La incredulidad del padre Brown - G.K. Chesterton - E-Book

La incredulidad del padre Brown E-Book

G.K. Chesterton

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Beschreibung

El Padre J. Brown es un personaje de ficción creado por el novelista inglés G. K. Chesterton (1874 – 1936). Es el protagonista de unas cincuenta historias cortas recopiladas posteriormente en cinco libros. Para crear este personaje Chesterton se inspiró en el Padre John O'Connor (1870 - 1952), cura párroco de Bradford, Yorkshire, quien estuvo relacionado con la conversión al catolicismo de Chesterton en 1922. De esta vinculación dejó constancia el propio O'Connor en su libro de 1937 Father Brown on Chesterton.

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LA INCREDULIDAD DEL PADRE BROWN

Gilbert K. Chesterton

LA RESURRECCIÓN DEL PADRE BROWN

Hubo un corto período en la vida del padre Brown durante el cual éste disfrutó o, mejor dicho, no disfrutó de algo parecido a la fama. Anduvo, por espacio de unos días, convertido en la sensación periodística: fue el tópico usual de las controversias de semanario; sus hazañas se comentaron con intensidad e inexactitud en el mundillo de cafés y tertulias, especialmente en América. Y, aunque pueda parecer extraño a las personas que lo conocieran, sus detectivescas aventuras llegaron incluso a dar materia a los relatos breves de los «magazines».

Por una extraña coincidencia, todo aquel brillo pasajero recayó en su persona cuando estaba en el más oscuro, o por lo menos el más apartado, de sus lugares de residencia. Pues se le había enviado a desempeñar un papel, entre misionero y párroco, en uno de aquellos países septentrionales de Sudamérica donde existen sectores que soportan inquietos la autoridad de las potencias europeas, o que amenazan de continuo con alzarse en repúblicas independientes bajo la gigantesca sombra del presidente Monroe. La población de estas regiones es de raza cobriza, morena y con pintas rosadas: quiero decir, que está integrada por hispanoamericanos y, en grado mayor aún, por criollos, a pesar de la infiltración continua y creciente de norteamericanos, ingleses, alemanes y demás. El trastorno parece haberse producido a raíz de la llegada de uno de dichos extranjeros. Una vez en tierra firme, sumido en la honda preocupación por la pérdida de una de sus maletas, se acercó al primer edificio que tenía a mano, que resultó ser nada menos que la casa de la misión con su capilla anexa. Recorría la fachada de dicho edificio una larga terraza y una también larga hilera de postes por los que trepaban oscuras y retorcidas lianas de hojas achatadas y enrojecidas por el otoño. En el interior del recinto se apreciaba asimismo, en hilera, cierto número de seres humanos, tan rígidos como los postes, cuyo color recordaba de algún modo al de las lianas. Pues mientras sus sombreros de ala ancha eran tan negros como sus ojos, abiertos sin la más leve sombra de pestañeo, la tez de casi todos ellos parecía tallada en la oscura madera de aquellos bosques transatlánticos. Fumaban en su mayor parte cigarros largos, delgados y negros; y bien se podría decir que en aquel grupo de fumadores lo único que se movía era el humo. Probablemente, el forastero les habría clasificado a todos como nativos, aun cuando algunos parecían enorgullecerse de su sangre española. Sin embargo, no era él la persona indicada para establecer distinciones sutiles entre españoles y cobrizos, y sí, más bien, para obviar, una vez percibidas las características que veía en los naturales del lugar, a quien hubiese clasificado como indígenas.

Nuestro personaje era un periodista de la ciudad de Kansas, hombre delgaducho, cabello claro y lo que Meredith habría llamado una ««nariz intrépida»; se podía presumir de ella que se abría camino tanteando los objetos y que se movía como la trompa de un oso hormiguero. Se apellidaba Snaith y sus padres, después de una concienzuda meditación, le pusieron por nombre de pila Saúl, hecho que, muy acertadamente, ocultaba cuando le era posible. Por cierto que había acabado por adoptar el nombre de Pablo, aunque por una razón que nada tenía que ver con la que indujera a hacerlo al Apóstol de los Gentiles. Por el contrario, de haber sido mayor su conocimiento de la materia, se habría dado cuenta de que el aspecto que mejor le cuadraba era el de perseguidor, pues consideraba a las religiones sistemáticas con cierto desprecio convencional, más fácil de aprenderse en Ingersoll que en Voltaire. Y el caso es que, vestido con tal característica secundaria de su personalidad, se enfrentó con la misión y el grupo estacionado ante la terraza. Algo, en su indiferencia e imposible comportamiento, inflamó su furia; y, al no obtener respuesta adecuada a sus primeras preguntas, empezó a preguntarse y a responder a todo por sí mismo.

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