La luz más cruel - Fernando García Ballesteros - E-Book

La luz más cruel E-Book

Fernando García Ballesteros

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La belleza puede ser terrible, oscura y extraña.La belleza más pura se confunde con el mal más absoluto.Y la joven fotógrafa Clara descubre que solo La luz más cruel puede desvelarla. Barcelona, principios del siglo XX. Una serie de cadáveres de hombres jóvenes y atractivos  aparece en el puerto de la ciudad con un tiro en pecho. Durante la autopsia Elías Sunyer, un joven cirujano forense, descubre que los disparos son producidos post mortem y que los cuerpos tienen restos de éter y opio y muestran señales de haber sido sometidos a abusos.La fotógrafa Clara Prats, colaboradora de la policía muy en contra de la voluntad de su ilustre familia de retratistas, se encarga de realizar las fotografías del escenario del crimen porque tiene la pericia necesaria para trabajar en condiciones de luz adversa. Descubre con sorpresa que conoce a las víctimas, ya que también realiza los retratos de las fichas policiales en el Gabinete Antropométrico. Y lo que al principio parece una coincidencia, empieza a resultar sospechoso.Manuel Martín Prieto es el comisario del distrito V y teme que los crímenes llamen en exceso la atención de la prensa y se descubran sus negocios en el puerto. Tras investigar en los bajos fondos de la ciudad y no encontrar nada empieza a tomar en consideración los temores de Clara.El rico abogado genealogista Carlos Monfort  le ofrece entonces a Clara un nuevo trabajo ayudando en el taller de fotografía a las internas del Sanatorio Nueva Betlem, un establecimiento moderno que en principio parece más un balneario que un frenopático al uso. La joven fotógrafa descubre entonces que para salvar una vida se verá obligada a retratar la crueldad de la manera más terrible posible.Bajo La luz más cruel es el fascinante recorrido por una ciudad de contrastes, donde conviven los cabarés con lujosos clubs sociales y los más novedosos adelantos del siglo, la miseria más absoluta con los refinados caprichos de la burguesía, la enfermedad mental y los tatuajes portuarios con los encajes y los guantes de piel. Y donde el mal siempre acecha y pugna por salir a la luz.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 464

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La luz más cruel

© Fernando García Ballesteros, 2024

Esta edición se ha publicado gracias al acuerdo con Hanska Literary&Film Agency, Barcelona, España.

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: LookAtCia

 

I.S.B.N.: 9788419883346

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Agradecimientos

1

 

 

 

 

 

El cuerpo ha aparecido en la playa de la Barceloneta, frente a los baños conocidos como La Deliciosa. Todavía no ha amanecido y el sol es tan solo una promesa al otro lado del mar. Manuel Martín Prieto fuma de forma distraída. Es el comisario del distrito V, distrito que incluye el puerto, los teatros del Paralelo y las Ramblas, el distrito considerado como el más peligroso de la ciudad. Un par de policías uniformados iluminan la escena con faroles de gas que arrojan duras sombras entre las barcas de pesca amarradas en la arena y las casetas de baño pintadas de colores y que parecen carromatos circenses.

El comisario está de guardia esa noche. Podría haber mandado a alguno de sus subalternos a inspeccionar la escena. Hay una remesa nueva de policías que está deseando medrar en el cuerpo. Pero el chivato, es así como llaman al viejo telégrafo que informa de las muertes en la ciudad, había arrojado cierta descripción del cadáver que había llamado su atención: no era un ahogado y tenía heridas de bala en el pecho.

El cuerpo es el de un hombre joven. Lleva una camisola blanca, abierta, que deja ver un gran tatuaje en el pecho, una rosa de un intenso color rojo que se abre en el lugar del corazón. Y justo en medio de la rosa tatuada hay una herida de bala. Más tatuajes adornan sus brazos que no llaman tanto la atención. Lleva puestos también unos pantalones de sarga de cierta calidad. Está descalzo. Martín Prieto confirma que no ha sido arrojado por el mar. No tiene un aspecto azulado ni hinchado. Ni siquiera tiene las ropas mojadas.

El cielo se despereza y una luz anaranjada de largas sombras ilumina las barquichuelas en la playa, la respetable y ostentosa fachada de los Baños de San Sebastián, las casitas de pescadores y los espesos muros del baluarte que defiende la ciudad de una improbable invasión por mar.

Martín Prieto ve acercarse a Elías Sunyer. Es el forense más joven de la ciudad y uno de los que atiende el distrito. Lleva el sombrero en una mano como si temiera que se lo llevara un inexistente viento. En la otra, un bonito maletín de cuero se balancea contra su pierna. Tiene el cabello despeinado como un niño que acabara de salir de la cama. Martín Prieto está seguro de que ha sido enviado por el juez De la Lastra, a quien le toca guardia esa misma noche y que está especializado en anarquismo. Las heridas de bala sin duda también han despertado el interés del juez, que, si nada lo impide, estará al caer.

Elías saluda con cierta torpeza a Martín Prieto, un intercambio corto y protocolario. Respira con rapidez. Ha venido caminando deprisa desde el Hospital de la Santa Creu, donde hace guardia. Tras saludar al comisario, mira en derredor, ve que las posibles huellas sobre la arena hace tiempo que han desaparecido bajo los zapatones policiales y suspira con algo de melancolía. Que se respete la escena del crimen todavía es una quimera. Se acerca sin más preámbulos al cuerpo y se agacha junto a él. Se da cuenta de que el cadáver no lleva zapatos y de que las plantas de los pies están limpias y sin restos de arena. No ha sido asesinado allí, ha sido trasladado. ¿Un carruaje? ¿Simplemente arrastrado? Los pantalones están limpios. Observa la arena, pero allí hay multitud de rastros. Para averiguar si ha sido trasladado en carruaje o a pie, se hubiera tenido que trabajar la arena en franjas, escarbarla, incluso preservarla, pero ya es demasiado tarde.

Elías valora el cuerpo con rapidez de arriba abajo. Examina con cuidado el rostro. Sus rasgos son regulares, atractivos, no hay signos de violencia. Las pupilas muestran una especie de paz extraña, no natural. Elías detecta una nota química proveniente de las mucosas de la boca; ¿cloroformo?, ¿éter? Es difícil saberlo en un primer momento. El tatuaje del pecho llama enseguida su atención. Una rosa abierta justo en el lugar del corazón. La mayor parte de la gente piensa que el corazón está en el lado izquierdo, pero no es cierto: está en medio, como un puño que palpita. Los pétalos de la rosa muestran una lozanía jugosa. La herida de bala ha quedado justo en el centro del tatuaje y la rosa se podría confundir con una hemorragia. Se da cuenta de que parece exprofeso. O el tirador tenía mucha puntería o el individuo estaba quieto, inconsciente.

De pronto se escucha un pequeño rumor y ciertas exclamaciones de sorpresa. Acaba de llegar el fotógrafo criminalista. Desde hace poco menos de un año se toman fotografías de la escena del crimen. El revuelo es por una simple razón: el fotógrafo es una mujer joven. La acompaña un chico más joven incluso que ella y con el que comparte cierto parecido. El chico se muestra impertérrito y se afana en bajar diferentes aparejos del carromato oscuro y discreto con el que han llegado.

Martín Prieto ha oído hablar de ella. La noticia de que había una mujer fotógrafa revoloteó por la comisaría un par de meses antes. Es de la familia Prats, la saga más importante de fotógrafos de la ciudad, la que se dice que había traído la fotografía a Barcelona medio siglo antes desde Alemania. Un recuerdo olvidado se abre paso en su mente. Había sido una mujer la que fotografió a su hermano pequeño muerto en casa. Era una mujer mayor, agradable, que le dijo unas palabras suaves con un acento extranjero.

Pero esta otra mujer es joven, aunque parezca obstinada en negarlo vistiendo como una anciana, totalmente de negro. Martín Prieto se pregunta con algo de curiosidad si es que está de luto o lo hace como muestra de respeto a los muertos o simplemente quiere pasar desapercibida. El chico que la acompaña va también vestido con ropas oscuras y parece mimetizarse con el entorno mientras va colocando en un lugar adecuado una cámara Ellero, una cámara un tanto aparatosa con la que pueden tomar fotografías desde arriba sin tener que levantar el cuerpo. Martín Prieto también sabe que ha sido enviada por De la Lastra. Es un juez interesado en los modernos avances de la investigación. Un juez resabido y que a su parecer se cree por encima del bien y del mal.

Elías también se muestra sorprendido por la aparición de la mujer. Incluso llega a ruborizarse. Intercambian un par de palabras. Es la primera vez que envían a un fotógrafo criminalista al distrito V. Elías da unos pasos atrás para que las imágenes puedan ser tomadas. ¿La luz es suficiente? Las figuras oscuras de la mujer y el adolescente, moviéndose alrededor del cuerpo, le recuerdan a Elías algún mito clásico, pero no acierta a saber cuál es.

La mujer observa el cuerpo, abiertamente. Algo aletea en su rostro, sorpresa, reconocimiento, sus labios murmuran algo y levanta la mirada como buscando a alguien a quien dirigirse, dejando a un lado a Elías, alguien con uniforme y que estuviera al cargo. Martín Prieto ve sus dudas, todavía no está avezada en detectar quién es quién en la jerarquía policial. No te fijes en los uniformes, fíjate en el sombrero, los zapatos, le hubiera gustado decirle. Tira el cigarrillo a un lado y, tal vez espoleado por el recuerdo familiar, se dirige hacia ella, se quita el sombrero y le dice:

—Señorita Prats…, soy el comisario Martín Prieto.

Ella muestra cierto desconcierto porque él conozca su nombre y se ruboriza un poco, tal como lo ha hecho Elías momentos antes.

—Conozco a la víctima —dice ella—. Se trata de Santiago de la Rosa.

Martín Prieto asiente, su rostro solo deja entrever un ligero interés profesional, aunque en verdad está sorprendido.

—¿Cómo lo sabe?

—Hace tres meses le fotografié en el gabinete antropométrico del Gobierno Civil. Ayudé a realizar su ficha policial. Me acuerdo de su nombre por el tatuaje de la rosa.

—Esa información nos va a ser de gran ayuda, muchas gracias. Hay poca luz, ¿podrá realizar las fotografías necesarias?

—Podré hacerlo, la luz es mi especialidad —contesta Clara.

Martín Prieto asiente, se aleja unos pasos, dirige una mirada hacia el baluarte. Tiene en nómina al vigilante del turno de noche. Desde allí se observa toda aquella parte del puerto. De aquí a poco irá a verle. Por fuerza ha de haber visto algo. El cadáver ha debido ser transportado desde algún lugar. No puede haber aparecido de la nada. Lo extraño es que todavía no le haya informado. Martín Prieto es generoso dando propinas cuando la información lo merece.

Al poco, el juez De la Lastra llega en un carruaje viejo y destartalado, conducido por uno de los cocheros que está de guardia, tan viejo como el propio carruaje. El cochero también está en nómina del comisario. Cada mes le cuenta los pormenores de la vida del juez, a dónde va y con quién se ve. El juez se baja del carruaje maldiciendo y, sin apenas saludar al comisario, se dirige directamente a ver el cuerpo. Martín Prieto siente cierta satisfacción porque, pese a su actitud de belicosa honradez, sabe lo que le gusta que le hagan cada jueves a las cinco de la tarde en una pensión de mala muerte de la calle Cid.

El juez De la Lastra se vuelve hacia el comisario y dice:

—Está lleno de tatuajes, pero no parece un marinero.

—Es un cheroqui —contesta Martín Prieto.

—¿Cómo lo sabe?

—Los tatuajes cheroquis muestran una vegetación intrincada, algunos son de colores, no hay rostros, ni frases, ni anagramas extraños.

Martín Prieto ve cierta decepción en el juez. Los cheroquis son una banda que se dedica a los pequeños trapicheos en el puerto. No tienen nada que ver con los anarquistas, a los que simplemente desprecian.

—¿Es un ajuste de cuentas? —pregunta el juez—. Creo entender que hay bandas rivales y que siempre se están peleando.

—No creo…, le han metido un par de tiros… Y si un cheroqui sospechara de una banda rival ya nos habríamos enterado. Los cheroquis no utilizan armas de fuego para resolver sus asuntos.

2

 

 

 

 

 

Clara y su hermano llegan a casa entrada la mañana. Viven en la plaza del Ángel, en un edificio con ciertos aires señoriales. El edificio es a la vez el estudio fotográfico y la casa familiar. Los dos primeros pisos están dedicados a atender el negocio, los talleres están abajo. En la balconada del primer piso se anuncian con un gran cartel los servicios de la casa Prats. Su abuela, su padre, y tanto su hermano pequeño como el casado viven todos en los pisos superiores.

Abel conduce el carruaje hasta la entrada, se baja de un salto, desengancha el caballo y guarda los enseres. El señor Francisco, el portero y chófer habitual, los ayuda. Abel conduce tan solo el carruaje para ayudar a su hermana cuando trabaja.

—Tengo que cambiarme de ropa —dice Clara.

Abel asiente. Clara le pregunta:

—¿No quieres ir a echarte un rato?

Abel niega con la cabeza. Clara es la única que se entiende con él. Llegaron a pensar que era mudo hasta que a los cinco años dijo a Clara «tengo sed». Pero es habilidoso con los artilugios y las luces, y con todo lo que sea mezclar productos químicos.

Clara se dirige hacia su cuarto. Tiene que atravesar varios pasillos y subir y bajar varios tramos de escaleras. Cuando entra en su habitación descubre que Luisa, una de las criadas más antiguas de la casa, la está esperando. Para casi todos los miembros de la familia, Luisa parece tener un sexto sentido para saber quién llega y quién no y en qué condiciones. Su pequeño cuarto de estar, en realidad el centro neurálgico del hogar, da a la plaza y desde allí controla el ir y venir de todo el lugar.

—Cuando ha sonado el teléfono de madrugada menudo susto nos ha dado a todos… —dice Luisa acabando de desplegar un vestido sobre la cama para que se cambie Clara.

—Lo siento. Es una incomodidad, pero es la única manera que tienen de avisarme.

—No me acabo de entender con ese artilugio. Es un bajotraer. Suena a cualquier hora con semejante desvergüenza. Ya sé que las chicas más jóvenes se ríen de mí a mis espaldas, pero a mí eso me da lo mismo. En mi época cuando una necesitaba algo buscaba a un correveidile y au.

Luisa la ayuda a cambiarse de ropa. De una de las paredes cuelga una pequeña colección de daguerrotipos y placas de albúmina que había realizado la madre de Clara. Uno de los daguerrotipos parece ser de una playa lejana, pero en realidad se trata también de la Barceloneta, casi el mismo lugar que ella acaba de fotografiar. Su madre se limitó a tomar fotos sin sospechar si eran buenas o malas, aunque muchos dijeran que tenía incluso más talento que el padre de Clara, que era el fotógrafo oficial de la casa.

Luisa la observa y dice con pesar:

—Es una pena que su madre muriera tan joven. Yo creo que el niño está así por faltarle desde tan temprano.

—Abel tiene un carácter diferente, solo es eso, hay que saber tratarle.

—Un carácter diferente no es pasarse todo el día en el taller con sus cachivaches. Y al menos su hermano Enrique le obliga a que se siente a la mesa durante la cena, porque si no cenaría en el taller también. Y no dice ni mu. Y listo es. Y no sé si le hace bien ayudarla a usted con los muertos. En fin, su cuñada todavía está desayunando en el saloncito de invierno. Yo creo que está haciendo tiempo para que vaya usted a verla.

Luisa acaba de ayudarla a ponerse el vestido azul mañanero. El vestido negro se mandará de inmediato a lavar. Su cuñada le ha dicho que de ninguna manera quiere esas ropas de muertos en la casa.

—Si ya bastante pena es que vaya usted con todos los criminales en el gabinete del Gobierno Civil para que ahora además vaya con los muertos…, y si fueran muertos normales, pues aún, porque su abuela ya lo hacía, pero gente muerta en las calles o en pisos llenos de calamidades… Usted ya trabaja aquí ayudando a su hermano Enrique, no sé por qué quiere ir…

—No recibo nada a cambio de mi trabajo aquí —dice Clara de una manera seca.

—Pero le dará su dote.

—No es a mí a quien se la dará, sino a mi marido, si algún día lo tengo.

Clara sabe que ha dado un paso en falso. Es mejor que no pronuncie la palabra marido. Clara ha rechazado a todos sus pretendientes y su familia empieza a temer que se vaya a convertir en una solterona.

Escuchan de pronto que alguien canta un aria. Las dos cruzan la mirada y luego la apartan con incomodidad. Ambas imaginan la escena. El padre de Clara, vestido con una casaca roja y un gorro que alguien le había dicho que era turco, arrastra los pies por el piso superior.

—Dios sabe que está así por culpa de la muerte de su madre —dice Luisa.

—No tiene por qué disculparle.

—No lo disculpo. Pero eso no me impide entenderle. Y ahora que a doña Amalia se le está yendo también la cabeza…

—¿La has visto hoy?

—Todavía no he ido a verla. Nada más que le gusta encerrarse en su habitación. Pensar que antes era un ir y venir, y verla ahora con el cabello de esa manera, que ni siquiera se lo recoge y le llega casi por la cintura… Y no quiere que nadie entre en su habitación.

—Conmigo tampoco habla tanto como antes.

Luisa pasa una mano por la mejilla de Clara.

—A usted la quiere mucho. Después de que usted y el niño se marcharan se ha plantado en uno de los pasillos de la planta. Nos ha dado un susto terrible a la Pili y a mí. Llevaba el cabello suelto y un candelabro en la mano. Casi pensamos que era una aparición. Se acercó a la ventana y la ha seguido a usted con la mirada como si…, como si quisiera advertirla de algo, no sabría decirle. Y entonces le he pedido a Pili que la vigilara y he pensado: «mira si ahora está entretenida, me escapo y entro en su habitación, aunque sea de madrugada, y al menos me quedo tranquila de que todo esté bien», pero me ha visto las intenciones. Apenas he podido guipar algo. Había esparcidas por el suelo cientos de fotografías. Nos hemos mirado la una a la otra. Y ella me ha dicho con una voz que no le había escuchado nunca que me marchara de allí.

Clara tiene miedo de haber heredado esa pulsión de locura que parece afectar a todas las generaciones de la familia Prats. Se mira en el espejo. Ve una imagen prolija. Ve el cabello castaño recogido en el preceptivo moño hueco, el rostro pálido, los rasgos regulares, un rostro como otro cualquiera y que sería fácil de olvidar si no fuera por unos ojos cálidos que lo observan todo con curiosidad. Y tiene un objetivo. Va a pasarse toda la mañana trabajando para poder disponer de las fotografías cuanto antes.

3

 

 

 

 

 

Un hombre joven desciende alegremente de un carruaje frente a la comisaría de la calle Conde del Asalto, en pleno Raval. Se llama Carlos Monfort y es abogado. Lleva un canotier y un traje demasiado claro para la época del año que contrasta con un serio maletín que se balancea en una de sus manos. No ha esperado a que le abriera la puerta el cochero, un hombre robusto y que va vestido a la vieja usanza con chistera y levita.

El sargento de guardia levanta la mirada del mostrador al verle entrar. El vestíbulo es angosto, un tanto lúgubre, y no invita a la confianza. La comisaría se encuentra casi vacía, a pesar de estar en una calle concurrida, animada por un browniano ir y venir de gente que siempre parece buscar algo o ir a encontrarse con alguien. En esa calle, viejos comercios, sombrererías y farmacias se mezclan con modernos cafés y prostíbulos apenas disimulados.

—Vengo a ver al comisario Martín Prieto.

—¿Y usted es?

—Carlos Monfort.

El sargento asiente y dice:

—El inspector Guillo le está esperando. Ahora vendrá a buscarle.

Hace una llamada por un telefonillo. Al poco tiempo aparece un inspector, uno al que Carlos no conoce. Su nombre viene de Santiago, y como es pequeño, menudo, le llamaban Santiaguillo, y Martín Prieto un día le llamó Guillo y así se le llamará siempre. El inspector, sin mucho tacto, le dice:

—Llega usted tarde. El comisario está con una investigación.

Carlos sonríe. Tiene el rostro algo escurridizo para resultar del todo agradable, los ojos son del color de un agua oscura en la que hubiera algo agazapado en el fondo.

—Es esta dichosa calle. Roberto, mi cochero, se ha tenido que pelear con dos chicos que querían encabritar a los caballos exclusivamente para divertirse.

—Tenemos que subir hasta el último piso.

No hablan entre ellos. Carlos encuentra absurda la cháchara social. Si no se tiene nada que decir, no dice nada. Y el inspector Guillo parece preocupado por algo que van a encontrar. En la puerta hay un policía guardando la entrada. El inspector Guillo le hace una seña confusa y le dice:

—Me ha dicho que entre igualmente…

El policía se encoge de hombros y abre la puerta. El lugar no resulta del todo desagradable a primera vista. Las paredes están recién pintadas, y unas ventanas altas dejan pasar la luz del día y el murmullo matutino de la calle. Pero hay un hombre sentado, desnudo de cintura para arriba y maniatado a la silla con pañuelos de seda desgastados para no dejar marcas. Tiene la cabeza caída. Los antebrazos y el cuello están tostados, el resto de la piel tiene una cualidad lechosa. Frente al hombre, Martín Prieto está sentado en una vieja silla como si estuvieran en medio de una conversación informal. Saluda a Carlos Monfort con un movimiento ligero de cabeza. El hombre ni se da cuenta de que alguien nuevo ha entrado en la habitación.

—Le juro… —dice el hombre.

Se calla. Rebusca algo en su mente.

—Cuando lo del cargamento de wolframio usted lo supo primero.

Hay algo parecido a un sollozo cuando habla. El hombre está al servicio de Martín Prieto. Es el vigilante del baluarte, que informa al comisario de todos los movimientos del puerto y en especial de la playa. Los hombros se contraen, el sudor es frío. El comisario se levanta, da un par de palmadas al aire. Entra una mujer voluminosa, vestida de criada. Lleva una peluca rubia de mala calidad. Tanto Carlos como el hombre miran con perplejidad a la mujer. A una señal de Martín Prieto, la mujer le da una bofetada al hombre que le gira la cara. Y luego le da otra del otro lado.

El hombre, más perplejo que dolorido, suelta:

—¡Coño!

Otra bofetada y otra más resuenan en la habitación. Un pequeño hilo de sangre empieza a manar de la nariz. La mujer tiene una fuerza más que considerable.

—¡Me dormí, joder! —grita de pronto el hombre de una forma escandalosa—. ¡Esa es la pura verdad! Doblé turno, trabajé la noche anterior, esa misma mañana y vuelta a trabajar de noche. Y que conste que no lo hago por codicia. Mi mujer se ha quedado preñada de nuevo y tengo siete churumbeles en casa, ¿qué más quiere que le diga?

Tras varios años de interrogatorio a mano alzada, como Martín Prieto lo llama, ha aprendido a detectar cuándo alguien dice la verdad y cuándo no y sabe que el hombre no está mintiendo. Ha llegado a sospechar que había cambiado de lealtades y que le escamoteaba deliberadamente la información. Millán Astray, el nuevo jefe de policía de la ciudad, y un par de comisarios rivales se la tienen jurada, y no le extrañaría que fueran untando a sus confidentes a sus espaldas.

—Está bien… —El comisario señala a Guillo—. Llévatelo.

El hombre se destensa al fin. Martín Prieto le da una palmadita en el hombro, que extrañamente tiene cierto aire paternal. A una señal, la mujer se retira dejando en el aire un olor avinagrado, mezcla de sudor y potaje de judías. Cuando todos se han marchado, Martín Prieto le dice a Carlos:

—Perdóneme si no he podido atenderle antes. Tenía un asunto que resolver. Ayer apareció un hombre muerto en nuestra playa. El de antes debía vigilarla desde el baluarte y la batería del astillero. Cuando le he ido a preguntar me ha dicho que no había visto nada. Así que le he hecho venir aquí. Había algo que no cuadraba. Me cuesta una pequeña fortuna cada mes el que me informe.

—¿Quién es la mujerona que le ha abofeteado?

—Filomena…

—Y… ¿por qué le presiona ella y no…, bueno, alguno de ustedes?

—Tengo al juez De la Lastra encima de mí. A veces, la gente se pone farruca y se va al juez a quejarse de esto mismo que acaba usted de ver. Si el juez pregunta quién le golpeó le dirá que una mujer vestida de criada. ¿Quién le va a creer? Vestimos a Filomena de corista, otras, de vidente. A veces uno de los nuestros se disfraza de payaso. Todo para que el testimonio ante el juez sea ridículo y no se lo crea. Pero con quien mejor funciona es con Filomena. Los hombres se avergüenzan de ser golpeados por una mujer. He visto a anarquistas con los huevos pelados contar todo lo que saben para que Filomena no los siga zurrando. Nos ahorra mucho tiempo, la verdad. Mano de santa.

—Oh, es maravilloso… Nunca se me hubiera ocurrido. En fin, espero que lo de hoy no interfiera en nuestros negocios. No nos interesa que haya jaleo en el puerto precisamente ahora, ¿verdad?

—No, claro que no.

Pero Carlos Monfort es abogado. Está acostumbrado a detectar pequeñas inflexiones en la voz que son delatadoras.

—Parece que no está usted muy convencido de ello.

—El que ha aparecido muerto es un cheroqui. Y los cheroquis dan problemas, no son como los anarquistas o los lerrouxistas, a los que se los ve venir y sabe uno a qué atenerse. Los cheroquis tienen un código especial de honor. Los anarquistas siempre se están peleando entre ellos, puedes untar a un grupo rival, aunque te pongan cara de asco y se excusen en que necesitan el dinero para sus altos ideales, y al final te narran con todo lujo de detalles lo que saben de los otros. El problema es que el cheroqui ha aparecido muerto con heridas de bala. Y ellos cuando se pelean es a cuerpo.

—Una contrariedad —dice Carlos con tono jovial.

Martín Prieto no acaba de entenderle. A veces Carlos habla de asuntos serios como si estuviera encima de un escenario del Paralelo, y por el contrario dedica un minucioso análisis a un asunto trivial. Martín Prieto abre las ventanas. No le gusta el olor del miedo cuando ya todo ha acabado, como no le gusta el olor a semen reseco después de un coito.

—La fotógrafa le reconoció, así que al menos algo hemos ganado.

—¿Una fotógrafa?

—Una Prats. Ahora hacen fotografías de la escena del crimen. Ella le había fotografiado previamente en el gabinete del Gobierno Civil y le ha reconocido de inmediato por el tatuaje en el pecho. Estaba fichado.

—Una Prats… —dice de forma soñadora Carlos—. Creo que la matriarca aún vive. Iba por las casas haciendo fotografías de gente muerta. Es curioso que su hija tenga el mismo trabajo, aunque en una versión moderna.

—Debe de ser su nieta.

—Las fotografías ¿las tiene usted?

Martín Prieto asiente.

—Acaban de traerlas. Se han dado prisa.

—¿Podría verlas?

—Sí, claro.

Martín Prieto extiende las fotografías sobre una mesa. Una serie de emociones atraviesa la cara de Carlos, extasiado, transportado, como un creyente ante una aparición religiosa.

—Son maravillosas —dice Carlos al fin.

—¿Maravillosas? —pregunta Martín Prieto más interesado que extrañado. Es tolerante con las rarezas de la gente.

—Sí…, son imágenes poderosas, extrañas, de un gran impacto estético. Las luces…, como un cuadro religioso… ¿Puedo quedármelas?

—Puede si tanto le gustan. Si las pide el juez De la Lastra, le puedo enviar el juego que se queda en Jefatura.

Carlos no dice nada. Las vuelve a guardar en el sobre gris con el sello de Jefatura. Abre su maletín. Es de viejo cuero inglés. Al guardarse las fotografías de pronto recuerda con una sonrisa el motivo de su visita. Carlos Monfort trabaja para el servicio secreto alemán facilitando información al cónsul, el conde Nielsen. En la cartera hay un sobre abultado. Se lo da a Martín Prieto sin muchos prolegómenos. La cantidad es considerable. El comisario obtiene un filón con la información conseguida gracias a estibadores, carboneros, pesadores y, últimamente, de las lavanderas del puerto. Limpiar la mierda tiene sus beneficios. Gracias a la información de las lavanderas sabe el tipo de barco que atraca, las mercancías, las cantidades de carbón y algodón y de un mineral en especial que es el wolframio, las cantidades que entran y salen.

No cuenta el dinero. No acaba de gustarle que se lo dé aquí.

—Tendríamos que celebrarlo —dice el comisario.

—¿Champagne?

—Si quiere también.

4

 

 

 

 

 

El Anatómico Forense ha sido desplazado al recientemente inaugurado Hospital Clínico, pero el distrito V conserva ciertas singularidades y una de ellas es seguir disponiendo de un depósito de cadáveres propio que funciona como un anatómico forense de batalla. La sala en la que se realiza el análisis forense no es más que un anexo del depósito de cadáveres conocido como el corralet que forma parte del Hospital de la Santa Creu y que se halla pegado al Colegio de Cirugía.

Separados de Elías tan solo por una cortina, hay un grupo de estudiantes que realizan prácticas con cuerpos que no han sido reclamados por nadie. Multitud de cadáveres de vagabundos, pobres, incluso niños procedentes de orfanatos son diseccionados por los futuros cirujanos. En esta ocasión es el cadáver de una mujer anciana. El cuerpo ya ha sido más que mutilado por estudiantes ansiosos, el abdomen ha sido abierto, las vísceras sacadas y vueltas a meter de manera descuidada. Las mesas son metálicas, las cabezas abiertas de los cadáveres cuelgan de los extremos, la sangre forma coágulos sobre el serrín del suelo. El silencio resulta desconcertante. Los pies no hacen ruido sobre el serrín grumoso. Tan solo se escucha el trepidar de los carruajes en la calle del Carmen, el grito de una vendedora que se cuela por los ventanucos de ventilación.

Uno de los puntos fuertes de Elías es su olfato. Es capaz de detectar trazas de notas químicas que pasan desapercibidas para el resto de la gente. En cambio, los olores más comunes y habituales le pasan por alto, como la fragancia de la mayoría de los perfumes o el hedor a putrefacción, y eso en su caso es una bendición. No lo acaba de entender. Es como si su olfato fuera un cedazo que solo dejara pasar las menores trazas y desechara por groseras las mayores. Le sucede desde que era niño; no era capaz de detectar el tufo de las lámparas de gas, pero sí el rastro del olor de los guantes que el amante de su madre había dejado en casa. Así le había pasado con Clara Prats. Sus ropas se habían impregnado de algo áspero y dulzón a un mismo tiempo: el olor del producto químico para revelar placas de cristal. Detectó también ciertas notas de jabón procedentes de su cara. Se dio cuenta entonces de que se la había lavado deprisa y corriendo y apenas se había aclarado.

Elías decide apartar la imagen de Clara de su cabeza y empezar la autopsia como es debido. Realiza una cuidadosa valoración visual del cadáver. Es un hombre atlético y bien parecido. El rostro tiene una desconcertante regularidad. Le gusta el contraste entre el perfil noble y los tatuajes. Elías piensa que debió de ser admirado por mujeres y también por muchos hombres. Elías es delgado y siente cierta admiración hacia quienes disponen de un físico robusto. A veces siente envidia del par de bedeles que casi sin esfuerzo se llevan los cuerpos como si fueran unos recién nacidos, mientras que a él le cuesta incluso darle la vuelta a un cuerpo.

Observa que las pupilas están dilatadas. Los ojos son castaños y la luz desvela destellos de mica en ellos. Tiene la impresión de que si hubieran estado vivos arrojarían una mirada cálida y agradable. Detecta de nuevo ciertas notas de éter, en las mucosas de la boca, en la nariz, pero también y extrañamente en el cabello, y en algunas partes de la piel. Llega a la conclusión de que debía de estar totalmente inconsciente y drogado cuando le dispararon. Elías busca marcas de pinchazos en la piel, pero no encuentra ninguna. No fue drogado con morfina. El cloroformo y el éter son un método antiguo, pero siguen siendo efectivos para dejar a alguien inconsciente.

Desciende por el pecho. Admira los tatuajes. Se pregunta cómo habrán conseguido el color rojo de las rosas. Dibuja los tatuajes lo mejor que puede. Observa la herida del pecho: está rodeada por una aureola rojiza, los bordes algo carbonizados. Aun sin abrir el cuerpo, Elías sabe que uno de los proyectiles ha atravesado la aorta y el pulmón izquierdo. Extrae con cuidado las balas y las deja en una riñonera. Sigue inspeccionando, bajando por el abdomen. Inspecciona los genitales. Parece que tuvo relaciones poco antes morir por ciertos restos de fricción en el pene que descubre al retirar el prepucio. Consigue con esfuerzo colocar el cadáver en posición lateral. Observa la espalda. No hay signos de violencia ni golpes. No ha sido tampoco sodomizado. Coloca de nuevo el cuerpo en decúbito supino. Realiza con meticulosidad la incisión de Virchow que le permitirá adentrarse en el tórax. El bisturí se desliza con fría delicadeza. Tiene la línea alba marcada y eso es un problema. El abdomen es duro, ha de hacer una pequeña maniobra. Al oler la sangre detecta un olor químico, punzante y amargo que no logra identificar. Descubre que el estómago está vacío. Y en los intestinos apenas hay materia fecal. Sin embargo, no parece que haya pasado hambre, el cuerpo es robusto y sano. Obtiene orina mediante un sondaje para evitar que se contamine la muestra. No da positivo para alcaloides, con lo que no fue drogado con opio ni con ninguna de sus tinturas.

Tras acabar la autopsia comprueba las ropas. No hay marcas en la camisa. O estaba totalmente abierta cuando le dispararon o lo vistieron a posteriori. Las ropas son de buena calidad. Se da cuenta entonces de un detalle. Había unas iniciales bordadas en la pechera. Y han sido deliberadamente eliminadas. Enfoca con la lupa. La camisa no le pertenecía a él, es sin duda prestada, pero no consigue averiguar las iniciales con los restos del pespunte.

5

 

 

 

 

 

Martín Prieto se ha cambiado de camisa. Tiene tres o cuatro en su despacho. Dispone también de una jofaina disimulada en un armarito para poder lavarse las manos. Se lava los sobacos y también la entrepierna. Ha dejado el sobre con el dinero en la caja fuerte en la que se guarda el fondo de reptiles, el dinero para sobornos, para tapar bocas o abrirlas según el caso. La calle Conde del Asalto está llena de burdeles y de pensiones, pero sabe que no ha de visitar ninguno de ellos, no debe ofrecer oportunidad para el chantaje ni ningún tipo de compadreo, prefiere ir a uno alejado y discreto. Carlos Monfort le está esperando fuera. Martín Prieto le indica que al sitio a donde van es mejor ir en un coche de punto. Carlos le dice que no, que prefiere que vayan en su propio carruaje. Martín Prieto sabe que Carlos es particular y excéntrico a la manera en que lo son los ricos que se saben a salvo de los vaivenes de la vida. No habla con el comisario durante el viaje y se entretiene leyendo una novelita. La portada es llamativa. Algo de un tal detective Lupin. Está escrito en francés.

El carruaje se ha detenido ante un elegante y discreto edificio del Ensanche, relativamente cerca del paseo de Gracia, punto neurálgico de la ciudad, pero alejado de miradas indiscretas. Nadie diría que es un burdel. No hay un ir y venir atolondrado de clientes por la escalera. Es un primer piso que dispone de una tribuna a la calle. El resto de los pisos están alquilados a honradas familias. A Martín Prieto se le han ido las ganas cuando entran en el meublé. Desde que ha cumplido los cincuenta, la pulsión sexual se desvanece con la misma urgencia con la que aparece. Pero sabe que al menos puede tomar una copa y hablar con tranquilidad con madame Blanxart.

Madame Blanxart es pálida, alta y espigada. Lleva un vestido de terciopelo negro, con una falda más ceñida de lo habitual. Está acostumbrada a las visitas intempestivas de Martín. Sabe que siempre tienen algo que ver con haber tenido antes una redada o un interrogatorio. Hace años que se conocen. El secreto del lugar es el buen gusto, el lujo discreto, muebles escasos pero de gran calidad, no hay nada que recuerde a un lupanar, sino más bien a la casa de algún abogado de prestigio. Madame Blanxart es estricta con ciertas frivolidades de sus chicas. La bisutería está prohibida, solo pequeños anillos de oro, pendientes de perlas. El tabaco está proscrito. Han de ir con ropa ligera y cómoda, de colores blanco, gris o perla, se pueden mostrar los brazos y las piernas y es conveniente que también el escote, pero no se permite mostrar los pechos y queda totalmente prohibida tanto la lencería estridente como los perfumes untuosos, tan solo se admite el uso de colonia de flores. Carlos Monfort podría sentirse como en casa si no fuera porque su casa es uno de los palacios más antiguos de la ciudad. Es el abogado genealogista más importante de Cataluña.

Las chicas se arrullan a su alrededor como palomas al verlos entrar. Carlos Monfort elige a una a la que Prieto calificaría como simpática y pechugona y eso le decepciona un poco. Madame Blanxart hace pasar a Prieto a su salón particular.

De inmediato le sirve una copa de brandi. Sabe que le gusta un poco aguado y con un poco de café.

—¿Quién es tu amigo?

—Un abogado…

Madame Blanxart se le queda mirando sin apenas mostrar ninguna emoción.

—Compartimos negocios —dice el comisario al fin.

—¿Y cómo es que le has traído aquí?

—Tenemos algo que celebrar.

—Creo que no es ese el motivo.

La voz de madame Blanxart es grave. Tiene la costumbre de llevarse la mano al collar de perlas cuando habla. Martín Prieto sonríe.

—En realidad quería saber qué le gusta y qué le deja de gustar. Es una información que me puede ser de utilidad algún día.

—¿Y él no ha puesto ninguna objeción?

—No.

—Es curioso. Parece un hombre inteligente. ¿Le conoces desde hace mucho tiempo?

—Alrededor de un año.

Madame Blanxart se desliza hacia una vitrina y tira de un llamador escondido. Martín Prieto se repantinga en un sillón de orejas estilo Chesterfield. Se abre una puerta disimulada tras una cortinilla y aparece una chica joven. Tiene el cabello largo y los ojos claros. Es difícil discernir su edad.

—¿Qué edad tiene? —pregunta Martín Prieto con algo de recelo.

—La adecuada.

Martín asiente. Sabe que madame Blanxart no correría riesgos.

La chica se arrodilla frente al comisario. Madame Blanxart pasea a su alrededor a cierta distancia, fumando. Es cuidadosa con las conversaciones con Manuel. Sabe que no ha de nombrar algún que otro tema, en concreto no le debe preguntar por su mujer y mucho menos por su hijo enfermo. Pueden y suelen hablar de política.

—¿Qué es lo que te preocupa? —pregunta ella.

A Martín Prieto le produce un gran placer hablar con una mujer inteligente mientras otra tiene la cabeza hundida en su entrepierna.

—Ha aparecido un muerto en la playa —dice el comisario.

—¿Y eso es un problema para ti?

—Me temo que sí. Estaba inconsciente cuando le dispararon. Y me han traído el cadáver a la playa. No sé si lo han hecho adrede o no. Pero es mi territorio y nadie puede entrar de noche y dejarme un muerto plantado allí como si tal cosa. Pagaba a un tipo que tenía que estar vigilando, pero el tipo se durmió.

Madame no dice nada. Sigue fumando. Se ha detenido frente a la chimenea. Sobre ella hay un gran espejo ligeramente apoyado en un ángulo que ofrece una perspectiva completa de la habitación.

Ve a la chica con la cabeza en la entrepierna de Martín Prieto. Su cabello oscila entre el castaño claro y el rubio oscuro. Se lo ha peinado con la raya en medio, de modo que le cae a ambos lados en dos mitades exactas. Le gusta la forma en la que se ha arrodillado, como si estuviera sentada en el campo cogiendo un ramillete de flores. Con una de las manos ha tomado la de Martín Prieto como si necesitara ayuda para cruzar a algún lugar. Lleva un vestido azul muy bonito. El color del manto de la Virgen. Lo ha elegido madame personalmente. Ve cómo Prieto amusga los ojos de pronto. El espasmo es intenso, pero apenas dura unos segundos. Siempre se queda admirada de que algo que dura tan poco tiempo sea lo que hace mover el mundo.

Casi de inmediato se oye un ruido proveniente de un lugar cercano. Alguien ha cerrado con violencia una puerta, y el oído experto de madame Blanxart detecta que también con cierto miedo. Se pueden saber muchas cosas por el sonido de una puerta que se cierra. Acto seguido hay una explosión de lloros.

—Si me disculpas.

Martín Prieto se queda a solas con la chica, quien le acomoda con cuidado el miembro ahora flácido y le cierra los botones de la bragueta. Se saca un inmaculado pañuelo de una de las mangas y se limpia con cuidado los labios. No muestra ninguna emoción cuando se levanta. Se vuelve para marcharse. Él retiene su mano.

—¿No sonríes nunca?

Ella baja la mirada y no dice nada. Hay algo en ella que desarma a Martín Prieto.

—¿Cómo te llamas?

—Lirio.

Lirio tiene los ojos azules y se marcha sin haber sonreído.

Una chica llora en medio del salón. Es la chica simpática y pechugona. Se llama Rosita. A su alrededor hay otras chicas, algo mayores, las que normalmente andan más desocupadas, dándole ánimos maternales, aunque no sepan muy bien qué ha pasado. Madame Blanxart se acerca. Ve que no lleva el vestido puesto, pero sigue con la ropa interior intacta. No está despeinada. Tiene gran éxito, pues es delgada pero sus pechos son enormes —madame sospecha de alguna malformación congénita—, siempre a punto de desbordarse.

Rosita tiene el rostro enrojecido por la congoja. Apenas puede hablar.

—Lleváosla de aquí —dice madame—. Metedla en el cuartito de la cocina.

No hay nada que moleste más a un cliente que ver a una puta llorando, sobre todo si él no ha sido la causa de su congoja. Carlos Monfort todavía sigue en la habitación. Madame Blanxart decide entrar. Le gusta resolver ese tipo de problemas ella misma. Encuentra a Carlos sentado en uno de los sillones. Está leyendo una de las revistas de moda a las que las chicas son aficionadas. Ve que la cama no está deshecha, solo ligeramente arrugada en el lugar en el que se han sentado en ella.

Él levanta la mirada, alza las cejas de una manera interrogativa.

—¿Qué ha pasado? —pregunta ella sin circunloquios.

Carlos se encoge de hombros y sonríe de lado.

—Solo hemos hablado. No le he puesto un dedo encima.

Madame Blanxart le mira. Se da cuenta de que tiene razón. No hay nada en la habitación que indique violencia. No hay rastro del eco que la violencia suele dejar. Sin embargo, ve su entrepierna abultada. Quisiera seguir preguntándole, pero hay algo en él…, algo muerto dentro de su alma que le desagrada profundamente. Madame asiente y decide retirarse.

—Si me disculpa.

Él hace un gesto suave con la mano que denota tolerancia y sarcasmo a un mismo tiempo. Madame vuelve donde están las chicas. El officees su lugar preferido. Huele a café con leche. Hay bizcochos que una de las chicas ha traído de su pueblo.

—Parecía de pronto saberlo todo de mí, y había como un dragón en sus ojos y…

Rosita se va recuperando a pesar de que aún hipa cuando habla. Ya no es necesaria su presencia. Madame Blanxart vuelve a su saloncito. No le ha acabado de gustar la idea de haber dejado a solas a Martín Prieto con su protegida. Respira tranquila al ver que Lirio ya se ha recogido.

—¿Por qué le has traído? —dice al llegar a su lado en tono neutro, sin resultar ofensivo.

—Ya te lo he dicho.

—Pues has de saber que lo que le gusta a tu amigo es poner nerviosa a la gente.

—Eso ya lo sabía. Dime, ¿piensas que es un invertido?

—A los invertidos, como tú los llamas, no se les pone la polla dura al hacer llorar a una mujer.

—¿Le ha pegado?

Martín Prieto empieza a sentirse molesto porque le haya dejado en mal lugar.

—No, pero llévatelo.

—¿Por qué?

—No quiero volverle a ver por aquí.

6

 

 

 

 

 

El gabinete antropométrico se encuentra en el edificio de Gobernación, un viejo palacete que había sido anteriormente el edificio de la Aduana, y centraliza el archivo de sospechosos. Clara Prats acude dos tardes a la semana, la escogieron a ella por ser mujer. Al principio, solo había sido contratada para fotografiar a mujeres y niñas, normalmente acusadas de prostitución no reglada o de pequeños hurtos y estafas; las prostitutas han de desnudarse para poder ser identificadas por las marcas del cuerpo, y anteriormente hubo un pequeño escándalo con un fotógrafo que se centraba en determinadas zonas anatómicas de las mujeres y cuyas fotografías eran revendidas por correo. Pero su trabajo era tan eficaz que pronto empezó a fotografiar a muchachos, ancianos y finalmente hombres de cualquier edad.

Clara no ha dejado de darle vueltas a la muerte de Santiago de la Rosa. Incluso ha soñado con él. El cuerpo aparecía flotando en el agua, ella conseguía traerlo a tierra y, una vez en la arena, salían anguilas enormes por diferentes orificios de su cuerpo. Clara había despertado llena de terror, tapándose la boca para no despertar a su familia.

La mayor parte de las veces los detenidos no son como De la Rosa. Muy a menudo son vagabundos que desprenden un fuerte olor a vómito y a orines. Por eso el señor Andreu no la deja a solas nunca. Es el director del gabinete. Es un hombre meticuloso y se toma muy en serio su trabajo. Tiene en gran estima a Clara y tomó hace unos cuantos meses la arriesgada decisión de que también fotografiara a detenidos masculinos. La mayor parte de ellos se sorprenden al ver a una mujer, una mujer por lo demás joven y que no tiene aspecto de matrona. El señor Andreu, vestido siempre con un traje de lana oscuro y un jerseicito verde en cualquier época del año, no tolera ninguna machada de los internos ni que le falten al respeto a Clara.

Clara se ha vuelto una experta en la fotografía antropométrica. Junto con su hermano Abel, han conseguido inventar una luz química que aumenta de manera considerable la resolución de las fotografías. La luz queda fijada justo frente a la cámara. Los detalles son nítidos, pecas, lunares, cicatrices, estrías de embarazos se ven a la perfección, con lo que los detenidos pueden ser fácilmente identificados. Para que todas las fotografías resulten homogéneas, todo el mundo debe estar sentado en la misma posición. Un pequeño cabezal metálico sujeta con rigidez las cabezas por detrás, clavándose en la nuca. Además, uno de los guardas, el señor Florentino, les pide que se estén quietos. El señor Florentino es alto y corpulento, y la mayor parte de las veces es suficiente con que levante la mano para convencer al interesado. De vez en cuando, alguno de ellos no acaba de entender la situación y el señor Florentino pide a Clara que se ausente del gabinete unos instantes. Apenas unos minutos más tarde, los detenidos se muestran dóciles, aunque también muestran expresiones de dolor al moverse. Como le decía medio en broma medio en serio el señor Andreu, tenían que conseguir una mirada de vaca viendo pasar el tren.

A un lado del gabinete hay una tabla sinóptica de los rasgos fisonómicos. Fotografías organizadas de cada rasgo de la cara humana, nariz, ojos, barbilla y mentón. Lo que más ocupa son las orejas. Hay infinitas formas de lóbulos, hélix y giros del hélix. Todo ello forma parte del retrato hablado. Es una manera de identificar a los ciudadanos. La dactiloscopia apenas está desarrollada y tiene muchos detractores. El método Bertillon, por el contrario, goza de gran popularidad. A los detenidos se les realiza una serie de fotografías. En unas han de mirar directamente a la cámara. En otras, mostrar su perfil. Un especialista en el método Bertillon toma diferentes medidas del cráneo, identifica lunares, cicatrices, anota el color de los ojos y del cabello. A veces, cuando es necesario dibujar algún rasgo, algún tatuaje, le piden a Clara que lo realice, porque tiene pericia dibujando con tinta. Por cada detenido se confecciona una ficha antropométrica. Se siguen instrucciones de la cartilla antropométrica. Las fichas de filiación que se guardan en los álbumes policiales llevan en su cara anterior la fotografía de frente y perfil del detenido, nombre, edad, naturaleza, profesión, motivo de la detención y fecha del señalamiento.

El último hombre a quien Clara ha de fotografiar es apenas un muchacho. Los ojos son terriblemente claros, y parece que tuerce la cara hasta que Clara se da cuenta de que el rostro es asimétrico per se. Clara ha empezado a entender ciertas pautas de la naturaleza. El raquitismo y el escorbuto desgajan mandíbulas, la viruela y la varicela tuercen bocas. Clara siente muchas veces pena por los detenidos, como es el caso de este muchacho. Los motivos de detención son casi siempre pequeños hurtos, carteristas, estafadores y timadores. El de aquel día es simplemente el de no tener un hogar. El chico es menor. Se muestra dócil y obediente. El señor Florentino guía al muchacho. Clara cree que los detienen por ser simplemente pobres, como mecanismo de control social, sabemos quién eres, tenemos un pedazo de tu alma guardado en un álbum, pero jamás expresaría en voz alta sus ideas. Sabe que el señor Andreu es un defensor a ultranza de las teorías de la frenología. Escudriña cada fotografía para afirmar la determinación del carácter y los rasgos de la personalidad y las tendencias criminales basándose en la forma del cráneo, cabeza y facciones. ¿De alguna manera estamos predestinados para el crimen? Clara no lo cree. Al repasar las fotografías siempre se repite un patrón de pobreza, de necesidad. ¿Los ricos no cometen crímenes? Clara supone que por lógica sí, pero no les realizan aquellas fichas ni les toman fotografías de aquella manera y si lo hacen debe de ser en otro sitio.

Clara ha de cambiar la luz que utiliza, los ojos podrían salir blancos de tan claros que son, pero ha de ajustarla para no perder ningún detalle de la piel. Mientras decide si ha de modificar el grado de exposición nota algo a sus espaldas, una especie de conciencia que se ha posado sobre ella. Y por primera vez desde que trabaja allí tiene miedo. Observa al chico que tiene delante y se da cuenta de que mira detrás de ella, y entonces le ve bajar la mirada, replegarse en sí mismo, aunque sin mover la cabeza, porque la tiene fija al cabezal de la silla. Clara se vuelve, quiere saber el origen del malestar del chico. Y al hacerlo solo nota el vacío que ha dejado una presencia en el aire.

Acaba la última sesión. Se llevan al chico. Clara deja la cámara en su sitio, pero cambia las luces, que son en su mayoría propiedad del estudio Prats.

El gabinete está centralizado y el archivo fotográfico está disponible para policías y jueces, pero no para abogados. Dispone de una salita donde se halla el archivo, multitud de libros forrados, ordenados sistemáticamente de manera que se pueden buscar personas con el hélix de la oreja de aquella forma o de la otra.

Clara se sorprende al entrar y encontrarse sentado a un hombre que se levanta respetuosamente al verla. Frente a él hay abiertos varios libros con fichas policiales. Se da cuenta de que son las fotografías que ha tomado ella.

—¿Señorita Prats?

Clara asiente. No puede evitar enrojecer. Habla todos los días con desconocidos en el estudio de su familia, pero hablar con alguien que la reconoce sin esperarlo la sigue avergonzando. Clara supone que debe de conocerla por el estudio Prats.

—Soy Carlos Monfort.

Sus ropas son demasiado elegantes para ser un policía y es demasiado joven para ser un juez. Tal vez sea un secretario del juzgado, pero lo descarta al darse cuenta del color claro de su traje y el pañuelo azul con topos blancos que sobresale de uno de sus bolsillos.

—Soy abogado. Aunque también soy historiador y genealogista, pero eso no tiene importancia ahora.

Clara recobra cierto aplomo. Está acostumbrada a lidiar con los clientes del estudio y sus manías y necesidades, que a veces no resultan compatibles con su trabajo.

—Pensé que el archivo solo estaba disponible para policías…

—Oh, sí… He pedido un permiso al juez decano. Se lo he mostrado al señor Andreu, quien amablemente me ha dejado ver cómo realiza usted su magnífico trabajo. Ese chico de antes. Seguramente habrá captado su mirada azul. ¿No la ha encontrado cautivadora? Una excelente mezcla de inocencia y descaro.

—¿Estaba usted en el gabinete…?

—Sí, sí, la he visto cómo lleva a otro nivel su arte. No he querido de ninguna de las maneras interrumpirla. Sus fotografías son maravillosas… Tiene usted un gran talento, si me permite decirlo.

Clara se muestra perpleja. Está acostumbrada a que la feliciten por sus fotografías familiares, por conseguir que matrimonios desavenidos parezcan parejas felices, que niños nerviosos se estén quietos al menos por un rato, no por esas fotografías, duras, que diseccionan con crueldad cada rasgo de un rostro.

—Estas de aquí las realizó usted, ¿verdad?

Carlos señala varias fotografías de diferentes detenidos. Todas las ha hecho ella. Las fotografías no van firmadas. Nadie sabe quién ha realizado qué.

—¿Cómo lo ha sabido?

—La piel…, la luz que se refleja en los ojos, que casi podamos saber de qué color son a pesar de ser en blanco y negro. Pensé al verlas que habían sido fruto del azar, de una afortunada carambola de destreza y capricho de la naturaleza. Pero ahora sé que está usted detrás de ellas, que es usted, su talento…, que alguien las concibió así, oh, qué tonto he sido… Señorita Prats…, verá…, estoy aquí porque desearía hacerle un encargo. Hay un combate de boxeo. Me gustaría que usted realizara algunas fotografías de la velada.

Clara se siente a la vez apurada y halagada porque alguien valore su trabajo de esa manera. No obstante, no le queda más remedio que decir: