La luna en fuga - Gilbert Sorrentino - E-Book

La luna en fuga E-Book

Gilbert Sorrentino

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Beschreibung

Este libro reúne por primera vez en nuestra lengua veinte grandes relatos del escritor Gilbert Sorrentino que en su día fueron publicados en revistas y antologías como Harper's, Esquire y The Best American Short Stories, contribuyendo a ampliar el panorama de la ficción norteamericana. Como narrador, Sorrentino es muy dado a desmontar los engranajes de una historia y rearmarla desde ángulos totalmente inesperados y de una gran comicidad. No en vano, la crítica lo ha emparentado con frecuencia a autores tan irreverentes como John Barth, Thomas Pynchon o David Foster Wallace, pese a que alguien dijo que tras su aparente cinismo se escondía un tipo esencialmente romántico.

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Título original: The Moon in Its Flight

© Del texto: Gilbert Sorrentino, 2004

© De la traducción: Javier Calvo, 2021

© de la edición en castellano: Todos lo sabemos SL, 2021

Diseño y maquetación: Setanta

Ilustración de portada: Pere Llobera

Editorial Cielo Eléctrico

C/ Bermeo 19. 28023 Madrid

www.cieloelectrico.com

1ª edición: Abril 2021

ISBN: 978-84-120833-9-2

Composición digital: Newcomlab S.L.L.

Con agradecimiento a las revistas en las que se publicaron estos relatos por primera vez: La luna en fuga (New American Review, 1971), Décadas (Esquire, 1977), Tierra de algodón (Harper's, 1977), Una colmena organizada según principios humanos (Conjunctions, 1985), El mar atrapado entre rosas (Zyzzyva, 1990), Ocasiones innumerables (Private Arts, 1992), Pastillas (Trafika. Praga, 1994), En la tierra del amor (Common Knowledge, 1996), Cosas que han dejado de moverse (Conjunctions, 1997), Muestra de escritura de muestra (Arshile, 1997), Alegoría de la inocencia (Matrix, Montreal, 1998), Los hechos y sus manifestaciones (The Southern California Anthology, 1999), Gorgias (Conjunctions, 2001), Vida y correspondencia (Conjunctions, 2001), Es hora de dejarlo correr (Bluesky Review, 2003), Perdido (BOOMB, 2004), Perdido en las estrellas (Fence, 2004). Una colmena organizada según principios humanos también se publicó en edición limitada y firmada, con xilografías de David Storey, por Greffen Press (Nueva York, 1986).

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición

de la Comunidad de Madrid

Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Índice

Portada

Créditos

La luna en fuga

Décadas

Tierra de algodón

La dignidad del trabajo

El mar, atrapado entre las rosas

Una colmena organizada según principios humanos

Pastillas

Alegoría de la inocencia

Muestra de escritura de muestra

Ocasiones innumerables

Metro

Los hechos y sus manifestaciones

Es hora de dejarlo correr

Vida y correspondencia

Perdido

Perdido en las estrellas

Psicopatología de la vida cotidiana

Gorgias

En la tierra del amor

Cosas que han dejado de moverse

LA LUNA EN FUGA

Pasó en 1948. Había un grupo de jóvenes sentados en el porche a oscuras de una casa de veraneo de Nueva Jersey, en una urbanización de vacaciones junto a un lago. El anfitrión era un tal Bernie, que llevaba una sudadera del Upsala College. La noche de finales de junio era tan apacible que, con la distancia que da el tiempo, se le podía perdonar todo a América. Debía de haber ocho o nueve personas allí, dos de las cuales son las personas que este relato retrata.

Bernie estaba hablando del saxo alto de Sonny Stitt en «That’s Earl, Brother». Igual de bueno que Bird, dijo. Y una mierda, le contestó Arnie, un chaval muy sofisticado de Washington Heights con gafas de sol de espejo; batería de bebop en su último curso de la High School of Performing Arts. Nuestro joven, que por entonces tenía diecinueve años, sólo escuchaba a Rebecca, una chica de quince, fantástica con su indumentaria New Look. Falda larga y negra, camisa a medida ajustada a rayas blancas y azules con cuello alto y blanco, corbatín negro de cordones y zapatos Capezio de niño negros. No es de extrañar que a las lesbianas les gusten las mujeres.

En algún momento de la velada, Arnie acompañó a su casa a Rebecca. Vivía en Lake Shore Drive, una avenida ancha que bordeaba la playa y discurría en paralelo al riachuelo que desembocaba en el lago Minnehaha. ¿El lago Ramapo? El lago Tomahawk. ¿El lago O-shi-wanoh? El lago Sunburst. Apoyados en el Buick descapotable azul celeste del padre de ella, perdidos, en la noche añil, las estrellas cremosas, el ruido de los grillos, se besaron. Se enamoraron.

Una de las canciones de aquel verano fue «For Heaven’s Sake». Otra fue «It’s Magic». ¿Quién recuerda la claridad de Claude Tornhill y Sarah Vaughan, su exquisita irrelevancia? Se fueron al mismo sitio que las inútiles rosquillas cromadas de las capotas de los Buick. Aquel Valhalla de Amos ‘n’ Andy y de las vendedoras callejeras italianas de fruta con pendientes de aro dorados. «Per favore, no estrujen los plátanos.» En 1948, el mundo entero les parecía hermoso a los jóvenes de cierto ambiente, o por lo menos posible. Sí, parecía un mundo posible. Esa idea perduró hasta 1950 y entonces murió, junto con muchos de los jóvenes que la habían albergado. En Corea, los chinos ponían «Scrapple from the Apple» en altavoces orientados hacia las líneas americanas. Aquel saxo alto salvaje y viril claro como el aire en la noche helada. Esto es, por supuesto, bien sabido.

Rebecca era rubia. Era rubia. Una encantadora chica judía del remoto y exótico Bronx. A Arnie aquel enorme distrito de Nueva York le parecía una Citerea: ¡cómo podía albergar a criaturas tan fantásticas como ella! Quería ser judío. Y, sin embargo, era católico, bañado en pecado y redención. Qué desprecio les tenía a las chicas irlandesas que iban a misa de once, legiones de piel rosada y chaquetas de primavera color lavanda, sombreros de paja blancos y planos, velos susurrantes sobre las caras desnudas. Ropa de iglesia, bajo la cual sus entrepiernas intactas se acurrucaban bajo un vello suave.

Tenía unos dientes blancos y perfectos. La boca ancha. Estrellas cremosas, noches pálidas. Carreteras negras y polvorientas que dejaban atrás la playa. La luz del sol sobre la balsa, la luz de la luna sobre el lago. Pecas espolvoreadas sobre los hombros. Brisa aromática.

Pues claro que fue un romance de verano, pero tened paciencia y veréis con qué banal ironía literaria se resuelve todo; o bien no se resuelve. El país jugaba a los bolos y hablaba de las agallas y la bravura de Truman. Con qué suavidad nos habíamos resbalado y caído por el borde de la civilización.

La luz líquida de la luna llenando el pequeño aparcamiento que había al otro lado de las verjas de la playa. Las lubinas chapoteando suavemente en las aguas oscuras. ¿Qué aroma tenía el perfume de Rebecca? El ruido de la radio de un coche en las noches frías, la memoria colectiva americana. El cuerpo bronceado de ella, el delicado vello teñido de dorado de sus muslos. En el pabellón de la playa bailaban y bebían Coca-Cola. Mel Tormé y los Mel-Tones. Dizzy Gillespie. «Too Soon to Know.» Por las mañanas, un sol tan cristalino y reluciente que parecía la exhalación misma del cielo, Arnie nadaba solo hasta la balsa y se quedaba tumbado en ella, la playa vacía, la música procedente de la radio adjunta del pabellón llegándole a ráfagas. En aquellos momentos se emocionaba a sí mismo fingiendo que no había conocido a Rebecca y que aquella tarde la vería por primera vez.

La primera vez que le tocó los pechos soltó una exclamación de vergüenza y placer. ¿Era posible que aquello hubiera sucedido en América? Los árboles susurraban para él, igual que caía la lluvia. Un día, en Nueva York, le compró un anillo de amistad de plata, dos minúsculos y perfectos bajorrelieves de corazones, con los bordes labrados de tal manera que la punta de un corazón encajaba perfectamente en la hendidura del otro. Un símbolo inocente que le torturaba la sangre. Ella se le plantó delante en sujetador y bragas blancos, los pantalones cortos y la blusa colgados de la alambrada de la pista de tenis abandonada e invadida por las malas hierbas, y él la abrazó, acariciando sus costados y nalgas y besándole los hombros. El olor de su piel, sudor tenue y perfume. Por supuesto que estaba loco. Ella lo acarició lo mejor que supo a través de los vaqueros cortos descoloridos. ¿Qué iban a hacer? ¿Adónde iban a ir? La idea misma del condón que llevaba en el bolsillo hacía que el corazón se le acelerase desesperado. A fin de cuentas, nada era como decía ser. La adoraba.

Rebecca iba a empezar segundo curso en la Evander Childs aquel otoño. Arnie odiaba aquella escuela que nunca había visto, y odiaba a todos los compañeros y compañeras de ella. Anhelaba ser judío, oscuro y misterioso y privado de pecado. Le acariciaba el pelo a ella y le toqueteaba los pezones y se masturbaba con ferocidad en la carretera a oscuras después de acompañarla a casa. ¿Por qué no podía al menos vivir en el Bronx?

Cualquier idiota puede ver que, con un minúsculo giro en una dirección u otra, todo esto es material para una sofisticada rutina cómica. De David Steinberg, por ejemplo. Casi se puede oír su voz certera registrando estos desastres insignificantes en forma de chistes. Y, sin embargo, toda aquella luz de luna era real. Arnie le besaba aquellas uñas luminosas y moría una y otra vez. Las mutilaciones del amor son infinitamente graciosas, igual que esas figuritas diminutas de animales parlantes que revientan en pedazos en los dibujos animados.

Fue aquel mismo joven el que, tres años más tarde, chingaba con las putas de los pueblos de la frontera de México con una especie de hilaridad borracha, cayéndose por las calles polvorientas de Nuevo Laredo, Villa Acuña y Piedras Negras, su olor sofocante a colonia combinado con sus pantalones caqui arrugados, su camisa floreada y aquellos zapatos de cuero negro raspados y salpicados de cerveza que se arrastraban por los umbrales del Blue Room, el Ofelia’s, el 1-2-3 Club, el Felicia’s, el Cadillac y el Tres Hermanas. Sería un gran placer para mí permitirle que se encontrara allí a Rebecca, con vestido de cóctel de raso amarillo y tacones de aguja, perdida en la prostitución.

Una noche, una puta india enorme y sonriente le bañó el miembro en ginebra a modo de testamento de la estricta higiene que afirmaba practicar y Arnie pensó absurdamente en Rebecca, en que nunca la había visto desnuda, ni ella a él, bañado ahora en la rosada luz hollywoodiense de la habitación de la puta, con el Cristo colgando en su tortura perpetua de la pared de encima del camastro. La mujer era amable y la luz le arrancaba destellos del incisivo de oro y de la crucecita que llevaba en la garganta. Tú folla bien, Jack, le dijo, sonriendo a su manera mentirosa de puta. Él volvió a sentir la cálida carne de Rebecca bajo aquella luz del sol de Nueva Jersey muerta largo tiempo atrás. Haced un chiste con eso, venga.

Estaban en el parque de atracciones del lago Hopatcong con otras dos parejas. Una noche calurosa y jadeante de finales de agosto, con ese olor patriótico a perritos calientes y a patatas fritas y la música de carraca del carrusel colándose por entre los árboles plantados de forma dispersa en dirección a la playa. Rebecca estaba pálida y sudorosa, se encontraba mal, y Arnie se la llevó de vuelta al coche y fumaron. Caminaron hasta la ribera del lago negro, que se extendía ante ellos con el neón azul y rojo de la otra orilla visible en la oscuridad tob dio un oir traho, oeroi ella isieórrida.

Arnie le secó la frente y le masajeó los hombros, venerando su dolor. Le fue a buscar una Coca-Cola y se la trajo, pero ella sólo dio un sorbo, luego dijo: ¡oh Dios!, y se inclinó para vomitar. Él le sostuvo las caderas mientras vomitaba y le encantó el olor y la suciedad que venían de ella. Rebecca se quedó tumbada en el suelo y él se le tumbó al lado, acariciándole los pechos hasta que se le pusieron los pezones erectos bajo la blusa de algodón. Mi regla, dijo ella. Dios, me deja hecha polvo al principio. Sangras, vomitas, qué increíble eres, pensó Arnie. Te tendrías que haber quedado en casa, le dijo. La luz de luna de sus dientes. No me quería perder una noche contigo, dijo ella. Es agosto. Estrellas, amigo, grandes estrellas centelleantes caían sobre Alabama.

Estaban a oscuras bajo la lluvia intensa, protegidos por el paraguas de ella. ¿Dónde pudo ser? ¿Nokomis Road? ¿Bliss Lane? Besándose con aquel frenesí atrapado y sin embargo completamente inocente peculiar de aquella era. La familia de Rebecca se iba a marchar de la ciudad hacia finales de semana. Se besaron, se besaron. Cantaron los ángeles. ¿Adónde podían ir para salir de aquella intensa lluvia?

¿Acaso no hay nadie, ningún articulista o cineasta de vanguardia, ningún amante de la vida u optimista entregado que esté dispuesto a trasladarlos a una casita de campo, ya cerrada por haberse terminado la temporada de veraneo, en cuyo exterior de troncos encuentren una puerta sin cerrar con llave? Dentro habrá una cama, whisky, una estufa eléctrica. O mejor, una chimenea. Lámparas blancas, luz suave. Música dulce. Una radio en la que sintonicen Cooky’s Caravan o Symphony Sid. Billy Eckstine cantará «My Deep Blue Dream». ¿Quién los puede juntar y permitir que él la penetre? Lágrimas de agradecimiento y liberación, la disposición sublime y sombreada con elegancia de sus piernas cuando yazcan juntos. Aquello era América en 1948. No los podían ayudar ni el arte falso ni los cansinos trucos del cine.

Ella se tambaleó, sosteniendo el paraguas torcido mientras él se ponía de rodillas y la agarraba, con la lluvia empapándolo, le metía la cabeza debajo de la falda y le besaba el vientre, la lamía como un loco por debajo de la ropa interior.

Amantes modernos, liberados por Mick Jagger y el orgasmo, prestadles por el amor de Dios, aunque sólo sea durante una hora, vuestro pequeño y fantástico apartamento. No se fumarán vuestra marihuana ni os tocarán los pósteres de Indiana. No os cogerán prestados los libros de Fanon, de Cleaver, de Barthelme o de Vonnegut. Os harán la cama antes de marcharse. Susurrarán buenas noches y bailarán en la oscuridad.

Rebecca estaba llorando y acariciándole el pelo. Ah, por Dios, cómo caían las hojas marrones de los árboles, ¿se acuerdan? Arnie la vio entrar en su casa y cerrar la puerta. La lluvia que le caía por la barbilla se llevó una parte de su vida.

Una chica llamada Sheila, cuyo padre era propietario de una flota de taxis, montó una fiesta de ex alumnos en el apartamento de sus padres en Forest Hills. ¿Dónde si no? Voy a insistir en la elegancia comprada y nada más. En este relato no quiero ni ver vuestros apartamentos cálidos y atiborrados de cosas, con gatos encima de los montones de libros y tal. Era la primera vez que Arnie veía una sala de estar soterrada y la visión marcó para siempre su idea de lo que era la buena vida. Rebecca estaba hablando con Marv y Robin, que se tenían que casar dentro de un mes. Eran judíos, increíblemente y prodigiosamente judíos, sus padres les sonreían y les prestaban dinero y coches. Él se sentía abatido con su ropa chillona de Brooklyn.

Enfundaré la carne virgen de Rebecca en un vestido negro de lino, con una gargantilla de perlas. ¿He mencionado que su pelo era del color de la miel? Creedme cuando os digo que él le quería besar los zapatos.

Todo el mundo estaba bebiendo Cutty Sark. Esto os da una idea no de quiénes eran, sino de quiénes creían ser. Se esforzaban desesperadamente a pesar de ser agosto, pero debajo de la piel de zapa y del nylon tenían escondidas las extremidades bronceadas. Sheila puso «In the Still of the Night» y las seis parejas se pusieron a bailar. Cuando cogió a Rebecca en sus brazos, le pareció que iba a llorar.

Arnie no quería ni oír hablar de la Evander Childs ni de Gun Hill Road ni de la Calle 92. No quería saber qué decía el estudiante de bachillerato médico con quien Rebecca estaba saliendo. Cuya mano le había tocado los muslos secretos. Era completamente insoportable saber que aquel fantasma los conocía de una forma específicamente erótica que a él le estaba vedada. Él los había tocado decorados con ligas y medias. Unos muslos distintos. Ella había estado en el Copa, en el Royal Roost y en el Lewisohn Stadium para asistir al concierto de Gershwin. Ella hablaba del New Yorker, del Vogue, de e. e. cummings. Volaba ante sus ojos, flotando en sus zapatos I. Miller de charol de tacón alto.

Sentados juntos en la cama de la habitación de los padres de Sheila, Rebecca le dijo que todavía lo quería, que lo querría siempre, pero que era muy difícil no salir con otros chicos, tenía que mantener a sus padres contentos. Estaban preocupados por él. En realidad no lo conocían. No era judío. Muy bien. Muy bien. ¿Pero era necesario que se lo permitiera a Shelley? ¿Era necesario que fuera al MoMA? ¿Al Met? ¿Dónde estaban aquellos sitios? ¿Qué era la University of Miami? ¿Quién es Brooklyn Law? ¿Qué clase de dios coge prestado un Chrysler y va al Barrio Latino? ¿Qué es un restaurante para miembros? ¿Cuánto cuesta el Bénédictine? Las acciones épicas de ella, los zapatos de Flagg Brothers de él.

Había un chico que casi se la había tirado. Ella le había dejado que le quitara la blusa y la falda, ¡nada más!, en una fiesta de alumnos de segundo año del CCNY. Estaba un poco colocada y él se le corrió encima de la combinación. Fue muy feo y ella se quedó avergonzada. Vapuleándole el corazón a Arnie con su sinceridad. Bueno, yo también estuve a punto de cagarla, mintió él, y le aterró el hecho de que Rebecca pareciera aliviada. Se levantó y cerró la puerta y luego se tumbó en la cama con ella y le quitó la chaqueta y el sujetador. Ella le abrió la bragueta de los pantalones. ¡Se acabó el tiempo!, dijo Sheila, llamando a la puerta y luego abriéndola para verlo a él con la cabeza en los pechos de ella. Oh, oh, dijo, y cerró la puerta. Por supuesto, aquello lo estropeó todo. En la década siguiente nos deshicimos de mucha de aquella gente reprimida y ahora todos somos libres y felices.

A las tres en punto, Arnie le dio un beso de buenas noches en Yellowstone Boulevard bajo una fina llovizna. Llámame, le dijo, y yo te llamaré también. Ella se alejó hacia su fastuosa vida judía, hacia los mambos y el Blue Angel.

Déjame venir a dormir contigo. Déjame tumbarme en tu cama y verte con ese pijama precioso. Haré lo que digas. Honraré a tus preciosos padres. Me esconderé en el armario y no causaré problemas. Trabajaré de reponedor en la preciosa fábrica de jerséis de tu padre. No es culpa mía si no soy Marvin o Shelley. ¡Ni siquiera sé dónde está la CCNY! ¿Quién es Conrad Aiken? ¿Qué es la Bronx Science? ¿Quién es Berlioz? ¿Qué es un Stravinsky? ¿Cómo se juega al mah-jong? ¿Qué quieren decir schmooz, schlepp, Purim, Moo Goo Gai Pan? ¡Ayuda!

Cuando se bajó del metro en Brooklyn al cabo de una hora, vio a sus amigos a través del ventanal de la cafetería abierta veinticuatro horas, echándose café en el gran foso de sus panzas llenas de cerveza. Los despreciaba igual que se despreciaba a sí mismo y al barrio entero. Luchó para no pensar en ella y no tener que imaginar su sutil elegancia en aquellas calles de infiernos vulgares, bendición e incienso.

En Nochebuena, Arnie se marchó de la fiesta de la oficina a las dos, a pesar de que una de las chicas de archivos, cuyo catolicismo se había visto temporalmente desplazado por el Four Roses con jengibre, lo había besado con lengua en el almacén.

Rebecca estaba fuera, esperándolo en la esquina de la 46 con Broadway, y se cogieron de la mano muy, muy brevemente. Caminaron sin rumbo en medio del frío gris e inclemente y se detuvieron un rato frente a la pista de patinaje del Rockefeller Center para contemplar a los dueños de Manhattan. Cuando empezó a hacer demasiado frío, pasearon un poco más y terminaron en el Automat que había delante de Bryant Park. Cuando ella se quitó el abrigo, se le movieron los pechos por debajo del jersey de ganchillo que llevaba. Tomaron café con donuts, rodeados de borrachos de las fiestas de las oficinas que se estaban quitando las borracheras antes de volverse a casa.

Luego pasó lo siguiente: podemos ir a Maryland y casarnos, le dijo Rebecca. Ya sabes que cumplí dieciséis hace un mes. Quiero casarme contigo, no aguanto más. Arnie se sintió excitado y aterrado y tuvo una erección. ¿Cómo podía soportar aquella imagen? Los pechos de ella, su perfume familiar, figuras enormes de divas del cine rutilantes con sus atuendos de seda y encaje en cómodos dormitorios de fondas de Vermont; persianas golpeando, la lluvia cayendo a mares, los cuerpos enredados, ¡casados! ¿Cómo llegamos hasta Maryland?, dijo él.

Sobre la superficie de la mesa la mano de ella, con sus dedos largos y delicados, las lunas perfectas, las lunas de Carolina de sus uñas. Le otorgaré hasta el último milagro: le introduciré suavemente aroma de magnolia y jazmín en la entrepierna y le permitiré que mee champán.

Sobre la superficie de la mesa la mano de ella, medias lunas resplandecientes sobre lagos de azul prusiano en crepúsculos de verde perenne. Sus ojos grises, con motas de bronce. En sus dedos una cadenilla dorada y en la cadenilla una llave de coche. El coche de mi padre, me dijo. Podemos cogerlo y estar allí esta misma noche. Entonces podremos estar casados por Navidad, dijo él, pero tú eres judía. Vio a un borracho que salía a la Sexta Avenida llevándose sus vidas dentro de una bolsa de papel. Lo digo en serio, dijo ella. No lo soporto, te quiero. Y yo a ti, dijo él, pero no sé conducir. Sonrió. Lo digo en serio, dijo ella. Y le puso la llave en la mano. El coche está aquí en el Midtown, junto a la Novena Avenida. En serio que no sé conducir, dijo él. Sabía jugar al billar y beber cócteles de cerveza con whisky, llevar la cuenta de las anotaciones de los partidos de béisbol y de los resultados de las carreras de caballos de hándicap, pero no sabía conducir.

La llave en la mano de él, una arruga de jersey fascinante en la cintura de ella. Por supuesto, la vida es una conspiración de derrota, un chiste sofisticado e interminable. Voy a conseguir dinero y nos iremos cuando empiecen las vacaciones, dijo él, cogeremos el tren, ¿vale? Vale, dijo ella. Ella sonrió y se pidió otro café, cogió la llave y se la guardó en el bolso. Todo era un chiste a fin de cuentas. Caminaron hasta el metro y él le dijo: te llamaré justo después de Navidad. Cielo gris e inclemente. Lo que Arnie recordaría era cómo le había ondeado a Rebecca el abrigo de cachemir gris en torno a los tobillos cuando se había girado al pie de la escalera para sonreírle y luego hacer el gesto de marcar un número de teléfono, señalarlo a él y después a sí misma.

Dadle a estos críos un Silver Phantom y un chofer. Un chofer negro, para completar la América a la que pertenecían.

Ahora llego a la parte literaria de esta historia, y el lector puede elegir pasarla por alto y contemplar el perfil de Rebecca sobre el fondo de los azulejos relucientes de las escaleras del metro de la IRT, ya que Rebecca ha salido de la realidad de la narración, por fragmentada que estuviera. Esta postdata ofrece algo distinto, algo elegantemente artificial y discreto, como uno de esos jerséis de diseño que ahora fabricaba el padre de ella, algo blanco y estilizado como los pantalones acampanados de los marineros. Os garantizo que será increíble.

Sitúo al joven en 1958. Ha servido en el ejército, y una vez les contó la historia del Automat a un grupo de amigos a modo de prueba de sus hazañas sexuales. Ellos lo creyeron: ¿qué otra cosa podían hacer? Aquel uso indigno de tan frágil anécdota lo había provocado el olor a madreselva y magnolia de las plantaciones de tabaco de las afueras de Winston-Salem. El olor le recordó tanto a Rebecca que se quedó poseído. Sintió una vez más la llave mágica en la mano. Y, a fin de superar aquella oleada abrumadora de nostalgia, la degradó. Ciertamente el lector recordará incidentes igualmente ignominiosos en su propia vida.

Después de licenciarse del ejército, Arnie se casó con una chavala y tuvo tres hijos con ella. Él le permitía sus intereses diversos y ella le permitía sus estúpidas infidelidades. Arnie tenía un buen trabajo en la industria publicitaria y vivían en Kew Gardens, en una casa adosada de ladrillo. Permitidme que le ponga a su casa una sala de estar soterrada para darle a esto cierta apariencia de realismo. Su madre había muerto en 1958 y le había dejado en herencia la casa del lago. Como ya llevaba diez años sin vivir allí, decidió venderla, en contra de los deseos de su esposa. La comunidad estaba creciendo y el valor de la propiedad se había duplicado.

Todo esto es una artimaña para mostrarlo allí un plácido día de primavera de mayo. Había subido hasta allí en un Pontiac nuevo del año anterior. La oficina de la agencia inmobiliaria, el papeleo, etc. Ciertamente, todo aquello tenía un reverbero de nostalgia, aunque él se sentía un completo forastero. Dejó el coche junto a la carretera y decidió caminar hasta el lago, parcialmente visible a través de las hojas nuevas de los árboles. Muy bien, pues vamos allá. Una ranchera Cadillac le pasó al lado, se detuvo unos quince metros por delante de él y de ella salió Rebecca. Llevaba pantalones cortos blancos, zapatillas deportivas y sudadera azul. Tenía el pelo igual, quizás más corto, atado con una cinta de velvetón azul marino.

Es imposible inventarse una conversación para darles. Arnie entró en el coche de Rebecca. Su perfume no era el mismo. Fueron con el coche a casa de los padres de ella para tomar un café, por los viejos tiempos. Si no, ¿cómo iban a poder estar juntos y a solas? Ella había subido para abrir la casa de cara a la temporada de vacaciones. Su marido era viajante de universidades para una editorial y estaba ahora mismo de viaje; sus hijos estaban pasando el día en casa de los abuelos. Canciones populares, letras recordadas a medias. Os conviene imaginaros el ambiente de toda esta escena como el de esas novelas de detectives donde el detective privado va a la casa de veraneo del hombre asesinado. Siempre pasa en temporada baja porque entonces todo es mágico: uno se ve a sí mismo como si existiera fuera del tiempo y los residentes de todo el año son dibujos sobre un fondo plano.

En cuanto se adentraron en el frío de la casa, ella le pasó la mano junto al costado para cerrar el pestillo de la puerta y él le tocó la mano sobre el pestillo, luego el antebrazo, luego el hombro. Quítate la ropa, le dijo en tono amable. Muy amable. Por favor. Quítate la ropa, ¿no? Le desabrochó el botón de los pantalones cortos. Ya veis que por fin tienen a su disposición el refugio que yo suplicaba para ellos una década atrás. Todo llega si uno tiene fe. Ella tenía la piel fría.

En el dormitorio, Rebecca bajó la colcha y ahuecó las almohadas, luego se sentó y se desvistió. Mientras se desanudaba los cordones de las deportivas, él dejó sus últimas prendas en una silla. Ella se levantó, con los pechos temblándole un poco, y él le vio unas tenues estrías adentrándose en la simetría de sombras de su vello púbico. Ella enchufó una estufa eléctrica pequeña, inclinándose ante él, y él le puso las manos debajo de las nalgas para que se quedara así. Ella suspiró y tembló y se incorporó, girándose hacia él. Dejadme que le ponga un velo de lágrimas en los ojos, de alegría amarga y de vergüenza, de desesperación. Ella se tumbó en la cama y abrió los muslos e hicieron el amor sin complicaciones.

Por la noche, Arnie siguió al coche de Rebecca de regreso a la ciudad. Habían prometido volver a encontrarse la semana siguiente. Por supuesto, no sería sórdido. ¿Qué sería entonces? Quizás él había llorado amargamente aquella tarde mientras ella le besaba las rodillas. Se llamarían. Encontrarían un sitio al que ir. ¿Era feliz ella? ¿Feliz de verdad? ¡Dios sabía que él no era feliz! En la ciudad pararon a tomar una copa en un bar del Village y se sentaron el uno frente al otro en el reservado, con las rodillas tocándose, cogiéndose las manos. Evitaron meticulosamente hablar del pasado, no hicieron bromas. Era un asco para todo el mundo, era un asco pero aun así se verían, de alguna forma se lo debían. Encontrarían un sitio con sábanas limpias, una radio, whisky, y simplemente… continuarían. ¿Por qué no?

Estos accidentes destructivos y agridulces no pasan todos los días. Arnie se apuntó el número de Rebecca en la agenda, pero no la quiso llamar. Quizás lo llamaría ella y, si lo hacía, pues ya verían, ya verían. Pero él no la llamaría. No estaba tan loco. De camino a Queens revivió la sensación de estar dentro de ella y el coche derrapó erráticamente. Cuando llegó a casa estaba agotado.

Tenéis todo el derecho de soltar un soplido de burla ante semejante obviedad escandalosa si os digo que su mujer le dijo que estaba tan pálido que parecía que hubiera visto un fantasma, pero es lo que le dijo, en serio. El arte no puede rescatar a nadie de nada.

DÉCADAS

Ben y Clara Stein estaban hechos el uno para el otro. No llegaré a decir que habían nacido el uno para el otro, pero son tres cuartos de lo mismo. Me resulta imposible, incluso hoy, después de los quince años más o menos que han pasado desde que los conocí, pensar en ellos salvo como «los Stein».

No tengo ni idea de cómo ni dónde se conocieron, pero quizás fuera en una fiesta durante las vacaciones de Navidad; calculo que hacia 1955 o algo así. Por entonces, Clara estudiaba en el Bard College, adonde había llegado procedente del Bennington, adonde había llegado procedente del Antioch, adonde había llegado procedente del Brooklyn College. Todos aquellos traslados habían tenido algo que ver con el arte, es decir, Clara iba allí donde el arte era «posible». Vale, de acuerdo, tampoco sé qué significa eso. Había publicado poemas en varias revistas estudiantiles y en una de ellas un ensayo sobre los Nueve cuentos de Salinger, que le había reportado un premio de veinticinco dólares en libros. Era una chica de tez oscura, esbelta e hipernerviosa, cuyo padre creía que iba a acabar siendo maestra. La idea lo reconfortaba, aunque os aseguro que la habría mandado a la universidad independientemente de lo que pensara que ella quería ser, porque para su padre la universidad era buena, era como un día soleado o como los plátanos con nata. No le faltaba el dinero gracias a su negocio, que estaba relacionado con el equipamiento electrónico para los hospitales, y no le negaba nada a Clara.

Ben era estudiante de literatura inglesa en el Brooklyn College cuando conoció a Clara en aquella fiesta. Voy a situar su primer encuentro en aquella fiesta porque todas las fiestas universitarias son esencialmente iguales y por tanto así me ahorro el trabajo de describirla. Pero se conocieron, conversación en el rincón, café en el Riker’s, etcétera. Ben llevaba camisas de trabajo azules, chaquetas de tweed con coderas de cuero y bufandas largas enrolladas en torno al cuello y echadas al hombro. Su padre se dedicaba a algo. Da igual a qué se dedicara el tuyo, el suyo se dedicaba a esto: el lento paso de los años, marcado por Chevys destartalados y vacaciones febriles, las Series Mundiales de Béisbol y el antiácido Gelusil. Ben cursaba literatura francesa como itinerario secundario y leía a Apollinaire y Cocteau. El hecho de leer francés lo anglicanizaba un poco al estilo Ronald Firbank, y afectaba un hastío y una sensibilidad que resultaban dignos de verse en Flatbush y Nostrand. Tenía una mente veloz y arcana, de un cariz que hizo que Clara olvidara para siempre que alguna vez había admirado a Salinger. En alguna parte encontraron un sitio para estar solos, y en un par de meses Clara ya estaba embarazada. Ben se casó con ella, después de una larga y seria conversación con los padres de Clara, durante la cual agitó nerviosamente el pie, les dedicó su sonrisa compulsiva e hizo chistes desconcertantes acerca de W. H. Auden. El padre de Clara le estrechó la mano y los dos se quedaron así, sumidos en una desdicha sin palabras, riéndose cordialmente. El padre no entendía cómo Clara había permitido que aquel mentecato entrara en su cuerpo delgado y firme.

Conocí a Ben en una clase de civilización clásica del Brooklyn College. Por entonces, yo iba a la universidad gracias a la Ley de Veteranos de la Guerra de Corea, y mis amigos de la facultad eran ex soldados como yo, una panda mísera y patética como pocas. Ben era el primer no veterano que yo conocía que parecía tener algo que ver con lo que yo consideraba por entonces la realidad. Nos sentábamos al fondo del aula, componiendo sonetos obscenos, turnándonos para escribir versos alternos, mientras el resto de la clase tomaba apuntes incansablemente. No puedo explicaros de forma clara por qué asistía yo a la universidad: digamos que quería aprender latín. Pues bueno.

Ben y yo suspendimos aquel curso, pero a Ben, que estaba siendo mantenido por el padre de Clara, le entró el pánico. Tenía miedo de quedarse sin su estipendio mensual y de verse obligado a dejar los estudios o ponerse a trabajar. El lector necesita saber que en los años 50 Ben era miembro de una gran minoría de jóvenes que pensaban que la vida no existía fuera del mundo académico, es decir, que la vida dentro de la universidad era la vida real; fuera estaba aquella gente que hablaba con errores gramaticales y veneraba la bomba de hidrógeno. Dios sabe qué habrá sido de aquellos académicos; sólo sé lo que les pasó a Ben y a Clara. En cualquier caso, a mí no me importó mi suspenso, pero fue interesante ver la reacción de Ben a la mala nota: rogó, suplicó, repitió el examen y terminó el curso con un aprobado pelado. Cuando digo que fue interesante, quiero decir que pude ver que Ben no era la figura romántica byroniana por la que yo lo había tomado. De alguna manera, tenía una meta, había hecho —¿cómo llamarlo?— «una apuesta en la vida». Yo, en cambio, sigo más o menos buscándome a mí mismo, si podéis soportar esa expresión. Pero, bueno, eso no viene al caso; esta es la historia de los Stein.

Supongo que fue por entonces cuando conocí a Clara, la media naranja de Ben; la banalidad de esa expresión es, en el caso que nos ocupa, la perfección misma. La escena: un día caluroso de junio. Ben había obtenido permiso para hacer su examen de recuperación. Me invitaron a su apartamento para tomar una copa y cenar y «ver al bebé», Caleb. Por entonces, yo salía con una chica que colaboraba habitualmente con la revista literaria del Brooklyn College y cuyo padre era delegado de lo que solía ser una sección sindical comunista. La chica en cuestión leía The Worker y me intentaba hacer leer las novelas de Howard Fast. Si ha seguido el patrón típico de su generación, se habrá casado con un farmacéutico y vivirá en Kips Bay; pero en aquella época era mi amante, o, permítanme que lo escriba así, Mi Amante. ¡Qué flagrantemente serios éramos! Lona llevaba el diafragma en el bolso y descubrimos que John Ford era un gran artista. Fuimos juntos a ver a los Stein en su apartamento de Marine Park.

Los vasos más exquisitos, altos y finos como el papel, llenos de café Medaglia d’Oro helado y con nata montada encima. Coñac Hennessy de cinco estrellas. Aguacates cortados en tiras con rodajas de lima. Pan de centeno firme y salado con queso Brie. Con mi camisa caqui descolorida, con un desgarrón en el hombro allí donde me había arrancado de mala manera el parche que antaño me había identificado, comí y bebí y entendí por qué a Ben le había preocupado tanto su nota. Clara dejó claro que el Hennessy era un regalo de su padre, que al parecer servía para poco más.

—¡En su puñetero Cadillac con aire acondicionado!

—¿Qué más? —dijo Ben.

—De gustibus.

Lona estaba soltando su arenga sobre las bellas simetrías de Costa bárbara, Ben se estaba ventilando el coñac y el bebé estaba llorando. Hablamos de Charles Olson, a quien yo apenas conocía. Clara pensaba que era «una puta mierda», un Ezra Pound falso: lo conocía del Bard o de Benington o de algún sitio. Norman Mailer también era «mierda», igual que el partido comunista, Adlai Stevenson, la paz, la guerra y Ben. Ben se estremeció un poco y dijo, ¿Cla-ra, Claa-ra, Claaa-raaa? En la puerta, Ben me enseñó una grieta que tenía en la suela del zapato para demostrarme su penuria. Pronto me di cuenta de que Ben siempre estaba sin blanca; es decir, esa era su máscara. Hablando en términos financieros, su vida era notablemente estable; pero siempre estaba sin blanca. Conseguir aquella actitud era un talento que tenía la clase social de Ben, una actitud que ha persistido e incluso se ha refinado. Por entonces, yo era lo bastante ingenuo como para pensar que para estar sin blanca había que no tener dinero.

Lona y yo nos separamos poco después. Recuerdo que por la tarde cogí un ferry y, antes de que terminara el día, acabé en el Luigi’s, un bar situado cerca de la universidad, donde me emborraché con la oferta de Kinsey y cerveza. Triste, triste, quería estar triste. Era delicioso.

Pasó un tiempo y les perdí la pista a los Stein. Ben se había licenciado y Clara, el bebé y él se habían marchado de la ciudad; Ben había cogido un puesto de profesor asistente en el Medio Oeste. Yo había dejado la universidad y estaba trabajando en una fábrica de Pearl Street, operando una prensa troqueladora que producía juntas y manguitos de Teflón. El trabajo me agotaba, pero me reconfortaba el hecho de que me dejara la mente libre para escribir. Por supuesto, si uno tiene la mente demasiado libre mientras opera una troqueladora, ya se puede despedir de un dedo o dos. Pero yo vivía atrapado por la mitología del escritor pobre en América; con la distancia que da el tiempo, me doy cuenta de que también contribuí un poco a aquel mito. No es un consuelo, ¿pero qué es entonces? Por las noches intentaba penosamente escribir una novela gigantesca y difícil, De incendios parciales, que ya hacía tiempo que se me había ido por completo de las manos, pero que yo insistía en pensar que me iba a labrar una reputación. No sé qué más hacía. Tuve una aventura con una chica que trabajaba en la oficina de la fábrica y que miraba mi manuscrito con temor; veíamos un montón de películas juntos y después íbamos a mi apartamento de Coney Island Avenue y hacíamos el amor. Ella se marchaba a medianoche; yo la acompañaba al metro y luego volvía a casa para observar la densa prosa que había compuesto la noche anterior. Creo que nunca he estado tan cerca de la desesperación.

De pronto, los Stein volvieron, sólo para pasar un verano. Ben iba a trabajar en un programa teatral al aire libre destinado a llevar la cultura a alguien bajo la guisa de versiones en demótico de comedias de la Restauración. Casi todos los sábados íbamos a la playa en el coche de Ben. June, mi amante, no soportaba a los Stein, y ellos la consideraban una cateta graciosa. Clara se deleitaba haciéndole a June preguntas como por ejemplo cuál de los Cuartetos le gustaba más. Ben bebía cantidades ingentes de vodka con zumo de naranja, igual que yo. Un día me despidieron por tomarme tres lunes seguidos libres y tuve la suerte de conseguir el subsidio de desempleo. El sábado siguiente, June me pegó con su bolsa de la playa cuando la llamé «pequeña rosa polaca» y se fue llorando a coger el autobús. El resto del día, Clara pareció contenta y de buen humor, y al atardecer fuimos a nadar juntos y nos alejamos bastante de la playa. Aquel día, Ben me pareció el hombre más afortunado del mundo.

Hacia el Día del Trabajo, Ben se lió con una chica llamada Rosalind, una flautista que asistía a la Juilliard. Se pasaba las tardes con ella en su loft de la calle East Houston. Clara no decía nada, pero empezó a tomar Dexedrina en grandes cantidades y a hacer comentarios sobre mi atractivo sexual cada vez que Ben prestaba atención. Ben hacía muecas y decía: «¿Claa-raa, Claaaraaaa?». Un día en que Rosalind había venido a la playa con nosotros y Ben y ella se habían ido caminando hasta la orilla, cogidos de la mano —¡amor inocente!— y recogiendo conchas, me acerqué a Clara y la besé y ella me abofeteó y me arañó la cara. Estaba temblando y ruborizada.

—¡Asqueroso de mierda! ¡Cabrón asqueroso de mierda! — Pero no le dijo nada a Ben, como si la hubiera oído.

Cuando en septiembre los Stein se volvieron a su vida del Medio Oeste, Rosalind se fue con ellos. Oí que Ben se había saltado la isleta en una autopista de ocho carriles y había estado a punto de matarlos a todos. No puedo concebir que fuera otra cosa que un accidente; tenía a Rosalind, tenía a Clara y tenía dinero. Creo que más o menos por aquella época conseguí otro trabajo, de despachador de camiones para una compañía de jabones ubicada junto al North River. El capataz no paraba de contarme que solía tirarse a su mujer todas las noches hasta hacerla llorar de placer histérico. Me encantaría poder decir que lo que me contaba el capataz era verdad, pero no. Mentía desesperadamente, casi con gallardía, viendo descender todas las tardes el sol sobre la fealdad del norte de Nueva Jersey mientras esperábamos que regresaran los camiones.

De vez en cuando, una de aquellas viejas cafeteras se averiaba en las afueras de Paterson o de Hackensack y nos tocaba esperar varias horas ya de noche a que llegara para poder marcharnos. Entonces el capataz mandaba a buscar bocadillos y café y me hablaba de las piernas y el culo increíbles que tenía alguna chati y de «todo lo demás» que había visto en alguna parte, donde fuera. Los ojos se le abrían mucho a causa de aquella nostalgia notablemente precisa de algo que no había sucedido. Una vez, me inventé y le conté una escena de alcoba descabellada que yo había tenido con una «tía buena y muy loca» que estaba casada con un buen amigo mío. Mientras desgranaba los detalles de aquella mentira, me di cuenta de que estaba visualizando a Clara Stein. De manera que ya podéis ver el punto al que había llegado.

Mi novela estaba terminada y emprendí el proceso de volver a mecanografiar el manuscrito sin pulir, al que me gustaba pensar que le había dado todo. Empecé a frecuentar los mismos bares a los que había ido antes de empezar a trabajar en el libro, y en ellos oí varios informes acerca de los Stein. Ben, Clara y Rosalind habían intentado que funcionara su trío, pero no había manera, y Ben se había marchado con Rosalind a Taos, donde ella lo había dejado por el propietario de una cadena de supermercado de Oklahoma que tenía la mayoría de las acciones de dos de las galerías de Taos. «¡Montañas, montañas, traedme más montañas!», les ordenaban sin duda los directores de las galerías a sus hordas de pintorzuelos rústicos. Luego los Stein volvieron a juntarse y Ben dejó embarazada a Clara, para demostrar su amor o su hombría o su desprecio. Más o menos por la misma época en que oí aquella historia, los Stein volvieron a Nueva York para que Clara abortara. Al padre de ella no le gustaba la idea, pero el aborto, si se hacía en el momento oportuno… era igual que la universidad o el sol, era bueno. La visita de los Stein fue fugaz y no llegué a verlos, aunque sí que hablé brevemente con Ben por teléfono. Despreciaba al feto condenado tanto como despreciaba a Clara y a sí mismo. O por lo menos esa es la impresión que me llevé. Pero quizás me equivocara, quizás Ben simplemente estuviera nervioso.

Había terminado mi novela y se la mandé a un editor de una de las grandes editoriales, un hombre al que había conocido unos años atrás en una de mis «meriendas» de profesores de literatura inglesa. El editor era corpulento y renqueaba, y los martinis con vodka le habían impedido tener una carrera brillante. Almorzamos en uno de aquellos pequeños restaurantes-bar franceses de la zona de la Cincuenta Este, un detalle que recuerdo con mucha claridad porque dos mujeres y un hombre de la mesa vecina a la nuestra estaban hablando borrachuzamente pero en serio de sus aventuras sexuales del fin de semana anterior. En cualquier caso, De incendios parciales era demasiado larga, estaba demasiado atiborrada de tramas, en realidad eran dos novelas, los personajes estaban sin desarrollar y no resultaban convincentes, a excepción de la mujer que estaba casada con Jerry, ¿cómo se llamaba? Quizá si la reescribiera… Me fui a casa embotado por la borrachera e hice pedazos el manuscrito. Mi sensación de alivio fue casi igual de grande que el día en que se había marchado de mi vida mi rosa polaca. Ahora me sentía libre para… hacer cosas. Para hacer cosas.

Una de las primeras cosas que hice fue conocer, en una fiesta en honor de alguien que había hecho una lectura en el YMCA, a una chica realmente encantadora que estudiaba yoga y escribía unos poemas que eran un festival de nombres abstractos, todos desgranados con una meticulosidad métrica digna de John Betjeman. Vivía en un apartamento hermosamente amueblado de Saint Marks Place, al que me mudé con ella poco después de que se nos pasara la lujuria inicial. Justo antes de dejar mi trabajo en la compañía de jabones, le pedí que me recogiera un día a la salida del trabajo, a fin de poder exhibirla delante del capataz. Aquellas pequeñas crueldades vuelven ahora a menudo para atormentarme. Me gusta considerarlas simples aberraciones, o desvíos del camino verdadero.

De manera que Lynn me mantenía. Mientras ella estaba en el trabajo —digamos que trabajaba en una editorial donde su inteligencia se revelaría pronto—, yo paseaba mucho, tomaba cafés e iba al cine. De vez en cuando, escribía poemas en la Olivetti de ella, una máquina que tiene el talento de hacer que todos los poemas parezcan de aficionado, o bien cogía los poemas de Lynn y trataba de rehacerlos con rimas distintas. Lynn era un hacha con las rimas.

En mi paz inquieta, después de llevar a cabo mis paseos o mi mecanografiado del día, y mientras esperaba a que Lynn llegara a casa, me acordaba a menudo de los Stein, y me preguntaba qué tal le caería Lynn a Clara o, mejor dicho, me preguntaba cómo de mal le caería. Lynn llegaba entre las cinco y media y las seis, con algún detallito para «animar» la casa, como si aquellas cosas pudieran alejar Nueva York, que acechaba al otro lado de las ventanas. Traía flores, o un jarroncito japonés; a veces un pastel del Sutter’s; o un farolillo de papel para iluminar la cena de linguini y salsa de almejas que nos comíamos ya tarde, el Chablis y las peras de Anjou. Hablábamos de arte y de cine y de sus poemas. Ya casi había juntado su primer poemario y se estaba planteando publicarlo de forma privada en una pequeña edición en offset. Uno de los hombres del departamento de arte (qué expresión tan admirable) de la oficina le iba a hacer un dibujo para la cubierta; y era muy bueno. ¿Cómo iba a ser, si no? ¿Alguien conoce a un artista malo?

Una tarde me emborraché mucho en el Fox’s Corner, un bar —ya desaparecido— de la Segunda Avenida frecuentado por jugadores profesionales y apostadores de las carreras de caballos. Si lo recuerdo es porque fue el día en que mataron a Kennedy en Dallas. Cuando llegué a casa, Lynn me estaba esperando con la tele y la radio encendidas, la cara seria y pálida y el cenicero lleno de sus Pall Mall a medio fumar. Me miró, compungida, como si se hubiera muerto alguien que la quería. Por alguna razón, aquello me excitó sexualmente y me arrodillé delante de ella y me puse a subirle la falda por encima de los muslos, abriéndoselos con delicadeza. Ella me apartó las manos de un bofetón y se puso de pie.

—¡Dios mío! ¡Estás borracho! ¿Estás borracho y no te das cuenta de nada? ¿Es que no sabes lo que ha pasado? ¡Han matado a Kennedy! ¡Kennedy está muerto!

Estaba encolerizada y eso me molestó hasta lo indecible; me molestó hasta la locura. Sonriendo con una vaga imitación del rictus compulsivo de Ben, decidí mostrarme despreocupado; ah, despreocupado, desenfadado, jocoso.

—Ya, bueno, ¿pero qué ha hecho Kennedy por la novela?

Supongo que Lynn hizo bien en pegarme; hasta los idiotas son capaces de mostrar lo que supongo que consideran cierta dignidad. De manera que ahí se terminó aquella aventura. Sólo se nos permite ridiculizar nuestras propias muertes. Me marché al día siguiente, mientras Lynn estaba en el trabajo, y dejé mi llave en el buzón, envuelta en un papel en el que había escrito: Ars gratia artis.

Conseguí otro trabajo de secretario/mecanógrafo en una pequeña imprenta y me acomodé en un apartamento nuevo de la Avenida B, cerca del cine Charles. Una noche en una fiesta, un borracho me contó que Ben y Clara y una estudiante de arte se habían montado un nidito los tres juntos. Ben estaba trabajando en su doctorado, un estudio de las relaciones entre las canciones de las obras de Shakespeare y los coros del teatro griego, y ahora vivían en Cambridge. Su hijo, Caleb, estaba en un internado —demasiado tarde para que importara, claro—; Ben estudiaba, escribía y bebía; la estudiante de arte pintaba y bebía; y Clara… no me imaginaba qué debía de hacer Clara. La única imagen que yo me formaba mostraba a Clara y a la estudiante de arte rodeándose mutuamente las cinturas con los brazos y entrando dando tumbos en el dormitorio mientras Ben gruñía: ¿Claa-ra, Claaa-raaa? y le daba al bebercio.

Poco después, conocí a una chica que había conocido a Clara en el instituto y me contó que Clara le hablaba a menudo de mí en sus cartas; me quedé conmovido. Aquella misma semana, fuimos al New Yorker y vimos por séptima vez La gran ilusión