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Fernando Calvo González-Regueral

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Beschreibung

Al igual que otros países, España ha vivido a lo largo de su historia luchas fratricidas, pero solo la que comenzó el 18 de julio de 1936 es recordada como la guerra civil por antonomasia. Ese conflicto fue total pues movilizó todo tipo de recursos como quizá nunca hasta entonces: desde los económicos, sociales y políticos, hasta los ideológicos, culturales y diplomáticos, y, por supuesto, los militares. Su carácter global obliga a estudiar esa guerra de manera integral, pues, como dice Fernando Calvo González-Regueral, «no gana o pierde quien mejor emplee sus ejércitos, sino quien sepa reunir a su favor todos los recursos disponibles para alzarse con la victoria». Eso incluyó, en el caso de nuestra guerra civil, las muy manidas ayudas extranjeras, «más importantes de lo que algunos sospechan, pero no tan decisivas como otros afirman». La Guerra Civil. Una historia total pretende ser la versión del siglo xxi de un conflicto con sobreabundancia de publicaciones, pero escasez de novedades historiográficas y aspiraciones de equilibrio. Este es el libro que se puede recomendar a quien quiera tener una visión rápida, exhaustiva y equilibrada del episodio más dramático de nuestra historia contemporánea. Esta obra se complementa, de manera sistemática, con una original selección de imágenes históricas, una cartografía a color absolutamente innovadora y unos anexos que permiten completar esa visión integral a la que aspira este libro.

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Fernando Calvo González-Regueral(Madrid, 1971) es un profundo conocedor de la historia militar y se ha especializado en diversos aspectos de la guerra civil española. Entre sus libros destacan Batallas de la guerra civil española (2019), La Guerra Civil en la Ciudad Universitaria (2014); «Lincolns». Voluntarios norteamericanos en la guerra civil española (2010); Los últimos días de la República (2015); Guerra civil española. Los libros que nos la contaron (2017) o La Legión. 100 años, 100 imágenes (2020). En 2019 dirigió la «Biblioteca de la Guerra Civil contada por sus protagonistas» con motivo del ochenta aniversario de su finalización. En 2021 publicó en Arzalia Ediciones Homo bellicus. Una historia de la humanidad a través de la guerra. Es colaborador de varias publicaciones periódicas –Revista de Historia Militar, Ilustración de Madrid, ARES–, ponente habitual en los Cursos de Verano de El Escorial y asesor histórico para producciones audiovisuales tanto de ficción como de no-ficción.

 

 

Al igual que otros países, España ha vivido a lo largo de su historia luchas fratricidas, pero solo la que comenzó el 18 de julio de 1936 es recordada como la guerra civil por antonomasia. Ese conflicto fue total pues movilizó todo tipo de recursos como quizá nunca hasta entonces: desde los económicos, sociales y políticos, hasta los ideológicos, culturales y diplomáticos, y, por supuesto, los militares.

 

Su carácter global obliga a estudiar esa guerra de manera integral, pues, como dice Fernando Calvo González-Regueral, «no gana o pierde quien mejor emplee sus ejércitos, sino quien sepa reunir a su favor todos los recursos disponibles para alzarse con la victoria». Eso incluyó, en el caso de nuestra guerra civil, las muy manidas ayudas extranjeras, «más importantes de lo que algunos sospechan, pero no tan decisivas como otros afirman».

La Guerra Civil. Una historia total pretende ser la versión del siglo XXI de un conflicto con sobreabundancia de publicaciones, pero escasez de novedades historiográficas y aspiraciones de equilibrio. Este es el libro que se puede recomendar a quien quiera tener una visión rápida, exhaustiva y equilibrada del episodio más dramático de nuestra historia contemporánea.

Esta obra se complementa, de manera sistemática, con una original selección de imágenes históricas, una cartografía a color absolutamente innovadora y unos anexos que permiten completar esa visión integral a la que aspira este libro.

LA GUERRA CIVIL

 

 

La Guerra Civil

Una historia total

© 2022, Fernando Calvo González-Regueral

© 2022, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

Diseño y realización de los mapas: © Ricardo Sánchez

Todas las fotografías son imágenes procedentes de los fondos de la Biblioteca Nacional de España (Biblioteca Digital Hispánica).

ISBN: 978-84-19018-21-2

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

www.arzalia.com

Índice

PRÓLOGO. ¿La herida interminable?

I. 1936. EL TERREMOTO

1. Antes…

2. 18 de julio. Explosión de odios

3. Paisaje después del cataclismo

II. 1937. EL EQUILIBRIO

4. «Rompeolas de todas las Españas»

5. Mirando al norte

6. Sofocos de verano, batallas de desgaste

7. ¿Quién paga todo esto?

8. Fuego en el cielo

9. La invernada

III. 1938. LA RUPTURA

10. ¿Guerra «relámpago»?

11. Dos Gobiernos…

12. … Y dos retaguardias

13. El Ebro

14. Múnich

15. Cataluña

IV. 1939. EL DESENLACE

16. ¿Qué pasa en Madrid?

17. Primero de abril. Ha estallado la paz

18. Después…

EPÍLOGO. ¿Por quién doblan las campanas?

ANEXOS

I. Arco político en febrero de 1936

II. Organigrama del Ejército español en 1936

III. Evolución de ambos ejércitos

IV. Evolución de ambas flotas

SEMBLANZAS

CRONOLOGÍA

TERMINOLOGÍA

BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

YA SABES MI PARADERO - IMÁGENES

CARTOGRAFÍA DE LA GUERRA CIVIL

¡Cuídate, España, de tu propia España!

CÉSAR VALLEJO

Prólogo¿La herida interminable?

¿Cuánto tiempo necesita un país para superar los traumas provocados por una guerra civil? ¿Años, decenios, acaso siglos? Como cualquier otro hecho de tal trascendencia, el drama de una contienda fratricida pertenece al pasado, no cabe extirparlo de él. Tal vez siga vivo incluso en el presente, con sus fantasmas proyectando una alargada sombra. Pero lo que nunca debiera condicionar es el futuro de una comunidad, ese horizonte hacia el que conviene avanzar siempre de forma conjunta e ilusionada. Para ello, sanar heridas se dibuja como un imperativo moral, casi como una necesidad.

Es posible que la historia contemporánea de España no sea tan anómala como sus propios habitantes gustan de repetir en una especie de bucle infinito. O como cierta parte de la literatura extranjera, quizá cegada por los tópicos —Spain is different—, se ha encargado de recordarnos periódicamente. Al menos no lo es en mayor medida que la de Alemania, Francia o Italia, por citar solo tres ejemplos próximos y relevantes. Porque la historia de cada nación es siempre única; porque la historia de cada nación es similar a la de otras, pues no en vano todas forman un conjunto estrechamente interrelacionado. Si bien es cierto que ninguno de los países citados sufrió en el siglo XX un conflicto entre hermanos tan virulento, no lo es menos el hecho de que España supiera o pudiera eludir el sacrificio de toda una generación en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y los peores estragos de la segunda (1939-1945).

La perspectiva histórica nos empuja a abordar conjuntamente, como si de un único bloque se tratara, una trilogía de hechos que, aun encadenados, presentan perfiles diferenciados: la II República, la Guerra Civil y el franquismo. La trampa estriba en que el observador de cualquier ciclo pretérito juega con las cartas marcadas, porque conoce lo que ocurrió y puede así establecer vinculaciones entre distintas épocas, cuando la vida real, que transcurre en un presente continuo, no admite esa ventaja. El 14 de abril de 1931 ningún español podía adivinar el futuro de la República que ese día echaba a andar… Y el 18 de julio de 1936 ningún español estaba en disposición de aventurar cuán destructiva iba a resultar la lucha que entonces estallaba. El 1 de abril de 1939 nadie habría intuido que la dictadura vencedora se prolongaría durante casi cuatro décadas… Y el 20 de noviembre de 1975 nadie habría osado profetizar sobre el fenómeno que pronto se conocería como la Transición. Convendría, por tanto, estudiar los tres períodos de forma secuenciada con el fin de valorar los contornos de cada uno de ellos y sopesarlos en su justa medida. Este libro tratará exclusivamente de los años bélicos, con unas referencias previas para enmarcar las causas de la quiebra y unas meras claves que buscan dejar encauzada la comprensión de sus consecuencias.

Por otro lado, la contienda fue exactamente eso: una guerra —‘lucha armada entre dos bandos’— civil —‘la que tienen entre sí los habitantes de un mismo pueblo o nación’— y española —‘perteneciente o relativo a España’—. Es preciso aclararlo cuando ciertos sectores académicos o de la propia sociedad, hoy como ayer, a derechas e izquierdas, persisten en buscar eufemismos para maquillar la cruda realidad: cruzada, guerra revolucionaria, conflicto nacional o de liberación, guerra de independencia, prólogo de la Segunda Guerra Mundial… Todas ellas son expresiones equívocas que apenas difuminan el carácter esencial de una conflagración que, en todo caso, fue un sumatorio de guerras civiles. Por eso la presente obra subrayará por encima de otras consideraciones los acontecimientos militares que, curiosamente, han sido los menos estudiados en una bibliografía por momentos inabarcable y sumamente ideologizada.

Aunque para otro conflicto de otro tiempo y de otro lugar, la periodista Deborah Scroggins explicó a la perfección la sinergia de odios en su obra La guerra de Emma (Barcelona, Marbot, 2011):

Se necesita una especie de cartografía de estratos para entender una guerra civil, un mapa con diversas capas: la de los conflictos políticos…, la de las luchas religiosas…, la de las divisiones sectarias y sociales…, la de los factores lingüísticos…, la de las diferencias económicas…, la de las consideraciones educativas… Y así sucesivamente hasta comprender que la guerra, al igual que el país, no era una sino múltiples. Un ecosistema violento capaz de generar un número infinito de cosas nuevas por las que pelear, pero sin perder siquiera uno solo de los viejos motivos. Además, detrás de la guerra existían muchos agravios, y cuanto más se alargaba, más agravios se generaban.

Porque la sangre llama a la sangre. Otra guerra civil distinta y distante, mas con asombrosos parecidos a la española, la de los Estados Unidos de América (1861-1865), necesitó de cien años hasta dar con una obra sintética pero al mismo tiempo global, divulgativa, carente de adjetivos dañinos para cualquiera de los implicados o sus descendientes y objetiva, equilibrada en su tono conciliador. Se trataba de The Civil War. A History, de Harry Hansen, en cuyo prólogo se recalcaba algo tan exigible al investigador como difícil de conseguir ante traumas de profundas cicatrices: «Hansen apunta las controversias… pero nunca toma partido». O, dicho de otra manera, el cronista no puede eludir precisamente los debates más candentes, que necesitan ser explicados, pero no debiera mostrar sus preferencias. Documentar y aclarar, ordenar y sistematizar, narrar y sugerir vías para profundizar en el estudio de los hechos serían, así, los verbos que cualquier historiador debiera conjugar. Por ello, este estudio se vertebra sobre dos vocaciones: la que cuenta lo sucedido —en la acepción del verbo contar de ‘referir un suceso’— y la que cuenta las cifras —en su significado de ‘numerar o computar las cosas’—.

Todo libro es un contrato no firmado entre el autor y su lector potencial. El primero se compromete a hacer su mejor esfuerzo de síntesis e imparcialidad guiado por un ánimo de concordia. Una síntesis que explique lo ocurrido en España entre 1936 y 1939; una imparcialidad levantada sobre el andamiaje de los muchos datos de que hoy disponemos gracias a los avances en la historiografía y a la apertura de los principales archivos. Y solicita del segundo algo tan sencillo y al mismo tiempo tan complicado como olvidar su propia historia familiar, que todavía tiene gran peso en la valoración de unos acontecimientos cada vez más lejanos en el tiempo. También, que deseche por un momento lo que conozca o crea conocer del conflicto. Solo empezando de cero, tomando como base hechos y dejando al margen los prejuicios, podrán lectores y escritor ir construyendo una senda que será tanto más balsámica cuanto mejor se acerque a un triple objetivo: renunciar a saldar cuentas pasadas; evitar la tentación de contaminar el presente con ideologías caducas y sumar anhelos para mirar con esperanza hacia el futuro. Por eso, las fotografías y los mapas que acompañan al texto han sido seleccionadas y elaborados, respectivamente, con la idea de que el lector pueda ver con sus propios ojos los desastres de la guerra.

Desde luego, este empeño no es el primero ni será el último que se realice, pero sin duda al menos merecerá la pena ensayar nuevos intentos de entendimiento. Quizá vaya sonando ya la hora de que los españoles nos reconciliemos con nuestra propia memoria compartida. Porque puede que la verdadera anomalía de la historia de la contienda del 36 al 39 estribe en que todavía no sabemos con certeza el número total de víctimas que provocó. Si no hemos sido capaces de llegar a consensos para recontar los muertos, difícilmente podremos identificarlos con sus nombres y apellidos, individualizarlos en su drama y circunstancias particulares. Y si no acertamos a nombrar a los difuntos, nunca tendremos la capacidad de dejarlos en el recuerdo y seguir nosotros caminando hacia adelante con infinito respeto y la conciencia común al fin aliviada. Se lo debemos a todos nuestros muertos…, porque todos son muertos nuestros: no nos es lícito segregarlos, seleccionarlos, volver a separarlos en bandos; la tragedia los unió para siempre. Y nos lo debemos a nosotros mismos. Se lo debemos, por último, a las generaciones venideras: ellas demandarán, si no lo están haciendo ya, obras que al arrojar luz sobre el trauma ayuden a descansar en paz y a situar en el lugar que honrosamente les corresponde, el pasado, a todas las víctimas de la guerra civil española.

Y este ánimo reparador es la más cabal intención de esta obra.

I

1936. EL TERREMOTO

«España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional».Artículo 6.º

CONSTITUCIÓN DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA

Dicen los viejos que en este país hubo una guerra…

JARCHA

1

Antes…

El 1 de enero de 1936 España estaba constituida políticamente en régimen de república desde el año 1931 y se disponía a afrontar una convocatoria de elecciones generales para el mes de febrero. A su tradicional superficie territorial, estimada en medio millón de kilómetros cuadrados, correspondientes a península, archipiélagos y plazas de soberanía, sumaba unos 25 000 más en el protectorado que mantenía en el norte de África (Marruecos) y alrededor de 300 000 en las posesiones coloniales de Ifni, Sáhara y Guinea Ecuatorial. Existían cincuenta provincias distribuidas en quince demarcaciones regionales, entonces denominadas Andalucía, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra, Valencia y (Provincias) Vascongadas. Capital, Madrid.1

Aunque el último censo oficial se había realizado en 1930 y arrojaba una cifra algo menor, las estadísticas vigentes estimaban para aquel entonces una población residente de casi veinticinco millones de almas. La esperanza de vida era de cincuenta años, muy por debajo de una media superior a los sesenta en algunos países occidentales. La tasa de natalidad se acercaba a los treinta nacimientos por cada mil habitantes, la de mortalidad rondaba las quince defunciones por millar —una de las más altas de Europa— y la densidad de población era baja e irregular, con menos de cincuenta ciudadanos por kilómetro cuadrado. Las principales causas de mortalidad eran los ataques al corazón, el cólera en sus distintas manifestaciones, la varicela y la rubeola, y las neumonías u otras afecciones pulmonares (el doctor Fleming aún no había descubierto la penicilina). Si bien continuaba en descenso desde principios del siglo XX, el índice de analfabetismo seguía frisando el alto porcentaje del 40%, una lacra aún mayor en el caso de las mujeres.

Aproximadamente la mitad de la población empleada laboraba en el sector primario, con predominio de jornaleros en las zonas latifundistas de Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva, seguidos de los propietarios minifundistas en Galicia y otras partes de la franja norteña, más arrendatarios bajo diferentes fórmulas de explotación en las parcelas de mediano tamaño del resto de España. El proletariado se nutría de casi un 30% de obreros, concentrados principalmente en torno a los nueve núcleos más populosos del momento: Madrid, Barcelona y alrededores, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, Bilbao y provincia, el eje Murcia-Cartagena y el triángulo Oviedo-Gijón-Avilés. El resto de la población se dedicaba al sector servicios o al funcionariado y venía a representar una incipiente clase media, que todavía no era media por falta de peso específico. Con aproximadamente un millón de trabajadoras, la población femenina escasamente rebasaba el 10% de la masa laboral. Y el paro forzoso batía récords con 850 000 desempleados, una cifra de por sí elevada que, además, no tenía en consideración las actividades informales —o economía sumergida— propias de una nación en precarias vías de desarrollo.

La triada mediterránea —trigo, vid y olivo—, la cabaña ganadera y la producción hortofrutícola constituían la base de la economía y suponían más del 50% de sus exportaciones, cuyo conjunto no alcanzaba para compensar el flujo de importaciones proveniente en su mayoría de Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia, Países Bajos o Reino Unido, que incluía entre sus capítulos principales algodón, maquinaria, productos manufacturados, metales, abonos, recursos químicos, vehículos, instrumentos de precisión y alimentos. España explotaba y vendía al extranjero gran parte de la producción de ciertos yacimientos de materias primas estratégicas, tales como azufre, piritas, mercurio, cobre, manganeso, cinc, plomo, fósforo, lignito o el escaso pero crucial wolframio (tungsteno).

La red nacional de carreteras, con su forma radial y en fase de modernización, rondaba los 100 000 kilómetros de tendido, y existían 350 000 vehículos matriculados, de los cuales 60 000 eran camiones o autobuses. El complejo ferroviario —unos 10 000 kilómetros de vías principales— se encontraba en manos de empresas privadas, que contaban con un equipamiento global de casi 100 000 vagones y alrededor de 4000 locomotoras para recorrer un entramado dotado de aceptables conexiones y en crecimiento. Una flota compuesta por un millar de buques de mediano o gran porte superaba el millón de toneladas de registro bruto y realizaba el tráfico mercante, por entonces el más importante medio de transporte pesado. La Compañía Arrendataria del Monopolio del Petróleo, CAMPSA, administraba las importaciones de crudo, lo cargaba en modernos barcos de su propiedad, asumía parcialmente el procesado y almacenaba reservas para un período estimado de seis a doce meses. Por su parte, la recién creada Compañía Española de Petróleos Sociedad Anónima, CEPSA, gestionaba una refinería en Tenerife.

Gracias a su neutralidad y a la actividad comercial desarrollada durante la Primera Guerra Mundial con todos los beligerantes, España ocupaba la cuarta posición por sus reservas de oro, solo por detrás de la Reserva Federal estadounidense, el Banco de Inglaterra —The Old Lady— y la Banque de France. Se trataba de 707 toneladas del preciado metal, custodiadas en su mayor parte en la bóveda del Banco de España, junto a las que descansaban, además, 1225 toneladas de plata. Algo más de cien bancos y casi otras tantas cajas de ahorro trataban de bancarizar el país favoreciendo la apertura de cuentas a través de un sistema compuesto por unas dos mil sucursales. Las acciones de las principales firmas cotizaban en las bolsas de Madrid, Barcelona o Bilbao con una marcada tendencia a la baja tanto por las fluctuaciones externas como por las convulsiones internas de la política económica, que ahuyentaban la inversión extranjera. Los dos últimos años habían visto una caída en el dato de creación de nuevas empresas. Y si España había eludido o al menos retardado los peores estragos de la crisis de 1929, fue precisamente por su atraso más que por la fortaleza de su sistema.

El salario medio se situaba entre las 6 y las 9 pesetas diarias según los gremios, un magro jornal con el que llenar una cesta de la compra en la que la barra de pan costaba 15 céntimos; un kilo de patatas, 30; el de lentejas, unos 70; un litro de leche, 75; el paquete de azúcar, 1,50 pesetas; la botella de aceite, 2; una docena de huevos, casi 3 y las chuletas de cerdo, 4. El precio del periódico era 10 céntimos; el del cuarterón de picadura de tabaco, 30, y por la frasca de vino tinto se pagaban 50 en una taberna. Por su parte, un alquiler modesto rondaba las 50 pesetas al mes. Más de 300 000 receptores de radio sintonizaban setenta emisoras registradas, y unos 250 000 teléfonos conectaban a organismos públicos, empresas y particulares. Pero el correo postal seguía siendo la forma de comunicación preferida y mayoritaria: alrededor de ochocientos millones de servicios anuales (que habían visto incrementada su velocidad de remite y llegada gracias a los aeroplanos de las Líneas Aéreas Postales Españolas, LAPE).

En uno de los países del mundo con más salas de cine per cápita, el espectador podía disfrutar de Greta Garbo en Ana Karenina o de las comedias del Gordo y el Flaco. La zarzuela y los espectáculos de variedades seguían gozando del calor del público. Pío Baroja daba a la imprenta Locuras de carnaval, los versos de Juan Ramón Jiménez eran esperados por sus fieles lectores y Federico García Lorca acababa de estrenar su Doña Rosita la soltera. La prensa disfrutaba de una gran variedad de formatos y contenidos, así como convivían variadas líneas editoriales y posiciones ideológicas, si bien la normativa vigente daba amplio margen a la censura. Los diarios eran el altavoz de los primeros tiempos de la publicidad masiva: maquinillas de afeitar, cremas de belleza, discos de música...

Mediado aquel 1936 todo esto había saltado por los aires, dejando un cuerpo colectivo mutilado con dos porciones antagónicas dispuestas a batirse en lucha a garrotazos sin ánimo de demandar o conceder cuartel… Era lo que desde tiempo atrás venía conociéndose como las dos Españas.

La República, estrella fugaz

La Constitución nació el 9 de diciembre de 1931 y murió el 18 de julio de 1936 […]. En estos cuatro años y medio vivió España tres fases distintas de vida pública: a la izquierda (9 de diciembre de 1931 a 3 de diciembre de 1933); a la derecha (3 de diciembre de 1933 a 16 de febrero de 1936); y a la izquierda otra vez (16 de febrero de 1936 a 18 de julio de 1936). Durante el primer período, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento armado de la derecha (agosto 1932). Durante el segundo período, la derecha en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento de la izquierda (octubre 1934). Durante el tercer período, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento armado de la derecha. La República sucumbió a estas violentas sacudidas.

Lo demás es retórica.2

Aunque la retórica sea importante, puede que no haya mejor resumen de la historia de la II República española y de sus avatares que este párrafo redactado por Salvador de Madariaga para su clásico España. Ensayo de historia contemporánea. El régimen del 14 de abril del 31 fue un proyecto político de vida tan breve como apasionante e intensa, tan esperanzador como frustrado, durante cuyo desarrollo fue enconándose el debate entre las fuerzas que podríamos denominar genéricamente como «conservadoras» y las que pudieran ser catalogadas como «progresistas». Se trataba de las dos tendencias que en las democracias consolidadas coexisten y, si lo hacen en armonía, contribuyen conjuntamente al bienestar de una nación. Por desgracia no fue el caso, tal vez porque, como dijera el socialista Julián Besteiro, la República había llegado con una generación de adelanto.

La primera fase de vida pública fue el bienio «transformador» o azañista, así llamado por la labor realizada como presidente del Ejecutivo por Manuel Azaña durante tres Gobiernos consecutivos. Cuando a resultas de unas elecciones municipales consideradas como plebiscitarias cayó el rey Alfonso XIII y se proclamó la República, Azaña era probablemente la única persona con una idea clara del nuevo Estado en la cabeza. Y esto, que quizás fuera su mayor virtud, sería también su gran error cuando terminó por considerar dicha concepción como la única viable. Se emprendieron en aquellos vertiginosos meses reformas normativas en ámbitos tan importantes como el económico (Ley de Reforma Agraria, Ley de Jurados Mixtos), político (Ley de Defensa de la República), social (Ley de Divorcio), territorial (Estatuto de Autonomía de Cataluña), militar (conjunto de decretos tendentes a la modernización del Ejército), religioso (Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas), orden público, obras e infraestructuras y educación (renovación de los planes de estudio bajo el espíritu del artículo 48 de la Constitución: «La enseñanza será laica»).

Sin duda necesarias muchas de ellas, todas generarían polémica, granjeándose la República casi desde sus inicios al menos dos poderosos enemigos. A la izquierda más radical, el nutrido movimiento ácrata de la CNT/FAI (Confederación Nacional del Trabajo/Federación Anarquista Ibérica), que no cesaría en sus acciones violentas de todo tipo para acabar con un régimen que consideraba burgués, inhábil para realizar la revolución que anhelaba e implantar el comunismo «libertario» o sin Estado. Es de destacar que su central obrera alcanzaba por aquellos tiempos la nada despreciable cifra de un millón largo de afiliados, el 40% de la masa laboral sindicada. Era un caso único en el mundo. Y en la derecha más reaccionaria y devota, grupúsculos en su mayoría monárquicos pero de diferentes tendencias animarían al general José Sanjurjo para lanzar la primera violenta sacudida al nuevo Estado (la fallida intentona golpista de agosto del año 1932 conocida como «la Sanjurjada»).

La segunda fase de vida pública fue el bienio «conservador» o cedista, así llamado por haber ganado las elecciones de 1933 una formación denominada Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), liderada por el abogado José María Gil Robles. Aunque él mismo no presidiría ningún gabinete, su partido sustentó los más de diez Gobiernos que se sucedieron en poco más de dos años. Y aunque no se derogaron las leyes aprobadas en el período anterior, se ralentizó su aplicación con la idea de reelaborar la Constitución de 1931, que consideraban sectaria. Ciertamente, sus propios redactores habían reconocido que era «una Constitución avanzada, no socialista […]; pero es una Constitución de izquierda. Esta Constitución quiere ser así para que no nos digan que hemos defraudado las ansias del pueblo»3. Rehacer la carta magna de arriba abajo no parecía ser la solución, que solo hubiera podido ser hallada en el camino del consenso. Por otro lado, tratar de elevar el nivel socioeconómico de los tiempos a base de decretos, sin dar tiempo a que las reformas estructurales se fueran consolidando, fue un error común a ambos bienios, al despertar falsas expectativas.

Fue en este período cuando a los antiguos enemigos de la República se sumaron como mínimo otros dos. Por la extrema derecha, una formación de corte fascista minoritaria que proclamó desde su origen la «dialéctica de los puños y las pistolas» como alternativa a las urnas. Era Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FE-JONS), de José Antonio Primo de Rivera. Y por la izquierda, las tendencias radicales del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que demostrarían con la Revolución de octubre del año 1934 su capacidad para aglutinar a la clase obrera más combativa y organizar una rebelión de gran calado. Se trataba de un partido fundamental para la gobernanza del país, que mostraría una traumática división en sus filas muy perniciosa para la estabilidad de la nación. Se calcula que por entonces su sindicato, la Unión General de Trabajadores (UGT), contaba con un millón y medio de afiliados. En cualquier caso, la insurrección de Asturias fue la segunda violenta sacudida al sistema y supuso, con su reguero de muertes, odio, destrucción y detenciones, una quiebra de la convivencia ya muy difícil de sanar.

La última fase de vida pública mencionada por Salvador de Madariaga fue el período que medió entre las últimas elecciones de la República y la sublevación de una parte del ejército, secundada por sectores civiles, en julio de 1936, la tercera —y definitiva— violenta sacudida. A los comicios convocados para el 16 de febrero concurrieron básicamente dos grandes formaciones. Por un lado una especie de coalición antirrevolucionaria de derechas, con la CEDA como principal partido pero desgastado tras dos años apuntalando un Gobierno salpicado en sus últimos tiempos por casos de corrupción. Y por otro un Frente Popular que, recuperando la coalición republicano-socialista del primer bienio, aglutinaba ahora además grupos minoritarios pero tan influyentes como el Partido Comunista de España (PCE), el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) o el Partido Sindicalista (PS). Este bloque seguía la estela de otros similares que ya se estaban formando en Europa a raíz del VII Congreso de la Internacional Comunista (Komintern, 1935), si bien su forja fue netamente española y, en principio, solo impulsada por el ánimo de contener a la «reacción». La CNT/FAI declinaba la invitación a unirse, pero favoreció entre sus bases una libertad de voto que ayudaría a que la balanza se decantase hacia la izquierda.

Aunque los resultados fueron reñidos, mostraban dos realidades. Una, que «progresistas» y «conservadores» estaban en franco equilibrio: más de cuatro millones y medio de votos para los primeros (47%), una cifra algo menor para los segundos (45%). Y la otra, que el espectro central había quedado laminado y apenas alcanzaba en el recuento más generoso los 750.000 electores (el 8%).4 Estos datos podían ser interpretados de dos formas, bien como una división insalvable, bien como una invitación al diálogo. A juzgar por las incendiarias proclamas de sus líderes, por las alteraciones del orden público —ese cáncer de la II República— y por la trayectoria de inestabilidad (veinte Gobiernos en cinco años), los hechos parecían apuntar hacia la primera dirección: no fue posible la paz. «Si el resultado es contrario a los destinos de España, la Falange relegará con sus fuerzas las actas del escrutinio al último lugar del menosprecio»; «Cuando las hordas rojas del comunismo avanzan, solo se concibe un freno: la fuerza del Estado»; «El único problema vital de España es el aplastamiento de la revolución»; «El triunfo de la República no puede ser pactado; tiene que ser total, a banderas desplegadas, con todos los enemigos delante»; «Ganando las derechas tendremos que ir a la Guerra Civil declarada. Esto no es una amenaza, es una advertencia»; «Para que sea efectiva la revolución, hay que destruir completamente el actual régimen».5

El panorama internacional tampoco ayudaba a calmar los ánimos, sino que los exacerbaba. Las naciones occidentales continuaban noqueadas por la crisis de 1929, lo que hacía dudar no solo de las ventajas de la economía de mercado, sino de las bondades de la propia democracia parlamentaria. Por el contrario, dos movimientos totalitarios pero de signo contrario parecían aumentar la prosperidad de sus respectivos pueblos y se alzaban como modelos para las juventudes del mundo: el comunismo, triunfante en la URSS desde 1917, y el fascismo de Mussolini, en auge en Italia desde 1922. El nazismo se asentaba en Alemania mostrando sus apetitos expansionistas, y países como Portugal, Hungría, Polonia, Yugoslavia o los Estados bálticos, por citar solo algunos ejemplos, abrazaban la senda del autoritarismo. Aunque hoy nos parezcan regímenes monstruosos, eran entonces tenidos como sistemas válidos a imitar, pues prometían superar los traumas de la posguerra mundial y soluciones fáciles para el desengaño de las clases trabajadoras junto a fórmulas no transitadas hacia un «brillante porvenir».

¿Qué ocurre en el Ejército?

El Ejército español de los años treinta del siglo XX no era el de una gran potencia pero tampoco era la obsoleta fuerza que algunos han señalado (no en vano, se calcula que durante la II República los gastos en defensa superaron la media anual del 10% de los presupuestos del Estado). En primer lugar, gran parte de sus oficiales se había curtido en las campañas del norte de África, adquiriendo experiencia bélica y recuperando un espíritu de cuerpo que había tocado fondo durante el desastre de 1898. Por otro lado, su equipamiento era aceptable, con una buena panoplia de armamento ligero así como de artillería, materiales suministrados en buena medida por una interesante industria bélica autóctona. Por último, su distribución territorial en divisiones orgánicas —las antiguas capitanías generales— cubría prácticamente la totalidad de las provincias del país.

Además, contaba con un servicio de aviación militar mejorable en la cantidad y la calidad de sus aparatos, pero servido por tripulaciones y personal de tierra bien instruidos. Por su parte, la Armada presentaba dos viejos acorazados, pero un buen número de eficaces cruceros, valiosos destructores, diversas unidades y una muy respetable flotilla de sumergibles. Las fuerzas de orden público —Guardia Civil, Cuerpo de Seguridad y Asalto, Instituto de Carabineros— también estaban bien dotadas, con plantillas en muchas ocasiones mejor surtidas que las de las propias unidades castrenses, y sus miembros curtidos en centenares de actuaciones tanto en el ámbito rural como en los núcleos urbanos.

Una pésima herencia del siglo XIX, plagado de pronunciamientos a favor, bien de movimientos radicales, bien de movimientos retrógrados, hacía pensar a muchos —dentro y fuera de la institución, conservadores o progresistas— que el Ejército podía actuar como una especie de «Estado de reserva», interviniendo en política interior como había demostrado la dictadura del general Miguel Primo de Rivera en los últimos tiempos de la monarquía de Alfonso XIII (1923-1930). Dos agrupaciones minoritarias pero influyentes y entre sí enfrentadas, la Unión Militar Española (UME) y la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), eran la prueba de que este espíritu seguía latente y, más grave aún, dividían a la oficialidad, algo que no pasaba desapercibido para las formaciones políticas. Si la extrema derecha agitaba con mayor o menor credibilidad el fantasma de la revolución para que los militares actuaran, la extrema izquierda hacía lo propio con el fantasma del fascismo, recurriendo a profesionales de carrera para instruir a sus cada vez mejor organizadas milicias. Pero convocar tales amenazas, aunque solo fuera de palabra, bien podía cristalizar fatalmente en un escenario de profecía autocumplida…

Llegados a la primavera de 1936, el deterioro socioeconómico se acentuaba con un gobierno del Frente Popular incapaz de contener el proceso: paro, huelgas y cierres patronales, detenciones sumarias, manifestaciones, pistolerismo o «guerra de las esquinas». En su discurso de Cuenca del Primero de Mayo, Indalecio Prieto, uno de los principales líderes del socialismo, escarmentado por la experiencia insurreccional de Asturias que él mismo había fomentado, sentenciaba:

La convulsión de una revolución, con un resultado u otro, la puede soportar un país. Lo que no puede soportar es la sangría constante del desorden público sin una finalidad revolucionaria inmediata. Lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su vitalidad económica manteniendo el desasosiego y la zozobra.6

Y advertía a continuación del peligro de un inminente golpe de Estado.

Desde el mes de marzo algunos altos jefes comenzaron a conspirar, revitalizando proyectos apenas esbozados en el pasado reciente que, por irreales, los llevaron a dos conclusiones. La primera, que, por su prestigio, solo un general podría encabezar una sublevación, el mencionado Sanjurjo, vencedor del Rif. La segunda, que únicamente otro estaba capacitado para organizarla, Emilio Mola. Nacido en Cuba, veterano de África, conocido por sus compañeros como «el Prusiano», Mola, que había sido director general de Seguridad, comprendía que el empuje adquirido por los partidos proletarios haría imposible cualquier pronunciamiento de corte decimonónico. En 1935, cumpliendo órdenes, había preparado un plan de movilización del ejército para caso de emergencia, lo que le permitió conocer la situación real de los acuartelamientos y salas de banderas. Por todo ello llegó al convencimiento de que una rebelión generalizada iba a exigir secreto en la planificación, coordinación con elementos cívicos, sustento ideológico, rapidez en la acción y suma violencia en su ejecución. Entre abril y julio de 1936, el general dictaría desde Pamplona trece instrucciones firmadas con el seudónimo de El Director, que circularon de manera clandestina en ciertos ámbitos militares. El conjunto permite conocer las motivaciones y los planes de los conspiradores:

Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las Organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar que mediante la acción violenta. Para ello, los elementos amantes de la Patria tienen forzosamente que organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el Poder […]. Ha de efectuarse aprovechando el primer momento favorable [y] se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. […] Se constituirá un Directorio [que] ejercerá el Poder con toda su amplitud; tendrá la iniciativa de los Decretos-Leyes […], los cuales serán refrendados en su día por el Parlamento constituyente elegido por sufragio. El Directorio se comprometerá durante su gestión a no cambiar el régimen republicano [y] mantener en todo las reivindicaciones obreras legalmente logradas.7

Si la idea inicial parecía consistir en derribar al Gobierno, no a la República, el plan calculaba que, ante la imposibilidad de hacerse con la capital, cuatro divisiones debían adoptar una actitud ofensiva y realizar una maniobra centrípeta sobre ella. Eran las de Zaragoza, Burgos y Valladolid desde el norte más la de Valencia desde levante. Solo el 24 de junio Mola consideró necesario redactar una directiva específica para sumar al esfuerzo las nutridas fuerzas de Marruecos «una vez desembarcadas», sin ofrecer mayor detalle. Sus órdenes adolecerían de una incomprensible falta de coordinación con la Armada (como tampoco consideraron seriamente la posibilidad de recabar ayudas extranjeras, al menos a gran escala y sin perjuicio de algunos contactos con la Italia fascista). En cuanto al resto de divisiones —Sevilla, Barcelona, La Coruña y las comandancias de las islas—, o bien se daba por descartada su adhesión al movimiento insurreccional o se esperaba de ellas que adoptaran una posición de benévola pasividad.

Pero tanto los propósitos como los planes cambian. Y pronto tendría lugar ese «momento favorable» para iniciar la sedición. Cuando en la noche del 12 al 13 de julio, como represalia al asesinato del teniente Castillo, instructor de milicias obreras, miembros de las fuerzas de orden público mataron a uno de los más significados diputados de las derechas, José Calvo Sotelo, los conspiradores comprendieron que esa ocasión había llegado. Las izquierdas fueron también conscientes de ello, como prueba la declaración realizada por Julián Zugazagoitia, director del diario El Socialista: «¡Este atentado es la guerra!». La policía gubernativa disponía ya de informaciones genéricas sobre la insurrección y había puesto bajo sospecha a militares desafectos. Si la tensión se había ido incrementando durante los últimos meses, desde la comisión de estos dos crímenes la presión de la «caldera» subiría a cada jornada, prácticamente a cada hora.

El terremoto más grave de la historia de España estaba a punto de estallar. Solo faltaba saber dónde, cuándo, cómo, la intensidad de su «extrema violencia» y la respuesta del Gobierno de un régimen republicano que, de momento, los insurgentes aseguraban no querer cambiar.

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1 Se recomienda acompañar la lectura de este primer apartado con una consulta a los mapas «España, 1 de enero de 1936», «Datos económicos sector primario» y «Datos sector secundario».

2 Salvo expresión en contrario, todas las cursivas dentro de citas textuales han sido realizadas por el autor. Se omiten en el texto circunstancias de edición cuando la obra citada aparece en la bibliografía.

3 Discurso de Luis Jiménez de Asúa presentando el Proyecto de Constitución. Diario de Sesiones de las Cortes, 27 de agosto de 1931.

4 Ver mapa «Elecciones de febrero de 1936».

5 Las citas entrecomilladas corresponden, por orden de aparición, al discurso del Cinema Europa de José Antonio Primo de Rivera (FE-JONS), a la proclama «A las minorías monárquicas» de Calvo Sotelo (Renovación Española), al manifiesto de las Juventudes de Acción Popular (CEDA), al discurso de Comillas de Manuel Azaña (Izquierda Republicana, IR), a las declaraciones de Largo Caballero (PSOE/UGT) y al resumen de la Conferencia Extraordinaria de la CNT/FAI. Todas fueron emitidas durante lo que muy elocuentemente se dio en llamar la «batalla electoral» de octubre de 1935 a febrero de 1936. Nótese el «talante» agresivo de un extremo a otro, pasando incluso por posiciones intermedias. Ver Anexo I. Arco político en febrero de 1936.

6 Extraído de la antología PRIETO, Indalecio: Socialista a fuer de liberal. Orígenes, desarrollo y consecuencias de la Guerra Civil según un ministro del PSOE, Córdoba, Almuzara, 2019. Su antagonista en las Cortes, José María Gil Robles, hacía por aquellas mismas fechas una proclama sorprendentemente parecida. Sus densas memorias, No fue posible la paz, Barcelona, Ariel, 1968, son de gran interés.

7 Extractos de la «Instrucción reservada n.º 1» y de la titulada «El Directorio y su obra inicial». Una colección completa de estos documentos se conserva en el Archivo General Militar de Ávila (AGMAV), Armario 31, Leg. 4, Cp. 8. Al parecer, fue el propio Franco quien no quiso que estas instrucciones fueran publicadas en las Obras completas del general Mola en su edición de 1940 (Valladolid, Santarén).

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18 de julio. Explosión de odios

La noche del 16 de julio de 1936 una unidad de las Fuerzas de Regulares Indígenas de Marruecos recibía órdenes de abandonar su base en las cercanías de Alhucemas para iniciar una marcha nocturna con destino final en la ciudad de Melilla. No se trataba ni de unas maniobras ni de un mandato cursado por el conducto reglamentario, sino de una iniciativa ilegal adoptada por un enlace de la conspiración planificada por el general Mola. Cuando aquellos soldados emprendieron el movimiento con su comandante al frente estaban dando ya en realidad un golpe de Estado, en rigor, la primera acción de la guerra civil española.

Aunque en el imaginario colectivo la fecha del 18 de julio del 36 está cargada de simbolismo, lo cierto es que habría que alterar ligeramente el sentido del lenguaje para que el marco temporal de ese único día abarcara, desde el punto de vista histórico, al menos dos semanas: las que transcurren desde el 17 hasta finales de mes. Serán unas vertiginosas jornadas en las que se irán sucediendo alzamientos locales desde el norte de África hasta el último rincón de la península, sin olvidar Canarias y Baleares, con variada suerte: triunfo de la rebelión o su aplastamiento por reacción de las fuerzas leales al Gobierno. Así, en fecha tan temprana como primeros de agosto los frentes habrán quedado claramente deslindados, si bien nadie podía prever cuán demoledora y larga iba a resultar la contienda. En cualquier caso, cuatro van a ser los principales factores que determinarán el éxito inicial de unos u otros y que condicionarán los primeros compases de la guerra:8

En primer lugar, el signo político de cada región. En la mayoría de las provincias en que había triunfado el Frente Popular, el golpe fracasó. Y la respuesta de partidos y organizaciones sindicales izquierdistas consistió en gran parte de los casos en declarar la huelga general y exigir a las autoridades la entrega inmediata de «armas para el pueblo». (Así sucedió en Badajoz o Murcia, esta última junto a la importante base naval de Cartagena).

Además, hay que mencionar la actitud de las guarniciones. En aquellas ciudades en que las unidades no se acuartelaron y salieron a la calle siguiendo a sus mandos naturales, normalmente el golpe triunfó. Y lo hizo previa publicación de un bando que declaraba el estado de guerra, cuyo contenido varió en función del general firmante. (Fue lo que ocurrió en las islas Canarias, Zaragoza, Burgos y Valladolid).

En tercer lugar hay que atender al posicionamiento de las fuerzas de orden público, en especial de la Guardia Civil. En las zonas en que el instituto permaneció leal al Gobierno, por regla general la insurrección fracasó. Los guardias impondrían su superioridad numérica y procederían a armar y encuadrar milicias populares. (Por ejemplo, en Barcelona, secundada por el resto de Cataluña, o en la capital, Madrid).

En cuarto lugar, la importancia del factor sorpresa, del elemento humano y del azar. En algunas circunscripciones ciertas actitudes individuales, enérgicas y decididas, iban a conseguir que el golpe triunfara. Así, en determinadas plazas de fuerte población obrera, los alzados conseguirían imponerse mediante contundentes golpes de mano. (Como en Sevilla, la base de El Ferrol y en Oviedo).

Es difícil sintetizar los hechos ocurridos en unos días tan frenéticos como decisivos. Y más complicado aún explicar la multitud de dramas que tuvieron lugar durante aquellas jornadas, pues si en algo acertó de pleno el general Mola fue en que el movimiento provocado y la respuesta resultante conducirían al país a un auténtico baño de sangre, no solo en las líneas de combate sino en ambas retaguardias, donde todo desmán encontró cómoda justificación. Así, empezaron a proliferar los juicios sumarísimos, los crímenes arbitrarios o perfectamente organizados, los asesinatos discriminados e indiscriminados. Porque en cierto sentido podría afirmarse que la sublevación militar iba a desencadenar la revolución que pretendía impedir. Con ello, el choque de dos fuerzas de similar potencia pero de signo contrario estaba asegurado. Se intentará a continuación seguir cierto orden cronológico en el relato de los acontecimientos, pero teniendo en cuenta que muchas acciones fueron simultáneas, aunque a menudo inconexas, y que la fractura geográfica del territorio impidió las más de las veces tanto a rebeldes como a leales saber qué estaba ocurriendo realmente en otros lugares del país. Ello podía significar una ventaja o un inconveniente. La incertidumbre presidiría aquellos días amargos.

No bien comenzada la tarde del 17 de julio de 1936, una fuerza policial intenta practicar un registro en una instalación militar, la denominada Comisión de Límites de África sita en la ciudad de Melilla. Los oficiales allí presentes, que efectivamente estaban imprimiendo el bando de declaración del estado de guerra y realizando acopio de armas, se resisten al piquete alegando su falta de jurisdicción para dicha actuación. Y alertan furtivamente a un pequeño contingente de legionarios en demanda de auxilio. Cuando estos, fusil a la bayoneta calada y bombas de mano prestas, acuden con su teniente a la cabeza, los guardias de asalto se ponen de su parte tras unos tensos instantes de duda. Era un acto conjunto de franca insurgencia que no podía ser ocultado. El reloj marcaba las cuatro y veinte minutos de un tórrido viernes (la famosa consigna de «el 17 a las 17» no existió como tal y parece ser fruto de una fórmula legendaria acuñada a posteriori). Inmediatamente las unidades implicadas en la conspiración comienzan a adueñarse de la localidad y a alertar al resto de plazas del protectorado, que también van a sublevarse… no sin incidentes y con los primeros derramamientos de sangre.

Aunque el general Franco, comandante general de Canarias, todavía no ha llegado al norte de África, se proclama públicamente en su nombre el bando de guerra:

Una vez más, el Ejército, unido a las demás fuerzas de la nación, se ve obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de los españoles que veían con amargura infinita desaparecer lo que a todos puede unirnos en un ideal común: España. Se trata de restablecer el imperio del orden dentro de la República […]. El restablecimiento [del] principio de autoridad, olvidado en los últimos años, exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares […]. Espero la colaboración activa de todas las personas patrióticas, amantes del orden y de la paz, que suspiraban por este movimiento.

Cuando a la noche el golpe ha triunfado o está en vías de hacerlo en las principales localidades del protectorado —la propia Melilla, Alhucemas, la capital Tetuán, Larache, Alcazarquivir, Arcila, Xauen, Ceuta—, el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, al parecer ofreció a los periodistas un frívolo titular: «¿Así que los militares se han levantado en Marruecos? Pues yo me voy a acostar».

Porque el factor tiempo iba a ser crucial. En cuestión de horas, el signo de las acciones emprendidas podía verse alterado y el resultado en un territorio decantarse a favor de la revuelta o, por el contrario, ser yugulado de raíz. El día 18 comienzan los pronunciamientos en algunos lugares —pocos— de la península, mientras que el Gobierno moviliza la flota con rumbo al estrecho de Gibraltar y ordena el bombardeo de Tetuán, lo que no hará sino aglutinar a la población marroquí en torno a las fuerzas sublevadas. Al amanecer del día siguiente, Franco aterriza en el protectorado y toma el mando de la situación en África. Lo ha hecho dejando sublevada su comandancia de Canarias, demandando disciplina y fe en el triunfo e invocando, «por este orden, la trilogía Fraternidad, Libertad e Igualdad». Con algunas zonas del sur de Andalucía alzadas, Marruecos asegurado y el archipiélago canario prácticamente dominado, se puede decir que la conspiración ha comenzado a triunfar en fuerza por el sur, precisamente la región que Mola, el director, había considerado muy tardíamente en sus planes y solo como mero apoyo al esfuerzo principal de las divisiones del norte. La necesidad de hacer pasar las tropas de Marruecos y de las islas a la península comienza a mostrarse asunto prioritario… y problemático.

De cualquier manera, y contra todo pronóstico, Sevilla, a despecho de su combativo proletariado, va a caer en manos de los sublevados gracias a la acción del general Gonzalo Queipo de Llano. De trayectoria republicana, Queipo era a la sazón inspector general del nutrido Cuerpo de Carabineros, encargado de la vigilancia en costas y fronteras, lo que le permitía cierta libertad de movimientos. So pretexto de una visita de inspección a Huelva, se traslada clandestinamente a Sevilla y, en un patrón que se iba a repetir en otros lugares, arrebata expeditivamente el mando de la 2.ª División Orgánica a su legítimo titular. Apoyándose en jóvenes oficiales, a su vez secundados por parte de la tropa, guardias y milicianos del Requeté o la Falange, declara el estado de guerra y se dispone a controlar la ciudad. Pronto acudirá en ayuda de todos ellos un puñado de legionarios junto a tiradores marroquíes llegados precariamente desde el protectorado y oportunamente empleados para recorrer en una especie de carrusel las calles hispalenses con la intención de dar impresión de dominio. Comienza la guerra psicológica de las ondas con la emisión en Radio Sevilla de unas alocuciones del general tan incendiarias como eficaces, bien para sembrar el pánico entre los contrarios, bien para tranquilizar a la población favorable, bien para animar a hacer lo propio a otros jefes que en esos momentos están en situación dubitativa en Andalucía:

Sevillanos: ¡A las armas! La Patria está en peligro y, para salvarla, unos cuantos hombres de corazón, unos cuantos generales, hemos asumido la responsabilidad de ponernos al frente de un movimiento salvador que triunfa por todas partes. El ejército de África se apresta a trasladarse a España para tomar parte en la tarea de aplastar a ese Gobierno indigno que se había propuesto destruir a España para convertirla en una colonia de Moscú. […] Las tropas de Andalucía, con cuyos jefes he comunicado por teléfono, obedecen mis órdenes y se encuentran ya en las calles. […] La suerte está echada y es inútil que la canalla resista. Tropas del Tercio y Regulares se encuentran ya en camino de Sevilla, y en cuanto lleguen, esos alborotadores serán cazados como alimañas. ¡Viva España! ¡Viva la República!

Lo cierto es que al anochecer del 18 solo se habrán unido a la acción Cádiz y la muy importante base naval de San Fernando, Algeciras con parte del Campo de Gibraltar, la ciudad de Córdoba y, en principio, Málaga «la roja»… que sucumbirá en las próximas jornadas, las mismas durante las cuales Granada, por el contrario, se alzará, si bien quedando aislada en medio del territorio enemigo. Aprovechando la sorpresa y todavía la falta de control efectivo del estrecho por parte del Gobierno, llega desde Marruecos otro contingente de tropas. No es grande pero sí suficiente para que los alzados dispongan de una suerte de corredor en Andalucía occidental que les va a servir de base operativa. Madrid sigue respondiendo: tras radiar alocuciones asegurando el dominio de la insurrección, Casares destituye a los generales Franco y Queipo, disuelve las unidades insurrectas, licencia a las tropas cuyos oficiales «se han colocado frente a la legalidad republicana», exime de obediencia a los soldados de tales regimientos y continúa cursando órdenes a la Aviación y a la Armada para realizar bombardeos, incitando al mismo tiempo a las dotaciones para hacerse con el control de los buques. No se decide a dar respuesta a la exigencia de las formaciones obreras, que demandan armas y han decretado la huelga general a lo largo y ancho de todo el país.

Desde el Ministerio de Gobernación, Dolores Ibárruri, Pasionaria, se dirige en nombre del Partido Comunista por Unión Radio a toda España, contestando así a la guerra de las ondas iniciada por los sediciosos:

¡Obreros! ¡Campesinos! ¡Antifascistas! ¡Españoles patriotas! Frente a la sublevación militar fascista, ¡todos en pie, a defender la República, a defender las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo! […] Al grito de ¡el fascismo no pasará, no pasarán los verdugos de Octubre! […], los comunistas, los socialistas y anarquistas, los republicanos demócratas, los soldados y las fuerzas fieles a la República han infligido las primeras derrotas a los facciosos. […] Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren hundir la España democrática y popular en un infierno de terror y de muerte. Pero ¡no pasarán! ¡Que nadie vacile! Todos dispuestos para la acción. Cada obrero, cada antifascista, debe considerarse un soldado en armas. […] El Partido Comunista os llama a la lucha […] ¡Viva el Frente Popular! ¡Viva la unión de todos los antifascistas! ¡Viva la República del Pueblo! ¡Los fascistas no pasarán! ¡No pasarán!9

Los acontecimientos comienzan a precipitarse. Sobre las diez de la noche de ese día 18, el presidente de la República, Manuel Azaña, acepta la dimisión de un desbordado Casares Quiroga y encarga la formación de un nuevo Gobierno a Diego Martínez Barrio, quien propone un gabinete de conciliación para entablar negociaciones con los sublevados… Demasiado tarde. A esa hora ya se sabe que el general Saliquet se está haciendo a punta de pistola con el mando en la 7.ª División de Valladolid, desde donde el movimiento comenzará a irradiar hacia el resto de Castilla la Vieja y León, así como a la mayor parte de la 6.ª División (Burgos). Su bando añade a los de otros sediciosos un matiz para la construcción del argumentario de lo que pronto ellos mismos empezarán a denominar como Alzamiento nacional: «Hemos sido dominados hasta ahora por unas minorías audaces, sujetas a órdenes de Internacionales de índole varia, pero todas igualmente antiespañolas». Quizá fueran estas aseveraciones, junto a otras similares del bando contrario, las que llevaran a Miguel de Unamuno a escribir con tino en su póstumo El resentimiento trágico de la vida que «no son unos españoles contra otros —no hay Anti-España—, sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo».

Por su parte, en Zaragoza, el único general con mando en la península que se unirá a la insurgencia, el miembro de la masonería Miguel Cabanellas Ferrer, proclama el estado de guerra en la demarcación de la 5.ª División Orgánica (Aragón y Soria), cuidándose de remarcar que

nuestro Movimiento es exclusivamente patriótico y republicano, que no tiene matiz político de ninguna clase siempre que se esté en esos dos conceptos. Ningún partido político ha de predominar: yo he aceptado y acepto todas las colaboraciones, vengan de cualquier campo, sin que nadie odie a sus compatriotas.

Por su parte, el bando del general Fanjul en Madrid apelará a los obreros, exhortándolos a mantener

una actitud patriótica de acatamiento, porque este movimiento tiende […] a librarlos de la dictadura de los hombres que los rigen y que los están sumiendo en la mayor miseria. ¡Tened presente que el Ejército, cuya masa sale de vuestras filas y por cuyas venas corre vuestra sangre, no os abandonará en la obra de justicia que hay que realizar! ¡Viva España! ¡Viva la Republica! ¡Viva el Ejército!10

De esta suerte, con Marruecos, Canarias y ciertos enclaves en el sur de la península movilizados para la revuelta, con Castilla la Vieja y parte de Aragón rugiendo en armas contra el Gobierno, va despuntando el día 19 de julio de 1936, decisivo.

La contrarrevolución precipita la revolución

Se ha discutido mucho la decisión del general Mola, como ya sabemos coordinador de la conspiración desde Navarra, de no unirse a ella hasta esta fecha del 19. Se olvida que Mola era un hombre profundamente ordenancista y, ante una realidad que se le estaba yendo de las manos, prefirió ceñirse al plan, concebido de forma escalonada para ir generando tal estado de insurgencia que diese la sensación de triunfo global. Esto le permitiría, además, ganar tiempo para sopesar la reacción de las autoridades centrales mientras organizaba las primeras columnas hacia un Madrid que siempre dio por perdido.

De cualquier modo, los tradicionalistas navarros, enemigos acérrimos de la República desde sus inicios, afluyen aquella jornada desde todos los rincones de la región a la plaza del Castillo de Pamplona mientras su general mantiene conversaciones animando a otros mandos a lanzarse a las calles. Estos voluntarios, llamados requetés o carlistas por su origen en las guerras del siglo XIX, oyen misa, entonan en vascuence el Gernikako Arbola y el Oriamendi, van precedidos por sus crucifijos y, contraviniendo órdenes de los conspiradores, pues los generales habían insistido en que la sublevación debía hacerse dentro del marco de la República y manteniendo la enseña tricolor, algo que aquellos nunca estuvieron dispuestos a aceptar, enarbolan banderas rojigualdas. De esta forma describirían el ambiente de la región Luis Redondo y Juan de Zavala para su obra El Requeté (La tradición no muere):11

Hasta ocho mil requetés pamplonicas había ya en la calle cuando empezaron a llegar los de los pueblos. […] Con aire de romería, no cesaban de llegar centenares de boinas rojas. Se llenaron los soportales, los «cubiertos», y no se cabía debajo de los arcos. Estaba allí, en la Plaza del Castillo, «patio de armas de la España nacional», toda la juventud de las alegres fiestas de San Fermín. […] Se gritaba ¡Viva Cristo Rey! Y se formaban colas ante los sacerdotes, que confesaban en las mismas calles. Las boinas disponibles se terminaron enseguida. […] Algo parecido ocurrió con la bandera, pues faltó tela roja para sustituir la franja morada, que se arrancaba. El aire se fue llenando de canciones: «Cálzame las alpargatas, / ponme la boina, dame el fusil, / que voy a matar más “rojos” / que flores tienen mayo y abril… / No llores madre, no llores, / moriremos defendiendo la bandera / de Dios, Fueros, Patria y Rey».

Pero a esas alturas todos los ojos están ya puestos en Madrid (1.ª División Orgánica) y Barcelona (4.ª), capitales, respectivamente, de la nación y del anarquismo más combativo.

El movimiento libertario español del primer tercio de siglo era caso único en Europa. Con dos ramas bien diferenciadas, la partidaria de una fórmula sindicalista (CNT) y la puramente ácrata (FAI), sus representantes habían abogado en una espectacular reunión de militantes en Zaragoza por la creación de un «Ejército revolucionario», y su empuje había quedado demostrado en infinidad de atentados contra la II República. Aunque su predicamento era grande en Aragón y Andalucía, su capital espiritual era Barcelona, ciudad que conocían a la perfección, circunstancia que favorecía el desarrollo de acciones de guerrilla urbana. Por su parte, la guarnición de la ciudad era numerosa, si bien adolecía de tener los batallones en cuadro, bien por no estar debidamente surtidas las plantillas, bien por los permisos veraniegos. Los mandos del golpe, además, iban a repetir los movimientos realizados para sofocar la revolución del 34, por lo que tanto las aquí leales fuerzas de orden público como los libertarios sabían dónde posicionarse: cruces de avenidas, edificios clave, azoteas y bocas de metro. Por otra parte, los soldados de reemplazo salían a las calles sin saber a ciencia cierta si iban a defender la República o marchaban contra ella… Tal como estaba convenido, se hacen sonar las sirenas de las fábricas, lo que enardece a las milicias y desmoraliza a las tropas alzadas.

Tras horas de indecisión y duros combates callejeros que se fueron recrudeciendo desde la madrugada hasta el mediodía, ameriza en aguas del puerto barcelonés el general Manuel Goded quien, proveniente de la por él sublevada comandancia de Baleares, pretende destituir al jefe de la división y hacerse con el mando en toda Cataluña. Era exactamente el mismo esquema seguido por Queipo de Llano en Sevilla. Pero lo cierto es que cuando desciende del hidroavión sobre la una de la tarde, las columnas procedentes de las afueras están prácticamente batidas o desmoralizadas por la resistencia encontrada en el centro de la ciudad. Dos fuerzas tan ibéricas —y tan opuestas entre sí— como la Guardia Civil, junto a la de Asalto, y el anarquismo colaboran ya decididamente para abortar la revuelta en Barcelona y en toda la región. Guarnición tras guarnición, desde Lérida a Gerona, desde la Seo a Mataró, van cayendo como un castillo de naipes.

Al atardecer, el general Goded se da por vencido y, cautivo, certifica por radio su fracaso: «La suerte me ha sido adversa y yo he caído prisionero; por lo tanto, para evitar derramamiento de sangre, soldados que me acompañabais, quedáis libres de todo compromiso». Esa noche la Rosa de Foc, la Rosa de fuego, vuelve a arder de punta a punta, con las turbas enseñoreándose de las calles sin que la Generalitat pueda hacer de momento otra cosa que dejarse arrastrar por la ola revolucionaria y aceptar los hechos consumados. Se impone el autodenominado Comité Central de Milicias Antifascistas, dominado por la CNT/FAI, que detentará el poder hasta que tanto las fuerzas nacionalistas como las del influyente Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC, sección del partido comunista en la región) —entre otras formaciones— reaccionen, aúnen esfuerzos y vayan recuperando parcelas de gobierno.