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"La gravedad y la gracia" comprende los cuadernos que Simone Weil (1909-1943) escribió en Marsella entre el otoño de 1941 y la primavera de 1942. «Auténticos fogonazos de luz que tratan temas concernientes a lo más real del espíritu humano: la sed de absoluto, la fe, el amor, la verdad, la contradicción, el trabajo, la desgracia, el sufrimiento, la injusticia, el ateísmo... o el más intrincado terreno de lo sobrenatural. Un pensamiento alentado por una enorme sed de verdad y ahormado a la luz de una inteligencia serena y proba. Un ejercicio filosófico que da cuenta de hasta qué punto su autora entiende la filosofía como virtud, como "trabajo sobre uno mismo" con vistas a "una transformación del ser"». (Del prólogo de Carmen Herrando Cugota) Traducción de Íñigo Sánchez-Paños y Elena M. Cano
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Seitenzahl: 260
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Simone Weil
La gravedad y la gracia
Traducción del francés de Elena M. Canoe Íñigo Sánchez-Paños
Prólogo de Carmen Herrando
Prólogo
La gravedad y la gracia
La gravedad y la gracia
Vacío y compensación
Aceptar el vacío
Desapego
La imaginación colmadora
Renuncia al tiempo
Desear sin objeto
El yo
Descreación
Borrado
La necesidad y la obediencia
Ilusiones
Idolatría
Amor
El mal
La desgracia
La violencia
La cruz
Balanza y palanca
Lo imposible
Contradicción
La distancia entre lo necesario y el bien
Azar
Aquel a quien hay que amar está ausente
El ateísmo purificador
La atención y la voluntad
Adiestramiento
La inteligencia y la gracia
Lecturas
El anillo de Giges
El sentido del universo
Metaxu
Belleza
Álgebra
La carta social
El gran animal
Israel
La armonía social
Mística del trabajo
Créditos
«Hay que amar la verdad más que la vida.»
(Simone Weil, OC IV 1, 334)
El libro que el lector tiene entre sus manos es una recopilación de textos escritos por Simone Weil, filósofa francesa de origen judío, entre el otoño de 1941 y la primavera de 1942. Las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial forzaron a la pensadora a dejar la Francia ocupada y partir hacia Estados Unidos. En tales circunstancias, decidió confiar sus papeles personales a Gustave Thibon (1903-2001), quien, en 1947 –y muerta ya su autora–, publicó una selección bajo el título La pesanteur et la grâce.
Simone Weil y sus padres llegaron a Marsella en torno al 15 de septiembre de 1940 y allí permanecieron hasta mediados de mayo de 1942. Habían dejado París el 13 de junio de 1940, justo la víspera del día de la entrada de las tropas alemanas en la ciudad. Marsella se hallaba en la zona no ocupada de Francia, pero las leyes antijudías del régimen de Vichy, promulgadas en otoño de 1940 y endurecidas en junio de 1941, impedían a Simone Weil ejercer la docencia, profesión que había desempeñado –con algunas interrupciones– en diversos liceos de provincias entre 1931 y 1938.
Con todo, los años de Marsella fueron prolíficos para la filósofa. La familia Weil vivía en un piso modesto, en el número 8 de la rue des Catalans, y, en aquel ambiente, bajo la luz del Mediterráneo, Simone Weil fue testigo del desastre de la guerra y puso por escrito muchas de sus intuiciones más importantes. Allí también leyó textos de las grandes tradiciones religiosas y entró en contacto con la Société d’études philosophiques de Marseille, en cuya sede impartió algunas conferencias, como la que versó sobre la belleza en Platón.
No tardaría en colaborar con Cahiers du Sud, principal revista literaria de la Francia no ocupada, en cuyo círculo entró en relación con escritores, pensadores, artistas y poetas. Algunos de ellos viejos conocidos, como el filósofo Gilbert Kahn o su compañero de cagne René Daumal. Y Pierre Honnorat –matemático, compañero de André Weil, hermano de la filósofa– y su hermana Hélène, con la que Simone había estudiado en el liceo. A otros, en cambio, los conoció a consecuencia de su participación en la revista. Tal es el caso de Lanza del Vasto, discípulo de Gandhi, o el de los poetas Joë Bousquet y Jean Tortel, quien la pondría en contacto con grupos de la Resistencia. Así la recuerda Tortel en una de sus visitas a la sede de la publicación en otoño de 1940:
Una suerte de pájaro sin cuerpo replegado sobre sí mismo. Envuelta en una amplia capa negra que no se quitaba y que le golpeaba las pantorrillas; inmóvil, silenciosa, en el extremo de un viejo sofá cargado de libros y revistas, donde se sentaba sola; extraña y atenta, observando, pero, a la vez, distante. Nos dejaba hablar, pues en medio de la conversación, de la que parecía ausente, solía estar inmersa en alguna lectura. Una presencia. Que estaba ahí. Insólita y quizás incomprensible. Extraña entre nosotros, un poco temible (y temida) […] Miraba (cuando miraba) a través de sus gafas –los ojos fijos hacia delante, pero también la cabeza y el busto– el objeto que fuera (su miopía invasora…) con una intensidad y una especie de avidez interrogadora que no he visto en otra parte (SP 530).
Al margen de su actividad intelectual, también tomó parte en la distribución de Cahiers du Témoignage chrétien, publicación estrechamente vinculada a la Resistencia, a la que llegó merced a la mencionada Hélène Honnorat, entusiasta feligresa de la parroquia universitaria. Y ella sería quien le presentaría al dominico Joseph Marie Perrin, el cual desempeñó un papel decisivo en el acercamiento de nuestra autora al cristianismo.
Aunque educada en el agnosticismo, Simone Weil manifestó un enorme interés por el catolicismo. Su familia era de origen judío por ambas partes, pero solo la abuela paterna practicó la religión de sus mayores. En cambio, la filósofa se sentía ajena a aquella tradición. Así se lo expresaba por carta, en octubre de 1941, a Xavier Vallat, responsable del Comisariado general para cuestiones judías del Gobierno de Vichy:
Aún no he comprendido lo que hoy se entiende legalmente por judío […] Aunque no me considero judía, pues nunca entré en una sinagoga, he sido educada sin práctica religiosa de ningún tipo por padres librepensadores, y no me atrae nada la religión judía ni me siento ligada a su tradición; desde mi primera infancia me nutro de la tradición helénica, cristiana y francesa (SP 591).
Tres encuentros con el cristianismo marcan su vida: en septiembre de 1935, en una aldea marinera al norte de Portugal; en Asís, en su primer viaje a Italia en 1937; y en la abadía benedictina de Solesmes, durante la Semana Santa de 1938. En Póvoa de Varzim, cerca de Viana do Castelho, Simone Weil, de vacaciones con sus padres, presenció la procesión de la Virgen de los Dolores: los pescadores y sus familias, gentes sencillas, con pequeñas candelas entre las manos, rezaban a orillas del mar y entonaban sus tristes cánticos. Al contemplarlos, tuvo la impresión de que aquello representaba de algún modo la religión de los esclavos. No hacía aún un mes que había terminado de trabajar como obrera en varias fábricas, y se sentía derrotada. Como una esclava en la que, a fuerza de someterse a órdenes ajenas, el hábito de pensar hubiera quedado anulado. En Asís, sin embargo, la experiencia fue distinta: tras un periodo difícil en la guerra civil española, realizó un viaje de un par de meses por Italia. Cuando visitó la ciudad en la primavera de 1937, vivió una profunda conmoción en la capillita románica del siglo XII –la misma en la que había orado san Francisco–, y «algo más fuerte que yo me obligó a ponerme de rodillas por primera vez en mi vida» (AD 43). Un año después, en la abadía de Saint Pierre de Solesmes, más que un encuentro con el cristianismo Simone Weil viviría una experiencia en la que se le iba a manifestar el propio Cristo. Junto a su madre, pasó la Semana Santa y los primeros días de Pascua en la hospedería del monasterio, absorta en la liturgia y en el canto gregoriano. La lectura de la Pasión caló hondo en ella: «La Pasión de Cristo entró en mí una vez y para siempre» (ibid.). Allí quedó igualmente conmovida ante un joven católico inglés en el que vio plasmada «la virtud sobrenatural de los sacramentos» (ibid.). Fue él quien le dio a conocer algunos textos de los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, especialmente de Georges Herbert, cuyo poema «Love» aprendió de memoria.
La realidad es el referente fundamental en el proyecto filosófico de Simone Weil. Su conocimiento constituye para el hombre una suerte de imperativo. En su etapa de Marsella –cuando escribe los textos que darán lugar a La gravedad y la gracia– exploró aquella dimensión con mayor detenimiento si cabe, dada la desmoralizadora situación por la que pasaban Francia y Europa. Lo real, para ella, es trascendente: «Es la idea esencial de Platón» (OC VI 3, 179). Y lo real se plasma en la verdad, noción con la que ya había contraído un firme compromiso siendo muy joven. A los catorce años, vivió una crisis de adolescencia y pensó incluso en quitarse la vida. Simone admiraba a su hermano André, tres años mayor, pero sentía que jamás podría alcanzar el nivel intelectual de aquel brillante joven que había ingresado en la universidad con sólo dieciséis años y que llegaría a ser un matemático notable:
A los catorce años caí en una de esas desesperaciones sin fondo de la adolescencia, y pensé seriamente en morir, debido a la mediocridad de mis facultades naturales. Los dones extraordinarios de mi hermano, que tuvo una infancia y una juventud comparables a las de Pascal, me forzaban a tomar conciencia de ello. No lamentaba los éxitos externos, sino no poder esperar acceso alguno a ese reino trascendente donde habita la verdad, y en el que sólo entran los hombres auténticamente grandes. Prefería morir a vivir sin ella [la verdad]. Tras meses de tinieblas interiores, tuve de pronto y para siempre la certeza de que cualquier ser humano, aun si sus facultades naturales son casi nulas, penetra en ese reino de verdad reservado al genio, tan sólo deseando la verdad y haciendo un esfuerzo permanente de atención por alcanzarla (AD 38-39).
Y esta certeza la acompañó durante toda su vida: «Personalmente, para mí la vida no tiene más sentido –y, en el fondo, nunca ha tenido otro– que el de la espera de la verdad» (EL 213). Verdad que, para ella, es fulgor de la realidad y la más sagrada de las necesidades del alma:
Una verdad es siempre la verdad de algo. La verdad es el resplandor de la realidad. El objeto del amor no es la verdad, sino la realidad. Desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad. Desear un contacto directo con una realidad es amarla. No se desea la verdad más que para amar en la verdad (OC V 2, 319).
Este fue el espíritu con el que emprendió sus estudios de filosofía. En el Liceo Henri IV, entre 1925 y 1928, asistió a las clases de la formación preparatoria para ingresar en la Escuela Normal, lo que se conoce como cagne. Allí tuvo como profesor de filosofía al filósofo Émile Chartier, conocido como Alain, que influyó decisivamente en ella. Al inicio del curso, él solía escribir en la pizarra unas palabras inspiradas en Platón, que la marcaron profundamente: «Hay que ir hacia lo verdadero con toda el alma» [cf. República VII 518 c]. En las disertaciones y ensayos –topos, en el argot estudiantil– que la joven compondría para sus clases ya se hacen manifiestos algunos temas esenciales de su futuro pensamiento, y sobre todo la exigencia moral que presidió toda su producción.
Finalmente, en 1928 ingresó en la Escuela Normal Superior y en julio de 1931, con sólo 22 años, aprobaba agrégation, equivalente a una cátedra de Enseñanza Media. Aquel otoño iniciaría su labor como profesora en el instituto de Le Puy. Allí entró en relación con sindicalistas y obreros, entre los cuales ejerció una importante labor formativa impartiendo cursos a los trabajadores y parados. En más de una ocasión actuó como portavoz de los obreros que pedían mejores condiciones de trabajo. Esto despertó cierto escándalo entre los padres de sus alumnas y provocó la intervención de la inspección educativa. Solo el apoyo de las estudiantes impidió el traslado de centro.
Al año siguiente fue destinada al instituto de Auxerre. Aunque no faltaron problemas con la administración, todo transcurrió con normalidad. Atenta al ascenso del partido nazi, pasó parte del verano en Alemania y, a lo largo del curso, escribió algunos lúcidos análisis en los que alertaba del riesgo de que Hitler se alzara con el poder, ensayos que luego serían publicados en La Révolution prolétarienne,Libres Propos,L’École émancipée o L’Effort. De paso, también ayudó a varios refugiados alemanes, a algunos de los cuales llegó a hospedar en su casa –o, mejor dicho, en la de sus padres–. Este comportamiento revela el tipo de relación que la filósofa mantenía con sus padres: sorprendentemente estrecho y, a la vez, muy libre. Según Simone Pétrement, su amiga y biógrafa, «los padres Weil no negaban nada a su hija» (SP 278). Su madre estaba firmemente persuadida de que Simone albergaba un don muy especial, una suerte de genialidad que iba a hacer de ella una personalidad de referencia en aquellos tiempos difíciles.
En el verano de 1933 Simone Weil se implicó en la unificación de los sindicatos de la enseñanza y asistió al congreso sindical que se celebró en Reims. Uno de los artículos más reveladores de su pensamiento político («Perspectivas. ¿Vamos hacia la revolución proletaria?») apareció en agosto, mientras se hallaba en España con sus padres. Visitó Barcelona, Vilanova i la Geltrú y Valencia. En aquella estancia tomó contacto con militantes de la Federación Anarquista Ibérica. Tal es el caso de Joaquín Maurín, cuñado del disidente comunista Boris Souvarine, quien dijo de ella que era «la mejor cabeza que dio el movimiento obrero en muchos años» (SP 257).
Durante el curso 1933-1934, enseñó en el instituto de Roanne. Siguió escribiendo sobre política y sindicalismo y continuó analizando la situación en Europa. Entre otros textos, publicó «Reflexiones sobre la guerra» en La Critique sociale, revista fundada por el mencionado Souvarine. A primeros de diciembre se sumó a la protesta de los mineros de Saint-Étienne y pronunció una conferencia sobre el fascismo. Curiosamente, el último día de 1933 los Weil alojaban a León Trotsky en un apartamento que poseían en el mismo inmueble en el que vivían junto a los jardines de Luxemburgo. A Trotsky le había incomodado el contenido del artículo «Perspectivas…», pero aceptó la invitación porque ello le facilitaba reunirse discretamente con sus partidarios. Pétrement cuenta que la joven filósofa discutió acaloradamente con el ilustre revolucionario, y que su esposa, Natalia Sedov, exclamó asombrada ante sus padres: «Esta niña, que planta cara a Trotsky» (SP 279).
En la primavera de 1934, tras un periodo de baja laboral, Simone Weil comenzó a poner por escrito una serie de reflexiones en torno al marxismo, que pretendía publicar como artículo, pero el trabajo se alargó y no quedó terminado hasta bien entrado el otoño. El resultado fue un librito que no llegaría a ver publicado, pero que consideraba su «gran obra»: Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social. En él presenta una crítica a Marx en la que le reprocha no haber contado en su teoría con la dimensión espiritual del hombre. De hecho, uno de los puntos centrales de esta obra es el tema del trabajo, muy relevante en el pensamiento weiliano: «La noción de trabajo considerado como un valor humano –escribe– es posiblemente la única conquista espiritual llevada a cabo por el pensamiento humano desde el milagro griego» (Alianza Editorial 2024, 131).
Entretanto, estaba madurando un gran proyecto personal: trabajar como obrera. Esta experiencia iría precedida de un abandono de la militancia sindical:
He decidido retirarme por completo de todo tipo de política, salvo para la indagación teórica. Lo que no excluye en absoluto participar eventualmente en algún gran movimiento espontáneo de masas (como soldado raso), pero no quiero responsabilidades, ni siquiera indirectas, por pequeñas que sean; estoy segura de que la sangre que se va a derramar se derramará en vano, y que estamos de antemano derrotados (SP 291).
La dura experiencia del trabajo en la fábrica matizó decisivamente su reflexión sobre la realidad del trabajo, el mundo obrero, el sindicalismo y la situación política. Empezó a trabajar el 4 de diciembre de 1934 y terminó en agosto de 1935, con algunas interrupciones por baja laboral o cambio de empresa. Acabó destrozada. Conoció el agotamiento, el paro, la precariedad laboral, la humillación, las esperas interminables para encontrar empleo… Supo lo que era sentirse esclava y desgraciada, pero esto le permitió conocer de primera mano el modo de vida y los conflictos reales de los obreros. En su «Diario de fábrica» lo consigna todo. Ahí está en germen su concepción de la desgracia, que cristalizará más adelante en su pensamiento metafísico y religioso.
Durante el curso 1935-1936 trabajó en el instituto femenino de Bourges. Visitó algunas fábricas de la zona; entre ellas, la fundición Rosières, con cuyo ingeniero jefe conversó en varias ocasiones sobre la realidad del mundo obrero. En la fundición publicaban la revista Entre nous. Le rechazaron un primer artículo en el que animaba a los obreros a expresar sus inquietudes. En cambio, sí se avinieron a publicar sus adaptaciones de las tragedias griegas Antígona y Electra. Estaba convencida del inmenso bien que estas lecturas habían de procurar a los obreros. Por entonces triunfaba en Francia el Front populaire (1936). De esa época es el artículo «La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos», que firmó con el seudónimo S. Galois, en recuerdo del matemático Évariste Galois, a quien admiraba. Por otra parte, seguía alerta ante la amenaza del nazismo y participó en iniciativas como el Comité de vigilancia de los intelectuales antifascistas.
Cuando en julio de 1936 estalla la guerra civil en España, Simone Weil no quiso «quedarse en la retaguardia», como escribiría más adelante a George Bernanos. Cruzó la frontera en Port Bou el 8 de agosto y, tras unos días en Barcelona, se sumó a la Columna Durruti en Pina de Ebro, en el frente de Aragón. Apenas estuvo allí una semana, pues su miopía le ocasionó un grave accidente: metió el pie izquierdo en una sartén con aceite hirviendo que habían camuflado en un hoyo y sufrió una gravísima quemadura. Tuvieron que trasladarla a Barcelona, en donde la andaban buscando sus padres, que habían ido tras ella cuando tomó la decisión de participar en la guerra. Los Weil se quedaron en España hasta fines de septiembre: Simone permaneció unos días en el hospital de Sitges, pero sus padres la llevaron con ellos a la pensión en la que se alojaban, y el doctor Weil se encargó de las curas.
La breve experiencia en la guerra civil generó en ella un profundo desencanto. Así lo expresa en la carta que envió a Bernanos en 1938, tras leer Los grandes cementerios bajo la luna. Ambos habían estado en España al comienzo de la contienda, pero en bandos diferentes: él, en Mallorca, apoyando al principio la causa de Franco; ella, entre Cataluña y Aragón, con los anarquistas. La filósofa escribe al novelista que, a pesar de sus diferencias ideológicas, «usted […] me resulta más cercano, sin comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón» (Œ 409). Y es que aquel clima de muerte y crueldad la llenó de pesadumbre:
Tuve el sentimiento de que cuando las autoridades temporales y espirituales ponen una categoría de seres humanos aparte de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse a castigo o a reprobación, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a los que matan (Œ 408).
El escritor quedó conmovido con la carta. La encontraron en su cartera cuando murió. Parece que siempre la llevó consigo.
De vuelta a París, Simone Weil estuvo de baja laboral durante casi un año, pero eso no le impidió seguir pensando y escribiendo con valor y lucidez sobre política, sindicalismo o la realidad obrera. En abril de 1937, Nouveaux Cahiers publicaba su artículo «No empecemos otra vez la guerra de Troya», escrito a cuenta de la ideología belicista que se estaba generando en aquel tiempo.
Entre finales de abril y mediados de junio de 1937, pasó un tiempo en Italia, tras recibir tratamiento médico en Suiza. Padecía dolores de cabeza extremadamente fuertes, y los médicos sospechaban que podía causarlos un tumor cerebral. Más adelante se vería que era una sinusitis larvada, que nunca llegó a curar del todo. Con todo, su estancia en Italia fue verdaderamente feliz: disfrutó del paisaje, de las gentes, de la música, del arte… Y «resucitó» en ella «la vocación por la poesía, reprimida en la adolescencia» (SP 436), como escribiría a Jean Posternak, un estudiante de Medicina con el que hizo amistad en el sanatorio suizo. Por entonces compuso el poema «Promethée» (Prometeo), que envió a Paul Valéry. En su visita a Asís, a fines de mayo o comienzos de junio, sucedió, como ya se ha indicado, su segundo encuentro con el cristianismo.
En otoño de 1937 fue destinada al instituto de Saint-Quentin. Allí compuso su bellísimo escrito «La Ilíada o el poema de la fuerza», una reflexión honda y detenida sobre la sed de dominio en los seres humanos, obra que sería publicada tiempo después como artículo en Cahiers du Sud. Si el pensamiento weiliano gozó siempre de una probidad intelectual admirable, por estas fechas se acrecienta en él la dimensión de lo profundo. La autora se extasía ante el texto de Homero como ante un paisaje sobrecogedor del que surge esta verdad incuestionable: plegarse a la fuerza hace víctimas tanto a dominados como a dominadores. Sin embargo, junto a la fuerza y el renombre, suceden milagros cotidianos, como la piedad y la misericordia, que hacen más llevadera la presencia de la desdicha en las vidas humanas. Ahí, precisamente, es donde la filósofa ve despuntar lo infinitamente pequeño como prodigio que equilibra el sometimiento generado e impuesto por la fuerza. Se trata de la dimensión sobrenatural, que en adelante estará cada vez más presente en su vida y en su pensamiento.
En La Ilíada –y también en el genio griego– contempla la autora un anticipo del Evangelio: «El Evangelio es la última expresión maravillosa del genio griego; La Ilíada es la primera» (OC II 3, 251), escribe al final del citado artículo. No obstante, reprochará al cristianismo que el espíritu evangélico no haya sabido frenar el predominio de la fuerza, tal como constata en la impronta dejada por Roma en la Iglesia. Roma es el gran animal, la masa que en República de Platón aplasta, en la ejercitación de la fuerza, el alma filosófica. Resulta imposible no percibir en esta observación el trasfondo de los totalitarismos en la Europa del momento. A esta Europa le reprochará su falta de altura moral y su esterilidad cultural. Europa ya no es capaz de gestar en su seno obras de la categoría de La Ilíada.
Los dolores de cabeza padecidos a comienzos de 1938 le hicieron presentir una decadencia física no lejana, lo que la llevó a pensar en el suicidio. Pidió una baja laboral –sería la última–, y ya no volvió a las aulas, aunque no dejó de reflexionar sobre futuras reformas de la enseñanza o los sindicatos del ramo, así como sobre el tema colonial, central en el pensamiento político de sus últimos años.
Entre los últimos días de mayo y los primeros de agosto de 1938, regresó a Italia con sus padres. En septiembre, su hermano André la invitó al congreso de matemáticos que organizó el grupo Bourbaki en Dieulefit (Drôme). Su interés por las matemáticas –vinculado, sin duda, a su inclinación hacia Platón y los pitagóricos– y por la ciencia la llevó a componer una serie de trabajos sobre estos temas durante la etapa de Marsella: «He comenzado un trabajo largo sobre la ciencia contemporánea, la clásica (del Renacimiento a 1900) y la griega …», escribiría a Gilbert Kahn en junio de 1941 (SP 558). El escrito aludido dio como fruto «La ciencia y nosotros», así como otros textos recogidos en Sobre la ciencia.
En el borrador de una carta al padre Perrin fechada el 26 de mayo de 1942 figuran estas palabras: «Aunque en varias ocasiones he cruzado un umbral, no recuerdo en ningún momento haber cambiado de dirección» (GP 61). Es posible que uno de esos umbrales lo atravesara en 1938. Fue el año de su tercer encuentro con el cristianismo, en Semana Santa, en la abadía de Solesmes. Los especialistas sitúan en aquel otoño o invierno la experiencia mística que Simone Weil narró al dominico: mientras recitaba el poema «Love» de Herbert, sometida a dolores de cabeza insoportables, «Cristo mismo descendió y me tomó» (AD 45). Una vivencia que también refirió en otra carta al poeta Joë Bousquet, a quien había conocido a fines de su etapa marsellesa: «[Sentí] una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible a los sentidos y a la imaginación, análoga al amor que transparece en la sonrisa tierna de un ser amado» (Œ 797).
En la etapa previa a la guerra leyó y releyó mucho: Platón, historiadores de la Grecia antigua (Heródoto, Tucídides, Polibio, Plutarco…) y de Roma (César, Tito Livio o Tácito, entre otros), crónicas medievales, historia de Francia, o poetas clásicos como Ovidio, Juvenal, Plauto y Terencio; y a Homero, a Sófocles, a Esquilo, etc. Buena parte de sus lecturas versaron sobre las grandes tradiciones religiosas: la Biblia, el Libro egipcio de los muertos, así como también textos pertenecientes a las religiones orientales, de las que se ocuparía más intensamente poco después. A pesar de su origen judío, la lectura de algunos libros de la Biblia la irritaba, al punto de que decía comprender el rechazo de Marción, y el de los cátaros, por el Antiguo Testamento. Sin embargo, de la Biblia apreció el libro de Isaías, los Salmos, el libro de Daniel, el Cantar de los cantares o el libro de Job.
En marzo de 1939, Hitler rompió los acuerdos de Múnich e invadió Checoslovaquia. Simone Weil criticó duramente la invasión, pero se mantuvo en su postura pacifista, con la que sólo rompió cuando Alemania se anexionó los territorios de Bohemia y Moravia. Tiempo después, en «Reflexiones para un balance», se reprochará con dolor este pacifismo que llegará a tachar de «criminal» (OC VI 4, 374).
En el verano de 1939, dos meses antes de estallar la guerra, Simone Weil tuvo ocasión de ver los cuadros del Museo del Prado cuando estuvieron expuestos en Ginebra, antes de ser devueltos a España. Contempló los Goya y los Velázquez, a cuyos enanos, locos y bufones llegaría a equipararse, tal como escribe a su madre el 4 de agosto de 1943, veinte días antes de su muerte:
Lo extremo de lo trágico es que los locos, al no tener título de profesor ni mitra de obispo, […] nadie oye siquiera su expresión de la verdad. Nadie sabe que dicen la verdad, ni los lectores y espectadores de Sh[akespeare] desde hace cuatro siglos. No verdades satíricas o humorísticas, sino la verdad simplemente. Verdades puras, sin mezcla, luminosas, profundas, esenciales. ¿Es el secreto de los locos de Velázquez? La tristeza en sus ojos, ¿es por la amargura de poseer la verdad, tener la posibilidad de decirla al precio de una degradación sin nombre, y que no los escuche nadie? (salvo Velázquez). […] Querida M., ¿percibes la afinidad, la analogía esencial entre esos locos y yo –a pesar de la agregación y los elogios a mi «inteligencia»–? (OC VII 1, 302).
La guerra comenzó aquel 1 de septiembre. La familia Weil se encontraba de vacaciones cerca de Niza, y regresaron a París. En este primer periodo de la Segunda Guerra Mundial, Simone Weil se propuso abordar la crisis de Occidente y el fenómeno del totalitarismo en varios artículos, entre los que cabe destacar «Algunas reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo» y «Reflexiones sobre la barbarie», trabajo que nunca llegó a terminar. En ambos se pregunta por las razones de los nazis y los compara con el imperio romano. El tema central es, de nuevo, el papel que ha jugado y juega la fuerza en la civilización occidental.
Como ya se ha dicho, Simone Weil se acercó a los textos de las antiguas tradiciones religiosas: el Poema de Gilgamesh, el Tao o la Bhagavad Gita, obra en la que encontró algunas respuestas a las incertidumbres que le suscitaba el ambiente bélico en que se hallaba Europa. ¿Puede entrar en combate quien siente piedad por los demás y repugnancia ante la guerra? Tal es la pregunta del héroe Arjuna, un interrogante que será respondido por el dios Krishna, quien le muestra que está obligado a pelear y, sobre todo, que la lucha no le impedirá conservar la pureza.
En aquel París de 1940, Simone Weil y sus padres advertían a diario el éxodo de personas que se encaminaban hacia el sur. El 13 de junio, mientras daban un paseo, vieron letreros con la inscripción: «París, ciudad abierta». Sin regresar a su casa, caminaron hasta la Gare de Lyon, en donde un gran número de ciudadanos se agolpaban en los últimos trenes que se dirigían hacia el sur. Madame Weil, mujer de recursos, dijo al revisor que su marido era médico y podría ser útil, y así lograron entrar en un tren abarrotado de gente. Llegaron a Nevers, en donde encontraron a unos amigos que les procuraron ayuda. Pasados unos días partieron a pie hacia el sur, y un mecánico los llevó hasta Vichy, donde la filósofa estuvo trabajando en su obra de teatro Venecia salvada. A fines de agosto llegaban a Toulouse y, a mediados de septiembre, a Marsella.
Un tanto descorazonada porque no podía aportar gran cosa en aquella situación, Simone Weil redactó su «Proyecto de una formación de enfermeras en primera línea». Lo inició en 1940 y lo retocó varias veces para adaptarlo a las circunstancias. Su principal objetivo era formar mujeres que auxiliaran con misericordia a los heridos en primera línea de fuego. Naturalmente, ella sería la primera de todas en acudir al frente.
Antes de instalarse en la casa que alquilaron en Marsella, los Weil pasaron un mes en una pensión cercana al campo de trabajo de Mazargues, donde vivían trabajadores procedentes de las colonias francesas de Indochina. Simone se privaba de la comida asignada en su cartilla de racionamiento para repartirla entre ellos.
En Cahiers du Sud, bajo el seudónimo Émile Novis, publicó por fin «La Ilíada o el poema de la fuerza», en dos entregas (en 1940 y 1941). Y, más adelante, sus dos trabajos sobre los cátaros: «En qué consiste la inspiración occitana» y «La agonía de una civilización vista a través de un poema épico», en un número especial que, en 1942, dedicó la revista al genio de Occitania y al hombre mediterráneo. Simone Weil consideraba que la cultura occitana fue la última expresión viva de la antigüedad prerromana en Europa. Al margen de los ya mencionados, también publicó en la revista algunos otros artículos. Tal es el caso de«Reflexiones a propósito de la teoría cuántica» o «Moral y literatura».
Durante el periodo de la guerra, la correspondencia con su hermano André es especialmente rica. André estuvo preso en Le Havre porque al estallar la guerra se encontraba en Finlandia por motivos de trabajo y no se quiso alistar. Los temas tratados en las cartas no se circunscriben a las matemáticas o a la ciencia, sino que tocan también asuntos como la herencia griega e incluso la mística. Tras ser liberado, André se trasladó a Estados Unidos a comienzos de 1941.
En marzo de ese mismo año, Simone Weil escribió su primera carta a Antonio Atarés, anarquista español, de Almudévar (Huesca), preso en el campo de refugiados de Le Vernet, en los Pirineos. Supo de él por Nicolas Lazarévitch, quien había pasado un tiempo cerca de los Pirineos y se fijó en aquel aragonés que no recibía visitas ni conocía a nadie. Compadecida, comenzó a escribirle y de vez en cuando le mandaba algún paquete y algo de dinero. A fines de abril, fue trasladado al campo de Djelfa, en Argelia, y el intercambio de cartas continuó. Atarés escribiría a los padres de Simone Weil pasada la guerra y les envió sus cartas en 1951, antes de viajar a Sudamérica, donde parece terminó sus días.
En Marsella, Simone Weil conversó largo y tendido con Joseph Marie Perrin, el dominico al que, tiempo después, confiaría parte de sus textos. Se conocieron el 7 de junio de 1941, y quedó impresionada por aquel religioso, casi ciego y algo mayor que ella, que le hablaba con gran dulzura. Conversaron en profundidad sobre la Iglesia católica y las posibilidades que tenía de ser bautizada. Al religioso le sorprendió que en su primera entrevista ella le hablara de su amor por los desgraciados y su deseo de seguir su suerte. También en aquel primer encuentro le preguntó si conocía a algún agricultor que necesitase ayuda, pues quería experimentar en primera persona lo que era el trabajo agrícola. Y Perrin pensó en su amigo, el escritor Gustave Thibon, dueño de una explotación familiar en Saint-Marcel d’Ardèche: «[Hay] una joven israelita, catedrática de filosofía y militante de extrema izquierda, que desearía trabajar una temporada en el campo como granjera, al haber quedado excluida de la universidad por las leyes raciales» (IPG I). Así pues, acordaron que pasara una temporada en Saint-Marcel.
