El muro de cristal - Ana María Preckler - E-Book

El muro de cristal E-Book

Ana María Preckler

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Beschreibung

Ana María Preckler, autora de gran calado y prosa inigualable, nos vuelve a presentar una de sus inolvidable novelas históricas, en esta ocasión centrada en la posguerra de la II Guera Mundial en Alemania. A través de unos personajes inigualables, asistiremos a la creación de los Países del Este, la URSS y sus satélites, y el ascenso y caída de la República Democrática Alemana. Amor, traiciones, espías, secretos y huidas se dan cita en este nuevo regalo en forma de novela que nos hace su autora.

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Seitenzahl: 293

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Ana María Preckler

El muro de cristal

EL MURO DE CRISTAL UNA HISTORIA EUROPEA (1950-2000)

Saga

El muro de cristal

 

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright ©2013, 2023 Ana María Preckler and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392409

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A todas las personas que amo

y se sienten queridas por mí.

En especial a mis hijos y nietos,

gracias a los cuales

su sonrisa es hoy mi sonrisa y

su cariño la antorcha que me guía.

Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las Lágrimas,

mis pies de la caída.

Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Salmo 114

Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que

reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo,

inmensamente más hondo que la capa que ondula

sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca

llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos,

la historia toda del presente momento histórico, no es

sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y

cristaliza en los libros y registros y una vez cristalizada

así, forma una capa dura no mayor con respecto a la

vida intrahistórica de esta pobre corteza en que vivimos

con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro.

Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los

millones de hombres sin historia que a todas horas del

día y en todos los países del globo se levantan a una

orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura

y silenciosa labor cotidiana y eterna.

Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el

fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la

verdadera tradición, la tradición eterna.

Miguel de Unamuno “Teoría de la “Intrahistoria” “En torno al casticismo”

Prólogo

Este libro aborda la historia de la segunda mitad del siglo XX, como indica el subtítulo, la cual se cuenta de forma rigurosa y aparte en el Anexo y el Apéndice finales. El resto del libro trata de esa parte de la historia mezclada con una ficción. Resulta por tanto una novela histórica que contiene algunos de los sucesos acaecidos durante ese período, que sin ser tan trágicos y violentos como fueron los acontecidos en la primera mitad, con el desarrollo de las dos grandes guerras mundiales, son muchas veces dramáticos, dolorosos, felices y emocionantes, como fuera la caída del comunismo al término de la centuria, con el derrumbamiento del Muro de Berlín y la liberación de los Países del Este y de la URSS de dicha dictadura. Y es precisamente el título de este libro, El Muro de Cristal. Una Historia Europea 1950-1950, el que hace alusión a esta caída del muro berlinés, en 1989. La novela es la segunda parte de Los Resquicios del Bosque. Una historia Europea 1900-1950, y aunque ambas son interdependientes y mantienen un hilo conductor, se pueden leer por separado, sin necesidad la una de la otra. Si Los Resquicios del bosque trataba de las dos grandes guerras mundiales y del período de entreguerras, El Muro de Cristal hace alusión a los hechos vividos desde 1945, fin de la Segunda Guerra Mundial, hasta la citada caída del Muro de Berlín y de todos los países sometidos al comunismo, en 1989 y 1991, hasta concluir el siglo XX.

Su protagonista, Karin Ivanov Liebermann, es la sobrina-nieta de Edith Liebermann, a su vez protagonista de Los Resquicios, siendo Karin la nieta de su hermana Karin Liebermann. Se recomienda que se lea al final la historia sin ficción de esa segunda mitad del siglo que viene en el Anexo, en dos partes, Europa Occidental y Europa Oriental, y el Apéndice, con la República Democrática Alemana y el Muro, pues es nuestra historia, la que hemos vivido, y quizá la que debamos transmitir a nuestros hijos y nietos.

Capítulo I

En estas páginas narro la historia de una vida real, mi vida, pero es además una visión histórica de la segunda mitad del siglo XX, con su miseria y su esplendor, de la que pude ser testigo. Resulta también una visión concreta de la Europa Oriental, de Rusia y los Países del Este, con la demolición del Muro de Berlín y la caída del comunismo. Asimismo es la historia de Viena en la posguerra, pues allí viví desde los ocho años con mi abuela Edith. Y prosigo con ello el modelo que ella me enseñó, con su experiencia de periodista y escritora, ya que Edith escribió sobre la primera mitad del siglo XX y las dos grandes guerras mundiales. Edith tuvo una vivencia personal y directa de ambas guerras, queriendo dar en sus memorias testimonio de ello y del desastre que asoló a Europa por culpa de estas dos contiendas. Yo intentaré seguir sus pasos, aunque en la segunda mitad del XX, la que a mí me ha tocado vivir y contar, no acontecen hechos bélicos tan terribles como los que ella experimentó y sí algunos sucesos esperanzadores.

Y sin más dilaciones comienzo a contar mi vida, empezando por mi infancia y juventud. Un tiempo muy especial y largo en el que descubrí el amor de familia y el de la amistad, y más tarde el amor de pareja, y cuando ya estaba asentada en una relación con el hombre que amaba, conocí súbitamente la desgracia y el mal que sobrevino de forma tan impensable que aún me parece mentira que llegara a ocurrir lo que ocurrió y ello me sucediera a mí.

* * * * *

Yo era una niña rusa pero me fui a vivir a Viena cuando sólo tenía ocho años y allí me hice mujer, la mujer que hoy soy, mitad austriaca, mitad rusa. Aquel tiempo primero de mi infancia y adolescencia, fue un tiempo prácticamente perdido en la penumbra de mi memoria y sin embargo tan cierto y real como mi propia existencia. Cuando viví aquel tiempo no lo valoré demasiado, como suele acontecer en las vivencias felices. Lo recibí como un regalo natural otorgado por la vida, sin apreciar que en verdad era un tiempo privilegiado. Un tiempo especial y único. Y es ahora, al cabo de los años, cuando me doy cuenta de que aquel fue el periodo más feliz de mi vida, tan hondo caló dentro de mi persona. Aunque hubiese también tristezas y sinsabores, en especial al final de aquella época juvenil en la que me sobrevino algo muy grave que contaré en su momento, más aún que la falta de mis abuelos Joseph y Edith, pues ello fue la ley natural de la existencia. Y si esa época en su principio resultó tan feliz, se lo debo sin duda a mi abuela Edith y a Joseph, que me liberó de la orfandad. Edith en realidad era tía abuela mía, hermana de mi auténtica abuela, Karin, a la que nunca llegué a conocer. Como tampoco llegué en realidad a conocer a mi madre Nina pues ambas murieron muy pronto, mi abuela Karin, antes de nacer yo, y mi madre Nina, siendo muy niña, ambas en Moscú. Por lo que mi primera infancia aconteció en un hospicio de las afueras de la capital, en los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial.

Según los papeles que guardo del orfanato, nací en 1938, y mi madre Nina murió en 1942, por lo que sólo pude vivir con ella apenas cuatro años, y no guardo ningún recuerdo de su rostro ni de aquel período. De mi padre no sé nada en absoluto por lo que deduzco que mi madre fue soltera ya que los apellidos con los que me inscribió en el registro de Moscú son los suyos, Ivanov Liebermann, que a su vez son los apellidos de mi abuelo Serguei Ivanov, que desapareció en la Primera Guerra Mundial, y el de mi abuela Karin Liebermann, fallecida en 1935, en una de las terribles hambrunas que asolaron Rusia en esos años; aunque esa fuese la versión oficial y luego las indagaciones descubriesen que había mucho más detrás de su aparente muerte natural; mucho escondido y oculto, algo que costó averiguar y desenmarañar, en un tiempo en el que la libertad de las personas no existía en Rusia, entonces llamada URSS.

Así pues soy originaria de Rusia, y más en concreto de Moscú, donde nací, pero a los ocho años fui trasladada a Viena, en 1946, un año después de finalizada la guerra mundial, por mi tío abuelo Joseph Kahn, que me adoptó legalmente en Moscú en ese año y me trajo a Viena donde viví mi juventud, ese tiempo ahora idealizado y feliz. Mi historia es por eso complicada y extraña, y apenas se entendería si no me retrotrajese a los primeros años de Rusia que son para mí casi una turbia nebulosa y que si conozco algo de ellos se lo debo a lo que me contaron mis tíos abuelos, Edith y Joseph, a los que desde ahora llamaré abuelos, pues son lo que fueron para mí, abuelos-padres diría, puesto que no conocí a los míos verdaderos y ellos lo fueron, he de decir, con todo su ser; así como a algunos de mis recuerdos y a las indagaciones que yo hice en Rusia a la que regresé un día siendo ya una mujer adulta.

* * * * *

Mis primeros años en el orfanato de Moscú apenas si son, ya digo, una neblina grisácea en mi mente; de ellos sólo tengo algunas sensaciones, aunque, por contraste, de ciertos hechos sí conservo con claridad su vivencia. Por ejemplo, el frío, el frío intenso que tenía perenne sería una de esas sensaciones imborrables. Penetraba en mi adentro tan profundo que ese helor sustancial, me inundaba y no podía hacer nada más que sufrirlo sin poderlo combatir. Lo recuerdo en especial en la cama, donde me arrebujaba dentro de la húmeda sábana cubierta con una ligera manta que tenía en el jergón, y me hacía permanecer muchas horas despierta mientras sollozaba mi soledad infantil; y también en la ducha semanal a la que nos obligaban las celadoras, con agua fría incluso en el más crudo invierno, cuando las cañerías se congelaban y nuestros escuálidos cuerpos tiritaban sin poderse contener y sin poderlos cubrir con un abrigo suficiente. Yo añoraba una madre y un padre y el calor familiar que casi no conocía, y no entendía por qué no me sacaban de aquel caserón inhóspito. No sabía que habían muerto, nadie me lo había comunicado. Tampoco sabía lo que era tener una familia.

En el orfanato todos los niños estaban en mi misma situación, es decir en orfandad o abandono, pero yo intuía desde mi corta edad que debían existir unos padres, que anhelaba con desespero, aunque no supiese de su existencia. También recuerdo con nitidez la sensación de hambre, siempre padecía un hambre atroz que corroía mi pequeñez y que jamás pude saciar. Aquellos serían los duros años de la Segunda Guerra Mundial y el Régimen gastaba los eriales públicos en armamento, los orfanatos tenían tan sólo lo mínimo para subsistir. Por eso fueron años tan tristes y desolados. Aún puedo rememorar débilmente en mi conciencia aquella lúgubre casona que se asemejaba a una cárcel. Incluso tenía unas rejas en las ventanas y estaba rodeada de un altísimo muro con alambres de espino que impedía no solo cualquier escapatoria, sino la visión exterior de la muralla, que no lográbamos imaginar. No sabíamos si lo que había por fuera del orfanato era campo o ciudad, era algo inextricable para nosotras, y de todas formas no nos importaba demasiado pues nunca habíamos salido de allí, así como sabíamos que no saldríamos. Además ¿cómo se puede evocar lo que no se ha conocido? Resultaba de todo punto imposible.

Nuestra vida se restringía en exclusiva a aquel hospicio de paredes muy altas, oscuras y descascarilladas, y dentro de él a tan sólo unas habitaciones, nuestro dormitorio, un enorme aposento con unas cuarenta camas muy pegadas unas a otras; el refectorio, donde comíamos la escasa y deplorable alimentación que nos daban, que sería también grande y destartalado; y un cuarto que hacía las veces de clase y de lugar de recreo, con unas mesas enormes donde recibíamos una deficiente instrucción que nos impartían las celadoras, que aparte de cuidarnos también eran nuestras maestras, tarea para la cual no estaban preparadas y de ahí el déficit de nuestra enseñanza en todos los sentidos. En esa gran habitación, practicábamos nuestros escasos juegos pues muy pocas veces salíamos al descuidado patio-jardín del edificio. Teníamos muy poco material para aprender, unos cuantos libros y cuadernos, en los que aprendimos el alfabeto cirílico, y un lápiz por cada niña que debíamos cuidar pues si lo perdíamos o gastábamos no se reponía, y entonces teníamos que esperar a que otra niña nos prestara el suyo, lo cual se convertía en algo difícil pues ninguna de ellas quería ceder su lápiz, un sencillo objeto muy preciado para nosotras, lo que hacía que la mayoría de las veces al no tener lápiz no se trabajara en nada con el consiguiente retraso en el aprendizaje. No recuerdo haber estudiado nada más, por eso cuando salí de allí apenas sabía leer ni escribir.

Esa sensación de orfandad, de desamparo, de total abandono y miseria, es lo que ha quedado grabado a fuego en mí de aquellos años de mi primera infancia. Junto con el de las cuidadoras, mujeres ásperas e intransigentes que nos trataban con extrema severidad, vestidas con faldones largos y sucios con delantal superpuesto, y cubierta su cabeza con pañolones anudados detrás del cuello. Siempre vociferaban con dureza, ninguna de ellas me dio nunca un beso o un abrazo, ni me contó por qué vivía en un orfanato, ni me explicó dónde estaban mis padres. La mayoría de aquellas mujeres solían ser viudas o solteras que carecían de familia y de medios de subsistencia y que vivían con nosotras y nos cuidaban a cambio de comida y techo donde dormir. Sus carencias también resultaban absolutas y de ahí su rudo comportamiento que quizá puedo comprender ahora desde la distancia y el tiempo transcurrido.

A duras penas puedo acordarme de cuando una vez caí enferma, no sé exactitud de qué, con unas fiebres muy altas que no remitían y puedo entrever a una de aquellas celadoras que durante varios días cuidó de mí sin separarse de mi lado. Aquello contrastaba con el severo comportamiento habitual de esas mujeres y pude sentir como un hálito de lo que podía ser la maternidad, aunque la cuidadora no me hablara ni me sonriera y mucho menos hiciera cualquier tipo de caricia. Tan solo cambiaba una y otra vez los paños de agua fría que colocaba sobre mi frente, eso sí con dedicación total; tal vez por órdenes superiores, pues aunque las condiciones de habitabilidad eran tan nefastas y propicias a ello, el fallecimiento de un niño hubiese supuesto una grave responsabilidad para el centro, de ahí el cuidado constante si alguna niña enfermaba, cosa que solía ocurrir más veces de lo que la directora del hospicio deseaba.

El orfanato estaba compuesto sólo de niñas, pero se rumoreaba que había otra ala del edificio dedicada a los varones, aunque nosotras nunca los llegamos a ver, y por eso teníamos la prohibición estricta de no salir al exterior del edificio donde hubiésemos quizá adivinado su presencia. Por tanto, no gozábamos del sol si el tiempo se presentaba bueno, ni de la nieve en el invierno, que sólo veíamos a través de las ventanas descender lentamente como blandos pajarillos de guata, al igual que nuestra niñez. Y así transcurría el tiempo, largo y eterno, sin un mínimo aliciente que alegrara nuestras existencias desvalidas. A esas sensaciones vagas y desdibujadas, muy generales, meras impresiones podría decir, con algunos detalles concretos nítidos, se reduce mi memoria de entonces —aunque algunas cosas van pugnando por salir a medida que escribo y me esfuerzo por revivir aquel periodo— de aquel orfanato donde transcurrían mis días agrisados.

* * * * *

Hasta que un día, sin previo aviso ni explicación alguna, me llevaron a una sala en la zona noble del hospicio, en la que se encontraba un señor desconocido, muy alto, delgado y de pelo entrecano, acompañado de otro hombre joven, vestido con uniforme militar, que me miraba con simpatía, quienes, junto con la directora del centro, me explicaron que el señor mayor era mi tío abuelo y que me iba a sacar de allí y llevar a Viena a vivir con él y su esposa, a lo que tan solo pude asentir con estupor y desconcierto. No sabía si aquello podía ser una buena noticia o por el contrario una mala, así serían de confusas mis vivencias y contradicciones. No obstante, esa imagen sí que está clara en mí adentro con todo lo que aconteció a continuación. La de aquel hombre mayor de aspecto amable y la del joven simpático que me sonreía de continuo y me miraba como un tesoro hallado tras una larga búsqueda, como así había sido. Mas yo todavía estaba asustada, salir del orfanato me producía temor pues desconocía lo que había en las afueras, así como lo que suponía tener un tío abuelo o un abuelo, si casi desconocía la paternidad, y mucho menos qué significaba Viena, si con mis años no había visitado aún una ciudad o un pueblo, y cuál constituía la razón por la que me buscaran a mí y por qué ahora. El partir de allí e irme tan lejos, de modo contradictorio, me inquietaba y me aliviaba.

La directora me ordenó que recogiera mis pertenencias y que volviese a la sala para irme con aquellos dos hombres. Así lo hice. Temerosa, cogí mi escasa, arrugada y vieja ropa interior y la envolví como pude con mi delantal, no tenía nada más. Ni juguetes, ni lápices, ni fotos, mi pobreza era total. Me marché sin despedirme con la certeza de que nadie notaría mi ausencia o sufriría por ella. Mas, a pesar de que en aquel momento el futuro se presentaba como incertidumbre e incógnita, al cabo de un rato me sentí contenta de abandonar aquel caserón en el que por no tener no tuve ni una amiga. Nuestras necesidades primarias resultaban tan acuciantes que no había lugar para los sentimientos que permanecerían embotados y sin aflorar, en un estado primitivo y deshumanizado. Y así, un buen día, acabó mi estancia en aquel orfanato moscovita.

Cuando salí a la calle con los dos hombres y el portalón del hospicio se cerró tras nosotros, sentí un alivio indecible, aún ambivalente, que todavía no consistía en alegría, un sentimiento que sólo se despertó en mí cuando llegué junto a mi abuela Edith, pero tampoco sería enseguida, fue desarrollándose a lo largo de las semanas e incluso de los meses siguientes. Cada uno de aquellos hombres me cogió de una mano y mientras el joven me hablaba en ruso, el mayor me apretaba la mano como si tuviera miedo a que me perdiese o escapara.

—Karin, yo me llamo Vasili Andronov y tu abuelo, Joseph Kahn. Él habla poco en ruso pues es alemán, un país distinto a Rusia, mas no te preocupes pronto llegarás a Viena, en Austria, otro país donde también se habla alemán y en el que se encuentra tu abuela Edith, con ellos vivirás feliz y sin preocupaciones. Tendrás una familia, tu familia, de la que eres descendiente. Allí aprenderás el idioma alemán e irás a un buen colegio que no se parece nada al hospicio. Tu madre murió hace varios años, y tu abuela siete años antes, en 1935, ella procedía de Austria y se trasladó a Moscú siendo muy joven por su matrimonio con tu abuelo Sergei Ivanov, donde vivió hasta su fallecimiento. En Moscú nacería tu madre y tu misma. Ahora te marchas con todos los papeles de la adopción en regla y un pasaporte ruso que deberás conservar toda tu vida pues con él podrás regresar un día a tu país de origen. Por estos permisos especiales has podido ahora dejar el orfanato, ¿Entiendes lo que te digo Karin? —me preguntaba aquel joven militar de rostro agraciado y simpático que infundía confianza, mientras mi abuelo me contemplaba de una forma que me hacía sentir segura. Yo casi no entendía lo que aquel hombre me decía, tantos años encerrada entre las paredes del orfanato habían hecho de mi una niña asustadiza, con unos conocimientos muy rudimentarios, que apenas sabía leer y escribir, y que no había conocido gente, pero asentía confiada a lo que Vasili me estaba contando con la esperanza de aprenderlo más tarde.

—Ahora, Karin, iremos al aeropuerto de Moscú donde tomaremos un avión que nos llevará a Kiev, y allí cogeremos otro que nos trasladará a Viena, fin de nuestro viaje. Como dice Vasili, tenemos todos los documentos necesarios para tu marcha a Austria legalizados. Y también los míos pues llevo varios meses prisionero en Rusia. He estado en una cárcel encerrado por un error y por motivos políticos de la guerra que acaba de concluir, que es algo que tu desconocerás pero que significa que no he hecho nunca nada malo, todo lo contrario, pues soy médico y he salvado muchas vidas, ya te lo iré explicando a medida que nos vayamos conociendo, Karin. Sin embargo, ahora todo acabó, y volvemos a casa, a nuestro hogar, donde se encuentra tu abuela Edith—. Habló ahora el señor mayor con dificultad en ruso, mientras yo seguía sin entender qué podía ser Viena y qué una adopción, un pasaporte, una cárcel o los motivos políticos de los que me hablaban, y mucho menos un avión, aunque intuía que todo debía ser bueno dado el afable trato que ambos me dispensaban, por lo que confiaba en ellos.

Nos subimos a un coche negro que conducía otro militar. Vasili Andronov se sentó en el asiento delantero y mi abuelo en el de atrás conmigo. Y se pusieron a conversar en alemán, un idioma que tampoco sabía por qué lo hablaban en vez del ruso, la única lengua que yo conocía. Mi confusión era inmensa por lo que me acurruqué en mi asiento pensando qué sería de mí y adónde me llevarían, siempre con la mano de Joseph aferrada a la mía. Hasta que llegamos a un edificio muy grande que se trataba del aeropuerto de Moscú. Nos bajamos y acercamos a un puesto policial, en el que Andronov volvió a expresarse en ruso y a mostrar una serie de papeles que el policía enseñó a otro policía y a continuación a un tercero. Aquello parecía en verdad muy complicado y hasta mi mente infantil atisbaba la peligrosidad de lo que estábamos haciendo. Estuvimos los tres retenidos muchas horas, o eso me pareció, sentados en un tosco banco de madera, esperando que volviera el policía. Los rostros de Vasili y de Joseph permanecían serios y preocupados y no hablaban entre sí con locuacidad como habían hecho en el automóvil. Aquellos documentos de los que me hablaban suponían una gran complicación para la policía rusa que no se fiaba de nosotros y tuvo que comprobar con distintas autoridades. Salir de Rusia resultaba enormemente problemático y difícil, imposible de hecho, según he sabido luego.

Creo que por un rato me dormí hasta que me despertaron las voces a gritos de los policías que le devolvieron a Vasili los documentos, con gran satisfacción y descanso, por fin, de éste y de Joseph.

Nos alejamos rápidos del puesto policial y ya con los rostros más relajados, nos dirigimos a una sala desvencijada en la que tendríamos que esperar hasta que saliese el avión que nos habría de llevar a Viena a Joseph y a mí. Vasili se alejó y volvió con una bandeja que contenía tres cuencos hondos con un puré verdoso y humeante y tres trozos de pan negro. Sin decir nada, nos dispusimos a comer, yo tenía tanta hambre que me tomé enseguida, con ansia desmedida, el puré con el pan migado dentro. Vasili me observaba con ternura y complacencia y cuando terminé me acercó su cuenco y su trozo de pan y me dijo que me lo tomara también, lo que hice sin dudar un instante, aunque fui consciente de que le dejaba sin comida, algo tan apreciado para mí.

Aquel gesto de Vasili Andronov no lo olvidaría nunca, como no olvidaría tampoco su trato afectuoso y cordial conmigo, así como las horas transcurridas en el aeropuerto y en el avión ya a solas con Joseph. Muchos años más tarde aún evocaría las facciones nobles y sonrientes de Vasili observando cómo tragaba con avidez la sencilla y única comida decente que había tomado en mi vida. Aquello me unió a él de un modo entrañable, Vasili, aquel soldado ruso, culto y bondadoso, había sido la primera persona que me trataba con cariño, como a un ser humano. Por su parte, según supe más tarde, él se sentía en extremo satisfecho de haber resuelto la libertad de Joseph y la mía, y de haber contribuido a la reunificación de una familia, aunque sentía separarse de su amigo a quien apreciaba de verdad, y también de la pequeña niña a la cual se sentía ligado por lazos intangibles. Por ello y por la forma cómo lo hizo, no dejaría de recordar lo que me dijo cuando nos despedimos definitivamente, cuando me abrazó con fuerza y me besó en las mejillas al modo ruso.

—Espero Karin que cuando seas mayor vengas algún día a tu país natal a visitarme. Yo no tengo autorización para dejar Rusia, pequeña, no puedo acudir a Austria, no obstante, tú tal vez puedas entrar en la URSS y venir a verme, más adelante, cuando seas un poco mayor. No te olvides de mí, esperaré tu regreso. Como te hemos explicado, posees un pasaporte ruso, por haber nacido aquí, por ello podrás entrar en este país de alguna manera u otra.

Y yo a pesar de mi edad, de mi desconocimiento de casi todo, de mi estupor por lo que estaba sucediendo, pero sabiendo de forma instintiva que aquel hombre había sido nuestro libertador y que nos quería, le dije con timidez y candor:

—Te prometo que cuando sea mayor volveré a visitarte, Vasili. Yo te buscaré si no supiese dónde estás.

Y cumplí mi promesa. Volví a Rusia. Al cabo de los años, regresé a buscar a Vasili Andronov, el joven intérprete que había salvado la vida de mi abuelo y la mía. Aunque no sabía, no podía sospechar entonces, que me costaría tanto cumplirla. Y que no sólo le buscaría a él, también a otra persona importante y desconocida para mí, cuyo paradero tuve que hallar y del que aún no puedo decir quién era pues desvelaría parte de la emoción que esta historia debe conllevar.

* * * * *

Capítulo II

La siguiente sensación que percibí muy fuerte en mi interior aconteció al llegar a Viena. Entonces descubrí lo que significaba el amor maternal. Algo que no había experimentado ni disfrutado al menos desde que tenía uso de razón. Y desde aquel momento ese amor no dejaría de acompañarme en mi infancia y juventud. Fue cuando conocí a mi tía abuela Edith Liebermann que sería para mí la madre y la abuela que no había llegado a conocer. Pero antes estuve dos días viajando en lo que yo veía como inmensos autobuses volando por el cielo, junto con Joseph Kahn, haciendo escala en otro aeropuerto, que según él me informó era el de Kiev, durante horas. Ese tiempo largo de espera hizo que me familiarizara con aquel hombre serio que me contemplaba con hondura y que no soltaba mi mano, ni cuando tenía que dirigirme al aseo, pues él me acompañaba aguardando paciente en el exterior, tal debía ser su miedo a que desapareciese de repente. Aunque hablaba poco y el ruso en el que se expresaba resultaba elemental, yo le entendía y me hallaba tranquila a su lado.

Lo que recibí en aquellos momento de Joseph fue una gran confianza y bondad, y tal vez la certeza de que al fin mis penurias habían concluido. No me sonreía ni me besaba, como había hecho el joven Vasili, a quien sin saber por qué echaba de menos de una forma que desconocía, pero intuía que la causa consistía en que Joseph había sufrido tanto como yo o más, pues se podía vislumbrar en su rostro curtido y ascético, marcado por el dolor, en el que había más ternura de la que él hubiera sospechado. Todo lo cual yo aprehendía a pesar de mis escasos años pues la vida me había hecho instintiva, con un instinto primitivo, casi animal, que me hacía estar siempre al acecho, alerta, y gracias al cual yo suplía la falta de conocimientos pues me guiaba por las sensaciones, por las percepciones buenas o malas que recibía. Por ello, y si bien mi abuelo Joseph apenas conversaba conmigo o me sonreía, yo entreveía que debía ser una buena persona y que gracias a él había terminado para siempre mi estancia en aquel lugar funesto que supuso el orfanato, en el que había crecido en un estado casi salvaje. Mis sentimientos, si es que los tenía, resultaban todavía ásperos, rasposos, por aquel entonces yo desconfiaba de todo y de todos, no podía creer aún en la bondad que no había conocido ni en el cariño que tampoco había tenido, tan solo lo presentía. Por eso, cuando lo percibí, cuando por fin lo pude conocer y disfrutar, me aferré a él como un potrillo a su yegua madre a la que había perdido. Y eso no tardaría en suceder.

Cuando finalizamos nuestro viaje y llegamos a Viena, Joseph sí se mostró risueño, por vez primera su cara se relajó y esbozó una sonrisa, pues creo que él tampoco se podía imaginar que iba a poder salir indemne de la URSS. Se hallaba muy emocionado. Como me contaría más tarde había sido prisionero durante varios meses de la policía comunista, la LUBIANKA, sufriendo penurias y torturas sin nombre. Según me explicó, cuando pude entenderlo lingüística y anímicamente, él había sido un médico de Ale

mania, país en guerra con Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Pero Joseph no siempre había estado encarcelado, pues en un período casi igual de largo que el de la prisión había sido el médico particular del general Andrei Rusakov, héroe de la contienda, con quien salió de Berlín en plena batalla final hasta llegar a Moscú. El general había sido herido muy grave en la Batalla de Berlín, y Joseph le había operado y curado con éxito, bajo unas condiciones pésimas, en un hospital de campaña en pleno centro de la capital alemana, por lo que Rusakov le llevó consigo a Moscú para que le atendiese hasta su restablecimiento, escapando como pudieron de un Berlín asolado por los bombardeos desde el aeropuerto de Tempelhof, ubicado en la capital alemana hasta la ciudad de Brest-Litowski en la frontera polaca con Rusia. En esta ciudad tomaron un tren ruso, con un vagón especialmente acondicionado para acomodar al general, quien debía de ser muy destacado en su país y que gracias a los cuidados de Joseph no murió de gangrena, con el cual atravesaron gran parte de Rusia hasta llegar a Moscú.

Y así Rusakov lo llevó consigo como su médico personal, durante una larga etapa, en la cual Joseph se alojaría en un hotel moscovita en el centro de la capital, estando siempre bajo custodia militar, y siendo supervisado por el intérprete alemán del general, Vasili Andronov, quien había sido su única compañía. Fueron meses duros para Joseph que se encontraba muy solo en Moscú y carecía de libertad, pero el general y su intérprete le trataron bien, por lo que podía considerar que, aunque aislado, gozaba de una situación privilegiada.

En aquellos días Joseph ocupaba su tiempo libre en leer y en aprender ruso, lo que hizo con unas clases que le impartía el propio Vasili en el hotel, yendo por lo demás a diario al domicilio del general Rusakov, para efectuar las curas pertinentes que fueron duraderas y penosas. Aquel cautiverio disfrazado abarcaría varios meses, durante los cuales Joseph no pudo abandonar el hotel hasta el final, cuando consiguió un permiso especial del general, quien agradecido por haber recuperado su pierna, le concedió unas horas libres al día para visitar Moscú, siempre en compañía y bajo la responsabilidad de Vasili Andronov. Fue así como se hicieron amigos. En una de sus conversaciones Joseph le explicó la historia familiar de Karin, la hermana de su esposa, quien había ido a Moscú antes de la Primera Guerra Mundial con Serguei Ivanov, el hombre con quien contrajo matrimonio. Al principio Edith había recibido cartas de su hermana desde Moscú y supo que había tenido una hija, Nina, mi madre, mas a partir de la Primera Guerra Mundial dejó de recibir noticias de Rusia y sólo lograron saber de su fallecimiento cuando Vasili lo investigó en el registro moscovita y se lo contó a Joseph y éste luego a Edith.

En consecuencia, Joseph se podría decir que había sido prisionero del general Rusakov, pues carecía de documentación y de libertad de movimientos, estando bajo su tutela, pero debido a la extraña situación de Joseph en Rusia, tan atípica y siendo él alemán, la LUBIANKA, al cabo de unos meses de vigilancia, le cogió prisionero, cuando ya el general se había recuperado, en el convencimiento de que era un espía. En la NKGB, o Cuerpo de Seguridad del Estado (antigua KGB), se le sometió a torturas, en los sótanos y la prisión del edificio, y luego se le confinó a un GULAG de Siberia, donde efectuó trabajos forzados. Todo ello se hizo por sorpresa y sin la autorización del general Rusakov, quien después de varios meses de gestiones con personalidades del Presidium del Régimen Soviético, le pudo liberar, debido al aprecio y gratitud que el general le profesaba a Joseph por haberle curado.