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La capacidad artística define nuestra humanidad. Mientras que no hay duda de que la producción y el uso de imágenes visuales constituyen un carácter humano universal, la explicación de sus orígenes suscita mayor controversia. En este libro se aborda esta cuestión. No se trata solo de acercarse a la documentación arqueológica existente, sino de reflexionar sobre la definición de arte y su significación evolutiva. Las herramientas para abordar este propósito remiten a distintas disciplinas, pero el análisis se formula a través de un diálogo entre el componente biológico del proceso evolutivo humano y la evolución de la Cultura, y en este proceso los neandertales tuvieron un papel relevante.
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Seitenzahl: 400
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Directora de la colección:
Carolina Moreno
Coordinación:
Soledad Rubio
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
© Del texto: Valentín Villaverde Bonilla, 2020
© De la presente edición:
Unitat de Cultura Científica
i de la Innovació de la Universitat de València
www.valencia.edu/cdciencia
Publicacions de la Universitat de València, 2020
www.uv.es/publicacions
Producción editorial: Maite Simón
Interior
Diseño y maquetación: Inmaculada Mesa
Corrección: Iván García Esteve
Cubierta
Diseño original: Enric Solbes
Imagen: Neandertal, Museo de Historia Natural de Londres
(Fotografía de Neil Howard)
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-9134-716-3
Edición digital
A mi nieta Valentina,
origen de incesantes emociones
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1. ¿ES ARTE EL ARTE PALEOLÍTICO?
¿QUÉ ES EL ARTE?
¿ARTE O ARTES?
EL ARTE Y LA ANTROPOLOGÍA
LA PSICOLOGÍA COGNITIVA Y LA VALORACIÓN DEL ARTE
EL CEREBRO Y LA APRECIACIÓN DEL ARTE VISUAL
EL ARTE VISUAL COMO FORMA DE COMUNICACIÓN
Capítulo 2. EL ARTE Y LA EVOLUCIÓN BIOLÓGICA
EL ARTE Y EL ÉXITO REPRODUCTIVO
EL ARTE COMO ENTRENAMIENTO DE LA PERCEPCIÓN
EL ARTE COMO VEHÍCULO DEL PENSAMIENTO IMAGINATIVO
EL ARTE COMO HERRAMIENTA DE MANIPULACIÓN
EL ARTE Y LA PREDILECCIÓN ESTÉTICA POR DETERMINADOS PAISAJES
EL ARTE COMO SUBPRODUCTO DE LA INTELIGENCIA Y LA CAPACIDAD CULTURAL
Capítulo 3. LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES ARTÍSTICAS Y ESTÉTICAS
BOLAS Y BIFACES: LA FORMA MÁS ALLÁ DE LA FUNCIÓN
COLECCIONISTAS DE OBJETOS: FÓSILES Y MINERALES
LOS COLORANTES Y EL ARTE VISUAL
LOS PRIMEROS ADORNOS: DIENTES, CONCHAS Y HUESOS PERFORADOS
LOS NEANDERTALES Y LOS ADORNOS DE PLUMAS Y GARRAS DE ÁGUILAS
LA IMPORTANCIA DEL ADORNO CORPORAL EN EL ARTE VISUAL
OBJETOS DECORADOS: LÍNEAS GRABADAS SOBRE HUESOS Y PIEDRAS
¿ARTE PARIETAL NEANDERTAL?
LAS PRÁCTICAS FUNERARIAS DE LOS NEANDERTALES Y LA CONDUCTA SIMBÓLICA
UNA BREVE REFLEXIÓN FINAL
Capítulo 4. EL ARTE VISUAL EN EL PALEOLÍTICO SUPERIOR
¿FORMA EL ARTE VISUAL PARTE DE UN CAMBIO REVOLUCIONARIO QUE AFECTÓ A DISTINTOS ÁMBITOS DE LA CULTURA?
UNA APROXIMACIÓN CUANTITATIVA AL ARTE VISUAL DEL PALEOLÍTICO SUPERIOR EUROPEO
Capítulo 5. RECAPITULACIÓN: EL ARTE VISUAL Y LA EVOLUCIÓN HUMANA
LA CAPACIDAD COGNITIVA DE LOS NEANDERTALES PARA EL ARTE VISUAL
EL ARTE VISUAL EN EL PALEOLÍTICO MEDIO Y EN EL PALEOLÍTICO SUPERIOR
FUNCIÓN Y SIGNIFICACIÓN DEL ARTE VISUAL PALEOLÍTICO
EL ARTE VISUAL COMO UNA FORMA DE ACTIVIDAD CULTURAL
LA REVOLUCIÓN QUE NO FUE TAL
BIBLIOGRAFÍA CITADA
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE ANALÍTICO
ÍNDICE DE YACIMIENTOS
Vivimos rodeados de imágenes. No solo acompañan la mayor parte de nuestra actividad diaria, sino que además las entendemos sin esfuerzo. Forman parte de nuestra cultura, y por esa misma razón nos comunican ideas, sensaciones e información que comprendemos de manera inmediata, o casi. En palabras de Gombrich (1987: 129), «hasta las imágenes de tiempos pasados o de países lejanos son más accesibles para nosotros de lo que nunca lo fueron para el público para el que fueron creadas». La imagen visual forma parte de nuestra existencia, y no solo generamos y usamos nuevas imágenes visuales, sino que, sin la más mínima vacilación, nos apropiamos de otras que no forman parte de nuestra cultura. Las descontextualizamos sin titubear, y al hacerlo prescindimos de su significado original, las transformamos y empiezan a transmitir una información distinta de la que transmitían en su contexto cultural de origen. Las «desculturizamos» en cierta medida. El gusto por las exposiciones del denominado arte tribal o étnico constituye un claro ejemplo de esa descontextualización al que se pueden añadir las visitas a monumentos antiguos o a las cuevas prehistóricas decoradas. De este comportamiento da cuenta R. A. Gould (1990) cuando refiere su visita a una exposición de arte tradicional de Nueva Guinea organizada en el Metropolitam Museum of Art de Nueva York el año 1982:
los diversos objetos expuestos, que incluían desde máscaras y postes hasta pequeñas esculturas, se identificaban con pequeñas etiquetas que daban cuenta de los materiales empleados, en ocasiones su uso, pero con muy escasa atención por los contextos sociales o culturales en los que esos objetos se habían producido. La idea dominante de esta exposición era la de que el «arte» es algo que afecta o comprende el conjunto de la humanidad, más allá de sus características culturales, y que transmite por sí mismo al visitante una experiencia que trasciende su propia experiencia social o cultural.
Las reacciones del público daban lugar a juicios fundamentalmente subjetivos y etnocéntricos sobre la calidad, la simetría o el primitivismo de las obras, algo que según este mismo autor se puede perfectamente caracterizar como el «efecto del Oh-Ah».
En contra de lo que intuitivamente pudiéramos pensar, las imágenes no hablan por sí solas. Cuanto más alejadas están temporal y culturalmente de nosotros, más opaco o inaccesible es su significado original. A veces es la fuerza expresiva de la forma la que ha favorecido su apropiación por las sociedades occidentales. No es un fenómeno reciente, pues algo similar ha ocurrido con el arte visual a lo largo de la historia. Pero es importante asumir que al apropiarnos de imágenes que nos son culturalmente ajenas transformamos su significado original. Pensemos en las imágenes más lejanas, en las que remontan al Paleolítico, a la larga etapa de la historia de la humanidad en la que los grupos cazadores-recolectores ocupaban el planeta. Las imágenes visuales de aquellas sociedades han pasado a formar parte, en un buen número de casos, del imaginario colectivo occidental moderno. Se han transformado en iconos que generan en multitud de personas la emoción de situarse ante las representaciones de animales, humanos o temas abstractos que provienen de un pasado remoto. Facilitan la sensación de vértigo que se asocia a la constatación de que se trata de figuras realizadas decenas de miles de años antes del presente. Evocan, por sí mismas, ese pasado lejano. Así sucede con los temas pintados en cuevas decoradas tan conocidas como Altamira, Lascaux o Chauvet. En algunos casos tanta ha sido la atracción despertada en la población que bien podemos decir que estas imágenes rupestres han estado a punto de sucumbir de puro éxito. La visita multitudinaria y poco controlada del gran público ha puesto en riesgo de desaparición aquello que despierta el interés de los visitantes. Ante esta situación alguno de estos yacimientos se ha tenido que cerrar al público, o reducir drásticamente el número de visitantes, afectadas las pinturas y grabados de sus paredes de hongos, musgos, líquenes u otros organismos que, incluso, han llegado a hacer peligrosa la presencia humana en alguna de esas cuevas, como es el caso de Lascaux. La alternativa a la hora de dar respuesta al interés por estas obras no ha podido ser otra que la cuidada reproducción de su decoración parietal en centros de acogida y explicación. Las llamadas neocuevas de los tres yacimientos antes citados concitan visitas multitudinarias atraídas por la llamada de imágenes que llegan a remontar en el tiempo a más de mil generaciones. En ocasiones, en los sellos, en los carteles turísticos, incluso en las cajetillas de tabaco de no hace muchos años, se han utilizado figuras del arte rupestre paleolítico. Igual que con el arte griego y romano clásico, o con el mesopotámico y el egipcio, estas imágenes se han incorporado al imaginario de la sociedad contemporánea. El fenómeno, con los medios de comunicación, internet y la globalización, ha alcanzado una dimensión antaño desconocida.
Bien podría pensarse que el valor comunicativo de las imágenes resiste el paso del tiempo y de la cultura de la que forman parte y que esa es la razón por la que despiertan tanto interés, pero no es así. Y no lo es en absoluto. Las imágenes no hablan por sí solas, podemos ser sensibles a la apreciación estética de las formas, puede estimularnos la complejidad de los temas, pero la significación de esas imágenes en el mundo en el que se crearon queda fuera de nuestro alcance, y no solo del gran público, sino también del especialista. En el arte visual confundimos con mucha frecuencia la estética y la forma con el significado. Nada más lejos de la verdad. Como nos dice Descola en la introducción al volumen publicado con motivo de la exposición «La fabrique des images», organizada en París en el año 2010, basta echar un vistazo a la variedad de interpretaciones que ha generado el arte paleolítico desde su descubrimiento, o las vivas controversias que genera su significado entre los especialistas que se dedican a su estudio, para comprender inmediatamente que las imágenes no hablan por sí mismas de su significado. La razón es fácil de entender, las imágenes facilitan una información que se sustenta en la cultura que las produce. Con la experiencia que le proporciona el conocimiento de imágenes propias de grupos cazadores-recolectores de diversos ámbitos del planeta, Descola entrevé con rapidez las diversas interpretaciones que pueden asociarse al dibujo, por ejemplo, de un mamut paleolítico. ¿Hace el animal representado referencia a un episodio de caza? ¿Se trata de una imagen de un mito perdido que evoca un tiempo en el que los humanos y los animales vivían en armonía? ¿Se trata de una imagen vinculada a un ritual que debe favorecer la adquisición de presas en la caza? ¿O se trata de la glorificación de un animal que se considera el origen del grupo humano que lo representó?
Cuando tomamos como elemento de comparación lo que en el campo de la antropología algunos estudiosos han venido a denominar «sociedades simples», caracterizadas por sistemas sociales de pequeña escala y formas de ver el mundo tan distintas de la nuestra, todas esas explicaciones son posibles: el éxito de la caza de un animal peligroso, el fracaso de esa misma acción con las consecuencias negativas para el cazador y el grupo, el mito de origen o de creación. Pero se trata de explicaciones notablemente distintas, unas referidas a la narración de actos cotidianos, otras con un profundo significado metafísico. Y ni siquiera a través de un estudio estadístico detenido, atento a las frecuencias de los temas, sus ubicaciones y las asociaciones en las que se integran las distintas especies representadas, resulta fácil dilucidar cuál de todas esas interpretaciones podría ser la adecuada (Sauvet et al., 2006).
Las imágenes tienen un componente formal y estético, atraen nuestra atención por su aspecto, por su ambigüedad o por su belleza, incluso por el tema que representan, pero su fuerza no está en la forma, sino en lo que comunican o, como propone David Freedberg (1992), en la respuesta que provocan en el espectador. El componente estético –o visual– no hace más que reforzar la capacidad comunicativa porque, como más adelante veremos, la imagen cautiva nuestra atención, hace más llamativo el mensaje transmitido, hace entrar en juego la emoción que facilita el recuerdo y permite que adquiera una dimensión inusual en un contexto no artístico. En las largas etapas del pasado en las que las sociedades eran ágrafas y la memoria constituía la única forma de almacenar información, es fácil entender el valor mnemotécnico de la imagen. Podríamos ampliar estas consideraciones a otros tipos de expresión artística no plástica, pero su documentación en el pasado lejano o es inexistente o está reducida a mínimos insuficientes para su análisis, por lo que quedarán fuera de estas páginas.
Hasta tal punto las imágenes forman parte de nuestra vida que resulta difícil pensar en un tiempo desprovisto de imágenes (Paillet, 2018). Especialmente si pensamos que la imagen visual no se limita al dibujo, sea este figurativo o no, o a la escultura y el modelado, sino que incluye también la decoración personal, ya sea en forma de adornos, pinturas, tatuajes o escarificaciones. Comunicamos con la cultura material que empleamos, y aprovechamos esa fuerza para consolidar relaciones sociales, establecer vínculos con desconocidos y transmitir estados de ánimo o apetencias de todo tipo. El cuerpo humano se convierte en un precioso vehículo de comunicación que las sociedades de organización social a pequeña escala han explotado habitualmente y que nosotros también aprovechamos para transmitir información. Basta echar una rápida mirada a las cifras económicas que mueve la moderna industria del adorno de alta gama y la bisutería, o de la moda, para darse cuenta de la importancia de las imágenes visuales corporales en nuestra actual sociedad.
El origen de la expresión artística, en nuestro caso, al referirnos a la prehistoria, el de las imágenes visuales, es un tema que centra una importante atención en las disciplinas paleoantropológicas o prehistóricas. La presencia del arte visual, en cualquiera de sus formas, se ha considerado como prueba de la existencia de una capacidad cognitiva «moderna», un término que considera nuestra cognición como algo único y netamente diferenciado del conjunto de capacidades de los humanos anteriores a nosotros. Como si la cultura surgiera de pronto, asociada a la cognición y a la capacidad creativa.
Cada vez resulta más frecuente considerar que la cultura y la socialización constituyen dos factores que modelan nuestra evolución biológica, que coevolucionaron mediante la selección natural. Desde esta perspectiva, son los requerimientos de la transmisión cultural, el aprendizaje y fidelidad de la transmisión de la información en la enseñanza, los factores que facilitaron el proceso de aumento cerebral. Y la especial característica de los humanos es, probablemente desde la aparición del género Homo, la de ser una especie social cuyo éxito se debe a la importancia de la cultura. Con estos planteamientos resulta imposible pensar en un proceso evolutivo en el que la cognición pueda considerarse el resultado de un cambio puntual. Por el contrario, todo incita a considerar la idea de que a lo largo de los tres últimos millones de años se produjo un progreso paulatino en las capacidades cognitivas de los humanos, tal y como sugiere el propio proceso de desarrollo cerebral.
Entonces, ¿cuándo se empezó a hacer uso de las imágenes? Con respecto a esta pregunta existe una importante diferencia de opinión entre los investigadores: una parte de los arqueólogos y paleontólogos considera que antes de la aparición de los «Humanos anatómicamente modernos» (a los que a partir de ahora nos referiremos como humanos modernos), del Homo sapiens sapiens, no existía la capacidad mental de crear y usar símbolos destinados a la comunicación, no existía el lenguaje, tal y como nosotros lo empleamos, lleno de metáforas, insinuaciones y dobles sentidos, o no existían objetos o representaciones que transmitieran información de carácter simbólico; mientras que otra parte considera que los orígenes de la expresión simbólica y del lenguaje, y el uso de símbolos visuales, tienen un origen más remoto y que algunas de estas capacidades estuvieron presentes en los grupos humanos que nos precedieron, al menos a partir del Pleistoceno medio.
Yo me encuentro precisamente entre los que defienden esta segunda opción, entre quienes piensan que los orígenes de la expresión simbólica hunden sus raíces en nuestro pasado evolutivo, y que esas capacidades estuvieron presentes a partir del momento en que el cerebro alcanzó un tamaño capaz de sustentar un proceso cultural acumulativo y amplias relaciones sociales.
El enfoque de estas páginas se vincula a mi propia experiencia como prehistoriador y el objetivo de este trabajo es trazar un panorama explicativo del nacimiento del arte visual combinando dos enfoques complementarios y necesarios, el que se sustenta en la valoración biológica del proceso evolutivo humano, y el arqueológico, que intenta conjugar las evidencias materiales con las propuestas teóricas y que hace particular referencia al proceso cultural. De entrada, debemos ser conscientes de que el dominio arqueológico es notoriamente limitado a la hora de indagar sobre los orígenes de la expresión visual simbólica, ya que muchos elementos que intervienen habitualmente en la decoración personal o el adorno no fosilizan. Las plumas, las escarificaciones, los tatuajes y los objetos realizados en madera u otros materiales orgánicos no se conservan normalmente, lo que reduce el inventario de las evidencias arqueológicas a un reducido número de objetos fabricados en piedra, hueso o concha, las obras realizadas mediante el uso de pigmentos de origen mineral u orgánico, y los grabados sobre piedra, hueso, asta o marfil. En los últimos años algunas evidencias de manipulación dejadas en los huesos, aquellas cuya razón de ser no puede vincularse a la extracción de alimento, se han añadido a este corpus documental necesario para evaluar las prácticas simbólicas asociadas al uso de imágenes visuales, y veremos, al valorar el corpus de información actualmente disponible, que plumas y garras de algunas aves formaron parte de la panoplia de adornos utilizados por los neandertales.
Las limitaciones no se reducen a la naturaleza de los materiales empleados, ya que la conservación diferencial afecta incluso a la documentación de obras realizadas en soportes pétreos expuestos a los elementos atmosféricos más intensos, y por supuesto nada queda de la pintura aplicada a pieles, maderas u otras materias perecederas. Con todo, la arqueología prehistórica permite, a través de la cuidadosa recolección de información contextual en las excavaciones, bosquejar los términos de este proceso creativo que alcanzó, sin duda alguna, su máximo durante el Paleolítico superior, a partir de hace aproximadamente 40.000 años, coincidiendo con la expansión de Homo sapiens por todo el Viejo Mundo, pero cuyo arranque fue anterior, en términos cronológicos y evolutivos, y al menos comprende a los neandertales. Algunas pruebas arqueológicas apuntan incluso a los humanos arcaicos del Pleistoceno medio, pero al ser más escasas son más difíciles de valorar.
La manera en la que voy a abordar la exposición de esta documentación, que sustenta la posibilidad de argumentar sobre la capacidad creativa y simbólica en términos evolutivos, será la de recurrir a todos aquellos aspectos de la conducta que sugieran capacidad simbólica, por lo que daremos cuenta no solo de los elementos «artísticos visuales», sino también de las prácticas funerarias, puesto que no cabe duda de que remiten a un sistema de creencias que implica un pensamiento y una cultura de carácter simbólico.
La finalidad de este trabajo es valorar la aparición del arte visual en el Paleolítico, desde una doble perspectiva, histórica y biológica. Sin embargo, el primer problema que surge es el de si podemos considerar estas obras paleolíticas primigenias como arte, pues el término, si no se explica, es ambiguo y equívoco (capítulo 2). Por otra parte, tanto la aparición de la capacidad artística, como la del lenguaje, remiten a una discusión más general que tiene que ver con la capacidad mental para el empleo de símbolos, lo que, de inmediato, nos sitúa ante la evolución biológica y no solo la cultural. Las preguntas a continuación son: ¿es la capacidad artística el resultado de una adaptación evolutiva que tiene que ver con la selección natural? ¿O es el resultado de la adaptación evolutiva que tiene que ver con el desarrollo cerebral y la capacidad para la cultura? Dicho de otra manera, ¿el arte es un producto cultural más? En este último caso, la capacidad artística constituiría un rasgo cultural humano particularmente importante, al estar estrechamente vinculado con la transmisión de información y el contexto social (capítulo 3). La valoración de estos aspectos resulta necesaria, desde mi punto de vista, para tratar el tema que se concreta en el título del libro, y explica por qué el análisis detenido de la documentación arqueológica de las primeras manifestaciones artísticas, incluyendo la de los neandertales y otros homininos del Pleistoceno medio, no se aborde de manera sistemática hasta que estos temas hayan sido tratados.
Más allá de la valoración filosófica y teórica de los temas anteriores, la arqueología proporciona el necesario contrapunto empírico para una discusión que, de otra manera, resultaría excesivamente vaga. Aun siendo verdad que el registro arqueológico apropiado para esta discusión es en extremo reducido, especialmente si consideramos la dimensión temporal a la que corresponde, lo cierto es que en los últimos años se ha experimentado un notable aumento de información y, lo que es más importante, un cambio sustancial en el enfoque con el que se aborda. Para entender lo que queremos decir con esta última frase, basta mencionar la variación que en el último decenio ha experimentado la valoración de las capacidades culturales y cognitivas de los neandertales, de su capacidad para usar imágenes visuales o de su papel en el proceso evolutivo humano, donde se ha pasado de considerarlos una especie absolutamente desvinculada de la humanidad actual a la aceptación de que su huella genética perdura hasta nuestros días. El repaso de los elementos arqueológicos que fundamentan este cambio de visión en relación con el arte visual y la capacidad simbólica, junto con el análisis del contexto teórico en el que se integran, constituyen una parte importante del libro (capítulo 4).
Al final, una vez confirmada la capacidad de los neandertales para crear y usar el arte visual, para tener una cultura simbólica que alcanzó ámbitos tan poco dudosos como las prácticas funerarias o la frecuentación y uso de los medios cavernarios profundos para determinadas actividades rituales, o el uso de adornos, se reflexiona sobre los cambios cuantitativos que se produjeron durante el Paleolítico superior en las diferentes facetas del arte visual (capítulo 5). No hay duda de que, en términos históricos, el arte visual experimentó un cambio y un incremento importantes durante el Paleolítico superior en algunas zonas de Europa. Los datos son inequívocos en el uso de adornos personales o el arte parietal y mueble, con la aparición de las representaciones figurativas. Sin embargo, una rápida mirada al continente africano en esas mismas fechas servirá para entender que al valorar la cultura, los procesos históricos resultan fundamentales. No se trata solo de capacidades cognitivas, sino de tradiciones acumuladas y de la función otorgada a determinados aspectos culturales en distintos contextos sociales. De manera que, al igual que en otros ámbitos de la cultura humana, en el arte visual no existen ni la universalidad ni la sincronía. La contingencia forma parte de la cultura, porque depende de los distintos procesos históricos en los que las sociedades evolucionan.
El punto de partida para contestar a esta pregunta no plantea dudas: nuestro concepto de arte es distinto del que guio la realización de esas obras paleolíticas. Nuestra forma de apreciar las pinturas y grabados paleolíticos que decoran numerosas cavidades del ámbito europeo occidental, particularmente Francia y la península ibérica, está condicionada por nuestra forma de entender el arte, que no se corresponde con la que encauzó su realización y facilitó su apreciación. Dicho esto, queda por responder la parte sustancial de la pregunta ¿es o no arte?, y para dilucidar esta cuestión todo depende de qué entendamos por arte, de qué criterios formales, estéticos o de significación intervengan en su definición. Podemos adoptar dos posiciones: una de carácter restrictivo, en la que limitamos el concepto de arte a aquello que genera una apreciación estética y de significación acorde con nuestra forma actual de entender el arte y excluir por tanto de ella las creaciones de las sociedades no occidentales, o de la prehistoria; u otra más laxa, en la que se desliguen los aspectos formales de los semánticos, aquellos que tienen que ver con la significación de la imagen, y libres del significado nos centramos en la forma y su función comunicativa. En los dos casos se parte de la idea de que la imagen visual constituye una forma de comunicación cuya significación forma parte de un contexto cultural determinado, pero en la segunda se considera que la forma puede ser fuente de apreciaciones estéticas, aunque no responda al criterio clásico de belleza o se desconozca el mensaje transmitido.
Nuestro actual concepto de «arte», o al menos el que ha estado vigente en los dos últimos siglos y una parte considerable de la población todavía mantiene, surgió en la Ilustración y el Romanticismo, y se sustenta en la idea de creatividad e individualidad del artista, o de la exclusividad y originalidad de la obra de arte. En esa época surge la clasificación de las bellas artes, y con ella la idea de que la apreciación del arte se vincula a nuestra capacidad estética y a nuestro sentido de la belleza. Fue en esas mismas fechas cuando surgió la distinción entre arte y artesanía, entendida esta última como una producción carente de originalidad creativa (las artes menores). Bajo esta forma de ver las cosas, el objeto de arte y el objeto funcional se separan, pues a pesar de que determinados objetos pueden ser estéticos en su diseño, no son artísticos, ya que carecen de la originalidad creadora del arte. Se trata de una distinción que resulta muy difícil de conciliar con la valoración de una buena parte de la producción artística de las sociedades paleolíticas y de las sociedades simples en general, y en realidad no responde más que a un concepto estético acuñado en aquella época, asociado a la idea de la inutilidad del arte.
Por otra parte, es obvio que apreciamos el componente estético de algunas obras paleolíticas (no todas, como más adelante veremos), como también apreciamos el componente estético de las obras históricas que preceden al concepto de arte nacido de la Ilustración, o de las que lo suceden, como es el caso de una buena parte del arte contemporáneo.
En la actualidad, existe cierta unanimidad en considerar que la apreciación de la belleza y la apreciación estética son dos cosas diferentes. De igual manera, tampoco se considera que arte y estética sean lo mismo. Sin embargo, no siempre ha sido así y, sin duda, los términos en los que se formuló la definición original de la estética, a mediados del siglo XVIII, han provocado la ambigüedad que en muchas ocasiones acompaña estas distinciones. Los cambios producidos en el arte contemporáneo, con respecto al concepto de arte emanado de la Ilustración y el Romanticismo, hacen que la distinción entre arte y belleza se entienda ahora mejor, especialmente si comparamos el arte contemporáneo con buena parte del arte visual de los siglos XVIII al XX (Danto, 2010). La propuesta de clasificación de las denominadas bellas artes por Charles Batteux en 1746 da buena cuenta del sentido otorgado a la percepción estética en esas fechas, claramente vinculado a la valoración de la belleza y a la imitación de la naturaleza. El sentimiento de placer, como fundamento de la estética y en relación con la percepción de la belleza, ya sea de la creación humana o del mismo medio natural, nos sitúan en un marco restringido de definición del arte que poco se ajusta al que caracterizó la producción visual de otras etapas históricas y otras sociedades distintas de las del mundo occidental.
Si centramos nuestra discusión en el arte paleolítico, con seguridad podemos partir de la idea de que su percepción no estuvo exclusivamente ligada a la experimentación estética de la belleza, ni a la separación del concepto de arte y artesanía. En el corpus de producciones visuales que nosotros agrupamos bajo la denominación de arte paleolítico, conviven lo figurativo y lo no figurativo o abstracto, e incluso este último precede ampliamente en cronología al primero; tampoco resulta evidente la distinción entre los modos de realización o los temas representados en los objetos de uso cotidiano y los que aparecen en el arte parietal, ejecutado en cuevas profundas, en zonas de escaso atractivo para la ocupación, desvinculado de funciones cotidianas. Con todo, en determinadas etapas del Paleolítico superior las representaciones figurativas realizadas en objetos cotidianos están dotadas de tan innegable fuerza expresiva que pueden calificarse, sin exageración, como verdaderas obras maestras.
Es habitual caer en el error de pensar que las imágenes paleolíticas son fundamentalmente de tipo figurativo, de carácter más o menos realista, tal y como se desprende de las obras más reproducidas en los libros de divulgación o síntesis. No es así. De hecho, las primeras realizaciones gráficas paleolíticas no son figurativas, y sus dibujos poco propician la idea de representación de la belleza, como no consideremos en esta acepción el placer que se puede derivar del proceso de elaboración y transformación de la materia, o el que se asociaría a la constatación de la capacidad de creación humana, o a la atracción intelectual que genera la identificación de formas geométricas. En el arte del Paleolítico superior, que abarca unos 25.000 años en Europa, conviven el arte figurativo y la abstracción desde las primeras etapas. El número de figuras o motivos cuyo diseño no da cuenta de realidades físicas y que los prehistoriadores, por comodidad, denominamos «signos», o la multitud de trazos y zonas pintadas que jalonan una buena parte de los espacios cavernarios, sobrepasan con mucha frecuencia las cuantificaciones de los temas de carácter figurativo, formados fundamentalmente por representaciones de animales y humanos, aunque estos últimos ya en mucho menor número.
Pero incluso si nos centramos en las imágenes figurativas o en los signos abstractos más elaborados y complejos, ¿cuál es la razón que nos permite apreciar obras que se han realizado bajo conceptos y fines tan distintos de los nuestros? ¿Se debe a que el sistema perceptivo visual es común y reaccionamos de la misma manera ante determinados estímulos visuales? ¿Es similar nuestro sentido de la belleza al de los creadores de aquellas figuras? ¿No ha cambiado nuestra percepción estética tanto como la significación de las imágenes?
Antes de responder a estas preguntas, que exigen tratar aspectos que tienen que ver no solo con la estética, sino también con el sistema visual y el procesamiento cognitivo de las imágenes, o el papel cultural de las imágenes a lo largo de la Historia, es importante dar cuenta de las dificultades que encierra la definición de «arte».
Numerosos estudios filosóficos dedicados a la definición de arte suelen recurrir a un listado de requisitos que han de cumplirse, al menos en parte, para poder determinar si estamos o no ante una obra de arte. El razonamiento, sin embargo, no resulta especialmente útil si queremos caracterizar el arte paleolítico, ya que parte del concepto actual de arte y asume una universalidad estética escasamente concorde con la idea de que el arte está condicionado por la cultura. Bastará, para entender las limitaciones de estas propuestas, comparar las efectuadas por dos figuras relevantes en este campo de investigación (tabla 1).
No es necesario pormenorizar los requisitos enumerados por estos dos autores para observar que varios remiten al concepto de arte que surge en la Ilustración: individualidad, innovación, experiencia estética o placentera, etc. Tal y como S. Davies (2012) señala, estas definiciones tienen un marcado componente etnocéntrico y no ayudan a identificar al arte como tal, ya que evocan las bellas artes, la estética y la belleza, y profundizan en la separación entre arte y artesanía.
TABLA 1
Comparación de las propuestas de Gaut (2000) y Dutton (2009) sobre los requisitos necesarios para considerar una obra como «arte»
GAUT
DUTTON
posee propiedades estéticas positivas (belleza, gracilidad y elegancia)
provoca una experiencia placentera inmediata y no utilitaria
expresa emoción
está cargado de emoción
es intelectualmente difícil
ofrece dificultad intelectual
es formalmente completo y coherente
atrae especial atención y está fuera de lo cotidiano
es capaz de expresar significados complejos
exhibe un punto de vista individual
expresa individualidad
es un ejercicio de imaginación creativa
es novedoso y demuestra creatividad
evoca experiencia imaginativa
es un artefacto o representación que es producto de una elevada habilidad
muestra habilidad o virtuosismo
pertenece a una forma de arte establecida
exhibe estilo
se asocia a tradiciones artísticas e instituciones
es susceptible de juicios críticos y de apreciación
es el producto de la intención de hacer arte
implica figuración o representación
* El orden se ha cambiado para aproximar requisitos similares.
Aunque la figura del artista pueda aceptarse sin excesiva prevención, siempre que con ese término nos refiramos a aquellas personan que poseen el saber hacer que las capacita para la ejecución de las representaciones más complejas realizadas en las paredes de cavidades y abrigos o en determinados objetos muebles, la originalidad creativa ya no resultaría tan pertinente en la mayor parte de esas producciones. Aunque esta afirmación pueda parecer exagerada, lo cierto es que la escasa variación formal y temática del arte paleolítico europeo durante veinticinco mil años despeja cualquier duda. La innovación casa mal con la amplitud de los ciclos artísticos paleolíticos y con la escasa variación temática y formal documentada durante ese largo periodo.
En ese mismo orden de cosas, las características que Davies propone para que algo sea considerado «arte» son más concretas, pero no acaban tampoco de ser del todo adecuadas si nuestro propósito es incluir bajo esa definición al arte visual paleolítico. Según este investigador, los requisitos para que algo pueda ser considerado «arte» son: que se encuadre en una categoría de arte establecida y públicamente reconocida, que su autor o presentador lo entienda como arte y haga lo necesario y apropiado para que se cumpla esa intención, y que presente una excelencia de habilidad y acabado al dar cuenta de los objetivos artísticos o estéticos. Desde esta perspectiva, las distintas culturas pueden poseer distintas tradiciones artísticas, y es el acabado, la habilidad técnica, la que da cuenta de los objetivos estéticos o artísticos. Sin embargo, estas características no sirven como criterio de diferenciación en un contexto en el que las imágenes tengan por finalidad transmitir emociones que refuercen los contenidos que quieren comunicar, o en un contexto en el que la innovación no sea una meta, ni la excelencia técnica un requisito necesario o imprescindible que deban cumplir las imágenes creadas. De nuevo, como en las anteriores definiciones, el peso de la argumentación recae en la categorización o institucionalización de la producción artística, en los esfuerzos para que la obra se entienda como artística y en la habilidad o el dominio de la manufactura vinculada a objetivos artísticos o estéticos. Da un poco la sensación de que estamos ante un argumento circular: el arte queda establecido en términos normativos, porque se acepta socialmente, cumple unos requisitos formales y de excepcionalidad con respecto a los objetos no artísticos, y se separa de lo cotidiano, salvo que en la definición de arte se incluyan todo tipo de actividades humanas, lo que desdibujaría su singularidad.
Algunas de las ideas que han quedado expuestas en estas líneas precedentes, aunque formuladas de manera muy distinta, pueden verse en la propuesta de definición de arte de Brown y Dissanayaque (2009). Esta última investigadora, tanto en este como en otros trabajos, centra su atención en la función social del arte, señala que no podemos considerar las artes como objetos (pinturas, canciones), cualidades de los objetos (belleza, consonancia), señales de preferencias sensoriales cognitivas o registros pasivos de estímulos sensoriales/cognitivos, sino como el resultado de comportamientos de «artificación», un término que hace referencia a la voluntad de hacer especiales determinados objetos, acciones o cosas que hace la gente. Puesto que según señala esta autora no son las propiedades físicas o estéticas las que definen el objeto de arte, la atención habrá que dirigirla a las emociones que se asocian al arte, insistiendo en que la cohesión social se refuerza mediante el ritual colectivo. Es la dimensión social o colectiva la que facilita el proceso de «artificación», y la apreciación estética sería una de las emociones que intervienen en el sistema cognitivo humano, unida, entre otras, a la emoción que genera la afiliación social.
Si bien es el individuo el autor de las obras de arte, el fenómeno artístico solo tendría sentido en términos sociales, lo cual resulta coherente con la idea de que el arte, en sus diversas facetas, tiene una evidente función comunicadora. Pero cabría argumentar que la función social no puede constituir la esencia del objeto de arte, ya que quedaríamos automáticamente descartados para la apreciación estética de los objetos que han sido producidos en sociedades alejadas temporal y culturalmente de nosotros. Incluso, llevando las cosas a un extremo quizá algo exagerado, nos podríamos cuestionar si podemos calificar de obra de arte un objeto que una vez fabricado no se integrara en el medio social por la razón que fuese. Pongamos el hipotético ejemplo de un artista paleolítico que muriera después de fabricar un objeto de arte y que con su muerte el objeto quedara enterrado hasta que un arqueólogo lo recuperara miles de años después; o que una vez fabricado se perdiera como consecuencia de un repentino abandono del lugar en el que se produjo la obra. Es obvio que el componente social, vehículo necesario para la artificación, no estaría presente en este objeto y, sin embargo, la intención «artificadora» sí que podría haberlo estado en el proceso de diseño y realización. La artificación, la voluntad de hacer algo especial, debe materializarse en el arte visual, tener un componente material, evaluable a partir de la forma y el tema. Probablemente, el objeto sería artístico solamente si fuera capaz de generar una apreciación estética, con independencia del componente social. Dicho de otra manera, no parece muy productivo mezclar la función con la definición del objeto de arte, pues las funciones son distintas según los contextos culturales e invalidarían cualquier acercamiento a objetos artísticos que no fueran resultantes de nuestro sistema cultural. Nuestra experiencia cotidiana nos dice que esto no es así.
Si comparamos los requisitos con los que, desde un planteamiento completamente distinto, el de la antropología del arte, formula R. L. Anderson (1989) su definición de arte, la novedad más importante recae en la importancia que este autor otorga al significado cultural del estilo en la obra de arte. Toda obra de arte deberá corresponder a un estilo que garantiza su significado social; además, tendrá un componente sensitivo, y mostrará una especial habilidad, si bien en este caso puntualiza sobre el hecho de que no se trata de un magisterio como concepto universal, sino que este dependerá del contexto cultural y del medio artístico, y en esa habilidad intervendrán tanto las capacidades manuales como las cognitivas.
Con todo, es K. Coe (2003) quien acota más los requisitos que debe cumplir una obra de arte para ser considerada como tal: que haya sido hecha por humanos, que haga uso del color, la línea o tenga un patrón o forma, y que no tenga otra función que la de atraer nuestra atención. A nadie se le escapará que esta definición tiene la virtud de dar cuenta de la importancia de la comunicación en la obra de arte, ya que cabe pensar que la focalización de la atención no se limita a la forma, sino que incluirá también el contenido, el mensaje que transmite o ayuda a transmitir. Sin embargo, tal y como Davies reflexiona al respecto de esta propuesta, la expresión taxativa «de que no tenga otra función» nos sitúa de nuevo en una posición incómoda cuando queremos valorar los objetos decorados que son funcionalmente activos, numerosos en las sociedades paleolíticas y en las sociedades simples. Esta definición nos vuelve a situar ante esa visión moderna que tiende a distinguir entre arte y artesanía, y considera al primero, en la más pura tradición kantiana, como algo desprovisto de otro valor que el puramente estético, la conocida idea de la inutilidad funcional de la obra de arte.
Aunque buena parte de los especialistas en la historia del arte y antropología estarían de acuerdo con la idea de que para hablar de arte debemos estar ante el resultado de la actividad humana, no faltan quienes cuestionan este planteamiento y consideran que limitar el arte y la apreciación estética al producto de los seres humanos constituye una visión del mundo natural marcadamente etnocéntrica. Los trabajos de R. O. Prum1 pueden ayudarnos a explicar esta forma de ver las cosas. Este ornitólogo de la Universidad de Yale considera que el arte surge a través de un proceso estético que es generalizable a una buena parte de los seres vivos, en gran medida vinculado a la selección sexual, y por tanto no es exclusivo de los seres humanos. Según este autor, el arte consiste, en lo fundamental, en una forma de comunicación que ha coevolucionado con su evaluación, es decir, en un contexto social, y el arte y la estética son consecuencias emergentes de señales de comunicación emitidas por los organismos vivos. Como Prum nos recuerda, la apreciación estética que interviene en la selección sexual fue ya planteada por Darwin cuando defendió su importancia en términos evolutivos. La propuesta, sumamente sugerente al romper con la idea de la exclusividad del comportamiento artístico humano, exige alguna discusión. En primer lugar, el mismo autor insiste en que las experiencias estéticas no pueden valorarse más que en el ámbito histórico de su producción y uso (su evaluación), y por lo mismo lo único que podemos decir es que los comportamientos estéticos del reino animal, generadores de «belleza», constituyen un valor añadido de la apreciación estética humana de estos, pero no coevolucionan con nuestra evaluación. Son nuestra cultura y nuestra experiencia las que nos inducen a la apreciación de estos fenómenos, a la proyección de nuestras preferencias estéticas, a la contemplación de la belleza del mundo, ya sea esta de carácter biótico o abiótico. Sin embargo, nuestra apreciación de esta belleza se desvincula de su evaluación en términos coevolutivos. Apreciamos estéticamente la señal, pero sin que intervengamos en su evaluación, al menos en los términos coevolutivos que resultan fundamentales en la propuesta de este autor. Es nuestra cultura la que favorece la proyección estética de unas señales que nos son ajenas. Bastará un ejemplo para explicar esta idea: el canto nupcial de los pájaros, a diferencias de las llamadas de alerta, ha coevolucionado en cada especie a partir de la evaluación, el juicio estético que de este hacen los receptores de la señal, y está sujeto a las mismas variaciones culturales que se pueden establecer en las variantes artísticas de las sociedades humanas. En esta visión, «las sensibilidades estéticas» no son el simple resultado de los componentes estáticos, biológicos, esencialistas y positivos de la experiencia sensorial, del «cableado» de nuestro cerebro, y cambian porque están «continuamente moldeadas por coevolución por las entidades estéticas de su consideración». De manera que la naturaleza estética es tan históricamente dinámica como la naturaleza del arte, y ambos conceptos, arte y estética, son interdependientes. En todo caso, no está de más insistir que en esta propuesta la apreciación estética de la belleza del mundo animal no constituye más que una dimensión añadida al componente estético del rasgo que es objeto de la apreciación humana. La valoración estética del color del plumaje y la melodía del canto de determinadas aves, o los colores y dibujos de las alas de las mariposas, los aromas, formas y colores de ciertas flores, o cualquier atributo físico o comportamental esgrimido por los seres vivos, si han de entenderse como señales vinculadas a la selección sexual o la reproducción, se restringe evolutivamente al ámbito social o natural en el que surgieron esas señales comunicativas.
En segundo lugar, el problema de la propuesta de Prum no está en la aceptación de las capacidades estéticas en el juicio de los animales no humanos, sino en considerar que los atributos físicos o fenotípicos que evolucionan de estos juicios estéticos puedan ser considerados arte. Estética, belleza y arte constituyen tres términos que se intercambian con facilidad en este discurso y su diferenciación resulta indispensable para no caer en contradicciones epistemológicas insalvables. Baste por el momento señalar que resulta muy forzado considerar como arte los colores del plumaje de las aves, la forma de las cornamentas de determinados mamíferos o el croar de las ranas en los periodos de celo. Volveremos sobre este tema al tratar específicamente la necesaria distinción entre estética y arte, por mucho que ambas estén correlacionadas; así como de la ambigüedad del concepto de belleza según lo consideremos en términos sexuales o como un atributo artístico.
La pregunta puede parecernos artificial, pero resulta importante tanto en relación con la definición del arte paleolítico como por sus implicaciones en la valoración del origen evolutivo del arte. Como veremos en el capítulo siguiente, uno de los grandes inconvenientes para la consideración de que la capacidad artística sea el resultado de una adaptación está, precisamente, en la amplitud de manifestaciones o creaciones que abarca el término arte. Ya se ha indicado que este trabajo se limita a la valoración del arte visual, pero otros tipos de producciones artísticas han estado también presentes a lo largo de la historia y probablemente su arranque debió de ser tan temprano o más que el del arte visual. La música, la danza, la narrativa de ficción, por no citar más que las más comunes documentadas etnográficamente en las sociedades simples, son formas artísticas cuya valoración es obligado separar del arte visual, pues implican la activación de sistemas perceptivos diferentes y su capacidad comunicadora es muy diversa y distinta de la del arte visual. Por otra parte, como se ya se ha indicado, el concepto y uso del arte ha ido variando a lo largo de la historia, y resulta necesario precisar en cada etapa cuáles son sus características y su función social. Existen dos posibilidades a la hora de enfrentarse a la variación del arte visual: especificar en cada caso cuáles son las características que atribuimos a cada tipo de arte u optar por establecer una definición de arte tan amplia que en ella quepan todas las variaciones posibles en términos diacrónicos y regionales. Esta última opción se acompaña, bajo el término de «Estudios de Arte Mundial», no solo de la incorporación en su objeto de estudio de todo tipo de artes, con independencia de su cronología y situación regional, sino del enfoque globalizador y comparativo con el que se aborda su estudio (van Damme y Zijlmans, 2012). Y a diferencia de los estudios clásicos de la historia del arte, la novedad estriba en su carácter multidisciplinar, con la incorporación de la antropología, la neurociencia y la filosofía, entre otras disciplinas (Onians, 1996).
Después de lo expuesto creo útil rememorar una repetida frase de Gombrich (1997):
en realidad no existe nada semejante al Arte. Sólo hay artistas. Antaño eran hombres que cogieron un puñado de polvos de colores y garabatearon las formas de un bisonte sobre las paredes de una caverna… No hay problema en que llamemos a estas actividades arte siempre y cuando tengamos presente que esa palabra puede querer decir cosas diferentes en épocas y lugares diferentes y seamos conscientes de que el Arte con mayúscula no existe. El Arte con mayúscula se ha convertido en una especie de espantajo o de fetiche.
A pesar de que hay quienes han considerado esta afirmación de manera crítica, al apuntar que tan problemático como el término arte lo es el de artista, que se arropa en el principio de creatividad individual surgida de la Ilustración (Shiner, 2014), lo que Gombrich nos dice es que no se puede abordar la definición del arte desde un planteamiento esencialista; es decir, que existen tantos sentidos ligados a la palabra como situaciones históricas y culturales contemplemos. Según Gombrich, somos nosotros los que podemos decidir qué denominamos o no «arte», y él personalmente opta por proponer «definiciones de izquierda a derecha», idea que toma de Popper y que implica, simplemente, explicitar qué es lo que se considera arte en cada ocasión. Lo importante es darse cuenta de que la noción de arte está determinada culturalmente, y que lo realmente significativo es que a partir de un determinado momento se produjo la creación de imágenes en las que la forma fue tan importante como su función comunicadora (Gombrich y Eribon, 2010).
En los últimos decenios se ha debatido intensamente sobre la pertinencia de denominar «arte» a las imágenes visuales estudiadas por prehistoriadores o antropólogos. Sin embargo, justo es reconocer que hoy día ese debate ha perdido vigencia como consecuencia del amplio uso de este término por los especialistas de estas disciplinas. Se trata, tal y como han propuesto Mendoza-Straffon (2014) o Lorblanchet (2017) al referirse al arte paleolítico, de adoptar un concepto tan amplio de «arte» que permita incluir todas las prácticas de arte visual a lo largo del tiempo y del espacio, un concepto no limitado por nuestra forma de entender el arte, asociado a la belleza o la originalidad. En los mismos términos, van Damme y Zijlmans consideran que el término arte puede usarse como un término paraguas que permita captar de manera concisa la propensión universal a transformar los medios visuales para atraer la atención de los espectadores, a través de la forma, el color y la línea, así como a través de los temas, significados y emociones que pueden comunicar o provocar esos estímulos.