La familia itinerante - Sun-Ok Gong - E-Book

La familia itinerante E-Book

Sun-Ok Gong

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Beschreibung

Obra publicada quince años después de su primer libro, consta de cinco relatos que se relacionan entre sí y que giran en torno a la pobreza tanto material como espiritual en la época contemporánea. Los capítulos del libro: "Ambiente invernal", "Canción amorosa de Garibong", "La risotada", "El país azul en el mar del sur" y "El mar lejano", hablan de la vida de los campesinos y la destrucción paulatina de la sociedad agrícola ante la creciente industrialización, la pérdida de valores aparejada a la pobreza que los persigue y que perciben como un gran castigo. Los vínculos familiares se rompen con frecuencia debido a maridos alcoholizados y violentos, ancianos enfermos, madres desesperadas e hijos rebeldes que tienen como denominador común y única obsesión conseguir dinero, y para obtenerlo se ven obligados a deambular interminablemente con el objeto de sobrevivir.

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Primera edición en MINIMALIA, noviembre de 2008.

 

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

 

Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).

 

© 2000 Solar, Servicios editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos

Teléfonos y fax (conmutador): 5515-1657

[email protected]

www.solareditores.com

 

ISBN 978-607-7640-17-2

Índice

Ambiente invernal

Canción amorosa de Garibong

La risotada

El país azul en el mar del sur

El mar lejano

Epílogo

Palabras de la autora

Ambiente invernal

Aquel día el señor Han entró en la aldea Sinli, de la que había recibido alabanzas el día anterior en el Departamento de Información Pública del ayuntamiento del pueblo. Según le había dicho el jefe, era la aldea “menos modernizada” y la más simpática de todas, por lo cual no dejaba de resultar un “paisaje” atractivo e inmejorable. Tal como le había dicho el jefe de la aldea, el lugar, apaciblemente rodeado de montañas, era hermoso a primera vista.

 

Era un día pleno de sol invernal en que no había ni rastro de nubes en el cielo. La nieve que había caído hacía ya dos días, cubierta de barro, estaba amontonada a los costados del camino. Una voz procedente del edificio comunal se expandía por las inmediaciones y llegaba a los oídos de tres chicas que esperaban de pie en una de las paradas de autobús.

—Señores residentes, su atención, por favor. Se les informa que este día nos visitará el enviado de una televisora para filmar nuestra aldea, por lo que se les pide vestir traje limpio y reunirse sin excepción en el club social. Una vez más, se les solicita a todos los habitantes de la aldea su colaboración para el documental titulado Ambiente invernal.

Al parecer, habría una filmación del hombre al que se había referido la abuela esa mañana, sentada a la mesa para desayunar. Michong, que había escuchado decir a la gente que alguien de una televisora visitaría la aldea, pidió a Younggui que averiguase si también vendría algún artista. Aquél le contestó que no vendría ninguno ni nadie que se le pareciera, y agregó que no había más que un tipo con una cámara en la mano. Si un artista hubiera venido a la aldea, Michong habría ido al edificio comunal, pero como no era así, no tenía razón alguna para asistir.

 

Aunque las chicas esperaron mucho tiempo el autobús que las llevaría al centro del pueblo, éste no llegó. Así que no tuvieron más remedio que decidirse a caminar por la calle cubierta de guijarros. Cada una mostraba a su manera un aire melancólico. Michong parecía la más melancólica de todas. De las otras dos chicas, Kyongae y Hyangsuk, una vestía un abrigo de plumas de pato y la otra un simple abrigo. Michong, por su parte, llevaba un suéter delgado con franjas de lana. Encogiendo al máximo los hombros por el frío, seguía a sus amigas con pasos menudos. Había muchos autobuses que pasaban por la calle del pueblo, pero ninguno era el que ellas esperaban. Sin embargo, Kyongae sacudía a veces una mano hacia los vehículos que pasaban a su lado a alta velocidad, con la esperanza de que alguno parara. Pero no había ninguno que se detuviese, como lo presintió desde el principio. Cada vez que veía pasar uno a toda prisa, agitaba el puño en el vacío con actitud despectiva en dirección al vehículo que se alejaba.

Ya habían empezado las vacaciones de invierno; sin embargo, estas tres chicas, que vivían en las aldeas de Sinli y Dangchuri, no tenían a dónde ir. Michong había salido porque Kyongae, que vivía en Dangchuri, le había prometido un teléfono celular como regalo de Navidad. Hyangsuk les dijo que iba al salón de belleza del centro del pueblo para teñirse el pelo, y agregó que cambiaría de aspecto para presentarse ante Chongsik, el hombre a quien quería.

—No pude conciliar el sueño nada más de imaginar cómo me mirará Chongsik al verme transformada.

—¿Qué dices? ¿Que no puedes dormir? ¡Qué cursi eres!

—Entonces, ¿qué tengo que decir?

—Por lo menos no mentir diciendo que no pudiste dormir.

Kyongae entró a estudiar a la escuela primaria de la aldea y dejó la de Seúl porque su familia había tenido que abandonar la capital para vivir acá. Me había dicho que su padre era presidente de una empresa en Seúl que se había arruinado después de la llegada del Fondo Monetario Internacional (FMI). Lo habían despojado materialmente y ésa fue la causa de su divorcio. Hacía un año que su padre se había casado de nuevo. Kyongae no hablaba el dialecto que se usaba en el pueblo, lo cual era un tanto insólito. No sólo no lo hablaba, sino que regañaba a sus amigos cuando lo usaban, diciéndoles que parecían rústicos. Era una chica guapa, que gastaba dinero con sus amigos, por lo que todos sus compañeros querían una amistad estrecha con ella. Se decía que su padre, aunque arruinado hacía tiempo y actualmente sin dinero, no quería desanimarla ante sus amigos, por lo que siempre le daba suficiente para que gastara a su gusto. Si alguien quería ser su amigo, lo primero que debía hacer era evitar el dialecto. Había una anécdota al respecto: en la época de la escuela primaria, si alguno de sus amigos hablaba en dialecto, debía devolverle de inmediato cualquier regalo que hubiese recibido de ella. Durante la secundaria su actitud había cambiado, aunque siguió con su costumbre de regañarlos. Kyongae, gracias a su nueva madre que se pintaba y se vestía a la moda, llevaba un buen celular, de los que se estaban usando, el pelo teñido con luces y bonitos pendientes en las orejas. También se sentía orgullosa del abrigo de plumas de pato que usaba, y les decía a sus amigos que su nueva madre se lo había regalado. Michong, por otra parte, pensó en lo contenta que se pondría con una nueva madre como la de Kyongae. No le daban ganas, hablando francamente, de recordar a la suya, que se había marchado de casa abandonándola a ella y a su hermano. Tampoco le gustaban su abuelo ni su abuela, que fruncían el ceño cada vez que les pedía dinero. Cuando empezaban las vacaciones, Michong se sentía más solitaria. Todos los días tenía que barrer el entarimado y fregarlo con un trapo, lavar los platos y dar de comer a los animales domésticos, aguantar las reprimendas de su abuela y arreglar sola toda la casa. Al ver que llamaba por teléfono a sus amigos, la abuela le decía groserías inaceptables; y aunque Michong sólo recibiese las llamadas, era regañada con palabras ofensivas. Un día Michong, para desquitarse de la golpiza propinada por su abuela la noche anterior, se escondió después del desayuno en una habitación cerrada llevando un álbum en la mano. Younggui la siguió y allí dentro hicieron pedazos una tras otra las fotografías de su madre. Mientras las despedazaba, Michong soltaba todas las groserías que había oído de boca de su abuela por la mañana. Y mientras insultaba, derramaba extrañas lágrimas de tristeza cada vez que sacaba una foto. Llorar ante las imágenes la ponía más histérica, por eso hacía pedazos las fotos de su madre hasta convertirlas en polvo. Younggui la interrogó en voz baja (no podía hablar muy fuerte porque su garganta siempre estaba cubierta de flemas: su voz se había vuelto ronca desde de que su madre dejó la casa y él pasó tres días y tres noches llorando):

—Oye, hermana, ¿por qué maldices a nuestra madre?

—Porque la odio mucho.

—Por favor, a mí no me maldigas que me da mucho miedo.

—¿Has cometido alguna falta?

—No.

—Dímelo francamente.

—La verdad es que anoche fui yo el que le robó a la abuela el dinero.

—Oye, tú, ven para acá. ¿Por qué no le dijiste nada cuando me estaba pegando, sabiendo que eras el ladrón?

—Es que me daba mucho miedo confesárselo.

—Eres un hijo de puta, te voy a matar.

El puño voló hacia la cabeza de Younggui. Michong estaba tan acostumbrada a oír todo el día indecencias, que ahora salían automáticamente de su boca. La noche anterior la abuela le había dado una violenta paliza porque habían desaparecido unos veintitantos mil wones, ganancia obtenida de la venta de un perro. Michong reprimió las ganas de morder bruscamente la mano con la que su abuela le pegaba: finalmente era ella quien los alimentaba. El abuelo se había lesionado la columna vertebral trabajando en el tractor y, desde entonces —Michong era una niña—, no podía ocuparse en nada. Lo único que hacía era jugar al solitario con cartas coreanas y fumar, por lo que las dos mujeres, Michong y su abuela, eran las únicas en condiciones de colaborar en las tareas domésticas. Por eso la abuela sentía siempre un rencor oculto. Y con mucha frecuencia le soltaba a su nieta toda clase de palabras ofensivas. El día anterior también lo había hecho.

—Carajo, hija de puta. Todavía te mantienes con vida. Es mejor que te ahogues en un vaso de agua, idiota.

A Michong se le había olvidado por un instante regar la soya que estaba en un tiesto de loza,1 por lo que tuvo que soportar esas palabras atroces, y en la noche fue golpeada un vez más a causa de la desaparición del dinero. La abuela cultivaba soya para el día de su cumpleaños, y se lamentaba de que, aunque tenía hijos, no hubiera nadie que quisiera preparar la mesa el día de su aniversario.

Michong, acompañada de Younggui, esperó en la habitación cerrada —conteniendo la respiración— a que su abuelo se durmiera y su abuela se fuera al edificio comunal. Él acostumbraba a tomar sin falta una siesta después del desayuno. La abuela, antes de salir, le gritó a Michong:

—Oye, voy al edificio comunal. Dale de comer a tu abuelo, ponles alimento a los animales, lava la ropa de Younggui y tiéndela en el suelo del dormitorio.2 No la tiendas en el patio porque se ensucia. Oye… oye, oye, Michong, ¿dónde se ha escondido esta maldita chica? Oye, ¿me oyes? ¡Sinvergüenza!

A pesar de haberla llamado varias veces, no obtuvo respuesta alguna. Soltó blasfemias hacia el cielo y después se marchó. Michong hizo comprobar a Younggui que el abuelo estaba dormido. Luego salió sigilosamente de la casa con el deseo de no regresar jamás. Younggui, que jugaba en el patio con un trompo que le había dado un amigo, llamó a Michong:

—¿A dónde vas, hermana?

—¿Para qué quieres saber?

—¿Quieres que te dé dinero?

—¿De verdad?

En efecto, Younggui sacó de la bolsa 20 000 wones y se los dio a Michong, quien pensó que aunque había recibido injustamente la golpiza del día anterior, ahora obtenía los beneficios.

—Entonces, ¿robaste este dinero para dárselo a tu hermana?

—Claro, naturalmente.

—Muchas gracias, Younggui —y acarició bruscamente la cabeza que había golpeado un momento antes.

—No, no es nada, no hace falta agradecerme tanto.

—Bueno, cuando regrese a casa te traeré algo que te guste.

—Cómprame un trompo Dragón Ace.

Mientras tanto, la abuela de Sukhi, una chica vecina de Michong, pasó al patio abriendo la puerta:

—¿No está tu abuela?

—Se ha ido al edificio del pueblo.

—¡Qué diligente es! Y tú, ¿no vas allí?

—No voy a ninguna parte.

—¿Vas a ir a otro lugar?

Sacudió la cabeza repetidas veces en forma negativa. La abuela de Sukhi la miró de pies a cabeza con los ojos llenos de sospechas y luego salió de la casa. Michong sentía, desde hacía tiempo, que las ancianas, en especial las que además eran aldeanas, la miraban como si quisieran vigilar todas sus acciones. Este tipo de miradas las resentía desde que su madre se había marchado de casa. Y mientras iba al centro del pueblo, la mirada de la abuela de Sukhi la alcanzó una vez más.

—Hace un rato la abuela de Sukhi me encontró preparándome para salir de casa, ¿irá con el chisme?

—Estas abuelas se deberían de morir cuanto antes, pues desconfían muy fácilmente de todas las personas.

Las palabras habituales de Kyongae esta vez parecían tener un dejo de violencia.

—Es verdad. Cuando fui a su aldea, ¿sabes cómo me llamó la abuela de Chongsik? “Oye, chiquilla”, así me dijo. Me quedé paralizada. Que alguien use la palabra “chiquilla” para hablarme me vuelve casi loca.

Hyangsuk refunfuñaba como si aún no se calmara el rencor por la forma en que la abuela de Chongsik la había llamado: “Oye, chiquilla”, y se reía sarcásticamente. Al parecer, había oído la palabra “chiquilla” en boca de la abuela de Chongsik cuando fue a visitarlo a su casa. También Michong se había enterado de que la abuela usaba la palabra “chiquilla” siempre que veía a las chicas, con una cara de que iba a volverse loca porque no podía hacerles nada, y empleaba expresiones como: “Ay de mí, estas comensales inútiles, producto de la boda de ambas casas”, que los chicos normales no entendían.

Kyongae levantó de nuevo la mano hacia el coche que venía detrás de ellas. Era una furgoneta verde. Tuvo la esperanza de que se detuviera, porque tenía muchos asientos. La furgoneta se paró suavemente delante de ellas, tal como lo deseaban.

—Oigan, chiquillas, ¿a dónde van?

Hyangsuk frunció el ceño de inmediato.

—¿Para qué quiere saber a dónde vamos? —Hyangsuk le respondió en tono desafiante.

—¿Vas a subir o no? —Kyongae pellizcó la espalda de Hyangsuk.

—Oye, chiquilla, ¿por qué me pellizcas?

—Mira, tú también me has llamado “chiquilla”.

—¿Qué importa que te haya llamado así? Suban ustedes, yo no.

—No les puedes hacer eso a tus amigas.

El conductor miraba sonriente cómo reñían las chicas.

—Si no quieren, me voy.

Kyongae chilló diciéndole que no se marchara, al tiempo que empujaba a Hyangsuk para que subiera a la furgoneta; al final todas estaban adentro.

—Ustedes, ¿son muy unidas, verdad?

Las tres chicas se miraron mutuamente y guardaron silencio. El conductor puso un casete. En la furgoneta se expandía el sonido de la canción titulada No cualquiera puede enamorarse, del cantante Tae China, que gozaba de gran popularidad en esa época.

—Oiga, señor, ¿no tiene otra cinta? Por ejemplo, una del grupo GOD.3

—¿Quién es GOD?

—¿No los conoce usted? Soy fan de GOD. Sus canciones son muy buenas.

—No la tengo. ¿Van al centro del pueblo?

—¿Cómo supo?

—Se sabe a primera vista. No tengo la cinta de GOD, pero sí una de Om Chonghwa, cantante de la nueva generación. ¿Quieren escucharla? Es muy sexy.

Kyongae gritó de buena gana. El conductor también gritó con deleite, imitándola involuntariamente.

—¿Usted va al centro del pueblo, no?

—Si fuera, me daría muchísimo gusto llevarlas, pero solamente voy hasta el cruce de tres calles. Las dejo allí y toman el autobús.

Para Michong llegar hasta la intersección de las tres calles era ya motivo para agradecer, pero Kyongae se desanimó. Llegaron al cruce en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto las chicas bajaron, el conductor arrancó la furgoneta y carraspeó para lanzar un escupitajo por la ventanilla. “¡Huy! Si pudiera acostarme con esas chicas cuando crecieran lo suficiente, estaría encantado.”

Sin embargo, las chicas no escucharon el monólogo del conductor y todas lo saludaron diciéndole en coro: “Muchas gracias”, al tiempo que agachaban sus cabezas cortésmente. El autobús que iba rumbo al pueblo aparecería después de una larga espera. De pie, tiritaban por el viento frío que las cubría en pleno invierno.

 

Desde ese día los trabajadores no se presentaron. Kim Dalgon fue al local, pero no encontró a nadie; lo único que quedaba era un poco de nieve debajo de la estructura esquelética del edificio, lo que le daba al sitio un aire melancólico. El capataz le había dicho que le avisaría si el trabajo volvía a empezar. También agregó que hacía mal tiempo para recomenzar la obra y que, además, se habían agotado los recursos económicos para la construcción, por lo que sería difícil continuarla. No se sabía cuándo los llamaría el jefe de nuevo. Kim Dalgon y los otros trabajadores tendrían que buscar otro lugar para ocuparse o volver a su pueblo natal para ahorrarse los gastos de alojamiento. Pero para él no era nada fácil hacer las maletas, ni el día anterior ni hoy. Deseaba formar parte del grupo de trabajadores que llegaba para reforzar al equipo que se hacía cargo de las obras de la estación del metro o del tren. Sin embargo, cuando llamó por teléfono a su casa, su anciana madre le había dicho casi llorando que desde el principio los niños no obedecían a sus mayores. Lo cierto es que días después, ella celebraría su cumpleaños: cumpliría 70. Dalgon sabía mejor que nadie que su madre se encontraba en una situación bastante difícil porque tenía que atender sola a niños desobedientes y a su marido, que guardaba cama debido a una enfermedad, y por si eso fuera poco, tenía que hacer frente a los acreedores que aparecían en los momentos en que uno casi lograba olvidarse de su existencia. Por otra parte, hacía un año que había salido de su casa, por lo que le parecía razonable visitar a su familia y ver cómo estaban, pero se sentía inquieto. En este lugar había trabajado durante un mes, pero como al cobrar le quitaron la mitad, es decir, 15 días de salario, con lo restante tenía que pagar comida y pensión, por lo que le quedaba poco dinero. Y si no conseguía trabajo, prefería dormir al aire libre en una calle antes que regresar a su pueblo. Éste era el verdadero sentir de Dalgon. Si se viera obligado a volver, sólo lo haría después de obtener cierta cantidad, fruto de su trabajo de algunos años en un lugar lejano. Aun así, aunque las deudas quedaran pendientes, quería hacer un poco de dinero para comenzar algún negocio en su tierra…

Al parecer nevaría de manera insólita. El paisaje que se contemplaba por la ventana de la pensión contagiaba el frío. El cielo estaba cubierto de enormes nubes negras. Generalmente, en el invierno Dalgon dejaba de trabajar, pero esta vez su situación no se lo permitía. Yendo hacia el sur conseguiría algo. Algunos miembros del equipo propusieron averiguar si era posible seguir al capataz camino al sur en busca de trabajo. La posición actual de Dalgon, sin embargo, no le permitía moverse fácilmente. Si lo detuviera el dueño de la tienda de alimentos para ganado o un acreedor, como el de la gasolinera que frecuentaba por el negocio del invernadero en Sinli, era probable que, en lugar de conseguir trabajo, terminara preso. La razón por la que Dalgon se encontraba en el barrio de Silimdong4 en Seúl era porque a sus oídos había llegado la noticia de que su esposa, que se había fugado del hogar, vivía precisamente en los alrededores. Dalgon había deambulado por muchos lugares buscándola. Pasó por la ciudad de Changwon5 y por Chunchon.6 A lo largo de este viaje tan pesado, lo único que había aumentado era el alcohol, mientras que el dinero se había reducido. Cuando estaba en la ciudad de Chonan,7 a Dalgon había llegado el rumor de que su mujer estaba en la capital, Seúl. En cuanto lo supo, abandonó sin consideración alguna el trabajo que tan difícilmente había conseguido, para irse de inmediato.

A decir verdad, Dalgon también había invertido el día anterior buscando en todas las salas de espectáculos de Silimdong. La casa de la suegra de un hermano menor suyo también estaba en Silimdong. Ella había ido un día a un salón de canto,8 acompañada de sus parientes, y ahí fue donde descubrió que trabajaba la madre de Michong, es decir, la esposa de Dalgon. Cuando él escuchó esto, se esperanzó, pero su cuñada agregó que fue al baño para despistar la posible atención de los parientes hacia la madre de Michong y, cuando volvió, se dio cuenta de que había desaparecido. A esta altura del diálogo, Dalgon tenía ganas de darle un puñetazo a su cuñada. Desde que por ella supo algo acerca de su esposa, la buscó durante un mes entero hasta en el último rincón de los salones de canto de Silimdong, pero todo fue en vano.

Dalgon puso la televisión distraídamente. Había un programa pornográfico en el que una pareja aparecía desnuda y esto, en verdad, no lo animaba. ¿Acaso ahora su esposa no estaría haciendo eso mismo? En ese instante lo invadió un odio tan fuerte que sintió deseos de destruir el televisor. Lo apagó y se levantó bruscamente. Una vez más reafirmó la voluntad de encontrar a su esposa a toda costa. Ver a sus padres y a sus hijos en ese momento era secundario. Lo que le importaba no era otra cosa que localizar a Seo Yongja. Una vez que la tuviera enfrente, pensaba arrojarla al suelo tirando de su cabello y después… la torturaría torciéndole las piernas, pero todo esto lo hacía estremecerse de furia. Ya volvía a ser hora de que abrieran los establecimientos nocturnos de espectáculos; la hora elegida para su batalla personal de pesquisas. Se puso el abrigo para salir y, en ese momento, sonó el timbre del teléfono.

—Oiga, señor de la habitación 302, tiene una visita.

Contestó que bajaría enseguida, creyendo que se trataba de su hermano menor Dalsu. Éste lo visitaba de vez en cuando llevando jugo de naranja, golosinas, pasteles de chocolate, etc., sin que se enterara la esposa. Cada vez que Dalgon percibía la situación de su hermano menor, le subía la ira, pero jamás ponía expresión furiosa porque, en realidad, agradecía el guiño fraternal de su visita. Un día le había dicho:

—Oye, ¿por qué me traes estas cosas si ya no soy un niño?

—Con esto quiero decirte que no bebas más, por favor —le contestó Dalsu.

Luego Dalgon le preguntó:

—¿En qué trabajas en estos días?

—En nada.

Era probable que su hermano, por el puro deseo de mantener su honor, le trajera golosinas y pasteles aunque no tuviera dinero.

Después de que Dalsu se hubo ido, Dalgon finalmente lanzó una maldición al techo: “¡Eres un hijo de puta!”, pero de pronto le pareció que el hijo de puta no era su hermano menor que le había traído regalos, sino él mismo, por lo que se puso rojo de vergüenza.

De todas formas, ya estaba por salir, y bajaba las escaleras hacia la planta baja, cuando se encontró con Younggap, un obrero que se encargaba de pegar ladrillos en la construcción y traía una expresión desconcertante. Lo estaba esperando ahí: parecía que al mismo tiempo reía y lloraba. Esa cara no le agradaba. Dalgon lo conoció por casualidad hacía un año en la construcción de Villa de Shinchonji en la ciudad de Chunchon. Younggap le había dicho que de niño había vivido en un pueblo vecino al de Dalgon hasta que, junto con sus padres, se había marchado a Seúl. Le dijo también que hacía mucho tiempo que había abandonado su pueblo natal, por lo que no guardaba casi ningún recuerdo de él, pero que se alegraba muchísimo de ver a personas del mismo sitio. Dalgon pensó que si era de un pueblo vecino, según decía, sería de Dangchuri. Por eso le preguntó si conocía a tal o cual señor, pero Younggap le contestó que no, aunque de todos modos insistió en que su pueblo era vecino al de Dalgon; le creyó y mantuvo un trato amable hacia él porque le daba lástima el niño que lo acompañaba. Por otra parte, Younggap empezó a llamarlo hermano mayor y a hacerle caso, sólo porque Dalgon era de un pueblo vecino al suyo. Quizá por esta razón Younggap le dijo que siempre que le hiciera falta un puesto de trabajo, le avisara. Cuando Dalgon llegó a Seúl un mes atrás, Younggap lo presentó en la empresa de construcción en que trabajaba, y al final consiguió trabajo ahí mismo. Ahora también, igual que el año anterior, junto a Younggap siempre había un niño que se agarraba, como de costumbre, a los pantalones de su padre. Al ver que iba a trabajar acompañado de su hijo, Dalgon supuso la situación en que se encontraba. No sabía qué trato mantenía con sus parientes; sin embargo, se notaba que era un hombre cordial, al menos con los extraños, y no le preguntó nada en detalle.

—¿Por qué has venido?

—Hermano mayor, hoy es Nochebuena, ¿sabes? Me siento muy solo, por eso he venido a verte.

—Pero yo tengo algo que hacer hoy.

Dalgon era un hombre que se esforzaba por hablar al estilo de Seúl, tanto como fuera posible, cuando estaba en Seúl.

—No quería venir hasta aquí, pero este niño me lo pedía tanto que no pude menos que traerlo…

Younggap, en cualquier situación, solía excusarse con el pretexto de su hijo.

Al ver al niño, la mano de Dalgon automáticamente entró en su bolsillo y acarició un billete de 1 000 wones que enseguida depositó en la mano del niño. Éste lo tomó con agilidad e inclinó la cabeza a modo de agradecimiento. Darle un billete al niño siempre que lo veía era un gesto automático en Dalgon, y también para el niño era automático bajar la cabeza al recibirlo. Este ademán al tomar el dinero se había hecho costumbre en él. Younggap se sentía satisfecho y decía no saber de dónde había aprendido su niño la cortesía de saludar en esas circunstancias. Se enorgullecía de sí mismo, excusando a su hijo y diciéndole a los demás que, aunque él no había recibido una buena educación, a su hijo lo educaba en lo relativo a la cortesía hogareña. Dalgon sintió unas ganas inmensas de abofetear a Younggap al escucharlo hablar de esa manera, pero se contuvo por la presencia del niño.

—¿A qué has venido hoy, a ver?

Younggap, aprovechando que Dalgon había conseguido un puesto de trabajo en Seúl gracias a él, solía pedirle que le echase una mano, y por eso era natural que Dalgon no le dirigiera palabras amables.

—Mira, como ya te dije hace un momento, este niño me cansaba tanto que…

—Dime francamente la verdad, ¿has venido porque te hace falta dinero?

—¿Por qué me tratas de mendigo sin ninguna razón y, además, en presencia de mi hijo?

—Te digo esto por el niño. Como sabes, no tengo nada extra del pago de mi sueldo porque tuve que pagar el alquiler de mi cuarto, aparte de otros gastos inesperados.

—Si alguien nos oyera hablar, creería que yo, Cho Younggap, soy tu parásito. Pero hoy, de verdad, te confieso sin mentir una pizca que me siento muy solo, he venido a tomar una copa contigo.

—Pero hoy no estoy de humor para beber.

—Sin embargo, viendo tu cara, me gustaría mucho tomar una copa, te veo muy ensimismado, ¿eh?

—Cállate, no uses el dialecto de la provincia Cholado.9 El dueño de esta pensión aborrece a los de allí. Vámonos ya…

Dalgon no pagaba el cuarto desde hacía tres días. Había oído comentar a la dueña que los de Cholado no querían prestar dinero a los demás, que lo conservaban para gastarlo sin dar nada a nadie. Lo cierto es que quienes no tienen dinero para gastar en sí mismos tampoco tienen nada para prestar, y esto se aplica a todos los pobres del país. Sin embargo, por no haber pagado a tiempo la pensión, todos los de Cholado se convirtieron, sin razón, en tipos intolerables a los ojos de los demás, por lo que Dalgon sentía en serio muchísima pena por los de su provincia. Por eso mismo había resuelto pagar de inmediato la deuda no bien tuviese algún dinero. Al pensar en la suma que debía pagar cada vez que dormía allí, deseaba marcharse cuanto antes. Cada vez que esto ocurría, pensaba en dormir al aire libre, así no tendría que pagar por una cama. Kim Dalgon se convertiría en un hombre sin casa durmiendo en la calle. Antes del problema económico por el préstamo del FMI a Corea del Sur,10 era inimaginable la situación a la que estaba por llegar: ser un hombre que dormía en la calle desde que su mujer había dejado la casa. No sólo no imaginó su posición de hombre sin hogar, tampoco la de hombre convertido en jornalero pasando de una construcción a otra. La situación abruptamente había cambiado: descendiente de agricultores y pescadores honestos, de repente su vida se transformó de una manera que nunca se habría imaginado, así como tampoco ninguna persona que lo conociera.

 

Yongja nunca había previsto que su cuñada entrara en ese salón de canto. En realidad, siempre que había estado frente a su cuñada, esposa del hermano menor de su esposo, se sentía inferior. Desde que había comenzado su vida de aprendiz en una fábrica de confecciones a la edad de 17 años, siempre se percibía inevitablemente rebajada ante cualquier persona de Seúl. Además, su cuñada sabía mucho porque había sido bien educada y era inteligente para hablar con la gente. Fue un grave error haber olvidado por un momento que los padres de su cuñada vivían en el barrio de Silimdong. O quizá su equivocación comenzó cuando entró a trabajar a un restaurante del pueblo. Si se pusiera a analizar de esa manera el origen de sus males, llegaría a la conclusión de que la falla, en realidad, había consistido en casarse con Kim Dalgon. Al recordarlo, Yongja se excusaba subrayando que era una mujer inocente y que no sabía nada de asuntos mundanos. Hacía ya tres años que había abandonado la casa. A los 22 ya estaba embarazada imprevistamente, por lo que se casó y empezó a vivir con su marido en la casa de la que se fue a los 33 años. Ahora tenía 36, sin un lugar adonde ir; había dejado su casa y, en verdad, no tenía adonde ir. En realidad, nunca había tenido la firme decisión de abandonar la casa. La razón de que se hubiera ido estribaba únicamente en el deseo de ganar dinero. Nunca pensó en un plan de fuga. Su marido borracho le pegaba y todo era por el dinero. En la casa ya no había nadie que le ofreciese dinero a ella. Su marido trabajaba en la cocina de un restaurante del pueblo para ganarse la vida, pero su salario era incluso insuficiente para pagar parte del préstamo obtenido con el pretexto de ser descendiente de agricultores y pescadores, y por eso difícilmente se hacía cargo de mantener a la familia. Por este motivo Yongja quería trabajar en un restaurante especializado en costillas de res en el centro del pueblo. Ahora pensaba que de no haber conocido en aquella época al señor Bae, se habría quedado en su casa. Imaginaba que si no lo hubiese visto, aún estaría abonando con estiércol un rincón del campo. Esta especulación sobre su posible situación la fastidiaba un poco. Sin embargo, cuando recordaba el pasado, advertía con tranquilidad que había otra persona que había tenido un papel decisivo para hacerla salir de su casa: Myonghwa, una mujer que había venido a Corea desde Yonbyon, China. Si Myonghwa no la hubiera encandilado, Yongja no habría visto al señor Bae ni estaría en esa tierra de Seúl que desconocía en absoluto. Cuando pensaba en su situación actual, sola y tumbada en el colchón de una habitación de hostal, lo primero que le venía a la mente no era su marido, sus niños o sus suegros, sino las caras del señor Bae, de Myonghwa o de clientes cuyo aspecto no recordaba con claridad, pero que después de haber bebido y cantado en el salón se habían alojado borrachos con ella. Se preguntaba por qué tenía esos recuerdos. Y ella misma llegaba a la conclusión de que no era que no quisiera acordarse de su familia, sino que le daba miedo pensar en ellos. Cuando lo hacía, se quedaba sin aliento, por lo que intentaba no hacerlo. Un recuerdo siempre atraía a otro, y así sucesivamente. Ahora no sabía dónde estaba Myonghwa, quien la había sonsacado y había escapado con ella a Seúl. Las mujeres del pueblo se habían marchado una tras otra, por lo que el lugar entero se hallaba en revuelo total.

Guisok, un amigo de su marido, se casó con Myonghwa, chica de Yonbyon, a la edad tardía de 37 años. La boda fue organizada por el Instituto de Dirección Agrícola, cuyo nombre luego cambiaron por el de Centro de Técnicas Agrícolas. Se sabía que las chicas de Yonbyon eran sencillas, pero Yongja era mucho más ingenua todavía. Por eso a veces repetía para sí misma, como si fuese versillo de canción: “Oídme, por favor, no queráis a las chicas de Yonbyon”. Era una especie de lamento sobre su posición, pero no había quién supiera por qué Yongja hablaba de esa manera.

El día que Yongja fue a la huerta de perales de una aldea vecina como jornalera a envolver cada fruta en una bolsa de papel, Myonghwa le dijo:

—He venido hasta Corea, ¿acaso no tendré alguna vez la oportunidad de ver Seúl? A mí no me gusta en absoluto la vida del campo.

—¿Te interesa tanto ir a Seúl?

—Dicen que se come bien, se viste bien y se vive bien ahí.

—No, no lo creas.

—Tú, hermana mayor, ¿has vivido en Seúl?

—Después de haber terminado la escuela primaria fui allí. Trabajé como ayudante cierto tiempo en una fábrica de confección de ropa.

—Aunque fueras ayudante en una fábrica de hilados, te aseguro que vivías más cómodamente que aquí, en este pueblo, ¿no te parece?

—¿Te parece que es tan fácil comer con dinero ajeno?

—Es cierto. Pero allá no se te quemaba la cara por el sol, ¿verdad?

—Eso es verdad, porque ni la luz del sol ves. Y, además, dicen que en el agua de los grifos disolvieron una solución que blanquea la cara.

—Hermana mayor, ¿hasta cuándo tendremos que soportar esta situación? Nosotras nacimos igual que otras mujeres y, sin embargo, unas viven con la cara bien cuidada y mueren, mientras que otras la pasamos quemándonos la piel y también morimos al final.

La diferencia de edad entre Myonghwa y su marido Guisok era de 10 años, y quizá por no haber llegado todavía a los 30 tenía especial interés en los tratamientos de belleza. Era mucho más guapa que Yongja, sin embargo le gustaban más los tratamientos que a ella. Es verdad que las mujeres, mientras más guapas, mayor atracción muestran, desde un principio, por todo lo relacionado con la belleza. Myonghwa decía que le caía bien Yongja porque era una mujer ingenua, y le confesaba, de vez en cuando, ciertos asuntos que guardaba para sus adentros, diciéndole que su marido no era un hombre fiable, ni sus suegros ni los vecinos de la aldea, y que la única en la que de verdad podía confiar era ella.

—Hermana mayor, cuando vine a Corea tenía grandes sueños, pero lo que he vivido aquí no tiene nada que ver con eso.

—¿Qué sueño tenías?

—Mi sueño era ganar mucho dinero y así invitar a toda mi familia, a mis padres y a mis hermanos, a vivir en Corea. Ahora todo eso quedó frustrado.

Cuando Myonghwa estaba preparando la boda, su futuro marido le había prometido apoyar económicamente a sus padres y a sus hermanos, pero ahora decía que ni pensarlo. Él no hacía nada para mantener a la familia y a ella, en cambio, la tenía trabajando todo el día y, para colmo de males, le respondía diciendo: “¿Cuándo prometí tal cosa?”

—Mira, ¿acaso no parezco una verdadera criada? Y menos que una criada, pues las criadas al menos ganan dinero, en cambio yo soy completamente una esclava, sí, una esclava.

Myonghwa soltó un profundo suspiro y de repente le dijo:

—Hermana mayor, ¿no quisieras dejar este trabajo de envolver peras y marcharte conmigo para ganar dinero de verdad?

—¿Cómo?

—Dicen que si uno trabaja en algún restaurante del pueblo, ahí sí que se gana dinero. Si te animas, te vienes conmigo. Anda, vámonos a hacer dinero.

Yongja no sabía por qué motivo dejó salir de su boca aquellas palabras:

—Si te vas, me iré contigo.

Cuando Yongja terminó de pronunciarlas, el corazón comenzó a latirle aceleradamente. Al mismo tiempo, algo le auguraba que en su vida había llegado un momento de cambios, y esto le producía una extraña sensación de esperanza.

—¿De qué hablan? Déjenme participar en su diálogo.

La vecina de la casa de abajo, mujer nunca satisfecha si no se entrometía en los asuntos de los otros, intervino de repente en la conversación.

Myonghwa le hizo un guiño a Yongja.

—No es nada. Solamente charlábamos, nada más.

La vecina torció un poco la comisura de los labios. En tales situaciones, la mejor solución era pasar todo por alto, como si nadie supiese nada. Tras envolver peras, al día siguiente, por la madrugada, Myonghwa visitó a Yongja. Las dos salieron de la casa como si se dieran a la fuga. Al principio se fueron a trabajar a un restaurante, teniendo mucho cuidado de que los vecinos no lo notaran. En el restaurante, Myonghwa era conocida como la Novia de Yonbyon y era popular entre los clientes. Entre los hombres que querían a Myonghwa estaba el señor Bae. Sólo a Yongja le dijo que quería irse a Seúl siguiendo al tal señor Bae. Él le había dicho en secreto a Myonghwa que ya había reservado un puesto en Seúl en el que ella podría ganar dinero sin andar metiendo las manos en el agua todo el día. Para entonces, todos los aldeanos ya sabían que esas dos mujeres trabajaban en un restaurante del pueblo. En cuanto se enteraron Guisok y Dalgon del trabajo de sus esposas, al principio casi enloquecieron del enojo, pero en cuanto ellas les entregaron el sueldo del primer mes, se quedaron callados.

—Tú, hermana mayor, ¿no querrías irte conmigo?

—Pero… mis hijos…

—Con más razón, teniendo hijos tendrás que ganar más, aunque sea poco, si es posible, mientras ellos sean pequeños.

A decir verdad, a Yongja le daba ahora asco la vida de Seúl. La vida como ayudante en una fábrica, aunque había pasado muchísimo tiempo, era tan dura que no tenía ganas de recordarla. Sin embargo Myonghwa, que dejó su casa como si fuera a trabajar a un restaurante, la convenció. Bueno, no, en realidad la mente de Yongja era la que titubeaba. Caminaban hacia el restaurante, pero Myonghwa se dirigía a la estación del tren. Sin saber por qué, los pasos de Yongja seguían, contra su voluntad, los de Myonghwa. De esto hacía ya tres años. En Seúl las dos mujeres casadas habían conseguido, gracias al señor Bae, un trabajo subsidiario como ayudantes y, a la vez, como cantantes en una sala de canto. Cobraban por las horas que servían a los clientes. Pero Myonghwa, después de haber vivido de esa manera con Yongja aproximadamente un año, desapareció siguiendo al señor Bae. Sólo sabía que éste era presidente de una empresa, pero no sabía de cuál ni el nombre completo de él. La decisión de ganar dinero con voluntad de hierro a lo largo de un año para luego volver a casa, se disipó paulatinamente en el curso de uno o dos años. Desde entonces, Yongja no tenía a dónde ir a comer, dormir ni vestirse; vagabundeaba de una sala de canto a otra. Sin embargo ahora, acostumbrada a esta forma de vida, mantenía muy limpio y liso el cutis y cuidaba su cuerpo, de modo que se había convertido en una mujer elegante sin darse cuenta, lo cual no le parecía nada mal. Tenía ganas de volver a casa, pero le pareció que estaba demasiado lejos. Yongja se percató de que ya no era la mujer de hacía tres años. No era sino la mujer de otro hombre distinto a su marido. Se acostaba con uno que no era su marido y el fruto del amor entre ellos crecía en su seno. El hombre que la embarazó trabajaba en el taller de automóviles Hermanos, que estaba junto a la cervecería Tudari y a una sala de canto. El dormitorio donde Yongja meditaba tumbada boca arriba lo compartía con él. Realmente Yongja no quería dar ni un paso fuera de ahí. Quería vivir para siempre en esa pequeña habitación con el hombre llamado Hoon, a quien amaba tanto, siempre que su marido no viniera a romper esa paz.

El sueño de Yongja, casarse después de trabajar con diligencia en su casa, se rompió de un día para otro debido a que fue violada por Dalgon, un condiscípulo de la primaria. De haber sabido que sería atacada por Dalgon, habría sido mucho mejor casarse con el cortador Park, que había intentado seducirla en una fábrica de confecciones. En aquel entonces Yongja se había fugado y regresado a su casa en su pueblo natal por temor al señor Park, que tenía un poco de estrabismo. Al volver a recordarlo, notaba que era mejor el señor Park que Dalgon, que siempre la golpeaba borracho. Pero era un asunto pasado, y por eso pensó, repetidas veces, que tenía derecho a vivir una nueva vida y que ni Dalgon ni ninguna otra persona tenían por qué romper la paz que ella misma, Seo Yongja, viviría dichosamente ahí; a la vez deseaba que sus hijos, Kim Michong y Kim Younggui, vivieran sanos y salvos y, si fuera posible, que encontraran una nueva madre para empezar una nueva vida con felicidad.

Al percibir la desconfianza de la propietaria de la pensión, Dalgón sacó fuera al niño y a su padre, Younggap. Sin embargo, no tenía a dónde ir con ellos. Tampoco quería dejarlos ir adonde quisieran. Por eso, sin ninguna razón, Dalgon le preguntó:

—¿Has comido?

El otro le respondió precipitadamente:

—La comida es importante, pero tengo ganas de ir a algún lugar a tomar una copita.