La flor de mi destino - Sonia Manjavacas - E-Book

La flor de mi destino E-Book

Sonia Manjavacas

0,0

Beschreibung

Tras no encontrar trabajo al finalizar sus estudios en Málaga, Pascual y su amigo Marcos deciden volver a Cádiz. La idea de formar parte del Ejército ronda por sus cabezas, pero Pascual ve el acceso como algo imposible, hasta que termina ocurriendo, cosa que teme enormemente porque significa volver a alejarse de Berta, su mejor amiga de la infancia, de la que está totalmente enamorado. Pero eso Berta no lo sabe. Y lo que tampoco sabe Pascual, es que ella siente lo mismo por él. ¿Llegará el día en el que puedan forjar su amor o por el contrario el destino y la vida decidirán por ellos? La flor de mi destino es mucho más que una novela romántica. Sus elevadas dosis de emoción y drama sacarán a la palestra alguna que otra reflexión profunda acerca del destino y lo volátil de la vida, y sobre nuestro deber como seres humanos de aprovechar cada momento.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Sonia Manjavacas Pedroche

La flor de mi destino

1ª edición en formato electrónico: abril 2024

© Sonia Manjavacas Pedroche

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: Raül Bocache

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-128606-9-6

THEMA: FR 2ADS

Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Sonia Manjavacas Pedroche

La flor de mi destino

A mis abuelos, porque ellos han sido y serán siempre mi claro ejemplo de amor eterno.

A ti, que lees estas palabras. Nunca dejes de creer en el amor solo porque en tu camino hubo personas que no supieron amarte.

Donde reina el amor sobran las leyes.

Platón

El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros somos los que jugamos.

William Shakespeare

Nota

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Agradecimientos

Nota

Aunque me gusta sentarme a escribir en silencio, sí que ha habido algunas canciones que he sentido como adecuadas para cada capítulo que compone la novela.

Si escaneáis el siguiente código QR, podréis escuchar la lista de reproducción de La flor de mi destino mientras disfrutáis de su lectura.

Prólogo

¿Puede retener nuestra memoria numerosos recuerdos? Sé que en mi cabeza hay muchos de Berta grabados. Tantos, que me da miedo que se pierdan o se destruyan, porque todos son especiales para mí. No sé si llegaremos a ser algún día capaces de almacenarlos todos. De lo que sí estoy seguro es de que a mí me encantaría poder guardar muchos más de ella y sobretodo junto a ella. Es bonito recordar. Vivir de ellos. Pero, por mal que me pese, el primer recuerdo que tengo de Berta no es bonito ni de lejos.

Me acuerdo de que estaba agarrado de la mano de mi madre y que nos dirigíamos a visitar a Nora, la madre de Berta. Mi madre me había contado la tarde de antes que Nora ya había llegado a casa hacía unos días con su bebé y yo recuerdo que estaba emocionadísimo de poder verlo con mis propios ojos. Nora y mi madre eran amigas de la infancia, de esas íntimas que no se separaban nunca pero que lamentablemente se encuentran con varios bloques de hielo que dificultan las relaciones. Unos bloques de hielo de superioridad máxima, para qué vamos a engañarnos. Según mi madre, cuando algún día surgía la conversación, Nora siempre debía estar por encima de todas las demás personas de su alrededor. Mi madre no entendía por qué lo hacía, incluso alguna vez pensó que tal vez Nora pudiera sentirse inferior y se comportara de esa manera para destacar y hacerse notar. Pero en realidad, Nora, las demás amigas y ella misma, eran un grupo pequeño de chicas normales del barrio donde nacieron. Es cierto que cada persona es especial por algo, pero no tanto como para hacerse notar y ser más que las demás y dejar de lado a tus amigas consiguiendo hacerlas pequeñas. O así mismo lo veía yo.

Pero cuando llegamos a su casa y mi madre tocó el timbre de la puerta, no supe de manera exacta si en realidad lo habían oído, porque, aunque nos encontrábamos en la parte exterior de la casa, aunasí, llegaban a nuestros oídos los gritos, portazos y llantos que dentro se estaban originando. Y así es como nos recibió Nora a mi madre y a mí un buen rato después, con mil y una lágrimas en los ojos. Yo, un niño de tan sólo cuatro años no entendía nada, pero recuerdo que miré a mi madre y le apreté más fuerte la mano. Ella me miró y me sonrió dulcemente, pero esa sonrisa solo duró un segundo porque mi mirada pasó de su boca a la pena que había reflejada en sus ojos. Quizá entonces mi madre ya pudo presagiar la vida que iba a vivir Berta.

Allí plantados en el salón, mi madre me animó a acercarme al moisés donde estaba Berta. Un dulce bebé, de mejillas sonrosadas y ajenoa lo que se estaba viviendo en su casa, porque a pesar de nuestra visita, allí seguían sus padres en la cocina, discutiendo y gritando.

Posteriormente y con el tiempo comprendí qué significaba para una mujer tener depresión postparto. Y junto a esta, en esa casa se sumó el excesivo trabajo de Ismael, el padre de Berta.

¿Y quién pagó todo esto cada día, cada mes y cada año que pasaba? Mi dulce Berta. Porque esa depresión postparto se alargó demasiado. Porque las discusiones seguían presentes en esa casa y porque hasta yo mismo me di cuenta de que, en realidad, lo que estaban haciendo esos padres era rechazar a su propia hija hasta el punto de que su abuela, María, se hiciera cargo de ella, sin importarle a los padres lo más mínimo.

Fue en ese momento en el que me di cuenta de que me sentía profundamente conectado a ella. Y con el tiempo me he visto con la necesidad de protegerla todos los días, de ayudarla en todo lo que hiciese falta y animarla en aquello con lo que no se atrevía o le daba miedo hacer, llegando a tener una conexión tan real, tan íntima y tan leal que, con el tiempo, nos convertimos en almas gemelas. Una conexión que llegó de improviso, que no se buscó. Una conexión que es difícil de explicar.

Y es que al final, lo que inevitablemente pasó es que acabé totalmente enamorado de ella. Berta es la persona que ha marcado un antes y un después en mi vida.

Ella, que siempre se ha creído que es poca cosa, para mí ha sido la vida. Y cada vez que la he visto, he sentido una infinita necesidad de abrazarla y besarla.

Siento que una parte de mi alma empezó a amarla desde el principio, desde ese primer recuerdo. Desde ese primer día que la vi. Y siempre he sentido desde mi corazón que éramos esa clase de personas que están destinadas a estar juntas, como si estuviéramos unidas por el hilo rojo que cuenta esa leyenda china. Un hilo rojo símbolo de amor entre dos e invisible, cuya conexión en realidad está patente en nosotros y quizá pasa desapercibida para los demás.

Porque yo no sé de qué están hechas nuestras almas, qué componente fluye por ellas. Lo único que sé con una certeza absoluta es que su alma y la mía eran idénticas.

Nuestro amor se forjó como la rosa eterna de La Bella y la Bestia. Un amor eterno a pesar de las circunstancias, pero un amor verdadero e impoluto.

Y en realidad, si me parara a pensar, no podía frenar algo que iba por dentro de mí. Era imposible. Era inviable. Porque así es el amor. Así es el cariño. Y así son los sentimientos, que todo lo pueden.

Capítulo 1

Betónica

Stachys officinalis

(Sorpresa)

Cádiz, septiembre 2002

PASCUAL

—¿Puedes hacer el favor de levantar un poco el pie del pedal? Joder, tío, que no tenemos prisa.

—¡Pero mira que eres pesado, eh! ¿Tú no sabes que si llega una multa a casa me llega a mí y no a ti?

—¡Como si te sobrara dinero para ello! ¿Ves? Ya no contestas. Venga Marcos, ten cuidado.

Entiendo perfectamente a Marcos y más si conduce un coche de alta gama como el suyo. La verdad que tiene buen gusto, pero la presión del pie sobre el acelerador hay que regulársela de vez en cuando, todo hay que decirlo.

Estaba deseando llegar a Cádiz después de estos dos años. Y aunque Málaga está a un paso de Cádiz, no era lo mismo. Y no es lo mismo porque la verdad sea dicha, no es tu casa. No vives en tu propia casa por muy alquilada que la tengas. Y aunque hayamos estado al lado, no hemos venido ni mucho menos de lo que nos hubiera gustado. Yo ya se lo avisé a Marcos, que, si nos íbamos a estudiar, íbamos a estudiar. Vale que hubiese alguna cerveza de por medio, pero yo lo que quería era sacarme el título de mecánica en los dos años correspondientes. Y lo hemos conseguido, tanto él como yo. A Marcos le costó un poco la parte teórica, pero entre los dos lo sacó y bien orgulloso que estaba de él.

El problema es que aquí estamos. Después de estar todo agosto y parte de septiembre buscando trabajo, volvemos con las manos vacías. Es imposible con esta crisis que hay y más si le añades el hecho de que todo el mundo busca gente con experiencia. Y la verdad es que me siento apenado y frustrado a la vez. Vuelvo de nuevo a casa de mis padres con veintiséis años y de nuevo a depender de ellos. Cosa que no me gusta.

Lo único que hace que esté un poco ilusionado es la genial idea que tuvo Marcos hace un par de meses viendo el panorama de futuro que nos esperaba. Fuimos a inscribirnos para entrar en el Ejército. Es algo que a ambos siempre nos ha gustado y sabiendo que tenemos el título de mecánica nos da un aliciente al saber que podemos entrar más fácilmente. Pero lo que sí que tenemos que empezar es a machacarnos bien para superar las pruebas físicas, pero con lo que nos gusta a nosotros el ejercicio físico creo que lo conseguiremos.

Así que volvemos a casa y por una parte me alegra. Aunque, para que me voy a engañar, yo estaba deseando, porque la verdad sea dicha, nadie se cansa de lo que le gusta. Y a mí Cádiz me gusta. Me gusta porque vuelvo donde he sido y donde soy feliz. Me gusta porque me llama. Porque Cádiz es hogar, es casa y es familia. Y eso lo he echado mucho de menos. He echado mucho de menos el amor de mi madre, la cercanía y el compañerismo que tengo con mi padre y a Olivia, mi pequeña Olivia.

Pero una de las cosas que siento que me ha mantenido incompleto durante este tiempo ha sido estar distanciado de Berta, y eso día a día ha sido difícil para mí.

No han sido suficientes los mensajes de texto que nos hemos mandado al móvil. Naturalmente, hubiera sido suficiente el haberla visto cada día como antes y disfrutar con ella los fines de semana como siempre hacíamos Marcos, Berta, su mejor amiga India y yo. Solo espero que ahora que hemos vuelto, no perdamos las costumbres.

—¡Eh! ¿En qué piensas? ¿No querrás que te lleve ya a casa verdad? Podríamos ir primero a La Samba a tomarnos una cerveza y luego ya te acerco —comenta Marcos.

Que mi madre me perdone, pero nada me haría más ilusión que ver a Berta ahora mismo, pero pensar que en diez minutos la iba a volver a ver me estaba haciendo revolverme nervioso en el asiento.

—Está bien, ve directo para allá —le dije sin dudarlo ni un segundo.

Cinco minutos después estaba Marcos aparcando en una de las calles cercanas a la plaza de san Juan de Dios. Bajé del coche y me estiré un poco mientras Marcos lo cerraba y se disponía a encenderse un cigarro.

Nos dirigimos andando hasta el bar de Manolo, La Samba, donde trabajaba Berta. Un bar antiguo pero modernetea la vez, cuyo dueño era la persona más amable de toda Cádiz y su empleada la mujer más bonita que yo hubiera conocido. A tan sólo unos pasos antes de llegar a la puerta del bar ya podía llegarte el aroma del pescaito frito. ¡Qué bueno le salía a Manolo!

Al llegar nos sentamos en unos taburetes altos de madera al lado de uno de los barriles que había en la puerta del bar. Aun estando a últimos de septiembre y por la tarde, hacía buena temperatura para estar fuera y a Marcos le venía bien para terminar de fumarse el cigarro.

—¡Manolo, sácanos unas cervezas y un poco de pescaito, que lo echamos de menos! —vociferó Marcos.

Le sonreí a Marcos porque en ese momento parecía que me estaba leyendo el pensamiento. Dentro se oía la televisión de fondo con el trajinar del ruido del choque de los platos y los vasos y una musiquilla ambiente que te animaba y te advertía de la cercanía del fin de semana.

—¡Pero bueno, no me lo podía creer cuando he escuchado tu voz, Marcos! ¿Pero qué hacéis aquí? No me habíais avisado de que veníais. ¡Menuda sorpresa! Ahora sale Manolo a saludaros —comenta Berta, toda alegre e ilusionada dejando en el barril lo que llevaba en la bandeja, nuestras bebidas y el pincho.

—¿No nos vas a dar un abrazo y un par de besos? —le digo poniéndome de pie, sonriéndole y con un nudo de nervios, ilusión, alegría, esperanza, anhelo y qué se yo que más en la boca del estómago.

—¡Claro que sí! ¿Cómo no lo voy a hacer?

Se acerca a mí y me da uno de esos abrazos sentidos, con fuerza. De esos que te alegran el alma. Y el alma me alegra a mí de tenerla tan cerca. Hasta reconozco el haber cerrado los ojos para sentirla.

—¡Eh, eh! ¿No hay para mí o qué? —sonríe pícaro Marcos.

Al separarse Berta de nuestro abrazo para darme dos besos y abrazar seguidamente a Marcos, puedo por un segundo deleitarme con el aroma que desprende el pelo de Berta. ¿Cómo he podido vivir estos dos años sin oler ese aroma? Cereza, sandía y una pizca de canela. Dulce, fresco y un poco afrodisiaco. Así huele siempre Berta, es inconfundible.

—¡Pero bueno! ¿A quién tenemos por aquí? ¡Menuda sorpresa! Me alegro mucho de veros. Ya os quedáis, ¿no? —dice Manolo dándonos una palmada en la espalda a cada uno.

—¡Claro que sí!, ¿dónde si no es en nuestra casa? —digo mirando a Berta.

—Di que sí. Bueno, vamos, chiquilla, para adentro, que tenemos faena.

—Enseguida paso, Manolo. No se preocupe —se dirige a nosotros y nos dice—. ¿Qué vais a hacer ahora?

—Nada, Berta, aún no me he pasado por casa a saludar a mis padres. Nos tomaremos esto y nos iremos pronto.

—Y yo igual, creo que me ducharé, cenaré algo mientras juego un rato a la consola y me acostaré pronto. Estoy un poco cansado —dice Marcos.

—Está bien, pues a esta ronda invito yo, que me habéis dado la sorpresa de veros de nuevo. Mañana ya cuando estéis descansados hablamos más tranquilamente. Me paso para adentro, tengo que seguir trabajando —comenta cogiendo la bandeja del barril y disponiéndose a entrar de nuevo al bar.

Una vez que Berta está dentro, nosotros damos buena cuenta de nuestras cervezas y el pincho de pescaito. Pero mi cabeza no para de pensar en ella. En Berta. En que cada vez que la veo se pone y está más guapa. Hasta con la ropa de faena. He echado de menos su melena larga y sus ojos. Esos ojos azules como el agua del mar con esas espesas y largas pestañas que se asemejan a las ramas de los árboles frondosos. Su mirada. Ella es suficiente tal y como es. No hay que añadirle nada más. Berta es… Berta. Una persona que para mí es magia pero que ella, sin transmitirlo a nadie, yo he notado que se cree ruinas. Aunque lo haya pasado mal durante mucho tiempo, siempre hemos estado apoyándola tanto su abuela como yo. Eso es lo bueno de tener gente que te quiere a tu lado. Pero pienso que, a pesar de todo el daño que ha sufrido Berta, ella no se merece eso. Ella es una chica joven, llena de vida y ojalá todo lo que le venga después sea todo bueno. Y ahí seguiré estando yo para ayudarla.

Terminamos nuestras cervezas y nos disponemos a dirigirnos hacia el coche. Cada día anochece antes y ya se van notando que las tardes son más cortas. Y ahora ya es cuando empieza a refrescar, pero la gente no tiene ganas de que termine el verano. Apuran hasta el último momento para adentrarse en casa. Montamos en el coche y Marcos arranca para acercarme. Pone algo de música en la radio y ahí vamos, ensimismados en nuestras cosas y en silencio. Marcos creo que por cansancio, y yo, tal vez, por nostalgia.

Aparca en la acera y me bajo para sacar del maletero mi bolsa de deporte y una pequeña maleta de ruedas. Cierro el maletero y me acerco a la ventanilla que ya ha bajado Marcos.

—Gracias, tío.

—No me las des. ¿Nos vemos mañana donde siempre?

—Sí, claro. ¿No quieres quedarte a cenar?

—No, mejor otro día. Dile a tu madre que ya me pasaré a robarle alguno de sus tuppers —dice sonriendo y sacándome a la vez una sonrisa a mí.

—Ya hablamos —le comento.

—Está bien. Nos vemos entonces.

Me choca el puño como siempre hemos hecho desde pequeños cuando nos despedimos y acelera el coche como si no hubiese un mañana. Incorregible como siempre, de verdad, sonrío meneando de un lado a otro la cabeza.

Aquí estoy. En la puerta de mi casa. Inspiro y suelto el aire. Me paso la mano por el flequillo desplazándolo a un lado y llamo al timbre. Escucho pasos venir corriendo y la voz estridente de mi hermana que grita: «¡Mamááá, yo abro!»

—¿Pascual? —dice sorprendida Olivia, observándome plantado en la puerta de casa.

—¿No te alegras de verme? ¡Ven aquí, anda! —intento cogerla en brazos y le doy un fuerte beso en la mejilla.

Veo a mi madre que viene secándose las manos en un paño de cocina. Bajo a Olivia al suelo y me acerco a mi madre. Nos fundimos en un buen abrazo y me insta a que pase dentro.

—Pero, Pascual, no te esperábamos hoy, estaba preparando la cena. ¿Por qué no nos has avisado de que venías?

—Claro, por eso huele tan bien. Quería daros una sorpresa. ¿Qué más da un día u otro? ¿Y papá?

—Está en su despacho. Hoy anda de papeleo.

—Voy a saludarlo y vengo a echarte una mano a la cocina. Por cierto, estás muy guapa.

—Calla, zalamero —me dice sonriendo y dándome un golpe en el hombro con el paño de la cocina que llevaba en las manos.

Le guiño un ojo y me dirijo hacia el despacho. Me doy cuenta de que Olivia se ha agarrado de mi mano y vamos hacia donde se encuentra mi padre.

Empuja la puerta que estaba medio entornada y dice:

—Papá, ¡mira quién ha venido!

Veo a mi padre que alza la cabeza de los papeles en los que estaba ensimismado y sonríe quitándose las gafas, esas de pasta que siempre usa para la lectura.

—¡Pascual, que bien que estés aquí, hijo!

Se levanta del sillón de su escritorio y se acerca para darme un fuerte abrazo.

—Pascual, no puedo entretenerme mucho ahora, quiero terminar esto antes de que tenga tu madre preparada la cena, pero mientras cenamos, hablamos y me cuentas qué tal todo.

—Vale, papá. No pasa nada. Iré mientras a echarle a mamá una mano en la cocina con la cena. Vamos Olivia, dejemos trabajar a papá un rato más.

Cerramos la puerta y siento que Olivia me tira bastante fuerte de la mano para que me agache a su nivel.

—¿Qué quieres?

—¿Sabe Berta que estás aquí? ¿No crees que deberías decírselo? ¿Quieres que la llamemos? Quizá le apetezca venir a cenar con nosotros, así podréis estar juntos. ¿Verdad? ¿Verdad que es buena idea, Pascual?

—¡Oye, señorita parlanchina! Deja a Berta en paz que está trabajando.

Veo que baja la cabeza, enfadada y noto que su boca se frunce luciendo morros. Me acerco a ella para poder hacerle cosquillas y le digo:

—¡Pero para tu información, que sepas que ya la he visto!

—¡Mamááá, Pascual me está haciendo cosquillas! —dice corriendo y riendo a la vez disparada hacia la cocina.

Al llegar veo un bonito y pequeño centro de flores en tonos rosas en medio de la mesa.

—¿Y este centro tan bonito mamá? —le pregunto.

Se gira de la encimera desde donde se encuentra y, sonriendo, me dice:

—¿Verdad que es bonito? Me lo regaló ayer Berta. La verdad es que esta muchacha es un ángel. Sin ton ni son se pasó por casa y me lo dio. Y encima es que tiene un don para las flores. Son preciosas y huelen de maravilla. Como son las cosas, es como si ayer intuyera que ibas a venir, ¿verdad? Preparadas para recibirte en casa.

Sonreí para mis adentros. Esta chica es magia. Las flores y Berta. ¿Qué pueden hacer sentir las flores? Para Berta son algo especial, no puede vivir sin ellas. Siempre había vivido rodeada de ellas en casa de su abuela. Toda la casa estaba llena de macetas de plantas y flores a cada cual más vistosa y bonita. Las flores para Berta eran propias de su ser.

—¿Puedes terminar de hacer la ensalada mientras me encargo yo de sacar del horno la empanada? —comentami madre.

Una vez preparada la cena, Olivia avisa a mi padre y nos disponemos a cenar. Siempre me ha gustado cenar acompañado, me gusta estar en familia. Y volver a sentir este momento me encanta. Estar rodeado de ellos, contar anécdotas, escuchar las ocurrencias del cole de mi hermana…esos momentos por nimios que fueran me dan vida.

Mientras mi padre vuelve a su despacho a trabajar otro rato y Olivia sube a la planta de arriba a lavarse los dientes y a ponerse el pijama, yo me quedo con mi madre recogiendo la cocina. Le pregunto mientras fregaba los platos por cómo va la tienda. Hace unos años que ha abierto una pequeña tienda de ropa de niños, calzado y demás accesorios infantiles y la verdad es que le estaba yendo genial. Pero tal y como son las madres, me nota inquieto enseguida y apoyándose en la encimera y ofreciéndome un paño para que me secara las manos se cruza de brazos a mi lado y me pregunta qué me pasaba.

—He notado en la cena que, aunque estabas, no estabas. ¿Qué ocurre, Pascual? ¿Es por lo del trabajo? No te preocupes, tarde o temprano saldrá algo. A tu padre le va bien ahora y a mí igual, la verdad es que estoy teniendo suerte porque llevo una temporada muy buena.

—Es y no es eso, mamá. Quizá cuanto más busque, más tardará en aparecer… no sé. Voy a esperar unos días a ver qué pasa y preguntaré por aquí y por los pueblos de alrededor. Quizá por aquí encuentre la suerte que no he encontrado por Málaga.

—Entonces, Pascual ¿qué es lo que te preocupa?

Resoplo y, como cada vez que me inquieta algo, deslizohacia un lado mi corto flequillo.

—Mamá, no le he dicho a Berta aún lo del Ejército. No me atrevo. No quiero decírselo con un mensaje, pero es que hoy, por ejemplo, que antes de venir a casa hemos ido a La Samba y la he visto, no he sido capaz. Quizá también porque estaba Marcos y no era el momento, pero es que cuando me atreva a decírselo le voy a hacer daño. Lo sé. Volveré a irme otra vez y la volveré a dejar sola y me moriré si siente que la vuelvo a defraudar.

—Pascual, no pienses así —dice cogiéndome la cara y haciéndome que la mire—. Aún no sabes si te van a coger, incluso todavía no has hecho las pruebas físicas siquiera. No sufras ahora. Disfruta estos días con ella, y si mientras sale algo de trabajo de lo que te gusta, pues entonces ya decides. Sube a tu habitación y deshaz las maletas, ya termino yo esto, que queda poco.

Me dirijo hacia el pasillo donde dejé las maletas cuando llegué y subo las escaleras para dirigirme hacia mi habitación.

Veo que la luz del dormitorio de mi hermana sigue encendida y me asomo por la rendija de la puerta.

—¿Aún despierta?

—Estoy terminando de ver esta revista y ya me voy a dormir.

—Está bien, buenas noches. Acuéstate pronto que mañana tienes clase —le digo dándole un beso en la frente.

—Que síííí. No te preocupes.

Me voy hacia la puerta y antes de cerrar oigo a mi hermana decir:

—Pascual, me gusta mucho que estés aquí otra vez.

Sonrío y le tiro un beso antes de cerrar la puerta. Vuelvo a coger las maletas que he dejado en el suelo del pasillo pensando en que hay veces que Olivia me saca de quicio, pero en realidad no sabe cuánto la quiero. Con once años que tiene, sigue siendo la vida misma de mi casa. Vino quince años después de mí por sorpresa, después de varios abortos y hasta el día de hoy sigue trayéndole a mis padres la alegría que no tuvieron durante esos años. Es única y especial, es una niña simpática y con mucha energía, pero traviesa a más no poder.

Ya en mi habitación, dejo caer las maletas al lado del armario. Mi madre, aunque pase a limpiar siempre deja todo tal y como estaba. Me dispongo a sacar toda la ropa de ellas, pero noto que mi teléfono vibra en el bolsillo de mi pantalón. Lo saco y pulso en el botón con el icono del sobre.

Mi corazón da un vuelco.

Es un mensaje de Berta.

● Me ha encantado volver a verte.

Capítulo 2

Campanillas de invierno

Galanthus nivalis

(Esperanza)

BERTA

Ha vuelto.

Pascual ha vuelto para quedarse. Por fin.

Qué ganas tenía de que terminara el curso. Aunque me apena igualmente que no haya encontrado trabajo, no quiero ser egoísta.

Pero me invade una sensación por dentro de mi cuerpo de inmensa paz indescriptible. Me siento llena de felicidad y alegría porque hasta día de hoy me sentía un poco incompleta. Mis días han pasado de ser oscuros y tristes a convertirse quizá en brillantes y esperanzadores. Y es que, a pesar de tener a mi lado a India, me faltaba claramente el calor de Pascual. Me hacía falta día tras día, tanto su presencia como una mirada, una palabra, una caricia. Ese punto de apoyo que, sin él, crees que puedes caer de un plumazo. Porque sin él cerca, nada es igual. Y es que cuando él no está, siento un gran vacío que no sabría expresar.

Estaba tan feliz de haberlo visto por sorpresa en el bar que la verdad es que ya no di pie con bola. Estaba eufórica y casi dos horas después de haber recogido todo el bar para tenerlo preparado para el día siguiente, me despedí de Manolo y cerré con ganas.

Iba caminando deprisa para llegar lo antes posible a la plaza de Topete, donde si tenía algo de suerte y no habían cerrado algún puesto de venta de flores podría coger algún ramillete para llevármelo a casa. Pero conforme iba llegando, escuché aún algo de bullicio. Mi suerte no había terminado en este día. Quién me iba a decir que un jueves cualquiera donde la rutina diaria se instauraba en mí, pudiera llegar a convertirse en un jueves demasiado feliz.

Saludando a mi paso a algunos conocidos que iban conversando por la plaza peatonal y esquivando a algún que otro turista que quedaba embelesado por el colorido de la plaza gracias a los puntos de venta de flores, llegué a uno y le compré un ramillete de campanillas de invierno con unos pétalos blancos resplandecientes.

Y con él en la mano me dirigí presta a casa. La semana ya estaba llegando a su fin, tan solo me quedaba trabajar mañana gracias a que llegaba Alejandro, el hijo de Manolo, los fines de semana. Con su llegada, se encargaba él de echarle una mano a su padre en el bar hasta que el lunes volviera a irse a estudiar.

Esto quiere decir que sí, que no me puedo quejar de mi trabajo ni de la conexión tan buena que tengo con mi jefe, que es un amor de persona y que gracias a su hijo yo tengo todos los fines de semana libres. Fines de semana que dedicábamos desde hace años Pascual, Marcos, India y yo a organizar siempre algún plan para hacer los cuatro juntos, si ninguno de nosotros tenía alguna otra cosa que hacer.

Conforme iba llegando a casa se me había ocurrido una idea que, normalmente, suelo hacer los sábados o los domingos por la mañana, pero la verdad es que hay momentos en los que echaba de menos poder dedicarme más a ello. Y este era uno de ellos.

Vivo desde hacecinco años y medio, exactamente desde que terminé la secundaria en un bloque de dos pisos. En realidad, solo era una casa, pero a la dueña se le hacía demasiado grande para ella sola después de enviudar y, tras el vuelo de sus hijos, la modificó construyendo dos pequeños hogares. En la parte de abajo vivía mi casera Emilia, amiga íntima de mi abuela María. Cuando mi abuela falleció, su casa, que era una casa de muchísimos años, que recuerdo perfectamente de haber vivido mis mejores años allí, estaba ya en las últimas. Era una casa antigua, muy fría y con pocos adelantos actuales. Lo que sí me gustaba de allí era su patio blanco, con millones de macetas que recuerdo que aguantaban durante todo el año, para eso mi abuela tenía buena mano, además de para la cocina. Me encantaba estar en invierno al lado de la estufa merendando pan con unas onzas de chocolate. Pero al fallecer mi abuela la casa pasó a su hijo, mi padre, si es que puedo llamarlo así, y él, tan ingrato como ha sido siempre, la vendió. Me enteré posteriormente comiendo un día, cuando él lo hablaba con mi madre, y la verdad es que el hecho de recibir esa noticia después de haber vivido gran parte, si no entera, de mi niñez allí, hizo que me invadiera una gran pena y rabia por no saber valorar las cosas, pero yo con catorce años, poco podía hacer.

De lo que ellos, aún después de estos años no se han enterado, es de que mi abuela me dejó una herencia que tenía guardada de sus ahorros y de sus capitales. Un dinero que yo guardé en mi cuenta corriente cuando cumplí mis dieciocho años y que me ha ido ayudando a pagar el irrisorio alquiler que mi casera me cobra por vivir en la casa.

Una casa ideal para mí, pequeña y muy acogedora, de la que quedé prendada cuando Emilia me la enseñó. Decorada con gusto y al estilo rústico, aunque Emilia me dio carta blanca para incorporar, quitar o cambiar lo que quisiera.

Saqué las llaves de mi mochila y abrí la puerta de la calle. Subí las escaleras con ganas de pegarme una ducha rápida y adentrarme en casa. Dejé las llaves en el mueble que tenía al lado de la puerta principal y me dirigí en primer lugar a la cocina a poner las flores en un recipiente de agua, pero no las dejé allí, sino que me las llevé a mi dormitorio.

Dejé la mochila encima de la cama y el jarrón sobre el escritorio y me quité mis convers