Chimalpopoca, niño azteca - Jacqueline Balcells - E-Book

Chimalpopoca, niño azteca E-Book

Jacqueline Balcells

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Beschreibung

Chimalpopoca, un niño azteca de ocho años, entra a la escuela de sacerdotes en los tiempos del esplendor y horror de la cultura azteca. Al poco tiempo, su hermana es designada para ser sacrificada a los dioses.

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Un día en la vida de…

I.S.B.N. 978-956-12-3185-6

I.S.B.N. digital 978-956-12-2301-1

19ª edición (nuevo formato): junio de 2019.

Obras Escogidas

I.S.B.N. 978-956-12-3186-3

20ª edición (nuevo formato): junio de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 1992 por Jacqueline Marty Aboitiz

y Ana María Güiraldes Camerati.

Inscripción Nº 86.323. Santiago de Chile.

© 2013 de la presente edición por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 234.451. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de edición reservados

por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.

Teléfono 562 228107400.

E–mail: [email protected] / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido

por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización de su editor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Tenochtitlán, 1517.

Chimalpopoca había nacido bajo las mejores conjunciones astrales. Los sacerdotes aceptaron bautizarlo de inmediato, ya que el horóscopo indicaba buenos augurios para el recién nacido. Como todo azteca, el niño tenía dos nombres: uno para ser usado a diario y el otro –el verdadero– no se pronunciaba casi nunca para que no perdiera su poder. A veces, Chimalpopoca lo repetía despacito para no olvidarlo:

–Itzcoatl... Itzcoatl...

Esa mañana despertó repitiendo su nombre. Esta vez no había soñado con el dios blanco que llegaba del agua. Nuevamente en sus sueños era atormentado por los sacerdotes. Le había llegado su turno para ser sacrificado. Junto a él yacían los cuerpos ensangrentados de los jóvenes que lo habían precedido en la fila. Cuando el gran sacerdote estaba a punto de traspasar su corazón con un cuchillo, despertó gritando su nombre secreto. ¿Sería un sueño premonitorio? Hoy era el día fijado para su ingreso en el calmecac, la escuela de sacerdotes...

Ya sonaban los tambores de madera de los grandes templos anunciando el nuevo día. Venus, la estrella de la mañana, hacía su aparición. El día había nacido. Ahora las trompetas de conchas de los sacerdotes se unieron al ruido de los tambores.

Chimalpopoca esperó, acurrucado en su estera roja y negra, que el resto de los templos respondiera al saludo. Tenochtitlán despertaba en medio de un coro de tam-tam, y las pálidas columnas de humo recién avivadas comenzaron a elevarse hacia el cielo aún oscuro: indios campesinos, ricos y pobres se levantaban respondiendo al llamado del nuevo día.

El niño, aún adormecido, escuchó cómo sus padres entraban y salían de la casa y se afanaban en la preparación del baño. Tenían que encender el fuego para calentar las piedras y luego lanzar el agua que se transformaría en vapor.

–¡Chimalpopoca! –la voz de su hermana Atototl lo hizo reaccionar.

Desnudo, el niño caminó hacia el baño de vapor y piedras y, junto a sus padres y a su hermana, dejó que la humedad impregnara su piel. Cogió un manojo de hierbas con el que restregó su pecho y se golpeteó la espalda hasta que sintió que la sangre le corría con fuerza y hacía latir sus sienes. Entonces los cuatro caminaron hasta la acequia y se zambulleron en las aguas heladas.

Estaban listos para comenzar la jornada.

Chimalpopoca esperó pacientemente que su madre amasara las tortillas de maíz y las cociera en la piedra plana que había sobre el fuego. Él, mientras tanto, revolvía la pasta de gusanos de cactus y le agregaba ají picante.

Cuando el desayuno estuvo listo, padre e hijo se encuclillaron frente a la piedra que servía de cocina y las mujeres se retiraron para dejarlos conversar tranquilos. El niño cogió un pedazo de atolli y lo impregnó con la salsa de gusanos picante antes de llevárselo a la boca. Por su parte, el hombre tomó de una fuente de cerámica oscura un puñado de porotos.

–La vida te ha dado ocho años, hijo –dijo el padre.

Los lampiños brazos del indio estaban ceñidos por dos brazaletes de metal, incrustados de piedras, que parecían contener sus músculos.

–Anoche soñé que sería sacrificado –confió Chimalpopoca, en un susurro.

–Tu mente se confunde: el sacerdote serás tú y el sacrificado será otro –le contestó el padre.

El niño se estremeció. ¿Cómo decirle que por culpa de esos sueños que se le repetían noche a noche, había llegado a sentir horror por lo que sucedía en el templo? Y a veces, con solo cerrar los ojos, podía ver esos corazones palpitantes, de los que le había hablado Atototl. Ella estaba prometida a un sacerdote que ahora ejercía la adivinación en el palacio de Moctezuma. Gracias al futuro marido de su hermana, las puertas del calmecac se le habían abierto, lo que era un honor para su humilde familia.

Chimalpopoca jamás se habría atrevido a confesar a nadie que sentía horror de la sangre derramada para satisfacer a los dioses. Su padre se escandalizaría si lo supiera. Y también su madre, y qué decir de sus amigos... Distinto era, pensaba el niño, matar al enemigo en el campo de batalla –guerreando– que clavar cuchillos y lanzas en el corazón de una víctima indefensa. ¿Se enojarían con él los dioses por atreverse a pensar esto? ¿Castigaría Tlatlolc, el dios de la lluvia, a la familia de un niño que tenía tales pensamientos?

–¿En qué piensas, hijo? Tus ojos no reflejan la felicidad de un futuro sacerdote.

–En nada, padre, en nada...

Al calmecac ingresaban los niños más dotados y también los pertenecientes a las clases más altas. Y a los veinte años, cuando se recibían de sacerdotes, podían convertirse en escribas de palacio, médicos o adivinos. Pero Chimalpopoca no quería nada de eso: él habría preferido ser guerrero, o talvez artesano como su padre. Claro que a los ocho años nadie le preguntaba su parecer. ¡Ay, ojalá llegara luego ese dios blanco y de ojos azules, que hacía tanto tiempo esperaba el pueblo azteca! Él, en sus sueños, lo veía aparecer flotando sobre el mar, con el rostro cubierto de plumas amarillas. ¡Quizás con su llegada Tenochtitlán no necesitaría más víctimas para alimentar al sol!

El cielo ya estaba muy claro cuando Chimalpopoca, de la mano de su padre Tizoc, subía los peldaños de la pirámide del templo de Quetzalcoatl, el dios de los sacerdotes. La respiración de Tizoc se escuchaba rítmica y agitada por el esfuerzo al subir los interminables peldaños de piedra. Abajo quedaban la plaza y el vocerío del mercado.

Finalmente se enfrentaron a la gran puerta de entrada. Las figuras de dos serpientes entrelazando sus lenguas de oro, brillaron sobre las alas extendidas de un águila gigante. Los animales, esculpidos sobre el dintel, fueron los primeros en recibirlos. Un sacerdote llegó después. Llevaba una larga túnica negra, con una capucha de igual color. Su cabello le llegaba hasta más abajo de los hombros, firmemente trenzado. El niño creyó distinguir sangre seca sobre algunos cadejos que caían sobre sus orejas deformadas y llenas de heridas. Del hombre emanaba un olor fuerte y ácido.

–Bienvenido al templo de Quetzalcoatl –dijo el sacerdote, haciendo una leve inclinación con su cabeza.

–Aquí está mi hijo Chimalpopoca, que ha venido a recibir sabias enseñanzas y a honrar a nuestro padre el sol –respondió Tizoc, con una gran reverencia.

–Lo esperábamos –contestó el sacerdote y se quedó inmóvil y en silencio.

El niño apretó la mano de su padre, pero este se la soltó. Luego abandonó el templo, sin que sus pies descalzos sonaran contra las piedras.

El sacerdote no miró al niño. Solo dio media vuelta y con un gesto indicó a Chimalpopoca que lo siguiera.