La guerra de las Máscaras - Pablo Hergenreder - E-Book

La guerra de las Máscaras E-Book

Pablo Hergenreder

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Beschreibung

Tras una década de prosperidad, las alarmas se encienden en Ciudad del Cobre. En medio de una oleada de rumores en su contra, Herodes se verá obligado a enfrentar la traición de su hermano, quien se dirige a las Tierras Rojizas deseoso de arrebatarle su título de Conde. El tiempo corre, las tropas escasean y los murmullos del pueblo se hacen escuchar. Sin embargo, Herodes contará con un recurso insospechado: el arte de engaño. Después de todo, es un arte que conoce desde pequeño, y bien sabe que esta guerra va más allá de su título.

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Autor: Pablo Hergenreder

Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Ilustración de tapa: Martina Bazán

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Hergenreder, Pablo Santiago

La guerra de las máscaras / Pablo Santiago Hergenreder

1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2018.

136 p. ; 15 x 21 cm.

ISBN 978-987-708-352-1

1. Literatura Fantástica. I. Título.

CDD 398.2

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2018. Hergenreder, Pablo Santiago

© 2018. Tinta Libre Ediciones

Gracias...

A todos mis pilares.

Quizás no sean conscientes de lo fundamentales que fueron para que este libro saliera a la luz. No me pareció mala idea recordárselos en esta página.

Para aquellos que se tomaron el trabajo de leer, corregir, aconsejar o simplemente pararon un momento para preguntar “¿Cómo venís con el libro?”. Siempre les estaré agradecido.

Un escritor novato no es nada sin sus pilares.

Prólogo

El inicio del verano comenzaba a hacerse notar en las Tierras Rojizas. Para Rotk y los demás moledores eran malas noticias, lo que se comentaba sobre el agobiante calor en aquel lugar no era un detalle menor. Rotk tenía toda la cara empapada de sudor, trabajar al lado de un horno minero no ponía las cosas más fáciles. Su labor consistía en recibir las menas de cobre, calentarlas unos minutos hasta que tomasen un color rojizo y, finalmente, partirlas de un mazazo. Sólo de esa manera se podía separar el cobre del resto de la piedra y demás sedimentos. No era un trabajo que demandase mucho esfuerzo físico, pero el calor lo volvía insoportable.

En ese momento el pelo sudado se le metía en los ojos y no le permitía ver con claridad. Sus compañeros habían tomado el descanso del mediodía, pero no así Rotk. Golpeó con fiereza una mena hasta partirla en múltiples pedazos, que quedaron desparramados en su mesa de trabajo. Y ahí estaba, entre lo opaco de la piedra, un brillo cobrizo escondido. Su hombro comenzaba lentamente a abandonarlo, había comenzado a moler junto al primer rayo de sol. Sólo se permitía descansar para tomar agua.

Fatigado, acalorado y deshidratado, sin embargo, nunca en su vida había estado mejor, pues Rotk era rico. No rico en un sentido convencional, estaba claro, pero tenía más de lo que alguna vez se había permitido soñar. Hacía tan solo dos años, su hogar había estado en los callejones de Meyeter, capital del Reino Libre. En la capital no había oportunidades para hombres como él, o al menos no había sabido encontrarlas. Sus opciones allí se limitaban a comer de lo que pudiera mendigar. Si pedía de más, los guardias lo golpeaban. En cambio, si recibía de más, los otros indigentes le robaban. Todas las noches había dormido en un recoveco distinto, y siempre con el estómago rugiendo.

Pero esa vida ya formaba parte del pasado.

Habían sido varios los rumores sobre las Tierras Rojizas y su riqueza. Una riqueza que daba oportunidades sin hacer distinción de clases. Por eso mismo, Rotk había decidido probar suerte, y vaya si la había encontrado. Ahora podía permitirse dos comidas al día, tenía ropa de trabajo y también para andar. Había levantado su propio techo en Ciudad de Piedra, la pequeña ciudad en crecimiento que rodeaba las murallas de Ciudad del Cobre. No extrañaba para nada la belleza de la capital.

Rotk valoraba más que nadie el fruto de su trabajo, por eso dedicaba horas enteras a obtener el cobre de las menas. La paga de los moledores era buena, eso no podía negarse, pero era nada considerando el precio al que se vendían las armaduras, herramientas y demás utensilios. Los ricos, los realmente ricos, se llenaban los bolsillos a costa de su sudor. ¿Qué sabían ellos del esfuerzo de los mineros? ¿Qué sabían sobre estar horas y horas en el horno, golpeando las menas sin cesar? La familia Cemerton se estaba enriqueciendo a costa del esfuerzo de todos los trabajadores, y ello lo sacaba de quicio. Por este motivo, hacía ya un tiempo se encargaba de equilibrar la balanza por su cuenta, tomaba lo que le correspondía. Era lo justo.

El control en la zona de minería era más bien nulo. Aprovechando esta libertad, bajo su mesa de trabajo había armado su depósito personal, y por cada cinco kilos de cobre que obtenía, se guardaba uno. Rotk tenía la conciencia limpia, entregaba tanto cobre como cualquier otro moledor. Así valía la pena soportar el calor y la deshidratación: entre más moliese, más rico sería. Sus compañeros tomaban el descanso del mediodía y él seguía moliendo menas. Al final del día sentía la diferencia haciendo peso en el bolsillo.

Rotk estaba casi seguro de que ninguno de los moledores conocía su secreto, aunque era probable que, de haberlo sabido, tampoco habrían de decir nada: casi todos provenían de tierras lejanas y, como él, no sentían ninguna lealtad hacia el Conde Cemerton.

Acababa de partir una mena en dos cuando el vértigo lo tomó por sorpresa. Uno de los guardias de Ciudad del cobre se veía en la lejanía, cabalgaba en dirección a él. Rotk reaccionó rápido y cubrió su depósito personal con un manto que tenía a mano. El guardia iba con armadura de bronce, el color de la familia Cemerton. El calor debía de haberlo castigado también a él, pues se había sacado el yelmo y lo llevaba atado a un costado.

Ante la inesperada visita, los moledores fueron agrupándose en forma casi instintiva para recibirlo. Rotk se les unió. El guardia se bajó del caballo, el animal estaba agotado pese a lo cerca que estaban de la ciudad.

—Moledores, lamento interrumpir de esta manera pero tengo órdenes de escoltarlos inmediatamente a Ciudad del Cobre, estamos en guerra —no parecía importarle la opinión de los trabajadores.

Un ambiente de preocupación se hizo con el lugar.

—¿Qué pasó? —preguntó uno, con cierta timidez, ante el hombre de bronce.

—¿En guerra con quién? —preguntó otro. Un leve murmullo se levantó entre ellos.

—El Duque Redwil quiere expropiarle las Tierras Rojizas a los Cemerton, viene de camino con todo un ejército. Debemos irnos cuanto antes, nos esperan en la ciudad —insistió el guardia—. Tomen lo que puedan cargar y vámonos.

Rotk se llenó de impotencia, un depósito personal estaba casi lleno. Obviamente, no podía llevarlo con él. Puso sus herramientas en un viejo saco y por primera vez en el día se relajó: ¿qué otra cosa podía hacer? Poco le importaba la guerra, al decir verdad. Quizá, cuando terminara, su cobre seguiría allí, esperándolo.

Ninguno de los moledores opuso resistencia a marchar. Cuando el guardia de bronce terminó de beber agua y mojarse la cabeza, ellos ya estaban organizados, así que partieron hacia Ciudad del Cobre. A Rotk le resultaba inevitable no voltear cada tanto, mirando con angustia sobre sus pasos. Todavía seguía siendo rico, pero ahora lo era un poco menos, exactamente por doce kilos.

Capítulo 1

Herodes se estaba impacientando. Daba golpecitos con los dedos a la mesa, siguiendo algún tipo de ritmo improvisado que ni él terminaba de tener claro. El golpeteo cesó cuando su hermano menor y primer espada, Reyer Cemerton, abrió la puerta de sus aposentos. Reyer puso cara de asombro al ver a todos los integrantes de la Corte ya sentados, cubriendo los costados de una mesa antigua y larga, testigo de un centenar de acalorados debates. Era de esperar que esta no fuera la excepción.

—Señores… Herodes —los saludó haciendo un ademán con la cabeza. Herodes le devolvió el gesto—. Disculpen la tardanza, el chico que mandaste a buscarme no podía encontrarme —se excusó, mientras caminaba hacia su lugar correspondido en aquella mesa, a su derecha.

Estaba sentado en la punta, Herodes era el Conde de las Tierras Rojizas. Su hermano, como siempre, vestía la reluciente armadura, aquella que había sido forjada por uno de los mejores herreros del mundo y provenía de Meyeter, capital del Reino Libre. Ciertamente había dejado una fortuna en aquel acero, pero la armadura en sí podía considerarse una obra de arte. Si en algo coincidía con Reyer, era en darle importancia a la imagen que vendían las personas, sobre todo en el ambiente de la nobleza. Y la primera impresión era la que entraba por los ojos. La segunda cuestión en la que concordaba con su hermano era en el color de la vestimenta, Reyer vestía acero y él tela, pero ambos llevaban el color del cobre. Los Cemerton siempre habían vestido cobre.

A la izquierda de Herodes se encontraba sentado el Maestro de la Información, nombre elegante que usaban para referirse a los espías. Pero Filomeo era, para él, mucho más que un simple espía. Era, por encima de todo, el hombre en quien más confiaba después de Reyer. Al lado de Filomeo se ubicaba el Maestro de la Moneda, su tío Urelo. No era realmente su tío, pero su padre y él habían sido como hermanos, resultaba irónico que hasta se parecieran físicamente. Urelo los había tratado a él y a sus hermanos como a su propia sangre, y el sentimiento era mutuo. El Conde tenía treinta y dos años y su tío le llevaba veinte. No obstante, compartía su buen gusto por la vestimenta haciendo gala de un jubón de terciopelo color verde pino, tonalidad que, según él, estaba de moda en la capital. Herodes no podía dar fe de aquello, las modas tardaban en llegar a las Tierras Rojizas.

En último lugar, frente a su tío Urelo, se encontraba el Maestro de la Escritura, hombre encargado de los asuntos legales y la diplomacia. Estos hombres eran conocidos vulgarmente como “letrados”, debido a que en tiempos de antaño era difícil encontrar quien supiera leer y escribir, y los pocos que había en aquel entonces desempeñaban esta función. El letrado vestía siempre todo de negro. Zapatos, calzas y una ajustada camisa pegada al cuerpo hacían juego con sus ojos. Además, al igual que Herodes, llevaba la barba prolijamente recortada.

—Entonces, ¿de qué me perdí? —preguntó Reyer con la mirada en el sobre que estaba en la mesa: el sello de la familia real partido en dos.

—De una espera aburrida con pocas palabras, nuestro Conde insistió en esperarte antes de comenzar —respondió el Maestro de la Escritura.

—Evidentemente, noticias de la capital—. Herodes no sabía si su hermano afirmaba o preguntaba.

El Conde tenía la carta en sus manos, la última palabra del Rey Senes.

—Llegó esta mañana, pero fue enviada hace ya seis días. Son malas noticias.

—¿El Rey se negó a concederte el juicio? Pero si está en nuestras leyes—. El Maestro de la Escritura parecía sorprendido de aquello, a decir verdad era un joven crédulo y por demás arrogante.

—No solo se negó —Herodes le tendió la carta—. El Rey se ha lavado las manos en el asunto y le dio permiso a los Redwil para iniciar la guerra.

El letrado carraspeó su garganta y comenzó a leer:

A Herodes Cemerton, Conde de Las Tierras Rojizas

Como bien sabe, Malnik Redwil, Duque de Aret, lo acusa de asaltar una de sus caravanas y apropiarse de una parte considerable del impuesto real. Le informo que, como corresponde, el Duque se hizo cargo del tesoro faltante, cumpliendo así su obligación ante mí, vuestro Rey. su Maestro de la Escritura vino hacia aquí para encontrar una solución al asunto, también lo hizo el letrado del Duque Redwil. Ambos contaron dos historias muy distintas que sólo comparten un fragmento, el Duque dejó de reconocerlo a usted como Conde de las Tierras Rojizas, transfiriendo el título a su hermano, Bekson Cemerton. Sin embargo, usted se negó a abandonar su posición alegando que todas las acusaciones en su contra son falsas, una rebelión pacífica, como mi autoridad lo entiende.

Por su parte, tengo la petición de organizar un juicio aquí, en la capital. Por parte del Duque Redwil, se me ha pedido que interceda para facilitar la revocación del título. He decidido que Malnik no tiene pruebas suficientes para culparlo de tal acusación, no obstante, él es su Señor y le debe por ello fidelidad, aunque ésta conlleve abandonar su título de Conde. Por el bien del reino he decidido no intervenir en el asunto, permitiendo al Duque Redwil tomar las armas si lo considera necesario. Sin embargo, no dejaré que todo el Reino Libre sangre por esto, el conflicto no saldrá del Ducado de Aret y no permitiré alianzas fuera del ducado ni la agresión a civiles. A fines de que el problema no pase a una escala mayor, no quiero mercenarios involucrados. Mientras cumplan con mi palabra, no intercederé. Mi consejo, Herodes, es que deje lugar a su hermano, si no lo hace por usted, piense en su pueblo. Espero encuentre esta decisión justa, al igual que yo.

Selmar Senes, Rey en el Reino Libre.

—Esto es absurdo —Reyer estaba indignado—. No tenemos nada que ver con el ataque a la caravana y el Rey debería saberlo.

—Lo sabe, pero le conviene no saberlo —aclaró Filomeo, el Maestro de la Información.

—Es que la historia de Redwil no cuadra —insistió su hermano—. Hace ya casi cinco años que el Rey compra nuestras armaduras de bronce, debe tener suficientes para vestir a todo hombre en el Reino Libre, pero sigue comprando. Nuestra familia nunca fue más rica, ¿con qué sentido haríamos tal cosa?

—Ambición —contestó Herodes, tajante—. La misma ambición que tiene un Rey por conquistar territorios. La de un Duque por apropiarse de la emergente economía de un leal vasallo. Y la ambición de un hermano, al traicionar su propia sangre con tal de obtener un título.

—¿A qué te refieres con que “le conviene no saberlo”? —el letrado parecía haberse quedado pensando en las palabras de Filomeo.

—Bueno, es más que evidente, solo hay que analizar los hechos. Tal como dijo Reyer, hace años que la corona gasta fortunas en la formación de un ejército imponente, para bien o para mal, el Rey va a ir a la guerra próximamente y necesita estar en buenos términos con el Duque Redwil.

—Pero… ¿guerra contra quién… por qué motivo?

—El motivo siempre es económico aunque se lo disfrace con algún falso alegato —el espía le explicaba al letrado como si fuera un niño—. Y nuestro amado Selmar ya demostró que ni siquiera se esfuerza demasiado por armar una coartada creíble. ¿Con quién entraremos en guerra? Es la pregunta que se hacen todos los nobles del mundo, pero la que menos debería importarnos en este momento. Para cualquier guerra el Rey necesitará el apoyo de sus Duques y por eso permite esta barbaridad.

Herodes observaba cómo todos sus consejeros empezaban a encajar las piezas, dio un momento para ello. Él ya tenía el rompecabezas completo desde que el Duque Redwil lo había desacreditado como Conde, con su leal Filomeo habían desentrañado el secreto a base de múltiples noches de insomnio, juntos.

El pez grande vio al pequeño crecer y decidió tratar de comérselo antes que fuera demasiado tarde. Posiblemente el Rey estuviera al tanto de todas las mentiras, pero decidieron venderlas como verdades sólo porque así les convenía.

—Si las intenciones del Rey son entrar próximamente en guerra, entonces es absurdo que permita una guerra interna en este momento, todos los caídos del ejército Cemerton y Redwil serán bajas para el ejército real.

Su tío, el Maestro de la Moneda, mostraba cierto orgullo al señalar aquella objeción, como si de un solo manotazo estuviese derribando una torre de teorías y suposiciones.

—Lo que sucede es que el Rey da por supuesto que no va a haber ninguna baja —se apresuró a refutar Herodes—. Reyer, ¿con cuántos hombres contamos para ir a la guerra?

—¿Hombres que puedan llamarse soldados?... Hmm no más de quinientos —respondió con cierta frustración. En los últimos cinco años la población en las Tierras Rojizas se había triplicado debido a su emergente economía, pero Reyer había fracasado en su tarea de incrementar tropas.

—Lo sé, Selmar Senes puede ser un idiota como Rey, pero es un idiota bien aconsejado, y también lo sabe. Solamente el Duque Redwil tiene dos mil hombres y, según los informes de Filomeo, lo acompaña ahora mismo el Conde Orenon con dos mil más.

Nuevamente dio unos segundos para que asimilaran la gravedad de la situación. Nadie parecía querer tomar la palabra.

—No podemos ganar esta guerra —declaró su hermano con la cabeza gacha.

—No, no podemos. El Rey, el Duque y nuestro querido hermano esperan que rinda pacíficamente el castillo con la esperanza de que me dejen conservar la cabeza. Actualmente tenemos la misma fortuna que los Redwil y muchos menos gastos, podríamos contratar mercenarios y emparejar la situación, pero convenientemente para él, el Rey lo ha prohibido expresamente.

—Si la gente se sintiera acorralada por cuatro mil hombres que vienen a quemar sus casas y matar a sus familias, posiblemente tomarían una lanza y pelearían con la valentía que genera el miedo —complementó Filomeo—. Pero claro, el Rey fue muy claro con respecto a atacar civiles —dijo, resaltando la ironía en cada palabra— por lo que nadie tiene motivos para empuñar una lanza y morir.

—Así que somos quinientos —concluyó Herodes, determinante—. Ustedes siempre me han servido bien, creo que cuando tuvieron que ser frontales conmigo lo fueron, por eso están acá sentados. Mis buenos consejeros, aconséjenme.

—Bekson forma parte de toda esta conspiración, sé muy bien que nos traicionó—. Su hermano y primer espada tomó la palabra—. Pero él no va a permitir que te maten, Herodes, es tan hijo de padre y madre como nosotros. No llegaría a eso.

—Siempre has sido el más ingenuo de los tres, por eso eras el consentido de nuestro padre —dijo Herodes soltando una carcajada fingida—. Entonces, ¿ese es tu consejo, que me rinda dócilmente ante la injusticia y la traición?

—Y tú siempre has sido el más terco de los tres. Nos superan ocho a uno y no tenemos cómo aumentar nuestras líneas. No podemos vencer, Herodes.

—Ni bien llegó esta carta tuve que actuar rápido—. Herodes no iba a responder ante las provocaciones de su hermano—. Veinte jinetes están ahora recorriendo las minas y los pueblos de las Tierras Rojizas