inglaterra por Charles Lyell (1797-1875) en sus Principios de geología, mientras que la influencia de Cuvier llegaba a Inglaterra por medio de Richard Owen (1804-1892), fundador del Museo de Historia Natural de Londres, quien se convirtió en el más destacado anatomista de las islas británicas. Hacia la primera mitad del siglo XIX, la mayoría de biólogos y geólogos ingleses habían aceptado la idea de que cada especie tenía un origen separado y que permanecía constante en el tiempo hasta que se extinguía.
Durante toda la primera mitad del siglo XIX, los avances en el estudio del registro fósil y la teoría estratigráfica resultaron espectaculares, impulsados por la creciente necesidad de datar los diferentes sedimentos para satisfacer la creciente necesidad de encontrar recursos geológicos. La idea propuesta por Cuvier de que existía una direccionalidad en la historia de la Tierra, y que consistía en varias etapas espaciadas por episodios bruscos de revoluciones geológicas, era bien aceptada. Pero, en 1830, Charles Lyell publicó el primer volumen de su tratado Principios de geología, el libro con más impacto de la época. Aparte de ser un texto perfectamente documentado con los conocimientos geológicos más avanzados, el libro de Lyell defendía la teoría del uniformismo, es decir, que los procesos naturales que han conformado la historia de este planeta son los mismos en todas las épocas geológicas y no son esencialmente diferentes de los que presenciamos hoy en día. La trampa en la que, según Lyell, habían caído los defensores del catastrofismo es que no se percataban de la inmensidad del tiempo geológico, que se medía en cientos de millones de años y que permite los grandes cambios que actualmente presenciamos cuando observamos los estratos geológicos y el registro fósil. Estos cambios aparecen a veces como catástrofes pero, cuando los analizamos considerando la inmensidad del tiempo en el que han sucedido, debemos admitir que se produjeron de un modo gradual.
El uniformismo de Lyell puede resumirse en tres puntos: la constancia de las leyes naturales, su lenta acción gradual y el estado estacionario de la Tierra. Lyell consiguió convencer a la mayoría de los naturalistas de su época sobre los dos primeros puntos, pero fracasó en el tercero, aunque bajo distintos puntos de vista, la idea de que la Tierra había pasado por períodos que constituían una serie direccional de sucesos era aceptada por muchos naturalistas, evolucionistas o no. Sin embargo, para Lyell, nuestro planeta cambiaba pero lo hacía repitiendo ciclos en los que se establecía un equilibrio estacionario sin ninguna direccionalidad. La moderna estratigrafía y el registro fósil, cada vez más precisos, hacían que esta idea fuese inaceptable. Las eras geológicas estaban ya bien establecidas a partir de la datación fósil, y las diferentes formaciones rocosas se correspondían con ellas perfectamente. La historia de la vida se contemplaba ya bajo un punto de vista evolutivo e incluso creacionistas como el paleontólogo Louis Agassiz (1807-1873) tuvieron que inventar un plan divino de evolución de los vertebrados para llegar a la aparición del hombre.
Capítulo 3
DARWIN, EL VIAJE DEL BEAGLE Y LA GESTACIÓN DE EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
Charles Darwin nació en 1809 en el seno de una acomodada familia inglesa. Su padre era médico y Darwin tenía la intención de seguir esta carrera: inició sus estudios en la Universidad de Edimburgo pero los abandonó al no poder soportar tener que enfrentarse con el dolor y el sufrimiento de los enfermos terminales. Decidió, entonces, convertirse en pastor de la Iglesia anglicana, por lo que se trasladó a Cambridge para estudiar Teología.
Durante sus años universitarios entró en contacto con algunos de los naturalistas más prestigiosos de Inglaterra, como el botánico John S. Henslow, con quien profundizó en su interés por la ciencia y en su afición por la observación de animales y plantas en su entorno natural. Al igual que muchos británicos, Darwin era un naturalista aficionado con un gran interés no sólo por el mero coleccionismo sino por profundizar al máximo en el conocimiento de aquellas especies y variedades que recolectaba en sus frecuentes salidas al campo. Al concluir sus estudios, todo hacía prever que Darwin continuaría su vida como pastor en algún pueblo de la campiña inglesa. Sin embargo, su amistad con Henslow le proporcionó una oportunidad única que cambiaría completamente su vida y la historia de la biología.
Los siglos XVIII y XIX fueron los de las grandes exploraciones. Los avances técnicos y científicos habían proporcionado la posibilidad de alcanzar los rincones más remotos del planeta, y el interés por la geografía y la historia natural como instrumentos para obtener derechos de explotación sobre nuevas fuentes o yacimientos de todo tipo de materiales se desarrollaron bajo el impulso de gobiernos y sociedades científicas de muchos países; entre ellos, naturalmente, estaba el Imperio británico. Una de estas expediciones fue encargada a un joven marino, el capitán Robert FitzRoy, quien buscaba a un naturalista que se encargase de recolectar y preparar las muestras de todo tipo de especies que esperaba encontrar en su periplo alrededor del mundo a bordo del bergantín H. M. S. Beagle. El puesto le fue ofrecido, por mediación de Henslow, a Charles Darwin, quien aceptó encantado. En sus propias palabras, el viaje en el Beagle fue el acontecimiento más importante de su vida.
A lo largo de su periplo de cinco años, de 1831 a 1836, el Beagle realizó numerosas escalas (figura 3.1). En ellas, Darwin aprovechó para recolectar y preparar una gran cantidad de muestras que remitía periódicamente a Inglaterra para su clasificación y posterior estudio. Todavía hoy se encuentran en el Museo de Historia Natural de Londres especímenes recolectados por Darwin. Pero, además de tomar muestras, Darwin acrecentaba su gran capacidad de observación, a la vez que desarrollaba un sentido analítico para aplicar lo que veía a una explicación coherente del mundo. Para él, toda observación debía servir para apoyar o rechazar una idea, una hipótesis científica, una teoría: observar sin un objetivo en la acción era lo mismo que perder el tiempo. Peor aún, se podía fácilmente pasar por alto lo realmente relevante en la escena. Para Darwin, la mera acumulación de observaciones o datos, sin conexión con una teoría científica, no tenía sentido.
Figura 3.1 El viaje del Beagle.
Estas ideas las puso en práctica bien pronto en su viaje. Para éste, Darwin se hizo con una copia del primer tomo de los Principios de Geología de Lyell, libro que ejerció un gran impacto sobre él. Gracias a sus detalladas descripciones y observaciones de fenómenos geológicos, como el terremoto de Chile de 1832, Darwin alcanzó, a su regreso a Londres, un gran reconocimiento como geólogo antes que como biólogo. Antes de eso, Darwin pasó cinco años dando la vuelta alrededor del mundo, pero sus escalas más famosas fueron en Sudamérica. Recorrió la pampa argentina y Chile, donde le sorprendió un devastador terremoto, y las islas Galápagos, en el Pacífico, a unos 1.000 km de las costas de Ecuador. Algunas de las observaciones y especímenes recolectados en estas islas, especialmente las aves conocidas como pinzones de Darwin, fueron los que le convencieron de la realidad de la idea que había ido considerando con más firmeza: todas las especies descienden de un ancestro común y han ido apareciendo paulatinamente a lo largo de la historia de la Tierra transformándose unas en otras: la diversidad de formas vivientes es el resultado de los procesos de transformación y de extinción.
Esta idea, como hemos visto, no es en absoluto original de Darwin, pero él fue el primer científico en transformarla en una teoría científica. Para ello, además de acumular observaciones que la sustentaban más allá de toda duda, dio con un mecanismo que podía provocar esa transformación a la vez que, de paso, explicaba la adaptación de los organismos a su entorno. Denominó selección natural a este mecanismo, y presentó sus ideas a la comunidad científica y a la sociedad en el libro El origen de las especies.
La idea de la selección natural como mecanismo promotor del cambio evolutivo y de la adaptación al medio se hizo evidente para Darwin dos años después del regreso del Beagle a Inglaterra. Encontró la inspiración en la lectura de un libro, An Essay on the Principle of Population, escrito a principios del siglo XIX por Thomas Robert Malthus (1766-1834). En esta obra, Malthus señalaba que toda población, si no se le establecen límites, tiende a aumentar el número de sus individuos según una ley de crecimiento exponencial, lo que provoca que, en pocas generaciones, no haya suficientes recursos en el medio para abastecer sus necesidades. Si comparamos dos poblaciones inicialmente iguales, aquélla con una tasa de crecimiento intrínseca mayor desplazará rápidamente a su competidora, y la llevará a la desaparición. La consecuencia lógica de este proceso es el establecimiento de una competencia feroz por el acceso a unos recursos que son más escasos a medida que las poblaciones crecen.
Si unimos la competencia establecida constantemente por los recursos con la existencia de variantes entre los individuos de todas las especies, es fácil deducir que no todos los miembros de una población tendrán iguales posibilidades de conseguir los recursos necesarios que les permitan sobrevivir y reproducirse, para poder dejar nuevos descendientes para las siguientes generaciones. Estas diferencias son, en ocasiones, muy sutiles: una velocidad punta algo mayor para cazar o huir, una menor sensibilidad a un producto tóxico, una habilidad superior para atraer a una pareja, etc. Pero los efectos de todas estas diferencias acumuladas son muy grandes y determinan qué individuos formarán las poblaciones de las generaciones venideras. Es en este punto donde Darwin encontró más problemas y, de hecho, no consiguió dar con una solución correcta.
Su teoría de la herencia postulaba que el parecido entre progenitores y descendientes se debía a la transmisión, durante la fecundación, de información sobre las características de cada órgano y estructura, información que era enviada desde éstos a los fluidos sexuales a través de la sangre. Esta teoría, denominada pangénesis, era fácilmente asimilable a la de la herencia de los caracteres adquiridos, propuesta por Lamarck para explicar el cambio orgánico entre generaciones, pero planteaba, a su vez, numerosos problemas. Por ejemplo, August Weismann, el primer biólogo que estableció la separación entre línea somática y línea germinal, se encargó de demostrar su falsedad mediante un sencillo experimento: crió durante varias generaciones una colonia de ratones a los que, nada más nacer, cortaba la cola, y fue tomando nota del tamaño de la misma en cada generación. Nunca llegó a observar, no ya su desaparición, lo que cabría esperar si la teoría de la pangénesis fuese correcta, sino ni siquiera un acortamiento significativo de la misma.
Darwin empezó a trabajar sobre estas ideas en 1837 y, tres años más tarde, ya había escrito 900 páginas que las desarrollaban en sus cuadernos. Pero Darwin era una persona prudente y decidió retrasar la comunicación pública de éstas pues, por una parte, quería proporcionar evidencias incuestionables sobre su teoría y, por otra, era consciente de su relevancia y trascendencia. De hecho, sólo redactó un pequeño resumen, de unas 35 páginas, en 1842, y un texto más largo, de unas 240, en 1844; aunque no los llegó a publicar, dejó instrucciones al respecto en caso de que falleciese inesperadamente. Sólo dejó entrever la teoría que estaba desarrollando en su correspondencia con un naturalista americano, Asa Gray, y en sus conversaciones con Charles Lyell, con quien le unió una buena amistad tras su regreso a Inglaterra, y con Robert Hooker, botánico inglés y amigo íntimo. Curiosamente, Lyell, el gran inspirador y formulador del uniformismo, se oponía a la extensión de estos principios a los seres vivos, y rechazaba las teorías evolucionistas planteadas por su amigo Darwin.
Mientras tanto, Darwin seguía trabajando y publicando monografías científicas, varias de ellas dedicadas a analizar el otro componente esencial de la teoría evolutiva: la explicación de las adaptaciones. Darwin había adquirido una gran reputación como científico y había ingresado en las más importantes sociedades científicas de Inglaterra. El 18 de junio de 1858, Darwin recibió una carta de un joven naturalista, Alfred Russel Wallace (1823-1913), quien se encontraba de expedición en el archipiélago malayo; en la carta le solicitaba consejo sobre la publicación de una idea que se le había ocurrido durante sus viajes para explicar el origen de la variación orgánica. Ésta, escrita en apenas veinte páginas tras un acceso febril provocado por la malaria, era el mejor resumen que Darwin había leído de su propia teoría. Confuso al principio, tras consultar con varios de sus colegas, decidió presentar las ideas tanto de Wallace como las suyas propias en la sesión del 1 de julio de la Sociedad Lineana de Londres, donde fue acogida con sorprendente indiferencia.1 Simultáneamente, decidió abandonar sus intenciones de escribir un gran tratado sobre la teoría de la evolución mediante la selección natural, y se concentró en la publicación de una versión abreviada. El 24 de noviembre de 1859, apareció la primera edición de El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la supervivencia.
1. La presentación de la ponencia conjunta de Darwin y Wallace, titulada On the Tendency of Species to form Varieties; and on the Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection, fue realizada por Lyell y Hooker, en ausencia de ambos autores: Wallace se encontraba en Borneo y Darwin no pudo desplazarse por el fallecimiento de su hijo. Se pueden consultar en La lluita per la vida, de la colección «Breviaris» de Publicacions de la Universitat de València.
Capítulo 4
LA SELECCIÓN NATURAL
A diferencia de sus precursores, Darwin encontró un mecanismo que podía explicar el cambio orgánico a lo largo del tiempo: la selección natural. Veremos posteriormente ejemplos en los que el mero razonamiento intuitivo no es suficiente para adivinar el resultado de la selección natural; pero, por el momento, nos centraremos en exponer su modo de actuar.
La selección natural es el resultado de dos procesos independientes que actúan simultáneamente sobre los seres vivos. El primero de ellos es una observación común: los seres vivos producen descendientes que son parecidos a sus progenitores, pero que no son exactamente iguales. Ésta es una propiedad consustancial a todos los seres vivos aunque en algunos casos es más evidente que en otros. Cuando ha-blemos más tarde de la base material de la herencia, veremos las razones para esta variabilidad; pero Darwin no tenía conocimientos sobre genética y, a pesar de ello, tomó buena nota del punto clave: los seres vivos presentan variabilidad morfológica, y también a otros niveles, y esas diferencias son transmisibles de padres a hijos, de manera que éstos se parecen a sus progenitores más que a cualquier otro individuo de la población tomado al azar.
El hecho de considerar la variabilidad como un aspecto importante de la biología de los organismos representó un cambio de mentalidad importante en la época de Darwin. No se trata, evidentemente, de que las diferencias entre individuos de numerosas especies hubiesen pasado desapercibidas: mucho antes, desde hace unos 10.000 años, la humanidad había utilizado esas diferencias, incluso las más sutiles, para lograr cultivos, rebaños y animales de compañía o carga que se acomodasen a una gran variedad de necesidades. La variabilidad que aparece en cada generación había sido, y sigue siendo, explotada para lograr diferentes objetivos, pero esto no implica que las diferencias entre individuos fuesen consideradas como una propiedad de los seres vivos relevante para entender mejor su naturaleza o explicar su origen. Sólo algunos autores, como Lamarck, asignaban un cierto papel a las diferencias entre individuos como parte de la explicación del cambio orgánico, pero consideraban más importantes las diferencias de una generación a otra que las que se pueden identificar entre los miembros de una población contemporánea.
Además de variación entre individuos, la observación de que estas diferencias son hereditarias y que, por lo tanto, pueden transmitirse de padres a hijos, tiene un papel esencial en la teoría propuesta por Darwin. Si las diferencias no fuesen transmisibles, en cada generación el contador de cambios evolutivos se pondría «a cero»: volveríamos al punto de partida y habríamos perdido el efecto acumulativo de los cambios producidos en las generaciones precedentes. La evolución sería imposible. A pesar de la estrecha relación entre evolución y herencia, el mecanismo exacto de ésta no es determinante para el proceso de evolución. De hecho, los mecanismos propuestos por Darwin eran erróneos, pero su formulación de las consecuencias fue correcta en lo esencial. Hay otros ámbitos en los que se aplican los principios de la teoría evolutiva y en los cuales no tiene sentido hablar de un mecanismo hereditario como el que comparten todos los organismos celulares.1
El segundo proceso sobre el que se asienta el principio de la se-lección natural es que el potencial reproductivo de los organismos vi-vos excede con creces la capacidad del entorno para darles sustento. El punto clave no es el número de descendientes que realmente tiene cada individuo, sino el que potencialmente puede tener, pues los procesos selectivos comienzan con la formación y supervivencia de los gametos, sean espermatozoides, granos de polen u óvulos. Estamos tan habituados a esta limitación que no reparamos en sus consecuencias. Desde los organismos con tasas de reproducción más rápidas, como las bacterias o los virus, hasta aquéllos con tiempos medios de generación más lentos, como nuestra propia especie o los elefantes, encontramos limitaciones al crecimiento.
Thomas Robert Malthus proporcionó a Darwin la inspiración clave para el principio de la selección natural. Estaba preocupado por la falta de progreso social, en clara oposición a visiones optimistas de otros pensadores de finales del siglo XVIII, como Rousseau. Vertió sus ideas en An Essay on the Principle of Population, en el que exponía las razones de su pesimismo. Observaba que en todas las poblaciones hay una tendencia innata a aumentar la población, lo que ocasionaba numerosas penurias y conflictos en las clases más bajas de la sociedad y les impedía mejorar. Estos efectos perniciosos se extendían a todas las capas sociales a través del siguiente mecanismo. Partimos de la premisa de que los medios de subsistencia, alimentos, cobijo, sanidad, etc., deben ser suficientes para los habitantes de un país. La tendencia al crecimiento del número de habitantes hace que éste aumente más rápidamente que los medios de subsistencia. El alimento que era suficiente para diez millones de personas, por ejemplo, debe abastecer ahora a doce millones. Las consecuencias de la escasez subsiguiente serán más acentuadas en las clases inferiores, en las que las enfermedades y carencias provocarán situaciones de descontento y tensión social. El razonamiento de Malthus se extiende, en este punto, a las consecuencias económicas y sociales, como la escasez de mano de obra y la consiguiente subida de los precios, lo que aumenta la tensión social. Las epidemias, guerras u otras catástrofes aparecen como los únicos procedimientos capaces de poner fin a esta espiral de degradación, pues inciden en el punto clave: limitan el crecimiento de la población. Por ello, Malthus propuso la adopción de medidas de control de la natalidad, como retrasar la edad de matrimonio y practicar la abstinencia sexual, como medios para lograr esos mismos objetivos sin sus indeseables consecuencias.
La situación fue descrita en términos matemáticos por Malthus al proponer que una población que no está controlada crece según una progresión geométrica, mientras que los recursos y suministros necesarios para su supervivencia lo hacen según una progresión aritmética. El parámetro maltusiano corresponde al factor que determina el crecimiento exponencial de una población sobre la que no actúan mecanismos de control. Bastarían unos pocos días de crecimiento incontrolado de una bacteria, como el patógeno Staphylococcus aureus, que provoca infecciones en heridas, para que la Tierra fuese cubierta por una capa de varios metros de espesor de este microorganismo. En menos de dos mil años, una pareja de elefantes produciría suficientes descendientes para cubrir la tierra con una capa de un kilómetro de espesor de elefantes empaquetados lomo con lomo, trompa con cola. Al igual que para las poblaciones humanas estudiadas por Malthus, Darwin comprendió que las poblaciones de todos los organismos deben tener mecanismos que controlen su crecimiento y que este control se debe ejercer o bien limitando la reproducción o bien reduciendo la supervivencia.