La joya prohibida de la India - Louise Allen - E-Book
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La joya prohibida de la India E-Book

Louise Allen

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Beschreibung

Cumplir con su deber era negar su corazón… Anusha Laurens estaba en peligro. Hija de una princesa india y un influyente inglés, era el peón perfecto en las conflictivas y opulentas cortes de Rajastán. Pero a pesar del peligro que corría, no quería volver con el padre que en el pasado la rechazó. El mayor Herriard, un arrogante inglés, había recibido el encargo de llevar a la seductora princesa a su nueva vida en Calcuta. La misión de él era protegerla a toda costa, pero la atracción inicial bajo el sol ardiente de la India fue dando paso a una tentación prohibida. La hermosa e imposible princesa pondría a prueba todos los límites del sentido del honor del oficial inglés…

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Seitenzahl: 315

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Melanie Hilton. Todos los derechos reservados.

LA JOYA PROHIBIDA DE LA INDIA, N.º 527 -mayo 2013

Título original: Forbidden Jewel of India

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3066-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

El palacio de Kalatwah, Rajastán, India.

Marzo 1788

Los dibujos creados por la luz del sol y las sombras caían sobre el suelo de mármol blanco y relajaban la vista después de muchas millas de caminos polvorientos. El mayor Nicholas Herriard aflojó los hombros para relajarlos también mientras andaba. La dureza física del largo viaje empezaba a remitir. Un baño, un masaje, un cambio de ropa y volvería a sentirse humano.

Oyó pasos que corrían y el débil arañar de garras en el mármol. La empuñadura del cuchillo que llevaba en la bota pasó a su mano con la familiaridad de una larga práctica, mientras se giraba a mirar el pasillo, agazapado para enfrentarse a un ataque.

Una mangosta se detuvo en seco y le gruñó con todos los pelos del cuerpo ahuecados por el agravio y la cola erguida tras de sí como una botella.

—Animal idiota —dijo Nick en hindi.

El ruido de pasos se hizo más fuerte y apareció una chica detrás de la mangosta, con faldas de color escarlata girando a su alrededor. Se detuvo de golpe. No era una chica, sino una mujer, sin velo y sin escolta. La parte del cerebro de Nick que se ocupaba todavía del ataque analizaba el sonido de sus pasos; ella había cambiado dos veces de dirección antes de aparecer, lo que implicaba que aquella era una de las entradas al zanana.

Ella no debería estar allí, fuera de los aposentos de las mujeres. Y él no debería estar allí mirándola, con la sangre del cerebro bajando hacia abajo, el cuerpo dispuesto para la violencia y un arma en la mano.

—Podéis guardar vuestra daga —dijo ella; y a él le costó un momento comprender que hablaba un inglés con un ligero acento—. Tavi y yo vamos desarmados. Excepto por los dientes —añadió. Mostró los suyos, blancos y regulares entre labios que se curvaban en una sonrisa con un asomo de burla y que Nick estaba seguro de que ocultaba miedo. La mangosta seguía gruñendo para sí. Llevaba un collar de gemas.

Nick se rehízo, devolvió el cuchillo a su funda y juntó las manos al enderezarse.

—Namaste.

—Namaste.

Ella juntó también las manos y sus ojos grises lo observaron. El miedo parecía ir convirtiéndose en recelo mezclado de hostilidad y no se esforzaba por ocultar ninguna de esas dos emociones.

¿Ojos grises? Y una piel dorada como la miel y un pelo castaño oscuro con mechones de color caoba que le caía por la espalda sujeto en una trenza gruesa. Al parecer su presa lo había encontrado.

No parecía desconcertada por hallarse a solas y sin velo con un desconocido, sino que lo observaba abiertamente. La falda roja bordada en plata le llegaba justo por encima de los tobillos y por debajo de ella asomaban pantalones ceñidos. Su choli grueso no solo revelaba curvas deliciosas y brazos elegantemente redondeados cubiertos con brazaletes de plata, sino también una perturbadora franja de suave abdomen dorado.

—Debo irme. Disculpad que os haya molestado —dijo Nick en inglés, y se preguntó si no sería él el más perturbado de los dos.

—No lo habéis hecho —repuso ella en el mismo idioma. Se volvió hacia la puerta por la que había llegado—. Mere picchhe aye, Tavi —llamó, justo antes de que desapareciera su falda.

La mangosta la siguió obediente y el débil sonido de sus garras se fue alejando con el de los pasos ligeros de ella.

—¡Demonios! —murmuró Nick mirando al pasillo vacío—. Definitivamente, es la hija de su padre.

De pronto, una misión fácil acababa de convertirse en algo muy diferente. Enderezó los hombros y se alejó en dirección a sus habitaciones. Un hombre no llegaba a mayor de la Compañía Británica de las Indias Orientales dejándose desconcertar por jóvenes, por muy hermosas que fueran. Tenía que lavarse y pedir audiencia con el rajá, el tío de ella. Y después de eso, solo tendría que llevar a la señorita Anusha Laurens hasta el otro extremo de India, al lado de su padre.

—¡Paravi! ¡Deprisa!

—Habla hindi —la riñó Paravi cuando Anusha entró en su habitación con un revuelo de faldas.

—Maf kijiye —se disculpó Anusha—. Acabo de hablar con un inglés y mi cabeza sigue traduciendo.

—¿Angrezi? ¿Cómo puedes hablar con ningún hombre y menos con un angrezi? —Paravi, la tercera esposa de su tío, una mujer gruesa e indolente, alzó una ceja exquisitamente depilada, apartó el tablero de ajedrez que estaba estudiando y se incorporó.

—Estaba en el pasillo cuando he salido detrás de Tavi. Muy grande, con el pelo dorado claro y el uniforme rojo de los soldados de la Compañía. Un oficial, creo, pues lleva mucho oro en la casaca. Ven a verlo.

—¿Por qué tanta curiosidad? ¿Tan atractivo es ese hombre?

—No sé lo que es —confesó Anusha—. No he visto a ninguno tan de cerca desde que salí de casa de mi padre.

Pero sentía curiosidad. Y también algo más, una punzada de anhelo interior al recordar otra voz de hombre que hablaba inglés, otro hombre grande que la alzaba en sus brazos, reía y jugaba con ella. Se recordó que era el hombre que las había rechazado a su madre y a ella.

—Es diferente a los hombres a los que estoy acostumbrada, así que no puedo decidir si es atractivo o no. Su pelo es pálido y lo lleva atado atrás, sus ojos son verdes y es alto —movió las manos en el aire—. Es muy grande por todas partes, hombros anchos, piernas largas...

—¿Es muy blanco? Nunca he visto un angrezi excepto de lejos —Paravi empezaba a mostrar interés.

—Su cara y sus manos son doradas —«Como eran las de mi padre»—. Pero la piel de todos los europeos se vuelve morena con el sol, ya lo sabes. Quizá el resto de él sea blanco.

Imaginarse al inglés grande entero le produjo un escalofrío no desagradable que él no se merecía. Pero en el estrecho mundo del zanana, cualquier novedad era bienvenida, aunque la novedad llevara consigo recuerdos del mundo exterior. El cosquilleo, débilmente sensual, se perdió en una marea de algo parecido a la aprensión. Aquel hombre la ponía nerviosa.

—¿Adónde ha ido ahora? —Paravi se levantó del montón de cojines que ocupaba. La mangosta se hundió de inmediato en el hueco cálido que dejó y se acurrucó allí—. Me gustaría ver a un hombre que hace que te crucen tantas expresiones por la cara.

—Al ala de las visitas, ¿adónde va a ir? —musitó Anusha, intentando no mostrar irritación. No le gustaba que le dijeran que su rostro la traicionaba—. Trae mucho polvo del camino y no pedirá audiencia a mi tío así —se encogió de hombros—. Ven conmigo a la Terraza Atardecer.

Anusha avanzó delante por el laberinto familiar de pasillos, habitaciones y galerías que ocupaban el ala occidental del palacio.

—Tu dupatta —siseó su amiga cuando salían de los aposentos de las mujeres para cruzar la amplia terraza donde el rajá se sentaba a veces a ver ponerse el sol sobre su reino—. Aquí no hay rejas.

Anusha chasqueó la lengua con enojo, pero desenrolló la larga gasa color cereza que llevaba al cuello y se la puso de modo que le cubriera el rostro hasta la barbilla. Se apoyó en la balaustrada interior de la terraza y miró el patio de abajo.

—Ahí está —susurró.

Debajo, en el borde de un jardín donde corrían riachuelos al estilo persa, el inglés grande hablaba con un indio esbelto al que ella no reconoció. Su sirviente, sin duda. El hombre hizo un gesto en dirección a la puerta.

—Le está indicando la casa de los baños —susurró Paravi, detrás de su dupatta de gasa dorada—. Ahora tienes ocasión de ver si los ingleses son blancos por todas partes.

—Eso es ridículo. E impúdico —Anusha oyó reír suavemente a Paravi y se irritó—. Además, eso no me interesa lo más mínimo.

Solo sentía una curiosidad ardiente e inexplicable. Los dos hombres se habían metido en las habitaciones de invitados con vistas al jardín.

—Pero supongo que debería ver si han calentado el agua y si hay alguien atendiendo los baños.

Paravi apoyó una cadera redondeada en el parapeto y alzó la vista a una bandada de periquitos verdes que gritaban por encima de sus cabezas.

—Ese hombre debe de ser importante, ¿no crees? Es de la Compañía de las Indias Orientales y mi señor dice que ahora son todopoderosos en esta tierra. Mucho más importantes que el emperador de Deli, aunque pongan la cabeza del emperador en sus monedas. Me pregunto si se quedará de residente aquí. Mi señor no dijo nada de eso anoche.

Anusha apoyó los codos en el parapeto y tomó nota de que su amiga parecía gozar del favor de su esposo.

—¿Para qué necesitamos un residente? Nosotros no negociamos tanto con ellos —la cabeza pálida apareció debajo cuando el hombre salió por la puerta de las habitaciones de invitados—. Supongo que podemos estar en una posición útil para su expansión. Eso era lo que decía mata. Estratégica —su madre había tenido mucho que decir en muchos temas, pues era una mujer leída y muy mimada por su hermano el rajá.

—Tu padre sigue siendo amigo de mi señor aunque nunca viene aquí. Intercambian misivas. Es un hombre importante en la Compañía; quizá cree que ahora somos más importantes y merecemos un residente.

—Debe de ser una cuestión de gran importancia para que se digne a pensar en nosotros —repuso Anusha. Su padre no había visitado el estado de Kalatwah desde el día, diez años atrás, en que había enviado de vuelta allí a su hija de doce años y a la madre de esta, expulsadas de su casa y de su corazón por la llegada de su esposa inglesa.

Enviaba dinero, pero eso era todo. Anusha rehusaba gastarlo y su tío lo añadía al baúl de su dote.

Le decía que era tonta, que su padre no había tenido otra opción que enviarlas a casa y que sir George era un hombre honorable y un buen aliado de Kalatwah. Pero los hombres hablaban así, de política y no del amor que le había roto el corazón a su madre aunque se mostrara de acuerdo con su hermano en que no había habido otra opción.

Anusha sabía que su padre escribía a su tío porque este le decía que había mensajes. Un año atrás, a la muerte de su madre, había llegado una nota, pero ella no la había leído como no había leído las anteriores. Al ver el nombre de su padre la había arrojado al brasero y la había visto convertirse en ceniza.

Parevi le lanzaba miradas compasivas desde detrás del velo, pero eso no era lo que ella quería. Nadie tenía derecho a sentir lástima de ella. ¿No era, a sus veintidós años, la sobrina mimada del rajá de Kalatwah? ¿Acaso no le habían consentido rechazar todas las peticiones de matrimonio que había tenido? ¿No le proporcionaban ropas, joyas, sirvientes y todos los lujos que deseaba? ¿No poseía todo lo que podía desear?

«Excepto saber a dónde pertenezco» dijo una vocecita en su cabeza, la voz que, por alguna razón, siempre hablaba en inglés. «Excepto saber quién soy y por qué soy y qué voy a hacer con el resto de mi vida. Excepto libertad».

—El angrezi se va a bañar —Paravi retrocedió un paso del parapeto—. Es una bata hermosa. Su pelo es largo ahora que va suelto —añadió—. ¡Qué color! Es como el alazán que envió mi señor al marajá de Altaphur como regalo cuando terminó el monzón. El caballo al que llamaron Dorado.

—Probablemente tiene tan buena opinión de sí mismo como ese animal —respondió Anusha—. Pero al menos se baña. ¿Sabes que muchos no lo hacen? Creen que es insano. Mi padre decía que en Europa no tienen champú y que, en vez de lavarse el cabello, se lo empolvan. Y solo se lavan las manos y la cara. Creen que el agua caliente es mala para la salud.

—¡Agh! Ve a verlo y cuéntamelo —Paravi le dio un empujoncito—. Tengo curiosidad, pero a mi señor no le complacería saber que he mirado a un angrezi sin ropa.

El rajá también tendría mucho que objetar si descubrían a su sobrina haciendo eso, pero Anusha corrió por la estrecha escalera y siguió el pasillo. No sabía por qué quería acercarse más al desconocido. No era un deseo de llamar su atención, a pesar del estremecimiento que, por supuesto, no era más que una reacción normal femenina a un hombre que está en su mejor edad. Ella no quería que aquellos ojos verdes la observaran, pues parecían ver demasiado. Había visto un brillo de reconocimiento en ellos. De reconocimiento y de algo mucho más básico y masculino.

Dejó las sandalias en el umbral y se asomó por la esquina de la casa de los baños. El inglés estaba ya desnudo y tumbado boca abajo en una sábana blanca echada sobre una losa de mármol, con el cuerpo reluciente por el agua. Apoyaba la frente en las manos entrelazadas y una de las chicas, Maya, le lavaba el pelo con la mezcla de polvos basu, zumo de lima y yemas de huevo, al tiempo que le engrasaba y masajeaba la cabeza. Entre la cabeza y los talones había una gran longitud de hombre de distintos colores.

Anusha entró haciendo un gesto a las dos chicas para que guardaran silencio y siguieran trabajando. El cuello del hombre era del mismo color que su cara y sus manos, ocultas ahora por el pelo mojado. Sus hombros, espalda y brazos eran de un dorado pálido. Las piernas eran más claras todavía y la piel detrás de las rodillas era casi blanca, de un tono rosado. La franja en la que seguramente llevaba el cinturón era muy clara, y las nalgas tan pálidas como la parte de atrás de las rodillas.

Sus piernas y brazos estaban cubiertos de vello marrón. Un vello mucho más oscuro que el pelo de la cabeza. ¿Sería su pecho también así? Había oído que algunos ingleses eran tan peludos que tenían la espalda cubierta de pelo. Arrugó la nariz con disgusto, y entonces se dio cuenta de que estaba al lado de la losa. ¿Cómo sería su piel al tacto?

Anusha tomó el frasco de aceite, se echó un poco en las manos y las colocó en las clavículas. Sintió tensarse los músculos bajo las manos y vibrar la piel al contacto del líquido frío. Luego él se relajó y ella bajó lentamente las manos hasta que descansaron en la cintura de él.

Decidió que la piel clara era como cualquier otra. Pero los músculos resultaban... sorprendentes. Aunque ella no tenía base para comparar, claro; pues nunca había tocado a un hombre desnudo.

Maya empezó a aclararle el pelo echando agua de una jarra de bronce y recogiéndola en un bol. Savita había subido hasta las pantorrillas y masajeaba los largos músculos. Anusha, por alguna razón misteriosa, no quería alzar las manos pero estaba demasiado desconcertada por la sensación del cuerpo del hombre para aventurarse más.

Entonces él habló y la vibración de su voz profunda le llegó a través de las manos.

—¿Puedo esperar que vengáis todas a mi habitación después de esto?

Nick sintió la vibración del aire y el débil sonido de pies descalzos en el mármol. Otra chica. Lo trataban como a un invitado de honor, lo cual era un buen augurio para su misión. Los dedos fuertes y hábiles que masajeaban su cabeza le daban ganas de ronronear, los músculos de los pies y tobillos se iban relajando en algo parecido a la bendición. La recién llegada llevaba consigo una insinuación de jazmín que se mezclaba con el aroma a sándalo del aceite y la lima del champú. Él lo había olido antes en alguna parte.

Unas manos cubiertas de aceite, que no habían tenido tiempo de calentar, se posaron en su espalda y vacilaron. En comparación con las otras dos, aquella ayudante era novata o estaba nerviosa. Luego el cerebro de él situó el aroma cuando las manos bajaban hasta su cintura y se paraban de nuevo.

—¿Puedo esperar que vengáis todas a mi habitación después de esto? —dijo en inglés. Como esperaba, las manos seguras de la cabeza y las pantorrillas no alteraron su ritmo, pero los dedos en su cintura se convirtieron en garras—. Con las tres a la vez sería muy placentero —añadió con provocación deliberada—. Pediré que fijen las cadenas de la cama a los ganchos del techo para hacer un columpio.

Oyó que ella respiraba con fuerza y sintió que apartaba las manos.

—¡Qué interesante que hasta las ayudantes de la casa de baño hablen bien inglés aquí! —añadió. Era justo decirle que se había dado cuenta de que estaba allí y había hablado intencionadamente.

Oyó un rumor sedoso de ropa y ella se alejó.

Nick respiró con fuerza y se obligó a relajarse. Si estaba excitado era porque se hallaba desnudo y manos hábiles masajeaban su cuerpo. La hija de George no tenía nada que ver. La brujita sin duda había creído que sería divertido jugar con él, pero no volvería a cometer el mismo error. Nick se obligó a poner la mente en blanco y se entregó a las sensaciones que lo rodeaban.

—¿Y bien? —Paravi llamó a las doncellas con unas palmadas—. Tomaremos zumo de granada mientras me hablas de él —echó la cabeza a un lado y el aro que llevaba en la nariz tintineó.

—Es un cerdo —Anusha se acomodó en el montón de cojines enfrente de su amiga y se desenrolló el largo pañuelo de gasa con un tirón impaciente—. Sabía que era yo aunque tenía los ojos cerrados y me ha provocado intencionadamente con insinuaciones indecentes. O tiene ojos en la parte de atrás de la cabeza o usa brujería.

—¿Estaba de espaldas a ti? —Aquello parecía decepcionar a Paravi.

—Estaba boca abajo en la losa mientras le daban masaje y le lavaban el pelo.

—¿Y cómo sabía que eras tú?

—No tengo ni idea. Pero ha hablado en inglés para atraparme.

Paravi chasqueó la lengua y Anusha respiró hondo.

—No es blanco, pero las partes de él que no han estado al sol son rosadas, como el morro de una vaca gris, pero más pálidas.

Paravi se desperezó.

—O sea que usa brujería, es del color del morro de una vaca y no es tonto. Me pregunto si será un buen amante.

—Es demasiado grande —respondió Anusha, con la confianza absoluta de una mujer que había estudiado todos los textos sobre el tema y visto una amplia variedad de dibujos detallados en el proceso.

De una esposa se esperaba que tuviera un amplio conocimiento teórico sobre cómo complacer a su esposo y su madre había procurado que no se descuidara su educación en ese terreno. Anusha a veces se preguntaba si tanto conocimiento no era el culpable de su renuencia a aceptar todos los matrimonios que le habían propuesto

Si una tenía el lujo de elegir, eso hacía que mirara con mucha atención al hombre en cuestión. Y luego intentaba imaginarse haciendo aquellas cosas con él y... Y hasta el momento esas imágenes mentales habían bastado para hacerle rechazar a todos los pretendientes que le habían ofrecido.

—¿Demasiado grande? —Paravi seguía inmersa en la descripción de la escena en la sala de baños. Tenía los ojos muy abiertos con una sorpresa divertida que Anusha no estaba segura de entender.

—¿Cómo puede alguien tan grande ser flexible y sensual? —preguntó, con lo que le parecía una lógica aplastante—. Sería muy torpe. Un tronco de madera —lo recordó volviéndose rápido como una serpiente con el cuchillo en la mano, pero eso había sido violencia entrenada, no la magia sutil de las artes sensuales.

—Un tronco —repitió la esposa de su tío, con una sonrisa de malicia—. Tengo que ver ese tronco humano más de cerca —hizo una seña a la doncella—. Entérate de a qué hora tiene mi señor audiencia con el angrezi y en qué diwan —miró a Anusha—. Tú te reunirás conmigo en mi galería.

Dos

Nick eligió su ropa con cierto cuidado. El mensaje del rajá había estipulado que no fuera de uniforme. Cuando llegó su escolta, caminó relajado entre los cuatro miembros fuertemente armados de la guardia real. Había esperado ser recibido con calor, pero estaba bien ver cumplirse sus expectativas. Si Kirad Jaswan había decidido que, ahora que su hermana estaba muerta, su interés ya no estaba con la Compañía de las Indias Orientales, la misión de Nick se volvería peligrosa y muy difícil.

Suponía que, si fallaba la diplomacia, sería posible sacar a una princesa inteligente y poco cooperativa de un palacio fuertemente fortificado en mitad del reino de su tío y llevarla hasta Deli con las tropas de un rajá airado en los talones, pero preferiría no tener que intentarlo. Y no provocar una guerra en el proceso.

En cualquier caso, se sentía bien. Estaba limpio, relajado por el baño y el masaje y por la diversión de haberse burlado de la mujer a la que tenía que escoltar hasta Calcuta.

Ahora, con su madre muerta y la esposa de su padre también, George no haría daño a nadie si sacaba a su hija de la corte del rajá y la convertía en una dama inglesa. Y había también muy buenas razones políticas para llevarla a Calcuta.

Nick entró en el Diwan-i-Khas, el salón de las Audiencias Privadas. Por el rabillo del ojo vio columnas de mármol, hombres con los elaborados turbantes safa de la elite y a los guardias con las armas desenfundadas en un saludo ceremonial.

Mantuvo la vista fija en la figura delgada vestida con un chauga bordado en oro y sentada sobre cojines apilados en el trono de plata situado sobre el estrado que había delante de él. Cuando llegó a la longitud de dos espadas de allí hizo la primera reverencia, consciente del rumor de sedas y el olor a perfume detrás del enrejado de piedra de la galería.

Las damas de la corte estaban allí observando y escuchando. Las más favorecidas tendrían acceso al rajá y le darían su opinión sobre el invitado. ¿Estaría allí la señorita Laurens? Seguramente la curiosidad la habría empujado a ir.

—Alteza —dijo en inglés—. El mayor Nicholas Herriard a vuestro servicio. Traigo saludos del gobernador de la Presidencia de Calcuta y os doy las gracias por el honor que me hacéis al recibirme.

El munshi, ataviado de blanco, alzó la vista desde su mesa de escribir a los pies del rajá y habló en hindi rápido. El rajá Kirat Jaswen respondió en el mismo idioma mientras Nick mantenía un rostro cuidadosamente inexpresivo.

—Su Alteza, señor de Kalatwah, Defensor de los Lugares Sagrados, príncipe del Lago Esmeralda, Favorecido por el Señor Shiva... —Nick permaneció inmóvil mientras el munshi recitaba la lista de títulos en inglés—... os ordena acercaros.

Nick se adelantó y miró los astutos ojos marrones que lo observaban desde debajo del brocado enjoyado y emplumado del turbante. Las cuerdas del abanico punkah crujían débilmente por encima de su cabeza.

El rajá habló.

—Es para mí un placer dar la bienvenida al amigo de mi amigo Laurens —tradujo el secretario—. ¿Lo dejasteis en buena salud?

—Sí, Alteza, aunque triste por la muerte de su esposa. Y... otra pérdida. Envía cartas y regalos a través de mí, y lo mismo hace el gobernador.

El secretario tradujo.

—Lamenté enterarme de la muerte de su esposa y lamento que su corazón siga sufriendo, como el mío por la muerte de mi hermana el año pasado. Sé que él compartirá mis sentimientos. Hay mucho de lo que hablar.

El rajá alzó una mano.

—Creo que no necesitamos un traductor —comentó en un inglés perfecto. Os reuniréis conmigo y nos relajaremos, mayor Herriard.

Era una orden, un gran favor y exactamente lo que esperaba Nick.

—Mi señor, me hacéis un gran honor.

La posición de la rani en la galería de mujeres que rodeaba el salón de audiencias era la mejor para observar y escuchar. Anusha se había instalado cómodamente en los cojines al lado de Paravi y las doncellas colocaban mesitas bajas cubiertas de platitos a su alrededor.

—Oiremos bien —dijo la rani cuando esperaban la llegada del rajá.

La acústica había sido cuidadosamente diseñada en todas las habitaciones; en unas para apagar el sonido y en otras para permitir oír con facilidad. Allí, donde el rajá consultaría con su favorita después de una reunión, una conversación en tono normal llegaba fácilmente a las rejillas.

—Savita me ha dicho que tu tronco de madera es tan flexible como un retoño joven —añadió Paravi con malicia—. ¡Qué músculos!

Anusha dejó caer las almendras que acababa de tomar. Buscarlas entre los cojines le dio ocasión de componer el rostro y reprimir su rebelde imaginación.

—¿De verdad? Me sorprendes.

—Me pregunto si habrá leído los textos clásicos —continuó Paravi—. Sería muy fuerte y vigoroso.

Anusha tomó un puñado de frutos secos y tosió. «Vigoroso»...

—Y tiene muy grandes... los pies.

No había nada que responder a eso, sobre todo porque no estaba segura de lo que quería decir Paravi y sospechaba que se burlaba de ella. Anusha fingió interés en la llegada de los cortesanos varones, que empezaban a llenar el salón formando una masa ruidosa y colorida. A medida que los sirvientes iban de alcoba en alcoba encendiendo las lámparas, los fragmentos de espejo y las gemas de las paredes y el techo empezaban a reflejar la luz formando dibujos chispeantes como constelaciones en el cielo más oscuro de las sombras.

Llegaba el sonido débil de los músicos afinando sus instrumentos en el patio. Todo era hermoso y familiar y, sin embargo, Anusha sentía un anhelo de algo que empezaba a identificar como soledad.

¿Cómo era posible sentirse sola cuando nunca estaba sola? ¿Sentir que no era parte de ese mundo si había sido su vida durante diez años y estaba rodeada por la familia de su madre?

Su tío caminó entre la multitud, ocupó su puesto e hizo señas a los cortesanos de que se sentaran.

Una figura alta vestida con un sherwani de brocado oro y verde sobre unos pantalones verdes caminó entre los hombres sentados hasta los escalones del trono. Por un momento Anusha no lo reconoció, hasta que la luz cayó sobre el oro pálido de su pelo suelto sobre los hombros.

Él inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha al corazón en el gesto del saludo. Cuando se enderezó, ella vio el fuego verde de una esmeralda en su lóbulo.

—Mira —susurró a Paravi—. ¡Míralo!

El mayor debería haber parecido más corriente con la ropa de la corte, pero no era así. El brocado y las sedas, las líneas severas de la túnica y el brillo de las gemas volvían aún más exóticos el pelo rubio, los hombros anchos y la piel dorada. Más extraños.

—Ya lo miro.

El rajá hizo una seña impaciente a los sirvientes, que alzaron los cojines del pie del estrado y los colocaron al lado derecho del trono, donde había estado la mesa del secretario.

—Te reunirás conmigo —había dicho Kirat Jaswan.

—Mi señor. Me hacéis un gran honor.

El inglés hablaba un hindi perfecto. Se sentó y cruzó las piernas bajo el cuerpo con la facilidad de un indio. El rajá le puso la mano en el hombro y se inclinó para hablar.

—No oigo —se quejó Paravi—. Pero ahí llega la comida. No pueden susurrar y comer.

Y en verdad, a medida que presentaban una sucesión de platos pequeños al rajá y este los ofrecía a su vez al inglés, los dos hombres se enderezaron y pudieron oír la mayor parte de lo que decían. Pero para frustración de Anusha, la conversación era inocua.

Ella comía con aire ausente, con la vista fija en el pelo rubio de abajo y el perfil del inglés cuando volvía la cabeza para responder a su tío. Su voz contenía el ritmo fácil de alguien que no solo había aprendido hindi bien, sino que además lo usaba a menudo.

¿Cuál había dicho que era su nombre? ¿Herriard? Un nombre extraño. Anusha lo probó en silencio.

Luego se llevaron por fin la comida, les presentaron el agua perfumada y las telas para el lavado de manos y llevaron el gran hookah de plata con una boquilla extra para el invitado. Ambos hombres parecieron relajarse cuando empezó la música.

—Ahora están hablando de algo importante —dijo Paravi—. Mira cómo usan las boquillas para ocultar los labios y que nadie pueda leerlos.

—¿Por qué les preocupa tanto eso? Solo estamos rodeados por personas de la corte.

—Hay espías —repuso la rani después de una mirada rápida a su alrededor. Alzó una mano con aire casual para taparse la boca—. El marajá de Altaphur tendrá hombres en la corte y agentes aquí entre los sirvientes.

—¿Altaphur es un enemigo? —preguntó Anusha, sorprendida—. Pero mi tío consideró su petición de casarse conmigo y le envió un hermoso caballo cuando la rechacé. Entonces no dijo nada de enemistad.

—Es más seguro fingir ser amigo de un tigre que vive al fondo de tu jardín que dejarle ver que estás al tanto de sus dientes. Mi señor no habría permitido ese enlace aunque tú hubieras aceptado, pero hizo que la negativa pareciera el capricho de una mujer y no el desprecio de un gobernante.

—¿Pero por qué es un enemigo?

—Este es un estado pequeño pero rico; hay mucho que codiciar aquí. Y como tú has dicho antes, estamos en una posición que interesa a la Compañía de las Indias Orientales y es posible que hagan concesiones a quien gobierne.

Paravi hablaba como si fuera descubriendo aquello sobre la marcha, pero Anusha percibía un conocimiento más profundo detrás de sus palabras. Captó un asomo de miedo en las palabras de la otra y se dio cuenta de que a ella le habían ocultado muchas cosas. Hasta su amiga había usado una máscara con ella. Nadie le había confiado la verdad. O quizá simplemente no la consideraban lo bastante importante; era la sobrina que llevaba sangre inglesa en las venas.

—¿Habrá guerra? —preguntó.

El estado llevaba casi setenta años en paz, pero los poetas y músicos de la corte contaban historias de batallas pasadas, de terribles derrotas y de victorias gloriosas, de hombres que salían a caballo vestidos con túnicas funerarias de color ocre, sabiendo que iban a morir, y de mujeres que se dirigían a las grandes piras para cometer el suicidio ritual antes que caer en manos del conquistador. Anusha se estremeció. Elle elegiría partir para morir en la batalla antes que ir a la pira.

—No, claro que no —repuso la rani con una seguridad que Anusha no creyó—. La Compañía de las Indias Orientales nos protegerá si somos sus aliados.

—Sí.

Era mejor asentir. Anusha miró la cabeza dorada, que estaba inclinada escuchando. Luego el inglés alzó la vista para mirar al rajá a los ojos y ella vio intensidad en su cara cuando hablaba con pasión, con las manos golpeando el aire en un gesto que no supo interpretar.

La corte retrocedía para hacer hueco para un nautch, los bailarines acompañados por la música de los cascabeles de las cadenas de plata alrededor de los tobillos. Empezaron a moverse perfectamente juntos, con sus faldas anchas de colores vivos girando al aire. Pero ninguno de los dos hombres los miró y Anusha sintió un rastro de aprensión en la columna.

Fue a su dormitorio nerviosa, con la mente llena de ansiedad por la amenaza del otro lado de la frontera y la humillación de la casa de baños.

—Anusha —Paravi entró con la cara seria.

—¿Qué ocurre? —Anusha dejó el libro que hojeaba y se apartó el pelo suelto que le caía sobre la cara.

—Mi señor quiere hablarte en privado, sin sus consejeros. Ven a mi aposento.

Anusha se dio cuenta de que no había doncellas presentes, ni suyas ni con la rani. Se levantó del diván bajo, deslizó los pies en sandalias y siguió a Paravi con la mente llena de especulaciones.

Su tío estaba solo, con el rostro poco iluminado por las lamparillas que parpadeaban en una mesa baja a su lado. Anusha hizo una reverencia y esperó, preguntándose por qué Paravi se había tapado la cara con el velo.

—El mayor Herriard, aquí presente, ha venido de parte de tu padre —dijo Kirat Jaswan sin preámbulo—. Está preocupado por ti.

¿Su padre? A Anusha se le aceleró el pulso con algo parecido al miedo. ¿Qué podía querer de ella? Entonces captó las palabras del rajá.

—¿Aquí?

El hombre grande salió de las sombras e inclinó la cabeza sin sonreír. Seguía ataviado con ropa india. Parecía al mismo tiempo exótico y cómodo, tan a gusto de esa guisa como había parecido con el uniforme escarlata.

—Creía que erais de la Compañía —lo desafió Anusha en hindi—. No un sirviente de mi padre.

El rajá siseó una palabra de reprobación, pero el inglés respondió en el mismo idioma, con los ojos verdes clavados en los de ella. Ningún hombre debería mirar así a una mujer sin velo que no fuera de su familia.

—Vengo de parte de los dos. A la Compañía le preocupan las intenciones del marajá de Altaphur hacia este estado. Y a vuestro padre también.

—Comprendo que les preocupe una amenaza a Kalatwah, ¿pero por qué piensa mi padre en mí después de tantos años?

Su tío no le riñó por no llevar velo. Anusha pensó con alarma que parecía que de repente la trataba como a una inglesa. La rani había retrocedido a las sombras.

—Vuestro padre nunca ha dejado de interesarse por vos —dijo el mayor Herriard. Parecía irritado con ella y frunció el ceño cuando Anusha negó instintivamente con la cabeza—. Vio la oferta de matrimonio de Altaphur como una amenaza, un modo de presionar a la Compañía a través de vos.

¿Su padre sabía eso? ¿La vigilaba de cerca? Tardó un momento en entender el significado de aquello.

—¿Yo habría sido un rehén?

—Exactamente.

—¡Qué horrible habría sido causar esa molestia a la Compañía y a mi padre!

—¡Anusha! —el rajá golpeó la mesa con la mano.

—Señorita Laurens...

—No me llaméis así —a ella le temblaban las rodillas, pero nadie podía verlo debajo de la larga túnica.

—Es vuestro nombre —presumiblemente aquel hombre hablaba así a sus tropas. Ella no era uno de sus soldados. Anusha alzó la barbilla, que dejó de temblar.

—Vuestro padre y yo estamos de acuerdo en que es mejor que regreses a su casa —dijo su tío con voz tranquila.

—¿Volver a Calcuta? ¿Volver con mi padre después de que nos echara de allí? Él no me quiere a mí, solo quiere que no interfiera con sus complots políticos. Lo odio. Y no puedo dejaros a vos y a Kalatwah cuando hay peligro, mi señor. No huiré. ¡Jamás!

En su mente, el crepitar de las llamas y el choque del acero se mezclaban con el sonido de la risa de un hombre grande y de los sollozos reprimidos de su madre.

—¡Cuánto drama! —gruñó Herriard, borrando las imágenes de ella como una ráfaga de aire frío. Anusha deseó abofetearlo—. Hace diez años vuestro padre estaba en una posición imposible e hizo lo único honorable que podía hacer para asegurar vuestro bienestar y el de vuestra madre.

—¡Honor! ¡Bah!

Herriard se quedó inmóvil.

—Jamás difaméis en mi presencia el honor de sir George Laurens, ¿comprendéis?

—¿O qué? —los músculos del cuello de ella estaban tan tensos que resultaba doloroso.

—O descubriréis que os arrepentiréis de ello. Si no queréis ir porque os lo ordena vuestro padre, hacedlo por Su Alteza, vuestro tío. ¿O tan profundo es vuestro rencor que estáis dispuesta a obstaculizar la defensa de su estado y la seguridad de su familia?

¿Rencor? ¿Podía despreciar sus sentimientos sobre la traición del amor y el rechazo de una familia calificándolos de rencor? El suelo de mármol parecía estremecerse bajo sus pies. Anusha reprimió una réplica furiosa y miró a su tío.

—¿Vos queréis que me vaya, mi señor?

—Es lo mejor —dijo Kirat Jaswan. Él lo era todo para ella: gobernante, tío, padre suplente. Y ella le debía plena obediencia—. Tú... complicas el asunto, Anusha. Quiero que estés segura en tu sitio.

«¿Y este no es mi sitio?». Aquello era demasiado repentino, demasiado brusco. Su tío la echaba como la había echado su padre. Ahora estaba de verdad a la deriva sin un lugar al que llamar su hogar. Protestar sería fútil e impropio de ella. Era una princesa rajput por educación, aunque su sangre fuera mestiza.

—Mi sitio no está con mi padre. Nunca lo ha estado; eso lo dejó muy claro él. Pero iré porque lo pedís vos, mi señor y mi tío.

Y no lloraría delante de aquel angrezi arrogante que había conseguido lo que al parecer había ido a buscar: su rendición. Ella era de una casa principesca y tenía su orgullo. Haría lo que ordenaba su gobernante sin mostrar miedo. Si le hubiera ordenado cabalgar a la batalla con sus tropas, lo habría hecho. Y por alguna razón, eso le parecía menos terrorífico que lo otro.

—¿Cuándo debo partir?

—Os iréis en cuanto estén reunidos los vehículos y animales y tengamos las provisiones para el viaje —contestó en inglés Herriard. Y fue como si su tío se hubiera lavado ya las manos de ella y la hubiera entregado a aquel hombre—. Es un largo viaje y tardaremos muchas semanas.

—Lo recuerdo —respondió Anusha.