La mejor jugada - Ana Mencey - E-Book

La mejor jugada E-Book

Ana Mencey

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Apúntate un triple con esta novela con la que, te guste el baloncesto o no, revivirás la magia del amor   Lily acaba de aceptar el puesto de responsable de prensa del Club Baloncesto Malac. Debería ser un momento increíble, porque es seguidora del equipo desde que era pequeña; sin embargo, está siendo un infierno. Este reto profesional coincide con el final de sus cinco años de matrimonio y, además, aún no se ha repuesto del fracaso cosechado como escritora de novelas, su otra gran pasión. Lo que Lily no sabe es que en este nuevo trabajo encontrará la inspiración para contar su propio cuento de hadas. Tendrá que rescatar a un jugador que es un príncipe azul, aunque esté algo atormentado. Luchará contra un gigante rubio que no es tan fiero como parece. Y, por supuesto, se enfrentará a un ogro disfrazado de entrenador del equipo. ¿Será capaz Lily de poner por escrito su historia? No lo sabemos, pero sí que está inmersa en su mejor jugada, una historia de amor y, también, de baloncesto. - Como ocurre en los buenos partidos de baloncesto, este libro no te da un segundo para respirar. - Si tienes una meta, el talento es importante, pero la perseverancia también. - Una historia de amor con mensajes positivos, deporte y humor. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu románce favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 383

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Ana Mencey

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

La mejor jugada, n.º 384 - abril 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788410627796

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXVI

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

A toda mi familia.

Incluida mi hermana.

I

 

 

 

 

—¡Por tu nuevo empleo, Lily, como responsable de medios de comunicación del Club Baloncesto Malac!

Pese a la efusividad de Tony, el primo de mi marido, la gente a mi alrededor responde levantando su copa de champán con reticencia, como si cada una pesara una tonelada. Y en un silencio tan denso que oigo el ladrido de un perro situado, al menos, a tres kilómetros de distancia del cortijo donde nos encontramos. La leve brisa que sopla hace oscilar una cantidad indecente de globos dorados con el número cinco; los mismos años que llevamos casados Héctor y yo.

—¡Qué maravilla! —continúa Tony—; además en un año en el que el equipo ha invertido y ha hecho hasta nueve fichajes nuevos, lo mismo hasta gana la ACB.

—Bueno, eso es improbable —interviene Lucio, mi suegro—. Es solo el quinto mayor presupuesto de la liga, así que dudo que lleguen a semifinales. Al menos eso es lo que he leído, porque como entenderéis no es que yo sepa mucho de baloncesto —agita la mano espantando una mosca invisible—; el deporte en general me aburre sobremanera.

Esta afirmación genera un movimiento generalizado de asentimiento solemne entre los presentes, como si todos fueran los perritos esos que se ponen en los coches y que mueven la cabeza arriba y abajo. El único que no lo hace es Héctor. Al parecer, está demasiado enfadado conmigo como para moverse.

—Lo que me parece increíble, Lily, es tu valentía —dice Rubí, una prima lejana de mi marido que tiene la habilidad de dar puñetazos verbales disfrazados de elogios—; hace unos años dejaste de ser presentadora de televisión para dedicarte a tu vocación, la escritura. Has publicado algunos relatos breves y das clases de literatura romántica en la Escuela de Arte del Soho. Parecía que te iba bien, pero de repente… —¡plaf!, pega un manotazo en la mesa que me hace dar un respingo— cambias de opinión. Decides acercarte de nuevo al periodismo, pero en un ámbito en el que no tienes ninguna experiencia. ¡Qué valiente, de verdad, qué valiente!

¿Desde cuándo valiente es sinónimo de idiota? Esta mujer y su maestría para manipular el lenguaje han conseguido que los nudillos de Héctor se pongan blancos. ¿No podríamos cambiar de tema? ¿No hay nadie que diga algo de nuestros cinco años de matrimonio? En los tiempos que corren, es un logro seguir casados… ¡y queriéndonos! Pero entonces veo a Marián, mi suegra, abrir la boca y me pongo tan nerviosa que casi le tiro el champán a Tony, que continúa mirándome como si fuera a pedirme un autógrafo de un momento a otro.

—Hay gente a la que le cuesta mucho encontrar su camino, mientras que otros lo tienen claro desde el principio —dice Marián, con su moño tan tirante que hace que se le achinen los ojos—. No me parece justo que hayamos brindado por Lily y no lo hagamos por mi Héctor, que este año publica su tercera novela. Hijo mío, no sé de dónde sacas tiempo para compaginar tu trabajo como profesor de Historia en la facultad y escribir esos libros tan documentados. Seguro que Memorias de Blas Infante supera las excelentes cifras de tus anteriores libros. Estoy muy orgullosa de ti, porque te tomas en serio tu trabajo, aportas estabilidad económica a tu matrimonio y, en fin, no te guías por impulsos imprudentes.

—¡Por Héctor! —gritan todos.

Pese a las indirectas, levanto la copa y bebo, porque yo también estoy muy orgullosa de Héctor y tampoco me explico cómo lo hace. Qué amargo está el champán. Si no fuera porque estoy convencida de que es Moët & Chandon (mi suegra no compra otra marca), pensaría que es el del súper de la esquina. Busco con la mirada a Héctor y por fin me la devuelve. Se le ha quitado la arruga del entrecejo. Le sonrío y, aunque no me corresponde, creo que va asumiendo que va a tener que respetar mi decisión.

Comprendo que piense que mi nuevo empleo será estresante y que nos quitará tiempo para estar juntos, pero necesitaba un cambio. Tras tres años intentando conseguir el sueño de ser escritora, tengo que reconocer que no soy lo suficientemente buena. Me ilusioné mucho cuando gané aquel concurso de relatos, pero con la novela… La única que he terminado ha sido una basura. ¿Cómo lo hará Héctor? Bah, es una cuestión de talento; lo tienes o no lo tienes. Echaré en falta a mis alumnas de romántica de la escuela, pero…

—¿Y tu madre, Lily? ¿Por qué no está aquí celebrando vuestro aniversario de boda? —pregunta Keka, mi cuñada.

Pongo cara de póker y mi cerebro lanza la primera excusa creíble que se le ocurre:

—La ciática, la pobre; está postrada en el sofá y prácticamente no puede moverse —respondo mientras imagino a mi madre en el bingo con sus amigas.

—¿Ah, sí? —dice Héctor, con esa voz tan bonita y suave que tiene cuando no grita—. No me habías dicho nada.

Claro, cariño. Eso es porque es mentira, pero sobre todo porque llevamos dos días enteros sin hablarnos. Después de que me tacharas de inmadura y de inconstante, no hemos tenido ni oportunidad de mentirnos. Pero en la vida metería a mi madre en una reunión como esta. Primero, porque Rubí ahora tendría un ojo morado y Marián llevaría el pelo suelto. Y segundo, porque mi madre no sabe comer los búsanos que el catering nos ha servido como entrante. Yo tampoco, pero no me he puesto violenta cuando todos los familiares de Héctor se han reído de mí. Condenado marisco… ¿No se supone que es una celebración en mi honor? ¿Nadie ha tenido en cuenta que no me gusta? Entonces mi suegro se aclara la garganta para volver a hablar y me olvido de mi animadversión hacia los moluscos.

—Lo que yo espero es que esta nueva ocu… pación de Lily no me haga posponer más la felicidad que me supondría ser abuelo. Además, ya tenéis treinta años y el reloj biológico no perdona, como sabéis.

Enrojezco sin remedio. Noto el sonido que hace la gota al colmar no solo el vaso, sino la bañera, el pantano y el mar Mediterráneo, todos juntos. De nada sirve la mirada de advertencia que intuyo por parte de Héctor. Espoleada por el champán, las dos copas de vino y la caña de cerveza, le contesto:

—A mí me encantaría ser mamá, pero ni esto es JurassicPark ni yo soy un dinosaurio; si queremos tener bebés, necesito un poco de colaboración.

A tres kilómetros el perro sigue ladrando. Las estrellas titilan arriba en el cielo, y yo noto el peso de la gravedad de todo el universo aplastándome por completo.

II

 

 

 

 

Ay, ay, ay. El tacón derecho, ese que a las siete de la mañana me he puesto y me ha hecho pensar «Parece que me aprieta un poquito», está haciéndome una carnicería en el talón. Y yo estoy tan nerviosa que no puedo quedarme quieta, por lo que sigo recorriendo los pasillos vacíos del Palacio del Sol una y otra vez. Es mi primer día de trabajo y se ve que he venido demasiado temprano, pero es que el sofá del salón no es tan cómodo como Héctor cree. Y pese al mal rollo casero, tampoco podía dormir por la emoción: soy hincha del Malac desde que era una niña y no me puedo creer que hoy vaya a conocer al equipo. ¡Qué nervios!

¿Seré la única persona en todo el Palacio, aparte del señor que me ha dejado entrar? No, antes me he encontrado con un utillero simpatiquísimo, un hombre mayor llamado Richu, que, al saber que iba a ser la nueva responsable de medios del Club, se ha ofrecido a enseñarme las instalaciones. Pero le he dicho que no hacía falta, porque se le veía agobiado por no sé qué tema de las camisetas. Me ha preguntado que si estaría bien sola y yo le he dicho que claro.

Claro que no. Tengo un mejunje raro en el estómago porque voy a comenzar un trabajo para el que no sé si estoy cualificada, llevo infinitos días peleándome con mi marido y antes de ayer incomodé a toda mi familia política. Voy a perder el pie derecho si no dejo de caminar. Y, por otro lado, no puedo evitar estar emocionadísima. Esto necesitaría Almax en vena para digerirlo bien.

Bum, bum, bum.

El sonido inconfundible de un balón botando hace que redirija mis pasos —poco elegantes— hacia el foco del sonido. Hay algo misterioso en el hecho de que se escuche el silencio en un lugar que puede acoger los gritos de más de diez mil personas cuando hay partido. Como embrujada, avanzo por los túneles adornados con imágenes de jugadores históricos del Club haciendo mates, en suspensión para meter un triple o luchando por un balón dividido. Al fin desemboco en la pista de juego por una de las bocanas. La grada está oscura, y la cancha, iluminada por los focos.

Bum, bum, bum.

Hay un solo jugador en el campo, botando la pelota, mirando la canasta con una concentración absoluta. Desde donde estoy, no lo reconozco. Lleva puesto el chándal del Club, que, como a todos los jugadores de baloncesto, le queda corto de pantalones. Aunque es muy alto, no es corpulento; jugará de escolta, probablemente. Sigo avanzando con sigilo y me dirijo a la primera fila, con la esperanza de permanecer camuflada por la penumbra.

Ya sé quién es. Brandon Salow, uno de los fichajes estrella del Malac de este año. Es de California, pero casi siempre ha jugado en Europa. La primera vez que vi su foto me llamó la atención su mirada: era inteligente. Ahí solo, en la cancha, no da la sensación de medir el metro noventa y cinco que figura en mis apuntes. Es una máquina de meter triples.

Sin hacer ruido, bajo el banco para poder sentarme; por un momento, deja de botar la pelota y creo que se ha dado cuenta de mi presencia. Pero enseguida mira al aro y empieza el espectáculo: Salow comienza a sacar balones de un carrito gigante y, desde detrás de la línea de 6.75, tira a canasta.

Lanza cincuenta balones (los cuento) y los mete todos. TODOS. Se me ha acelerado el corazón y tengo la boca abierta desde las diez primeras canastas. Debo de estar muy sensible, o serán los nervios, pero de verdad que me ha parecido algo mágico. Tal nivel de precisión, su figura envuelta en silencio y la luz iluminando su figura… Ha sido sublime, como una obra de arte. Noto mi cara húmeda y me alarmo al comprobar que en algún momento me he emocionado y hasta se me han saltado algunas lágrimas.

Entonces Salow inspira, como saliendo de un trance, se vuelve y comienza a caminar. Hacia mí. Yo me restriego los ojos para secármelos (¿me he echado rímel esta mañana? No me acuerdo, ¡era tan temprano! Sí, sí que me he echado, estaba seco y tenía grumos). Me levanto con brusquedad, y el estruendo que hace el banco al subirse de golpe acaba con mis esperanzas de huir. Además, está el asuntillo ese del talón sangrante. Tranquila. No pasa nada. Actúa con profesionalidad y ya está. Lo malo es que ahora, delante de mí, tan solo separado por la valla de publicidad, el jugador sí que parece medir 195 centímetros. Me mira a los ojos (los míos serán ojos de mapache, con total seguridad) y me dice:

—Llevas cinco minutos ahí sentada en plan siniestro, pero supongo que no eres una admiradora loca con malas intenciones, porque no has intentado nada… aún.

Lo dice sonriendo, mientras sostiene un balón que en sus manos parece una mandarina. Pero lo que me sorprende es su español, perfecto. Yo hablo inglés muy bien, pero tengo acento. Tampoco me esperaba su delicada palidez para ser alguien de California. Claro que todo está siendo un poco… inesperado esta mañana.

—Yo no soy… —Dios mío, ¿qué le ha pasado a mi voz? Carraspeo para poder continuar—. Me llamo Lily Castillo y soy la nueva responsable de medios de comunicación del Club. Encantada de conocerte, Brandon Salow.

Le tiendo la mano muy tiesa, con profesionalidad. Como si no me hubiera pillado espiándolo y llorando hace un minuto. Además, ¡está muy lejos! Vale que sea un gigante, pero tenemos la valla de publicidad por medio y solo llegaría si se estirara a lo bestia y se contorsionara. Pues nada, a retirar la mano.

Pero antes de hacerlo, el jugador suelta el balón y se extiende todo lo que puede. Ha tenido hasta que ponerse de puntillas y apoyarse en el anuncio, pero consigue salvar la distancia y me estrecha la mano con firmeza. Tiene una mano enorme, que hace que la mía parezca diminuta. No está sudada, solo cálida. Y yo siento un agradecimiento tan grande que casi me pongo a llorar otra vez. ¡¿Qué me pasa?!

—Te pido disculpas… —digo con la voz un poco más firme—. Creía que estaba siendo discretísima y que no te habías dado cuenta de que estaba aquí. Solo quería quedarme un poco para ver cómo lo hacías, pero luego… ¡Guau! Es increíble. Qué talento.

—Has sido discreta, pero en este deporte hay que tener visión periférica, de lo contrario vas mal. En cuanto a meter canastas solo y sin ninguna presión —continúa pasándose una toalla por el cuello y por el pelo castaño corto, que hace que se le ponga un poco de punta—, no me parece que tenga demasiado mérito.

—Eso es porque no me has visto intentarlo a mí. —Él se ríe y yo me envalentono—. De todas formas, eres muy efectivo, promedias cuatro triples por partido, dieciocho puntos y seis asistencias; y lo mejor es que a tus treinta y cinco años, cada temporada lo haces mejor que la anterior. —Le estoy echando un vistazo a su ficha, aunque me lo sé de memoria porque yo soy así de friqui—. En los vestuarios eres respetado y querido por tus compañeros, y donde vas siempre has dejado un buen recuerdo. Aquí te tengo calificado como «buena persona».

Le enseño mis anotaciones para que vea que es verdad. Él vuelve a reírse, pero… ¿me lo parece o ha hecho un pequeño movimiento de negación? No lo sé, pero de repente se crea un silencio un poco raro. Nos miramos y cuando me doy cuenta de que sus ojos no son solo inteligentes, sino verdes y bonitos, suelto algo completamente inesperado:

—A mi marido le encanta el baloncesto.

¿Qué? Mentira absoluta. Lo odia. Odia todos los deportes con todas sus fuerzas. Dice que es el opio del pueblo y que deberían dejar de existir. Casi estoy yo más sorprendida por mi propia afirmación que Brandon Salow, que se limita a asentir con la cabeza.

—Entonces deberá de estar como loco con tu nuevo trabajo.

—Sí, sí que lo está; antes de ayer lo celebramos con toda la familia. —Esto es un no parar, Lily, ¿qué será lo próximo? ¿Que quieres que le dedique su camiseta a Héctor? ¡Cambia de tema!—. ¿Y… cómo es que hablas tan bien español?

—Bueno, cuando era pequeño mis padres no paraban en casa, y mi abuela, que era de un pueblecito de Valladolid, vino a hacerse cargo de mí, así que… De todas formas, se me dan bien los idiomas. De mi paso por los diferentes equipos he aprendido ruso, francés, alemán e italiano. Además del inglés, claro.

Cierra la boca, Lily, ciérrala ya.

—Vaya…, yo solo inglés.

Otro silencio. Y entonces me doy cuenta de que él debería estar entrenando y de que yo lo estoy interrumpiendo desde hace un buen rato.

—Oye, perdona, te dejo para que sigas metiendo… tres mil canastas seguidas y que luego pienses que es algo completamente normal. —Al igual que antes, cuando ha impedido que me quede con la mano colgando, se ríe, aunque el chiste era muy malo—. Tan solo…, si eres tan amable de indicarme dónde están las oficinas, te lo agradecería. He quedado con Luis, el director de comunicación, y no sé llegar.

—Claro, has tenido que verlas cuando has pasado por los vestuarios, están justo al lado —me dice. Yo asiento con convicción, aunque no tengo ni idea de dónde están los vestuarios y él parece notarlo, porque añade—: ¿Quieres que te acompañe? No estoy entrenando, es solo una rutina de tiro que suelo hacer cada día.

—No, no, de verdad. Sé perfectamente dónde dices que está. ¡Si no tiene pérdida! ¡Gracias! ¡Adiós!

Dios mío, si mentir es un pecado gordo, el día de hoy me lleva directa al infierno. ¿Pero qué me pasa? ¿Será que estoy muy oxidada y no puedo relacionarme con la gente en plan normal? Pues es una faena, porque si no puedo hablar con una persona, no sé cómo voy a tratar con los medios de comunicación. Madre mía, si es que quién me mandaría a mí meterme en este lío, con lo bien que estaba yo estudiando a las Brontë en la Escuela.

Abandono la pista por un pasillo cualquiera, cabizbaja. No sé por qué me he puesto tan nerviosa, el jugador habrá pensado que soy imbécil. Además he debido de cortarle el rollo, porque ya no escucho la pelota botar, ni siquiera el ruido de sus zapatillas, solo silencio.

Brandon Salow debe de estar perplejo con mi comportamiento, pero, desde luego, no más que yo.

III

 

 

 

 

—Así que esta es Lily, nuestra nueva responsable de prensa —anuncia Luis al resto de trabajadores presentes en la oficina de comunicación del Club—. Se me hace raro ser su jefe, porque cuando coincidimos en Canal 22 presentando el programa de deportes, yo estaba a sus órdenes. Os garantizo que no he conocido mejor profesional; por eso, en cuanto se quedó libre el puesto, se lo ofrecí. —Se dirige a mí con una gran sonrisa—: Espero estar a tu altura como capitán del barco.

Yo asiento, emocionada. Que hablen tan bien de una es abrumador. Pero es que Luis y yo congeniamos en la tele desde el principio. En un mundo donde el fútbol es el rey, a nosotros nos unía nuestra pasión por el baloncesto.

—Es verdad, yo veía vuestro programa —comenta el responsable de redes sociales, Antonio (creo que se llama así, porque ahora mismo tengo un batiburrillo de nombres y caras)—. En especial me acuerdo de uno, Lily, en el que le sacabas los colores al alcalde, Juan de la Cruz; no sabía dónde meterse el pobre hombre.

—¡Ah, sí! Ya sé al que te refieres. —Aquel recuerdo me arranca una sonrisa—. Es que me pareció increíble que sacara pecho de las inversiones hechas al deporte base de la ciudad, cuando lo único que hacía era patrocinar al equipo de fútbol, que por aquel entonces estaba en tercera división.

—Pues al equipo de fútbol le iba mejor antes que ahora —apunta Ana (o Carmen), encargada de marketing—; como sabéis, este año se lo han comido las deudas y el club ha desaparecido. Chicos, esta temporada es nuestra oportunidad, si alguien quiere disfrutar del deporte de élite en nuestra ciudad, tiene que ver baloncesto.

—Exacto —coincide Luis—; la Dirección del Malac lo sabe y por eso no solo ha reforzado el equipo deportivo, sino que también ha invertido mucho en comunicación. Y eso me recuerda que tengo que presentar nuestro último fichaje a los jugadores, antes de que se marchen de aquí. Venga, equipo, cada uno a lo suyo, y recordad que mañana nos vemos en las oficinas de la sede central. ¡A galeras a remar!

—¡A remar!

Solo lo he gritado yo (muy fuerte, además), porque creía que era una especie de grito de guerra del equipo de comunicación, pero se ve que no. Todos se ríen y yo también. Me han caído genial, y cuando salimos de la sala de prensa y recorro junto a Luis los pasillos del Palacio, me parece un lugar completamente distinto al de esta mañana. Incluso la herida del talón, que por lógica y por rozamiento ya debería haber llegado al tuétano del hueso, parece dolerme menos. Sin embargo, pese a la euforia que siento, tengo que preguntarle a mi nuevo jefe algo que llevo rumiando desde que me ofreció el puesto.

—Oye, Luis, ¿qué le pasó al anterior responsable de prensa? —Y añado—: ¿Y la becaria, Sole, no es un poco mayor?

—Sole lleva en el Club mucho tiempo y lo hace muy bien; el problema es que es demasiado tímida y los jugadores se la comen. No encontrarás una colaboradora más eficaz, pero no esperes que tome la iniciativa. En cuanto a Roberto, tu antecesor… —mira hacia delante y tarda un poco en contestar—, era un hombre muy mayor y digamos que no encajaba bien en un proyecto tan renovado como este. La puntilla fue que discutió con uno de los fichajes estrella de este año.

—¿Discutió con Brandon Salow? —pregunto con incredulidad.

—No, qué va. Creo que es imposible discutir con Salow. Tuvo problemas con el otro gran fichaje estrella del Malac; con Campbell, Travis Campbell.

Ya veo. El pívot nacido en Miami que es el fichaje más caro de la historia del Club; este verano el Malac sudó tinta en los despachos para poder hacerse con él. Se trata de un gigante rubio que mide 2,19 metros. Le gustan la fiesta y las mujeres, según mis anotaciones. Y por lo que me dice Luis, es polémico. Qué bien, estoy deseando conocerlo en persona.

—Pero tú no te preocupes, que contigo no va a tener ningún problema —me dice, porque ha debido de verme preocupada—. En primer lugar, porque sabes usar mano izquierda; yo te he visto hacerlo cada día con redactores y cámaras. Y en segundo lugar…

—¿Qué?

—Pues que eres muy guapa y posiblemente lo que intente hacer sea ligar contigo. ¿Sigues casada, no? —Yo asiento—. Pues dile a Héctor que se ande con cuidado, porque el tío, al parecer, es irresistible.

Le iba a responder que conmigo no tiene ninguna posibilidad, pero de repente gira a la izquierda y se mete en la puerta del pasillo que lleva a los vestuarios gritando: «¡Chicos, ¿estáis decentes? ¡Vengo con visita!». Solo me da tiempo a agarrarlo de la manga y tirar de él.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? No puedo entrar ahí. ¿Y si se están duchando o… algo?

—Lily, esta gente está medio en pelotas casi siempre, así que mejor que te vayas acostumbrando. Venga, que ya mismo se van y estos no esperan a nadie.

Entro a regañadientes, porque no me queda otra opción. Mientras avanzo por el pasillo me llega de golpe un olor que solo podría definir como a… ¿hombre? Es una mezcla de gel de baño, sudor y colonia fuerte, todo absolutamente masculino. Un aroma que anuncia que estoy a punto de entrar en un reino de hombres, compuesto por hombres, gobernado por hombres, con reglas propias de hombres. No es tan sugerente como cabría pensar y sí un poco intimidante.

Suena una música reguetonera a todo volumen, a lo que hay que sumar voces y risas también graves y escandalosas. Es un jaleo que, sin embargo, me apacigua un poco, porque llama a la hincha que hay en mí. El vestuario desprende buenas sensaciones, como de comunidad, y tengo dificultades para no ponerme a dar saltitos de alegría.

Cuando por fin atravesamos la entrada, tengo que entrecerrar los ojos para que mi vista no colapse. Lo primero que me llama la atención es la monocromía imperante: aquí todo es verde, porque es el color del equipo. Cada jugador tiene su taquilla, con su número y su foto, y un asiento para sentarse mientras se cambia.

Y hablando de cambiarse… Trato de no quedarme embobada mirando, pero eso no evita que a mi alrededor haya un montón de hombres imponentes, la mayoría sin camiseta y mojados, por el sudor o por la ducha. Y por mucho que Luis haya querido restarle importancia, yo me siento violenta, porque de verdad que esto es como si me introducen de golpe en una película pornográfica. Estás tan tranquila en el pasillo y de repente entras en un mar de bíceps, abdominales como tabletas de chocolate y unos gemelos del tamaño de mi cabeza. Cuando reconozco la espalda del capitán, Gabi Sánchez, este se quita la toalla enrollada en la cintura y, antes de que pueda apartar la mirada, aparece su culo perfecto. Da igual, porque llego a los pectorales del escolta Boniface Williams, que ya los quisiera yo para mí. Madre mía, esto es surrealista, debo de estar como un tomate.

Lo bueno es que nadie repara en mi presencia. Eso puede explicarse por mi lamentable 1,60 de altura (es una estatura normal, pero en el mundo del baloncesto siempre me ha hecho sentir como un microbio, un microbio con tortícolis, además). Cuando Luis comienza a dar palmas, trago saliva.

—¡Chicos, apagad la música, por favor! Tengo algo importante que anunciaros.

Al principio le cuesta hacerse oír, y yo temo que pasen de él, pero poco a poco el ruido se va apagando y cuando la música cesa, hay un silencio absoluto. Ahora sí que no paso desapercibida; me da la sensación de que todo el equipo de baloncesto me está escudriñando. Y a pesar de que durante unos cuantos años estuve presentando un programa deportivo en la televisión, nunca me he sentido tan expuesta. Fijo la vista en un hombre con apariencia completamente normal. Lo reconozco, es el entrenador, Marcos Durán; un hombre serio que me observa con cara de pocos amigos. Pero da igual, porque está vestido y eso ayuda. Mucho.

—Bien, como sabéis, Roberto ha decidido no continuar con nosotros como responsable de medios y el Club ya ha buscado sustituto. O más bien sustituta. —Luis se vuelve hacia mí y me pone la mano en la espalda para obligarme a dar un paso al frente—. Ella es Lily Castillo, una magnífica profesional que fue mi mentora cuando trabajábamos juntos y a la que os pido que tratéis bien, porque además es un trozo de pan.

Hay mucho jugador extranjero este año, así que no habrán entendido una palabra de lo que Luis ha dicho. De todas formas, eso no es lo más preocupante. Me está pasando algo que nunca antes me había ocurrido: me quedo en blanco. Por mi mente pasa, inoportunamente, el recuerdo de Héctor esta mañana, cuando no ha querido darme un beso de despedida; mi intento frustrado de convertirme en escritora; la última cena familiar… Tengo la boca seca y sé que mi cara sigue siendo de un rojo amapola. Son solo unas centésimas de segundo, pero de verdad que estoy tentada de salir corriendo por donde he entrado.

Entonces encuentro una cara conocida. Salow. Está de pie, con un hombro apoyado en la pared, los brazos cruzados y, por fortuna, lleva la ropa puesta. Me está mirando con los labios ligeramente curvados en una sonrisa. Está tranquilo. Y, de manera inexplicable, me transmite esa tranquilidad. Por fin cojo aire. No tengo ni idea de lo que voy a decir, pero algo saldrá.

—Lo siento, es que yo… nunca había visto tanto hombre desnudo junto y ha sido como un coma etílico de testosterona.

Un estruendo de risas acoge mi declaración. Entonces los jugadores extranjeros preguntan qué pasa y cuando los compañeros traducen mis palabras, se produce una segunda oleada de risas. Bien, eso está bien. Pero yo no quiero ser graciosa, quiero ser profesional, así que decido coger el toro por los cuernos y, ahora que tengo su atención, demostrarles quién soy.

—Está bien…, chicos. Como sabéis estamos en un país donde el fútbol acapara toda la atención mediática. Nosotros, los del basket, podemos hacer un fichaje multimillonario, pero si el portero suplente del equipo de fútbol tiene cagalera porque se ha pasado de la raya comiendo gambas, no tengáis duda de que esa va a ser la portada de la sección de deportes. —Todos sonríen, pero siguen concentrados, bien—. Este año tenemos una oportunidad única, porque no tenemos rival; la ciudad se ha quedado sin equipo de fútbol en la élite, generando un vacío que hay que llenar. —Los recorro a todos con los ojos antes de continuar—. Hay que generar noticias de baloncesto. Todos los días. Por supuesto, míster —me dirijo a Durán—, cualquier cosa, cambios, lesiones, decisiones técnicas, necesito saberlas. Pero es que si no hay noticias, nos las inventamos.

»Si tú, Luca —señalo a Luca Sanz, la joven promesa de la cantera—, además de tener un futuro brillante como base del equipo, tienes afición por capturar pokémons, me lo dices y hacemos un reportaje de eso. —Se pone colorado, así que es probable que mi conjetura sea cierta—. Si a nuestro ala pívot Timor Endinga, aparte de poner tapones, se le da genial pintar miniaturas, lo explotamos. Si en la plantilla surge una disputa porque a algunos les gusta la tortilla de patata con cebolla y a otros sin cebolla, igualmente se lo decimos a los medios. —Inspiro antes de terminar—. La gente de esta ciudad necesita ídolos y este año podéis ser vosotros. Para ello solo necesito un poco de colaboración, porque de lo demás ya me encargo yo.

Alguien ha empezado a aplaudir y los demás lo siguen, incluso con gritos y silbidos, como si acabara de marcar un alley oop. A ver, mi discurso no ha estado mal, pero parece que en este vestuario hay muchas ganas de cachondeo. Y eso mola, ¡eso es genial! Yo creo que este año tenemos posibilidades, al fin, de conseguir…

Suena un chirrido y todos dirigimos la mirada a la puerta de los baños. Primero sale una bocanada de vaho y después aparece alguien que más que un hombre parece un ser humano del futuro. Eso si en el futuro nos diera a todos por ir desnudos por el mundo, claro. Tiene un cuerpo que parece diseñado por ordenador. Alto, rubio, con la piel bronceada, la musculatura de cada parte de su cuerpo totalmente desarrollada y…, porque soy una mujer casada y no he querido mirar más abajo de su cintura, pero, en fin, entiendo que todo debe de ser proporcional. Me obligo a centrarme en sus ojos azules, que sobresalen entre los largos mechones empapados. No es guapo. Es demasiado masculino para serlo. Pero es el hombre más atractivo que he visto nunca.

Y es un imbécil. Lo sé porque por muy acostumbrado que esté a deambular desnudo de un lado a otro, se está acercando a mí con toda la naturalidad del mundo, con la clara intención de desestabilizarme y que el resto del equipo lo vea. De hecho, se escuchan risitas a mi alrededor y al parecer ni siquiera a Luis se le ocurre nada que decir. ¿Vas a dejar que lo consiga, Lily?

Por supuesto. Me están temblando las piernas.

Pero él no tiene por qué saberlo, ni los demás tampoco. Cuando al fin se detiene, a muy poca distancia de mí, trato de ignorar las decenas de gotitas que descienden a lo largo de su cara y de su cuerpo, y también la sonrisa irreverente que me muestra, con una dentadura perfecta y blanca que contrasta con su rostro tostado por el sol.

—¿Quién decías que eras, preciosa?

Por supuesto, Travis Campbell no podía tener voz de pito, sino profunda y con un toque ronco de lo más sexi. Me ha hablado en inglés, con un acento muy americano, y estoy segura de que ha pretendido que parezca que le hablaba a una niña pequeña. De hecho, aunque es verdad que él es altísimo y parece que yo voy a la guardería, está inclinando el cuello al máximo porque se ha acercado demasiado a mí. Un ramalazo de ira me recorre desde la coronilla a los pies y toma el control de la situación. Siento el impulso irracional de patear testículos y gritar «¡Contra el patriarcado!», pero hago algo diferente. Aunque parecía que no había espacio entre nosotros, siempre queda algo. Doy un pasito al frente y noto que ciertas partes de nuestros cuerpos se están rozando; en concreto, mi pecho contra su… ombligo. Da igual. Levanto la cabeza como para mirar las estrellas, aunque lo que encuentro son dos océanos celestes, y le respondo en el mismo idioma que él ha empleado:

—Soy tu nueva jefa de prensa. Y estoy muy contenta de que te guste exhibirte, porque me voy a encargar de que este año salgas en cada televisión, revista o periódico que exista en la ciudad, en la región y en el país. Así no privamos a nadie del espectáculo que tengo ante mis ojos o, más bien, bajo mi barbilla.

Se me ha ido de las manos. Es que con el inglés… Ha parecido que me refería a su entrepierna, pero más bien quería decir… Bueno, da igual, porque todo el mundo se ha reído y se ha deshecho la tensión insoportable que había en el ambiente. Hasta Campbell, que al principio había abierto los ojos con sorpresa cuando me he acercado a él, ahora sonríe, aunque sea de medio lado. Y por fin se aleja un poco, muy poco, pero lo suficiente para que pueda respirar. Después dice:

—A tus órdenes, muñeca.

Y se vuelve sin previo aviso, lo que me muestra la parte de su anatomía que me faltaba: un trasero redondo que equivaldría al de Jennifer López, pero en tío. Maravilloso, perfecto, trazado con un compás. Pero no me dejo intimidar y le contesto:

—No soy una muñeca, soy tu jefa de prensa. —Y como todo el mundo ha comenzado a hablar, continúo gritando, aunque nadie me escucha ya—: ¡Y estoy casada!

IV

 

 

 

 

Giro la cabeza por supervivencia, para poder respirar, porque he llegado tan cansada a casa que me he tumbado boca abajo en el sofá, en plan cadáver. Tras una semana trabajando en el Malac, he adelgazado un par de kilos y he agotado todas las reservas de energía que me quedaban. Y eso que mi madre nos ha llenado el congelador con todo tipo de táperes maravillosos; pero ahí siguen, porque no tengo tiempo ni para comer. La pretemporada está a punto de finalizar y los medios de comunicación muestran un interés inusitado por el equipo y por los nuevos fichajes. Entre ruedas de prensa, la elaboración de notas informativas y la atención a los medios, no doy abasto.

Estoy agotada, pero contenta. Me he reencontrado con antiguos compañeros y he conocido a mucha gente nueva. Además, me alegra comprobar que cada vez hay más mujeres en el gremio del periodismo deportivo. Y hablando de eso… No he respondido a Marisa, del Canal 22 (mi antigua tele), que me ha pedido una entrevista conjunta con Salow y con Campbell mañana a las doce; tendré que ir con ellos. Alargo el brazo y, todavía boca abajo, cojo el móvil. ¿Cómo es posible que ya tenga doce correos sin responder? Hace un minuto no tenía ninguno.

—Hombre, Lily, ¿cómo es que te ha dado por pasar por casa? —Doy un repullo porque no había visto a Héctor acercarse—. Bueno, por supuesto sigues teniendo ese apéndice que te ha salido en la mano esta semana, qué sorpresa.

—¡Hola! —A ver si fingiendo que no he captado la indirecta puedo normalizar un poco la situación; no está siendo una buena semana entre nosotros, y eso que apenas nos hemos visto—. Si vienes aquí y me haces unos mimitos suelto el móvil ahora mismo.

—¿Yo, mimitos a ti? ¿Exactamente por qué? No pisas la casa, y cuando lo haces, estás todo el rato hablando por teléfono; es como si lo demás te importara un comino.

Me incorporo con esfuerzo, porque Héctor suena enojado. Cuando lo observo, me doy cuenta de que tiene el pelo negro más largo que de costumbre y de que lleva las gafas un poco torcidas. Bajo sus ojos castaños han aparecido unas ojeras que antes no estaban. ¿Son por mí? Siento una oleada de arrepentimiento tan grande que por primera vez en toda la semana me planteo si este cambio que le he dado a mi vida es algo correcto. No quiero hacerle daño a Héctor. Ojalá él comprendiera que es importante para mí.

—Eh, ¿por qué no te sientas aquí? —Palmeo el sofá justo a mi lado—. Venga, que me apetece un montón estar contigo. ¿Te hago un masaje?

—No quiero masajes, es a ti a la que le gustan —se cruza de brazos—, yo odio que me toqueteen.

Es verdad, a Héctor no le gustan las caricias ni los arrumacos. Al principio de nuestra relación los toleraba, pero en cuanto tuvo confianza me dejó claro que a él lo incomodaban esas muestras de afecto. En su familia evitan el contacto a toda costa; mi madre y yo, en cambio, nos turnábamos para rascarnos la espalda mientras veíamos la televisión, al más puro estilo orangután. Así que, con Héctor, si no son como preámbulo para el sexo, las caricias quedan descartadas. Lo que me lleva a…

Me quito la camiseta y me quedo en sujetador delante de él. Estoy agotada y no me apetece mucho, pero creo que es importante que haya algún tipo de acercamiento entre nosotros. Es verdad que apenas piso la casa, y él se pasa encerrado todo el día en su despacho escribiendo, cuando no está en la facultad, así que… No es lo ideal, pero creo que esto nos podría venir bien a los dos. Héctor baja la vista a mi pecho, que es pequeño pero bien formado. Traga saliva. Sé que le gusta. Ahí sí le gusta acariciarme. Pero está tardando demasiado en reaccionar y yo empiezo a impacientarme.

—Empieza a hacerme cosas guarras ya, Héctor.

Normalmente no soy tan mandona, pero, como he dicho, estoy cansada. Héctor abre los ojos y aunque al principio se le oscurece la mirada, después hace algo que me desconcierta: chasca la lengua y se yergue todo lo alto que es. Si fuera un gato, tendría la cola del tamaño de un plumero. Me dice, con voz grave:

—Qué vulgar, Lily; una semana y ya vuelves a impregnarte de ese tufillo a chabacanería que tiene el periodismo deportivo. —Abro la boca, pero no consigo decir nada, así que él continúa—: Estos años en los que has intentado abrirte camino en el mundo de la escritura te habían refinado y nos habían acercado, pero ahora volvemos a parecer de planetas diferentes. Nuestro problema, desde luego, no se va a resolver en la cama.

—Pero… —Dios mío, ¿dónde ha caído la camiseta? ¡No puedo mantener esta discusión en sujetador! Y menos después de que me haya llamado chabacana—. ¿Tú quién te crees que eres? ¿Piensas que eres más refinado que yo por escribir novelas? ¿No crees que la elegancia empieza por no hacer sentir al otro como una mierda? —Caca, tenía que haber dicho caca u otro sinónimo, como excremento—. ¿Y a qué problema te refieres? Ese problema que, al parecer, yo pretendía resolver en la cama.

—Por favor, Lily. —Se ríe, pero no hay nada divertido en esta situación—. El problema es lo decepcionado que estoy contigo. Has vuelto al mundo del periodismo deportivo, cuando ya sabes lo que opino de ello. Vuelves a alimentar la infelicidad de todos esos pobres ignorantes que creen que si su equipo gana, su vida va a mejorar de alguna manera. Por no hablar de la cantidad de recursos que consumís, y… ¡es que no lo veis! —Se está poniendo rojo de la indignación—. Son nuestros dirigentes los que lo promueven, porque les interesa tener a la gente idiotizada, viendo fútbol en vez de planteándose cosas importantes.

Aquí está la camiseta; había sido engullida por ese agujero negro que hay entre los cojines de cada sofá de cada casa. Me la pongo confiando en que esté del derecho, pero no lo tengo garantizado.

—Muy bonito, Héctor, muy bonito. ¿Sabes? A pesar de mi poco refinamiento y de lo ignorante que soy, yo también me he leído a George Orwell —me costó un poco y lo hice para poder decir que lo había leído; gracias, yo del pasado—, y compartiría algunas de las cosas que dices si no fuera porque estás radicalizando tu postura. Hay tiempo para todo en la vida, no podemos estar leyendo o escribiendo todo el día, es antinatural. ¿Pero sabes algo que sí es natural? La competitividad, el sentimiento de pertenencia al grupo, el espíritu de sacrificio y de superación. Son valores que imperan en el deporte, Héctor, por eso gusta tanto. Y yo creo en un tipo de periodismo deportivo de calidad, uno que aúne cultura y emoción. —Héctor se ríe con desdén, pero me da igual—. He visto crónicas de partidos con más calidad que algunas novelas famosas.

—Esto es el colmo —se lleva los dedos a las sienes y se las masajea—; ahora me dirás que escribir sobre si una pelotita ha entrado en un aro tiene algo de elevado o transcendental.

Por mi mente desfila la inspiradora imagen de alguien metiendo cincuenta canastas seguidas y yo emocionándome, pero no creo que pueda explicárselo a Héctor en este momento. Está mirándome fijamente, con la tensión de un atleta a punto de oír el disparo de salida. Él, que siempre viste tan impecable, tiene los faldones de la camisa por fuera y el pantalón chino ligeramente torcido. Está furioso, pero sobre todo está indignado. Y aunque no tiene razón, creo que si seguimos gritando no vamos a resolver nada, así que inspiro hondo y trato de suavizar mi tono de voz.

—Mira, Héctor, creo que estamos un poco nerviosos. —Él hace amago de interrumpirme, pero yo le suplico con la mirada que me deje continuar; también me acerco a él y lo cojo de la mano, obligándolo a sentarse conmigo en el sofá—. No me creo que opines que por gustarte el deporte te conviertas automáticamente en un mequetrefe; al fin y al cabo, cuando me conociste, sabías que a mí me encantaba y te enamoraste de mí, ¿no?

—Sí… —admite, menos mal—. Pero eras más joven y supuse que sería solo una etapa de tu vida, que después madurarías y te dedicarías a algo más serio, como la escritura. La escritura de verdad. De hecho —se sube las gafas con énfasis—, me lo prometiste; me prometiste que lo dejarías porque en la tele no tenías tiempo para estar en familia y querías que eso cambiase. Y yo te creí, y ahora… —He hecho un movimiento tan brusco para distanciarme de él que se interrumpe—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te alejas?

Me he ido al otro extremo del sofá. Por un segundo, mis emociones fluctúan entre la rabia y la tristeza, y ni yo misma sé si voy a echarme a llorar o a gritar. Al final, cuando hablo, me sorprendo hablando bajo y despacio:

—No, Héctor, eso no fue exactamente lo que pasó. —Me mira desconcertado y eso me hace hablar espaciando aún más las palabras—. Lo que pasó es que me dijiste que si seguía con ese trabajo tan absorbente, no podríamos formar una familia. Una familia con hijos, Héctor. Y yo dejé el puesto porque comprendí que tenías razón, que era un trabajo sin horarios, poco compatible con la maternidad. Intenté hacer realidad mi sueño de convertirme en escritora, algo que me parecía más llevadero con el hecho de ser papás. Pero han pasado los años y, a menos que Juanito y Rosita sean invisibles, yo no veo niños por ninguna parte.

—¡Ah! —contesta con su tono más agudo—. ¿Y yo tengo la culpa de e-eso?

Ha tartamudeado. Normal. Esa última pregunta es como el movimiento desesperado que hace un jugador de ajedrez cuando sabe que el jaque mate está al caer. Y yo no quiero regodearme en mi victoria, porque sé que en cuanto lo diga, no me voy a sentir triunfante, sino mezquina. Pero lo voy a aclarar de todos modos, porque este tema me escuece mucho y ya es hora de que pongamos las cartas sobre la mesa. Cojo aire y lo miro fijamente.