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Con una prosa exquisita y un talento inaudito para el ritmo narrativo, Ana María Preckler nos presenta la historia de dos niños madrileños que pasan una temporada en un pazo de La Coruña, junto al pueblo de Miño. Allí conocerán a la hija del Marqués de Ribalta, terrateniente del lugar. La personalidad de Laura, la hija del marqués, será fuente de numerosos sucesos extraños que arrastrarán como un alud a nuestros protagonistas.
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Seitenzahl: 254
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Ana María Preckler
Saga
La luz de los días antiguos
Copyright © 2013, 2022 Ana María Preckler and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374238
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A mis hijos y nietos, que han sido lo más
hermoso y preciado de mi vida.
A mis amigos del alma, que me han dado
su cariño, compañía y confianza.
Yo me declaro del linaje de esos que de lo oscuro a lo claro aspiran
Goethe
El hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra. Esta misión no le ha sido revelada por un Dios ni le es impuesta desde fuera por nada. La lleva dentro de sí, es la raíz misma de su constitución. Dentro de su pecho se levanta perpetuamente una inmensa ambición de claridad
José Ortega y Gasset“Meditaciones del Quijote”
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciaras de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
Salmo 15
La luz envolvía la vida con un velo translucido, con un halo dorado, con un aura sacra. Era una luz de eternidad que no tenía ni principio ni fin. Bajo esa luz envolvente y eterna todo adquiría sentido, concreción, inteligibilidad. Se podía llegar a entender el sentido de lo primigenio, de lo absoluto, de lo latente, de lo permanente. Del tiempo y el espacio. De la vida. De la muerte. Del amor. Del más allá. Y desvelar el misterio del ser contingente y del ser necesario. Del principio y el fin de todas las cosas. Mas ello no podía lograrse en plenitud durante el ciclo de la temporalidad, ni con las coordenadas espacio-temporales del universo humano en los que la luz aún permanecía arcana, velada, e incierta. Para alcanzar aquella luz transfigurada, salvadora, portentosa y divina era preciso aguardar el final de todos los tiempos.
(A Ma P)
Una tarde del mes de junio de un año cualquiera, cuando regresaba en automóvil de la sierra, con la cordillera de Guadarrama frente a mí, que se elevaba majestuosa culminando en la Bola del Mundo, y a sus pies el valle extensísimo, rendido, hermoso, moteado de árboles y casas que se percibían con extrema nitidez y claridad, escuché de pronto una canción por la radio. Era la voz grave, aterciopelada y cálida de Frank Sinatra cantando una bellísima y melancólica balada casi desconocida de su repertorio, que se entendía con facilidad por la perfecta dicción inglesa del cantante norteamericano:
“I was five and she was six/
Yo tenía seis años y ella seis,
We rode on horses made of sticks/
Cabalgábamos en caballos de madera,
I wore black and she wore white/
Yo vestía de negro, ella de blanco,
She would always win the fight/
Ella siempre ganaba las batallas,
Bang-Bang/
She shot me down!
Ella me disparó,
Bang-Bang/
I hit the ground/
Yo caí al suelo,
Bang-Bang/
That awful sound/
Aquel horrible sonido,
Bang-Bang/
My baby shot me down/
Mi chica me disparó,
Seasons came and changed the time/
Las estaciones vinieron y cambiaron los tiempos,
We grew up I called her mine/
Nosotros crecimos y yo la llamé mía,
She would always laugh and say/
Ella siempre reía y decía,
Remember when we used to play/
Recuerda cuando solíamos jugar,
Bang-Bang/
I shot you down/
Yo te disparé,
Bang-Bang/
You hit the ground/
Tu caiste al suelo,
Bang-Bang/
That awful sound/
Aquel horrible sonido,
Bang-Bang/
I used to shoot you down/
Yo te solía disparar,
Music played and people sang/
La música sonaba y la gente cantaba,
Just for me the church bells rang/
Las campanas de la iglesia tañían solo para mí,
Now she is gone I don’t know why/
Ahora ella se ha marchado y no sé por qué,
Untill this day sometimes I cry/
Aún hoy a veces lloro,
She dind’t even say good bye/
Ella ni siquiera me dijo adiós,
She didn’t take the time to lie/
Ni siquiera se molestó en mentir,
Bang-Bang/
She shot me down/
Ella me disparó,
Bang-Bang/
I hit the ground!
Yo caí al suelo,
Bang-Bang/
That awful sound/
Aquel horrible sonido,
Bang-Bang/
My baby shot me down/
Mi chica me disparó”.
El corazón me dio un vuelco y sentí una viva emoción, no solo por la belleza de la melodía, acaso una de las mejores de Sinatra, sino porque aquella historia que él narraba yo la reconocía. Era cierta. Había sucedido alguna vez —¿O quizá no? ¿Quizá solo había sido una idea de mi imaginación o de mi subconsciente?—. Una vez más la vida se entremezclaba con la ficción. Todavía me estremecía recordarla. Era una historia de amor, de sentimientos y de pasiones, una historia reinventada innumerables veces por el hombre, una pieza más del gran mosaico de la vida. Y en ello radicaba su fuerza. Consistía en la historia de tres niños que se hacen adultos, en la cual el amor se hallaría presente desde el inicio. Entonces sentí la necesidad imperiosa de contarla y de comenzar a escribir una novela con la canción. Y pensé que de alguna forma tenía similitudes con mis novelas anteriores. La de que todo hombre tiene el maravilloso poder, inherente a su condición humana, de recapacitar sobre sus errores y redimirse. Aunque las historias resultaban en esencia muy distintas, y como ocurre tantas veces cuando se escribe, en todos los casos esas historias fueron marcando su dirección, hablando por si mismas, marcando su propio sentido. Yo apenas fui una mera narradora de ellas. Todos mis libros habían demandado perentoriamente su escritura y yo había seguido su vocación, su llamada. De esta manera, como si de un encargo se tratara, comencé esta nueva historia.
Esta novela se haya pues inspirada en la canción Bang-bang de Frank Sinatra. Aconsejo que antes de adentrarse en su lectura oigan la canción que la ha motivado. Es muy hermosa. Por medio de Internet, y del servidor You tube, escribiendo el título de la canción se puede escuchar en su totalidad, además yo he transcrito su letra en inglés y en español en este prefacio. De este modo se entenderá mejor el significado de esta historia singular.
* * * * *
—¿Laura? ¿Laura? ¿Dónde estás? ¡Han venido a verte tus primos!
La brisa arrullaba las frondosas copas de los árboles que rodeaban el viejo caserón, altivo y orgulloso en su senectud solitaria, produciendo el sonido susurrante y quebradizo de las hojas y ramas al moverse, como si fuese el bramido de un oleaje boscoso, continuo y sobrecogedor que acallaba la voz de timbre agudo con acento extranjero que llamaba a la niña. Era Septiembre y el verano tocaba a su fin. La niña no oía o sí oía a la institutriz inglesa que la llamaba pero no se inmutó. Siguió imperturbable y ausente, balanceándose en el tosco columpio de madera que colgaba de dos cuerdas de las ramas sólidas de un roble añoso y centenario. Álamos, olmos, encinas, hayas, y algunos eucaliptus, poblaban el gran jardín de la casa que parecía un parque semisalvaje, tupido y umbrío. No era extraño que la institutriz no encontrara a la niña y que ella, cosa que hacía con harta frecuencia para desesperación de la miss inglesa, se perdiese en las partes más recónditas del jardín, y desapareciera para ir en busca de su propio mundo que nada tenía que ver con el real.
Era una mansión vetusta e imponente en la que aún se percibían las viejas glorias de antaño. La casa levantaba su arquitectura con elegancia por entremedio del jardín que más que jardín parecía un bosque, por la frondosidad de la flora que crecía en los terrenos que la circundaban. En realidad el conjunto se conformaba como una finca o un señorío, o como se suele llamar en aquellas latitudes donde se ubicaba, como un gran pazo. Si por arriba las copas de los árboles se enlazaban formando bóvedas de cañón entrecruzadas de un verdor intenso desplegado en todas sus gamas y variedades, por abajo los troncos parecían auténticos pilares, vigorosos y nervudos, de aquellas bóvedas de hojarasca leve, que creaban un ámbito similar al de las catedrales. En el recinto reinaba la penumbra apenas traspasada por los rayos sesgados del sol del mediodía, produciendo un efecto de vitral en las lívidas hojas del follaje. Aquel parque resultaba una catedral de la naturaleza e internarse en él producía el mismo recogimiento y respeto que producen las iglesias. En el nivel más bajo, rocas, rocallas, caminos, senderos y vericuetos daban asimismo un aire romántico y misterioso al lugar en donde por lo demás la hierba crecía por doquier, larga y melenada.
Aunque todos aquellos árboles tenían muchísimos años, la casa se podía decir que no tenía edad ni estilo definido. Uno podía imaginar cualquier cosa o cualquier época y esa cosa ideada adquiría caracteres de verosimilitud pues era una casa versátil e imprevisible en la que cualquier cosa podía suceder como de hecho sucedería. La mansión tenía un volumen cúbico bien definido y unas masas geométricas proporcionadas. Por delante se levantaba alta y estrecha, construida en piedra vista y cemento enfoscado y pintado en un color ocre pálido que contrastaba con las partes grisáceas y ásperas de la piedra de cantera. Tenía tres pisos de altura y se remataba con una azotea en uno de los lados y en el otro con una alta torre circunvalada por ventanucos cuadrados y coronada con tejados árabes que le daba una gracia especial. El piso bajo se abría con un gran porche en arco de medio punto precedido de escalinata. A su vez, el porche y todas las ventanas de la casa tenían su correspondiente tejadillo y puertas de madera con celosías tipo venecianas.
Si en la fachada principal predominaban las formas cúbicas la parte de atrás resultaba mucho más ecléctica y dispar, al mismo tiempo más atractiva y acogedora, con distintas partes que habían ido sufriendo modificaciones a lo largo de diferentes épocas. Había en el segundo piso un balcón con columnillas al que se asomaban los dormitorios principales, sobresaliendo siempre por encima el gran torreón señero, y en el piso bajo una amplia galería con largos ventanales de cristal y madera blanca que iban casi de lado a lado del frontis donde se hacía la vida cotidiana. Una pared cubierta totalmente de hiedra que trepaba libremente hasta el balconcillo disponía su jugoso verde junto a la nívea galería acristalada. La cocina y una pequeña huerta se situaban en un recodo de la casa, al otro lado de la galería.
Las zonas más propiamente ajardinadas del terreno, las que no poseían árboles sino flores y setos, donde reinaban las hortensias, las rosas, los geranios, el boj y el romero, se establecían delante y detrás de la mansión, justo enfrente de las fachadas, por lo que el edificio se podía avistar despejado y en perspectiva, sin el agobio de la arboleda boscosa que crecía indómita y selvática a pocos metros de distancia. Fértiles borbotones floreados de buganvillas violetas y anaranjadas cubrían una pérgola de estructura arquitrabada, más lejos, crecían las viñas que se enramaban por entre las vigas de un emparrado de las que colgaban gruesos racimos de uvas apretadas, verdes y moradas.
El resto de la arquitectura del pazo o del señorío lo conformaba una pequeña ermita o capilla exenta, con una hornacina en la fachada frontal en la que se situaba la figura del Santo Apóstol Andrés que según la leyenda había seguido a Santiago hasta estas tierras. En lo alto de la ermita se izaba una espadaña con una campana de bronce verdoso que en tiempos de la última señora de la casa repicaba antes de la misa de doce todos los domingos, permaneciendo silenciosa e inmóvil a partir de su fallecimiento. Un crucero de piedra sustentaba su base escalonada enfrente de la ermita, desplegando sus brazos en cruz como símbolo del amor universal que pregonaba el cristianismo que en aquella región se hallaba muy enraizado. Por detrás de la ermita, alejado de la casa, un hórreo de piedra con tejadillo a dos aguas se mostraba también como signo de lo que un día fuese el trabajo agrícola de aquellas posesiones.
—¡Laura! ¡Laura! ¡Niña! ¡Contéstame, por favor! ¡No te escondas! ¡Han llegado Daniel y Raimundo. Te están esperando desde hace un buen rato!
La niña seguía absorta columpiándose con lentitud. Seguro que había oído a Miss Evans pero le encantaba desobedecerla y hacerla rabiar, hacerse la sorda o la inocente con ella, realizando su santa voluntad sin peligro de que la regañase por su rebeldía. Un simple y modoso “disculpe, no la había oído”, bastaría luego para disolver de inmediato cualquier conato de amonestación o enfado. La verdad es que la niña no la soportaba, por su enojoso parecido a todas las institutrices del mundo, calcada a los estereotipos preconcebidos. Era una niña muy especial. Ella siempre dominaba las situaciones y acababa haciendo lo que quería con aquel arte sutil con el que envolvía a aquellos que la rodeaban y cuidaban de su persona. Mientras se columpiaba cantaba en voz baja y su voz quedaba enhebrada en el arrullo del aire de hojas quebradizas y en la brisa marina que traía hacia dentro del parque el sonido arrastrado, quejumbroso y renqueante del mar no lejano.
Si bien la mansión estaba construida en una zona llana y protegida, parte de la finca y de la zona boscosa descendían por un promontorio que moría en el mismo borde del mar. Consistía en un borde abrupto, de acantilado rocoso, con el mar espumeando allá abajo. Una defensa natural de la finca que poseía un lugar privilegiado y una vista sin par de aquella costa oceánica, recortada y bellísima. En toda aquella parte no había más protección que las rocas y el mar donde empezaba el terraplén costero. Un pequeño embarcadero construido en la zona más resguardada del cabo, al que se accedía por una estrecha e inclinada escalera de piedra, permitía salir al mar desde la finca. De cualquier forma, aquella parte sería inabordable de todo punto. Por el contrario, el resto de la finca, se protegía por un largo y grueso muro de piedra de unos tres metros de alto que hacían imposible la visión interna del recinto que solo se abría por una puerta delantera situada cerca de la carretera y del puente. La puerta o portalón tenía una gran cancela negra sobre la cual se había adosado una impenetrable plancha metálica de tal manera que tampoco a través de ella se podía divisar lo que existía detrás. Se podía imaginar, eso sí, como hacía todo el mundo, por la visión aérea de las múltiples y variadas copas de los árboles que sobrepasaban con mucho la altura de la pared, y por el torreón de la casa que dominaba imponente desde lejos todas aquellas pertenencias.
La casona por dentro se distribuía amplia y espaciosa como correspondía a su condición de gran mansión solariega, sin embargo su decoración, mobiliario, objetos y demás enseres que la adornaban se veían envejecidos, un tanto ajados y pasados de moda, un punto abandonados. Se notaba la ausencia de una mano femenina que le diera su toque y la cuidara. No tenía muebles de estilo ni había antigüedades de valor, esos que nunca envejecen, a excepción de los cuadros que se descubría enseguida su calidad y en los que se podían leer algunas firmas afamadas, la mayoría decimonónicas o de principios del XX, que debió ser cuando la casa obtuvo su mayor esplendor. Había también una colección de retratos de algún pintor notable de la capital de la provincia que sin duda representaba a los antepasados de la familia.
A través del porche se entraba a un hall, decorado con un banco de cuero repujado y claveteado y un perchero haciendo juego, del cual partía una ancha escalera hacia los pisos altos. El hall daba paso asimismo a un enorme salón presidido por una gran chimenea, sobre la cual pendía el cuadro del personaje principal enfundado en uniforme rojo y azul, con condecoraciones, y una banda de seda cruzada con borlones. Dos anticuados sofás se situaban perpendiculares a la chimenea. El comedor, rancio y severo, estaba constituido por muebles renacentistas hispanos. La biblioteca estaba construida en roble encerado y continuaba el estilo del comedor pero los libros, abundantes, superpuestos, de todas las épocas y autores, decoraban con calidez la habitación a la que acompañaban dos grandes sillones de orejas chester de cuero algo agrietado y un escritorio inglés con su butaca.
Lo más acogedor y vital de la casa era la galería acristalada que hacía las veces de cuarto de estar y se hallaba adornada con muchas plantas, dos mecedoras de rejillas, una mesa camilla con butaquitas altas floreadas y poco más. Por último, quedaba en el piso bajo la cocina que era asimismo agradable y hospitalaria. Alrededor de una gran mesa de madera cuadrada, siempre vestida con un mantel de cuadros, se establecía una serie de alacenas, una despensa, una nevera de hielo y otra eléctrica, una cocina empotrada de hierro negro y un hornillo eléctrico de dos fuegos encima del mostrador de mármol, una pila geminada honda de porcelana blanca y toda la cacharrería y sartenes colgadas boca abajo. El olor de la casa y el del jardín impregnaban el ambiente con una esencia inconfundible a humedad y a follaje, a leña y a océano.
* * * * *
Los dos niños distraían su aburrimiento de diferente forma mientras esperaban a su prima. El mayor contemplaba con emoción contenida la vieja casa querida y añorada, y recorría con su mirada cada rincón, cada estancia, cada objeto. Para él, que no entendía aún de estilos ni de modas, aquella casa podía ser un auténtico palacio encantado. Los recuerdos de todos los veranos de su todavía corta vida se agolpaban de pronto en su memoria; cada verano le acontecía lo mismo, redescubría emocionado aquel caserón apasionante, tan distinto de la casa donde él vivía en la capital de España, y los sentimientos se entremezclaban hasta sentirlos gozosa y dolorosamente dentro de sí mismo. La biblioteca era su habitación predilecta. ¡Ah! aquel olor único de la casa y los libros. Solo ese olor bastaba para rememorar los viejos y entrañables recuerdos. Con deleite, iba tomando los libros, acariciando sus lomos, leyendo sus títulos. Sentado en el sillón de orejas apenas atendía a otra cosa que a hojear los tomos de sus autores favoritos, aunque en el fondo aguardaba impaciente la llegada de su prima Laura. El menor, por el contrario, miraba divertido desde una mecedora de la galería el ir y venir de Miss Evan y su apuro. Estaba convencido de que su prima se hallaba guarecida en algún recoveco del jardín y se preguntaba en qué acabaría aquella farsa.
La niña apareció de repente, corriendo, con su cascada de rizos, bucles y tirabuzones rubios alborotados y su hermoso traje de organdí blanco flotando en el aire como las alas de una libélula ingrávida y transparente. Riéndose, como siempre se reía cuando había gente que le interesaba y le atraía, en este caso sus primos recién llegados, aunque también, como siempre, trataba de disimular su interés y parecer distante y superior con aquella risa cautivadora.
—No os esperaba ya este verano, ¿Cómo venís tan tarde? ¡Estamos casi a finales de Septiembre! —reprochó coqueta mientras continuaba con su seductora sonrisa, utilizando con sabiduría el ataque como la mejor defensa ante cualquier posible alusión a su retraso.
—Mis padres no han podido venir antes. Han tenido que resolver asuntos de trabajo en Madrid —contestó de inmediato Raimundo, el mayor, poniéndose a la defensiva y mirándola reprobadora y admirativamente a la vez, mientras Daniel acompañaba a Laura en su risa entrando en el juego.
—¡Estáis muy cambiados! ¡Más altos y feos! ¡Y Ray casi tiene bigote! ¡Qué trajes tan serios y oscuros lleváis! ¿Dónde os vestís? ¿En el infierno? —preguntó burlona, mientras su risa se convertía en franca carcajada.
—Señorita Laura, no debe decir esas cosas. Estábamos preocupados. Nos ha dado un buen susto, llevamos mucho rato buscándola —intervino severa la institutriz.
—Miss Evan, éste es un asunto entre mis primos y yo, solemos hablarnos así. Y la verdad no la había oído, estaba dando un paseo con Toby. No existía el más mínimo peligro —replicó cortante, zanjando el tema, en un perfecto inglés con el que pretendía una vez más impresionar y deslumbrar a sus primos.
En realidad, la niña no parecía del todo consciente de sus artimañas por conquistar, dominar las situaciones, ser el centro de atención o imponer su voluntad. Consistía en una habilidad innata e inconsciente pero muy perjudicial para el otro, fuese quien fuese; pues al final, más tarde o más temprano, ella acababa saliéndose con la suya. Lo mismo ocurría con los juegos. Ella siempre ganaba todas las batallas. Debían jugar a lo que quería y dejar que triunfara. Cada verano tenían que hacer aquel rito estúpido y peligroso con pistolas auténticas que su padre guardaba en el interior de un armario de la biblioteca. Primero hacían el juramento de no contárselo a nadie, en especial a ningún adulto. A continuación la niña cogía las armas paternas guardadas bajo llave, supuestamente descargadas, aunque nunca tenía la certeza completa pues las armas, ya se sabe, las carga el diablo, y las repartía a los otros niños. El juego consistía en demostrar el valor ante las pistolas, la víctima tenía que permanecer inmóvil mientras el otro disparaba. Todos tenían que rotar y ser unas veces víctimas y otras veces verdugos, así hasta concluir el rito. Nunca pasó nada pero podía haber pasado lo peor. Laura lo llamaba “El Duelo” y si alguien se negaba a participar lo calificaba de cobarde, la temida palabra que en sus labios significaba que el acusado lo sería de forma irrevocable y para siempre. A cada disparo había que caer al suelo y fingir estar mal herido. Dos veranos llevaban doblegándose ante la imposición de aquel juego demencial y sin sentido y los dos chicos tenían pavor a repetirlo. La niña disfrutaba con aquel miedo no mencionado que ella no padecía en absoluto. Sabía que ellos no se negarían jamás. Laura parecía mayor y llevaba la voz cantante a pesar de ser la más pequeña de los tres. Había comenzado de forma precoz a dominar y manipular a los demás, a experimentar un extraño y profundo placer en hacer cosas límites, prohibidas, peligrosas o absurdas.
En efecto, los chicos estaban impresionados con la aparición súbita y repentina de su prima después de esperarla en vano tanto tiempo, siempre tan hermosa y deslumbrante, con su pequeño perro Toby correteando y ladrando alrededor de sus faldas. El mayor, Raimundo o Ray, a pesar suyo, el pequeño Daniel o Dany, encantado. Tenían trece y doce años respectivamente, Laura un año menos, once, a punto de ser doce. Estaban ya llegando al límite de la niñez, sobre todo Ray. Ese límite en el que la niñez va perdiendo inocencia y se torna adolescencia, cuando los cuerpos y las psicologías inician el gran cambio hacia la madurez. Laura les abrazó ahora con sincero cariño y los tres siguieron hablando y riendo sin la intervención ya de la institutriz y con la plena participación del mayor que había ido abandonando el recelo hacia su prima. Ray tenía verdadera adoración por ella y le dolían sus burlas y su ironía. Dany y él no tenían hermanos; Laura había sido su prima, su hermana, su amiga. Pero sentía que viviese tan lejos y no poder verla más que de verano en verano. Lo cual, por otra parte, sumergía a la niña en un velo de encanto y distanciamiento que no hacía más que aumentar la sugestión que ejercía sobre ellos, que no hubiese sido tan profunda de haberse visto todos los días o al menos más a menudo. A través de su prima, cada verano, como una pausa en el largo curso escolar, los dos hermanos redescubrían un mundo desconocido, distinto y fascinante, una forma peculiar de vivir lo femenino.
* * * * *
La casona solariega y la finca no estaban lejos del pueblo donde se alojaban los chicos con sus padres, en un hostal sencillo frente a la playa grande, una de las mejores de la provincia, todavía bastante virgen y poco frecuentada a aquellas alturas del verano. La franja ovalada se abría hacia el mar, rematando sus extremos por dos cabos abruptos y boscosos. A lo lejos se divisaban otras playas, otros golfos y otros cabos asimismo verdosos. La franja costera formaba un puro verdor ininterrumpido, donde florecían todas las vegetaciones posibles y otras donde se remansaba la arena de tonalidad ocre. El agua fluía atlántica y fría, entremezclada con las indómitas corrientes cantábricas cercanas. Por las mañanas temprano solía aparecer el cielo encapotado, sumido en una neblina blancuzca o lloviznando un agua mansa que iba levantando a medida que avanzaban las horas del mediodía. Entonces la playa mostraba todo su esplendor, su colorido nítido y contrastado, el agua espejeaba luminosa, la orilla intensificaba su verdor, la arena dibujaba su ovalo en plataforma cada vez más ancha por influjo de las mareas y las gaviotas revoloteaban seguras en su mar de aire con sus remos alados y su quilla picuda. Eso si no llovía con un aguacero denso y continuado que hacía que tierra, mar y aire se diluyera en un gris acuoso, desdibujado y translúcido que unificaba en un todo envolvente los tres elementos filosóficos presocráticos. Aquel clima oceánico prolongaba su fertilidad tierra adentro donde se erguían un rosario de colinas con casitas desperdigadas aquí y allá por entremedio de aquel nítido color esmeralda tan relajante para la vista.
El pueblo se hallaba en la ladera de una de esas colinas, con sus casitas apiñadas y empinadas, blancas o de colores, surgiendo como una cascada arquitectónica desde lo alto de la carretera. Desde allí se divisaba la ría en toda su belleza y perspectiva, hendiendo, penetrando la tierra con su masa líquida, ancha y plateada, horadando la orilla que se hacía de nuevo boscosa en sus rebordes y arenosa en su suelo. Aquel maridaje de mar y tierra, de océano y continente, de azul y verde, constantemente festoneado y labrado en aquella costa singular, dotaban al lugar de una preciosidad inigualable. El viejo puente alto sobre la ría, trazado por manos de ingenieros con curva de arpa, embellecía aun más aquella zona privilegiada. Entre el puente y el pueblo, en un recodo de la carretera, allí estaba de nuevo la casa, mítica e impenetrable. No lejos de aquella otra mansión o pazo que poseyera Emilia Pardo Bazán que levantaba su colosal silueta de castillo del medievo en las cercanías; y de aquel otro pazo en el que el escritor Pérez Lugín representara algunas de las escenas de su novela La casa de la Troya.
Las gentes del pueblo la llamaban el pazo de Villa-Elvira en honor a su última dueña que tenía ese nombre y había muerto hacía no demasiados años. La señora, a quien todos querían y respetaban por su carácter afable y bondadoso, aunque ella no había nacido en esas tierras y se consideraba por tanto foránea. Según se mirase, el nombre lo había puesto el Marqués de Ribalta, señor del lugar y dueño de aquella finca, en memoria de su esposa, ya que así figuraba en lo alto de la cancela sustituyendo el nombre anterior del que ya nadie se acordaba y con el que antes la denominaban sus antepasados, de los cuales él había heredado el marquesado y todos aquellos dominios y muchos otros más tierra adentro.
* * * * *
—¿Hasta cuando os vais a quedar esta vez? —preguntó la niña a sus primos con cierta ansiedad encubierta que reflejaba hasta que punto los quería y necesitaba.
—Unos quince días. Nos iremos a fin de mes, antes de que empiecen las clases —contestó Dany, el pequeño, que era el más locuaz y comunicativo de los dos.
—No es demasiado, pero menos es nada —respondió decepcionada pensando que quince días pasarían enseguida y volvería a quedarse sola y el invierno se le haría interminable en la capital de provincias—. Bueno, no me importa demasiado, yo también volveré a la ciudad y al colegio, y me reuniré otra vez con mis amigas —continuó, diciendo justo lo contrario de lo que sentía.
—Pues si no te importa demasiado no nos lo digas, no es agradable —intervino Ray, el mayor, dolido de nuevo.
—Chico ¡Qué susceptible eres! ¡No hay quien te diga nada! ¡Todo te lo crees! —le espetó la niña atacando otra vez.
—¡Bah! No regañéis, ¡Qué más da! ¡Vamos a pasarlo bien! ¿No? ¿Jugamos a algo? ¡Venga Laura, enséñanos algún escondrijo de los tuyos! —dijo alegre Dany.
—¡Uy! Ya veréis, os tengo preparada una sorpresa. He construido un nuevo cobertizo en el promontorio, frente al mar, os lo enseñaré si me prometéis no contárselo a nadie. Me han ayudado a hacerlo dos chicos del pueblo mayores que nosotros que son amigos míos. Tano, que tiene catorce años, es bizco y muy listo, y sabe de todo porque trabaja con su padre en una tienda de ultramarinos. Y Berta, que tiene quince y es medio bruja; ya sabéis que aquí las llaman meigas. No os lo vais a creer pero hace brujerías de verdad, lee las líneas de la mano y adivina el porvenir. En el cobertizo tenemos de todo y hacemos sesiones de espiritismo y de magia negra. Es divertidísimo y también terrorífico; he aprendido muchas cosas con ellos. Yo hablo ahora a menudo con mi madre cuando logramos conectar con ella que no siempre se puede —explicó de un tirón, sin parar, excitada, acelerada, mientras caminaba deprisa ante el asombro de sus primos que la seguían por donde comenzaba la zona boscosa.
—¡Diantre! Laura ¡Eres genial! —exclamó Dany mientras corría detrás de ella. —¡Te superas a ti misma! ¡Debe ser escalofriante! ¿Y cómo entran tus amigos en la casa? No parece fácil colarse dentro con esa muralla de piedra que la rodea —prosiguió el niño, utilizando frases elogiosas que había oído a los adultos para no ser menos que su prima.
—¡Qué va! Entran por la puerta. Berta viene todos los días para ayudar a Dolores, la cocinera, pero a ella le da pena y la deja jugar conmigo y Tano trae por las mañanas productos comestibles de su tienda y se queda luego un rato con nosotras. ¿Sabéis lo que me ha pronosticado Berta la Bruja? —siguió Laura con su perorata mientras se sentaba ahora en un banco—. Que conoceré el amor y me casaré enamorada pero que moriré joven y de forma violenta, ¿No resulta emocionante? No me da ningún miedo. Yo tengo poderes distintos a los de Berta y puedo cambiar muchas cosas.... ¿Tu crees en el destino, Dany? —preguntó dirigiéndose al menor de sus primos.
—Hum... No sé bien qué es el destino. —¿Sabes tú qué es el destino? Ray—. Inquirió a su vez Dany.