Senefrú, princesa egipcia - Jacqueline Balcells - E-Book

Senefrú, princesa egipcia E-Book

Jacqueline Balcells

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Beschreibung

Senefrú, la hija del faraón, se enamora del príncipe de Nubia, quien también es amado por Shesepet. De esta forma nacen complicadas intrigas de harem.

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Seitenzahl: 57

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Un día en la vida de…

I.S.B.N. 978-956-12-3241-9

I.S.B.N. digital 978-956-12-3536-6

11ª edición (nuevo formato): agosto de 2022.

© 1995 por Jacqueline Marty Aboitiz

y Ana María Güiraldes Camerati.

Inscripción Nº 93.777. Santiago de Chile.

© 2013 de la presente edición por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 234.451. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de edición reservados

por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.

Teléfono 562 28107400. Fax 562 28107455.

E-mail: [email protected] / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado, ni transmitido

por ningún mediomecánico, ni electrónico,

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sin la autorización de su editor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Hacía ya una hora que Sothis trataba de despertar a su ama. En verdad, la princesa Senefrú hacía mucho rato que había abierto los ojos, pero los cerró otra vez en un íntimo deseo de seguir con sus ensoñaciones.

Estaba nerviosa ante el día que la esperaba.

Sothis tocó suavemente su hombro y le ofreció un vaso de tibia leche de cabra recién ordeñada. Senefrú, en ese momento, recordaba el instante en que por primera vez había visto al que hoy se convertiría en su esposo.

Había conocido a Deir-Akur durante las fiestas nupciales de su hermana mayor, y se había enamorado de él a primera vista. Era un príncipe de la lejana Nubia, invitado especial a Menfis por su padre, el faraón. Claro que Deir-Akur ni siquiera se había dignado mirarla, pese a que ella vestía la túnica de lino blanca, anudada por ese enorme lazo que hacía juego con el verde nilo de sus ojos y que ceñía con tanta gracia su cintura. Porque el príncipe, esa tarde, no se separó de Shesepet, la engreída hija de Thaser, princesa de Tebas, que hacía ya tres años vivía en el harén.

Lo recordaba bebiendo en una alta copa de oro, mientras reía y conversaba con esa mujer coqueta, que de cuando en cuando bajaba sus párpados pintados de negro y pestañeaba con lentitud.

Senefrú ni siquiera veía el desfile de manjares que transportaban los sirvientes sobre bandejas de plata: pasteles de todas las formas y sabores, frutas de pulpa encarnada y racimos con granos de color amatista; ni siquiera escuchaba los sones de arpas, liras y flautas que acompañaban a un coro de jóvenes vestidos con túnicas blancas; no miraba a las danzarinas que, airosas y flexibles, movían sus caderas desnudas al son de la música. Solo tenía ojos y oídos para ese hombre que acababa de ver por primera vez.

Ahora, con los ojos entreabiertos, vio cómo la figura de Sothis se afanaba vertiendo aceites olorosos en un jarro de obsidiana que tenía forma de un pájaro. Pero no hizo caso de ella y siguió recordando.

Estaba en el jardín del harén, sentada en un banco de piedra bajo un granado, acariciando el cuello de su gato gris. Las mujeres mayores, a su alrededor, parloteaban comentando las fiestas del día anterior y no la dejaban pensar.

Se había pasado la noche en vela, y cuandocerraba los ojos era solo para ver en su imaginación al hermoso príncipe moreno, acercándose a ella con los brazos abiertos. Senefrú, a los dieciséis años, ya estaba lista para el matrimonio. Y antes de que su padre le impusiera un pretendiente, alegando razones de estado, ella le diría que ya había elegido. Su madre la ayudaría en su propósito, estaba segura, pues ella siempre decía que las mujeres no debían casarse contra su voluntad.

Se puso de pie, el gato se ovilló bajo el granado, y ella caminó hacia el estanque. Y una vez allí, amortiguada su voz por el rumor de las aguas, recitó el poema que, durante esa larga noche, había compuesto para el príncipe:

“Mi bien amado turbaste mi corazón con tu presencia.

Me dejaste entregada a la ansiedad.

Vives en un lejano país.

Sin embargo, quisiera que tus ojos negros

se quedaran conmigo.

O me llevaran contigo.

Que tu mano repose sobre la mía.

Y que tu amor me colme.

Es mi deseo velar sobre tus bienes

y ser la dueña de tu casa.

Y contigo, el más bello de los hombres,

concebir a nuestro primogénito”.

Junto con las últimas palabras del poema, los ojos de Senefrú se llenaron de lágrimas. Había entregado su corazón a un hombre que ni siquiera sabía de su existencia. Llevaban ya tres días de fiestas y ceremonias sin que ella hubiese logrado acercarse al príncipe, ni atraer su más mínima atención. Pero estaba segura de que bastarían unos momentos a solas para que él sintiera que estaba frente a la mujer que lo haría feliz. Ella era inteligente, además de bonita. Y no en vano había pasado sus años en el harén escuchando hablar a las mujeres y aprendiendo de ellas todo tipo de técnicas para atraer a los hombres. Pero..., por desgracia, la que en este momento estaba haciendo uso de su poder de seducción era la antipática Shesepet.

En ese instante, la voz de su rival se dejó oír por encima de las conversaciones de las otras mujeres. Miró de reojo hacia donde estaba reunido el grupo. Shesepet balanceaba su trenza cobriza y contaba cómo el príncipe extranjero había comparado su cabello con una serpiente divina y sus hombros con el mármol blanco. Las habitantes del harén, entre risas, la interrumpían con preguntas que Shesepet respondía con tono satisfecho.

Senefrú no aguantó más. Una chispa encendió sus ojos y corrió hacia sus habitaciones.

–Sothis, ayúdame –pidió. Y le explicó algo en voz baja.

Luego corrieron hacia la habitación contigua, donde se alineaban, contra la pared, dos enormes baúles de ébano, con cientos de pequeñas y extrañas figuras de nácar incrustadas sobre la madera. Sothis levantó una de las tapas y de inmediato el aire se llenó de un aroma acre.

Senefrú hurgó en su interior y sacó dos frascos de oscuro contenido y también un rollo de papiro escrito en jeroglíficos.

Entonces, mientras la princesa, luego de desplegar el papiro, leía en voz alta los conjuros, la criada preparó la receta mágica que haría caer, cabello por cabello, la espesa trenza de su rival: una flor de loto quemada en aceite, que sería frotada contra el cuero cabelludo de Shesepet a la hora del peinado.

Y así, mientras Sothis se encaminaba a la sala donde se confeccionaban las pelucas y las mujeres entregaban sus cabellos a las hábiles manos de las peluqueras, Senefrú se dirigió al templo de la diosa Hathor, no lejos de las aguas del estanque que esa mañana habían escuchado su lamento de amor. Luego, frente a la diosa, la joven princesa había vuelto a derramar palabras y lágrimas.