La galería de los antepasados - Andrea Cabrera Kñallinsky - E-Book

La galería de los antepasados E-Book

Andrea Cabrera Kñallinsky

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Beschreibung

Una saga familiar, marcada por sus mujeres y también por la magia, gira alrededor de una casa entre plataneras. La historia comienza con una partida de cartas desigual, en la que un hombre de campo, próspero y cabezota, el patriarca del clan, se juega su flota de camiones para lograr una ladera, aparentemente baldía, propiedad de un vecino tahúr. La casa que se construye en ese terreno, el primero del pueblo, alberga unos misteriosos azulejos cuya peculiaridad es la de mantener presentes a los antepasados fallecidos. Así, seguirán relacionándose, desde otros planos, con las generaciones de esta familia conformada por personajes femeninos sorprendentes, cargados de ese profundo sentimiento de lealtad y cuidado del que hicieron gala las mujeres de antaño, vinculadas a la tierra y que entendían la vida desde la comunidad. Bajo una apariencia apacible se hilan mil historias, algunas entra¬ñables, otras no tanto. Se cometen crímenes, se pierden cosechas devoradas por insectos, se labran amistades, rencillas y amores que conforman un cuadro coral, en el que las distintas realidades suceden más allá de las dimensiones en las que nos parece vivir, se entreveran en el día a día de unos personajes y unas situaciones dibujadas al más puro estilo del realismo mágico.

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Andrea Cabrera Kñallinsky

LA GALERÍA DE LOS ANTEPASADOS

EDITAA. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]•www.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

© Andrea Cabrera Kñallinsky

© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L., 2023

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-386-4

Índice

La primera casa del pueblo

Los viajes

Paso del testigo

Agradecimientos

A mis padres, tan pronto un trampolín como un pilar.

A Gustavo, mi hermano, en todos los sentidos.

«He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas.»

Jules Renard

La primera casa del pueblo

Mi bisabuelo, don Ildefonso San Martín, salió con tal nivel de excitación de la partida de cartas en la que ganó, por fin, aquel ansiado trozo de tierra del comienzo del pueblo, que llegó a su casa empapado en sudor, colorado cual remolacha y sin poder articular palabra. Eran pasadas las 4 de la mañana. Mi bisabuela, doña Inés del Rosario, se despertó sobresaltada con la escandalera que traía ese hombre, y al verlo llegar en ese estado, lo acostó en un sillón, le hizo poner los pies en alto y tomar un vaso de agua con azúcar. Acabada la operación, se cogió tal ataque de nervios, que hubiera sido difícil discernir cuál de los dos estaba más cerca del soponcio.

Don Ildefonso era un hombre serio, emprendedor, justo y nervioso. Ese gusanillo que le tenía el cerebro siempre en movimiento lo hacía trabajar duro, de esta forma llegaba agotado a la cama para poder dormir. Así, fue logrando unas cuantas hectáreas de plataneras y una pequeña flota de camiones con la que colmó de comodidades a su familia. Cada vez que juntaba un dinerito compraba un terreno nuevo ante la mirada atónita de doña Inés, más interesada en las musas, en la porcelana y en objetos hermosos, mejor si eran de tierras lejanas, que no entendía bien para qué quería ese marido tanta ladera.

A don Ildefonso solo se le resistía el principio del pueblo. Su dueño, Segismundo Pastor, no se lo quería vender. Tanta negativa era solo por verlo rabiar, por rencillas de antaño, pues no era una parcela de fácil venta y el dinero buena falta que le hacía; pero fuera como fuese, eso no amedrentaba a mi bisabuelo. Él, decía, quería vivir al comienzo de Santona, que fuera su casa la primera que se tropezara el visitante al llegar a aquel pueblo perdido entre plataneras y eso era lo que iba a conseguir.

–¿Por qué se te antoja esa tierra tan empinada, Ildefonso? ¿Quieres vivir en una casa torcida? –preguntaba doña Inés, para entonces embarazada de su segunda hija–. ¡Hasta el alma se nos va a ir rodando!

–Te prometo que tendremos la casa más bonita y recta de todas las que hayas visto y verás en tu vida. La primera del pueblo.

Segismundo Pastor era muy aficionado a las cartas y a las apuestas, mi bisabuelo no. Él a lo que era aficionado era a conseguir lo que se le metiera en la cabeza, por el camino que fuese. Así, se compró una baraja española y se puso a entrenar al subastado con unos cuantos de sus chóferes, los más avispados, y con Carmelo, su hombre de confianza. Hasta doña Inés aprendió las reglas y alguna partida se echó, por supuesto confiada de que solo participaba en la última ocurrencia de su marido para mantener la cabeza despierta. Don Ildefonso decía que era bueno tener contrincantes diversos, pues de todos se aprende.

Pasó meses entrenando a diario, en secreto, y cuando ya se vio suelto y seguro, cuando ya no tenía rival ni entre los mejores de sus hombres, se aseó y vistió como si fuera domingo y fue en busca de Segismundo Pastor a retarle a una partida. Él pondría sobre la mesa su flota de camiones y el otro la tierra tan ansiada.

Segismundo Pastor no daba crédito al regalo que le hacía la vida, no terminaba de entender el desespero de don Ildefonso por conseguir ese suelo en pendiente cuando tenía solares tanto mejores en el pueblo; no lograba comprender ese punto de locura en un hombre tan cabal que lo iba a llevar a perder su patrimonio; por todos era conocida su falta de interés y de destreza para el juego. Segismundo se frotó las manos. Él, que solo había demostrado talento para traer hijos al mundo y para gastar la cada vez menos abultada herencia que le había tocado en gracia, después de viejo, se iba a convertir en todo un empresario del transporte agrícola. No atisbó ese panorama ni en sus mejores sueños.

Concertaron la partida para el 4 de noviembre a medianoche, en el local de la sociedad del pueblo. No se lo dijeron a nadie, los dos querían llevar la sorpresa a casa. Era martes, podrían pasar desapercibidos. Solo fueron los jugadores y el cura, don Benito, que es quien guardaba la llave y se encargaría de repartir las cartas y hacer de juez, si fuera necesario. Encima de la mesa, de un lado, un manojo con quince llaves; del otro, unas escrituras. Ganaría la apuesta el mejor de 7 partidas.

A las 4.11 horas del 4 de noviembre de 1913, mi bisabuelo ganó la cuarta mano, Segismundo lo había vencido en una, y se hizo con la tierra de sus sueños. En ese preciso momento da comienzo esta historia.

A la bisabuela doña Inés le costó digerir la noticia, todo lo relacionado con ella le producía flato. Sentía que lo ocurrido alrededor de esa propiedad era un cúmulo de señales de mal agüero: primero, que hubiera una apuesta de por medio, de las que su marido había renegado toda la vida; después, que en ese envite hubiera estado en juego el patrimonio familiar –solo de pensarlo le entraba hipo hasta a la criatura que llevaba en su vientre– y, por último, el estado de shock en el que llegó don Ildefonso cuando finalmente consiguió la tierra. Era la primera vez, en sus tres años de matrimonio, que se le pasó por la cabeza que podía perderlo.

Los días, como ocurre siempre, le fueron resultando un bálsamo. Además, ella tenía tendencia innata a la adaptabilidad y así la idea de mudarse a la inauguración del pueblo, cada vez, se le fue haciendo menos picuda. Empezó a pensar que quizás las señales, que sí que las había, no eran de mal presagio sino de otra cosa.

Una tarde, después de la siesta, doña Inés le sacó el café a don Ildefonso al porche, bajo la parra, como solía cuando comía en casa; solo que esta vez se sentó con él y le contó una idea que le andaba rondando.

–Tengo una condición para hacernos la casa allá. Quiero azulejos ingleses, los Cigam.

Don Ildefonso no tenía ni idea de lo que pedía su mujer, seguramente alguna de esas rarezas que solo a ella le gustaban. Hizo una mueca de extrañeza y se disponía a rechistar cuando observó la cara de doña Inés: seria, segura, sin concesiones. Había aprendido a no meterse en batallas inútiles, valoraba mucho su energía como para derrocharla.

–Así se hará.

–Muy bien. Mañana mismo quiero ir a la ciudad, he oído que conseguirlos requiere de todo un proceso, incluso pueden rechazar la solicitud, y no me gustaría que se retrasara la obra por ellos.

–Carmelo te llevará.

Doña Inés se levantó de la mesa fingiendo tranquilidad, se preocupó de no abrir más la boca por miedo a que el corazón le saliera disparado. Cuando encontró a Paquita, que andaba enredada con la plancha, se paró enfrente y ya se permitió liberar los músculos del rostro. Con una gran sonrisa le anunció que al día siguiente irían al almacén del indio.

–Prepara el vestido blanco y el sombrero. Si la cosa se nos da bien, después te invito a un mantecado en la Avenida.

A las 9.00, estaban las dos, muy tiesas, esperando en la puerta. Doña Inés de blanco impoluto, Paquita con el vestido azul de rayas que ella misma le había regalado y que apenas le cerraba ya. Carmelo apareció también aseado, con chaqueta y peinado para atrás. Todos preparados para la excursión al almacén del señor Parthak, en el Ford T del bisabuelo, regalo de bodas de su hermano el emigrante.

Antes de partir, don Ildefonso se acercó al coche y le hizo una petición al oído a su mujer:

–Inés, por favor, esta vez no vayas a tomar un helado con el servicio, por favor –siempre repetía «por favor» cuando sabía que pedía un imposible–. Si no lo haces por mí, hazlo al menos por la imagen de tu hija y por el que viene en camino.

–Ya veremos –el coche arrancó y, asomándose a la ventanilla, doña Inés añadió–: ¡y presiento que será otra niña!

Durante las dos horas de trayecto nadie dijo una palabra. Doña Inés iba concentrada en el diseño de sus azulejos. Imaginaba la entrada como un jardín tropical, la escalera enmarcada por enredaderas y la cocina quizás menos cargada, pero también con algún toque de flores.

Aparcaron en la puerta del almacén y doña Inés cumplió su ritual. Se paró en el vano, cerró los ojos y se dejó mecer por el aroma peculiar de la tienda del indio: pachuli, lavanda, curry, a ratos canela, madera mojada, papel antiguo, polvo atrapado en alfombras orientales y queroseno de las lámparas, algunas de vidrios de colores. A todo eso junto y también por separado olía el amplio antro, de estanterías gigantescas, donde el señor Parthak guardaba los tesoros que iba rescatando de familias venidas a menos, de algún viaje a su tierra, de transatlánticos que dejaban lastre y de alguna joya lograda en el cambullón*.

–Buenos días, señora –dijo el señor Parthak arrastrando las «r» y con énfasis en las «s», mostrando su amplia dentadura entre blanca y dorada y agarrando las manos de doña Inés–. Muchos meses ya sin verla.

–Muchos meses sí, pero ya verá que a partir de ahora nos veremos seguido. Busco los azulejos Cigam.

–Oh, lo siento tanto. Para una casa vieja no pueden ser.

–Son para una nueva que construiremos al comienzo del pueblo, en la ladera, al pie de la carretera.

–Tengo otros azulejos maravillosos que seguro tardarán menos en venir. –Agarró a doña Inés del brazo y la fue adentrando por toda aquella aventura que era su tienda. El señor Parthak siempre vestía igual: una casaca tradicional india, beis, impecable si no fuera por algún pelo de gato salpicado–. ¿Por qué complicarse con los Cigam…?

Doña Inés no lo dejó terminar la frase:

–Señor Parthak, ya he convencido al hueso de mi marido, así que nada me va a hacer desistir, quiero esos azulejos. Solo los vi una vez, de pequeña, en una visita con mis padres, y nunca pude olvidar ese colorido, esa viveza. Esas piezas la atrapan a una y la acompañan. Eso es lo que yo quiero para mi nuevo hogar.

–Si está decidida, sígame al despacho, en algún lugar está el catálogo y los requisitos. Veremos si usted se ajusta a sus exigencias.

El cubículo del indio era como una miniatura de su tienda. Estanterías hasta el techo llenas de carpetas a punto de reventar y con apuntes en hindi en el lomo, hatillos de papeles amarrados con cuerdas de colores; frascos de tinta y cajas de plumas; álbumes con sellos, restos de incienso y otros aun ardiendo; quinqués antiguos, de aceite de ballena, y otras lámparas modernas, estas encendidas, de queroseno; también fotos seguramente de algún antepasado del señor Parthak. Una mesa de despacho cargada de papeles desordenados, una lámpara más, y una figura de una tortuga verde, de jade, asomando en el caos. El señor Parthak echó a un gato de la silla, apartó unos cuantos pelos del terciopelo e hizo sentar a doña Inés. Dio la vuelta a su mesa y se sentó al otro lado.

–Un minuto, señora, por algún lado tiene que estar ese catálogo.

El indio iba abriendo cajones y buceando en ellos. Mientras tanto, doña Inés se entretenía con los distintos mapas que colgaban de la pared. Tantos años visitando la tienda y nunca había pasado a esta extraña habitación en la que todo parecía bajo un manto ocre.

–¡¡¡Aquííííí!!! ¡¡¡Sabía que estaba aquí!!! –El señor Parthak levantaba en señal de triunfo un catálogo inmenso, dorado, con letras de molde en marrón chocolate, que decía Cigam, ante la mirada entre asombrada y complacida de doña Inés–. Ahora que lo tenemos, nos toca, primero que nada, una conversación. –El señor Parthak dejó el catálogo en su mesa, apoyó los codos encima de él y su barbilla sobre sus manos entrelazadas. Miró a doña Inés, que no perdía detalle–. Mi querida señora, ha elegido usted el objeto más peculiar de todos aquellos que alguna vez he vendido y venderé a lo largo de mi vida. Me sorprende en extremo que usted se haya topado con ellos, ¡y más desde niña! En todos los años en los que llevo con mi negocio usted es la quinta persona que se ha interesado por estas maravillosas piezas y, finalmente, solo he podido vendérselas a una, el resto de las candidaturas fueron rechazadas por la fábrica. Son muy exigentes para su venta, tanto como con sus representantes, solo hay diez en todo el mundo. Si finalmente aceptaran su pedido no será usted quien elija los modelos, le fabricarán los que estimen convenientes para su casa y para las habitaciones que lo crean necesario. Le voy a facilitar un escrito donde se detallan todas estas condiciones que usted tendrá que firmar, llegado el momento.

–¡Cómo va a ser eso! ¿Que no puedo decidir yo qué azulejos quiero en mi casa? ¿Ni si los pongo en la cocina o en la entrada?

–Así es, si quiere Cigam, no puede. Como usted misma dijo, estos azulejos están vivos, acompañan a la casa y a sus habitantes. Saben mejor que usted lo que necesita. Solo los hacen para personas muy determinadas, especiales. –El señor Parthak hizo una pausa, vio desilusión en la mirada de doña Inés–. No hay ningún problema, señora, no se aflija. Hay otras fábricas maravillosas de azulejos ingleses, holandeses o portugueses. Usted podrá decidir entonces cómo y dónde colocarlos.

–¡No! Está bien. Voy a hacer lo posible para que acepten mi pedido en Cigam.

–Póngase cómoda entonces. Avisaré para que le traigan un refrigerio y, si le parece bien, diré a sus acompañantes que vengan a recogerla en un buen rato, así podremos hacer el papeleo inicial.

El señor Parthak salió de su cubículo. Doña Inés se puso en pie y dio los tres o cuatro pasos que le permitía el despacho, no sabía bien si para estirar las piernas o las ideas. ¿Cómo le explicaría a Ildefonso que la fábrica de los azulejos era la que le iba a decir qué piezas eran las que tenían que comprar para su casa? Pensaría que se había vuelto loca…, y la verdad es que ella también lo empezaba a pensar. El señor Parthak, por suerte, interrumpió su discurso interno, que ya iba llegando al final del callejón sin salida.

–Aquí estoy, señora, disculpe la espera. –Lo seguía su ayudante, otro indio, mayor que él, enjuto y también con la ropa tradicional de tono crema. Cargaba una bandeja con té, plátanos y frutos secos. El señor Parthak hizo un hueco para la bandeja, entre los mil papeles de su mesa–. Empecemos. Nos queda un trabajito por delante.

Doña Inés cogió dátiles y peló varios maníes, no se había dado cuenta del hambre que tenía. El señor Parthak abrió el catálogo. En una de las solapas se desplegaba un sobre que dentro contenía varios formularios. Extrajo uno y empezó su lectura en voz baja.

–Lo primero que hay que hacer es rellenar estas preguntas, quieren saber su nombre, el de su marido, el de sus hijos, el de sus padres y hermanos, el de sus sirvientes y el de sus mascotas. También le piden su idea de construcción, cómo quiere hacer la casa. Tendrá que detallar su dirección actual y la de la casa nueva, explicar qué orientación tiene, desde qué habitación se divisará primero el sol por la mañana y cuál será en la última en la que se lo vea caer. Preguntan sobre las formas y los colores que le gustan, sobre sus sueños, los de ahora y los de niña y, lo más importante de todo: tiene que hacer una carta explicando por qué Cigam.

–¿Todo esto ahora, señor Parthak?

–Sí, mi querida señora, todo debe hacerlo antes de una hora. Si dejamos que lo piense mucho se pierde la magia. Todo lo bueno, de donde sale, es del corazón.

Doña Inés fue contestando a todas las preguntas; los nombres y direcciones eran fáciles de responder; los sueños, un poco menos. ¿Ser una princesa africana? ¿Cómo iba a contar eso? Los colores: el verde, el azul, los distintos tonos de marrón. ¡Ah! Y el blanco, su favorito. Las formas que recuerdan a las flores, los arabescos, las semicircunferencias que va dejando como huella el mar en la orilla cuando baja la marea. En su nueva casa vería amanecer desde el balcón de su habitación y el sol se pondría en el jardín. Un corredor comunicaría las distintas habitaciones y tendría diferentes niveles, para salvar la pendiente del terreno.

Solo quedaba la carta. No era muy buena escribiendo, así que pidió dictarle al señor Parthak.

Estimadas personas,

Tenemos un terreno nuevo logrado por el empecinamiento de mi marido. Lo ganó a las cartas, a pesar de no ser jugador. Está al comienzo del pueblo. Él dice que lo quiere para que nuestra casa sea la primera que se vea al entrar en Santona, pero yo sé que eso no es cierto. Tal ha sido su obsesión que tiene que haber sentido una llamada, una señal o algo inexplicable; tonto no es.

Siendo una niña vi una vez sus azulejos en una visita, con mis padres, a la casa de un Lord inglés. Nada más entrar me sentí a la vez en mi casa y a la vez en una selva. Olía a verde, corría brisa y si me estaba muy quieta y callada podía hasta escuchar el rumor de los animales salvajes. Toda esa vida salía de las paredes y envolvía la atmósfera. Eso mismo es lo que yo quiero para mi casa, sentirme a la vez en ella y a la vez en un cuento. Por eso necesito sus azulejos.

Espero que me entiendan. Muchas gracias por su atención,

Inés del Rosario

Doña Inés se levantó.

–Ya no tengo nada más que decirles.

–Esta misma tarde salen sus papeles para la fábrica. Tan pronto tenga novedades sabrá de mí. Disfrute de su vuelta a casa.

Carmelo y Paquita esperaban a su señora a la salida del almacén, de pie, a la sombra de un flamboyán. Ella les hizo señas y pusieron rumbo a la Avenida, a tomarse un helado de vainilla y bienmesabe*.

Sentados en la terraza, el chófer y la sirvienta se apuraban en terminar el dulce. Encorsetados y con la vista gacha, parecía pasarles desapercibida su exquisitez. Doña Inés, sin embargo, saboreaba su mantecado con fruición, ensimismada y con parsimonia.

El helado, la intensidad de la mañana y los baches de la carretera hicieron el camino de vuelta más accidentado y estragos en el cuerpo de doña Inés, que necesitó parar la marcha unas cuantas veces, no sabía bien si porque se ponía de parto o porque quería vomitar. Los rezos de Paquita y la destreza al volante de Carmelo hicieron su efecto y, al golpito, fueron llegando a Santona.

Doña Inés bajó del coche sin tenerse en pie, apoyada en Carmelo y don Ildefonso. Paquita le preparó su cama y su camisón y, apenas la piel rozó el frescor de las sábanas de hilo, doña Inés se dio cuenta de que no habría sitio mejor para esperar y recibir al hijo que estaba por venir. No quería que el nuevo vástago la encontrara en otro escenario, así que prometió no salir de la cama hasta después de ser madre por segunda vez. Dicho y hecho, permaneció en posición horizontal durante los dos últimos meses de embarazo. Allí pasó la Nochebuena y también la encontró el nuevo año, cobijada entre sábanas bordadas.

Mandó a don Ildefonso a la habitación de invitados y se hizo colocar la cama de Roberta, su hija, al lado de la suya, para que le hiciera compañía. Era dócil, alegre, tenía ya dos años y hablaba a media lengua, así que fue todo un placer compartir cuarto con esa niña de ojos minúsculos y lazos gigantes en el pelo.

Las rutinas de esos dos meses fueron un auténtico placer sosegado. Cada día, a media mañana, doña Inés se levantaba media hora para que le estiraran las sábanas. En ese rato aprovechaba para lavarse un poco la cara y el cuerpo, cepillarse el pelo y asomarse al balcón desde donde veía sus amadas plataneras. Una vez a la semana estaba fuera de la cama una hora, le daba tiempo a bañarse bien, perfumarse entera y cambiar el camisón. Cuando volvía a la cama la esperaban también sábanas limpias.

Durante el día pintaba con Roberta, charlaba con el servicio e iba perfilando en su cabeza los flecos que iban quedando de su nueva casa. Por las noches cenaba con don Ildefonso y se contaban las novedades del día, él relataba lo que pasaba por el mundo, es decir, entre las plataneras y los camiones, y ella narraba lo que había acontecido en su interior. Desde el día que tocó poner la primera piedra de la casa del comienzo de Santona y hasta que acabó la obra, los albañiles le preguntaban a don Ildefonso, que tenía nociones de construcción, y don Ildefonso a ella, que se sabía de memoria hasta el último muro de la casa.

De la organización de la tierra se encargó él, plantaría plataneras en todo el espacio hasta llegar, casi, al cauce del barranco. Respetaría una higuera imponente que se había asentado en medio del terreno. Más de una controversia le costó mantener el árbol en pie, la higuera podía tener cerca de sesenta años, le quedaba, pues, poco de vida y las raíces se extendían a más de veinte metros alrededor del tronco, por lo que se perdía mucho espacio para plátanos. Arrancarla iba ser un trabajo duro, de varias jornadas, pero parecía lo más lógico. Este razonamiento se lo hicieron sus trabajadores, uno tras otro. Para todos, don Ildefonso, tuvo una respuesta parecida, siempre tajante.

–Si me entero de que alguien toca el árbol, no vuelve a pisar ninguna de mis tierras. La higuera se queda. Alrededor haremos un muro de piedra para sentarnos a su sombra. Cuando se muera, ya me encargaré yo de plantar otra con mis propias manos. Todo claro, ¿verdad? Pues ni una palabra más.

No llevaba doña Inés ni tres días metida en la cama cuando Paquita entró corriendo en su cuarto, toda desarbolada, para contarle que el indio amigo del señor Parthak estaba en la puerta, traía un sobre dorado enorme con su nombre en letras de molde color chocolate.

–Adelante, señor…

–Chopra.

–Señor Chopra, ¿qué le trae por aquí?

–Me manda el señor Parthak con este sobre. Me pidió que no se lo diera a nadie más que a usted. También tengo que esperar por la respuesta para llevarla de vuelta.

–No lo hagamos esperar pues.

Doña Inés sacó un enorme papel vegetal con letras doradas. Un papel tan fino y traslúcido que parecía que las palabras flotaran en el aire.

Estimada señora Del Rosario,

Su marido, como usted dice, tonto no es; seguro que existe esa llamada que supone para que sea justo en ese espacio donde quiere construir la morada de la familia. Nuestros azulejos harán de su hogar un lugar tan acogedor como de cuento… Si aún sigue interesada en que formemos parte de él.

Doña Inés tuvo que parar de leer unos segundos, volvía a sentirse como en el coche, con el bebé dando respingos y el desayuno tratando de brincar fuera del estómago.

–Paquita, por favor, acompaña al señor Chopra al comedor y sírvele unas tortillas de plátanos con miel de caña. ¿Ha venido usted acompañado? ¿Con un chófer quizás? Si es así, invítalo también a pasar, Paquita, hace un calor de mil infiernos. Desde que acabe con la carta se lo haré saber. –Paquita se disponía a conducir al señor Chopra fuera de la habitación cuando doña Inés volvió a dirigirse a ella–. Y abre bien las ventanas, ¡que entre el sol!

Si es así, por favor, lea con atención nuestra propuesta y fírmela una vez esté segura. Tan pronto la recibamos nos pondremos a toda máquina a producir las piezas exclusivas que revestirán su hogar.

El mismo día del nacimiento de su hija (usted ya sabía que era una niña, ¿verdad?) recibirá exactamente cien cajas de azulejos Cigam y una más.

Cuídese mucho, señora. Gracias por su confianza y por querer hacer de este, un mundo mejor.

Doña Inés metió de nuevo la mano en el sobre, en busca de ese otro documento del que hablaba la carta. Encontró una cartulina beis con letras color chocolate:

PROPUESTA PARA LA CASA DEL COMIENZO DE SANTONA

La casa nueva de los San Martín Del Rosario tendrá un gran frontis que dará a la carretera general e irá bajando, como una cascada, por la ladera.

Un zaguán pequeño, cerrado por unas puertas de madera y cristal brocado, traslúcido, será la presentación de la casa, el primer bocado. Dejará solo entrever la aventura que acontece en el interior. Tras las puertas una escalera descendente dará paso a un recibidor del que saldrá a la izquierda la cocina y el comedor diario, enfrente una pila de agua y más escaleras hacia abajo que terminarán en un pequeño distribuidor. La derecha del recibidor se extenderá en una gran galería de la que saldrán dormitorios, baños, el comedor de las ocasiones y un vestidor. Exactamente las mismas puertas de un lado que del otro del corredor, exactamente el mismo número de azulejos, cien, en fila, a cada lado.

La casa tendrá un jardín al que se accederá por la cocina y por un salón de verano, en un nivel inferior. La esencia de ese jardín, lleno de vida y de plantas, de olores a tierra y eucalipto, colores metálicos de insectos y amarillos y azules y verdes de aves cantarinas, del movimiento de las lagartijas; con vistas a la azotea, las copas de los árboles y el cielo, hacia arriba, y las plataneras, la robusta higuera y el barranco, cargado de agua en los inviernos, hacia abajo, es lo que reproducirán los azulejos que ocuparán las paredes del zaguán, de la escalera, del recibidor, que decorarán con muebles de mimbre, y, sobre todo, de la gran galería.

Verdes, amarillos ocres y azules entre eléctrico y añil, traídos de pigmentos del Atlas, serán los protagonistas, siempre sobre blanco. Varas entrelazadas, a medio camino entre enredaderas y la tela del manto de una princesa africana, zafiros y las alas quizás de un pájaro canario, quizás no, para resaltar las piezas fundamentales de esta colección del comienzo de Santona: la reproducción de doscientos antepasados que acompañarán, con su sabiduría, con su amor, a los habitantes del hogar. Cien a cada lado del corredor, a un metro y medio del suelo. Parecerán todos iguales, pero no siempre será así.

Doscientos son los que caben en la casa, ni uno más. Doscientos seres cuya energía quedará entreverada entre esas privilegiadas paredes, ni uno más. Cumplidos los doscientos la casa volverá a ser piedra y pasto de la ladera.

Firma de conformidad:

Doña Inés leyó la propuesta varias veces. Demasiada responsabilidad para asumirla una mujer sola metida en cama. Por un lado, estaba exultante con que hubieran aceptado su candidatura en Cigam –¿cómo habría viajado tan rápido su carta?– . Por otro, aceptar que llegaría un día en que su casa volviera a ser solo ladera, se le hacía una montaña difícil de subir.

–Señora, el señor Chopra se tiene que marchar.

–Pídele que espere diez minutos y llama a mi marido, por favor, Paquita.

–Inés, mi niña, tengo al hijo de Silverio que casi se rebana la mano con el machete y después por poco se ahoga con el horcón. Su primo desmayado porque dice que no aguanta la sangre y Carmelo que lleva una hora para traer a don Facundo, a ver si se le arreglan los dedos o los pierde o qué. ¿Se puede saber qué es lo que necesitas con esta urgencia?

–Ildefonso, ¿tú te fías de mí?

–¡Pues claro! ¡Qué tontería es esa!

–¿Puedo decidir yo sola entonces algo que nos afectará a toda la familia…, de aquí a no sé…, por lo menos, por lo menos a nuestros tataratataranietos?

–Sí, Inesita, sí. No sé qué diablos es lo que se te ha metido en la cabeza, pero nosotros juntos en la salud y en la enfermedad, mándale pa’lante a lo que sea, que parece que va llegando don Facundo.

Doña Inés firmó el documento. Hizo preparar unas tortillas más para el señor Parthak, que envolvieron en un paño de hilo, y despidió al señor Chopra. Pasaría la tarde pintando cuadros con Roberta para la habitación nueva, que compartiría con su hermana. Tenía que ser un dibujo donde hubiera dos princesas africanas con dos enormes mantos de vistosas telas de colores.

El 5 de enero llegó entre sábanas, baños perfumados, algo de costura para el ajuar del nuevo bebé, dibujos infantiles y de planos de lo que Cigam había dispuesto para la casa y lo que no, y las noticias diarias que don Ildefonso iba trayendo de cómo avanzaba la obra incipiente del nuevo hogar. La cena de Navidad y también la de fin de año se hicieron, como todas, en la habitación de la que doña Inés no salía. También se dispuso en ella el belén.

Y entonces despuntó el día señalado. Esperaban a los Reyes Magos, pero se les adelantó Consuelo, que en unas horas pasó a ser Chelo, pues su llanto, tan lleno de matices, recordaba al sonido de ese cálido instrumento.

Casi no dio tiempo a cambiar las sábanas bordadas por otras más comunes, casi no dio tiempo a que llegara la partera. Don Facundo, siempre lento, no llegó más que para el brindis por la nueva San Martín. Chelo tenía prisa por empezar a expandir su música por la casa, también su luz, y tras unas cuantas contracciones y algún que otro empujón, junto con el primer sol de la mañana, la niña llegó a Santona. Al poco aparecería un hermano más, apenas medio año, aunque por otro camino, y también estaba Roberta, pero nunca hubo un miembro en toda la familia que iluminara como Chelo. Todos pensaron siempre que fue una bendición de sus majestades de Oriente, pero doña Inés nunca dudó que aquella gracia se la otorgaron los azulejos ingleses.

Mi bisabuela, cansada de tanta cama, amamantó al bebé, mi abuela, y, al instante siguiente, se puso en pie a organizar. Esa noche ya cenó la familia en el comedor, como Dios manda, y los zapatos, a la espera de los regalos de Reyes, se pusieron en el salón, y ¡menos mal!, pues las cien cajas, y una más, de Cigam, junto a los juguetes de Roberta y una mantita improvisada para Chelo, no hubieran cabido en la habitación del matrimonio.

Esa mañana de Reyes fue una fiesta en casa de los San Martín, una energía distinta, entre mágica y vital, lo ocupaba todo. Cien cajas de color chocolate con letras doradas y una dorada con letras color chocolate, una recién nacida que lloraba como música de cuerda: era un verdadero espectáculo.

Don Ildefonso se quedó estupefacto ante la capacidad de organización de su mujer, que había logrado orquestar la traída de aquel inmenso cargamento desde la cama, sin hacer ruido y sin su ayuda.

Doña Inés abrió, una a una, las cien cajas. En todas, aunque tuviera un modelo repetido, soltó una exclamación de admiración. Azulejos brillantes de colores intensos, azules hipnóticos y verdes refrescantes, mostraban formas de la naturaleza en distintas versiones. Flora y fauna, así fueran para el zaguán, la escalera, el recibidor o el corredor. Había cinco cajas que tenían, además del nombre de la fábrica y la habitación a la que correspondían, una marca en una esquina de la tapa parecida a un ojo. En ellas estaban los doscientos azulejos que, en azul eléctrico, reproducían una cara andrógina, sin pelo, de labios finos, orejas grandes, nariz irrelevante y ojos profundos. Nada más abrir la primera, hubo un momento como de vacío, algo parecido a la falta de tiempo: Roberta interrumpió su juego con la nueva cocinita de madera, Chelo paró su canción, don Ildefonso cesó su marcha al comedor, Paquita se asomó por la puerta como si alguien la hubiera llamado y doña Inés sintió como una leve falta de aliento:

–¡Oh! –exclamó doña Inés.

–¿Qué hay en esa caja? –preguntó don Ildefonso.

–¿Qué hay, señora? –preguntó Paquita con una impaciencia desconocida.

–¡Mamá! –exclamó Roberta.

A doña Inés le pareció ver su cara reflejada en la cerámica. Al instante siguiente sacó una pieza de la caja y la mostró. No era especialmente bella, tampoco podría decirse que fea, tenía un extraño poder de atracción. Costaba apartar la vista de ella y generaba cierto bienestar y también cierta incertidumbre, era como un enigma en forma de azulejo.

–Son para la galería de la casa nueva –explicó doña Inés.

–Mmmm, interesante –a don Ildefonso no se le ocurrió otra palabra–. Nunca te hubiera imaginado eligiendo estos modelos.

–Creo que más que elegirlos yo, fueron ellos quienes nos escogieron.

–Mmmm.

–Mañana me gustaría visitar la obra. ¿Cuándo crees que los podremos colocar?

–Espero que antes de carnaval.

Roberta en su caminar inestable entre las cajas tropezó con la dorada.

–¡Vaya! La había olvidado –dijo doña Inés.

Con cuidado, le retiró la tapa, además de la marca de los azulejos las letras color chocolate decían «Intelihelmet» y «frágil». Dentro apareció un artilugio dorado con una parte de cristal, entre un casco y una pecera. Tenía algunos botones y hendiduras, así como un material mullido en el interior. La caja también traía un libro, gordo, que parecía de instrucciones.

–¿Qué será esto? ¿Se habrán equivocado? –se preguntó doña Inés.

–No sé, ya lo miraremos. Nos espera el roscón.

El movimiento volvió a la casa de los San Martín tras la llegada de Chelo. Se recogieron las cajas del salón y se llevaron al almacén, menos la frágil, que fue a parar a un estante de un armario. Una recién nacida, una niña de dos años, una casa, más visitas de las que hubieran sido deseables y una obra complicadita eran demasiados focos de atención como para preocuparse de un artefacto futurista.

No se volvió a nombrar, y solo fue eso, el Intelihelmet, hasta que casi dos meses más tarde doña Inés organizó una excursión a la ciudad con Paquita, las niñas y Carmelo. Aquel coche parecía un carro de los que iban de la Plaza del Mercado al Muelle Grande, solo faltaban los burros que lo tiraran. Entre el capazo de mimbre, Roberta, Paquita y sus posaderas, que parecían traídas de Cuba, el encargo de don Ildefonso, dos manillas de plátanos, una para sus primos de la capital y otra para sus hermanas gemelas, una de ellas colocada debajo del capazo, y doña Inés con su gran sombrero y su cesta con refrigerios, el vehículo parecía un número de equilibristas del circo. Un poco apretados, pero llegaron a ver los barcos del muelle a la hora prevista. El aire del mar les refrescó la piel y también por dentro. Estaban con energías renovadas para ir a la tienda de maravillas de Parthak.

Doña Inés paró en la puerta, con Roberta de la mano, y le pidió que cerrara los ojos y respirara fuerte.

–¿A qué huele?

– A laz natillah de Paquita y a la pipa de papá y a máz cozaz…

– Así es, huele a tierras lejanas y a nuestra cocina, con un toque de magia. Entra, Roberta, y avísame si encuentras algún tesoro.

Cada pasillo de esa tienda parecía un caleidoscopio. Había que recorrerlos despacio para no perder la ocasión de toparse con un hallazgo. Gracias a su parsimonia había encontrado una vez, doña Inés, un frutero minúsculo de cerámica de Nicaragua que desde entonces estaba en su cocina con el único objeto de contener unas cuantas uvas y alegrarle la vista. Lo mismo ocurrió con dos candelabros de alpaca labrada, de procedencia dudosa, que apenas asomaban tras una caja de madera de moral que, esa sí, había venido en El Correíllo desde La Palma. Rodearse de belleza la hacía sentirse dichosa. De manera minuciosa, escudriñó cada palmo de la tienda, que, aunque conocía a la perfección, era siempre distinta. Tanto se abstraía en la tarea que fue una gran suerte que el señor Chopra hiciera buenas migas con Roberta, a la que encontró tratando de subirse a un caballo de madera, pues al resto de la comitiva le había tocado ir a hacer los recados para don Ildefonso.

–Buenos días, señora, sé que le llegaron sus azulejos en la fecha convenida. Espero que hayan sido de su agrado.

–Sí, señor Parthak, la víspera de Reyes llegaron los dos. Por la mañana una niña cantora y por la noche, a hurtadillas, cien cajas de azulejos que huelen a fresco e hipnotizan con su color, como habíamos convenido.

–Y una más.

–¿Cómo dice?

–Cien cajas de azulejos y una más.

–¡Ah! Sí, una más, de color dorado, que, ahora que lo pienso, no sé dónde fue a parar. Pensé que era un error de la fábrica, contenía un artilugio extraño que no había pedido.

–Estará donde tenga que estar, a buen recaudo seguro, sabe cuidarse bien. Aparecerá cuando sea su momento –dijo misterioso, pero doña Inés casi no le prestó atención. Su mirada volvía a estar en las estanterías.

–Busco algo que me encante y que se quiera venir conmigo. Ya estamos terminando la obra de la casa nueva, con suerte la semana que viene colocan los azulejos y antes de un mes, espero, estaremos disfrutándola. ¿Tiene algo que vaya bien con esa circunstancia?

–Tengo lo que va perfecto. –Y sonrió de tal forma que, además de los dientes criselefantinos, le asomaron hasta las últimas muelas de atrás. Doña Inés se rio, siempre le había hecho gracia ese indio, caballero y larguirucho, y sus muecas. Caminó ligera, detrás de él, hasta que llegó a una figura ovalada, más alta que ella, cubierta por una tela blanquecina bajo la que asomaban dos patas oscuras, labradas, parecían de madera.

–Esta joya acaba de llegar del Aaiún, es un espejo de pie de caoba labrada. Iba camino de Argentina, pero el barco en el que viajaba casi se hunde en alta mar. Más por suerte que por destreza de la tripulación, terminó recalando aquí y el capitán optó por deshacerse de todos los objetos de valor y obtener algo de dinero para la reparación.

–¿No le parece que lleva mi nombre grabado?

–Desde que entró por la puerta.

–Envuélvalo pues, que este espejo se viene a Santona.

Roberta apareció al final de uno de los pasillos y doña Inés recordó que había venido con ella. La cogió de nuevo de la mano, como si tal cosa, y, sonrientes las dos, salieron en busca de la compaña que las llevara a tomar un helado y de vuelta a casa.

El día en el que comenzaba la colocación de los azulejos, a pesar de los ruegos y de los «por favor, por favor» de don Ildefonso, que no atinaba a comprender qué tenía que hacer su mujer en una obra, estaba doña Inés, a las seis en punto de la mañana, esperando en el almacén con una cesta llena de tortillas de plátano para los obreros. No se iba a perder, siquiera, la supervisión del viaje a la nueva casa de su tesoro.

Casi no había amanecido y una lechuza era persistente en su aleteo sobre el tejado del almacén. Después voló a la casa. A doña Inés le pareció extraño, estos pájaros no son amigos de la gente, y se le antojó, durante unos segundos, como presagio de mal agüero, traían el anuncio de la muerte. Enseguida lo entendió, tenía por costumbre decodificar las señales que la vida le iba poniendo por delante, la intuición era su guía principal, pero no era dada a rendirse a las supersticiones, por lo que consideró la muerte como un cambio, una transición, justo lo que tenía por delante. El pensamiento no cogió más cuerpo, llegaron los trabajadores y su alboroto, y pudo entregar su atención al tema que la ocupaba y que tanta ilusión le hacía.

Una vez hubieron cargado las cien cajas en el camión le pidió a Carmelo que la llevara en el coche, tras él. «Bueno», pensó don Ildefonso, «peor hubiera sido que hubiera querido ir en el camión para no separarse de ellos».

La puerta de la calle daba paso a un zaguán pequeño, algo oscuro, del que partía una escalera que bajaba al recibidor, tal como ella había mandado, tal como había dispuesto Cigam, y a la derecha, la galería. Era un gran alivio que las órdenes se hubieran acatado de forma exacta, el señor Parthak le había advertido de la importancia de seguir lo explicitado por ellos, si no, no habría forma de que esos mosaicos pegaran a la pared. Los andamios y los escombros, repartidos por doquier, no podían ocultar la solera de aquella casa, su alegría. Esos espacios originales, algunos rincones laberínticos, otros diáfanos, y olor a platanera a cada paso, solo necesitaban de los azulejos para culminar su perfección.

Don Ildefonso había dispuesto a diez hombres para que ese sábado acabaran el trabajo. Doña Inés pasó la mañana entrando a una habitación y después a otra, terminando de imaginar la disposición de los muebles, mirando el estanque y los patos salvajes, y observando cómo se iban, las paredes de aquella casa, llenando de vida.

Se hubiera olvidado de comer y hubiera pasado también allí la tarde si no fuera porque Carmelo la vino a avisar desencajado para que corriera a su casa de vuelta, que Paquita se deshacía en un llanto y no había quien la consolara.

Carmelo corrió lo que pudo por esas carreteras plagadas de baches.

Doña Inés encontró a Paquita sentada en la cocina, toda su humanidad casi reventaba el guardapolvo. La cabeza entre las manos y un llanto agudo que a una se le metía en el alma y no podía más que acompañarla en su dolor. Así estaban las otras dos sirvientas con los ojos también enrojecidos. Le habían preparado una tila que no había probado. Doña Inés se repuso de la pena que le producía la escena y pudo hablar:

–Pero bueno, Paquita, ¡qué tanto tienes que no paras de llorar y hasta el pobre Carmelo anda soliviantado!

La mujer pudo levantar la cara, deformada por tanta lágrima, y paró un segundo los gemidos. Hizo el gesto de empezar a contar, pero, tras un suspiro profundo, volvió la cara a las manos y a la llantina inconsolable.

–Déjenla tranquila –ordenó doña Inés a los demás–. Vamos a comer mientras se repone y ya nos contará su desgracia, que seguro tiene solución.

Tres días estuvo Paquita llorando. No probó bocado y decían que también en sueños se lamentaba. El domingo lo pasó en su casa, en la cama, y el lunes no faltó a la casa de mis bisabuelos, pero poco podía hacer, más que sentarse en la cocina a echar agua por los ojos.

Al cuarto día, se ve que ya estaba seca por dentro, pidió una tila y fue en busca de doña Inés. La encontró en el porche, con sus hijas, y, tan pronto la vio aparecer en escena, se levantó a darle un abrazo.

–¡Mi niña! Parece que te hemos recuperado.

–Tengo que hablar con usted, señora –pidió casi en un susurro y mirando al suelo.

Doña Inés llamó a otra sirvienta para que echara un ojo a las niñas, mandó traer dos tilas más y la condujo al despacho de don Ildefonso. Allí había dos sillones de orejas, como de hablar cosas serias, de piel verde agua, comprados ya con mucho uso en el almacén del señor Parthak.

–Cuéntame, Paquita, seguro que encontramos camino. Tranquila.

–Esto es muy grave, señora –hizo un amago de volver a llorar, pero se repuso. Con voz pausada, nerviosa y su dicción de pueblo, aunque cada vez menos, empezó su relato–. Cinco días después de la partida de cartas, el hijo mayor del señor Segismundo Pastor, el señorito Eusebio, y dos de sus trabajadores, se me pusieron delante en el callejón. Yo volvía a mi casa. Era domingo por la mañanita, a la hora a la que me suelo marchar. Me dijo que su madre quería que limpiara en su casa, que era lo menos después del feo de don Ildefonso a su familia. Que no me faltaría de nada, ni pretendientes, me dijo. Me agarró la cara y se echó a reír, igual que sus dos hombres. Me dijo que a la tarde volvería a encontrarme porque quería una respuesta rápida, que él estaba ansioso porque empezara a trabajar con su familia. Yo me puse muy nerviosa y me fui corriendo. No dije nada, pero a la tarde, para volver a su casa, le dije a mi hermano que me acompañara. Algo debió olerse porque él, que es tan mal mandado, me acompañó sin chistar. El siguiente domingo también vino a buscarme y me acompañó a la vuelta. En esa semana Marcial, el trabajador de su marido, me dio un recado: me dijo que el señorito Eusebio seguía esperando respuesta. Convencí a mi hermano para que me acompañara un domingo más, pero el de final de mes lo esperé más de una hora y no vino y me fui sola. Lo peor que hice –metió la cara entre las manos. Doña Inés se levantó, le acarició el pelo y la consoló con voz tibia.

–Vaya, vaya, ya pasó. Lo que me vayas a contar ya pasó. Aquí solo estamos las dos y nadie va a hacerte daño. No voy a dejarte sola, Paquita, nunca.