La invasión de América - Antonio Espino - E-Book

La invasión de América E-Book

Antonio Espino

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Beschreibung

¿Por qué la sociedad española siempre ha creído en las bondades de la llamada conquista de América? ¿Fue en realidad un proceso civilizador, altruista y liberador? ¿Es justo considerar el imperialismo propio como un acto cualitativamente diferente al de otras naciones? ¿Debemos calificar a los conquistadores como héroes desde la óptica actual? Tras el desembarco de Cristóbal Colón en las Indias se inició la explotación de un vasto continente habitado por millones de personas. Durante varios siglos, las fuerzas hispanas desplegaron toda una serie de estrategias militares para derrocar a los imperios precolombinos y oprimir a las sociedades amerindias, usando con profusión el terror, la crueldad y la violencia extrema. Tácticas de combate fríamente calculadas que desencadenaron uno de los hechos más sangrientos de la historia moderna y cuyas consecuencias todavía hoy padecemos. El catedrático Antonio Espino ofrece en este libro una brillante crónica de la Conquista y analiza la historia militar y sus aspectos más brutales y sanguinarios. Una extraordinaria y documentada narración que permite observar bajo una nueva luz el brutal pasado del continente americano. Una luz que despoja los hechos de cualquier desviación mitificadora y de los reiterados intentos de buena parte de la historiografía conservadora hispánica de justificar la colonización, alegando una inequívoca intención civilizadora.

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LA INVASIÓN DE AMÉRICA

 

 

© del texto: Antonio Espino López, 2021

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: febrero de 2022

ISBN: 978-84-18741-39-5

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: © Episodios de la Conquista:La matanza de Cholula, Félix ParraMaquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Antonio Espino López

LA INVASIÓN DE AMÉRICA

 

 

 

 

SUMARIO

PRÓLOGO A UNA NUEVA EDICIÓN

INTRODUCCIÓN

I. GUERRA Y ALTERIDAD: DE CANARIAS A LAS INDIAS

1. Precedentes: los años finales de la conquistade Canarias

2. El preámbulo americano: las Antillas y Panamá

3. El mundo de los conquistadores: armas y tácticas

II. LAS PRÁCTICAS ATEMORIZANTES EN LA INVASIÓN Y CONQUISTA DE AMÉRICA

1. Amputación de las manos

2. Masacres

3. Ejecuciones en la hoguera,aperreamiento, empalamiento

4. Ahorcamiento

III. SITIOS Y CAMPAÑAS

1. Sitio de México-Tenochtitlan, 1521

2. Sitios de Cuzco y Lima, 1536-1537

3. Conquista de Nueva Galicia, 1530-1531

IV. RESISTENCIAS

1. Chichimecas

2. Cakchiqueles

3. Reches

4. Muzos

5. Chiriguanos

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

NOTAS

PRÓLOGO A UNA NUEVA EDICIÓN

Como ya nos señalaba hace muchos años el filósofo y teólogo argentino-mexicano Enrique Dussel, hablar de Descubrimiento de las Indias o de América no dejaba de ser, en realidad, una interpretación sesgada desde «arriba» de lo acontecido. En efecto, los europeos, y en primer lugar los castellanos, pero no solo ellos, habrían quitado el «velo» que cubría unas tierras para ellos desconocidas, pero no para sus habitantes originarios, y de esa manera las mostraron al resto de la Humanidad. Desde una óptica eurocéntrica de la Historia, algo se «descubre», se desvela —o incluso se «inventa», como diría otro filósofo e historiador: Edmundo O’Gorman—. Pero si la mirada viene desde «abajo», de los mal llamados indios, entonces más bien lo que se produjo fue un encuentro —un mal encuentro en realidad—, una «invasión» del extranjero, del ajeno a aquel mundo, del que viene de afuera (Dussel, 1988: 481-488).

El verbo conquistar (o conquista), si bien incluye una acepción que señala el hecho de ganar un territorio o una población mediante una operación de guerra, también lo utilizamos para señalar cómo hemos conseguido algo, en general con esfuerzo, dedicación y habilidad. A menudo nos hemos referido a la conquista del espacio, del aire o del fondo del mar, ámbitos donde no habita nadie, al menos de momento. Es más, podemos conquistar el ánimo de alguien e, incluso, su amor. Pero el verbo invadir es mucho más inequívoco. Implica irrumpir, entrar por la fuerza, así como ocupar anormal e irregularmente un lugar. Y eso es lo que ocurrió en el caso de América. Asimismo, en un proceso de adueñamiento o de dominio de un territorio y sus habitantes se producen ambos fenómenos: a una fase inicial de invasión le seguiría otra de conquista en profundidad del territorio, incluyendo el control total y absoluto del mismo al impedir que levantamientos o rebeliones de los invadidos y, más tarde, de los conquistados lograsen alterar el nuevo orden establecido, en este caso colonial. El propósito principal de este libro será establecer las culturas de la violencia empleadas a la hora de invadir el territorio americano y, una vez dicha invasión estuvo en marcha, cómo se mantuvieron durante el tiempo en que se completaron las diversas conquistas emprendidas.

En los últimos tiempos, y por circunstancias muy diversas, la invasión española de América parece haberse puesto de moda. Aunque el movimiento indigenista estadounidense llevaba cierto tiempo mostrándose receloso con respecto a figuras como fray Junípero Serra, denostado desde la Universidad de Stanford, y cierto concejal de Los Ángeles insistió en la retirada de una estatua del almirante Colón de un parque de dicha ciudad a finales de 2018, y no ha sido el único caso, lo cierto es que la demanda efectuada por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a Felipe VI de España en marzo de 2019 solicitándole disculpas oficialmente por hechos acontecidos hace quinientos años tuvo un amplio eco, recogido de manera oportuna por los medios de comunicación. A lo largo de 2020 y 2021 se han ido sucediendo los ataques y las retiradas preventivas de ciertas estatuas, todas ellas representativas, en el fondo, de una época dominada por el imperialismo más desaforado, el esclavismo y, en definitiva, por el racismo. Por todo ello, determinados personajes históricos, pero no solo de la órbita hispánica, han visto sus estatuas destruidas, mancilladas o retiradas por las autoridades, como se ha comentado. Sea como fuere, las reacciones suscitadas estos últimos años nos convencieron, tanto a mi editor, Joaquim Palau, como a mí mismo de la conveniencia de reeditar este libro aparecido por primera vez bajo el sello editorial de RBA en 2013.

Sin entrar a valorar el oportunismo del presidente de México, quien no iba a dejar pasar la ocasión que le ofrecía una efeméride como el Quinto Centenario del inicio de la conquista del Imperio mexica por Hernán Cortés, 1519-2019, lo deseable en todo caso es que desde España se asimile de una vez por todas la verdadera y trágica dimensión de la invasión y conquista de América. El auténtico problema de fondo, a mi juicio, es que con respecto a la invasión y la conquista nunca se quisieron aceptar sus aspectos más negativos, que toda actuación imperialista, por otro lado, conlleva. Solo una ideología conservadora, nacionalcatólica, racista e imperialista heredera del franquismo nos permite sostener hoy en día, en pleno siglo XXI, que el colonialismo castellano de los siglos XV a inicios del XIX, prolongado hasta 1898 en los casos de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas, tuvo aspectos positivos. Incluso aspectos civilizadores. Todavía hay quienes se niegan a considerar la conquista española de las Indias como lo que fue: una hecatombe poblacional de dimensiones colosales. Y a día de hoy están utilizando las voces, en general muy poco autorizadas, de algunos mal llamados intelectuales para dotar de (falsos) argumentos su concepción sobre lo ocurrido, desde una posición casi siempre acrítica, cuando no simple y llanamente reaccionaria.

En el imaginario de la nación española quedó establecida una verdad axiomática, cuasi sagrada, pues fue y es uno de sus máximos fundamentos: la invasión y conquista de América fue un hecho de una extraordinaria trascendencia para toda la humanidad, del que somos los únicos y brillantes responsables, ergo ese hecho tan fundamental para el devenir de la civilización occidental no podía ser mancillado por ninguna valoración negativa. La historia oficial, ese es el drama y no otro, de la invasión y conquista de América nunca se puso en la piel del vencido. Es que no hubo vencidos, así de sencillo. La historiografía americanista, en especial durante la época franquista, creó un discurso en el que la conquista de las Indias fue muy sui generis, ya que la guerra fue irrelevante y casi no se produjeron víctimas; fue un imperialismo sin explotación, algo realmente asombroso en el devenir de la humanidad si hubiera sido cierto; fue un colonialismo amable y heterodoxo puesto que, en lugar de sustraer, enriquecía: proporcionó una lengua, una religión, una cultura… Facilitó, en definitiva, la civilización de todo un continente y sus gentes. No se arrasó nada importante, pues poco había de importante que se perdiera.

Es muy extraordinario que en pleno siglo XXI el pensamiento y la actitud con respecto a estos temas de buena parte de la sociedad no haya evolucionado apenas un ápice desde las posiciones colonialistas defendidas por el cronista regio Juan Ginés de Sepúlveda en el famoso debate de Valladolid de 1550-1551. Es más, a veces considero que es un pensamiento más retrógrado que el del propio Sepúlveda, un intelectual orgánico, al fin y al cabo, un justificador de la presencia hispana en las Indias, pero cuyo deseo era que los conquistadores fuesen gentes no solo valerosas, sino además justas, moderadas y humanas (Fernández Santamaría, 1988: 223 y ss.). En definitiva, nunca se quiso contemplar el fenómeno de la conquista como lo que fue: la explotación de un continente y sus gentes por unos invasores extranjeros, cuyos ancestros también fueron invadidos por otros antes, como si dicha circunstancia fuese un eximente.

Insisto en que la visión sobre lo acontecido en América a nivel social o popular no solo no ha evolucionado en positivo, sino que más bien lo ha hecho en negativo. Los viejos argumentos franquistas con respecto a América triunfan por doquier puesto que, en el fondo, no dejan de ser parte fundamental del argumentario nacionalista español. Y este parece sentirse agredido en los últimos años.

Me temo que durante demasiado tiempo se ha considerado que mostrarse crítico con las hazañas hispanas en América era sinónimo de ser un «mal español», cuando debería ser todo lo contrario. Hay que demostrar valentía intelectual para analizar, comprender y aceptar los excesos del imperialismo patrio, que no fue ni mejor ni peor que el desarrollado por otras potencias internacionales a lo largo de los últimos siglos, y dejar meridianamente claro que una cosa es la propaganda antihispánica de los siglos XVI al XVIII, conocida como «Leyenda Negra», y otra muy distinta un cierto sentimiento de inferioridad con respecto a otras potencias que hubiera podido derivar de la misma por parte de la nación española. Me da la sensación de que, por una cuestión de patriotismo mal entendido, siempre se ha negado cualquier exceso cometido en América o, todo lo más, se ha insinuado que si se produjeron algunas desgracias ocurrieron como una típica «acción de guerra» que, además, en el caso que nos ocupa duró muy poco tiempo. Como si las guerras, o la violencia, no tuvieran responsables. Además, siempre se recurre a la comparación con los muchos males que causaron otros. Y lo cierto es que así fue. Como señalan J. Osterhammel y J. C. Jansen (2019: 64-65):

Los crímenes de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, que han permanecido grabados durante siglos en la conciencia histórica como «leyenda negra» a cargo de la propaganda antiespañola, no bastaban para ocultar que la forma estructuralmente más violenta de la expansión europea era la colonización por asentamiento del tipo «neoinglés».

O sea, la colonización de la Norteamérica británica. Por lo tanto, ¿a qué viene esa obsesión por negar la evidencia? ¿Por qué esa excentricidad de considerar el imperialismo propio como diferente al de los demás?

En realidad, me pregunto si no podríamos aplicar al caso del colonialismo hispano en las Indias el concepto desarrollado por Christian Gerlach acerca de las «sociedades extremadamente violentas», si bien desde presupuestos contemporaneístas: en dichas sociedades, y no digamos ya en los primeros momentos, de «conquista y primera colonización», asevera Gerlach que:

Ciertos grupos de población se convierten en víctimas de violencia física en masa en la que, por numerosas razones, participan diversos grupos sociales y órganos del estado. En otras palabras, existen cuatro rasgos característicos: distintos grupos de víctimas, amplia participación, numerosos factores causales y gran cantidad de violencia física. Por encima de todo, este concepto trata de explicar la participación popular y por qué existen diversas víctimas.

Para el autor alemán, «las formas modernas de violencia de masas que algunos han descrito como genocidios aumentaron en frecuencia y magnitud durante los gobiernos coloniales, especialmente desde el siglo XIX» (Gerlach, 2010: 146, 150). También lo consideraba así Sven Lindqvist en su extraordinario Exterminad a todos los salvajes (2004).

Diversas cuestiones son recurrentes cuando se trata de analizar la invasión y conquista de América con un espíritu acrítico, o desde un presentismo preocupante cuando ejerce de historiador o historiadora alguien que no lo es por formación. Cuando, por delante de la necesaria búsqueda de información, análisis documental, interpretación de los contenidos y la no menos necesaria reflexión crítica antes de proceder a explicitar unos resultados negro sobre blanco, lo que se antepone es la ideología. No negaré que todo el mundo tenga la suya, y a todos nos influye, pero lo que no es de recibo es que dé pie a una subjetividad intelectual apabullante y que se disfrace, además, de buena historiografía. El uso, y el abuso, acerca de cuestiones como la existencia de leyes que defendían a los aborígenes, de las cuales carecieron otros imperialismos; el hecho de no ser las americanas técnicamente colonias, en el sentido jurídico, y dicha circunstancia las eximía de toda explotación colonial; el tan llevado y traído mestizaje y la extensión de la lengua castellana, además de no poderse evaluar lo sucedido, en especial los aspectos escabrosos y violentos de la Conquista, desde una mentalidad actual, a quinientos años de lo sucedido, son algunas de dichas cuestiones, que más tarde valoraré.

La ausencia de formación crítica en amplias capas de la sociedad facilita la tarea a terribles propagandistas de su verdad, que suele contener las consideraciones más aberrantes sobre el devenir de la presencia hispana en las Indias. Una de las figuras más destacadas en los últimos años en cuanto al revival de la causa imperial hispanocatólica es la señora María Elvira Roca Barea. Autora de, en realidad, un panfleto exitoso que se ha querido presentar como un riguroso ensayo histórico, la doctora Roca Barea, una filóloga de formación, docente en el ámbito de la enseñanza secundaria, ha sido acusada por José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, de haber pergeñado su texto no desde el deseable rigor histórico y académico, sino desde un burdo «populismo intelectual reaccionario»1. No puedo estar más de acuerdo. Y no haría falta decir mucho más. Apenas recordar unas palabras del profesor Ronald H. Fritze cuando, en un momento de su recomendable obra Conocimiento inventado. Falacias históricas, ciencia amañada y pseudo-religiones, asevera:

En la cultura popular son muchas las personas incapaces de distinguir las pruebas válidas de las inválidas, o la argumentación empírica y lógica de la retórica de apariencia impresionante, pero en última instancia vacía. Tristemente, la educación formal ha descuidado el desarrollo del pensamiento crítico. Es algo difícil, lento, infravalorado, y hasta peligroso de enseñar para los educadores. Así pues, muchos no lo enseñan, y otros muchos no son capaces de enseñarlo. Esto deja libre el camino para que los pseudohistoriadores y pseudocientíficos vendan libros y conquisten seguidores entre los ingenuos, los desinformados y aquellos que simplemente quieren creer en alguna cosa sin importarles las abrumadoras evidencias en su contra (Fritze, 2010: 267).

Como se ha anotado antes, se ha recurrido a diversos argumentos para intentar evidenciar las bondades del imperialismo hispano en las Indias. Uno de los más populares es mencionar toda una nómina de leyes pensadas para favorecer los niveles de vida de los aborígenes. Es un entramado argumental fácil de desmontar. Si bien es indudable que existieron las leyes de Burgos y Valladolid de 1512-1513, no debieron funcionar muy bien cuando en 1526 volvía a legislarse con las Ordenanzas de Granada. Pero es que en 1542 la Monarquía se vio obligada a tomar de nuevo cartas en el asunto con las llamadas Leyes Nuevas, otro cuerpo legislativo cuya intención última, más que indigenista, era establecer nuevas barreras al poderío económico, el prestigio social y el incipiente poder político de los conquistadores y los encomenderos. Grosso modo, en lo que respecta al bienestar de los aborígenes, todas ellas fueron papel mojado. Y eso es lo que cuenta. Así, el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, reaccionó ante «estas conquistas, que son oprobiosas injurias de nuestra Cristiandad y fe católica, y, en toda esta tierra no han [sido] sino carnicerías cuantas conquistas se han hecho» (Carrillo Cázares, 2000, II: 422). Es decir, que las Ordenanzas de 1526 que preveían mejorar la manera de plantear los descubrimientos, poblaciones y rescates en las Indias o, lo que es lo mismo, la colonización y asentamientos, además del primer comercio desigual, poco o nada habían legislado con relación a la brutalidad de la guerra. No obstante, y eso es harina de otro costal, el propio Zumárraga cambiaría un tanto su parecer cuando la resistencia de los aborígenes aumentase. Pero, con todo, en sus conocidas Relectio de Indis (1539), Francisco de Vitoria señalaba lo siguiente:

No escuchamos hablar más que de matanzas de seres humanos, de expoliaciones de hombres inofensivos, de soberanos destituidos y privados de sus bienes y posesiones: tenemos demasiadas razones para dudar de la justicia de todos esos actos y para creer en su iniquidad (Vitoria, 1946: 24, 108-109).

Apenas nada se había mejorado, por lo tanto, a pesar de los esfuerzos legislativos desplegados. Y con respecto a las Leyes Nuevas de 1542 —derogadas de forma parcial por Carlos I pocos años más tarde—, ya en un memorial de 1543 el padre Bartolomé de las Casas, insatisfecho, rogaba que todas las guerras y conquistas fueran proscritas de una vez y para siempre, dado que «en todas las ordenanzas que V. M. ahora ha mandado hacer no hay ninguna en que expresamente prohíba que no se haga de aquí adelante guerra ni conquista alguna» (Pereña, 1992a: 163-177. Bataillon y Saint-Lu, 1974: 228-229). En definitiva, si se había legislado a favor de los indios desde 1512, cómo es posible que en 1542, en las Cortes de Valladolid reunidas dicho año, los propios procuradores castellanos le recomendasen a Carlos I lo siguiente: «Suplicamos a V. M. mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque dello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán, como se van despoblando» (cita en Manzano, 1948: 103).

En cualquier caso, como consecuencia de la Junta de Valladolid de 1550-1551 (Hanke 1988: 346 y ss.), se abandonó oficialmente en 1556 el sistema de conquistas armadas para someter, cristianizar y explotar los territorios, siendo sustituidas por la población pacífica y el gobierno colonial en los territorios no sometidos. La instrucción de 1556 fue revalidada en la Junta de Madrid de 1568, pero sería, por último, en 1573 cuando llegasen las Nuevas Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias. Felipe II ordenaba de forma severa que no se concedieran permisos para realizar nuevas conquistas sin consultárselo a él y sus consejeros previamente. Y si bien el monarca legislaba en el sentido de que «Los descubridores por mar o tierra no se empachen en guerra ni conquista en ninguna manera, ni ayudar a unos indios contra otros, ni se revuelven en cuestiones ni contiendas con los de la tierra, por ninguna causa ni razón que sea, ni les hagan daño, ni mal alguno», no obstante, en los siguientes decenios las excepciones fueron tantas que, una vez más, lo legislado cayó en saco roto. Y no hubo que esperar mucho: ya en 1574, tanto en Perú como en Chile, a causa de la guerra contra los indios rebeldes, las Nuevas Ordenanzas quedaron derogadas de facto. Es más, el propio Consejo de Indias reconocía ese último año que «mientras dura la guerra, los tribunales, los magistrados y oficiales del rey no son necesarios […] y los asuntos deben llevarse más bien según lo que requiere la necesidad que según la letra de la ley». Sin ánimo de ser prolijo, tanto en Nueva España como en Chile o Filipinas se continuó esclavizando indios amparándose en las viejas leyes de la guerra hasta bien entrado el siglo XVII (Hanke, 1988: 307-330. Hanke, 1968: 152-158). Ese fue el verdadero alcance legislador con respecto a dicha cuestión.

Una de las mayores estulticias escritas en los últimos años, autoría de Roca Barea, es considerar que al no ser técnicamente colonias2 no existió en las Indias explotación o expoliación como tales. Si bien es cierto que a partir de las Leyes Nuevas de 1542 las tierras americanas recibieron el estatus jurídico de Reinos de Indias y se asimilaron al resto de los reinos que conformaban la Corona de Castilla, de entrada fueron unos reinos sin representación en Cortes y, por otro lado, en la práctica, y desde el primer momento, se instauró en las mismas el régimen de la encomienda que, si bien varió de naturaleza a finales de la década de 1540 en los territorios nucleares americanos, en otras palabras, aquellos que conformaban los núcleos iniciales de los virreinatos de Nueva España y el Perú, en las nuevas tierras que se iban conquistando, incluso a finales del siglo XVII, como partes del Yucatán, la encomienda se aplicó como en los tiempos del gobernador de La Española: Nicolás de Ovando (1502-1509). De hecho, la encomienda como institución no sería abolida hasta 1791. Y todo el mundo medianamente informado sabe que, al fin y al cabo, la encomienda fue un sistema de esclavitud encubierto. De explotación salvaje en muchos casos. Como escriben Juan Carlos Garavaglia y Juan Marchena en su excelente manual: «La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias» (Garavaglia y Marchena 2005: 408). Porque, y ese es otro lugar común, los aborígenes no solo fueron víctimas de las enfermedades portadas por los europeos —y los esclavos africanos— (una causalidad de muerte indirecta y muy apropiada si lo que se quiere es acallar moralmente las conciencias), sino por una triple circunstancia en la que estuvieron presentes los abusos de un sistema colonial de dominación terrible, las guerras y, por último sí: las enfermedades que cursaron en forma de epidemia. Querer justificar la terrible hecatombe poblacional ocurrida en América acusando en exclusiva a las enfermedades solo es un recurso más para aquellos que desean negar la intervención directa de la voluntad colonialista de la Monarquía Hispánica en la destrucción de las Indias.

A nivel social la extensión del mestizaje, la expansión de una lengua europea que sirviese como vehículo de comunicación a lo largo y ancho de los virreinatos o la creación de universidades han sido otros de los argumentos usados hasta la saciedad para justificar las bondades del régimen hispánico en ultramar. Pero casi nadie quiere preguntarse por el origen de ese mestizaje, porque referirse a los reiterados abusos sobre la población femenina americana es un tema tabú. Apenas lo tratamos, luego no existió. La lengua fue un vehículo no solo de comunicación, sino de dominación. La Monarquía se mostró favorable a que las élites aborígenes colaboradoras aprendieran el castellano para facilitarle la labor de dominación a la metrópoli. Pero el indio pechero, el indio vasallo de la Corona, en la práctica un semiesclavo, no hizo falta ni siquiera que aprendiera la lengua del invasor. No era necesario. A decir verdad, incluso se promocionaron algunas lenguas aborígenes para facilitarle las cosas a los nuevos señores; se apostó por algunas lenguas francas nativas en detrimento de otras: el náhuatl, el quechua, el guaraní. Muchísimas otras lenguas se perdieron, junto con sus poblaciones originarias. De hecho, hubo dos lenguas de dominación en numerosos territorios: el castellano y una de las lenguas aborígenes que no fuese la propia de la etnia en cuestión.

La jactancia por haber introducido universidades en las Indias desde bien pronto —Santo Domingo en 1538, si bien las universidades reales fueron creadas al unísono en Ciudad de México y Lima en 1551— oculta el tema fundamental de quién estudiaba en ellas. Lo importante, en definitiva, no es solo la existencia de la institución —otra discusión sería, y no menor, sus posibilidades financieras, planes de estudio, etcétera—, sino qué sectores de la sociedad se pudieron beneficiar de las mismas. Los mestizos, por ejemplo, estuvieron excluidos de la enseñanza superior. Una gran ruindad.

Por último, se ha usado hasta la extenuación el argumento de la imposibilidad de evaluar y criticar desde nuestro presente los comportamientos violentos del pasado, propios de aquellas centurias, además de hacer mención a la crueldad extrema de las civilizaciones aborígenes. Son dos cuestiones muy distintas. Ya en su momento, Tzvetan Todorov distinguió entre el homicidio religioso (o sacrificio) del homicidio ateo, es decir, el cometido por los conquistadores cuando se producía una matanza, entre otros (Todorov, 2000: 156). Los aborígenes eran crueles y los europeos también lo eran. Eso es algo indiscutible. Lo que debato en este libro es que no se quiera reconocer e, incluso, que se desee negar la utilización de la crueldad sistemática, el terror y la violencia extrema en la invasión y conquista de las Indias. El fenómeno de la violencia es consustancial a cualquier colonialismo de dominación, dado que a la fase inicial de brutalidad conquistadora ejercida por la hueste indiana, mejor o peor controlada por caudillos sin escrúpulos movidos fundamentalmente por la codicia, le siguió la violencia que de manera regulada ejerció la metrópoli. La fórmula que podemos aplicar a esta cuestión para analizarla desde la historiografía fue sugerida por Lauro Martines: cuando se desvincula la historia social de la guerra de la política y la diplomacia caen las barreras que nos impedían plantearnos cuestiones de tipo ético. Por consiguiente, cuando los historiadores quedan liberados «por la necesidad de formular preguntas morales, pueden al fin proyectarlas contra la política […]», y es entonces cuando se pueden poner en tela de juicio las acciones de los grandes caudillos conquistadores, analizar sus victorias y sus fracasos desde una óptica crítica y, quizás lo más importante, podremos «someter a juicio sus acciones» (Martines, 2013: 267). Las de ellos y las de la Monarquía Hispánica.

Es más, aquellos que han negado la posibilidad de que desde nuestro presente se evalúe moralmente el pasado, en este caso el colonial hispano en su fase inicial de invasión y conquista, no muestran reparo alguno en valorar las acciones bélicas emprendidas por los conquistadores, en especial los grandes nombres como Núñez de Balboa, Cortés, Alvarado, Olid, Pizarro, Almagro, Belalcázar, De Soto o Valdivia, como si de gestas heroicas se tratase, cuando dicha consideración igualmente posee una carga de presentismo incuestionable. Y, al mismo tiempo, han negado la evidencia de que los aborígenes, en todo caso, tenían el derecho legítimo a defenderse. Como señaló el padre Tello, si los indios respondían fue a causa de ser siempre «ocasionados, maltratados y aperreados, y no les quedaba otro recurso para su defensa, que procurar la muerte de los que tan grandes daños les haçian» (Tello, 1968, II: 75-76).

Sea como fuere, mi intención con esta obra, que ahora podemos recuperar, revisada y aumentada, merced al buen hacer de la editorial Arpa, siempre fue recordar y hacer llegar a todos los ciudadanos en estos tiempos revueltos las palabras del conde de Lemos, virrey del Perú, dirigidas al monarca hispano, Carlos II, cuando en 1670 visitó la gran mina de Potosí y descubrió que sus trabajadores aborígenes ni siquiera veían la luz del sol, puesto que permanecían sepultados en las galerías jornada tras jornada de agotador trabajo: «No hay nación en el mundo tan fatigada. Yo descargo mi conciencia con informar a Vuestra Majestad con esta claridad; no es plata lo que se lleva España, sino sangre y sudor de indios» (citado en Lohmann, 1946). Y yo descargo la mía como historiador haciendo llegar al gran público la dimensión más trágica de la invasión hispana de las Indias.

Mollet del Vallès, octubre de 2021

INTRODUCCIÓN

No es ninguna casualidad que se dotase la invasión de las Indias de una «dimensión clásica» otorgada por su comparación con las guerras de Roma. El propio Hernán Cortés llegó a comparar el asedio de México-Tenochtitlan con el de Jerusalén, ya que era de su gusto, según Bernal Díaz del Castillo, recordar los hechos heroicos de los romanos. El impresor Juan Cromberger apostillaba al final de su edición sevillana de la Segunda carta de relación cortesiana dirigida a Carlos I: «[En el sitio de Tenochtitlan] murieron más indios que en Jerusalén judíos en la destrucción que hizo Vespasiano», aunque equivocándose de emperador (Cortés, 1522). Gonzalo Fernández de Oviedo también utilizó dicha comparación, señalando cómo en el sitio de México «no murieron menos indios que judíos en Jherusalem, quando Tito Vespasiano, emperador, la ganó e destruyó», aunque, incluso alegaría que el cerco de Tenochtitlan no tenía comparación «con ejército ni cerco alguno de aquellos que por muy famosos están escriptos de los pasados» (Fernández de Oviedo, 1959, IV: lib. XIV, caps. XXIX-XXX).

En realidad, comparar el imperialismo romano, y sus crueldades, con la actuación hispana en las Indias era algo muy peligroso. Melchor Cano ya hizo notar, en 1546, que las guerras imperialistas de Roma eran, básicamente, guerras injustas. Y el padre Bartolomé de las Casas usaría en la controversia de Valladolid el ejemplo romano (de Pompeyo, en concreto, en su lucha contra el rey Tigranes de Armenia y la conquista romana de Judea) para atacar las acciones, muy parecidas, de Hernán Cortés en su conquista (Lupher, 2006: 190-194). Para el padre José de Acosta, en su De procuranda indorum salute, la crueldad hispana en las Indias fue superior a la de griegos y romanos —«Jamás ha habido tanta crueldad en invasión alguna de griegos y bárbaros. No son hechos desconocidos o exagerados por la fantasía de los historiadores»— (citado en López Lomelí, 2002: 66). El padre Acosta aseguraría que el maltrato dado a los indios era fruto de la falta de información o de conocimientos de aquellos que los subyugaron, «sirviéndose dellos poco menos que de animales, y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga». Así, el lamentable resultado fue que «entramos [en las Indias] por la espada, sin oyrles, ni entendeles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios, sino como de caça avida en el monte, y trayda para nuestro servicio y antojo» (Acosta, 1590: 395-396).

El caso es que la crueldad exhibida por los españoles en las Indias no puede ser puesta en duda. Apenas diez años después del inicio del segundo viaje colombino, verdadero comienzo de la conquista cruenta, en el testamento de Isabel I de Castilla, fallecida en 1504, se puede leer cómo se debería evitar hacer la guerra a los pacíficos y humildes indios para que se les quite «el temor que tienen de ver los españoles tan fieros, y de tener experiencia de sus crueldades […]» (Carriscondo, 2014: 296).

Hasta cierto punto, la opinión (favorable) que ha merecido la invasión y conquista hispana de las Indias —un ejemplo podría ser Pedro Pérez Herrero3, quien alude a una interpretación de «corte hispanista» que entiende «la conquista como un acontecimiento benefactor al haber introducido la lengua castellana, la religión católica y los valores hispánicos» (Pérez Herrero, 2002: 57)— casi siempre pareció estar exenta de cualquier comentario profundo sobre los excesos que acarrea la guerra —y la forma de practicar esta4—, salvo algunas excepciones5. Unos excesos que, como sabemos, también se cometían en la Europa de la Época Moderna y que, además, se seguirían cometiendo hasta los conflictos del siglo XX. Porque, aunque se haya argumentado que «la atrocidad no compensa, que el uso selectivo de la brutalidad llevó al éxito a corto plazo, pero que a largo plazo fue un desastre», lo cierto es que en el caso de la invasión y conquista de las Indias, la atrocidad sí compensó, quizás porque la brutalidad empleada fue menos selectiva que generalizada6. Joanna Bourke señala que «las atrocidades fueron una característica del combate tanto en las dos guerras mundiales como en Vietnam». Es más, según esta autora, lo que ella llama un comportamiento de combate eficaz «sí exigía que los hombres actuaran de forma brutal y sangrienta. Durante la batalla, era normal que los hombres perdieran su capacidad para sentirse conmovidos o perturbados» al principio, pero más tarde lo habitual era acostumbrarse de alguna forma a la matanza, que «pasaba a ser algo común». De hecho, según Joanna Bourke, «aunque la asociación del placer con el acto de matar y la crueldad puede resultar escandalosa, es sin duda familiar […]» para muchos de los combatientes. En realidad, muchos soldados mostraban emociones contradictorias, deplorando el haber matado a otro ser humano en unas ocasiones, y sintiéndose perfectamente felices cometiendo actos de extrema violencia en otras. El problema es que la mayor parte de los historiadores han tendido a considerar que el placer en la matanza era «enfermizo» o «anormal» y que, por contra, el trauma era «normal» (Bourke, 2008: 175, 346, 361-366).

Es este un punto de vista muy interesante y considero que puede aplicarse al caso de la conquista hispana de las Indias. Es más, en el caso que nos ocupa se fue creando un aprendizaje de las maneras de someter a las poblaciones aborígenes merced a las tradiciones bélicas heredadas de la Edad Media, de modo que la actuación hispana en las islas del Caribe acabó siendo «una especie de escuela de los horrores para muchos balboas, ojedas, bastidas, que se desparramaron por las costas del continente practicando lo que allí habían aprendido» (Garavaglia/Marchena, 2005, I: 129). Por ese motivo, el primer punto del presente ensayo lo hemos dedicado a la transición geográfica-bélica habida entre la guerra de conquista del reino nazarí de Granada, las operaciones de dominio sobre las islas Canarias y hasta alcanzar el espacio caribeño.

La aparición de una famosa leyenda negra anti-hispana7, de gran trascendencia historiográfica, y la consiguiente reacción que generó —Esteban Mira Caballos se refiere a lo que él llama «una historia sagrada de la conquista», por supuesto apologética, que se puede rastrear desde el siglo XVI al XXI (Mira, 2009: 19-23)—, tuvo, desde mi punto de vista, como principal secuela, entre otras muchas consecuencias, el hecho de que apenas si se haya reflexionado acerca de los componentes militares de la invasión y conquista de las Indias desde una perspectiva historiográfica competente. Si, efectivamente, la moderna historiografía internacional que aplica sus esfuerzos a la Historia de la Guerra —la New Military History— se ha interesado de manera muy escasa por la evolución del fenómeno bélico allende de Europa, por los enfrentamientos entre los pueblos de Ultramar y los europeos antes del siglo XIX8, la historiografía americanista ha reflexionado muy poco, creo, sobre estas cuestiones desde los presupuestos de una Historia de la Guerra muy renovada, historiográficamente hablando, en los últimos años.

Así, durante muchos decenios en el panorama americanista habían triunfado los presupuestos de historiadores como Rómulo D. Carbia, quien, sin negar la existencia de desmanes e «inexcusables delitos» durante la ocupación por parte de la Monarquía Hispánica de las tierras americanas, acentuó el hecho de que tales prácticas no fueron «indicios de un sistema sino síntomas que evidenciaron la calidad humana de la obra». Es más, «[…] la crueldad, el exceso, la perversidad y el delito no fueron lo normal sino lo excepcional en la hazaña de trasladar a América la civilización del Viejo Mundo»9. Decía esto último Rómulo Carbia por su deseo de enfrentarse a los conocidos postulados del padre Bartolomé de las Casas, razón última de la obra del historiador argentino, quien en su célebre Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Sevilla, 1552) había denunciado que la sistematización de la crueldad y del uso de la violencia extrema de manera persistente fueron las claves de la ocupación militar de las Indias por parte de la Monarquía Hispánica, como es bien sabido. Señalaba Las Casas que

Dos maneras generales y principales han tenido los que allá han pasado, que se llaman cristianos, en estirpar y raer de la haz de la tierra a aquellas miserandas naciones. La una por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra, después que han muerto todos los que podrían anhelar o sospirar o pensar en libertad, o en salir de los tormentos que padecen, como son todos los señores naturales y los hombres varones […], oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas. A estas dos maneras de tiranía infernal se reducen o se resuelven o subalternan como a géneros, todas las otras diversas y varias de asolar aquellas gentes, que son infinitas (Las Casas, 1992: 78).

A mi entender lo fácil siempre fue atacar a un propagandista de atrocidades poco hábil con su propia arma: con la contrapropaganda. Y de esta forma se han ido desarticulando, hasta cierto punto, las denuncias del padre Las Casas. Un ejemplo de ello es la afirmación de P. Pérez Herrero de que miembros de las órdenes religiosas presentes en las Indias (y por encima de todos ellos, como es lógico, estaba el padre Las Casas) utilizaron como método para criticar el modelo de sociedad, que pretendían asentar en América los conquistadores-encomenderos e imponer la conquista pacífica del territorio, la sistemática denuncia de los maltratos que aquellos infligían a los nativos para «deslegitimar su principio de autoridad». Pérez Herrero en ningún caso explicita si cree que dichas denuncias son verdaderas. Más bien su intención parece ser dejar entrever que, quizás, se exageraron las cosas. O así lo entiendo yo (Pérez Herrero, 2002: 99). Muy distinto, por supuesto, es el punto de vista crítico con la «legitimidad de la colonización americana» según Las Casas que aparece en el trabajo de Eduardo Subirats (1994: 125 y ss.). Para Subirats, la propuesta de Las Casas contemplaba la llegada del aborigen a una condición de vasallo natural no mediante el concurso a la violencia primitiva de la conquista, sino gracias a la conversión pacífica que conducía a la libertad, pero a una libertad sometida al discurso hispano. Es decir, que la «verdadera legitimidad de la conquista debía ser espiritual e interior» (Subirats, 1994: 142 y ss., 174).

No es mi intención concurrir ahora a un debate que ha dado muestras de ser muy fértil, pero sí reconocer que ha sido la lectura de otra de las obras clásicas del dominico, su Historia de las Indias, la que me ha permitido encontrar, y de manera muy clara en cuanto a su explicación, la técnica empleada de forma habitual por los españoles cuando se proponían controlar un territorio. Y no me olvido de que Georg Friederici ya se hizo eco en su momento de dicha realidad: «Los españoles tomaban terrible y feroz venganza de las más leves bajas sufridas por ellos en combate», y dichas venganzas, que se repetían una y otra vez, eran algo «perfectamente característico, que respondía a un principio y a un plan» (Friederici, 1973: 396). En años más recientes, Matthew Restall se ha referido a las «técnicas teatrales de intimidación» (Restall, 2004: 54 y ss.).

Pero volvamos con el padre Las Casas. Las técnicas empleadas para domeñar al otro en las Indias podríamos calificarlas como una diabólica trinidad: en primer lugar, se trataba de hacerse con las personas de los caciques porque, una vez aquellos muertos, «fácil cosa es a los demás sojuzgallos». Una variante era tomar presos a algunos indios de la zona —preferiblemente principales— para que, tras torturarlos, les descubriesen sus «secretos propósitos y disposición y gente y fuerzas que en ellos hay». En segundo lugar,

Tenían los españoles […] en las guerras que hacían a los indios, ser siempre, no como quiera, sino muy mucho y extrañamente crueles, porque jamás osen los indios dejar de sufrir la aspereza y amargura de la infelice vida que con ellos tienen, y que ni si son hombres conozcan o en algún momento piensen; muchos de los que tomaban cortaban las manos ambas a cercén, o colgadas de un hollejo, decíanles: «Anda, lleva a vuestros señores esas cartas».

Por último, Bartolomé de las Casas señala la utilización de las masacres como una técnica habitual para domeñar la resistencia de muchos. Fray Diego de Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán (1566), ya señaló lo siguiente: «Hicieron [en los indios] crueldades inauditas [pues les] cortaron narices, brazos y piernas, y a las mujeres los pechos y las echaban en lagunas hondas con calabazas atadas a los pies; daban estocadas a los niños porque no andaban tanto como las madres, y si los llevaban en colleras y enfermaban, o no andaban tanto como los otros, cortábanles las cabezas por no pararse a soltarlos […] Que los españoles se disculpaban con decir que siendo pocos no podían sujetar tanta gente sin meterles miedo con castigos terribles» (Landa, 1985: cap. XV) cuando deben ser dominados por pocos10. Así, refiriéndose a la actuación de Nicolás de Ovando en La Española, dice que

determinó de hacer una obra por los españoles en esta isla principiada y en todas las Indias muy usada y ejercitada; y ésta es, que cuando llegan o están en una tierra y provincia donde hay mucha gente, como ellos son siempre pocos al número de los indios comparados, para meter y entrañar su temor en los corazones y que tiemblen […], hacer una muy cruel y grande matanza (Las Casas, 1981, II: 232-233, 237, 259, 522-539).

Lo cierto es que el padre Las Casas —y otros autores, no precisamente lascasianos, como fray Toribio de Benavente o Gonzalo Fernández de Oviedo, nos ofrecen testimonios parecidos— decía toda la verdad. Recurriendo de nuevo a Esteban Mira, este nos recuerda: «Basta echar un vistazo a la documentación del Archivo General de Indias para darnos cuenta de la veracidad de la mayor parte de las atrocidades descritas por el dominico» (Mira, 2009: 33). Porque, ¿cómo no iba a ser verdad, si la propia Monarquía utilizó tales argumentos para, de este modo, terminar con la trayectoria política de Hernán Cortés? En efecto, entre las acusaciones principales en su juicio de residencia (1526-1529) se hizo mención a «crímenes, crueldades y arbitrariedades durante la guerra» (Martínez, 1992: 560). Y en el caso del conquistador de Perú, Alonso de Alvarado, en el proceso levantado contra él en 1545, se lee: «El dicho capitán Alonso de Alvarado con los compañeros españoles que en su compañía andaban, iban a hacer la guerra a las dichas provincias y a los caciques e indios de ellas, y les hacía la guerra a fuego y sangre como se suele hacer a los indios» (Assadourian, 1994: 30). Significativa frase. Un testigo de los hechos acontecidos en Perú, Cristóbal de Molina, llamado el Almagrista, no dudó en señalar que

si en el real había algún español que era buen rancheador y cruel y mataba muchos indios, teníanle por buen hombre y en gran reputación […] He apuntado esto que ví con mis ojos y en que por mis pecados anduve, porque entiendan los que esto leyeren que de la manera que aquí digo y con mayores crueldades harto se hizo esta jornada y descubrimiento y que de la misma manera se han hecho y hacen todas las jornadas y descubrimientos destos reinos, para que entiendan qué gran destrucción es esto de estas conquistas de indios por la mala costumbre que tienen ya de hacerlas todas (Molina, 1968: 85).

No deberíamos dejar de lado otro factor. Esteban Mira dedica estremecedoras páginas en su obra Conquista y destrucción de las Indias al uso y abuso de las indias por la mayor parte de los conquistadores. El milanés Girolamo Benzoni explicaba que en la zona de Maracapana, en la costa oriental de Venezuela, el capitán Pedro de Cádiz regresó con cuatro mil esclavos tras recorrer setecientas millas. Y un detalle que pocos cronistas cuentan: «No había jovencita que no hubiera sido forzada por sus captores, por lo que con tanto fornicar había españoles que enfermaban gravemente» (Benzoni, 1989: 71-72). En Yucatán, el oidor de la Audiencia de México, Francisco Herrera, fue acusado, cuando había ido a cursar el juicio de residencia contra Francisco de Montejo, principal conquistador del área, de no castigar a ciertos españoles que tomaron a «las hijas y mujeres de algunos naturales por fuerza», y a pesar de que fueron denunciados ante él en persona (Bolio, 2018: 201). Por lo tanto, muchos crímenes hubieron de quedar impunes. Fray Pedro Simón, cronista de Nueva Granada, escribió que una de las razones del alzamiento de los indios cuicas en 1556 fue el abuso sobre sus mujeres protagonizado por algunos jóvenes soldados del retén de la recién fundada ciudad de Trujillo: «[…] y aprovechándose de sus mujeres é hijas tan desvergonzadamente, que no se recataban de poner en ejecución sus torpes deseos dentro de las mismas casas de sus padres y maridos, y aun á su vista […]» (Simón, 1627, V: cap. XXIII). Las indias como botín de guerra; el abuso de sus mujeres para hundir psicológicamente al enemigo amerindio (Mira, 2009: 231 y ss.).

Algunos, por algún escrúpulo, pretendían actuar de manera más adecuada siguiendo los preceptos marcados por la Corona y por la Iglesia. Es el caso de Pedro de Heredia, gobernador de Cartagena de Indias, a quien, en la entrada que perpetró en el Cenú en la década de 1530, se le acusó de lo siguiente: «Todas las indias que se tomaban [y] eran de razonable gesto, las tomaba para sí para se echar con ellas; y para tener mejor color las bautizaba y daba agua del Espíritu Santo». Heredia hubo de ser un sanguinario personaje, ya que se le culparía de dejar morir de hambre a unos trescientos de sus hombres, mientras alimentaba mucho mejor a los esclavos africanos de su propiedad, o permitía que sus indias concubinas se lavasen con la escasa agua disponible mientras la hueste se moría de sed (DIHC, III, 1955: 230 y ss.).

Cristóbal de Molina explicaba en su crónica cómo, tras el avance de las tropas hispanas por Perú, los indios se percataron de que lo más seguro era servirles «por las grandes muertes que en ellos habían hecho». Pero ¿qué ocurría con sus mujeres?:

y la india más acepta a los españoles, aquella pensaba que era la mejor, aunque entre estos indios era cosa aborrecible andar las mujeres públicamente en torpes y sucios actos, y desde aquí se vino a usar entre ellos de haber malas mujeres públicas, y perdían el uso y costumbre que antes tenían de tomar maridos, porque ninguna que tuviese buen parescer estaba segura con su marido, porque de los españoles o de sus yanaconas era maravilla si se escapaba (Molina, 1968: 62).

En plena guerra civil el asunto no mejoró en Perú. Según el cronista Pedro Cieza de León, tras su victoria en la batalla de Las Salinas (1538), elementos del bando pizarrista se desmandaron «por las provincias de Condesuyo y Chinchaysuyu, e robaban a los indios todo lo que podían […] e las mujeres de los señores e las indias hermosas eran llevadas en cadena para tenerlas por mancebas, e si sus maridos quejándose las pedían los mataban» (Cieza de León, 1985, I: 144-146).

En el caso de Paraguay, desde 1545 menudearon los asaltos a los pueblos en busca de mujeres jóvenes y adultas, en edad de reproducir y, sobre todo, trabajar en los campos. El motivo principal aducido es que no se habían repartido los indios en encomienda. Para 1556, Juan Muñoz Carvajal escribió a Carlos I cómo

desde el día de la prisión del governador Cabeça de Vaca hasta el día de la fecha desta […] [los españoles] traen manadas de destas mugeres para sus serviçios, como quien va a una feria y trae una manada de ovejas, lo qual a sido cabsa de poblar los çimenterios de las yglesias desta çibdad y aver peresçido en la tierra mas de veynte mill animas y averse despoblado gran parte de la tierra (Roulet, 1993: 62).

Además, no solo sufrían las mujeres, también lo hacían sus hijos. Sin abandonar Paraguay, el sacerdote Martín González explicaba, en la década de 1570, por qué abundaban los casos de aborto e infanticidio entre las indias: las guaraníes debían salir a trabajar en los campos con sus bebés a cuestas

y tráenlos metidos en sacos porque no lloren y no los coman moxquitos que a temporadas [h]ay muchos […] y cuando están cansadas de traerlos hazen hoyos en tierra y los meten en ellos y los cubren con la tierra hasta la cabeça, y allí están llorando y la madre trabajando y por no ver esto los matan en los vientres y a los naçidos no les quieren dar de mamar porque se mueran.

En otras ocasiones, si dejaban a los niños en sus chozas mientras se iban a trabajar, estos permanecían todo el día solos, sin comer y llorando. Entonces algunos españoles, molestos por el llanto ininterrumpido, «danles porque callen, y ansí los hallan sus madres perdidos y maltratados y por ver esto los matan» (Roulet, 1993: 256).

Y en Tucumán en 1588, el gobernador Ramírez de Velasco condenó a un tal García de Jara por «haber corrompido ocho muchachas [de una encomienda], doncellas, que causó la muerte de dos de ellas por ser de tierna edad […] haber mandado cortar los dedos pulgares a cinco indios […] cortar a dos indios las lenguas […] desjarretar dos indios» (Rodríguez Molas, 1985: 57-58). Vergüenza y desolación.

Y no solo eso. Como señala Francisco de Solano, «los remordimientos por los excesos de la guerra podían remediarse espiritualmente mediante el pago de unas bulas de composición ante el pontífice: en 1505 se lograba una para las Antillas, en 1528 para Nueva España» (Solano, 1988: 35). Bernal Díaz del Castillo así lo explica: envió Hernán Cortés a Juan de Herrada a Roma con un rico presente para tratar dicho negocio con el papa Clemente VII, el cual «entonces nos envió bulas para nos absolver á culpa y á pena de todos nuestros pecados, é otras indulgencias para los hospitales é iglesias, con grandes perdones; y dio por muy bueno todo lo que Cortés había hecho en la Nueva España»11. Y, como es lógico, solo puede haber remordimientos cuando se sabe que se ha cometido una mala acción. Aunque, para muchos era lícito despreciar a los indios por ser gentes «sin Dios, sin ley y sin rey». Con esos términos describía el dominico fray Reginaldo de Lizárraga la opinión que tenían los suyos sobre los chiriguanos, si bien era una idea bastante común (Lizárraga, 1987: 350). En efecto, tampoco debemos olvidar una observación de fray Pedro Aguado, cronista de la conquista de Nueva Granada, quien aseveró cómo «los (soldados) que hoy son vivos de aquel tiempo dicen que era tanta su ignorancia en esto de matar indios, que les parecía que [no] solo no se cometía pecado en ello, pero que eran dignos de galardón […]» (citado en Córdoba Ochoa, 2013: 268, n. 381).

Es más, otros miembros del clero, incluso enfrentados al padre Las Casas, como el franciscano Toribio de Benavente (Motolinía), también desarrollaron ideas propias respecto a la actuación hispana muy semejantes a las del dominico:

Más bastante fue la avaricia de nuestros Españoles para destruir y despoblar esta tierra, que todos los sacrificios y guerras y homicidios que en ella hubo en tiempo de su infidelidad, con todos los que por todas partes se sacrificaban, que eran muchos. Y porque algunos tuvieron fantasía y opinión diabólica que conquistando a fuego y a sangre servirían mejor los Indios, y que siempre estarían en aquella sujeción y temor, asolaban todos los pueblos adonde allegaban12.

Fuera del ámbito de los religiosos, entre los pocos autores críticos con la actuación hispana desde las filas de los propios conquistadores o sus allegados nos encontramos con Pedro Cieza de León, quien veía en la excesiva codicia de los españoles una de las causas fundamentales de la destrucción de las sociedades aborígenes, en este caso de Perú:

no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buen orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas. Y nosotros, siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos; porque por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego todo se va gastando.

Continuando con su indagación, Cieza de León advertía que

las guerras pasadas consumieron con su crueldad […] todos estos pobres indios. Algunos españoles de crédito me dijeron que el mayor daño que a estos indios les vino para su destrucción fue por el debate que tuvieron los dos gobernadores Pizarro y Almagro sobre los límites y términos de sus gobernaciones, que tan caro costó (citas en Assadourian, 1994: 26 y ss.).

Aunque también Cieza tenía una opinión parecida para el conjunto de los territorios americanos: algunos de los gobernadores y capitanes se caracterizarían por su crueldad, «haciendo a los indios muchas vejaciones y males, y los indios por defenderse se ponían en armas, y mataron a muchos cristianos y algunos capitanes. Lo cual fue causa que estos indios padecieron crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes» (Cieza de León, 1984, I: 7).

Abundando en el ejemplo peruano, fray Vicente Valverde pudo escribirle a Carlos I la siguiente reflexión:

Como cada uno de los governadores [Pizarro y Almagro] tenía necesidad de contentar a la gente, no osavan castigar lo que mal se hazía contra los indios, porque no se fuese la gente y ansí cada uno se tomava licencia de hazer lo que quería, robando y haziendo otros agravios a los indios y como en estas turbaziones el un governador y el otro han quitado indios y dado a otros, los indios están atónitos y no saven a quien han de servir porque piensan que los han de tornar a quitar a los amos que tienen13.

Y fray Francisco Maldonado hizo lo propio con Felipe II en el sentido de que el (mal) ejemplo dado por los españoles solo conduciría a que «no crean [los indios] la verdad y que entiendan que no [h]ay otro dios ni otra vida sino oro y plata y vicios sucios, pues no [h]an visto otra cosa en nosotros» (citado en Barnadas, 1973: 337, n. 465).

Asimismo, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dijo: «Cosas han pasado en estas Indias en demanda de aqueste oro, que no puedo acordarme dellas sin espanto y mucha tristeza de mi corazón». O, también, con respecto a la disminución de la población aborigen:

Cansancio es, y no poco, escrebirlo yo y leerlo otros, y no bastaría papel ni tiempo a expresar enteramente lo que los capitanes hicieron para asolar los indios e robarlos e destruir la tierra, si todo se dijese tan puntualmente como se hizo; pero, pues dije de suso que en esta gobernación de Castilla del Oro había dos millones de indios, o eran incontables, es menester que se diga cómo se acabó tanta gente en tan poco tiempo (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).

Otro ejemplo es el licenciado Tomás López Medel, que supervisó la aplicación de las Leyes Nuevas de 1542 en Popayán y Chiapas: aseguraba que cinco o seis millones de indios habían «muerto y asolado con las guerras y conquistas que allá se trabaron y con otros malos tratamientos y muertes procuradas con grande crueldad», a causa, básicamente, de la «insaciable codicia de los hombres del mundo de acá ponía en aquellas miserables gentes de Indias» (Pereña, 1992b: 101). Bernardo de Vargas Machuca supo reconocer en su Milicia y descripción de las Indias que la codicia de los españoles había sido la causante principal de numerosos alzamientos de los indios, que habían costado la vida a muchos soldados, amén del despoblamiento de comarcas enteras y el alargamiento inútil de muchas guerras (Vargas Machuca, 2003: 72-73). Una idea que, en realidad, ya estaba presente en Vasco de Quiroga, quien en su Información en derecho alegó: «La cobdicia desenfrenada de nuestra nación», que llegaba al extremo de forzar los levantamientos de los indios para poder esclavizarlos: «[…] a los ya pacíficos y asentados los levantan, y siempre han de levantar que rabian, y los han de hacer levantadizos, aunque no quierean ni les pase por pensamiento, inventando que se quieren rebelar, o haciéndoles obras para ello» (Quiroga, 1992: 75-76). Fray Toribio de Benavente no dejó de advertir a los codiciosos y crueles con los indios que Dios terminaría por castigarlos:

Hase visto por experiencia en muchos y muchas veces, los españoles que con estos indios han sido crueles, morir malas muertes y arrebatadas, tanto que se trae ya por refrán: «el que con los indios es cruel, Dios lo será con él», y no quiero contar crueldades, aunque sé muchas […] (citado en Valcárcel Martínez, 1997: 163).

Como bien señala Bethany Aram, «sin la codicia, la conquista de América hubiera sido irrealizable» (Aram, 2008: 149). Pero no solo eran codiciosos los particulares, también la Corona.

En definitiva, y si bien no todos los conquistadores se comportaron de la misma manera, ni mucho menos, eran públicos y notorios los enormes abusos cometidos en todas partes sobre los indios. Pedro Cieza de León, el gran cronista sobre lo acontecido en tierras peruanas, lo resumió de manera magistral:

Yo sé, por la experiencia que tengo del tiempo largo que residí en las Indias, haberse en ellas hecho grandes crueldades e otros daños en los naturales, que no así ligeramente se podrían decir, pues todos saben cuán poblada fue la isla Española […] e ahora no queda otro testimonio de haber sido poblada, que las grandes sepulturas de los muertos y los asientos de los pueblos donde vivieron: en la Tierra Firme e Nicaragua ya tampoco ha quedado indio ninguno, pues desde Quito hasta Cartago pregúntenle a Belalcázar los que halló, y quieran saber de mí los que ahora hay, ya tampoco ha quedado indio ninguno […] Pues en el Nuevo Reino de Granada y en Popayán se han hecho cosas tan crueles, que yo mismo quiero pasar por ellas (Cieza de León, 1985, II: 277 y ss.).

Partiendo de la base de que las Indias fueron invadidas y conquistadas no por un ejército real, aunque también actuaran huestes reales, sino por bandas organizadas de honda raigambre medieval14, compuestas por voluntarios armados, reclutadas y financiadas por empresarios militares independientes en la mayor parte de los casos —unos empresarios que, como señala Silvio Zavala, «procuraban un enriquecimiento rápido y aun abusivo a fin de rescatar sus gastos y obtener utilidades; muchos censores aconsejaron a la Corona que no permitiera tales empresas», censores como Alonso de Zuazo o el propio padre Las Casas (Zavala, 1991: 87)—, aunque siempre actuasen en nombre de la Corona tras la firma de una capitulación, intentaré demostrar cómo el uso de la violencia extrema, la crueldad y el terror15, no solo estuvo más extendido de lo que de forma habitual, salvo honrosas excepciones16, se ha dicho y reconocido, sino que el hecho de enfrentarse a unas poblaciones racialmente distintas17, en algunos casos muy numerosas, en otros muy difíciles de domeñar, y no a ejércitos convencionales, en un ámbito geográfico tan diferente con respecto al Viejo Mundo, llevó a los grupos conquistadores, a la llamada hueste indiana o compañía, a la utilización de unas prácticas militares que sin ser desconocidas ni mucho menos en Europa, sí fueron una práctica común, sistemática, en las operaciones que condujeron a la invasión y ocupación de América.

Lo que trataré de demostrar en este libro es cómo la aplicación de la crueldad, del terror y de la violencia extrema fue directamente proporcional a la cantidad de personas que hubo que dominar en un territorio determinado debido a la expectativa de obtención de oro y otras riquezas —incluyendo los esclavos— tras el control militar —y político— de dicho territorio, o bien a las dificultades halladas en el proceso de conquista, el cual no fue, en ningún caso, un proceso fácil. Porque, como señala Steve J. Stern, «las conquistas fáciles crean místicas falsas» (Stern, 1986: 59). Es de sobra sabido que la legitimidad de todo el proceso vendría dada por la existencia de la famosa bula papal de donación, la bula Inter Caetera de Alejandro VI (1493), y por la firma, pero no de forma necesaria, de una capitulación de conquista con la Corona. El premio fue el control sobre enormes poblaciones aborígenes o bien la promesa de lograrlo en un futuro inmediato. Por ello, es obvio que los conquistadores no querían eliminar de manera total y absoluta a sus futuros súbditos nativos, puesto que ellos se veían a sí mismos como señores de vasallos, pero sí hubieron de emplearse a fondo para conseguirlo, causando las bajas necesarias y utilizando cualquier medio. Es decir, que el sistema colonial hispano se basase en la explotación de la población autóctona no es un argumento para demostrar que la conquista fue relativamente incruenta como se percibe en los escritos de tantos y tantos historiadores.

En definitiva, el objeto de análisis de este libro es, citando a Garavaglia y Marchena, «el problema de la violencia desatada por el blanco. Este aspecto, que también desde la época de Bartolomé de las Casas era uno de los que más había llamado la atención, fue posteriormente casi abandonado por los estudiosos» (Garavaglia/Marchena, 2005, I: 210). O, como señaló Thierry Saignes, «lo que exigiría una verdadera etnosiquiatría histórica es el furor invertido por los conquistadores europeos para matar, torturar y destruir al morador amerindio […]» (Saignes, 2000: 275). Al mismo tiempo, se tratará de demostrar cómo la Corona, cuando se puso al frente de la expansión territorial, por ejemplo, en el norte de México-Tenochtitlan, nunca dudó a la hora de aplicar prácticas atemorizadoras para conseguir sus propósitos.

Por otro lado, mi punto de vista también implica descartar otra posibilidad. Según Carmen Bernand y Serge Gruzinski: «La tensión perpetua que mantenía la inmersión en un medio ajeno, hostil e imprevisible» podría explicar «las explosiones de barbarie y las matanzas “preventivas” que van marcando el avance de las tropas». El caso es que, si ello fuera cierto, la matanza de parte de la nobleza mexica ordenada por Pedro de Alvarado el 23 de mayo de 1520 en México-Tenochtitlan sería únicamente producto del miedo, puesto que se hallaba con escasas fuerzas dentro de la ciudad custodiando la persona del huey tlatoani