La Gracia como libertad - Karl Rahner - E-Book

La Gracia como libertad E-Book

Karl Rahner

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Beschreibung

Los artículos teológicos y espirituales aquí reunidos fueron escritos por Karl Rahner para muy diversas circunstancias -conferencias, artículos, emisiones televisivas, entrevistas, meditaciones y alocuciones- y reunidos por él mismo en forma de libro. En ellos, Rahner se enfrenta con mirada positiva y actitud optimista a uno de los más intrincados problemas de la teología: el de la exposición de la cooperación de Dios y el hombre para la salvación, de modo que se salvaguarde por un igual la omnipotencia de la acción divina y la autonomía de la libertad y de la responsabilidad humana. O, con un planteamiento más bíblico, cómo precisar la función que desempeña la libertad humana cuando el cristiano sabe y confiesa que es la gracia de Dios "la única que justifica". Sobre estas cuestiones, de tan abierta actualidad, se deslizan claras, penetrantes, serenas, las reflexiones del gran teólogo del siglo XX, Karl Rahner. Pero no a modo de fórmulas científicas, sino desde la óptica de la libertad como "el acontecimiento personal y espiritual, único e irrepetible, de cada hombre en su valor definitivo delante de Dios".

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LA GRACIA COMO LIBERTAD
Título original: Gnade als FreiheitTraducción: Javier Medina-DávilaEdición digital: Grammata.es
© Verlag Herder, Friburgo de Brisgovia © 1972, Herder Editorial, S.L., Barcelona
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2708-4
Más información: sitio del libro
Herderwww.herdereditorial.com

PRÓLOGO

Al coleccionar y preparar la nueva edición de mis trabajos sobre teología y espiritualidad, tal como se han ido llevando a cabo en los últimos años. (cf. Escritos de Teología VI-VIII; Fieles a la tierra; Siervos de Cristo), surgió el plan de publicar una colección más pequeña de artículos teológicos. Los artículos en cuestión han brotado de los más diversos motivos: emisiones radiofónicas, conferencias, prólogos, entrevistas televisivas, meditaciones teológicas, alocuciones con motivo de homenajes y fiestas conmemorativas. De este modo ha sido inevitable que algunas ideas se repitiesen o rozasen puntos tratados ya en otros artículos. No obstante, espero que con estos esfuerzos renovados se haga patente un conocimiento más profundo del objeto estudiado una y otra vez. El título escogido, La gracia como libertad, procura abarcar la amplitud de los temas aquí reunidos. Ojalá que esta colección despeje el panorama y deje ver una tarea decisiva del cristianismo actual: la de entender a Dios mismo y su gracia como la posibilitación de una libertad verdadera, amplia y universal, de la existencia humana y así poderla llevar a cabo en la vida, real y efectivamente. Quiera Dios que el librito ayude a realizar esta tarea permanente. Agradezco a mi colaborador Kuno Füssel su valiosa ayuda en la preparación de este tomito.

SIGLAS EMPLEADAS

AAS «Acta Apostolicae Sedis», Roma 1909ss.
DS H. DENZINGER - A. SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 341967.
LThK Lexikon für Theologie und Kirche, Herder, Friburgo de Brisgovia 1957-1968, 10 vols., uno de índices y tres de apéndices sobre el concilio Vaticano II.

Capítulo primero DIOS, UNA PALABRA BREVE

MEDITACIÓN SOBRE LA PALABRA «DIOS»

Lo que pudiera decirse en una breve reflexión sobre la palabra «Dios» no sería sino una pequeña introducción al campo, inmenso de suyo, del problema de Dios. Tal meditación es un quehacer lleno de sentido a la vez difícil. Y ello porque, al fin y al cabo, no se puede pensar sobre una palabra más que dejándose arrastrar por lo que en realidad quiere decir. Pues, si bien la palabra posee una realidad autónoma, estudiada por las diversas ciencias del lenguaje, con todo, sólo descubrirá su íntima esencia quien, dejándola de lado, vaya no hacia lo que ella es, sino más bien hacia lo que ella significa. Si esto es verdad, una meditación sobre la palabra «Dios» tendría que ser una meditación sobre Dios mismo; lo cual sobrepasa, ciertamente, las posibilidades y objetivo de estas reflexiones.
Es evidente también que no se nos debe echar en cara el que, pensando sobre la palabra «Dios» vayamos más allá de sus límites y consideremos la realidad misma expresada en la palabra.
A pesar de ello, me parece un cometido razonable emprender una meditación sobre la palabra «Dios». Y esto no sólo, como bien podría suceder, porque a diferencia de tantas otras experiencias, que aun sin palabra llegan a hacerse oír, en nuestro caso únicamente la palabra es capaz de hacer patente su significado. Pero ya volveremos sobre esto. Por un motivo mucho más simple se puede y se debe empezar a pensar con la palabra en Dios mismo.
De Dios no tenemos, desde luego, ninguna experiencia como podríamos tenerla de un árbol, de otro hombre y de otras realidades parecidas, exteriores a nosotros, que aunque tal vez nunca estén completamente mudas ante nosotros, por aparecer en un lugar «espacio-temporal» determinado, dentro del campo de nuestras experiencias, fuerzan por sí mismas la aparición de la palabra. Por eso se puede decir que en el problema de Dios lo más simple e ineludible para los hombres es el hecho de que se dé esa palabra en su existencia espiritual.
No podemos escapar a este hecho sencillo, aunque ambiguo, preguntándonos si en un futuro posible podrá existir una humanidad en la que, en el peor de los casos, ya no aparezca la palabra «Dios», y así la cuestión de si tiene algún sentido y significa una realidad fuera de sí misma ya no surja, o bien brote en un lugar totalmente nuevo en el que lo que antes le había dado origen tendría que hacerse presente con un nuevo contenido y con una palabra nueva. Sea como fuere, la palabra está entre nosotros. El mismo ateo la crea continuamente cuando dice que no hay Dios y que algo parecido a Dios no tendría ningún sentido inteligible;
cuando funda un museo del ateísmo, lo eleva a dogma partidista o se imagina otras cosas por el estilo. También el ateo contribuye de esta manera a que la palabra «Dios» siga existiendo. Si quisiese realmente evitarlo, no sólo tendría que esperar a que la palabra desapareciese definitivamente de la existencia del hombre y del lenguaje de la sociedad, sino que también debería contribuir a su desaparición callando por completo e incluso dejando de declararse ateo. Pero ¿cómo podrá lograrlo si aquellos con los que tiene que hablar y de cuyo campo lingüístico no puede escapar definitivamente, hablan de Dios y se preocupan por esa palabra? El mero hecho de que la palabra exista nos empuja a meditar sobre ella. Al hablar de esta manera sobre Dios; no nos referimos naturalmente sólo a la palabra alemana. Que se diga Gott o Deus en latín o El en semítico o Teotl en azteca es indiferente; a pesar de que constituiría un problema muy oscuro y difícil saber si con esas diferentes palabras se quiere expresar lo mismo o el mismo concepto, puesto que, en este caso, no es posible remitirse sin más a una experiencia común de lo expresado independientemente de la palabra. Mas dejemos de lado por el momento el problema de la equivalencia de las muchas palabras que designan a Dios.
También hay naturalmente nombres de Dios o dioses en lugares como el panteón olímpico, donde Dios es adorado por politeístas, o allí donde, como en el Israel antiguo, el único Dios todopoderoso lleva un nombre propio ­Yahveh­, porque se está convencido de haber tenido con él, en la propia historia, unas experiencias muy peculiares que le caracterizan sin menoscabo de su incomprensibilidad y de su inefabilidad, atribuyéndole de este modo un nombre propio. Pero no vamos a hablar aquí de estos nombres de Dios en plural.
La palabra «Dios» existe. Esto solo es ya digno de ser meditado. No obstante, la palabra actual no dice nada sobre Dios. Si esto siempre ha sido así, aun en la historia más antigua de la palabra, es otra cuestión. En todo caso, hoy la palabra da la impresión de ser una especie de nombre propio; lo que se quiera decir con ella hay que averiguarlo por otros cauces. Ello no nos llama la atención la mayoría de las veces, pero es así. Si llamásemos a Dios, como ocurre muchas veces en la historia de las religiones, Padre, Señor, o cosa parecida, entonces la palabra expresaría algo de su contenido a través de su origen o de alguna otra experiencia nuestra surgida del campo profano, en la que se refleja de nuevo lo expresado. Pero aquí parece como si la palabra nos contemplase como lo haría un rostro ciego: no dice nada sobre lo expresado, ni puede actuar como dedo señalizador que indique algo que pueda encontrarse al borde de la palabra, y ni siquiera es capaz de decir nada al respecto, como cuando pronunciamos las palabras «árbol», «mesa», «sol».
A pesar de todo será a esa palabra terriblemente indefinida a la que dirigiremos la primera pregunta: ¿qué quiere decir esta palabra en concreto? Desde luego, algo conforme al contenido, tanto si la palabra es originariamente «ciega» como si no lo es.
Dejemos a un lado el hecho de si su historia parte de otra forma lingüística, en todo caso la palabra actual refleja lo que con ella se quiere significar: el Inefable, el Innominable, el que no puede ser encasillado en el mundo como uno de sus elementos; el Silencioso, siempre presente y siempre pasado por alto y desoído, que porque dice todas las cosas en totalidad y unidad, puede ser postergado como algo sin sentido; aquel que, en el fondo, ninguna palabra puede expresar debidamente, pues toda palabra sólo recibe limitación, sonido propio, y de esta manera una significación comprensible, dentro de un campo lingüístico. Así, la palabra «Dios», que se nos ha vuelto tenebrosa, es decir, que ya no apela desde sí misma a ninguna parte determinada de nuestras experiencias parciales, se encuentra en la condición precisa para podernos hablar de Dios, hablarnos en cuanto que es la última palabra más allá de la cual está el silencio, en el que, al desaparecer todo individuo concreto, nos hallamos enfrentados con la totalidad radical.
La palabra «Dios» existe. Regresemos al punto de partida de nuestras reflexiones, es decir, a la comprobación del simple hecho de que en el mundo de las palabras, con las que construimos nuestro mundo y sin las cuales los que llamamos hechos no son nada para nosotros, se encuentra la palabra «Dios». Incluso para el ateo, como decíamos, para aquel que proclama que Dios ha muerto, incluso para él, existe la palabra «Dios», por lo menos como aquel a quien puede declarar muerto, y cuyo fantasma debe hacer desaparecer, pues teme su retorno. Sólo cuando la palabra deje de existir se podrá estar tranquilo, es decir, no habrá ya necesidad de preguntarse por Dios. Pero esa palabra está aún presente. ¿Tiene también futuro?
Ya Marx pensaba que también el ateísmo desaparecería; es decir, que la palabra «Dios», usada tanto afirmativa como negativamente, no volvería a aflorar más. ¿Es imaginable ese futuro de la palabra «Dios»? Acaso sea ésta una pregunta sin sentido, pues un futuro auténtico implica siempre lo radicalmente nuevo, lo que no se puede calcular de antemano. Tal vez la pregunta sea más bien un problema teórico que se transforma en realidad tan pronto como se convierte en una llamada a nuestra libertad, a ver si mañana pronunciaremos la palabra «Dios» como creyentes o no-creyentes en un desafío mutuo, afirmando, negando o dudando. Cualquiera que sea el futuro de la palabra «Dios», el creyente sólo ve dos posibilidades: o desaparece la palabra sin dejar huellas ni residuos o permanece, de una manera u otra, como problema para todos. No cabe una tercera posibilidad.
Reflexionemos sobre estas dos posibilidades. La palabra «Dios» ha desaparecido sin dejar rastro alguno, sin que sea visible el vacío de un olvido, sin haber sido reemplazada por otra palabra que provoque en nosotros las mismas resonancias, sin que ni siquiera nos plantee un problema, el problema, el hecho de no querer pronunciar o escuchar esa palabra como una respuesta.
¿Qué pasaría de tomar en serio esta hipótesis de futuro? Que el hombre no se enfrentaría ya a la totalidad de la realidad ni a la totalidad de su existencia como tal. Pues precisamente esto es lo que realiza la palabra «Dios» y sólo ella, cualesquiera sean su origen y su forma fonética. De no existir realmente la palabra «Dios», tampoco existiría para los hombres esa doble unidad de la realidad y de la existencia personal (Dasein) en el íntimo ensamblaje de ambos aspectos.
El hombre se olvidaría por completo de lo realmente único de su mundo y de su vida. No podría ex suppositosumergirse perplejo, silencioso y preocupado delante de la totalidad del mundo y de sí mismo. No se daría ya cuenta de que sólo pensaba en entes particulares, pero no en el ser en general, de que se planteaba problemas, pero sin descubrir su concatenación, manipulando sólo momentos aislados de su existencia, pero sin entenderla ya como un todo unitario. Se quedaría atrapado en el mundo y en sí mismo sin poder realizar aquel proceso misterioso que él mismo es, y en el que al propio tiempo, dentro de la totalidad del «sistema» que él forma con su mundo como un todo unitario, lo acoge libremente superándose y trascendiéndose hacia aquella angustia silenciosa, que aparece como la nada y desde la cual se acerca ahora a sí mismo y a su mundo, aceptándolos o rechazándolos.
Se habría olvidado de la totalidad y de su fundamento, y al mismo tiempo, valga la expresión, se habría olvidado de ese olvido. ¿Qué ocurriría entonces? Sólo podemos decir que habría dejado de ser hombre, que habría retrocedido a mero animal hábil. Actualmente no podemos decir sin más ni más que exista ya un hombre allí donde un ser viviente de este planeta camine erguido, encienda fuego y transforme una piedra en una hacha de mano. Sólo podemos decir que existe el hombre, cuando con su pensamiento, su palabra y su libertad se plantea el problema total del mundo y de su existencia, aunque frente a ese planteamiento, único y total, se quede perplejo y en silencio. De esta manera cabría tal vez imaginar ­quién puede saberlo exactamente­ que la humanidad en su avance biológico y técnico-racional llegase a una muerte colectiva y se metamorfosease en un estado de termitas, de animales hábiles nunca vistos. Legítima o no esta posibilidad, tal utopía no debiera horrorizar al creyente que pronuncia la palabra «Dios», como si supusiese una renuncia a su fe, ya que él sabe que existe una conciencia biológica y (si así se la puede llamar) una «inteligencia» animal en la que no ha aflorado todavía la pregunta por la totalidad como tal, ni la palabra «Dios» se ha convertido en destino; y no se atrevería a predecir a la ligera lo que tal «inteligencia» biológica podría realizar sin caer en el ámbito acotado por la palabra «Dios». Pero, en realidad, sólo existe el hombre cuando éste llega a mentar a «Dios» como un problema o al menos como un problema negativo. Una extinción tan absoluta de la palabra «Dios», que incluso llegase a borrar su pasado, sería la señal inequívoca de que el hombre mismo habría dejado de existir. Cabría tal vez imaginar una muerte colectiva, incluso en el caso de una supervivencia biológico-racional. Esto no sería más sorprendente que la muerte individual del hombre y del pecador. Allí donde ya no existiese la pregunta, donde la pregunta hubiese muerto y desaparecido definitivamente, no se necesitaría dar, naturalmente, ninguna otra respuesta. Pero el que se pueda hacer la pregunta sobre la muerte de la palabra «Dios» nos enseña, una vez más, que ésta existe y que la palabra «Dios» se afirma a través de la protesta contra ella.
La segunda posibilidad imaginable es ésta: la palabra «Dios» permanece. En su vida espiritual cada uno vive del lenguaje de todos. El hombre adquiere su experiencia de la vida, por individual y única que ésta sea, sólo en y con el lenguaje en que vive, del que no puede escapar y cuyos contextos lingüísticos, perspectivas y apriorismos selectivos acepta; incluso cuando protesta, colabora en la historia siempre abierta del lenguaje. Hay que permitir que el lenguaje nos diga algo, ya que con él se habla y con él se protesta contra el mismo lenguaje. No se le puede rehusar de ninguna manera una última confianza elemental a no ser que quiera uno callarse por completo o, si habla, contradecirse a sí mismo. En este lenguaje en el cual y desde el cual vivimos y aceptamos responsablemente nuestra existencia existe la palabra «Dios». No es, empero, una palabra casual cualquiera que aparezca en un punto arbitrario de la historia del lenguaje y desaparezca nuevamente en otro sin dejar huellas, como «flogisto» u otras. Pues la palabra «Dios» problematiza todo el mundo lingüístico en el que se nos hace presente la realidad, puesto que pregunta, ante todo, por la realidad como conjunto en su fundamento originario, y la pregunta por la totalidad del mundo lingüístico viene dada en la paradoja peculiar del lenguaje, que es una parte del mundo y al mismo tiempo su totalidad.
Al hablar de algo el lenguaje habla también de sí mismo, como de un todo, sobre el fundamento que le es dado precisamente en cuanto que se le quita. Y eso es lo que indicamos cuando decimos «Dios», aun cuando con ello no pensemos simplemente el lenguaje mismo como un todo, sino más bien el fundamento que lo hace posible. Pero precisamente por eso la palabra «Dios» no es una palabra cualquiera, sino la palabra en la cual el lenguaje, es decir, la expresión de la vinculación del mundo y de nuestra existencia, se encuentra a sí mismo en su raíz. Esta palabra existe, pertenece de una manera única y peculiar a nuestro ámbito lingüístico y, por ende, a nuestro mundo; constituye de por sí una realidad y desde luego es ineludible para nosotros. Esa realidad, expresada con mayor o menor claridad, con mayor o menor fuerza, está ahí; por lo menos como problema.
No se trata en este momento, ni en este contexto, de saber cómo reaccionaríamos frente a esta «palabra acontecimiento», si aceptándola como una referencia hacia Dios mismo, o rechazándola con rabia desesperada al dejarnos abrumar por ella, que es capaz de enfrentarnos a la totalidad del mundo y de nosotros mismos, como parte del mundo lingüístico y como elemento del mundo, sin poder ser la totalidad ni dominarlo todo. Por el momento dejemos pendiente la pregunta de cómo se determina y comporta exactamente esta totalidad originaria con la diversidad del mundo y con la variedad de palabra del mundo lingüístico.
Sobre un punto queremos llamar la atención de modo más explícito, puesto que atañe directamente al tema sobre la palabra «Dios»: si no nos equivocamos, de todo lo que se ha dicho hasta ahora sobre la palabra «Dios», no se puede colegir que en un momento dado pensemos a «Dios» como individuos activos y lo insertemos así por primera vez en el ámbito de nuestra existencia.
Más bien, oímos pasivamente la palabra «Dios» que nos sale al encuentro en la historia del lenguaje, en la que, querámoslo o no, estamos presos; es ella, en realidad, la que se nos pone delante e interroga a cada uno sin que podamos manejarla a nuestra disposición. Esa historia del lenguaje que nos ha sido dada, en la que tiene su origen la palabra «Dios», que nos interpela, se trueca una vez más en imagen y metáfora de lo que anuncia. No debemos pensar que porque el sonido fonético de la palabra «Dios» dependa de cada uno de nosotros, la misma palabra sea también creación nuestra. Es más bien ella la que nos crea porque nos hace hombres. La auténtica palabra «Dios» no es simplemente idéntica a la que está en el diccionario como perdida entre miles de palabras. Pues esa palabra del diccionario está solamente en representación de la palabra por antonomasia; esa palabra, mirándolo bien, se nos hace presente en las estructuras inarticuladas de todos los vocablos a través de su contexto, unidad y totalidad. Esa palabra existe, está presente en nuestra historia y la realiza. Es una palabra. Y, por eso, se la puede pasar por alto, oírla y no comprenderla, como dice la Escritura. Pero no por ello deja de existir, de estar presente.
La misma intuición del viejo Tertuliano, el anima naturalifer christiana, deriva de este carácter inevitable de la palabra «Dios».
Está ahí. Arranca de los mismos orígenes que el hombre, y su fin sólo puede pensarse con la muerte del hombre como tal. Puede tener una historia cuya transformación final no nos podemos imaginar de antemano, justamente porque se mantiene abierta a un futuro no disponible ni planeado. Es la abertura hacia el misterio incomprensible que nos fatiga y enoja al estorbar la tranquilidad de una existencia que quiere tener la paz de lo evidente, claro y planificado. Está siempre expuesta al reproche de Wittgenstein, que manda callarse sobre lo que no se puede hablar con claridad, y, sin embargo, al pronunciar esta máxima la quebranta.
La palabra misma, bien entendida, está de acuerdo con la máxima, puesto que es la última palabra que precede a la adoración silenciosa frente al misterio inefable; la palabra que ciertamente debe pronunciarse como final de todo hablar, no sea que en vez de adoración silenciosa le siga aquella muerte en que el hombre se convierte en un animal hábil o en un pecador perdido para siempre. Es la palabra de la que se ha usado y abusado casi hasta lo grotesco. De no oírla así se la escucharía como una palabra evidente y de una facilidad vulgar, como una palabra de tantas, que con la verdadera palabra «Dios» sólo tendría en común el aspecto fonético. Hay un amor fati bueno. Esta firmeza de cara al destino se llama propiamente en latín «amor a la palabra dada», es decir, al fatum, que es nuestro destino. Sólo este amor a lo necesario libera nuestra libertad. Este fatum es, al fin de cuentas, la palabra «Dios».

DIOS NO ES NINGUNA FÓRMULA CIENTÍFICA

Cuando alguien afirma que Dios no aparece en el campo de la ciencia ni en el mundo que ésta manipula, cuando alguien dice que el método científico es ateo a priori porque en principio sólo tiene que ver con la conexión funcional de fenómenos particulares, y para el establecimiento de tales conexiones debe servir siempre un fenómeno; entonces el creyente en Dios no contradice en absoluto tales afirmaciones. A Dios no hay que usarle como un tapagujeros o como un tinglado de apoyo. En este sentido el creyente puede confirmar tales tesis. Puede incluso aclarar cómo lo que aparece en este campo y está sujeto a «experimentación» no puede ser, desde luego, lo mismo que nosotros pensamos cuando decimos Dios y cómo, por otra parte, lo que expresamos con esta palabra es posible entenderlo de un modo real.
Dios no es «algo» que junto con otras cosas pueda ser incluido en un «sistema» homogéneo y conjunto. Decimos «Dios» y pensamos la totalidad, pero no como la suma ulterior de los fenómenos que investigamos, sino como la totalidad en su origen y fundamento absolutos; el ser al que no se puede abarcar ni comprender, el inefable que está detrás, delante y por encima de la totalidad a la que pertenecemos nosotros con nuestro conocimiento experimental. La palabra «Dios» apunta a este primer fundamento, que no es la suma de elementos que sostiene y frente a la cual se encuentra, por eso mismo, creadoramente libre, sin formar con ella una «totalidad superior». Dios significa el misterio silencioso, absoluto, incondicionado e incomprensible. Dios significa el horizonte infinitamente lejano hacia el que están orientados, desde siempre y de un modo trascendente e inmutable, la comprensión de las realidades parciales, sus relaciones intermedias y su interacción. Este horizonte sigue silencioso en su lejanía cuando todo pensamiento y acción orientados hacia él han sucumbido a la muerte. Dios significa el fundamento incondicionado y condicionante que es precisamente el misterio santo en eterna inabarcabilidad.
Cuando decimos «Dios» no debemos pensar que todos comprenden esa palabra y que el único problema sea el de saber si realmente existe aquello que todos piensan cuando dicen «Dios».
Muchas veces fulano de tal piensa con esta palabra algo que él con razón niega, porque lo pensado no existe en realidad. Imagina, en efecto, una hipótesis de trabajo para explicar un fenómeno particular hasta que la ciencia viene a dar la explicación correcta; o imagina un cuco hasta que los propios niños caen en la cuenta de que no pasa nada si se comen las golosinas. El verdadero Dios es el misterio absoluto, santo, al que sólo cabe referirse en adoración callada como al fundamento silenciosamente abismal, que lo fundamenta todo, el mundo y nuestro conocimiento de la realidad. Dios es aquel más allá del cual en principio no se puede llegar porque aun en el caso de haber descubierto una «fórmula universal» ­con la que de hecho ya no habría nada más que explicar­ no se habría llegado con toda seguridad más allá de nosotros mismos; la propia fórmula universal quedaría flotando en la infinitud del misterio precisamente en cuanto comprendida.
Realmente el misterio es lo único seguro y comprensible por sí mismo. Suscita el movimiento que recorre el campo de lo explicable, sin que ese movimiento ­llamado ciencia­ lo vaya agotando y sacando poco a poco; más bien crece, incluso para nosotros, con el auge de nuestro conocimiento. Por eso no se puede hablar «exactamente» de Dios aprisionándolo en una fórmula, pues no cabe establecer un sistema de coordenadas, dentro del cual se le pudiese asignar un lugar. De él sólo se puede balbucir y hablar de una manera muy indirecta. Pero no porque no se pueda hablar realmente de él debemos callarnos, ya que está en medio de nuestra existencia. Es verdad que no se le puede ver en ningún lado, puesto que no tiene ningún lugar fijo al que uno pueda referirse para decir: «¡Ahí está!». Desde luego se puede decir siempre que conviene callar sobre aquello acerca de lo que no es posible hablar claramente. Pero el creyente, a partir de su propia experiencia, tendrá siempre todo género de comprensión para con el ateo «preocupado», para con quien prefiere callarse frente al enigma oscuro de la existencia. Se puede decir tranquilamente con Simone Weil que, de dos hombres que no han tenido nunca una experiencia de Dios (y esto puede tener validez para muchos que se llaman cristianos), aquel que le niega tal vez esté más cerca de Dios, que aquel otro que sólo habla de él con frases ya hechas. El primero está más cerca de Dios, porque su anhelo metafísico insatisfecho (en cuanto que está realmente presente, corre sus riesgos, preocupa y atormenta sin que sea posible el goce narcisista) sabe más de Dios, en secreto, que el llamado «creyente», para quien Dios es un problema resuelto hace ya mucho tiempo.
Mas Dios está ahí, no aquí o acullá, sino en todas partes, misteriosamente presente: allí donde el fundamento de toda la realidad nos mira silenciosamente, donde nos reclaman las situaciones inevitables e ineludibles de la responsabilidad, donde se trabaja fielmente sin esperar recompensa, donde el amor es experimentado como algo inefable, donde consciente y tranquilamente se deja entrar a la muerte en medio de la existencia, donde la alegría ya no tiene nombre. Con estas situaciones vitales el hombre está siempre más allá de lo que sólo determina exactamente, delimita y diferencia. Por eso debe tomar conciencia cada vez más clara de este «estar siempre más allá de sí mismo», sobre lo particularmente determinable, y decírselo a sí mismo con mayor firmeza y aceptarlo ­tal vez contra toda oposición­, y finalmente confesarlo también con valentía. Sería de desear que este hablar de Dios siempre se llevase a cabo de tal modo que sus afirmaciones aludiesen del principio al fin al problema, que en definitiva es el mismo hombre, y así, entre balbuceos, nos introdujese en el misterio de Dios. Es posible que el resultado de tales afirmaciones sobre Dios sea notablemente más pobre que cualquier otro, y sobre cualquier otra materia, en comparación con su respectivo «objeto». Es posible que la respuesta lanzada hasta el séptimo «cielo» caiga una y otra vez en el abismo oscuro del hombre y es posible que tales afirmaciones queden ancladas en el planteamiento inexorable del problema que se extiende más allá de todo lo delimitado, de todos los fenómenos y sus fórmulas. Pero aun en semejantes intentos, afortunados o aparentemente fallidos, se seguirá, por lo menos, preguntando, no se dudará y, pese a todo el problematismo del interrogante, llegará el regalo de una respuesta, porque esa pregunta está bendecida con la experiencia del incomprensible que llamamos Dios.
Cuando con semejantes experiencias el hombre confía en que ese incomprensible, hacia el que ya ninguna fórmula exacta señala un camino, se le comunique en una cercanía inconcebible como salvación y como perdón, entonces a ese tal ya casi ni siquiera se le puede llamar simple «teísta». Pues ese hombre ha tenido ya una verdadera experiencia del Dios «personal», si es que comprende correctamente esta «fórmula» y no piensa que con ella se convierte a «Dios» nuevamente en un «buen» hombre.
Pues con ello sólo se dice ­aunque con toda seriedad­ que Dios no puede ser menos que el hombre con personalidad, libertad y amor, y que el misterio absoluto es también el libre amor salvador y no un «orden objetivo» del cual pudiéramos finalmente, por lo menos en principio, apoderarnos y precavernos. Ese hombre ha llegado a conocer con tal experiencia, y en el fondo también ha aceptado, lo que los cristianos llaman gracia divina. El acontecimiento primordial del cristianismo ha tenido lugar en el centro mismo de la existencia; es la inmediatez de Dios para con los hombres, en el «Espíritu Santo». Mas para que en cada caso el cristianismo se haga realidad en el sentido pleno, necesario y auténtico de la palabra, deben ocurrir aún muchas cosas: el encuentro de este acontecimiento primordial cristiano con su propia aparición histórica en Jesucristo, en quien este Dios inefable «está realmente presente» para nosotros en la historia, en la palabra, en el sacramento y en la comunidad que le confiesa, a la que llamamos Iglesia. Pero este cristianismo expreso, reflejo e institucional, necesario y santo, sólo alcanza su sentido, sólo deja de ser la más sublimada de las idolatrías, cuando realmente indica e inicia a los hombres en la entrega confiada y amorosa al misterio santo y sin nombre; entrega que realiza la libertad, en cuanto que se deja dar por ese mismo misterio silencioso y, de este modo, nuestra respuesta procede de la «palabra de Dios».
Naturalmente, el hombre de la era científica, educado para una «exactitud precisa», como él piensa, puede calificar esta manera de hablar como sentimentalismo, palabrería, poesía o consuelo barato. Cierto que no se trata de una fórmula experimental para conseguir un resultado palpable. Mas este lenguaje balbuciente dice algo sobre el singular experimento de la vida que realiza con nosotros el misterio. Y en cada vida, incluso en la del científico y técnico de la exactitud, irrumpen en la existencia momentos ­aunque no sean «palpables»­ en los que le mira y reclama la infinitud, a él, totalmente compenetrado con la responsabilidad de la existencia. ¿Mirará entonces escéptico a otro lugar? ¿Esperará acaso simplemente a «normalizarse», es decir, a quedar absorbido de nuevo por el interés de lo que maneja en la investigación y en la vida cotidiana? Se puede tal vez reaccionar a menudo de esta manera haciendo, en el fondo, que el hombre corriente se olvide de sí mismo en los quehaceres cotidianos, se haga medida de todas las cosas, incluso allí donde investiga el «universo», pero ¿es que va a tener siempre éxito esa huida? ¿Es que el hombre será plenamente honrado consigo mismo en esahuida? ¿Y si esa huida no sólo no subraya la exactitud y objetividad, sino que tal vez llega incluso a afirmar que «se» aprecia el silencio inexplicable, mientras todo el comportamiento continúa siendo una huida con la que el hombre sólo aspira en el fondo a un puesto destacado y a un culpable bienestar para escapar a las exigencias del «inescrutable»? ¿Es que tendrá éxito la huida también cuando la vida ya no le permite a uno seguir avanzando en la investigación y en la vida cotidiana? ¿No se traicionará más bien a la suprema dignidad de lo cotidiano y de la investigación exacta, al no permitir que ambos campos se expandan libremente hasta el propio misterio santo que los envuelve? La vida no se puede domeñar con fórmulas científicas que se abran un camino entre esto y aquello. Quizá por algún tiempo salga bien y al día siguiente se pueda proseguir feliz un poco más adelante. Pero el hombre en su mismidad está fundado sobre un abismo que ninguna fórmula sondea. Se puede tener el valor de experimentar ese abismo como el misterio santo del amor. Entonces se le puede llamar Dios.

DIOS, NUESTRO PADRE

Considerando como algo evidente que «Padre» es un concepto fundamental en la teología, lo fui a buscar en la importante obra de H. FRIES, Conceptos fundamentales de Teología, Madrid 1966.
Pero la palabra no tiene dedicado ningún artículo propio y ni siquiera aparece directamente en el índice de conceptos que explica el contenido de la obra. Algo extraño, desde luego. Tal vez se trata, simplemente, de una de esas casualidades que en tales obras le juegan, incluso al teólogo, una mala pasada; sobre todo, naturalmente, si el contenido se puede encontrar bajo otros conceptos fundamentales. ¿O quizá no es esto, más bien, una señal sintomática de la confusión e inseguridad de no saber si aún podemos llamar «padre» a Dios? De por sí el Dios de los filósofos no es ningún «padre», sino más bien el fundamento incomprensible de toda la realidad, que escapa, en cuanto que es misterio radical, a todo concepto delimitador, que siempre aparece como el más allá, como el horizonte siempre en su lejanía inaccesible y que incluye el pedazo de tierra de nuestro espacio vital. De esta forma, cierto que está presente para nosotros como la pregunta incontestada que posibilita a priori toda respuesta, como la distancia que nos dispone un lugar para un éxodo de pensamiento y obra que no terminará jamás. Pero el problema es saber si el ser inefable que llamamos Dios sólo existe de ese modo. Por supuesto que la admiración frente al misterio de Dios en que nos coloca la teología filosófica ­aun cuando ella de suyo sea más­ es siempre de importancia vital, por lo menos como amenaza para no confundir a Dios con nuestros ídolos, y, tal vez, en el fondo, más que una filosofía sea una gracia oculta.
Pero la pregunta de si Dios es solamente el ser inefable que se nos escapa una y otra vez hay que contestarla con un no rotundo.
Dios es mucho más. Le experimentamos en la experiencia última de nuestra vida, cuando la dejamos invadirnos sin rechazarla, reprimirla o negarla porque, aparentemente, es demasiado hermosa para que pueda ser verdadera. Pero existe realmente la experiencia de que el abismo protege, de que el silencio puro es amable, de que la patria lejana y los últimos interrogantes traen su propia respuesta, de que hasta el misterio se comunica como pura bienaventuranza. Entonces llamamos padre al misterio cuya cifra ordinaria es «Dios». ¿De qué otra manera podríamos llamarle? En nuestro mundo hemos desenmascarado ciertamente mucho paternalismo como intento anticuado de dar a las tradiciones, al poder heredado, un esplendor que nos quitase el valor de cargar y tomar en nuestras manos la responsabilidad, la libertad y la soledad. No experimentamos la mecanización del mundo en todas sus manifestaciones precisamente como expresión de un tierno sentimiento paternal, sino justamente como algo duro e inhumano. El lagar de la vida retiene muchos orujos de ideologías humanas cuando destila aquella esencia indescriptible, sacada de nuestras humanas representaciones de lo que es ser padre, en cuyo aroma presentimos lo que en realidad pensamos cuando llamamos a Dios «padre». Mas el que esté decidido a dejar a Dios ser Dios, es decir, a adorarle como al misterio incomprensible, y precisamente le experimenta cuando ya no le puede fijar de antemano a los factores determinables de nuestros cálculos, sino que comunica repentinamente como misericordia y perdón ­por ello se le llama pura gracia­, ese tal le puede llamar padre. A decir verdad, madre, amor, patria, hogar también serían nombres adecuados, por cuanto son exponentes de una experiencia original, para nombrar entre balbuceos y retener lo que experimentamos a fin de que el diario trajín no nos arrebate la bendición de la hora misteriosa.
Pero «padre» es también una palabra apropiada al mundo que nos ha sido dado y desde el cual debemos nombrarle. Pues en este mundo hay padres y los seguirá habiendo; aún hoy no sólo tenemos la experiencia de su dominación opresora, sino también del poder que posee al dejarnos salir en busca del propio ser y de la propia libertad. Esto dicho de Dios significa que con la palabra «padre» llamamos al origen que no tiene principio, al fundamento que permanece incomprensible porque su comprensión depende una vez más de su gracia que nos retiene consigo cuando salimos de él. «Padre» significa la seriedad que ama alegremente, el comienzo que es nuestro futuro, el soberano santo que lleva a cabo su obra con gran paciencia, sin prisas, sin miedo de nuestras quejas desesperadas ni de nuestras acusaciones impacientes. Su misterio es que se nos da nada menos que a sí mismo, no bajo unas respuestas parciales, sino como amor, y responde de esta forma a la pregunta que somos nosotros mismos, revelándose como quien tiene conciencia y dispone de sí, es decir, como «persona».
Esta experiencia dura indefinidamente, no sólo por unos momentos. Se nos manifiesta continuamente en una tranquilidad serena. Y a pesar de todo es difícil encontrarse con ella. La experiencia contraria es más frecuente y se impone brutalmente. Mas no necesitamos hacerla solos, pues tampoco vive nadie para sí solo. También las experiencias definitivas y únicas arrancan del centro más íntimo de nuestro ser y por eso mismo brotan en los caminos duros de la vida, pues en estos caminos encuentran parejas experiencias en otros hombres y por tanto en sí mismos. La historia que vivimos conjuntamente es el lugar en el que cada cual se encuentra consigo mismo. Aquí podemos tropezar con un hombre que se llamó a sí mismo simplemente el «Hijo» y que cuando manifestó el misterio de su vida dijo «Padre». Habló del Padre al ver la belleza de los lirios del campo o cuando de lo profundo del pozo de su corazón brotó una oración; cuando pensó en el hombre y en las necesidades de los hombres y ansió una plenitud que terminase con toda esta provisionalidad y división de la existencia, llena de espantosa culpa, que aparentemente corre hacia la nada. A este misterio abismalmente oscuro, que conocía bien, lo llamó con una delicadeza emocionante: Abbá!, que casi deberíamos traducir como «papaíto». Y le llamó así no sólo cuando en este mundo le empujaban a ello la belleza y la esperanza por encima de lo absurdo de la existencia; también cuando entró en la oscuridad de la muerte y acercó a sus labios el cáliz, donde en una mezcla diabólica se concentró toda la culpa, toda la podredumbre y vacío del mundo, y en el espíritu y en el corazón sólo le quedó la palabra desesperanzada del salmista: ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? También entonces tuvo presente la palabra que abarca al mismo tiempo el pasado y el futuro, en la que también se ocultaba la confianza en Dios: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi vida! De esta manera nos ha dado ánimo para creer en él, como en el Hijo por antonomasia; nos ha dado valor para llamar padre al abismo misterioso, para comprender en esta sola palabra nuestro origen y nuestro futuro y valorar así la dimensión de nuestra dignidad y tarea, del peligro y experiencia de nuestra vida. Ciertamente que sólo este hombre crucificado es el Hijo. Mas justo así es la manifestación, no de los ídolos finitos que nosotros mismos nos imaginamos y creamos, sino del Dios verdadero de quien todos somos realmente hijos y al que llamamos, podemos y debemos llamar padre nuestro. Porque es el Hijo tenemos la facultad de saltar con audacia santa por encima de la experiencia diaria del absurdo, de lo irremediable y de las penalidades de la vida, y podemos invocar, en la vida y en la muerte, al verdadero y último fundamento de esa experiencia cotidiana y transformarla en un misterio salvador, aunque para nosotros incomprensible, al llamarle padre. ¿Se puede decir acaso algo más inverosímil? ¿Pero de qué otra manera se puede romper la mera apariencia de verdad que nosotros, «realistas», miopes, consideramos como la realidad absoluta al llegar a la verdad verdadera que hace felices? ¿Es que acaso la verdad no debe salvar y hacer dichosos? Ésta es la cuestión. En ella se decide nuestra vida. El que opta por la verdad bienaventurada le llama ya «Padre». Y, así cabe esperarlo, quien cree que debe optar por una verdad deletérea para permanecer sincero, en el fondo de su corazón ha amado ya la verdad salvadora y beatificante del Padre, a causa de esa fidelidad a la verdad que le parecía amarga.
Cuando se cree en la verdad paterna que nos salva, hay que celebrar fiestas, cuatro fiestas: por la venida del Hijo, Navidad; porque invocó al Padre en la profundidad del abismo, Viernes santo; por su regreso al Padre con toda la realidad de su existencia, Pascua; porque nos infundió en el corazón el coraje de su Espíritu para invocar al Padre a ejemplo suyo, Pentecostés. Actualicemos sobre todo el misterio de Navidad. La fiesta del Hijo que vino del Padre, en quien Dios, como padre, se deja palpar en la historia cotidiana y no sólo en la inaccesible experiencia interior del hombre, cuando se le invoca como «padre», según nos enseñó su Hijo.
Celebremos esa fiesta. El mensaje de la fe, que nos llega por la audición de la palabra, abre por la gracia los ojos de la experiencia interior para que se atrevan a comprenderse a sí mismos correctamente, a aceptar la dulce intimidad de lo inquietante como su verdadero sentido. Dios está realmente muy cerca de nosotros, está allí donde nosotros estamos, cuando hemos encontrado de hecho, y no sólo en los conceptos, la apertura del hombre concreto hacia la infinitud de Dios. Si así es, entonces el descenso de Dios a la carne nos explica el sentido oculto y bendito de la apertura de nuestro espíritu, que sobrepuja todas las cosas, y de nuestra carne atravesada por la muerte. La lejanía de Dios no es sino su incomprensible cercanía que lo penetra todo, así lo proclama el mensaje que nos da valor para creer en el mensaje de nuestro propio corazón lleno de la gracia de Dios. Él está allí tiernamente presente, cercano. Nos toca el corazón dulcemente con su amor.
Nos dice que temamos. Está internamente presente en las aflicciones de la vida y en la situaciones que nos oprimen y aprisionan.
Pensamos que no está presente, porque desde que le empezamos a buscar no ha habido un solo momento, en nuestra vida, que no le poseamos ya, en la suave dulzura de su amor inefable. Está presente como la clara luz que, difundida por todas partes, se oculta al hacer resplandecer todas las otras cosas con el humilde silencio de su ser.
La encarnación de Dios dice: confía en la cercanía, que no es vacío; pierde, y ganarás; da, y serás rico. Ella nos dice con las palabras de la historia, y no sólo del anhelo, que la infinitud del misterio, que nos rodea silenciosamente, no se apoya en nosotros para que escapemos hacia la pequeña intimidad de nuestras vidas, hasta que nos salga al encuentro destruyéndonos en la hora de nuestra muerte. No es sólo el tribunal que desde lejos organiza nuestro pequeño mundo y juzga su finitud culpable. Es, más bien, lo que está siempre viniendo como la felicidad prometida. Se nos puede acercar sin que desaparezcamos, allegarse amorosamente a nuestro corazón sin hacerlo reventar; no se precipita desde su lejano cielo sobre el pequeño campo de nuestra existencia como un juicio aniquilador, sino que llega como gracia que nos salva en su propia libertad como si fuera nuestra. No es fuente de angustias morales, sino la promesa de nuestra propia infinitud.
Si no sólo no escuchamos aburridos el mensaje de su encarnación, en las palabras desvalidas que caen de los púlpitos ­casi como pájaros muertos de frío bajo un cielo invernal­, sino que salimos a su encuentro con el anhelo del corazón que se plantea esperanzado los problemas decisivos de la existencia, entonces podremos celebrar la fiesta de la venida del Hijo, en la que el misterio que llamamos Dios ­y muchas veces pensamos que hemos comprendido el misterio a través de ese nombre­ está realmente presente en una cercanía salvadora allí donde nosotros nos encontremos, sobre la tierra y en la carne. Entonces podremos llamar confiadamente padre al misterio sin origen. Entonces podremos pronunciar la oración más antigua y más extendida de toda la historia de las religiones: la que se dirige al Padre que está en los cielos. La que nunca envejece, permaneciendo joven hoy y siempre. Entonces podremos repetir la oración del Hijo: «Padre nuestro, que estás en los cielos». Entonces podremos pronunciarla hasta en la oscuridad de nuestra muerte, que compartimos con el Hijo. Confesaremos entonces lo más simple de nuestra existencia, algo evidente, pero cuya comprensión es la tarea más difícil para un espíritu y un corazón valientes: que Dios no sólo es bueno «en sí mismo», sino que, aun pudiendo ser de otro modo, se ha encarnado con toda su gloria como amor, como verdadero propio futuro en este mundo, convirtiéndose en su verdadero punto de partida y en su fin último; que cuando somos buenos, es decir, cuando nos dejamos llevar por un amor paternalmente responsable y una confianza filial, cuando somos tan «tontos» e «ingenuos» de atrevernos a serlo, entonces estamos rodeados y movidos por la fuerza del misterio santo del mundo y de nuestra propia vida, que llamamos Dios.
En resumidas cuentas, sólo puede creer en el futuro salvador quien cree en un comienzo santo ­todo lo demás no sería sino provisionalidad y comienzo de la muerte­, sólo el que concibe el inicio de la historia desde el futuro infinito, que a su vez posibilita el comienzo de la misma. Sólo quien cree en un Dios santo puede creer en un futuro bienaventurado. Muy pocos son los que se atreven a decir que consideran tal futuro como una quimera; son los menos quienes protestan contra el vacío absurdo de la existencia, y esto porque también ellos miden la vida con un patrón cuya norma es la vida eterna y que también dan por supuesto. Por consiguiente, todos podrían confesar con verdad: «Creo en Dios Padre todopoderoso». Pero aun entonces continuarían todos los problemas, amargos con amargura de muerte. Sólo que estarán misteriosamente resueltos.

Capítulo segundo HABILITACIÓN PARA LA VERDADERA LIBERTAD

TEOLOGÍA DE LA LIBERTAD

Aun queriendo decir algo sobre la teología de la libertad no pretendemos, desde luego, a causa del poco espacio de que disponemos, ofrecer una visión de conjunto sobre la doctrina de la libertad en la historia de los dogmas y de la teología, ni más exactamente, poner de relieve las afirmaciones teológicas sobre la esencia de la libertad en las fuentes de la teología: la Escritura, la tradición y el magisterio eclesiástico. Ambas cosas son aquí imposibles. Bástenos decir en forma sintética lo que objetivamente se desprende de la salvación sobre la esencia de la libertad. [1]
A lo largo de su historia individual y colectiva el hombre se plantea poco a poco sus peculiaridades esenciales de una forma «temática» y objetiva, aunque en cada uno de sus actos las realice de forma «atemática», es decir, sin centrar explícitamente su atención sobre ellas. Y por eso la historia de la salvación y de la revelación, e incluso la historia de la teología cristiana, viene a ser una historia de la progresiva autocomprensión «temática» del hombre como ser libre. No se trata, por consiguiente, de que el hombre haya sabido siempre de manera explícita y adecuada lo que es la libertad humana ni de que haya utilizado este concepto en las afirmaciones de la revelación y de la teología como algo acabado e inmutable y sin una profundización ulterior. Tal vez sea ésa la impresión que deje a menudo la teología escolástica corriente; pero en realidad no es así. Por supuesto que no podemos esbozar aquí, ni siquiera brevemente, la historia del concepto greco-occidental de libertad.
En un principio se consideró la libertad como liberación de la opresión social, económica y política; es decir, como lo contrario de esclavitud, servidumbre, etcétera. Es, pues, en primer lugar, un derecho ­una propiedad­ del ciudadano que contribuye a mantener y definir el estado de una polis independiente. El concepto se va luego individualizando y va ganando en interioridad: es libre aquel que posee la autopraxía, el que puede hacer lo que quiere. Esa libertad interna, ese «no estar sujeto» a poderes que lo alienen a uno de sí mismo, se considera, cada vez más, como restringida a una interioridad en la que el hombre justamente es y puede continuar siendo él mismo. De tal manera que si el hombre carga con esa responsabilidad y reconoce y aprecia ese recinto de su interioridad espiritual, inatacable desde fuera, como la sede de su ser de hombre, por lo menos ahí es libre y puede continuar siéndolo.
Alguna que otra vez se ha pretendido que el hombre podía liberarse de aquellas partes de su ser, distintas de ese sublime yo interior, y de los poderes que las dominan ­la naturaleza, el Estado­ cesando de oponérseles y considerándolos indiferentes; que podía ser libre al liberarse de tales poderes descubriéndolos como inconscientes y sin valor para él. Hay que tener en cuenta lo siguiente: la auténtica libertad de elección, es decir, la libertad que no sólo consiste en que el hombre no sufra coacción exterior, sino en que, por encima de sí mismo, se le exige una decisión libre y que, por tanto, es exigencia y tarea más que «libertad», esa libertad, digo, sólo puede verse con claridad en el cristianismo, porque solamente en él es cada cual el ser único de valor eterno, y en el amor personal de Dios al hombre, que debe realizarse con la más alta responsabilidad personal y, por lo tanto, con libertad.
La historia de la revelación ha entrado con Jesucristo en su fase definitiva, escatológicamente insuperable, y la insuperabilidad intramundana de esta fase final no es un puro hecho ­sólo porque Dios no quiera revelar nada nuevo­, sino algo que viene dado con la íntima esencia de esta misma fase ­pues la aparición Hombre-Dios sólo puede superarse esencialmente con la visión directa de Dios­. Así las cosas, esta peculiaridad de la historia de la revelación en Cristo también debe ser válida para la constitución esencial del hombre como ser libre: la libertad, tal como Dios creador se la asegura continuamente al hombre, es la libertad de la aceptación total del misterio absoluto que llamamos Dios; y esto de tal modo que Dios no es un «objeto» más entre los que se ejercita una libertad de elección neutral de carácter objetivo, sino más bien aquel que en este acto absoluto de libertad empieza a identificarse con el hombre y sólo en el cual la esencia misma de la libertad llega a su plena realización.

I. EN LA CONCEPCIÓN TEOLÓGICA LIBERTAD ES LIBERTAD DESDE DIOS Y HACIA DIOS

Sería desconocer totalmente la esencia de la libertad querer comprenderla como la mera facultad de elección entre objetos distintos, dados adicionalmente y a discreción, entre los cuales también se encontraría Dios como uno de tantos; de tal forma que entre esos objetos Dios sólo jugaría un papel importante en la realización de esa libertad de elección, por causa de su propia peculiaridad objetiva y no en razón de la esencia misma de la libertad. Sólo hay libertad ­lo dice expresamente santo Tomás­ porque existe el espíritu como trascendencia, como elevación y anticipo por encima de todo lo particular y concreto hacia el ser universal. Sólo hay trascendencia ilimitada hacia el ser absoluto y, por tanto, independencia, indiferencia frente a un determinado objeto finito, dentro del horizonte de esa trascendencia absoluta en cuanto que esta trascendencia, en cada acto particular que se ocupa de un objeto finito, está orientada hacia la unidad originaria del ser universal, y en cuanto que tal trascendencia supraobjetiva ­como fundamento de todo comportamiento objetivo, categorial, hacia un sujeto finito y también para con el ser infinito, pensado en conceptos finitos­ está posibilitada por un abrirse continuo, por una irrupción de su horizonte, de su «hacia dónde absoluto», que llamamos Dios. No hablamos precisamente de un «hacia dónde absoluto» de la experiencia trascendental por expresarnos de un modo difuso y complicado, sino por un doble motivo: si decimos simplemente «Dios», entonces cabría el temor continuo de poder ser malentendidos en el sentido de que hablásemos de Dios como expresado en unos conceptos objetivantes, cuando se trata precisamente de hacer resaltar el hecho de que «Dios» ya está de antemano y por vía de superación incluso allí donde es objeto finito del conocimiento. Con otras palabras, puesto que precisamente pensamos a Dios, en cuanto que de manera no expresa ­atemáticamente­ in quolibet cognoscitur, como dice santo Tomás, y no en cuanto se habla de él expresamente y a posteriori, no podemos decir simplemente «Dios». Mas si llamásemos al «hacia dónde absoluto» de la trascendencia «cosa», «objeto», provocaríamos igualmente el equívoco de que se trataba de un «objeto» tal como se da en el conocimiento; que se trataba del «hacia dónde absoluto» de la trascendencia en cuanto puesto expresamente ­inserto en unas categorías­ por la reflexión secundaria sobre esa trascendencia inmediata, cuando en realidad se trata del «hacia dónde absoluto» en que la trascendencia se realiza originariamente.

Sólo Dios hace posible la libertad

La libertad tiene, por consiguiente, una carácter teológico no sólo cuando Dios es pensado explícitamente dentro de unas categorías objetivas junto a otros objetos, sino siempre y en todas partes, a partir de la esencia misma de la libertad, porque en cada acto libre Dios está dado atemáticamente como su fundamento sustentador y su último «hacia dónde absoluto». Si santo Tomás dice que Dios puede ser conocido en cada objeto de manera atemática, pero real, también esto vale para la libertad: en cada acto libre se quiere a Dios atemática, pero realmente, y viceversa. Sólo así se experimenta lo que con la palabra «Dios» se piensa en realidad, a saber, el «hacia dónde absoluto» e inabarcable, tanto volitiva como conceptualmente, de la única trascendencia radical del hombre que se desdobla en conocimiento y amor.
El «hacia dónde absoluto» de la trascendencia no permite que se disponga de él; él es, más bien, la silenciosa disposición infinita sobre nosotros en el momento y siempre que empezamos a disponer y a juzgar de algo, haciéndolo depender de las leyes de nuestra razón apriorista. Ese «hacia dónde absoluto» de nuestra trascendencia está presente, por eso, según un modo de rechazo y ausencia que le es peculiar. Se nos da de acuerdo con una modalidad de retraimiento, de silencio, lejanía e inabarcabilidad y, por consiguiente, como el misterio absoluto. Para ver esto con más claridad hay que reflexionar naturalmente sobre el hecho de que en nuestra experiencia normal a este «hacia dónde absoluto» de lo ya dado y sólo lo tenemos presente como condición de la posibilidad de una comprensión de lo finito; y que por lo menos en esta experiencia normal, nunca se nos da su visión directa e inmediata. Se nos da simplemente como el «hacia dónde absoluto» de la trascendencia misma, de modo que con ello se evita todo «ontologismo», según el cual Dios en sí mismo sería el primer conocimiento «en» el que conoceríamos todo lo demás. Y es que este «hacia dónde absoluto» no se experimenta ni directa ni objetivamente, sino que lo descubrimos en la experiencia de la trascendencia subjetiva. Además, el «hacia dónde absoluto» y la propia superación están dados sólo como condiciones de la posibilidad de un conocimiento categoríal, pero no por sí mismos. De ahí que este «hacia dónde absoluto» de la trascendencia sólo se dé según la modalidad de la lejanía rechazante. Nunca se puede llegar a ella directamente; nunca captarla de modo inmediato. Existe sólo en cuanto nos remite mudamente hacia otra cosa, hacia un ser finito como objeto de la mirada directa.

Libertad frente a Dios

Es decisivo para la comprensión cristiana de la libertad el que ésta no sólo venga posibilitada desde Dios y esté referida a él como horizonte sustentador de una libertad de elección categorial, sino que sea también una libertad frente a Dios. Tal es el tremendo misterio de la libertad en la interpretación cristiana.
Cuando Dios categorialmente sólo es comprendido como una realidad junto a otras, como uno de los muchos objetos de la libertad de elección ­como una facultad neutral que se ocupa arbitrariamente de esto o de aquello­, la libertad de elección frente a Dios no supone ninguna dificultad. Mas como la libertad se mantiene como tal frente a su fundamento sustentante, y como puede negar culpablemente la condición de su propia posibilidad en un acto que la reafirma necesariamente, de ahí el carácter extremo de su declaración sobre la esencia de la libertad creatural, que por su radicalidad deja muy atrás al tradicional indeterminismo categorial. Para la doctrina cristiana de la libertad es decisivo que esta libertad implique la posibilidad de un sí o un no frente a su propio horizonte e incluso eso es lo que la constituye propiamente, y esto no precisamente ni en primera línea allí donde Dios está dado y representado temáticamente en unos conceptos categoriales; también allí donde viene dado atemática, pero originariamente, en la experiencia trascendental como condición y valor de cualquier actividad personal, sobre el mundo ambiental e íntimo. En este sentido encontramos a Dios en todas partes, de una manera radical, como el primer interrogante planteado a nuestra libertad, en todas las cosas del mundo, y sobre todo en el prójimo, como dice la Escritura.

La paradoja de la libertad humana

¿Por qué, nos preguntamos con mayor precisión, el horizonte trascendental de la libertad no sólo es la condición de su posibilidad, sino también su verdadero «objeto»? ¿Por qué no sólo actuamos libremente frente a nosotros, a nuestro mundo circundante y a nuestros allegados, de acuerdo con la realidad o en desacuerdo con ella, bajo aquel inmenso horizonte de la trascendencia, desde el cual salimos libremente al encuentro de nosotros mismos y de nuestro mundo circundante y contemporáneo, sino porque, además, ese mismo horizonte es también «objeto» de esta libertad en el «sí» y en el «no» que le damos? Per definitionem él es, una vez más, el que hace posible el «no» en contra suya; por lo que en ese «no» vendrá al mismo tiempo y de modo ineludible afirmado como condición de la posibilidad de la libertad y como «objeto» atemático o incluso ­en el «ateísmo» explícito, teórico o práctico­ negado como objeto expresado conceptualmente.
En el acto de esta libertad que niega se da, pues, afirmado y negado; y esta suprema monstruosidad se retira a la vez y se relativiza en la temporalidad al objetivarse necesariamente en el material finito de nuestra vida y en su dilatación temporal que ella mediatiza. Pero la posibilidad real de una tal contradicción en la libertad no se puede negar; aunque de hecho se la discute y pone en duda. En la teología vulgar de la vida cotidiana sucede esto siempre que se dice que no cabe imaginarlo de otro modo sino que el Dios infinito, en su imparcialidad, puede evaluar la pequeña deformación de una realidad finita, la infracción contra una estructura esencial concreta y simplemente finita, tal como es, como finita; y que, en consecuencia, no puede sobrevalorarla mediante un precepto absoluto y una sanción infinita, cual si la considerase dirigida contra su propia voluntad como tal. La «voluntad» contra la que realmente se atentaría con tal pecado sería la realidad finita querida por Dios; suponer, por encima de ese hecho, un atentado contra la voluntad de Dios equivaldría al error de colocar la voluntad divina como una realidad parcial al lado y dentro de la misma categoría del objeto finito querido por ella. De todos modos permanece en pie la posibilidad de negar a Dios mismo por medio de la libertad. De lo contrario desembocaría en una verdadera cerrazón subjetiva de la libertad ­de la que hablaremos más adelante­, pues de lo que se trata en el fondo es del sujeto como tal y no sólo de tal o cual cosa. Si en el acto libre se trata del mismo sujeto, en cuanto que es trascendencia y porque los entes particulares intramundanos que encontramos en el horizonte de la trascendencia no son meros incidentes dentro de un espacio que permanece incólume, sino que son la concreción histórica del encuentro y entrega del origen y destino de nuestra trascendencia, que sustenta nuestra subjetividad, entonces la libertad frente a los entes particulares con los que nos encontramos será siempre la libertad frente al horizonte, fundamento y abismo que le permite salirnos al encuentro y trocarse en un elemento interno de nuestra libertad acogedora. En la medida y razón que el horizonte no le puede ser indiferente al sujeto, en cuanto cognoscente, sino que es, temática o atemáticamente, aquello con lo que tiene que tratar esa trascendencia cognoscente, incluso cuando no tiene como objeto expreso ese «hacia dónde absoluto», en esa medida y razón la libertad tiene que habérselas con Dios mismo fundamental e inevitablemente, aunque se realice siempre en lo concreto y singular de la experiencia y a través de esto se exprese a sí misma. La libertad es en su origen libertad de sí a del no a Dios y, por tanto, libertad del sujeto para consigo mismo. La libertad sería una libertad indiferente para esto o lo otro, si fuese la repetición prolongada indefinidamente de lo mismo o de su contrario ­que no es más que una forma de lo mismo­, una libertad del eterno retorno, del mismo ritornello si no fuese necesariamente la libertad del sujeto para consigo mismo de forma definitiva y, en consecuencia, libertad para con Dios, aun cuando se sepa muy poco, en cada acto libre, de este fundamento y del «objeto» más auténtico y radical de la libertad.

Libertad y gracia