La isla enamorada - Jacqueline Balcells - E-Book

La isla enamorada E-Book

Jacqueline Balcells

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Beschreibung

Tres islas aparecen como personajes en tres originales historias. En la primera, la isla se enamora de un náufrago que llega a ella y trata de retenerlo desplegando su más rica flora y fauna. En el segundo, el protagonista logra llegar a la Isla de la Suerte, pero no sabe si todo lo que le ocurrió en ella es buena o mala suerte. El territorio de la Isla de la Paz, en el tercer cuento, está dividido en dos partes, en cuyos extremos viven dos pueblos muy distintos que protagonizarán sorprendentes sucesos cuando crucen la frontera que los separa.

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Delfín de Color

ISBN edición impresa: 978-956-12-2617-3.

ISBN edición digital: 978-956-12-3503-8.

3ª edición: marzo de 2017.

Obras Escogidas

ISBN: 978-956-12-2618-0.

4ª edición: marzo de 2017.

Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.

Editora: Camila Domínguez Ureta.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

©2013 por María Jaqueline Marty Aboitiz.

Inscripción Nº 232.760. Santiago de Chile.

© 2014 de la presente edición por Empresa

Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 244.080. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de edición reservados por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono +56 2 28107400. Fax +56 2 28107455.

www.zigzag.cl / E-mail: [email protected]

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

La infracción se encuentra sancionada como delito contra la propiedad intelectual por la ley Nº 17.366.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

LA ISLA ENAMORADA

LA ISLA DE LA SUERTE

LA ISLA DE LA PAZ

LA ISLA ENAMORADA

I

La isla más linda del Mar de las Maravillas estaba situada al noroeste de la Isla de Pascua. Se llamaba Vana y se merecía ese nombre porque era absolutamente vanidosa. Pero no todo era por su culpa: el mar la adoraba y hacía cosas increíbles para hacerla feliz. Conseguía, por ejemplo, aquietar sus olas y despejar el cielo en medio de las tempestades más violentas si a Vana se le antojaba en ese momento mirarse en el agua, como en un espejo. Desviaba por ella sus grandes corrientes desde los cuatro rincones del mundo y le traía preciosos corales, algas y anémonas para adornar sus roqueríos, si Vana se lo pedía; y con sus grandes vientos le traía aves, mariposas y semillas de flores de colores nunca vistos, de aromas embriagadores y formas deslumbrantes. ¿Dónde cantaban los únicos ruiseñores del Mar de las Maravillas? En un bosquecito de encinas en Vana. ¿Dónde había perlas como para hacerle un collar de tres vueltas a la Luna? En los fondos arenosos de las playas de Vana. ¿Dónde se daban los higos, los plátanos y los melocotones más lindos y deliciosos? En las colinas de Vana.

Durante miles y millones de años, Vana vivió tan feliz consigo misma, que no se dio cuenta de que vivía sola. Por su parte, el mar se las arregló para que ningún velero, ni barco, ni lancha llegara hasta ella. Cuando algún audaz navegante se acercaba a sus aguas, invariablemente se encontraba con vientos huracanados y violentas tempestades. Así, ningún ser humano había llegado a pisar la nacarada playa de Vana.

Pero un buen día Vana despertó, echó una mirada al espejo de agua que la rodeaba y no sintió su acostumbrado escalofrío de placer. El mar comprendió enseguida que algo grave pasaba y se aquietó al máximo para que ninguna arruga desluciera la imagen de su regalona. Pero ella, en vez de sonreír, como siempre lo hacía cuando se contemplaba, dio un largo suspiro.

Por primera vez en su milenaria vida de vanidosa, Vana se sentía sola.

¡Qué no hizo el mar para alegrarla! Le llevó peces, aves y moluscos nunca vistos; montó a su alrededor un circo de remolinos verdes y auroras boreales púrpuras; sopló sobre ella aromas tan exquisitos y raros, que ni el viento los había olido. Pero Vana no reaccionaba. Al contrario, cada día se ponía más mustia: sus follajes se secaban, los pájaros enmudecían, sus fuentes se ponían turbias, sus frutos no maduraban. Y ni en sus grutas ni en sus playas se oían las risitas de placer que la islita lanzaba cuando no sabía que estaba sola.

Sola, sola, sola se sentía Vana. Y en vez de contemplarse en el espejo del mar, ahora se lo pasaba escrutando el horizonte vacío, esperando no se sabía qué de la lejanía.

Y así pasaron los días y los meses. Y cuando el decaimiento de Vana llegó al punto de que ya no abría los ojos, el mar comprendió que su preciosa islita estaba a punto de convertirse en un peñón tétrico. Y entonces, con dolor de su corazón, aceptó lo que había sabido desde el primer día: Vana había cumplido diecisiete millones de años y le había llegado la edad de enamorarse.

Entonces, lanzando cuatro escupos de espuma, el mar partió hacia los cuatro puntos cardinales a buscar un hombre para ella.

II

Alamiro era un joven rubio, rechoncho y relativamente rico. Adoraba a un dios: el mar, y a muchas diosas: las playas. Y por eso pasaba gran parte de su vida haciendo surf, buceo y navegando en yate. Frecuentaba las playas famosas del Océano Pacífico y en todas encontraba amigos, gente como él, dedicados a jugar en el mar el año entero.

El año en que se puso de moda la playa de Anakena, en Isla de Pascua, Alamiro y sus amigos fueron de los primeros en llegar a la isla en el Cochayuyo, su yate de un palo. No conocía Pascua. Creía que iba a encontrar playas doradas y bosques de palmeras, y fue grande su decepción cuando se encontró con una tierra árida y unos moais de cara desdeñosa que le pusieron los nervios de punta. Por lo tanto, a los pocos días de haber llegado se puso a buscar a un tripulante para seguir a Tahiti. Pero los amigos que habían llegado con él, no querían moverse.

–¿Para qué irse de esta isla mágica? –le decían–. ¿No sabes acaso que en unos días más llegará Jessica Cormac, en El Monasterio?

Jessica era una muchacha muy adinerada, que se lo pasaba viajando de isla en isla, en su enorme yate El Monasterio. Era, además, bellísima. Alamiro decidió postergar su viaje y para pasar el tiempo se dedicó a bucear. La flora y la fauna de la isla le parecían vistosas, pero nada del otro mundo: el agua no era tan transparente como en el Mar de Coral o en Samoa, y sí más fría.

Una tarde, cuando estaba a doce metros de profundidad, un enorme moai de ojos blancos pasó casi rozando su hombro y en ese instante se sintió empujado hacia el fondo del mar, como si por encima de él hubiera pasado una locomotora. Aterrorizado, subió dificultosamente a la superficie y juró no bucear más en esas aguas de mal agüero. Esa noche, la imagen del moai blanco estuvo cien veces a punto de aplastarlo en sus sueños. Cuando despertó, al otro día, su cabeza ardía de fiebre. Salió a cubierta para despejarse y creyó ver moais de ojos blancos en los cerros, en la playa y en el fondo del mar, bajo el casco del Cochayuyo.

–De esta isla maldita tengo que salir hoy mismo –masculló, restregándose los ojos.

En eso escuchó una bocina de barco, se dio media vuelta y vio que entraba a la rada de Anakena el yate más grande del hemisferio occidental: Jessica Cormac había llegado a Pascua.

Esa misma noche, el afiebrado Alamiro bebía un vaso de jugo de arándanos frescos con hielo de un iceberg de un millón de años en el gran salón de popa del Monasterio. Al son de una música tropical tocada por siete músicos japoneses, Jessica Cormac bailaba como una diosa y era la reina de la fiesta.

Repentinamente la muchacha se detuvo frente a Alamiro y ante el asombro y la envidia de todos los jóvenes, lo invitó a bailar con ella. Pero el joven no dio señas de haber notado la mano que le tendía la reina. Alamiro en ese momento temblaba sin poder contenerse y tenía los ojos fijos en el mar. Allí, en medio de la oscuridad de la noche pero iluminado por los juegos de luces del yate, vio que un enorme moai blanco caía del cielo a toda velocidad.

–¡No me aplastarás! –gritó el joven, como enloquecido. Y dejando su vaso de jugo de arándanos en manos de Jessica, cruzó la terraza corriendo, llegó hasta la borda y ante la muchedumbre atónita se lanzó al mar.

Nadó como si lo persiguiera un tiburón; trepó al Cochayuyo, alzó una vela, levó el ancla y se internó en el océano. Navegó toda la noche hacia el oeste. Al amanecer no se veían en el horizonte ni las nubes de Pascua, pero el terrible moai de ojos blancos aún lo perseguía. Preso del terror, Alamiro corrió a su litera y se amarró a ella convencido de que se iba a morir.