La guardia Blanca - Mijaíl Bulgákov - E-Book

La guardia Blanca E-Book

Mijaíl Bulgákov

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Beschreibung

La guardia blanca recrea uno de los períodos más turbulentos en la historia de Kiev, la "madre de todas las ciudades rusas". Los días de la familia Turbín se ven alterados por los sucesos revolucionarios de 1917 y sus ecos y repercusiones en la capital de Ucrania. Los Turbín -Elena, Alekséi, Nikolái- y un grupo de amigos y allegados, muy diferentes entre sí en cuanto a temperamento, ideas y sensibilidad, son exponentes del mundo que se derrumba ante sus ojos y, a la vez, perplejos testigos del nuevo que comienza a instaurarse. Lo que comienza como una novela familiar va adquiriendo paulatinamente los rasgos de una epopeya y los acontecimientos narrados son interpretados en clave filosófica. En esta primera novela de Mijaíl Bulgákov, a caballo entre la tradición realista decimonónica y los experimentales años veinte, se reconocen muchos de los tópicos y procedimientos que caracterizarán su creación posterior y que harán de él una de las plumas más brillantes del siglo XX.

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Seitenzahl: 490

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Mijaíl Bulgákov

La guardia blanca

TraducciónAlejandro Ariel González

Traducción: Alejandro Ariel González

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-10-9

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Prólogo | 6

Nota sobre el autor | 13

Primera parte | 16

Segunda parte | 148

Tercera parte | 219

Dedicada a Liubov Evguénievna Beloziérskaia

Prólogo

Como debut literario, La guardia blanca puede ser comparada sólo con los debuts de Dostoievski y Tolstói.

Maksimilián Voloshin

La guardia blanca recrea uno de los períodos más turbulentos en la historia de Kiev, la “Ciudad”, la “madre de todas las ciudades rusas”.

Los días de la familia Turbín se ven alterados por los sucesos revolucionarios de 1917 y sus ecos y repercusiones en la capital de Ucrania. Los Turbín —Elena, Alekséi, Nikolái— y un grupo de amigos y allegados son el centro a partir del cual se articula la trama del relato. Diferentes entre sí en cuanto a temperamento, ideas y sensibilidad, son exponentes del mundo que se derrumba ante sus ojos y, a la vez, perplejos testigos del nuevo que comienza a instaurarse. Representan una ética y un modo de ser ante la existencia, donde los lazos familiares, el sentido del honor, el amor al hogar y la lealtad a la patria aparecen en primer plano. De ahí su incomprensión de las pujas políticas y de las relaciones de fuerza que están detrás de ellas. De ahí su apego diríamos atávico a la monarquía, desprovisto de apasionamientos ideológicos o militantes. A lo largo de la obra, se mantienen íntegros, sobrellevan sus desgracias, afrontan las pruebas a las que los somete el destino y jamás pierden su dignidad, suscitando una natural simpatía en el lector.

En contraposición a ellos, hay otros personajes —particularmente Talberg y Shpolianski— que anteponen la salvaguarda del propio “yo” al compromiso (familiar, ético, político). Arribistas, ventajeros, mentirosos, acomodaticios, cobardes, tendrán mayor o menor suerte en la vorágine de los acontecimientos, pero carecen, por definición, de la capacidad de establecer vínculos durables y, así, de crear mundo. Lo dice o piensa Nikolái: “Ningún hombre debe faltar a su palabra de honor, porque sería imposible vivir en el mundo”.

Hay personajes, por último, que adquieren una presencia espectral en el relato: son justamente aquellos en los que se detiene la mirada histórica —el zar, el Hetman, Petliura—. En el caso de este último, el propio narrador lo explicita: “Petliura era un mito. Nunca existió. Era un mito tan notable como el de Napoleón, que nunca existió, pero bastante menos hermoso”. Es que en La guardia blanca los sucesos históricos los vemos refractados en las vivencias de los Turbín, como fondo o marco; en este sentido, en la novela asistimos a una tensión entre vida familiar y vida pública; los Turbín, hegelianamente hablando, no parecen muy interesados en estar dentro de la historia. Eso lo vemos en las primeras páginas, con el retorno de Alekséi del frente y su deseo de componer una vida hogareña y perdurable, pese a que “ya hace tiempo que ha comenzado a soplar la ventisca desde el norte, y sopla, y sopla, y no para, y cuanto más tiempo pasa, peor es”.

La “Ciudad”, desde esta óptica, emerge en un principio como el espacio del orden, del cosmos, por oposición a un “afuera” caótico y anárquico que empieza a ganar terreno y apoderarse de sus calles, confundiendo y perturbando los destinos de sus habitantes. Esta imagen aparece vinculada a un arquetipo bíblico, el Apocalipsis, que sobrevuela de principio a fin La guardia blanca. (En general, y aunque pueda resultar paradójico a primera vista, cabe preguntarse si habrá habido en la historia de la literatura un período creativo que recurriera tan insistentemente a la Biblia en búsqueda de pistas para comprender e interrogar el presente y el futuro como el que acompaña a los sucesos revolucionarios de 1917 y la subsiguiente guerra civil.)

Otra imagen cara a las letras rusas es la de la ventisca o borrasca. No en vano la novela de Bulgákov rinde tributo a Pushkin con una cita de La hija del capitán que describe ese fenómeno de la naturaleza; por otro lado, la representación de la revolución como ventisca, como revuelta de los elementos, surge del poema Los doce, de Aleksandr Blok, publicado en 1918. En La guardia blanca leemos:

Sí, la muerte no se hizo esperar. Llegó por los otoñales y luego invernales caminos de Ucrania junto con la seca y aventada nieve. Comenzó a traquetear en los bosques, en ametralladoras. Ella misma no era visible, pero manifiesta era la áspera ira campesina que la precedía. Esta ira corría por la nevasca y el frío, con agujereadas alpargatas de líber, con heno sobre las cabezas descubiertas e inclinadas, y aullaba. En las manos llevaba un inmenso garrote, sin el cual es imposible llevar adelante cualquier empresa en la Rus’.

El mundo que se derrumba, para ser específicos, es el de la intelliguentsia de Kiev, ese sector social al que Bulgákov pertenecía y amaba. Él mismo se ocupó de dejarlo en claro en la célebre carta que escribió al poder soviético (léase: Stalin) el 28 de marzo de 1930 solicitando que lo dejaran emigrar de la Unión Soviética. Allí, explicando la desesperada situación en que se encontraba y justificando su labor de escritor (ya entonces había que justificarla), afirmaba:

Los últimos rasgos de mis destruidas piezas Los días de los Turbín, La huida y la novela La guardia blanca: la obstinada representación de la intelliguentsia rusa como el mejor estamento de nuestro país. En particular, la representación de una familia noble de la intelliguentsia que, por las veleidades de un destino irrevocable, se ve arrojada al bando de la guardia blanca durante los años de la guerra civil, en la tradición de La guerra y la paz. Esa representación es de lo más natural para un escritor ligado a la intelliguentsia por lazos de sangre.

En efecto, La guardia blanca es en buena medida una novela autobiográfica. En la base de muchos episodios hay experiencias personales que el autor vivió en Kiev en los años 1918-1919. La mayoría de los personajes tienen prototipos reales, entre los cuales hay varios de la propia familia de Bulgákov.

***

El carácter epocal de la novela nos llega no sólo por la historia que narra, sino también por el modo en que lo hace, por su composición. Hija de los experimentales años veinte, hermana de las búsquedas vanguardistas de nuevas formas de expresión, La guardia blanca avanza por momentos en forma lineal, en otros se riza y, siguiendo la trayectoria de una espiral, nos devuelve a un punto anterior pero enfocado desde otra perspectiva. En una técnica similar a la del montaje cinematográfico, los episodios se suceden rápidamente. El lector debe estar atento para concatenar algunos de ellos. Cabe destacar también las escenas protagonizadas por grandes masas (el desfile de las tropas de Petliura), que recuerdan el mejor cine de Serguéi Eisenstein (la película La huelga se filma casi a la par de la redacción de La guardia blanca). A menudo, los acontecimientos representados son interrumpidos por evocaciones o sueños, lo que también altera la secuencia cronológica. El espacio y el tiempo de la obra son reducidos: Kiev y sus alrededores; diciembre de 1918-principios de febrero de 1919.

La novela ofrece un collage de diferentes registros de habla, a veces resistentes a la traducción: la lengua ucraniana, la lengua popular, las jergas militar y política, el tono informal de entrecasa, el íntimo propio del monólogo interior y el formal de las relaciones con los otros; también encontramos algo del estilo publicitario y propagandístico de aquellos años, así como canciones, marchas, retruécanos y juegos de palabras; tampoco escapa al autor la recreación —satírica— de los procedimientos de las vanguardias literarias; todo ese material lo entreteje Bulgákov con una lengua literaria magnífica, en ocasiones desconcertante y capaz de transfigurar todo lo que toca.

***

Bulgákov trabajó en La guardia blanca entre 1923 y 1924, y su primera publicación data de 1925 (en los números 4 y 5 de la revista Rusia). Esta edición inicial reprodujo sólo los primeros trece capítulos, ya que la revista cerró y el número 6, en el que estaba previsto publicar los últimos siete capítulos, nunca vio la luz. En forma completa, fue publicada en París entre 1927 (tomo 1, editorial Concorde) y 1929 (tomo 2, editorial Moskvá). En la Unión Soviética, hubo que esperar hasta 1966 para acceder al libro.

Se estima que La guardia blanca sería el primer libro de una trilogía sobre los años de la guerra civil; la segunda parte abarcaría los acontecimientos de 1919 y la tercera, los de 1920. Al parecer, el propio autor, tras reflexionar sobre la posibilidad de publicar una novela semejante en la Unión Soviética, decidió no ir más allá de 1918 y excluir los episodios vinculados con el arribo de los bolcheviques a Kiev. El título de la obra parece indicar, en efecto, que Bulgákov planeaba una trilogía, ya que en La guardia blanca no hay precisamente ejército blanco alguno (si bien es cierto que los oficiales que se ofrecieron a defender la ciudad contra el avance de Petliura se consideraban parte del movimiento blanco); sería recién en la segunda parte que se narraría la toma de Kiev por parte del general Antón Denikin, al frente de las tropas blancas, y la colaboración de los Turbín con sus fuerzas; en la tercera parte, uno de los personajes, Mishlaievski, se pasaría al bando rojo y se relatarían las acciones militares en el Cáucaso.

Nada de este plan inicial logró concretarse. Sin embargo, en el mismo año 1925 Bulgákov comenzó a trabajar sobre una pieza teatral ligada argumental y temáticamente a La guardia blanca, y que más tarde recibiría el nombre de Los días de los Turbín. El proceso de creación de dicha pieza es descrito en La novela teatral (1937). El espectáculo Los días de los Turbín, estrenado en 1926 en el Teatro de Arte de Moscú, tuvo un éxito enorme entre los espectadores pese a los ataques de los críticos oficialistas, que acusaban al autor de “hacer guiños a lo que quedaba de los blancos” y vieron en la obra “a un chauvinista ruso burlándose de los ucranianos”. El espectáculo llegó a representarse en 987 ocasiones. Entre 1929 y 1932, su puesta en escena fue definitivamente prohibida.

***

Para la presente traducción hemos tomado como fuente la siguiente edición rusa:

Михаил Булгаков, Собрание сочинений в десяти томах, Tом 4: Белая гвардия. Роман, пьесы, Москва, Издательство Голос, 1997, с. 39-303 [Mijaíl Bulgákov, Obras selectas en diez tomos, tomo 4: La guardia blanca. Novela, piezas, Moscú, Golos, 1997, pp. 39-303].

Nota sobre el autor

Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev en 1891. En 1909 ingresó a la Facultad de Medicina y a partir de 1916 trabajó como médico en un pueblo de la provincia de Smolensk; luego se trasladó a la ciudad de Viazma. Las impresiones de aquellos años sirvieron de base al ciclo de cuentos Memorias de un médico joven (1925-1926). Después de la revolución de octubre de 1917, Bulgákov regresó a Kiev. Durante la Guerra Civil vivió un tiempo en Vladikavkaz y en 1921 se trasladó a Moscú, donde transcurre la acción de Los huevos fatales (1925) y Corazón de perro (1925, publicado en 1968 en Gran Bretaña). En 1925 publicó en la revista Rusia la novela La guardia blanca. Ese mismo año comenzó a trabajar en una pieza teatral ligada argumental y temáticamente a La guardia blanca, que más tarde recibiría el nombre de Los días de los Turbín (1926). El proceso de creación de dicha pieza es descrito en La novela teatral (1937).

Luego escribió dos piezas satíricas sobre la vida soviética de los años veinte, El departamento de Zoia (1926) y La isla púrpura (1927), así como un drama sobre la Guerra Civil y la primera emigración rusa, La huida (1928, prohibida poco después de su estreno).

A fines de la década de 1920, Bulgákov fue sometido a duros ataques por parte de la crítica oficial. Sus obras en prosa no se publicaban y sus piezas fueron eliminadas del repertorio de los teatros. En marzo de 1930, envió a Stalin y al gobierno soviético una carta solicitando que le dieran la posibilidad de emigrar de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss) o, caso contrario, de ganarse la vida en el teatro. Un mes después, Stalin llamó a Bulgákov y le permitió trabajar, tras lo cual el escritor recibió el puesto de asistente de director en el Teatro de Arte de Moscú.

Bulgákov falleció en Moscú el 10 de marzo de 1940.

Comenzó una ligera nevada que pronto se abatió en densos copos. El viento aullaba; arreció la ventisca. En un instante, el oscuro cielo se confundió con aquel mar de nieve. Todo desapareció.

—Bueno, señor —gritó el cochero—. ¡Qué desgracia: una tempestad!

La hija del capitán, Aleksandr Pushkin

Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.1

Primera parte

1

Grandioso fue el año y terrible fue el año 1918 desde el nacimiento de Cristo, el segundo desde el comienzo de la revolución. Fue abundante en sol en verano y en nieve en invierno, y en el cielo, muy en lo alto, había dos estrellas: la estrella del pastor, Venus, y el rojo y trémulo Marte.

Pero los días vuelan como flechas en los años de paz y en los años de guerra, y los jóvenes Turbín no notaron cómo, en la rigurosa helada, llegó el blanco y afelpado diciembre. ¡Oh, nuestro Died Moroz2, radiante de nieve y felicidad! Mamá, reina luminosa, ¿dónde estás tú?

Un año después de que la hija Elena se casara con el capitán Serguéi Ivánovich Talberg, y en la misma semana en que el hijo mayor, Alekséi Vasílievich Turbín, tras duras campañas y desgracias, regresara a Ucrania, a la Ciudad, al nido natal, el blanco ataúd con el cuerpo de su madre fue bajado por la empinada calle Alekséievski hacia el barrio Podol, hasta la pequeña iglesia Nikolái Dobri, ubicada en la pendiente Andréievski.

El funeral fue en mayo; los guindos y las acacias cubrían por completo las ventanas ojivales. El padre Aleksandr, dando traspiés a causa de la pena y la turbación, brillaba y centelleaba junto a las luces doradas, y el diácono, de rostro y cuello lilas, revestido en oro hasta las puntas de las botas, cuyas viras crujían, pronunciaba con voz grave y sombría las eclesiásticas palabras de despedida a esa madre que abandonaba a sus hijos.

Alekséi, Elena, Talberg, Aniuta —criada en casa de los Turbín— y Nikolka —aturdido por la muerte, con un mechón caído sobre la ceja derecha— estaban a los pies de un viejo y marrón san Nikola. Los celestes ojos de Nikolka, a ambos lados de una larga nariz de pájaro, miraban azorados, desesperados. De tanto en tanto los alzaba hacia el iconostasio, hacia la bóveda del altar, sumida en la penumbra, donde se elevaba el triste y misterioso viejito Dios, y parpadeaba. ¿Por qué ese agravio? ¿Esa injusticia? ¿Qué necesidad había de quitarles a su madre cuando todos se habían reunido, cuando sentían alivio?

Dios, en vuelo hacia el negro y agrietado cielo, no daba respuesta, y Nikolka aún ignoraba que todo cuanto ocurre siempre es necesario, y sólo para mejor.

Terminó el oficio, salieron a las retumbantes baldosas del atrio y acompañaron a la madre a través de toda la enorme ciudad hasta el cementerio, donde, bajo una negra cruz de mármol, ya hacía mucho descansaba el padre. Y enterraron a mamá. Ay… Ay…

***

Muchos años antes de la llegada de la muerte, en la casa número 13 de la calle Alekséievski, la estufa de azulejos del comedor calentaba y criaba a la pequeña Elenka, al mayor Alekséi y al chiquitín Nikolka. A menudo, junto a la radiante superficie de azulejos, se leía El carpintero de Zaandam,3 el reloj tocaba su gavota y siempre, a fines de diciembre, olía a coníferas y la parafina de múltiples colores ardía entre las verdes ramas. En respuesta a la gavota del reloj de bronce, que estaba en el dormitorio de la madre, ahora ocupado por Elenka, resonaban en el comedor las campanadas del negro reloj de pared. Lo había comprado su padre hacía mucho, cuando las mujeres llevaban unas ridículas mangas abombadas en los hombros. Esas mangas desaparecieron, el tiempo fulguró como una chispa, su padre —profesor— murió, todos crecieron, pero el reloj siguió siendo el de antes con sus sonoras campanadas. Estaban tan acostumbrados a él que, si por algún milagro hubiera desaparecido de la pared, se habrían entristecido como si hubiera muerto una voz familiar y no hubiera con qué llenar el espacio vacío. Pero el reloj, por suerte, era inmortal, al igual que El carpintero de Zaandam y los azulejos holandeses, que cual sabia roca vivificaban y daban calor en los tiempos más arduos.

Esos azulejos, los muebles de viejo terciopelo rojo, las camas con borlas brillantes, los raídos, abigarrados y carmesíes tapices del zar Alekséi Mijáilovich con un halcón en la mano y Luis XVI solazándose a orillas de un lago sedoso en un jardín paradisíaco, los tapices turcos con prodigiosos arabescos sobre un fondo oriental que se le figuraban a Nikolka cuando deliraba preso de la escarlatina, la lámpara de bronce con su pantalla, los mejores armarios del mundo con libros que olían a misterioso y antiguo chocolate, con Natasha Rostova4 y La hija del capitán,5 las tazas bañadas en oro, la plata, los retratos, las cortinas, las siete habitaciones polvorientas y abarrotadas que habían educado a los jóvenes Turbín: todo eso era lo que había dejado a sus hijos, en los tiempos más difíciles, la madre, que ya jadeante y débil, aferrándose a la mano de Elena, cubierta de lágrimas, había dicho:

—Vivan… en armonía.

***

Pero ¿cómo vivir? ¿Cómo vivir?

Alekséi Vasílievich Turbín, el mayor, joven médico, tenía veintiocho años. Elena, veinticuatro. Su marido, el capitán Talberg, treinta y uno, y Nikolka, diecisiete y medio. Sus vidas se interrumpieron justamente en los albores. Ya hace tiempo que ha comenzado a soplar la ventisca desde el norte, y sopla, y sopla, y no para, y cuanto más tiempo pasa, peor es. Regresó el mayor de los Turbín a su ciudad natal después del primer ataque, que había sacudido los montes del Dniéper. Bueno, se pensaba, ahora aquello cesará y comenzará la vida sobre la que hablan los libros de chocolate, pero no sólo ella no comienza, sino que todo alrededor se vuelve más y más aterrador. En el norte aúlla y aúlla la borrasca, y aquí, bajo los pies, las entrañas de la tierra gruñen alarmadas y emiten sordos truenos. El año dieciocho se precipita hacia el final y día tras día luce más amenazante y erizado.

***

Se derrumbarán las paredes, remontará el vuelo el alarmado halcón que descansaba sobre la blanca manopla, se extinguirá el fuego en la lámpara de bronce, quemarán en la estufa La hija del capitán. La madre había dicho a los hijos:

—Vivan.

Y ellos tendrán que sufrir y morir.

Una vez, en el crepúsculo, días después del entierro de la madre, Alekséi Turbín fue a ver al padre Aleksandr y le dijo:

—Sí, hay aflicción en casa, padre Aleksandr. Es difícil olvidar a mamá, y encima los tiempos son duros. Lo peor es que yo acababa de regresar y pensaba que compondríamos nuestra vida, y ya ve…

Guardó silencio y, sentado a la mesa, envuelto en el crepúsculo, quedó pensativo y con la mirada perdida. Las ramas en el patio de la iglesia habían cubierto también la casita del sacerdote. Parecía que tras la pared del estrecho despacho, atiborrado de libros, comenzaba enseguida un bosque primaveral, misterioso y frondoso. La Ciudad emitía su sordo rumor vespertino; había olor a lilas.

—Qué se le va a hacer, qué se le va a hacer —musitó turbado el sacerdote (siempre se turbaba cuando hablaba con la gente)—. Es la voluntad de Dios.

—¿Acabará todo esto alguna vez? ¿Será mejor lo que viene? —preguntó Turbín sin saber a quién.

El sacerdote se removió en su sillón.

—Son tiempos duros, duros, ni que decir tiene —balbuceó—, pero no hay que perder el ánimo…

Luego, de pronto, sacó su blanca mano de la oscura manga de la sotana, la apoyó sobre una pila de libros y abrió el que estaba arriba por el lugar que tenía marcado con una cinta bordada en vivos colores.

—No hay que ceder al abatimiento —dijo turbado, aunque con mucha persuasión—. El abatimiento es un gran pecado… Aunque creo que habrá nuevas pruebas. Claro que sí, claro que sí, grandes pruebas —dijo más seguro aún—. Vea, últimamente me la paso sentado entre libros, de lo mío, claro está, en su mayoría de teología…

Levantó el libro de modo que la última luz de la ventana cayera sobre la página y leyó: “El tercer ángel derramó su copa sobre los ríos, y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre”.6

2

Así pues, era un diciembre blanco y afelpado. Se acercaba vertiginosamente hacia su mitad. Ya los destellos de la Navidad se sentían en las nevadas calles. El año dieciocho pronto terminaría.

Sobre la casa de dos plantas que llevaba el número 13, de admirable construcción (desde la calle, las habitaciones de los Turbín ocupaban el segundo piso, mientras que por el patiecito, en declive y acogedor, ocupaban el primero), en el jardín ubicado al pie de la empinada cuesta, todas las ramas de los árboles semejaban flácidas patas. La cuesta estaba cubierta de nieve, al igual que los pequeños cobertizos del patio, y se había formado un gigantesco pan de azúcar. La casa lucía un gorro de general blanco, y en el piso inferior (desde la calle, el primero; desde el patio, bajo la galería de los Turbín, el sótano) relució bajo las débiles y amarillentas luces el ingeniero y cobarde, el burgués y antipático Vasili Ivánovich Lisóvich, mientras que en el superior ardieron intensas y alegres las ventanas de los Turbín.

En la oscuridad, Alekséi y Nikolka fueron a buscar leña al cobertizo.

—Ay, ay, es una miseria lo que queda. Otra vez han robado, mira.

La linterna eléctrica de Nikolka proyectó un cono azulado en el que se veía que las tablas de la pared habían sido arrancadas y clavadas a toda prisa desde el exterior.

—¡Habría que matarlos a tiros a esos demonios! Te lo juro. Mira: ¿por qué no montamos guardia esta noche? Sé quiénes son: los zapateros del número 11. ¡Si serán canallas! Tienen más leña que nosotros.

—Al diablo con ellos… Vamos. Toma.

El oxidado candado rechinó, una capa de nieve cayó sobre los hermanos, se llevaron algo de leña. Hacia las nueve de la noche era imposible tocar los azulejos de Zaandam.

La magnífica estufa lucía sobre su deslumbrante superficie los siguientes dibujos e inscripciones de carácter histórico, hechos con tinta china por la mano de Nikolka en distintos momentos del año dieciocho y llenos de un profundo sentido y significación:

Si te dicen que los aliados pronto acudirán en nuestra ayuda, no lo creas. Los aliados son unos miserables…

Él simpatiza con los bolcheviques.

Dibujo: la cara de Momo.

Firma:

“Ulano Leonid Iúrevich”.

Rumores temibles, horrorosos,

¡atacan las bandas de los rojos!

Dibujo a color: una cabeza con bigotes caídos y gorro de piel caucasiano con coleta azul.

Firma:

“¡Duro contra Petliura!”

De manos de Elena y otros tiernos y viejos amigos de infancia de los Turbín —Mishlaievski, Carasio, Shervinski—, inscripciones con pinturas, tinta china, tintas de color, jugo de guindas:

Elena Vasílievna nos ama mucho.

A unos dice sí, a otros dice no.

Lénochka, conseguí una entrada para Aída.

Balcón nº 8, lado derecho.

Año 1918, 12 de mayo, me enamoré.

Es usted gordo y feo.

Después de estas palabras, me pegaré un tiro.

(El dibujo bastante fiel de una browning.)

¡Viva Rusia!

¡Viva la autocracia!

Junio. Barcarola.

No por nada Rusia entera recuerda

el día de Borodinó.7

Con letras de imprenta, de mano de Nikolka:

PROHÍBO ESCRIBIR A CUALQUIER CAMARADA COSAS AJENAS SOBRE LA ESTUFA BAJO AMENAZA DE SER FUSILADO Y PRIVADO DE DERECHOS. COMISARIO DEL BARRIO PODOL. SASTRE DE DAMAS, HOMBRES Y MUJERES ABRAHAM PRUZHINIER.

Año 1918, 30 de enero.

Irradian calor los dibujados azulejos, el negro reloj funciona como hace treinta años: tonk-tank. El mayor de los Turbín, rasurado, cabellos claros, envejecido y lúgubre desde el 25 de octubre de 1917, con guerrera de enormes bolsillos, pantalones de montar azules y blandas pantuflas para dormir, en su postura favorita: en el sillón, con las piernas recogidas. A sus pies, sobre un banquito, Nikolka con su mechón, las piernas estiradas casi hasta el aparador —el comedor es pequeño—. Pies calzados en botas con hebillas. Su amiga, la guitarra, tierna y queda: trin… Un trin indefinido… porque por ahora, vea usted, no se sabe nada a ciencia cierta. En la Ciudad hay alarma, confusión, malestar…

Las hombreras de suboficial de Nikolka tienen galones blancos, y sobre la manga izquierda lleva una sardineta tricolor terminada en punta. (Primer grupo de voluntarios, infantería, tercera sección. Se empezó a formar hace tres días, en virtud del giro que toman los acontecimientos.)

Pero, pese a todo, la verdad es que en el comedor se está espléndido. El ambiente es cálido, acogedor; las cortinas color crema están corridas. Y el calor calienta a los hermanos, suscita languidez.

El mayor deja el libro y se despereza.

—A ver, toca Los planos…

Trin-ta-tam… Trin-ta-tam…

Botas altas a la moda,

gorras elegantes,

¡pasan los cadetes de ingenieros!

El mayor comienza a acompañar. Los ojos sombríos, pero en ellos se enciende una llamita; en las venas, calor. Pero despacio, señores, despacio, despacito.

Salud, queridos veraneantes,

salud, queridas veraneantes…

La guitarra continúa la marcha, de sus cuerdas brotan las compañías, los ingenieros desfilan… ¡Un-dos, un-dos! Los ojos de Nikolka recuerdan:

La academia militar. Las descascaradas columnas de la época de Alejandro I, los cañones. Los cadetes se arrastran sobre el vientre de ventana en ventana, disparan. Ametralladoras en las ventanas.

Una nube de soldados ha sitiado la academia; vaya, una verdadera nube. ¿Qué se le va a hacer? El general Bogoroditski se ha asustado y se ha rendido, se ha rendido con los cadetes. Ver-güen-za…

Salud, queridas veraneantes,

salud, queridos veraneantes,

hemos venido a levantar planos.

Se nublan los ojos de Nikolka.

Columnas de bochorno sobre los bermejos campos ucranianos. En el polvo avanzan empolvadas las compañías de cadetes. Sucedió, sucedió todo eso y ahora no está más. Vergüenza. Tonterías.

Elena descorrió las cortinas y en el negro vano apareció su pelirroja cabeza. Dirigió a sus hermanos una mirada suave y otra muy muy inquieta al reloj. Era comprensible. En verdad, ¿dónde estará Talberg? Se preocupa la hermana.

Quería disimularlo sumándose al canto de sus hermanos, pero de pronto se detuvo y levantó un dedo.

—Esperen. ¿Oyen?

La compañía cortó el paso sobre las siete cuerdas: “¡A-a-lto!”. Los tres aguzaron el oído y se convencieron: cañonazos. Algo pesado, lejano y sordo. Otra vez: bu-u-um… Nikolka dejó la guitarra y se levantó rápido; tras él, con un gemido, se levantó Alekséi.

En el salón y en el recibidor la oscuridad era absoluta. Nikolka tropezó con una silla. En las ventanas, una auténtica representación de la ópera La Nochebuena —nieve y lucecitas—. Tiemblan y titilan. Nikolka se pegó contra un ventanillo. De sus ojos desaparecieron el bochorno y la academia; sus ojos, todo oídos. ¿Dónde? Encogió sus hombros de suboficial.

—El diablo sabrá qué ocurre. Parece como si dispararan en Sviatóshino. Es extraño, no puede ser tan cerca.

Alekséi en la oscuridad, Elena más cerca del ventanillo, y se ven sus ojos negros y asustados. ¿Qué querrá decir que Talberg aún no haya venido? El mayor siente su inquietud y por eso no dice una palabra, aunque tiene muchas ganas de hablar. Es en Sviatóshino. No hay duda alguna. Disparan, doce kilómetros de la ciudad, no más. ¿Qué era aquello?

Nikolka tomó la falleba, con la otra mano apretó el vidrio como si quisiera romperlo y salir y aplastó la nariz contra él.

—Me dan ganas de ir allí. Averiguar qué pasa…

—Sí, claro, haces mucha falta allí…

Elena habla alarmada. Qué desgracia. El marido debía regresar a más tardar, ¿lo oyen?, a más tardar hoy a las tres, y ya son las diez.

En silencio, regresaron al comedor. La guitarra calla sombría. Nikolka saca de la cocina el samovar, que canta siniestro y escupe. Sobre la mesa, tazas con tiernas flores por fuera y doradas por dentro, originales, con forma de columnas esculpidas. En vida de la madre, Anna Vladímirovna, era el servicio para los días de fiesta en la familia, pero ahora los hijos lo usaban todos los días. El mantel, a pesar de los cañonazos y de toda aquella angustia, alarma y sinrazón, estaba blanco y almidonado. Era obra de Elena, que no podía hacerlo de otra manera; era obra de Aniuta, criada en casa de los Turbín. Los pisos brillan, y en diciembre, ahora, sobre la mesa, un jarrón mate con forma de columna contiene hortensias celestes y dos rosas sombrías y ardientes que afirman la belleza y estabilidad de la vida, pese a que en las afueras está el pérfido enemigo, que puede destruir la nevada y hermosa Ciudad y pisotear con sus tacones los restos de tranquilidad. Flores. Flores —un presente de un fiel admirador de Elena, el teniente de la guardia Leonid Iúrevich Shervinski, amigo de la vendedora de la célebre confitería La Marquesa, amigo de la vendedora de la acogedora florería La Flora de Niza—. Bajo la sombra de las hortensias, un platito con volutas azules, varias rodajas de salchichón, manteca en una mantequera transparente; en la galletera, un cuchillito de plata y una flauta de pan blanco. Perfectamente podría haberse picado algo y tomar el té si no fuera por todas esas lúgubres circunstancias… Ay… Ay…

Sobre la tetera cabalga un abigarrado gallo de estambre, y en el brillante costado del samovar se reflejan los tres rostros desfigurados de los Turbín, y las mejillas de Nikolka lucen en él como las de Momo.

En los ojos de Elena hay angustia, y mechones de su cabello, cubiertos por un fuego rojizo, caen abatidos.

Talberg había quedado varado en algún lugar con su tren de la tesorería del Hetman8 y había estropeado la velada. El diablo sabría si, en una de esas, no le habría sucedido algo… Los hermanos mastican con languidez los bocadillos. Frente a Elena, la taza fría y El señor de San Francisco.9 Ojos nublados, sin ver, miran las palabras:

… oscuridad, océano, borrasca.

No lee Elena.

Nikolka, al fin, no se contiene:

—Quisiera saber por qué disparan tan cerca. Es que no puede ser…

Se interrumpió y, al moverse, su rostro se deformó en el samovar. Pausa. La aguja sobrepasa el minuto diez y —tonk-tank— va hacia las diez y cuarto.

—Disparan porque los alemanes son unos canallas —gruñó de súbito el mayor.

Elena alza la cabeza hacia el reloj y pregunta:

—¿Es posible, es posible que nos dejen librados a nuestra suerte?

Su voz es triste.

Los hermanos, como siguiendo una orden, vuelven las cabezas y empiezan a mentir.

—No se sabe nada —dice Nikolka, dando un mordisco a una rodaja.

—Lo he dicho así, hum… Como conjetura. Son rumores.

—No, no son rumores —responde terca Elena—, no son rumores, sino algo cierto; hoy he visto a Sheglova y me ha dicho que de Borodianka han regresado dos regimientos alemanes.

—Tonterías.

—Piénsalo tú misma —empieza el mayor—, ¿acaso tiene sentido que los alemanes dejen que ese bribón se acerque a la ciudad? Piensa, ¿eh? Yo personalmente no logro figurarme cómo podrían entenderse con él siquiera un minuto. Un absurdo total. Los alemanes y Petliura. Si ellos mismos lo llaman bandido. Es ridículo.

—Ay, qué dices. Ahora conozco a los alemanes. Yo misma ya he visto a varios con brazaletes rojos. Y a un suboficial borracho con una mujerzuela. Ella también iba borracha.

—¿Y eso qué tiene? Casos aislados de desmoralización puede haber incluso en el ejército alemán.

—Entonces, ¿para ustedes Petliura no entrará?

—Hum… Para mí, eso no puede suceder.

—Absolmán.10 Por favor, sírveme otra taza de té. No te preocupes. Mantén la calma, como suele decirse.

—Pero ¡Dios mío! ¿Dónde estará Serguéi? Estoy segura de que han atacado su tren y…

—¿Y qué? A ver, ¿para qué inventas en vano? Si esa línea está completamente liberada.

—¿Y entonces por qué no ha llegado?

—¡Dios mío! Tú misma sabes qué viaje es ese. Seguro que en cada estación se han detenido cuatro horas.

—Un viaje revolucionario. Avanzas una hora y te detienes dos.

Elena lanzó un pesado suspiro, miró el reloj, guardó silencio y luego volvió a decir:

—¡Dios santo, Dios santo! Si los alemanes no hubieran cometido esa vileza, todo estaría perfecto. Dos de sus regimientos bastarían para aplastar como una mosca a ese Petliura vuestro. No, veo que los alemanes llevan adelante un vil doble juego. ¿Y por qué no están esos aliados a los que tanto elogian? Ay, ay, canallas. Prometieron, prometieron…

El samovar, callado hasta ese momento, de repente cantó y las brasas, cubiertas de canosa ceniza, cayeron sobre la fuente. Los hermanos miraron involuntariamente hacia la estufa. La respuesta está ahí. Por favor:

Los aliados son unos miserables.

La aguja se detuvo en el cuarto, el reloj soltó un grave ronquido y marcó una vez, y enseguida le respondió un timbre fino y modulado bajo el techo del recibidor.

—Gracias a Dios, ha llegado Serguéi —dijo alegre el mayor.

—Es Talberg —confirmó Nikolka, y corrió a abrir.

Elena, con las mejillas encendidas, se levantó.

***

Pero resultó que no era Talberg. Tres puertas retumbaron, y en la escalera resonó sorda la voz sorprendida de Nikolka. Una voz en respuesta. Tras las voces, ruido de botas herradas y de una culata por la escalera. La puerta del recibidor dejó pasar una ola de frío, y ante Alekséi y Elena surgió una figura alta, ancha de hombros, con capote hasta los talones y tres estrellas de teniente dibujadas con lápiz graso sobre las hombreras. Un capuchón cubierto de escarcha y un pesado fusil con bayoneta marrón ocuparon todo el recibidor.

—Buenas noches —entonó la figura con ronca voz de tenor, y se llevó los dedos entumecidos al capuchón.

—¡Vitia!

Nikolka ayudó a la figura a desatar los extremos, el capuchón se deslizó, tras él asomó el plato de una gorra de oficial con la escarapela ennegrecida y sobre los enormes hombros apareció la cabeza del teniente Víktor Víktorovich Mishlaievski. Era una cabeza muy bella, con la extraña y lúgubre y atractiva belleza de un linaje auténtico y en decadencia. Belleza en los audaces ojos, de diferentes colores, y en las largas pestañas. Nariz encorvada, labios orgullosos, frente blanca y despejada, sin señas singulares. Pero una comisura de la boca descendía afligida, y el mentón estaba cortado de manera oblicua, como si un escultor, al esculpir un rostro aristocrático, hubiera tenido la salvaje ocurrencia de quitar una capa de arcilla y dejarle al varonil rostro un pequeño y defectuoso mentón de mujer.

—¿De dónde vienes?

—¿De dónde?

—Con cuidado —respondió Mishlaievski con voz débil—, no se vaya a romper. Hay una botella de vodka.

Nikolka colgó con cautela el pesado capote, en uno de cuyos bolsillos se veía el cuello de una botella envuelta en un trozo de diario. Luego colgó el máuser con su pesada funda de madera, haciendo vacilar el perchero con cuernos de ciervo. Sólo entonces Mishlaievski se volvió hacia Elena, le besó la mano y dijo:

—Del barrio Krasni Traktir. Permíteme pasar la noche aquí, Lena. No podré llegar a casa.

—Ay, Dios mío, por supuesto.

Mishlaievski de pronto gimió, intentó soplarse los dedos, pero los labios no le respondieron. Las blancas cejas y la cinta aterciopelada de los rasurados bigotes, canosos por el rocío, comenzaron a derretirse, y el rostro se le mojó. El mayor de los Turbín le desabrochó la guerrera, pasó los dedos por las costuras y tiró de la sucia camisa.

—Bueno, por supuesto… Un montón. Pululan por todo el cuerpo.

—Pues haremos esto. —Elena, asustada, comenzó a trajinar y olvidó a Talberg por un momento—. Nikolka, en la cocina hay leña. Corre y enciende el calentador. Ay, qué desgracia que he dejado ir a Aniuta. Alekséi, quítale la guerrera, rápido.

En el comedor, junto a los azulejos, Mishlaievski exhaló un gemido y se dejó caer en una silla. Elena echó a correr, haciendo tintinear las llaves. Turbín y Nikolka se arrodillaron y le quitaron las apretadas y elegantes botas con hebillas en las pantorrillas.

—Así está mejor… Oh, así está mejor…

Le desenrollaron los repugnantes y jaspeados peales. Bajo ellos, unas medias lilas de seda. Nikolka enseguida despachó la guerrera a la fría galería —que mueran los piojos—. Mishlaievski, con una mugrienta camisa de batista cruzada por tirantes negros y unos pantalones de montar azules con trabillas, lucía flaco y negro, enfermo y lamentable. Las amoratadas palmas tantearon y se deslizaron por los azulejos.

Rumo… temib…

¡Atac… band…

de mayo… namoré…

—¡Qué clase de canallas son estos! —gritó Turbín—. ¿Acaso no podían darles botas de fieltro y pellizas?

—Bo… otas —lo remedó entre lágrimas Mishlaievski—, bot…

Un dolor insoportable atravesó sus manos y pies al calor de la estufa. Al oír que los pasos de Elena se extinguían en la cocina, Mishlaievski gritó con voz enfurecida y lacrimosa:

—¡Eso es un puterío!

Afónico y contrayéndose, se tumbó al suelo y, señalándose las medias, gimió:

—Quítenmelas, quítenmelas, quítenmelas…

Se sintió un hediondo olor a alcohol desnaturalizado, en la palangana se derretía una montaña de nieve, y con un solo vasito de vodka el teniente Mishlaievski se emborrachó en el acto; hasta se le nubló la vista.

—¿Habrá que amputar? Dios santo… —dijo con amargura, y se balanceó en el sillón.

—Pero ¿qué dices? Espera. No es nada… A ver. Se te ha congelado el dedo gordo. A ver… Se repondrá. Y este otro también.

Nikolka se acuclilló, le puso unas medias negras limpias y le metió las manos tiesas y yertas en las mangas de una afelpada bata de baño. En sus mejillas brotaron manchas bermejas y, acurrucado, con ropa interior limpia y bata, el teniente Mishlaievski se calmó y revivió. En la habitación arreciaron terribles insultos, cual granizo contra la ventana. Bizqueando los ojos hacia la nariz, maldijo con palabras obscenas al Estado Mayor en los vagones de primera clase, a un cierto coronel Shetkin, a la helada, a Petliura, a los alemanes, a la nevasca, hasta acabar cubriendo con las palabras más groseras y abominables al mismísimo Hetman de toda Ucrania.

Alekséi y Nikolka miraban cómo el teniente rechinaba los dientes mientras entraba en calor y, de vez en cuando, exclamaban: “Vaya, vaya”.

—¿Y el Hetman, eh? ¡Qué hijo de puta! —bramaba Mishlaievski—. ¿Y la guardia de caballería? ¿Dónde está? ¿En el patio? ¿Eh? Y a nosotros nos envían con lo que teníamos puesto. ¿Qué tal? Un día entero bajo la helada, en la nieve… ¡Dios santo! Si hasta pensé que estábamos todos perdidos… ¡La puta que lo parió! Doscientos metros entre oficial y oficial, ¿a eso llaman una línea? ¡Casi nos degüellan como a gallinas!

—Un momento —preguntó Turbín, aturdido por los improperios—. Dinos quién está en las inmediaciones de Traktir.

—¡Bah! —exclamó Mishlaievski agitando una mano—. ¡Jamás lo entenderías! ¿Sabes cuántos éramos allí? Cua-ren-ta hombres. Llega esa puta del coronel Shetkin y dice —ahí Mishlaievski crispó el rostro tratando de representar a ese coronel Shetkin que tanto odiaba y habló con una voz asquerosa, aguda y ceceante—: “Señores oficiales, toda la esperanza de la Ciudad está cifrada en ustedes. Muéstrense dignos de la confianza de la madre de las ciudades rusas, que sucumbe; si se presenta el enemigo, láncense al ataque, ¡Dios está con nosotros! Dentro de seis horas enviaré un relevo. Pero ahorren las municiones” —Mishlaievski siguió con su voz habitual—, y se mandó mudar en coche con su edecán. ¡Y una oscuridad de cagarse! Una helada que se te clava como agujas.

—Pero ¿¡quién está allí, por Dios!? Porque no puede ser que Petliura esté en Traktir.

—¡El diablo sabrá quiénes son! Créeme, a la mañana casi nos volvemos locos. Apostados desde la medianoche, esperando el relevo… No sentíamos ni las manos ni los pies. Ningún relevo. Obvio que no podíamos encender fogatas; la aldea a dos kilómetros, Traktir a uno. De noche nos dio la sensación de que el campo se movía. Parecía que reptaban… Bueno, pienso, ¿qué le vamos a hacer?… ¿Qué? Apuntas con tu fusil y piensas si disparar o no. Una tentación. Apostados ahí, aullando como lobos. Gritas y en la línea alguien te responde. Al final, me enterré en la nieve, cavé con la culata un ataúd, me senté y traté de no quedarme dormido; si te duermes, sonaste. Antes del amanecer no soportaba más, siento que empiezo a dormitar. ¿Sabes qué me salvó? Las ametralladoras. Al amanecer oigo que a unos tres kilómetros se armó. Y figúrate, no me dan ganas de levantarme. Bueno, y ahí tronó un cañón. Me incorporé y era como si tuviera una tonelada atada a cada pierna, y pienso: “Felicidades, Petliura ha venido a visitarnos”. Estrechamos un poco la línea, intercambiamos gritos. Decidimos lo siguiente: si ocurre algo, nos agrupamos, disparamos y nos replegamos hacia la Ciudad. Si nos matan, que nos maten. Al menos moriremos juntos. Y figúrate, todo se calmó. A la mañana empezamos a ir de a tres a Traktir para calentarnos. ¿Sabes cuándo llegó el relevo? Hoy a las dos de la tarde. Doscientos cadetes del primer grupo de voluntarios. Y ya puedes imaginarte, perfectamente vestidos, con gorros de piel, botas de fieltro y un grupo de ametralladoras. Los trajo el coronel Nai-Turs.

—¡Ah! ¡El nuestro, el nuestro! —exclamó Nikolka.

—A ver, espera, ¿no es el húsar de Belgrado? —preguntó Turbín.

—Sí, sí, el húsar… Comprendes, nos vieron y se espantaron: “Creíamos que había aquí dos compañías con ametralladoras, ¿cómo diablos han aguantado?”, dicen.

Resulta que ese fuego de ametralladoras había sido en Serebrianka, sobre la que se lanzó una banda de mil hombres. Menos mal que no sabían que allí estaba apostada algo así como nuestra línea, si no, ya puedes imaginarte, toda esa horda podía haber hecho una visita a la Ciudad. Por suerte los de Serebrianka tenían enlace con Post-Volinski, informaron y de allí una batería abrió fuego de metralla; bueno, aquellos perdieron el ímpetu, comprendes, no finalizaron el ataque, se dispersaron y se los llevó el diablo.

—Pero ¿quiénes eran? ¿Acaso los hombres de Petliura? No puede ser.

—Ah, el diablo sabrá quiénes eran. Para mí que eran unos campesinitos de aquí, esos hombres de Dios de los que habla Dostoievski… Ay, ay… ¡Qué hijos de puta!

—¡Dios mío!

—Sí —dijo Mishlaievski con voz ronca, chupando un cigarrillo—, fuimos relevados, gracias a Dios. Contamos: treinta y ocho hombres. Felicítennos: dos se congelaron. ¡Al diablo! Y dos más fueron recogidos, les amputarán las piernas…

—¡Cómo! ¿Dos murieron congelados?

—¿Y qué creías? Un cadete y un oficial. Y en Popeliuja, a las afueras de Traktir, las cosas se pusieron aún más lindas. Fuimos allí con el subteniente Krasin a recoger trineos para transportar a los congelados. La aldeíta parecía muerta; ni un alma había. Al final vemos a un abuelo caminando a duras penas, con zamarra y bastón. Figúrate: nos vio y se alegró. Yo ahí mismo sentí algo malo. “¿Qué es esto?”, pienso. Y ese rábano de Dios nos grita con regocijo: “Muchachito’… Muchachito’…”. Y con el mismo tono empalagoso le digo: “Salud, abuelito. Danos ya mismo trineos”. Y él responde: “No hay. Oficialucho’ ya llevaron trineo’ a Post”. Ahí le guiñé el ojo a Krasin y pregunto: “¿Oficialucho’? Ajá. ¿Y dónde ’tán todo’ su’ muchacho’?”. Y el abuelo suelta: “Ya se fueron con Petliura”. ¿Qué tal? ¿Qué te parece? A causa de la ceguera, no había distinguido que llevábamos hombreras bajo los capuchones y nos tomó por hombres de Petliura. Bueno, comprendes, yo ahí no aguanté más… La helada… Me enfurecí… Agarré al abuelo aquel del cuello de la camisa con tanta fuerza que por poco lo estrangulo y le grito: “¿Así que se fueron con Petliura? ¡Pues ahora te fusilaré para que sepas cómo se fueron con Petliura! ¡Te me irás al reino de los cielos, miserable!”. Bueno, claro, ahí el sagrado labrador, sembrador y guardián —aquí Mishlaievski lanzó terribles insultos como una avalancha de piedras— recuperó la vista en un periquete. Se echó a mis pies, obvio, y gritó a voz en cuello: “¡Oy, su eselencia, perdone a e’te viejo, lo he dicho por tonto, por ciego; le’ daré caballo’, ya mismo se lo’ daré; sólo no me maten!”. Y aparecieron caballos y un trineo largo.

»Bueno, al anochecer llegamos a Post. Lo que ocurría allí es inconcebible. En los caminos conté cuatro baterías sin desplegar, es decir que no tenían proyectiles. Puestos de mando por todos lados. Claro está, nadie sabía un demonio. ¡Lo peor es que no había dónde meter a los muertos! Al final encontramos una enfermería ambulatoria, ¿y puedes creerlo?, a la fuerza les encajamos a los muertos, no querían recibirlos: “Llévenlos a la Ciudad”. Ahí nos enfurecimos. Krasin quiso dispararle a un oficial del Estado Mayor que le dijo: “Estos son los métodos de Petliura”, y se mandó mudar. Recién a la noche encontré por fin el vagón de Shetkin. De primera clase, con electricidad… ¿Y qué crees? En la puerta hay un lacayo, una especie de ordenanza, que no nos deja pasar. ¿Qué tal? “Está durmiendo. Ha ordenado no recibir a nadie.” Bueno, lo pegué con la culata contra la pared y todos los nuestros armaron alboroto. Salieron de todos los compartimentos como guisantes. Apareció Shetkin y comenzó a endulzarnos: “¡Ay, Dios mío! Pero claro, por supuesto. Ya mismo. Eh, ordenanzas, sirvan sopa y coñac. Ahora mismo los acomodamos. Descanso to-tal. Eso es heroísmo. ¡Ah, qué pérdida! Pero ¿qué se le va a hacer? Son víctimas. He sufrido tanto…”. Y el aliento a coñac se le huele a un kilómetro. ¡A-a-ah!

Mishlaievski de repente bostezó y cabeceó. Murmuró como entre sueños:

—Al destacamento le dieron un vagón con calefacción… ¡O-oh! Yo sí que tuve suerte. Por lo visto, decidió deshacerse de mí después de aquel alboroto. “Teniente, le ordeno ir a la Ciudad. Al cuartel general de Kartúzov. Repórtese allí.” ¡E-e-eh! A la locomotora… Me congelé… El castillo de Tamara… Vodka…

Mishlaievski dejó caer el cigarrillo de la boca, se echó hacia atrás y enseguida empezó a roncar.

—Eso está muy bien —dijo perplejo Nikolka.

—¿Dónde está Elena? —preguntó preocupado el mayor—. Hay que darle una sábana, llévalo a lavarse.

En ese momento, Elena lloraba en la habitación contigua a la cocina, donde, tras un visillo de percal, en el calentador, junto a la bañera de zinc, se agitaba el fuego de la seca leña de abedul. El ronco relojito de la cocina marcó las once. Y Talberg se le figuró muerto. Naturalmente, habían atacado el tren de la tesorería, aniquilado la escolta, y en la nieve había sangre y trozos de cerebro. Elena estaba sentada en la penumbra, las llamas le atravesaban el arrugado halo de cabellos, por las mejillas le corrían lágrimas. Muerto. Muerto…

Y ahí resonó una trémula campanilla que llenó todo el departamento. Elena atravesó en precipitada carrera la cocina, la oscura habitación con libros, el comedor. Luces más intensas. El negro reloj marcó la hora, hizo tictac, se bamboleó.

Pero Nikolka y el mayor se apagaron muy rápido después de su primer estallido de alegría. En realidad, su alegría era más por Elena. Mal efecto causaron en los hermanos las insignias cuneiformes del Ministerio de Guerra del Hetman sobre los hombros de Talberg. Por lo demás, ya antes de esas hombreras, casi desde la misma boda de Elena, había aparecido una grieta en el recipiente de la vida de los Turbín, y la buena agua se había escurrido por ella imperceptiblemente. El recipiente estaba seco. Quizás la principal causa de ello se hallaba en los ojos de doble fondo de Serguéi Ivánovich Talberg, capitán del Estado Mayor General…

Ay, ay… Sea como fuere, ahora el primer fondo se podía leer con claridad. En la capa superior, sencilla alegría humana por el calor, la luz y la seguridad. Pero, más en lo hondo, una clara angustia que Talberg aún traía consigo. Lo más profundo, desde luego, quedaba oculto, como siempre. En todo caso, la figura de Serguéi Ivánovich no denotaba nada. El cinturón ancho y firme. Las blancas cabecitas de sus dos insignias —la de la academia y la de la universidad— relucían a la par. La descarnada figura daba vueltas como un autómata bajo el negro reloj. Talberg estaba transido de frío, pero sonreía a todos con benevolencia. Y esa benevolencia también trasuntaba angustia. Nikolka, que tomaba sonoramente aire por su larga nariz, fue el primero en percatarse de ello. Talberg, estirando las palabras, contó con lentitud y alegría cómo el tren que transportaba dinero a la provincia y que él escoltaba fue atacado —¡no se sabe por quién!— cerca de Borodianka, a cuarenta kilómetros de la Ciudad. Elena, aterrada, frunció el ceño, se apretó contra las insignias; los hermanos otra vez exclamaban: “Vaya, vaya”; Mishlaievski, inerte, roncaba y enseñaba tres coronas de oro.

—Pero ¿quiénes eran? ¿Los hombres de Petliura?

—Bueno, si hubieran sido ellos —dijo Talberg con una sonrisa condescendiente y a la vez angustiada—, es poco probable que estuviera aquí charlando… eh… con ustedes. No sé quiénes eran. Quizás cosacos que desertaron del Hetman. Irrumpieron en los vagones, blandieron los fusiles y gritaron: “¿De quién es el convoy?”. Yo respondí: “Del Hetman”. Vacilaron, vacilaron y después oigo la orden: “¡Abajo, muchachos!”. Y todos desaparecieron. Supongo que buscaban oficiales; a lo mejor pensaron que el convoy no era ucraniano, sino de oficiales. —Talberg miró expresivamente de reojo la sardineta de Nikolka, echó un vistazo al reloj y, de repente, añadió—: Elena, ven que tengo que decirte dos palabras…

Elena fue rauda tras él al dormitorio, donde en la pared, sobre la cama, estaba el halcón posado en la blanca manopla, donde ardía suavemente la verde lámpara del escritorio de Elena y donde había, sobre un soporte de caoba, un reloj con unos pastorcitos de bronce en su frontis, que cada tres horas dejaba oír sus gavotas.

Desmesurados esfuerzos le costó a Nikolka despertar a Mishlaievski. Este se tambaleaba al andar, dos veces se aferró con estruendo de las puertas y en la bañera se quedó dormido. Nikolka se quedó junto a él para que no se ahogara. El mayor de los Turbín, por su parte, sin saber por qué, atravesó el oscuro salón, se pegó contra la ventana y escuchó: otra vez, a lo lejos, sordos, como entre algodones, inofensivos, retumbaban los cañones; esporádicos, lejanos.

La pelirroja Elena envejeció y se afeó en el acto. Los ojos rojos, los brazos colgando, escuchaba afligida a Talberg, quien, firme y seco como en una revista del cuartel general, se erguía sobre ella y decía implacable:

—Elena, no podemos hacer otra cosa.

Entonces Elena, resignada a lo inevitable, dijo así:

—Qué le voy a hacer, lo entiendo. Tienes razón, por supuesto. Dentro de cinco o seis días, ¿eh? ¿Quizás la situación cambie para mejor?

Ahí Talberg pasó apuros. Hasta borró la eterna y característica sonrisa de su rostro, que envejeció y en cada una de sus líneas reflejaba una decisión ya tomada. Elena… Elena. Ay, incierta y vacilante esperanza… Cinco días… Seis…

Y Talberg dijo:

—Debo partir ya mismo. El tren sale a la una de la noche…

… Media hora después, todo en la habitación del halcón estaba revuelto. La valija en el suelo y su tapa interior a rayas en posición vertical. Elena, enflaquecida y severa, con arrugas junto a los labios y en silencio, ponía en la valija camisas, calzones, sábanas. Talberg, de rodillas, metía la llave en el cajón inferior del armario. Y después… después la habitación fue un asco, como en toda habitación donde reina el caos del embalaje y, peor aún, cuando se quita la pantalla de la lámpara. Nunca. ¡Nunca quiten las pantallas de las lámparas! La pantalla es sagrada. Nunca huyan del peligro, como ratas, hacia lo desconocido. Dormiten junto a la pantalla, lean; no importa que aúlle la borrasca, esperen a que vengan por ustedes.

Talberg huía. Erguido, sobre pedazos de papel, al lado de la pesada y cerrada valija, con su largo capote, el gorro limpio y negro de largas orejeras, la escarapela gris azulado del Hetman y el sable al cinto.

En la plataforma de trenes de larga distancia Ciudad I de Pasajeros ya está el tren, aún sin locomotora, como una oruga sin cabeza. Formación de nueve vagones con luz eléctrica, blanca y deslumbrante. En la formación, a la una de la noche, parte hacia Alemania el Estado Mayor del general Von Bussov. Llevan consigo a Talberg: Talberg tiene contactos… El ministerio del Hetman es una estúpida y vulgar opereta (a Talberg le gustaba expresarse con frases triviales, pero fuertes), como, por lo demás, el propio Hetman. Tanto más vulgar por cuanto…

—Compréndelo —susurro—, los alemanes dejan al Hetman librado a su suerte y es muy muy posible que Petliura entre. En rigor, Petliura cuenta con sólidas raíces. En ese movimiento, la masa campesina está del lado de Petliura, y eso, sabes…

¡Oh, Elena lo sabía! Lo sabía a la perfección. En marzo de 1917, Talberg fue el primero —comprendan, el primero— que llegó a la academia militar con un anchísimo brazalete rojo. Aquello fue en los primeros días, cuando aún todos los oficiales de la Ciudad, al recibir las noticias de Petersburgo, se convertían en ladrillos y se perdían en los oscuros pasillos para no oír nada. En calidad de miembro del comité militar revolucionario, Talberg, y no otro, arrestó al célebre general Petrov. Pero, cuando a fines del célebre año, en la Ciudad se produjeron ya muchos prodigiosos y extraños acontecimientos, y en ella apareció gente sin botas pero con anchos calzones que asomaban por debajo de los grises capotes de soldado, y esa gente anunció que bajo ninguna circunstancia saldría de la Ciudad en dirección al frente porque allí no tenía nada que hacer, que se quedaría aquí, en la Ciudad, puesto que es su Ciudad, una ciudad ucraniana y nada rusa, Talberg se volvió irritable y anunció con sequedad que eso no era lo que se precisaba, sino una vulgar opereta. Y hasta cierto punto tuvo razón: resultó en efecto una opereta, pero no sencilla, sino con gran derramamiento de sangre. La gente con calzones fue expulsada en un santiamén de la Ciudad por grises e irregulares regimientos que llegaron de algún lugar más allá del bosque, desde la llanura que conducía a Moscú. Talberg dijo que los que llevaban calzones eran unos aventureros, que las verdaderas raíces estaban en Moscú, por más que esas raíces fuesen bolcheviques.

Pero una vez, en marzo, llegaron a la Ciudad, en grises hileras, los alemanes, y sobre sus cabezas llevaban rojizas jofainas de metal que los protegían de las esquirlas de los proyectiles, mientras los húsares montaban con unos gorros tan velludos y en unos caballos tales que, al verlos, Talberg enseguida comprendió dónde estaban las raíces. Después de varios duros ataques de los cañones alemanes a las afueras de la ciudad, los moscovitas se mandaron mudar más allá de los azulados bosques a comer carroña, mientras la gente con calzones se arrastró de vuelta, siguiendo a los alemanes. Aquello fue una gran sorpresa. Talberg sonreía desconcertado, pero no temía nada porque los “calzones”, en presencia de los alemanes, eran muy calmos, no se atrevían a matar a nadie y ellos mismos caminaban por las calles como con cierta precaución, y su apariencia era más bien como la de visitantes inseguros. Talberg dijo que no tenían raíces, y durante unos dos meses no sirvió en el ejército. Nikolka Turbín se sonrió una vez al entrar en el cuarto de Talberg. Este estaba sentado y escribía en una gran hoja de papel unos ejercicios de gramática, y ante él yacía un librito delgado, impreso en un papel gris barato: “Ignati Perpillo. Gramática ucraniana”.

En abril del dieciocho, en Pascua, en el circo zumbaban alegres las lámparas de arco esmeriladas y la multitud llegaba hasta la cúpula. Talberg, de pie en la arena, alegre, en actitud marcial, contaba las manos alzadas: sanseacabó con los “calzones”, habría una Ucrania, pero una Ucrania de Hetmans; elegían al “Hetman de toda Ucrania”.

—Estamos a salvo de la sangrienta opereta moscovita —dijo Talberg, reluciente en su extraño uniforme de Hetman, sobre el fondo del viejo y querido empapelado del hogar. El reloj se ahogaba desdeñoso: tonk-tank, y el agua se escurría del recipiente. Nikolka y Alekséi no tenían de qué hablar con Talberg. Y hacerlo habría sido muy difícil, porque Talberg se enfadaba mucho cada vez que conversaban de política y, en particular, en aquellas ocasiones en que Nikolka, con total falta de tacto, comenzaba: “¿Y, Seriozha, qué era lo que decías en marzo?…”. Talberg enseguida enseñaba sus dientes superiores, muy separados, pero grandes y blancos; sus ojos despedían chispitas amarillas y empezaba a inquietarse. De este modo, las conversaciones pasaron de moda por sí mismas.

Sí, una “opereta”… Elena sabía qué significaba esa palabra en los abultados labios bálticos de su marido. Pero ahora la opereta amenazaba con ponerse mala, y no era a los “calzones”, ni a los moscovitas, ni a un Iván Ivánovich cualquiera que amenazaba, sino al mismísimo Serguéi Ivánovich Talberg. Cada hombre tiene su estrella, y no por nada en el Medioevo los astrólogos de la corte armaban horóscopos y predecían el futuro. ¡Oh, qué sabios eran! Pues bien, Serguéi Ivánovich Talberg tenía una estrella inconveniente y desafortunada. A Talberg le habría ido bien si todo hubiera marchado recto, por una línea determinada, pero, en ese tiempo, los acontecimientos en la Ciudad no avanzaban rectamente, sino que trazaban caprichosos zigzags, y en vano Serguéi Ivánovich trataba de adivinar qué ocurriría. No lo adivinó. Lejos todavía, a unos ciento cincuenta o quizás doscientos kilómetros de la Ciudad, en las vías iluminadas por una luz blanca, un coche salón. En el vagón, como grano en una vaina, iba y venía un hombre rasurado dictando a sus escribientes y edecanes en un idioma extraño que a duras penas comprendería el propio Perpillo. ¡Desgraciado de Talberg si ese hombre llega a la Ciudad, y bien que puede hacerlo! Desgraciado de él. El número del periódico Vesti es por todos conocido; el nombre del capitán Talberg, que había votado por el Hetman, también. En el periódico, un artículo salido de la pluma de Serguéi Ivánovich, y en el artículo, las palabras:

“Petliura es un aventurero cuya opereta amenaza con destruir el país…”

—Elena, tú misma comprendes que no puedo llevarte conmigo a vagar por rumbos inciertos, ¿no es verdad?

Elena no respondió un solo sonido porque era orgullosa.

—Creo que lograré abrirme camino sin dificultades a través de Rumania hacia Crimea y el Don. Von Bussov me prometió ayuda. Me valoran. La ocupación alemana se ha convertido en una opereta. Los alemanes ya se retiran —susurro—. Petliura, según mis cálculos, también caerá pronto. La verdadera fuerza viene del Don. Y sabes que ni siquiera puedo no estar allí cuando se está formando el ejército del derecho y el orden. No estar significaría arruinar mi carrera; ya sabes que Denikin fue jefe de mi división. Estoy seguro de que antes de que pasen tres meses, a más tardar en mayo, regresaremos a la Ciudad. No temas nada. A ti no te tocarán bajo ninguna circunstancia, y en el peor de los casos tienes el pasaporte con tu apellido de soltera. Le pediré a Alekséi que no permita que te ofendan.

Elena volvió en sí.

—Espera —dijo—, ¿no deberíamos advertir ahora a mis hermanos que los alemanes nos traicionan?

Talberg se puso morado.

—Por supuesto, por supuesto, sin falta lo haré… Por lo demás, díselo tú misma. No cambia mucho las cosas.

Un sentimiento extraño brotó en Elena, pero no había tiempo para entregarse a reflexiones; Talberg ya besaba a su esposa, y hubo un instante en que sus ojos de dos pisos transmitieron sólo una cosa: ternura. Elena no se contuvo y rompió a llorar, pero su llanto fue quedo, quedo: era una mujer fuerte, no en vano era la hija de Anna Vladímirovna. Después siguió la despedida de los hermanos en el salón. En la lámpara de bronce se encendió la luz rosácea e inundó todo el rincón. El piano enseñó sus acogedores dientes blancos y la partitura de Fausto en el pasaje donde los negros garabatos de las notas forman una hilera negra y compacta y el abigarrado y barbirrojo Valentín canta:

Por mi hermana te ruego,

¡apiádate, oh, apiádate de ella!

Ten a bien protegerla.

Incluso Talberg, que no era dado a sentimentalismo alguno, recordó en ese instante los negros acordes y las gastadas páginas del eterno Fausto. Ay, ay… ¡Ya no tendrá ocasión de oír Talberg las cavatinas sobre Dios todopoderoso, ni tampoco de oír a Elena acompañando a Shervinski! De todas formas, cuando los Turbín y Talberg no estén en el mundo, otra vez sonarán las teclas y saldrá a las candilejas el abigarrado Valentín, en los palcos se sentirá la fragancia de los perfumes y en casa tocarán el acompañamiento mujeres coloreadas por la luz, porque Fausto, al igual que El carpintero de Zaandam, es absolutamente inmortal.