La invención de El Dorado - Daniel García Roldán - E-Book

La invención de El Dorado E-Book

Daniel García Roldán

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"DANIEL GARCÍA ROLDÁN REALIZA EN LA INVENCIÓN DE EL DORADO un recorrido avizor y pausado de la reconstrucción nacionalista de nuestro pasado más antiguo por medio del Museo Arqueológico Nacional y el Museo del Oro, creados a fines de los años treinta del siglo pasado. Describe y analiza cómo, desde esas instituciones, se transformaron vestigios arqueológicos en historia colombiana. Tal es el eje de este libro de enorme interés para la historiografía, la museografía, la etnografía, el análisis de las respectivas tribus de conocimiento, y para cualquier ciudadano latinoamericano que quiera adentrarse en el sentido profundo y las herramientas que emplea el poder estatal en nuestros 'tiempos modernos'." Marco Palacios, El Colegio de México Ubicado en el centro de Bogotá, con sede en seis ciudades del país y exposiciones que recorren el mundo, el Museo del Oro del Banco de la República es considerado como el museo arqueológico colombiano de mayor importancia a nivel nacional e internacional. Esto nos podría llevar a pensar que fue allí donde etnológos y etnólogas, con apoyo del Estado, concentraron sus esfuerzos desde un comienzo. Sin embargo, no fue así. Al indagar en la historia de la antropología en Colombia entre las décadas de 1930 y 1950 resulta mucho más interesante la invención del Museo Arqueológico Nacional, que hoy prácticamente nadie recuerda. ¿Cómo fue la historia temprana de estas dos instituciones? ¿Qué concepciones del patrimonio arqueológico promovían? ¿Y por qué el proyecto del Museo Arqueológico Nacional se debilitó hasta desaparecer? Para responder a estas preguntas La invención de El Dorado aborda el surgimiento de estos museos e indaga en sus prácticas de exhibición, sus formas de representación del territorio y sus intercambios con instituciones e investigadores de otras latitudes.

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La invención de El Dorado

Para citar este libro: http://dx.doi.org/10.30778/2022.24

La invención de El Dorado

Museos arqueológicos, imágenes cartográficas y redes de conocimiento en Colombia

(1935-1955)

Daniel García Roldán

Universidad de los Andes

Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Nombre: García Roldán, Daniel, autor.

Título: La invención de El Dorado : museos arqueológicos, imágenes cartográficas y redes de conocimiento en Colombia (1935-1955) / Daniel García Roldán.

Descripción: Bogotá : Universidad de los Andes, Ediciones Uniandes : Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2022.

Identificadores: ISBN 9789587981896 (rústica) | 9789587981902 (electrónico)

Materias: Museo del Oro (Bogotá, Colombia) | Museo Arqueológico Nacional (Bogotá, Colombia) | Museos arqueológicos – Historia | Museografía

Clasificación: CDD 069.09861–dc23      SBUA

Primera edición: abril del 2022

© Daniel García Roldán

© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales

© Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Ediciones Uniandes

Carrera 1.ª n.º 18A-12, bloque Tm

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: (60-1) 3394949, ext. 2133

http://ediciones.uniandes.edu.co

http://ebooks.uniandes.edu.co

[email protected]

Facultad de Ciencias Sociales

Carrera 1.ª n.° 18A-12, bloque G-GB, piso 6

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: (60-1) 3394949, ext. 5567

http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co

[email protected]

Editorial UTadeo

Carrera 4.ª n.° 23-76, piso 2

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfono: (60-1) 2427030, ext. 3120

https://www.utadeo.edu.co/es/editorial

ISBN: 978-958-798-189-6

ISBN e-book: 978-958-798-190-2

DOI: http://dx.doi.org/10.30778/2022.24

Corrección de estilo: Diana López de Mesa

Diagramación interior: David Reyes, Precolombi EU

Diseño de cubierta: María Andrea Santos

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Universidad de los Andes | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 28 del 23 de febrero de 1949, Minjusticia. Acreditación institucional de alta calidad, 10 años: Resolución 582 del 9 de enero del 2015, Mineducación.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

A María Andrea Santos,

Juan Simón y Ulises,

por la vitalidad, el amor y la fuerza

que me dieron para lograr este trabajo.

Y a Renán Silva,

por su amistad y sus valiosas enseñanzas.

Contenido

Lista de imágenes

Presentación

Primera parte

Los nuevos orígenes (1935-1945)

1 Geografía, cartografía y pueblos originarios

2 Los contactos con México

3 La Escuela Normal, el Instituto Etnológico y el banco emisor

4 El Museo del Hombre

5 El mapa, el logotipo y el fragmento

6 El mapa como emblema

7 Cartografía y arqueología en México

Segunda parte

El momento crítico y el momento mítico (1943-1950)

8 De los acontecimientos dramáticos a los acontecimientos discursivos

9 El Museo de Brooklyn

10 Dos museos, dos visiones

11 La museología al servicio del conocimiento

12 La museología como el arte del montaje

13 Antes y después de 1948

14 La geografía y el trabajo de campo

15 El indigenismo y la literatura

16 Los mapas artísticos

17 Un discurso tautológico para unas piezas inquietantes

Tercera parte

La persistencia de un mito y la lucha por un sueño (1949-1955)

18 Una (pre)historia de la museología moderna en Colombia

19 El ICOM y la Unesco

20 El museo vivo

21 El museo imaginario

22 Arqueología ficticia y guaquería

23 Un mapa de la arqueología nacional

Conclusión

Bibliografía

Lista de imágenes

Imagen 1. Mapa arqueológico de Colombia, Luis Alfonso Sánchez (1938)

Imagen 2. Centros de la cultura del río Magdalena, Luis Alfonso Sánchez (mapa fragmento, 1944)

Imagen 3. Mapa fragmento: pueblo chibcha, Julio César Cubillos (1945)

Imagen 4. Mapa fragmento: los guanes, Julio César Cubillos (1945)

Imagen 5. Tumaco: Notas arqueológicas. Figuras 10 y 13, Julio César Cubillos (1955)

Imagen 6. Cementerio indígena de la “Cimitarra”. Láminas I y II, Julio César Cubillos (1945). Textos de Félix Mejía Arango

Imagen 7. Dibujos incluidos en un artículo de Edith Jiménez, Julio César Cubillos (1945)

Presentación

EN LA MISMA época en la que se descargó una fuente de energía condensada bajo la tierra, produciendo una de las mayores transformaciones sociales y técnicas de la historia moderna, varias naciones latinoamericanas explotaron como nunca otras fuentes de energía presentes en los vestigios materiales del pasado indígena1 de sus territorios. A lo largo del siglo XX la investigación y adquisición de terrenos, objetos y restos humanos para crear sitios arqueológicos monumentales y engrandecer las colecciones de los museos fue una estrategia central de los gobiernos de turno que buscaban exaltar el nacionalismo y consolidar el poder del Estado en países como México, Perú y Colombia. De manera simultánea, corrientes intelectuales y movimientos sociales ligados con el indigenismo alimentaron la vida política y cultural en estos países.

Este libro reconstruye el proceso de reinvención del mito de El Dorado por medio de la historia temprana del Museo del Oro y del Museo Arqueológico Nacional. La formación de ambas instituciones tuvo lugar en una época de cambios en la política colombiana que la historiografía ha denominado la República Liberal (1930-1946): una etapa en la que las élites gubernamentales se hicieron conscientes de que la población se había convertido en un sujeto político activo al que era necesario encauzar. Desde una perspectiva más amplia, el surgimiento de estos museos también forma parte de una ola de transformaciones que se dio a nivel internacional en el ámbito de las instituciones de exhibición, formación e investigación en arqueología y etnología. La inauguración del Museo del Hombre en París en 1938 abanderó un discurso antirracista y defensor del mestizaje universal; un año más tarde se creó en México el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), aumentando la capacidad del gobierno federal para administrar el patrimonio arqueológico de la nación; y entre 1941 y 1944, con la apertura del Instituto de Antropología y Etnología Bernardino Sahagún y del Museo de América la invención de el dorado de Madrid se desplegó una estrategia del régimen franquista para recrear el pasado católico y conquistador del imperio español2.

Aunque se desconoce la fecha exacta de su apertura al público, el Museo Arqueológico Nacional fue una iniciativa del Estado colombiano que, durante la década de 1930, se ocupó de crear instituciones que tuvieran a su cargo el cuidado del patrimonio arqueológico y la promoción de políticas para su protección. El acto legislativo de creación del Museo Nacional de Arqueología y Etnología tuvo lugar en el año 1931[3]. Este también fue el año en el cual se promulgó la Ley 103 sobre monumentos y objetos arqueológicos, que inauguró el régimen jurídico de protección del patrimonio arqueológico en Colombia. Cuatro años más tarde se adquirieron terrenos para la conformación del parque arqueológico de San Agustín (ubicado en el departamento del Huila, al suroccidente del país), y organizaciones extranjeras y entidades oficiales comenzaron a realizar periódicamente expediciones etnográficas y excavaciones arqueológicas en diferentes lugares del territorio nacional.

En 1938 se creó el Servicio de Arqueología adscrito al Ministerio de Educación Nacional, y para celebrar el cuarto centenario de la fundación de Bogotá se llevó a cabo una importante exposición arqueológica y etnográfica, en la que se reunieron diferentes colecciones públicas y privadas4. Después de esta exposición temporal se tomó la decisión de abrir al público el Museo Arqueológico Nacional, que durante los primeros años ocupó algunos salones de la Biblioteca Nacional y a partir de 1946 se instaló en la primera planta del antiguo panóptico de la ciudad5.

Por su parte, el Museo del Oro surgió como una iniciativa del Banco de la República6 para formar una colección de orfebrería prehispánica, pues desde mediados de la década de 1930 comenzaron a llegar a la oficina central del Banco piezas provenientes de las agencias regionales de compra de oro7. A dichos objetos se sumaron otros comprados a un coleccionista particular y luego, por petición del Ministerio de Educación, la Junta Directiva decidió iniciar formalmente una colección en 1939, adquiriendo la emblemática pieza que actualmente se conoce como el Poporo Quimbaya. La primera exhibición permanente de estas piezas tuvo lugar en unas vitrinas que rodeaban la sala de juntas del banco emisor, y los únicos visitantes autorizados para verla fueron personalidades notables y extranjeros reconocidos. No hay que perder de vista que esta iniciativa cultural del Banco de la República está estrechamente vinculada a la de otros bancos emisores en Centro y Suramérica a lo largo del siglo XX8.

A pesar del impulso y las expectativas con que fueron creados estos museos, el recrudecimiento de la violencia en varias regiones del país luego del 9 de abril de 1948, así como algunas decisiones de los gobiernos que asumieron el poder durante estos años de polarización política, truncaron su desarrollo y marcaron su trayectoria de manera definitiva. Así, esta historia que se sitúa entre mediados de la década de 1930 y el primer lustro de la década de 1950 rastrea cómo el proyecto del Museo Arqueológico Nacional se vio progresivamente debilitado hasta desaparecer, mientras que la colección orfebre del Museo del Oro fue ganando cada vez mayor reconocimiento nacional e internacional. En otras palabras, este libro intenta explicar cómo, mientras que una concepción del patrimonio arqueológico estrechamente ligada a la educación, la investigación y el trabajo iba perdiendo vigor, otra asociada al mito de El Dorado y al carácter suntuario de la orfebrería prehispánica fue ganando terreno.

Las fuentes para construir esta historia provienen de diversos archivos, ya que la información de ambos museos es fragmentaria y está dispersa en entidades como el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), el Archivo General de la Nación (AGN), la Biblioteca Luis Ángel Arango y el Museo Nacional. En el caso de las fuentes sobre el Museo del Oro, existe una política de reserva del Banco de la República con respecto al inventario de su colección. La documentación relativa al registro de ingreso y a la historia de las piezas solo puede ser consultada por algunos funcionarios del museo, ya que los objetos arqueológicos atesorados se consideran “activos” de la institución. Debido a ello, no fue posible conocer un acervo documental de gran valor en donde se encuentra información sobre los vendedores y la procedencia de las piezas, el precio al que fueron adquiridas y otros datos sobre su contexto de hallazgo; tampoco se obtuvo la autorización para consultar el archivo central del Banco ni el permiso para publicar las imágenes analizadas en esta investigación. Es una lástima que exista esta especie de secretismo con respecto a los archivos de esta institución, pues su análisis ayudaría a reconstruir la historia del coleccionismo, la guaquería y la museología arqueológica en Colombia.

Debido a tales restricciones, las fuentes más significativas para esta investigación fueron los catálogos, libros y publicaciones seriadas que realizaron ambos museos y los institutos vinculados a ellos. Estos impresos constituyen documentos relevantes, pues por medio de ellos los museos arqueológicos colombianos se dieron a conocer a nivel nacional e internacional. De los mil ejemplares que se imprimían de cada revista del Instituto Etnológico y del Servicio de Arqueología, setecientos iban destinados a universidades, museos, institutos, bibliotecas, oficinas gubernamentales e investigadores de diferentes regiones de Colombia y de la mayoría de los países de América y Europa. Algo similar ocurrió con los catálogos del Museo del Oro, teniendo en cuenta el prestigio internacional que tenía la orfebrería prehispánica del territorio colombiano.

Para estudiar este acervo documental con una mirada crítica, el enfoque de esta investigación se enmarcó en el ámbito de análisis de las geografías del conocimiento científico9 y la arqueología del saber. Comprender la historia de los museos arqueológicos implica tener en cuenta sus condiciones institucionales y el contexto geopolítico del que formaron parte: es distinto el desarrollo de una institución que surgió como iniciativa de un ministerio de educación al de otra creada en el seno de un banco emisor. En la misma línea, los procesos de circulación y apropiación del conocimiento en los que participaron varían dependiendo de los lugares donde se establecieron contactos; son diferentes los diálogos e intercambios que se dieron entre países latinoamericanos a aquellos que se establecieron con Europa y Estados Unidos. Por último, es necesario aclarar que estos museos arqueológicos no fueron espacios cerrados y especializados en un solo campo del conocimiento, como se podría pensar; antes bien, se trató de lugares de cruce y de encuentro entre diversas disciplinas, prácticas, discursos e intereses10.

A partir de este enfoque, se reconstruyó la historia temprana del Museo del Oro y del Museo Arqueológico Nacional desde tres perspectivas. En primer lugar, se rastrearon los intercambios y diálogos que se dieron con actores e instituciones de otras latitudes: museos e investigadores de Perú, México, Estados Unidos, España, Francia y Alemania, que mantuvieron conexiones con arqueólogos y etnólogos colombianos, y que impulsaron el desarrollo de estas instituciones en el país. En segundo lugar, se examinaron los usos de la geografía y la cartografía que se presentaron en ambos museos, pues es evidente la importancia que tuvieron estos saberes en la recreación simbólica y científica del pasado indígena de la nación. Y, en tercer lugar, se analizaron las concepciones de la museología y la museografía11 propias de cada institución, pues mediante ellas fue posible rastrear un contrapunto entre la exhibición de objetos arqueológicos como obras maestras y su exposición como testimonios de la cultura material de grupos humanos particulares. Desde luego, estas tres perspectivas están conectadas de múltiples maneras y uno de los principales retos de la investigación fue hacer visibles y comprensibles tales conexiones.

En la primera parte de este libro, enmarcada en el preludio y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial (1935-1945), se analizan algunas de las coyunturas que condujeron al Ministerio de Educación y al Banco de la República a la creación de ambos museos; como complemento de este proceso se reconstruyen los diálogos establecidos con dos instituciones que ejercieron una influencia significativa en el contexto local: el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, de México, y el Museo del Hombre, de París. Para cerrar la primera parte, se propone una categorización y un análisis de algunos mapas que aparecieron en las primeras exposiciones y publicaciones de los museos arqueológicos de Colombia y México.

En la segunda parte, desarrollada durante un periodo de intensificación de la violencia pública en el país (1943-1950), se rastrean los intercambios establecidos entre los museos arqueológicos colombianos y algunas instituciones e investigadores estadounidenses, peruanos, alemanes y españoles. Como efecto de este proceso de circulación y apropiación del conocimiento se exponen los contrastes más notorios entre la museología que adoptó el Museo del Oro y aquella que asimiló el Museo Arqueológico Nacional; para cerrar este apartado se analizan los roles opuestos que la geografía y la cartografía desempeñaron en ambas instituciones durante aquellos años.

La tercera parte, que se desarrolla durante la posguerra a nivel internacional, y el golpe de Estado y los primeros años del gobierno militar en Colombia (19481-955), reconstruye las conexiones de los museos locales con instituciones transnacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), el Consejo Internacional de Museos (ICOM, por sus siglas en inglés) y el Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH). Aquí se analiza el papel que los medios de reproductibilidad técnica y de comunicación masiva desempeñaron en la modificación de las prácticas de exhibición del Museo del Oro y del Museo Arqueológico Nacional y se examinan las nociones y usos de la geografía y la cartografía que aparecieron en dos obras de síntesis de la arqueología en Colombia, publicadas a mediados de la década de 1950.

Aunque parezca obvia, es necesario explicar la razón por la cual México ocupa un lugar notorio en este trabajo. La historia de los museos, la arqueología y la antropología mexicanas manifiestan vívidamente varios de los problemas implicados en las representaciones oficiales del pasado indígena en América Latina. La instrumentalización del legado material y espiritual de las culturas mesoamericanas con fines políticos, así como el notable desarrollo de saberes relacionados con la comprensión, conservación y exhibición del patrimonio arqueológico, son prueba de ello. Por este motivo, tomé la decisión y tuve la oportunidad de hacer una estancia de investigación en ese país. En los archivos y bibliotecas del Museo Nacional de Antropología y de otras dependencias del INAH recopilé material suficiente para estudiar el caso mexicano. Esto explica por qué la historia del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía y la de los saberes que lo rondan y atraviesan funciona como una especie de faro, que aparece y desaparece, para iluminar aspectos centrales de la investigación.

Para terminar, algunas recomendaciones facilitarán la lectura de este libro. En primer lugar, las tres partes que lo componen incluyen al inicio una breve introducción seguida por un capítulo destinado a la crítica historiográfica; de la invención de el dorado ese modo se ofrece una descripción sucinta de cada sección y se establecen diálogos con investigaciones dedicadas a temas relacionados. En segundo lugar, hay extensas notas al final de cada capítulo; en algunas ocasiones se trata de ampliaciones o digresiones sobre el tema abordado; en otras, de explicaciones de corte teórico, que, de ser incorporadas en el cuerpo del texto, lo harían perder su ritmo narrativo. En ambos casos, el lector puede prescindir de su lectura si así lo desea. En tercer lugar, no fue posible obtener la autorización para publicar la mayoría de las imágenes analizadas en esta investigación. Por tal motivo, presento notas al pie de página con los sitios de Internet en donde se pueden consultar12. Sin más preámbulos, que empiece la historia.

Notas

1    Por supuesto, tal como lo advierte Paula López Caballero, es necesario evitar considerar “lo indígena” una realidad social con unas características propias o que perduran de manera inmutable a lo largo del tiempo. Al contrario, lo que se quiere subrayar es cómo justamente eso que se ha definido como “indígena” o “prehispánico” es una construcción cuyo significado se elabora de acuerdo con el contexto y el lugar de enunciación. Paula López Caballero, “Introducción. Los regímenes nacionales de alteridad: Contextos, posicionamientos e interacciones en la constitución de la identificación como ‘indígena’”, en Régimes Nationaux d’altérité: États-Nations et Altérités Autochtones en Amérique Latine, 1810-1950, editado por Paula López Caballero y Christophe Giudicelli (Rennes: Presses Universitaires de Rennes, 2016), XXVI.

2    Si bien el acto jurídico de creación del Museo de América es de 1941, su funcionamiento inició en 1944. Luis Vázquez de Parga, El Museo Arqueológico Nacional: Noticia de sus colecciones de arqueología española hasta la Edad Media (Madrid: Congreso Internacional de Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas, 1954), 6.

3    Luis Duque Gómez, Colombia: Monumentos históricos y arqueológicos (Ciudad de México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia y Comisión de Historia, 1955), 146.

4    Aura Reyes, “Años treinta: Encuentro de caminos hacia la institucionalización de la antropología colombiana”, en Berose: Encyclopédie en ligne sur l’histoire de l’anthropologie et des savoirs ethnographiques (París: IIAC-LAHIC Y UMR), https://t.ly/yqmK.

5    Hay que agregar que a ese mismo edificio llegaron en 1948 las colecciones de historia y arte que conformaron el Museo Nacional de Colombia, como una institución independiente del Museo Arqueológico. Hasta la actualidad el panóptico sigue siendo sede del Museo Nacional.

6    “El Banco de la República es un órgano del Estado de naturaleza única, con autonomía administrativa, patrimonial y técnica, que ejerce las funciones de banca central”. “Qué hacemos”, Banco de la República, https://t.ly/HNGP.

7    Desde 1923, año de la fundación del Banco de la República, y hasta 1992, esta institución controló el comercio del oro en Colombia. Miguel Urrutia, “Historia del compromiso del Banco de la República con la cultura”, en Banco de la República: 90 años de la Banca Central en Colombia, editado por Gloria Alonso Másmela (Bogotá: Banco de la República, 2013), 52.

8    Yvonne Hatty Guzmán, Banca y cultura del Renacimiento a nuestros días (Bogotá: Banco de la República y Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales, 1999), 62-100.

9    David N. Livingstone, Putting Science in Its Place: Geographies of Scientific Knowledge (Londres: The University of Chicago Press, 2003). Este trabajo de Livingstone está inscrito en una discusión que se ha desarrollado en la historiografía de la ciencia desde hace décadas. Las reflexiones de George Basalla fueron claves para comprender la dimensión social, histórica y geográfica del desarrollo del conocimiento científico moderno. Sin embargo, el énfasis puesto en la difusión hizo que se perdieran de vista puntos fundamentales, como la atención a las variaciones locales en las formas de producir y asimilar el conocimiento. Con el transcurso del tiempo los vacíos dejados por las propuestas de Basalla han sido llenados por otras investigaciones, entre las que se cuenta este libro de Livingstone.

10    De acuerdo con ello, el museo es uno de esos espacios en donde se da lo que Michel Foucault denominó una configuración interdiscursiva (con sus regiones de interpositividad, sus isotopías, sus desfases y sus correlaciones arqueológicas). De ahí que estos y otros conceptos de la Arqueología del saber (tales como sujeto de enunciación, acontecimiento discursivo y discontinuidad) se convirtieran en unas de las principales herramientas de análisis de las fuentes en este trabajo. Michel Foucault, La arqueología del saber (Ciudad de México: Siglo XXI, 2010).

11    “El trabajo cotidiano de los museos se divide en dos grandes áreas: la museológica y la museográfica. A la primera le corresponden todas las actividades que generan nuevos conocimientos para preservar y divulgar diversas interpretaciones sobre sus acervos y el estudio de sus públicos. La museografía, por su parte, es responsable de crear, materialmente, las exposiciones y los servicios que el museo pone a disposición de los visitantes”. Rodrigo Witker, Los museos (Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2001), 1.

12    En varios casos el lector podrá consultar las imágenes en la tesis doctoral fruto de esta investigación: Daniel García Roldán, “La invención del Museo del Oro y el Museo Arqueológico Nacional (1935-1955): Geografías del conocimiento, imágenes cartográficas y formas de exhibición” (tesis de doctorado, Universidad de los Andes, 2019). Este documento está disponible en el repositorio de la Universidad de los Andes, véase https://t.ly/csaL.

Primera parte

Los nuevos orígenes (1935-1945)

LA PRIMERA PARTE de este libro examina las circunstancias históricas, los contextos institucionales y los actores que estuvieron involucrados en la creación del Museo Arqueológico Nacional y del Museo del Oro. Para comprender este proceso desde un horizonte que supere las fronteras nacionales se rastrearán las conexiones que se establecieron entre Colombia, México y Francia, y se llevará a cabo el análisis de un conjunto de mapas, exposiciones y publicaciones realizadas por institutos y museos de los tres países. Con ello se propone una primera aproximación que busca abordar la historia de estos museos en tres dimensiones: como centros de intercambio y negociación entre lo local y lo global; como lugares estratégicos para la representación geográfica y cartográfica del territorio y como espacios para la exhibición de discursos y miradas oficiales sobre el patrimonio arqueológico.

Es de sobra conocida la influencia de Paul Rivet y el Museo del Hombre de París en la consolidación de las ciencias antropológicas y los museos arqueológicos en Colombia. Sin embargo, hay algunos aspectos a los cuales la historiografía colombiana no se ha referido y que vale la pena abordar, relacionados con el papel de la cartografía en el museo que dirigía Rivet, con la creación de la sala de América en esta institución y con la crisis que allí se vivió luego del estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia por parte de los alemanes. Algo distinto sucede con el caso de México, pues a pesar de su importante papel en el desarrollo de la arqueología en América Latina, la historiografía colombiana no le ha prestado suficiente atención ni ha explorado las conexiones entre ambos países. Por ello, uno de los propósitos de los siguientes capítulos será reconstruir las conexiones que se establecieron entre políticos, artistas y estudiosos colombianos con instituciones mexicanas, a partir de las cuales se apropiaron de ideas y recursos para la creación del Servicio de Arqueología y el Museo Arqueológico Nacional.

Con el juego de palabras implícito en la expresión “nuevos orígenes” pretendo resaltar que la creación de los museos arqueológicos en Bogotá a finales de la década de 1930 no constituye, en sentido estricto, el comienzo o el punto cero de ambas instituciones; más bien valdría la pena concebir estos hechos como la manifestación de un cambio en un proceso de larga duración, que vincula los distintos momentos de la historia del Museo Nacional de Colombia (desde su creación), así como el fenómeno del coleccionismo de objetos arqueológicos y el interés por conocer e investigar el pasado prehispánico, que se remontan a los comienzos de la sociedad colonial. En ese sentido, más que considerar la acepción del término origen, fuertemente criticada por Marc Bloch, pienso en aquella otra que durante la misma época concibió Walter Benjamin, y que figuró mediante la imagen de “un torbellino en el río del devenir”1.

Sin embargo, tampoco se debe caer en el error de los especialistas que asumen de manera demasiado rígida el principio de la discontinuidad, y que se encierran en la investigación de un corto periodo histórico sin ser capaces de mirar hacia atrás o hacia delante, para insertar sus reflexiones en un horizonte más amplio. De ahí la relevancia de la noción de supervivencia2, que nos permite comprender que la historia no solo debe concebirse como un proceso de transformación, sino también a partir del juego de las repeticiones y los retornos que la determinan. ¿Qué hacer entonces? Más que unos antecedentes de un centenar de páginas, que por cierto ya han sido realizados en otras investigaciones, lo que se propone a continuación es una reflexión historiográfica para mostrarle al lector algunos lugares de cruce entre los mapas, los museos y las sociedades y culturas indígenas de América.

Notas

1    “Porque ‘nada tiene que ver con la génesis de las cosas’, el origen en este sentido cristaliza dialécticamente la novedad y la repetición, la supervivencia y la ruptura”. Didi-Huberman, Ante el tiempo: Historia del arte y anacronismo de las imágenes (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2005), 110.

2    El concepto de supervivencia adquirió una significación fundamental en la historia del arte a partir de las reflexiones y usos que hizo de él Aby Warburg (1866-1929).

1

Geografía, cartografía y pueblos originarios

EN UN INTERCAMBIO epistolar entre el director del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía de México y el presidente municipal y los regidores de Ayauhtla (Oaxaca), durante enero y febrero de 1937, se condensa una historia ejemplar. En la primera de estas cartas Policarpo Sánchez y los demás solicitantes requieren información de Luis Castillo Ledón sobre un “plano” de su ciudad natal que, según cuentan los ancianos, fue pedido en préstamo por “el extinto general” Porfirio Díaz y nunca devuelto. Además del interés que este documento pudo tener para el presidente de México, lo que nos intriga de la solicitud de las autoridades de Ayauhtla son las características que tenía dicho “plano” y las funciones que debía desempeñar entre los habitantes de aquella población:

[…] desde los años muy anteriores han manifestado los ancianos de este lugar y aún hoy expresaron ante esta presidencia que el plano de esta localidad solicitó el extinto general Don Porfirio Díaz cuando estaba actuando el cargo de presidente de la República por lo que hasta la fecha no ha devuelto que en su nota había expresado que iba a ser con carácter devolutivo dicho plano. Por este concepto le rogamos a usted se sirva indagar en el museo de su digno cargo porque [sic] este pueblo totalmente carece de Plano. Una vez que aparezca el expresado plano tome la molestia de remitirnos de esto a fin de que la niñez presente y la futura observen con escrúpulo su suelo natal hasta donde colinda con los pueblos hermanos que les rodean. Dichos ancianos así mismo expresan que el referido plano es de lienzo, dibujado con figuras de hombres y sus respectivas esposas de ambos, seccionada como realmente está divido en este lugar, primera y segunda sección.1

¿Qué tipo de plano podría haber hecho que los niños lo observasen con escrúpulo? ¿Por qué aparecían dibujados en él las figuras de hombres con sus esposas? En la respuesta que Salvador Mateos (secretario general del Museo) le envió a Castillo Ledón, informándole de la búsqueda del documento, nos enteramos de que, en el lenguaje manejado por los funcionarios de esta institución, no era un plano lo que solicitaban los políticos de Ayauhtla sino un “códice”. Infortunadamente no contaban con él en su acervo, ni se conocían noticias claras de su paradero. Varios aspectos nos interesan de este pequeño intercambio epistolar. En primer lugar, el reconocimiento de que entre las sociedades indígenas del continente existieron maneras de concebir y figurar el territorio, que desembocaron y alimentaron la cartografía y la geografía americanas elaboradas después de la conquista. Un ejemplo de ello son los códices, que además de informar sobre creencias, historias y genealogías, daban cuenta de nociones geográficas y exhibían un lenguaje convencional para representar el espacio, análogo al de la cartografía occidental.

Tal como lo afirman Miguel León Portilla y Carmen Aguilera, aunque el tema sea complejo y se preste para discusiones, “una peculiar forma de arte cartográfico era parte del bagaje cultural de la antigua Mesoamérica”2. Si bien no se conocen documentos prehispánicos de los que se pueda asegurar que son planos o mapas, algunas crónicas mencionan que muy poco tiempo después de la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlan, Moctezuma mandó a realizar y le enseñó al conquistador un lienzo en paño en el “que se veía figurada toda la costa”3. León Portilla y Aguilera también citan otros testimonios a partir de los cuales se puede probar que existían “lienzos en los que se delineaban los accidentes geográficos de vastas extensiones de tierra; se marcaban en secuencia, a modo de itinerario, los nombres del lugar; se señalaban límites de provincias y los pueblos y ciudades; se indicaban las clases de tierras y a quiénes pertenecían”4.

Otro aspecto que resulta interesante, a propósito de la carta enviada por los políticos de Ayauhtla, es la pervivencia durante siglos de ciertas “coordenadas” del orden territorial del lugar. El hecho de que en 1937 los notables de Ayauhtla afirmaran que aún esta población estaba dividida en dos secciones, tal como aparece en el “plano”, nos debe servir como pista para comprender que ciertas formas de ocupación y concepción del espacio en América, a pesar de los drásticos cambios que trajo la historia, perviven de maneras múltiples e incluso, insospechadas. En el estado de Oaxaca, por ejemplo, “hasta mediados del siglo XIX había existido un antiguo tipo de cacique, con una legitimación retrospectiva, basada en genealogías y documentos geografía, cartografía y pueblos originarios antiguos (códices, mapas, mercedes, posesiones, composiciones, etcétera), llamados ‘títulos’, pertenecientes al cacicazgo”5. Según Sebastián van Does-burg, los últimos cacicazgos cuicatecas se desintegraron alrededor de 1870. De manera paralela a este proceso, surgió un interés en el valor arqueológico y artístico de los documentos pictográficos que llegaron a manos de algunos de los “miembros de las clases privilegiadas oaxaqueñas” más ligados a los pueblos indígenas6. Con los primeros estudios modernos de estos documentos se exaltó de manera romántica y literaria la región, identificándola con su historia indígena, en la que se entrelazaban el mito y la tradición oral. Se sabe también que el Estado se interesó en la recolección de estos documentos, pues en 1889 el gobernador de Oaxaca solicitó de manera oficial copias de los códices y lienzos para el acervo del museo; de hecho, Porfirio Díaz compró en 1891 un códice, que tiempo después fue bautizado con su nombre. En este contexto presumiblemente ocurrió la solicitud del “plano” de Ayauhtla, nunca devuelto por el “extinto general”. En efecto, a finales del siglo XIX

varios códices, mapas y otros documentos pictográficos llegaron a manos de investigadores como Martínez Gracida, Nicolás León, Francisco Belmar y sus colaboradores. Todos trabajaron bajo el patronato indirecto de Porfirio Díaz, originario de Oaxaca. Su interés en estos documentos como fuentes primarias de la cultura antigua coincide irónicamente con la desamortización de las tierras indígenas y la desintegración de los últimos cacicazgos oaxaqueños a partir de la segunda conquista.7

Tal conexión muestra el último de los aspectos que se quiere destacar de esta historia, a saber: la relación entre el interés del Estado en controlar el territorio y su papel como patrocinador del conocimiento (y en ocasiones de la mitificación) de las sociedades y las culturas indígenas del presente y del pasado; conocimiento o mitificación que en la mayoría de las ocasiones se ha vinculado con procesos o intentos de transformación social de grupos étnicos, así como con prácticas de apropiación de los que se consideraron luego bienes arqueológicos, y que pasaron a formar parte del patrimonio cultural de la nación. No es casualidad que pocos años después de que se hubiesen atesorado estos códices de los pueblos de Oaxaca, se creara la primera Carta Arqueológica Nacional8, a cargo de Leopoldo Batres, publicada para celebrar el centenario de la independencia. Y tampoco que, en ese mismo año de 1910, se hubiese llevado a cabo la apertura de Teotihuacan después de las obras de restauración y readecuación que el mismo Batres dirigió, y en las que se hicieron modificaciones en la pirámide del Sol, que luego fueron enérgicamente criticadas9. En seis años, Batres “liberó los más grandes monumentos teotihuacanos, si bien en alguna ocasión su ímpetu lo llevó a ciertos excesos”10.

Recientemente, a comienzos de marzo del 2017, el INAH presentó con bombos y platillos la recuperación del códice de Ayauhtla. El “lienzo” se entregó en la ciudad de Oaxaca, en un nuevo y moderno edificio que está por inaugurarse para albergar la documentación oficial, y que recibirá el pomposo nombre de La Ciudad de los Archivos. La noticia se presenta como un acto de justicia, pues el códice no será atesorado en la Ciudad de México sino en la capital del Estado, donde existe aún esa pequeña población: “El viaje dilató siete horas. Con un embalaje especial diseñado por personal del Museo Nacional de Antropología, para evitar cualquier movimiento, y debidamente patrullado al ser un bien del patrimonio nacional, el Lienzo de San Bartolomé Ayauhtla cruzó parte de la agreste sierra de que procede”11. Sin embargo, no es posible olvidar la solicitud de los ancianos consignada en la carta de 1937. ¿Qué fue de aquella petición? En el Boletín del INAH no se dejan cabos sueltos, y en uno de sus apartados se cita que Gabriela García García, habitante de esta población, afirmó en audiencia pública, primero en mazateco y luego en español, que este códice era desconocido para la gente de su pueblo.

Con unas diferencias importantes, en el territorio colombiano se dio un proceso histórico análogo, por su carácter ambiguo y contradictorio. Las sociedades indígenas gozaban de un conocimiento amplio y profundo del espacio geográfico que habitaban. Tal como se afirma en el reciente trabajo Mapeando Colombia, puede verse que los pueblos originarios manejaron y aún hoy “manejan diferentes tipos de mapas para representar sus mundos geográficos y sociales. Mapas de la sociedad en los nombres, mapas del cosmos en sus casas, mapas del tiempo en sus sombreros o del entorno en sus telares”12. Así mismo, durante la conquista, encontramos representaciones cartográficas hechas por indígenas y mestizos en el contexto de reclamos legales de tierras, tal como lo reconstruye Joanne Rappaport a partir del caso de don Diego de Torres13.

Por otro lado, en cuanto a la cartografía occidental elaborada durante el tránsito que tuvo lugar entre el virreinato y la república, mientras que en los mapas de D’Anville, Olmedilla y Arrowsmith la población indígena sobresale y se resalta como si controlara el territorio14, las posteriores cartas geográficas de Francisco José de Caldas, José Manuel Restrepo y Joaquín Acosta borraron o hicieron menos visible esta presencia. Luego, en los informes de la Comisión Corográfica y en el Atlas geográfico e histórico de la República de Colombia (1889) la actitud hacia el mundo indígena parece desdoblarse, pues si bien los grupos nativos existentes en aquel momento estuvieron ausentes de los mapas, los vestigios arqueológicos y las sociedades prehispánicas cobraron importancia en algunos de ellos. Esto demuestra el uso dual de dichas representaciones, pues al mismo tiempo que ciertos fragmentos del mundo indígena prehispánico simbolizaban el fundamento mítico de la nación o el punto cero de la historia americana (a partir de su relación con la conquista), lo indígena actual recreaba en varias ocasiones una “frontera salvaje” que hacía de diversos grupos étnicos la contracara del “nosotros” de la nación15.

Una historia paralela se puede reconstruir en torno a la atracción que despertó la orfebrería indígena en el territorio americano, desde un comienzo conectada con el interés en las regiones mineras. No es de extrañar que los mapas europeos relacionados con este tipo de recursos naturales y aquellos en los que se representó la localización de las sociedades indígenas, tengan una larga historia llena de resonancias y correspondencias. Tal como lo relata Sebastián Díaz en un reciente trabajo sobre la historia minera de Colombia, el “Mapa de las regiones auríferas del Perú” de 1584 es el impreso más antiguo que conocemos sobre los actuales Colombia, Ecuador y Perú, y muestra el carácter con que esta parte del subcontinente se grabó en la imaginación occidental desde la conquista, como la tierra de El Dorado16. Sin embargo, al mismo tiempo que la Corona española publicitaba esta imagen de “[…] la existencia —real o fantasiosa— de grandes reservas de riquezas mineras en sus dominios americanos […], manejaba estrategias de secretismo imperial sobre los detalles de la exploración y explotación”17 de las minas. Tal actitud oscilante entre la exhibición y el ocultamiento dificultó el desarrollo sistemático de la cartografía minera del continente hasta la segunda mitad del siglo XX.

Otro indicio que permite rastrear los cruces entre la representación de las culturas y sociedades indígenas del pasado y el interés en el aprovechamiento práctico de los recursos mineros del país se observa en la creación del Museo Nacional y la Escuela de Minería, que nacieron como instituciones hermanas en 1824. Si bien en este caso es necesario reconocer que se trataba de la emulación del Museo de Historia Natural y de la Escuela Real de Minas de París, instituciones con las cuales mantuvieron una relación activa durante algunos años18, no se debe dejar de lado que la elección del modelo a imitar estaba ligada con una realidad local. A pesar de que en los primeros años las colecciones del Museo estuvieran al servicio de la enseñanza de las ciencias antes que para exhibición de objetos que recrearan simbólicamente un pasado, desde el principio existió un interés en las antigüedades indígenas. Entre la pequeña colección de minerales, huesos de animales desconocidos, insectos, reptiles, peces y algunos instrumentos, se incluía “una momia encontrada cerca de Tunja con su manta bien conservada”19, que se suponía tenía más de cuatrocientos años. Una imagen caricaturesca de este cruce de intereses, y del encuentro entre ciencia y mito, la recoge Carlo Emilio Piazzini, quien cita la reseña que Ernesto Restrepo Tirado escribió sobre la historia del Museo, según la cual entre 1871 y 1872 se arrinconaron las colecciones y se excavó en el subsuelo del lugar en busca de tesoros ocultos hasta tal punto, que fue necesario suspender los trabajos, pues se corría el riesgo de que el edificio se viniera a tierra20.

No resulta extraño que estas actitudes contradictorias de exhibición y ocultamiento que oscilaron entre la recreación simbólica y la investigación científica del espacio geográfico y su relación con las sociedades indígenas fueran heredadas por la cartografía que produjo la arqueología en Colombia durante el siglo XX. Así lo muestra Carlo Emilio Piazzini en varios de sus trabajos, al analizar tres fenómenos a los que debemos prestar atención21. El primero de ellos tiene que ver con la sujeción de la arqueología a los límites del territorio nacional. Esta práctica que se dio de manera más o menos análoga en el resto de países latinoamericanos, se explica debido a que esta disciplina estuvo y aún está en su mayor parte auspiciada y regulada por entidades oficiales, pues, como ya se ha dicho, los hallazgos arqueológicos desempeñan una función significativa en la construcción de las identidades nacionales.

El segundo aspecto mencionado por Piazzini está relacionado con el hecho de que varios de los mapas arqueológicos elaborados entre 1938 y 1995 muestran un fuerte contraste entre las zonas que describen la población indígena del territorio y aquellas en donde no se presentan datos al respecto; esto lleva al autor a inferir que existe una relación estrecha entre la conformación de las regiones arqueológicas y las divisiones político-administrativas de Colombia en los siglos XIX y XX. El vínculo que se puede establecer entre la invención de “los chibchas y quimbayas arqueológicos” y la formación de las élites bogotanas y antioqueñas22 es un buen ejemplo. El tercer y último aspecto también tiene que ver con el reparto de las “culturas arqueológicas” en los mapas nacionales, ya que con él se revela la herencia de un esquema de valoración moral de la población, que provenía de la Ilustración (o quizá de los siglos XVI y XVII), y que se consolidó durante el siglo XIX, según el cual los habitantes de las zonas montañosas eran más civilizados que los de las tierras bajas. Mientras que los “indios muertos” ocupan en los mapas el centro geopolítico de la nación, los vivos se distribuyen en sus periferias23.

En síntesis, los análisis que propone Piazzini resultan valiosos por dos razones: porque muestran supervivencias del pasado colonial y del primer siglo republicano que moldearon el desarrollo de la cartografía arqueológica en el siglo XX, y porque sugieren conexiones entre las ciencias antropológicas y la política, dejando ver una vez más que el conocimiento es inseparable de las condiciones sociales de su producción. Sin embargo, es necesario interrogar ciertos aspectos del enfoque que propone el autor, así como sugerir nuevas perspectivas de análisis. Además de detectar las continuidades en las representaciones cartográficas y las concepciones geográficas que la arqueología heredó del anticuarismo y la Ilustración, es importante resaltar las rupturas y encontrar las discontinuidades en el desarrollo de estos saberes. Así, no debemos estar atentos solamente a lo que se mantiene de manera inalterada en los mapas, sino también a lo que aparece o desaparece en ellos de forma abrupta; prestar atención a lo que indican, pero, asimismo, a lo que omiten, pues es allí donde se encuentran nuevos problemas relacionados con los vínculos entre las ciencias sociales y la política.

Por otra parte, durante el periodo de investigación de este trabajo, la realización de una serie de expediciones en el territorio colombiano, promovidas por diferentes instituciones nacionales y extranjeras, el cambio en la legislación de lo que hoy denominamos patrimonio arqueológico, la creación de museos y la influencia del desarrollo de las ciencias antropológicas en diferentes latitudes desató diversos procesos de conocimiento de los grupos étnicos y de las sociedades prehispánicas. En ese sentido, no resulta del todo adecuado pensar, tal como lo sugiere Piazzini, que la arqueología —una vez institucionalizada en Colombia a comienzos de la década de 1940— tuvo un desarrollo unidireccional y una agenda homogénea. En esto parece insistir el autor, al asegurar que a partir de ese momento la arqueología profesional extranjera (la estadounidense sobre todo) se legitimó casi de forma exclusiva a partir del trabajo de campo como un procedimiento controlado y específico, y que ese fue el principal modelo acogido en Colombia.

Si bien esta forma de concebir y practicar la arqueología constituyó probablemente una condición idónea, no siempre fue la dominante. Esto se demuestra con los trabajos que desde comienzos de 1940 y hasta finales de la década de 1960 encargó el Banco de la República para la organización de la colección del Museo del Oro, en los que se destaca la participación del mexicano Carlos Margain y el español José Pérez de Barradas, de quienes se hablará más adelante. En ambos casos, sus investigaciones y estudios sobre la orfebrería prehispánica de Colombia no se sustentaron en excavaciones24 ni en trabajos de campo realizados siguiendo un procedimiento específico, sino en la elaboración de un análisis descriptivo de las piezas, el establecimiento de una terminología y la sistematización de un discurso25.

Ello en principio demuestra que, a diferencia de la perspectiva geopolítica que propone Piazzini, la influencia estadounidense en la arqueología desarrollada en Colombia a partir de la segunda mitad del siglo XX no fue tan dominante; es necesario reconocer que se continuó manteniendo un lazo de fidelidad con España, que se tuvo muy en cuenta la experiencia de México, y que en ocasiones el hispanoamericanismo estuvo por encima del panamericanismo, tal como ocurrió a finales del siglo XIX, cuando se prestó mayor atención a la exposición de Colombia celebrada en Madrid, que a la realizada en Chicago26. Por otra parte, aunque la labor adelantada por Mar-gain y Pérez de Barradas no involucró la ejecución de un trabajo de campo, ello no impidió que se produjeran “espacios arqueológicos” diferentes a las nociones de sitio, zona o parque, los cuales no fueron menos significativos para la construcción de un mapa arqueológico nacional. Esta situación cuestiona otra hipótesis de Piazzini, según la cual, la cartografía arqueológica nacional se amplió y enriqueció en el transcurso del siglo XX, debido al aumento en el trabajo de campo. Se intentará demostrar que esto no ocurrió del todo así.

De este modo, no resulta conveniente pensar que existió un consenso sobre el papel que debía desempeñar la geografía y la cartografía en el desarrollo profesional de la arqueología en Colombia. Por el contrario, resulta necesario subrayar diferencias y desacuerdos implícitos o explícitos, no solamente entre los arqueólogos y etnólogos, sino también entre las instituciones para las cuales realizaban su trabajo. En consecuencia, los estudios de caso de esta primera parte buscan establecer contrastes y variaciones entre los mapas arqueológicos que utilizó el Museo del Oro, y aquellos que se elaboraron para el Museo Arqueológico Nacional y los institutos que los acogían. En última instancia, con estas reflexiones se pretende sugerir que la noción de supervivencia es fundamental para la comprensión de procesos históricos de esta índole, siempre y cuando se emplee a la luz del concepto de discontinuidad. Existen ventajas, pero también riesgos en la reconstrucción de amplios periodos históricos, pues al mismo tiempo que se hacen visibles problemas de larga duración, se puede caer fácilmente en vagas generalizaciones y visiones demasiado esquemáticas sobre las relaciones entre el saber, el poder y la sociedad. Al elegir una perspectiva microhistórica para este trabajo no se pretende entonces invalidar las valiosas reflexiones de Piazzini, sino contribuir con un nuevo aporte en el camino que abrieron.

Notas

1    Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología de Colombia (AHMNA), volumen 103, 3446, 20 de enero de 1937 a 8 de febrero de 1937, expediente 30, folio 145.

2    Miguel León-Portilla y Carmen Aguilera, Mapa de México-Tenochtitlan y sus contornos hacia 1550 (Ciudad de México: Ediciones Era, 2016), 18.

3    León-Portilla y Aguilera, Mapa, 18.

4    Ibid., 22.

5    Sebastián van Doesburg, Códices cuicatecos: Porfirio Díaz y Fernández Leal (Ciudad de México: Porrúa, 2001), 26.

6    Ibid., 21.

7    Ibid., 24.

8    Véase imagen en García Roldán, “La invención”, 84, https://t.ly/csaL.

9    “La pirámide fue desfigurada pues habiéndole quitado una capa de 7 metros de espesor en su lado sur y de distintos espesores en los otros, y no habiendo sido trazadas las aristas, se advierten grandes irregularidades en su forma, las que no es creíble que tuviera”. Eduardo Matos Moctezuma, Las piedras negadas: De la Coatlicue al Templo Mayor (Ciudad de México: Conaculta, 1998), 55.

10    Leonardo Manrique, “Imágenes históricas de la arqueología en México”, Arqueología mexicana (especial) 7, (2001): 22.

11    INAH, “Lienzo colonial bajo custodia del INAH reposará en su natal Oaxaca”, Boletín 70, (2017).

12    Marta Herrera, Santiago Muñoz Arbeláez y Santiago Paredes Cisneros, “Pueblos originarios, representación del espacio en las sociedades nativas”, en Mapeando Colombia, (Bogotá: Biblioteca Nacional, 2018), capítulo 8, https://t.ly/72mT.

13    Joanne Rappaport y Tom Cummins, Más allá de la ciudad letrada: Letramientos indígenas en los Andes (Bogotá: Universidad del Rosario y Universidad Nacional de Colombia, 2016), 1-33, 217-229.

14    Mauricio Nieto y Sebastián Díaz, Ensamblando la nación: Cartografía y política en la historia de Colombia (Bogotá: Ediciones Uniandes, 2010), 54.

15    Nieto y Díaz, Ensamblando, 55.

16    Sebastián Díaz et al., Minería y desarrollo v: Historia y gobierno del territorio minero (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2016), 39-40.

17    Ibid., 39-41.

18    María Paola Rodríguez-Prada, “The Creation of the National Museum of Colombia (1823–1830): A History of Collections, Collectors, and Museums”, Museum History Journal 9, n.o 1 (2016): 33-35.

19    “Museo colombiano”, Águila Mexicana, 12 de octubre de 1824, 4.

20    Carlo Emilio Piazzini, “Geografías del conocimiento: Espacios y arqueología en Panamá y Colombia (1750-1940)” (tesis de doctorado, Universidad de los Andes, 2016), 233.

21    Carlo Emilio Piazzini, “Arqueografías: una aproximación crítica a las cartografías arqueológicas de Colombia”, Boletín de antropología 27, n.o 44 (2012): 13-49, https://t.ly/Vh5T.

22    Ibid., 29, 38.

23    Piazzini, “Arqueografías”, 38; Piazzini, “Geografías”, 441.

24    La mayoría de las piezas que conformaban la colección del Banco de la República había llegado allí por medio de las ventas realizadas por guaqueros y coleccionistas.

25    Hay que aclarar que otras investigaciones de Pérez de Barradas sobre arqueología en Colombia (como las que dedicó a San Agustín y Tierradentro) sí estuvieron basadas en el trabajo de campo que llevó a cabo.

26    “La lealtad mayor fue con España —hispanoamericana—, no con Estados Unidos —panamericana—, según los nombres de las organizaciones que años antes se habían creado para propiciar acercamientos con América Latina”. Pablo Gamboa, El tesoro de los quimbayas: Historia, identidad y patrimonio (Bogotá: Editorial Planeta, 2002), 193.

2

Los contactos con México

CON EL FIN de ampliar el mapa de los procesos de circulación y apropiación del conocimiento que permitieron la creación y el desarrollo de los museos arqueológicos en Colombia, vale la pena mencionar algunos intercambios que se dieron entre México y nuestro país, que no han merecido hasta ahora la atención de la historiografía local, casi siempre concentrada en las relaciones con Europa (Francia, en particular) y Estados Unidos. En el archivo del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía de México se cuenta cómo en agosto de 1928 el historiador Gerardo Arrubla, para ese momento director del Museo Nacional de Colombia, recibió un conjunto de veinticinco reproducciones de objetos arqueológicos, enviado por el Museo mexicano a solicitud de Carlos Cuervo Márquez, quien se encontraba ejerciendo un cargo diplomático en ese país. Esta donación, para la que se destinó una vitrina especial en la sala de prehistoria en la que se exhibieron las réplicas “con las clasificaciones correspondientes”, debió haber repercutido en el interés cada vez mayor en el estudio del pasado indígena americano en Colombia. Esto cuenta Arrubla sobre las piezas en la nota “Méjico obsequia varios ejemplares a nuestro museo”, publicada en El Tiempo el 8 de agosto de 1928:

Todos esos ejemplares (tres por desgracia llegaron deteriorados) son muy interesantes para el estudio de las civilizaciones aborígenes mejicanas. Merecen citarse: la reproducción de la estrella llamada del sol, de procedencia maya; la de un vaso que servía para recibir la sangre y el corazón de las víctimas sacrificadas a los dioses, de la civilización “tlahuica”; la representación del dios Quetzalcoatl en figura de serpiente emplumada, de procedencia “nahua”; y de esta misma, el disco llamado de Humboldt, que tiene una deidad en el centro y el sol en la orilla.1

Cuatro años más tarde, durante su estancia en México como canciller de la legación colombiana, el escultor Rómulo Rozo envió una efusiva carta a Luis Castillo Ledón, director del Museo, haciendo una nueva solicitud de reproducciones. Un primer aspecto que llama la atención es que Rozo afirma que a pesar de estar unidos por “su sentimiento y tradición”, “los dos pueblos no han vivido lo cerca que necesitan”2. No es posible saber si el escultor colombiano conocía la existencia de los objetos previamente donados al Museo Nacional, en todo caso no hace ninguna mención al respecto. Sin embargo, esto es explicable, pues los motivos de su solicitud distan de aquellos presumiblemente expuestos por Cuervo Márquez: las razones de Rozo para justificar su petición estaban ligadas al valor estético de las piezas, más que a su función como testimonios de las sociedades indígenas prehispánicas. En tan solo quince días Castillo Ledón le respondió al escultor colombiano, afirmando que el Museo estaba en la mejor disposición para el intercambio, y que le rogaba presentar una lista pormenorizada de los objetos cuya reproducción deseaba, para “proceder a su manufactura”. No hay certeza de si este nuevo intercambio se efectuó, pero, en cualquier caso, lo que más interesa resaltar son las palabras de Rozo, testimonio de una sensibilidad (influida por la vida cultural mexicana) que había ganado fuerza entre algunos artistas e intelectuales colombianos:

Desde mi llegada a México, he vivido una vida de observación y de arte, y he comprendido y estudiado el ambiente, el arte y la tradición de este pueblo inquieto y fuerte, y es mi convicción de que para los artistas de América, México es, ha sido y será el único país que les brinda todos los elementos y medios para la formación sincera de un arte americano, fiel intérprete de nuestro ideal. Somos americanos y como tales, nuestro arte debe ser la fisionomía y carácter de nuestros pueblos. Como en todo colombiano hay un ardiente deseo de conocer a fondo el alma y el sentimiento mexicanos, estimo de capital importancia, que se establezca un intercambio intenso, en las diferentes fases de la vida de los pueblos.

Soy escultor, y desde muy niño he sentido intensa emoción ante los maravillosos vestigios arqueológicos de los aborígenes mexicanos. Quiero que los artistas colombianos conozcan, aunque sea en reproducciones de yeso, algunas muestras de las prodigiosas tradiciones artísticas de las razas mexicanas. Colombia experimentará gran alegría al tener en su Museo Nacional de Bellas Artes, una colección de reproducciones de las obras originales que para asombro del mundo muestra el Museo que está bajo el acertado cuidado y la dirección de usted.3

Esta influencia de México en Bogotá se haría presente entre las décadas de 1920 y 1930, años en los cuales se impartieron cursos y se crearon grupos y asociaciones que pusieron en contacto a personas con diferentes formaciones, entre quienes lentamente surgiría un nuevo espacio de experiencia con respecto al pasado prehispánico y a las etnias vivas de América. En el grupo Los Bachués, y con el propósito de una reivindicación cultural y estética del legado indígena, los artistas Rómulo Rozo y Luis Alberto Acuña entablaron una amistad con el futuro etnólogo Gregorio Hernández de Alba4; también se abriría allí un espacio de encuentro con el escritor y político Germán Arciniegas, y con el abogado Antonio García, quien a partir de 1940 sería uno de los principales representantes colombianos del Instituto Indigenista Interamericano, surgido en México gracias al liderazgo de Manuel Gamio.

Por otra parte, en 1935 la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional ofreció un ciclo de cincuenta conferencias impartidas por el etnólogo sueco Gustaf Bolinder, quien además redactó un primer borrador de un manual de etnografía para el Ministerio de Educación. En ese mismo año, Gregorio Hernández de Alba y el médico Guillermo Fischer formarían la Sociedad de Estudios Arqueológicos y Etnográficos (SEAE), que tuvo como lugar de reunión el Museo Nacional: “como miembros de la sociedad participaron el historiador y director del Museo Nacional, Gerardo Arrubla (1872-1946), el general Manuel José Balcázar, el padre De Castellví, el historiador Matos Hurtado (1890-1953) y el geógrafo José Miguel Rosales (1870-1946)”5. En este contexto, y con las influencias que debieron ejercer Arrubla y Rozo sobre Gregorio Hernández de Alba, es posible comprender una solicitud por él enviada a la Secretaría de Educación Pública de México en octubre de 1935. Si bien desconozco esta carta, la respuesta del licenciado Alfonso Toro nos muestra que desde ese momento se estaba trabajando en la creación de un plan de estudios en Arqueología en el Ministerio de Educación de Colombia, y que el referente de México constituyó un modelo importante:

Me refiero a su atenta nota de fecha 4 de los corrientes, en que solicita la cooperación de este Departamento para el establecimiento de una sección especial de estudios arqueológicos, dentro del Ministerio de Educación de ese país, para el que ha sido usted comisionado juntamente con el Director Nacional de Bellas Artes y Arqueología.

Sobre el particular, tengo el agrado de manifestarle que ya nos dirigimos a las diversas dependencias de este Departamento, dándoles instrucciones para que proporcionen a usted toda clase de informes sobre el particular, que le serán remitidas a la mayor brevedad posible, así como las publicaciones que pueden serle útiles para el fin que se propone.

Por mi parte, envío a usted adjuntos dos ejemplares de la Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos que rige en nuestro país, que le serán asimismo de alguna utilidad.6

Tal como lo reconstruye Carlos Andrés Barragán, el entonces director nacional de Bellas Artes, Gustavo Santos Montejo7 recibió durante ese mismo año cartas de Hernández de Alba, en las que se contemplaba “la posibilidad de crear una sección de arqueología y etnología en el Ministerio de Educación Nacional, en la cual se descargarían las tareas de ‘exploración del suelo’ y del estudio científico de las gentes”8. Las primeras dos responsabilidades que Hernández de Alba enuncia para la futura sección eran “a) la creación y desarrollo de un curso de estudios etnológicos” y “b) la organización del Museo Arqueológico Nacional y el mantenimiento, en este, de conferencias para escuelas y colegios”9. Tanto estas, como las demás responsabilidades que enuncia Hernández de Alba, están estrechamente relacionadas con la forma en que funcionaba en México el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía. Sin embargo, Barragán no dice nada al respecto.

Desde finales del siglo XIX, durante el gobierno de Porfirio Díaz, el entonces denominado Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia se concibió como un centro de investigación, docencia y educación. Justo Sierra, encargado de la política cultural y educativa en aquellos años, gestionó el aumento de presupuesto del Museo e hizo importantes modificaciones en sus instalaciones para “fortalecer la investigación y la educación que allí se impartía”10. En 1895 y 1910 se celebraron en su sede algunos de los congresos internacionales de americanistas y a partir de 1907 se formalizó la labor docente, con el propósito de preparar a los alumnos que en el futuro crearían las escuelas de arqueología e historia mexicana. Este proceso recibió un impulso fundamental en 1911, cuando Franz Boas11 fundó la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas12, que tuvo su sede en las instalaciones del Museo y que funcionó hasta 1916. Después de la etapa más difícil de la Revolución y con la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921[13], la enseñanza de la antropología y la arqueología volvió a ser asumida por el Museo14 hasta la creación delINAH, en 1939, y de la Escuela de Antropología, en 1940.

Tal como se puede ver, para el momento en que Gregorio Hernández de Alba escribió la carta a la Secretaría de Educación Pública de México, el Museo mexicano era aún ese Jano15