La mirada triste de un perro - Juan Martín-Mora Haba - E-Book

La mirada triste de un perro E-Book

Juan Martín-Mora Haba

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Beschreibung

Sandra nace tres días antes de morir el dictador en un pueblo no lejano de la capital. Es ella misma la que cuenta lo que acontece en sus días, desde que recuerda, hasta la actualidad, afincada en otro pueblo mucho más cercano a la ciudad, al que se ha trasladado al casarse. Su historia está jalonada de personajes curiosos, con sus propias peculiaridades, avivando sentimientos dispares. La vida de Sandra no ha sido nada fácil, sintiendo la necesidad de narrar sus vivencias, confiándoselas a una amiga reciente, surgiendo esos momentos de complicidad.

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Imagen del autor realizada por Foto Iferga

Edición eBook: junio 2023

La mirada triste de un perro

© Juan Martín-Mora Haba

© Éride ediciones, 2019

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-80-9

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por; Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Juan Martín-Mora Haba (1944) es un escritor ciudadrealeño, que busca el acierto al narrar de manera atractiva aquello que está a la vista de todos, pero dándole aspecto de novedad, haciendo interesante lo corriente.

Es autor de «Los días y las noches en La Casa Grande» (Éride Ediciones, Madrid 2013), «Ahora no puede ser, que todo fue nada» (Éride Ediciones, Madrid 2014), «Cómo ser escritor y no morir en el intento» (testimonial) (Éride Ediciones, Madrid 2015), «Ahora me puede quitar las bragas» (Éride Ediciones, Madrid 2016), «A la sombra del maestro 21 escritores se pavonean» (homenaje coral) (Casa Ruíz-Morote Editor, Ciudad Real 2019). En esta ocasión, llega a interesar con la lectura de la obra más coral, entrañable y creíble, creada hasta el momento: «La mirada triste de un perro».

Te cuento

Soy María Alejandra, aunque todos los que me conocen me llaman Sandra. Tengo justo esa edad en la que ya todo se ha curtido en mi dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual, haciéndome fuerte, porque la vida me ha ido mostrando, a mi paso por ella, episodios suficientes para que así sea.

Me advierto llena de impresiones, que quedan en el ánimo por los sentimientos notados tiempo atrás, además de las señales en mi cuerpo después de curadas las heridas físicas, recordándome que las cosas que sucedieron en mi pasado fueron reales y de esa manera me vienen a la memoria, a cada momento, cuando formo ideas en la mente de ese tiempo que ya no existe, salvo en algún lugar, donde se guarda toda la información, buena y mala, sobre los recuerdos de vivencias pasadas. Y entre esa memoria de lo que palpita, hay recuerdos de antaño, que adornan los pensamientos de hogaño.

Son las siete de la mañana. No hace mucho que me he despertado, aún así mis sentidos se encuentran totalmente despejados y dispuestos para advertir cuanto me proporcione el nuevo día. Estoy en mi nueva residencia, donde vivo desde hace algunos años. Se trata de un municipio cercano a la ciudad, a la que me gusta ir y estar muchas veces, aprovechándome en ella de lo que no tenemos en el pueblo, mientras otros de allí, se han construido sus viviendas aquí, por la cercanía. Unos y otros damos presencia humana a las calles y razón de existir a la carretera, yendo y viniendo, como hago yo por diversas circunstancias, de manera rutinaria y a diario, incluso varias veces en el mismo día.

De las ciudades son muchos, aquellos que andan buscando la escapada a los pueblos cercanos, mientras los que vivimos en ellos, queremos estar cerca de esas ciudades para muchas cosas, entre otras, notarnos más libres de las miradas de vecinos y conocidos, que por ser menos que en los núcleos de poblaciones más densas, nos conocemos todos, para bien o para mal, según la intención benévola o maliciosa de cada persona y sus influencias más cercanas. La oportunidad de un cambio de ambiente nos hace más saludables por dentro y por fuera, siendo motivo de especulaciones orales para los que nacieron y piensan morir en el mismo sitio.

El día se ha presentado nublado desde las primeras horas del amanecer, como hacía tiempo que no pasaba, deseando días de agua. Estamos alegres, porque esas nubes vienen descargando la esperada lluvia, a su paso, en estos primeros días de un mes de julio precedido de una primavera seca y muy calurosa. De tal manera que la razón nos ha venido sugiriendo proporcionar agua al cuerpo, porque la vida se nos podía ir por los poros de la piel, casi sin percatarnos de ello.

A esta hora de la mañana la temperatura aún es soportable, incluso agradable, suavizada por la oportuna precipitación, liberada de lo alto en forma de agua, aliviando el sofoco de estos días.

El ambiente me impulsa a contar mi propia historia, escribiéndola, mientras veo a través de la ventana a la gente resguardándose debajo de los paraguas, pasando por delante de mi casa camino de los quehaceres tempraneros de un pueblo, que madruga por su dedicación a lo rural, la concurrencia a los asuntos relacionados con los servicios de la ciudad, y en definitiva a todo aquello correspondiente a la propia vida y sustento de la gente. También madrugan otros, no mediatizados por las obligaciones, haciéndolo por pura costumbre, para luego almorzar y esperar, haciendo poco o nada, a que el día se despida cambiando la luz natural por la de las farolas.

En el momento en el que escribo esto sobre mi cuaderno, no dejan de verse transeúntes ocupando las aceras, pasando por delante de la puerta de mi casa, volviendo sobre sus pasos del bar cercano, donde han visto en televisión el anuncio de las fiestas de San Fermín, acompañados por el sonido inconfundible, que tintinea en el local, mientras le han dado vueltas con la cucharilla al primer café de la jornada, previo a su encuentro con la obligación. Luego, a las doce, algunos de ellos y otros más, volverán a ver el chupinazo, dando comienzo a la fiesta concurrida y bulliciosa, conocida mundialmente por el afán de escritores, junto al empeño de la gente común.

Esas imágenes sirven para rememorar los festejos del pueblo en el que estoy, que fueron a primeros de abril, dejándolo posar después, hasta finales de este mismo mes, cuando se celebre el día de Santiago

Apóstol. En ambos casos, el pueblo y las personas que vivimos aquí, nos engalanamos luciendo nuestros mejores aspectos, siendo espléndidos.

Pero el aliciente auténtico del chupinazo televisado será al día siguiente, cuando tradicionalmente tiene efecto el primer encierro de los bravos acompañados de los mansos, corriendo por las calles entre los mozos, hasta llegar a los corrales de la emblemática Plaza de Toros de Pamplona, en la que serán lidiados esa misma tarde, para satisfacción de la numerosa afición, aún en la lejanía de los del pueblo y sus confinantes, en los que celebran sus particulares festejos a finales del mes siguiente. A mí no me atrae la muerte del animal, pero tampoco voy a enseñar las tetas manchadas de rojo, en señal de protesta y solicitud de la abolición de la fiesta.

En mi caso, y según lo siento personalmente, me fascinan, atrayéndome, las fiestas de los pueblos pequeños y no tan pequeños, que siguen conservando su esencia, según el testimonio de la gente mayor, quienes guardan un buen recuerdo. Esas fiestas en las que todos nos conocemos, pero también sabemos recibir a los forasteros, gustosos visitadores en esos días, en los que nos pellizcamos los sentimientos de alegría.

Debo aclarar y apreciar, que el pueblo en el que vivo ahora, tiene un estimable número de personas, dando muestras de latidos, por sus calles y en sus viviendas, llegando a ser unas tres mil almas, significando ser algo menos de los que habitan aquel otro pueblo en el que nací y me desarrollé, conociendo muchas de las cosas que ahora sé y de las que luego, más adelante, hablaré según las vaya recordando, aunque solo sea como dice mi madre al revivir aquel pasado que juega con su memoria:

—Por eso sucede, que a veces recuerdo, por ejemplo, lo que siento de algún atardecer en particular, hace muchos años, pero no recuerdo nada concreto de lo que aconteció. Parece como si todo hubiese desaparecido, quedando la emoción, y ese sentimiento permanente en mí, aunque no sea capaz de reproducir la imagen que la provocó. Entonces me doy cuenta de haber dado pequeños giros a la realidad, aliviándome y diciéndome:

—¡Qué más da a mi edad, si ello me hace feliz! ¿A quién le puede importar, sino a mí misma? No voy a hacer otra cuenta —es lo que me pregunto y reconozco, reproduciendo esas palabras pronunciadas por mi madre, en otro momento.

Pero sin necesidad de fijarme ahora en alguno de esos dos lugares, —el pueblo en el que nací o en el que vivo— en este mes de julio y el siguiente, cuando los días son más largos, en cualquier lugar surge una fiesta por diversos motivos, siendo uno de ellos, simplemente porque hay que mitigar el calor y al atardecer la gente sale a la calle, más que en los meses pasados del invierno, incluso los de la reluciente primavera.

Festejamos, porque cualquier lugar tiene su momento oficial para hacerlo, marcado por la tradición, y también, porque nos apetece salir de nuestras casas y juntarnos, además de tener una inclinación sana de pasarlo bien, en compañía de quienes les gusta compartir su presencia, junto con sus risas y buenos ratos.

No nos resistimos a celebrar lo que sea, con una fiesta, que nos llene de alegría.

Igualmente, en la capital de la provincia se hacen manifiestas unas importantes cantidades de actividades, aunque en este mes se sufran las temperaturas abrasadoras de este punto de la tierra, invitando al remojo en las piscinas y el refugio en locales donde el protagonista sea el aire acondicionado y, por supuesto, también cualquier lugar donde la sombra alcance su manifestación más espesa, prolongándose hasta el momento del sol dormilón y la luna curiosa.

A pesar del calor dominante, la Semana de la Historia transita y ocupa las calles de la ciudad, haciendo que la vida no pare en ellas. El propósito, parece ser, abandonar la tristeza de otros tiempos, convirtiéndose en pasajero, transeúnte de corto recorrido, a bordo de un trenecito turístico informativo, para conocer el patrimonio y el porqué de algunas de las cosas, que se van observando durante el trayecto.

En algún momento se puede sentir, como yo lo siento algunas veces, el impulso o la llamada, para subir al cerro situado a pocas leguas, donde hubo gente asentada desde muy antiguo, teniendo lugar una batalla en los tiempos del siglo XII, siendo derrotados los cristianos, en aquella ocasión, que lo ocupaban.

Pero con el paso, de no mucho tiempo de aquella pérdida, concretamente diecisiete años después, un rey llamado Alfonso, el octavo de su dinastía con tal nombre, puso empeño en su recuperación. La fortaleza dominante del cerro se asienta dentro de una importante muralla perimetral, conociéndose por los trabajos arqueológicos realizados, que abarcaba veintidós hectáreas.

En ese punto elevado del paisaje, denominado con un nombre de origen árabe, se encuentra el parque arqueológico, que nos recibe con lo que allí queda y lo que de él se sabe, para rememorar lo que sucedió durante la época medieval y, antes, en tiempo de los Íberos, haciéndose evidente durante la visita, a través de los vestigios restaurados, con hallazgos recientes sobre la Edad de Bronce.

Hace pocos años, en el momento oportuno del mes de junio, vengo asistiendo a la recreación, que no me pierdo, de aquella gran batalla, en la que, los de la media luna, se hicieron con el poder sobre la zona, predisponiendo al rey Alfonso VIII de Castilla para la gran Batalla de las Navas de Tolosa, llevada a término cuando el calor más impedimentos pone al desarrollo de la fuerza, quedando marcada la victoria cristiana en la fecha memorable del 16 de julio de 1212.

Según se lo oía decir a El Pensador, cada vez que le preguntaba, allá en el pueblo de mi nacimiento y procedencia, de cuya persona y sabiduría hablaré más adelante, aquella batalla, al frente de la cual se encontraba Alfonso VIII de Castilla, fue librada junto con las tropas aragonesas de Pedro II de Aragón, las navarras de Sancho VII y las portuguesas de Alfonso II, contra el ejército numéricamente superior del Califa almohade Muhammad an-Nasir en las inmediaciones de la localidad jienense de Santa Elena, recuperando a su paso, desde su partida y hasta llegar a ese punto, todo aquello que se había perdido tiempo atrás, con el penoso coste de muchas vidas, junto a la sangre derramada sobre la extensión del terreno de confrontación bélica, en el empeño de recuperación de algo. De ahí, por tanto campo teñido con el líquido vital derramado, la Cruz de Calatrava cambió su color, de negro original a rojo, como el líquido brotando de los cuerpos de aquellos combatientes, en cada enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, y la pena del doloso coste en seres humanos tendidos sobre la tierra durante aquellas batallas campales.

Pero también, y al margen de la conmemoración de esos importantes momentos históricos, desvelando los orígenes del lugar, para los que se interesan en saberlo, además de los curiosos, surgen la música y otras actividades, se asoman a los paisajes de las calles muchas más diversiones fiesteras, como la flor de la verdolaga, o la petunia, al igual que lo hace a diario la flor de los pericones, abriéndose al llegar la puesta del sol y permaneciendo así hasta la mañana siguiente, momento en el que se cierran, salvo a finales de otoño que permanecen abiertas todo el día, especialmente en los días nublados, presuponiendo a la vista de quienes las observan, que lo realmente molesto para ellas, es la luz del astro.

A la vista de esas y otras muchas cosas, todo esto me lo tomo como un aviso para celebrar el día, porque la vida de los pericones es opuesta a la mía, aunque en alguna ocasión me permita vivirla como la flor de variopinto color, si el motivo lo merece, renaciendo una y otra vez, guardando algunas de sus semillas de color negro, para poderlas volver a sembrar, porque me gustan y me recuerdan el colorido de mis años pasados.

Mientras el comportamiento del tiempo presente sea el que es, celebraré la buena mesa y la reconfortante siesta, porque el cuerpo lo aconseja y a mí me apetece el culto de tales placeres, sabiendo que quienes no pueden hacerlo, nos envidian. Buena mesa, siesta y ¡viva la fiesta!, con la remuneración del trabajo, para poder celebrarlo.

Son meses en los que la mayoría fijan en ellos sus vacaciones. El gran recreo para los niños, además de los jóvenes y gente mayor; incluso de los ancianos, entonan los ambientes languidecidos de los meses pasados del invierno, mejorados por una primavera de frutos brotando y mostrándose, además de romerías de convivencia. Las calles se vuelven a llenar de seres vivos, aumentando el ruido y rumor que causa la concurrencia de más almas de lo habitual, alegrando la vida con su presencia, saliendo del cansancio del ánimo originado por falta de estímulo o distracción.

En ese tiempo, las personas tienen ganas de hacer o participar en algo, llamando la atención de los lugares cercanos y lejanos, atraídos por el festejo, la convivencia familiar y la tranquilidad, que no proporcionan las ciudades donde el destino les ha enviado buscando una mayor oportunidad de trabajo, diferente al que se puede conseguir en el pueblo y también, a veces, por otros motivos. Así, mientras julio pasa, agosto se prepara.

Me encanta el aire entrando por mi ventana con olor a lluvia, llenándome de ese placer, que me acalla y me entretiene tanto como para cerrar los ojos y dejarme llevar, escuchando el sonido del agua cayendo mansamente de las nubes, burbujeando al posarse sobre el contenido de la piscina, en mi patio interior, olvidándome de la gran sequía en sus primeras manifestaciones. Cuanto más evidentes son esas burbujas al posarse, más lluvia habrá luego, según he oído decir desde siempre, haciéndose cierto sin saber por qué, no habiéndolo preguntado nunca.

Además de esos sonidos en los que ahora estoy pensando y sintiendo, aquí, en el pueblo, el silencio se convierte en algo normal, dejando que fluyan los recuerdos, queriéndolos dejar fijados con palabras, sobre las páginas de mi cuaderno, anotando mi vida pasada y presente, junto a quienes han intervenido en ella, estando aún frescos en la memoria, que tengo presente, de todo acontecer ocurrido mientras iba creciendo y entendiendo cada vez mejor, al tiempo que la vida me iba enfrentando a nuevos acontecimientos, llevándome a la condición de ser cada vez más fuerte, ante los hechos y también las circunstancias, muchas veces ajenas a mí.

No muy lejos, más allá de la reja, que protege los cristales de mi ventana mediando el alféizar, sobre el que poso alguna de mis macetas, distingo un árbol, viendo la belleza de sus hojas y la hermosura de su grueso tronco, dando sombra a un rincón de la plaza, teniendo claro en mis pensamientos, cada vez que lo miro, que lo verdaderamente importante está en sus raíces, haciendo de ello una traslación de un mundo real a otro figurado, aplicable a mi vida.

Hace un rato, antes de aposentarme en el salón, andando descalza por la hierba menuda y tupida que cubre el suelo alrededor de la piscina, revisando mis plantas he notado algo debajo de mi pie derecho; la sorpresa fue extraordinaria. Se trataba de mi anillo de compromiso, dado por perdido desde hacía tiempo, pero también despertó mi atención la presencia de una pequeña mariposa, que en su vuelo mostraba un espléndido color violeta, al desplegar las alas, posándose muy cerca de mis pies; tan cerca, que pude observarla con atención, admirándola detenidamente. Y recordé, que cuando era niña, en el pueblo en el que nací y crecí, he visto muchas mariposas por los jardines, de flor en flor, y entre la vegetación de las orillas del río, fijándome en ellas, persiguiéndolas. Ahora no recuerdo haber visto una de un color tan llamativo como la que ha venido a visitarme esta mañana, mientras conseguía sacar de entre el césped la joya perdida. A lo mejor, eso es un anuncio de cambios interesantes en mi vida, pensé. ¿Llorarán las mariposas, también? —me pregunté—. Ojalá que no —desee.

Mi llegada al mundo

Antes de trasladarme al pueblo, donde he fijado mi nueva residencia, hubo ese otro en mi vida, en el que se establece mi procedencia, como ya he mencionado levemente, por lo que puedo decir, que soy de dos pueblos diferentes, de la misma provincia, en cuya capital tenemos esa oportunidad para que nuestro peculio prospere, aunque sea con el esfuerzo personal, tanto mis padres, mi hermano y yo misma, habiendo pasado por más de una mudanza.

—¿Cuántas mudanzas has vivido tú? —le pregunté a mi madre, no hace mucho.

—Las mudanzas son ese pequeño acto que pasa desapercibido pero esconde un cambio en nuestras vidas, que según el motivo que nos lleva a realizarlas, a veces será para bien, y otras veces sucede que son para mal, pero siempre es un cambio. Se deja atrás un cajón de recuerdos y se abre delante una puerta de esperanzas. El hecho en sí no dice nada, el trasfondo es la clave de todo. La mayor parte de las veces se hacen por ir en busca de la felicidad y de enterrar malas experiencias, que del mismo modo, son necesarias para encontrar la alegría en la vida —suspiró, posiblemente empujada por los hechos pasados, y siguió diciendo:

—No quiero saber los tropiezos que llevo acumulados, ni tampoco me importa, porque las cosas del corazón, ni se cuentan, ni se evalúan y ni se recuerdan —me respondió averiguando en su ánimo, que aquello florecía de su interior, como el cogollo blando, flexible y fresco de una hortaliza, cobijado por las hojas de verde intenso, que salen del mismo troncho, conservando la palidez y la ternura.

Recuerda mi madre, que aquel día de noviembre, en el que me pareció bien salir de su vientre, la temperatura ambiental era alta, poco normal para ser ese mes del año, en el que el otoño empieza a declinar. Aquello ocurriría en la ciudad cercana a nuestra primera residencia, en la que habían decidido que naciese por ser mejor para ambas, renunciando al parto casero, eligiendo el centro hospitalario.

Ese episodio, realmente fue circunstancial, porque yo, sentimentalmente pertenezco a mi pueblo desde el primer momento, figurando en él registrados al detalle, lo concerniente a mi nacimiento, con la correspondiente identificación de quienes atendieron al parto otoñal.

Ella, mi madre, repasa el momento, y lo cuenta algunas veces diciendo que acudió para ser atendida en mi alumbramiento con un vestido de manga corta, cubriéndose con poca y ligera ropa, mencionando, cada vez, el color y forma de la prenda, como si fuese la envoltura más importante para ella en aquel acto, al que quería comparecer con una presencia respetable, según decía, pero no le dio tiempo a comprarse algo nuevo, propio de embarazada, tan abultada ya, aunque tampoco encontró el adecuado, a pesar de su empeño buscándolo, porque ella para vestirse siempre ha sido, y sigue siendo, muy especial.

Las horas previas de mi llegada a este mundo se hicieron largas, especialmente para ella, y también para mi padre, que esperaba en el pasillo inmediato al paritorio, dando inquietos paseos, de punta a punta, marcando la distancia más larga del recorrido que podía hacer, limitada por la pared contrapuesta.

Posiblemente, en cada paseo pensaba que el itinerario más largo, posterior a mi llegada, debería ser la vida, envejeciendo llegado el momento, muy lentamente, casi sin notarlo, contemplando mi desarrollo.

Cuando más cansado estaba de dar pasos sin más destino ni meta que el espacio libre de aquella planta del centro hospitalario y después de haberse aprendido todos los detalles de las paredes, suelos, puertas; incluso las luces del techo, se encontró con una enfermera arropándome y sosteniéndome. Y sin más, me puso a su amparo, lo justo para que sintiese la emoción de ser el responsable, junto a mi madre, de traerme a este mundo.

Conmigo, acunándome en sus brazos, mi padre se resistió a devolverme a la enfermera, siendo él mismo quien me llevó, dejándome cuidadosamente en la cuna, al lado de la recién paridora, que ya esperaba en la habitación, descansando, pasando a ser observada por los dos, con especial atención, tratando de administrar la emoción que sentían. Él, mi padre, no se atrevió a besarme, apreciando mi frágil belleza, cogiendo una de mis delicadas manitas de porcelana fina, observándome embobado.

Habría que ver la cara de bobo que, según mi madre, se le puso a mi padre conservándola durante todo mi crecimiento, según sigue diciendo ella para que nos riamos, cuando estamos juntos.

De ese momento, mi madre cuenta lo que le dijo la enfermera, que le había oído decir a mi padre mientras me miraba con atención, cuando me llevaba en sus brazos, con la delicadeza de ser portador de lo más frágil que había conocido, hasta ese momento, poniendo la misma atención y miramiento con el que trataba a mi madre, acariciando mi rostro con un sentimiento de cariño entrañable, tal como lo hacía con ella:

—Te tengo que querer por nada, y por todo a la vez.

Mi madre sonrió amorosamente y se guardó para sí la exclamación, hasta que me lo refirió pasado el tiempo, un día que estábamos solas. Y aquello me sirve para seguir queriendo a mi padre, sin más. En realidad, los quiero a los dos, por igual. Soy consciente de que mi existencia es cosa de ambos, porque de la nada no puede surgir un todo ordenado. Ambos han puesto lo suyo en mi realidad.

Cansadas las dos de estar en aquella habitación de hospital y después de tres días recibiendo visitas para conocerme, a primera hora de esa mañana, se empezaron a oír rugir los cañones del cuartel de los soldados, con asentamiento en la capital, disparando salvas, propagándose el sonido por toda la ciudad. De esa manera, la gente supo de una cesación o término de la vida; lo que en el pensamiento tradicional, es la separación del cuerpo y el alma, dejando a las personas inertes.

La muerte se había llevado con ella a quien ocupaba el más alto cargo del Estado, que en principio fue mientras durase la guerra de 1936, pero que se prolongó en el tiempo, hasta aquel mismo momento en el que yo, ya me había acostumbrado al sabor de la esencia de vida, que salía de las dos fuentes, que me ofrecía la que me parió, cada vez que yo lo demandaba con gritos desaforados, porque me lo pedía las ganas de vivir en un mundo que se preparaba para cambiar.

En el calendario quedó marcado para la historia, como destacado, el día 20 de aquel mes de noviembre de 1975, tres días después de mi nacimiento. Ahora eso es otra cuestión, que atraería la atención general, de la que el tiempo y los especialistas en historia, se preparaban para contar y continuarán refiriendo largamente y en detalle, aunque en el ánimo de mucha gente predomine la sensación del olvido, pero lo que se ha guardado en la memoria con duelo, ella se encarga de devolverlo alguna vez.

Una mujer del pueblo llamada Carmen, que tenía cinco hijos, haciéndose acompañar por su vecina Mercedes, sin dudarlo ni demorarse, subiéndose al primer autobús que iba del pueblo hasta la capital, para luego coger un tren hasta Madrid, con el fin de plantarse en las filas formadas para pasar al Palacio de Oriente, donde se encontraba el difunto de cuerpo presente, expuesto para que la gente le rindiesen su homenaje personal. Ellas, colándose con los hijos, como pretexto para no esperar haciendo cola, se plantaron delante del embalsamado inerte, para ver si ese hombre, que había matado a muchos de sus familiares, estaba muerto de verdad, considerando las dos, que el General yacente había dejado de serlo, pasando al estado de los sin títulos, como el resto de cualquier mortal, aunque pareciese que la multitud deseaba continuar con la forma de regir una nación, aún teniendo un rey en representación, pero con las leyes dictadas.

Las dos, con sus hijos, se quedaron unos días en Madrid, acogidas en casa de un familiar de Carmen, apañándose de cualquier manera, en el espacio de una vivienda no preparada para tanta gente. Carmen, se empeñó en no volver al pueblo, hasta que aquel hombre no estuviese debajo de la pesada losa de su tumba.

Esa mujer, Carmen, murió demasiado joven. Tan solo tenía cuarenta y tres años de edad, dejando una importante y tremenda ausencia en la familia, pero sobre todo en sus hijos. En vida ayudaba a todo el mundo, incluido el cura del pueblo, empeñados ambos en sacar de la droga a los que habían sido atrapados por sus largas, potentes y afiladas garras, por lo que se disipaba la sospecha, sobre sí, de ser contraria al Régimen Franquista, guardando en su interior y en silencio sus pensamientos de rechazo, sin dar alimento al rencor manifestado por otros, en contra de lo que les había tocado vivir, junto al duelo por lo perdido.

Los papeles del abuelo

Del hecho de mi día de nacimiento me queda como referente histórico, que aquello ocurrió tres días antes de la muerte del dictador, según se hizo público, reforzado por lo que cuenta mi madre de algo importante como fue, que una noche después del día en el que nos dieron el alta médica, estando ya en casa una semana, mi abuela nos reunió bajo la premisa justificada de cenar juntos, para celebrar mi venida al mundo de los vivos.

Al final de aquella conmemoración del acontecimiento, cuando estaba la mesa recogida y tomando café, acompañado de unos pasteles variados, que mi abuela había mandado a mi madre a buscar a la Pastelería La Manchega, situada en la capital, que eran los que más nos gustaban a todos, mi abuela puso a la vista de los que allí estábamos un tocho, de esos a los que los estudiantes le llamaban también ladrillo.

Era un manuscrito del abuelo, guardado celosamente entre otros muchos más, dentro de una maleta de viaje, asegurando el contenido con cinchas de cuero negro, viejo y gastado, y dos cierres metálicos, franqueables mediante la llave correspondiente, que la abuela guardaba en su pecho, pendiente de una cadenita colgada a su cuello, o en el rincón de un cajón de su escritorio. Aquella maleta, la tenía apartada de la vista de todo el mundo, en el lugar más insospechado, detrás de los cacharros de la cocina, tras una puerta camuflada y oscura, de un color mate indefinible.

Las hojas de papel de color crudo y cubiertas de algo de polvo, ocultas dentro de la maleta, formaban un volumen cosido con un cordel por el margen superior izquierdo, eran una de aquellas historias escritas de puño y letra, por el hombre admirado por mi abuela, contando episodios tormentosos de su época, haciendo clara referencia a su periplo lesivo, sufrido de cárcel en cárcel, por mostrar un sentimiento partidario hacia el pensamiento libre en una sociedad, que según él, debía ser igualitaria para todo el mundo, primando el conocimiento y la cultura en general, a través de la enseñanza en los colegios, sin encubrir la realidad, ni manipulación partidista.

A partir de aquel momento, algunos de sus hijos ejercieron indagaciones con el propósito de hacer público aquellos trabajos testimoniales, pacientemente y con sigilo creados, esperando con ello la divulgación general de lo que otros se habían afanado en ocultar o tergiversar.

Pasarían varios años sin resultados positivos, hasta que, según he sabido ahora, El Pensador se interesó por conocer aquellos episodios creados a mano, en prisión o cualquier lugar, encontrando entre esos papeles muchos relatos sin un aparente orden, a veces incompletos, pero realmente interesantes, cargados de alma, sentimientos, tiempos oscuros y también de esperanza, en contraria disposición a la opresión de su tiempo. Estaba clara la vocación de aquel hombre por dejar testimonio de lo vivido, además de lo fabulado en los momentos de más aflicción o disgusto.

El afán por ocultar aquellos manuscritos, al considerarlos peligrosos para el pensamiento libre de las personas, fue lo que despertó en El Pensador, el empeño por desvelarlos, ordenándolos primero, y organizándolos por volúmenes, que después de un largo tiempo de trabajo, pudo ser presentado a un grupo editorial, comenzando la publicación, cuando estaba cercano el siglo veintiuno, continuando en la actualidad su divulgación periódica. Las historias del abuelo empezaron a tener vida, por fin, gracias al celo de la abuela por guardarlas, como el más valioso y entrañable recuerdo que poseía del hombre con el que había querido adornar y compartir su vida, una década antes, de lo que no pensaban podía suceder en su país, no deseándolo.

Para mi abuela resultaba particularmente duro leer las narraciones de los momentos angustiosos en los que, el abuelo, se encontraba a la espera de ser fusilado al día siguiente, según se le anunciaba y, sobre todo, la ocasión en la que estuvo delante del paredón, pero sin saber por qué, pospusieron la ejecución.

De aquel acto sin explicación, dejó latente en sus escritos, que aquello no le alivió, sino que le sumió en una permanente angustia, considerando que en cualquier otro momento podrían apartarle de la vida, simplemente por pensar en la libertad de su voluntad, sin intención de imponerla, sino desearla para el mundo desalentador y atenazador de su tiempo, sufriéndolo en primera persona.

Mientras pasaban los días, el abuelo se sobresaltaba cuando oía los disparos, poco después de aclarar una nueva jornada, acabando con la vida de otro compañero de penuria, encargándose de hacerle llegar una misiva a su familia, de contenido sombrío y profundamente triste, a la dirección que le había dicho en algún momento de confidencias, en previsión de que le quitasen la existencia cualquier amanecer de aquellos días.

Llegó un momento en el que no sabía si aquellas detonaciones al amanecer eran un alivio del malvivir diario o un tormento destructor del ánimo por conseguir la libertad, en el momento menos esperado.

Aquello tendría su fin, pensaba. Y a pesar de todo, ese final, lo imaginaba en positivo, no tardando mucho.

Una buena parte de la preocupación del abuelo, era la de tener noticias alentadoras de la familia, señal de supervivir a las calamidades, pensando que bastantes tenía ya él, pero ocultándoselas. Ambos, mi abuelo y mi abuela, se guardaban la verdad, no haciendo más dolosa la situación de cada uno, dentro y fuera de la cárcel, pero cada cual con su carga de amargura, disimulada por el amor.

Mi abuela, entre otras cosas fundamentales, también se ocupaba en que no le faltase el papel y los útiles de escritura necesarios para que dejase constancia de su tiempo mediante sus narraciones, pensando que así él encontraría alguna levedad en su encierro. Y hacía bien, porque aquello era casi su única manera de pasar los días en aquellas circunstancias. Lapiceros, plumillas y tinta, formaban parte del hatillo depositado en la mesa del cuartillo de guardia para su inspección, antes de dárselo al prisionero. Si en esas idas y venidas había suerte, la dejaban verle unos minutos, observando que, a pesar de manifestar estar bien, su aspecto decía algo en contrario.

Poco después de la toma de posesión de un nuevo director de prisiones, el abuelo fue puesto en libertad por una serie de recomendaciones de personas influyentes cercanas a la familia, pudiendo hacer presión a su favor, obrando en positivo el hecho de haber transcurrido bastante tiempo desde su encarcelamiento por haberle considerado peligroso, únicamente por el pensamiento, pero no por la acción.

Estuvo lloviendo toda la noche precedente a la salida de la cárcel y continuaba haciéndolo aún en aquella mañana, en la que se abría el hueco por el que podía caber una persona, en el gran portón de doble hoja, de la prisión. Afuera, alejados del recinto, le esperaban mi abuela y sus hijos, excepto el pequeño, que se había quedado en la casa asomado a la ventana, observando la lluvia, embelesado con las burbujas, que formaban las gotas al caer sobre los charcos, formados por el agua acumulada en los bordes de las aceras y las irregularidades de la calle.

Cuando el abuelo llegó hasta ellos, le rodearon con los paraguas, abrazándole, dejando las palabras y las emociones para cuando se encontrasen en la intimidad de la casa que le estaba echando de menos y donde era notable su hueco y el calor de su presencia, durante su ausencia, celebrándolo con el guiso de cuchara preparado por la abuela desde primeras horas del amanecer.

Una vez sentados todos alrededor de la mesa, lo primero que dijo el abuelo, fue:

—Quiero vino. Quiero un vaso de vino, lo mejor atinado en su elaboración, de ese que tenéis escondido en alguna parte de la casa, para un momento como el presente.

La abuela se levantó y erguiendo el cuerpo, se alejó de la mesa medio andando, medio saltando, medio bailando y canturreando algo, sobre no sé qué vino alegre. No tardando, volvió con una botella en la mano, que cambió por la jarra de agua presente sobre la mesa, retirándola al mueble auxiliar. Después de pasarle un paño a aquella botella oscura y cubierta de polvo, dijo:

—Este vino ha estado guardado desde tu ausencia. Es el mejor que tenemos en casa; es de la última cosecha, antes de enredarse las cosas. Lo guardé con la esperanza de tener algo bueno que celebrar con su caldo. Si no llegas a decir que querías vino, la habría olvidado por la emoción de estar nuevamente juntos celebrando este momento, aún con el temor de no hacer demasiado ruido, para no despertar envidias, que nos vuelvan a señalar con intenciones poco o nada amables.

El abuelo tomó el vaso con el vino servido por ella, y de manera parsimoniosa, sin dejar de mirarlo, se lo llevó a los labios bebiendo despacio, como si quisiera obtener todos los sabores del fruto cosechado, su tiempo de maduración, las manos que lo seleccionaron, pensando en las de la abuela, que en ese momento observaba atenta, con los ojos humedecidos y la cara chispeante. Cuando dio ese primer trago, levantó el vidrio y dijo:

—Esta es la sangre derramada por todos los combatientes, junto con las lágrimas de los represaliados y las de aquellos a los que nos queda el amargo recuerdo de ellos, pero no sus vidas, que de ahora en adelante tendremos que conciliar entre nosotros, los seres libres.

Esas palabras las pronunció recordando las misas a las que tenían que asistir en prisión para ser mejores hombres, redimidos de sus terribles pecados, tales como tener pensamientos opuestos a lo que se les quería imponer mediante el adoctrinamiento persistente, porque lo importante era creer en Dios y las cosas de la religión, y no leer tanto otros libros, no estando bien escribir, según qué cosas. Al oírlo la abuela, se sobrecogió, llamando la atención a su marido, haciéndole ver, que a pesar de estar en libertad, aún no era un ser de libre expresión.

Aquella noche, todos descansaron envueltos en una extraña serenidad, que a veces interrumpía el dulce sueño, excepto el abuelo, al que le costó bastante dejarse llevar por el estado placentero de la inacción o suspensión de los sentidos y de todo movimiento voluntario, extrañando su colchón y la presencia de la abuela a su lado, notando el reconfortante calor de ella, frente a las noches frías en la soledad de su celda de la cárcel. Al apagar la luz, le parecía escuchar las pisadas del carcelero de guardia y las quejumbrosas manifestaciones de sus compañeros dolientes, enfermos, hambrientos, sollozantes, pensando en un nuevo amanecer con la esperanza de novedades alentadoras. Mientras, a la abuela le pareció estar rememorando aquella primera noche de bodas, en la que dos cuerpos que se amaban podían estar juntos, compartiendo legalmente la misma cama, viviendo bajo el mismo techo de un hogar, creando en ellos la sensación de seguridad y calma.

La liberación del abuelo, fue fundamental para reorganizar la familia. Se recompuso físicamente, pero no en su estado de ánimo cuando era vigilado atentamente a propósito de sus escritos; esos, que la abuela decidió poner a salvo, ocultándolos eficazmente, antes de ser requisados y destruidos, en cualquier visita de inspección al domicilio familiar. La aflicción fue minando su estado quejumbroso, maltrecho por su tiempo de cárcel, dando al traste con su vida, muriendo en paz y sereno, cuando parecía verse algo de esperanza de cambios en la nación.

Fueron pocos los años en los que la abuela y sus hijos pudieron disfrutar de su presencia. Hasta ese momento, él era feliz con cualquier placer sencillo, venido de la familia, los amigos y de la vida, fuera de las tristes y mugrientas paredes del encierro. Aquel corazón padecido, cansado y sufrido, dejó de latir con las pocas luces de un día gris oscuro, volviendo a quedarse la familia sin su presencia. El consuelo para ellos fue, que por fin, el abuelo llegó a ser completamente libre, en ese estado en el que se es pura conciencia o, tal vez, energía universal.

Mi desarrollo

Cuando empecé a tener conocimiento del mundo al que había venido, ya se volvía a comunicar la gente libremente, pudiendo hablar de política, candidatos a elecciones, derechos laborales y sociales, entre otros asuntos, que no se pudieron tratar públicamente durante mucho tiempo anterior a mi nacimiento, haciéndolo en cualquier lugar a escondidas, para poder disipar el temor a ser escuchados por alguien, que les produjese un quebranto, más allá de la diversidad de opiniones encontradas o discutidas en distintos tonos de voz, pero con tolerancia.

En el pueblo contaban con un nuevo alcalde, que a diferencia del anterior, había sido elegido por votación libre de los propios vecinos con derecho a voto, entre las candidaturas presentadas, cuya opción casi todos conocían, no siendo tan difícil adivinar quién sería el que tomase el bastón de mando en el municipio, a pesar de la cantidad de partidos políticos surgidos, no conocidos anteriormente ni de oídas, añadidos a los que habían sido suspendidos y vueltos a la legalidad, después de sobrevivir a una dictadura de muchos y largos años, reuniéndose en la clandestinidad, siendo perseguidos y represaliados, considerados como los mayores enemigos del Régimen y de La Patria.

Ese alcalde ocupó el puesto, poniéndose al frente de esa primera Corporación democrática de 1979, cuando mis cortos cuatro años no daban para saber de tales cosas, que los mayores empezaban a apreciar, enredándose en debates abiertos, sin callarse nada, aunque en algunos mandase la prudencia, evitando encuentros no deseables, destinados a desaparecer, mediando el entendimiento moderado de unas personas con las otras.

La gente en general, al contemplar que ya se podían dirigir al alcalde directamente, empezó a demandar cosas nuevas para el pueblo de manera insistente y cada vez con más exigencia y premura. Él iba tomando nota de todo, pero ante la insistencia de los vecinos, decía:

—Lo que no se ha roto de repente, no se puede pedir que se arregle ya mismo, cuando los que debieron no lo hicieron.

Cuando alguno de los concejales le solicitaba una contestación urgente a alguna de esas peticiones, le decía:

—Antes de dar una respuesta apresurada a una exigencia, déjalo que pose. Ya estudiaremos la urgencia entre las peticiones que nos llegan y el dinero del que podemos disponer. Mucho pedir, mucho pedir, pero luego no querrán una subida de los impuestos, que es de donde sale el dinero para hacer todo lo que dicen, que tenemos que hacer. Pero si hay algún valiente dispuesto a asumir el riesgo de un negocio, que aporte beneficios al pueblo, bienvenido sea. A ése hay que ponérselo fácil, estudiando bien, no obstante, el proyecto, antes de dar nada.

Con el paso del tiempo, los vecinos fueron viendo cómo aquel alcalde y los que le sucedieron, iban atendiendo a sus demandas, mejorando el pueblo conforme a la voluntad de sus habitantes. Aquel primer alcalde salido de las urnas en las primeras elecciones municipales de la Transición, después del franquismo.

Pero todo eso era todavía muy nuevo y tendría que madurar, como yo. Era cuestión de años y buena voluntad, después de tanto tiempo de tinieblas. Las luces irían iluminándolo todo para bien, poniendo en claro muchas de las cosas del panorama pasado.

En la renovada España, empezaron a abrirse aquellas ventanas encajadas, para que el paisaje devolviese la claridad a las casas y calles de los pueblos y ciudades de todo este país adormecido, manso, tolerante y con pocas funciones de libertad, pero con ansias ocultas por conseguirla. Aquello que a muchos le parecía raro, como la legalización del Partido Comunista, entre otros asuntos, empezó a respirar aires de normalidad y conciliación entre las personas de buena voluntad.

En principio era necesaria una nueva norma importante. Así, el día 15 de octubre de 1977 se promulgó en España la Ley de Amnistía, entrando en vigor a su publicación en el Boletín Oficial del Estado el 17 de ese mes y año, surgiendo los abrazos ocultos y presos.

A partir de ese tiempo, aquello necesitaría algunos pasos que dar y muchas acciones de buena voluntad, con el fin de llegar a un razonable reparto, asumiendo la pluralidad de opiniones e ideales, algunos rancios y otros que irían surgiendo, a pesar de considerarlos buenos unos, y no tan buenos los otros, pero en cualquier caso, destinados al entendimiento y una razonable convivencia, pasando de ser enemigos sin batalla, a rivales buscando prosperidad, incluso poder rodear con los brazos a alguien considerado adversario y enemigo de la Patria, como muestra de afecto y perdón, pasando al entendimiento.

Los que lucharon por aquello durante el franquismo, siendo represaliados, encarcelados; incluso sufriendo castigos físicos, volvieron a ver luces de libertad, sin guardar rencor, regresando a sus casas para trabajar por algo nuevo.

Volvió a oírse y airearse la voz de los poetas vivos, muertos, ocultos, desterrados y exiliados, con la prudencia en las palabras como las de Antonio Machado, al decir: «Para dialogar, preguntad primero;después... escuchad».

En ese periodo en el que aconteció lo hecho en momentos que ya han pasado y hasta llegar al presente, son muchas las cosas que me han ocurrido al empeñarme en hacerlas. La mayoría han sido para no aburrirme, otras para protegerme, y buena parte de ellas buscando lo que bastantes niñas sueñan, pero pocas consiguen, y si creen haberlas conseguido, luego se dan cuenta que son quimeras, sucediendo generalmente tarde, o muy tarde, pero nunca en el tiempo suficiente como para poder volver a empezar con el equipaje de lo aprendido, si se tiene el valor de levantarse y, sin gemir, vivir algo nuevo, sintiéndolo por sí y en sí, sin miedo a lo desconocido, sabiendo dónde poner sus intenciones, para que nadie las vuelva a pisotear nunca más en su vida, habiendo aprendido a qué saben las lágrimas.

En mi caso, es como si ahora buscase aquello que antes no supe apreciar, pasando sutilmente por encima, a pesar de haberme salido al paso muchas veces, muchos días, incluso años; tantos como los que tengo acumulados desde que empezó a contar mi tiempo de vida en este mundo, envueltos en dulces recuerdos, y otros amargos.

Yo era una niña muy guapa de cara y agraciada figura en general; como una rosa rosada, símbolo de pureza e inocencia. Desde el principio y, sobre todo, cuando comenzó ese espacio de tiempo que incluye toda la duración de mi adolescencia, los chicos del pueblo no me dejaban en paz, persiguiéndome en cuanto salía a la calle. Por eso, y ante tantos pretendientes insistentes y empecinados, empecé a salir con uno de ellos. Él era tres años mayor que yo, fijándome en su figura, posiblemente pensando en mi protección, frente a los demás.

No hacía mucho tiempo había dejado de creer en los Reyes Magos, observando, que a mis amigas les traían muy buenos regalos, siendo los míos modestos y pocos. La diferencia evidente, es que ellas eran de familias con rentas heredadas. No me importaba porque todos jugábamos a lo mismo; con juguetes o no, aunque mi caja de lapiceros de colores solo los usaba yo en los momentos de soledad desarrollando mi capacidad artística, además de la imaginación. Por eso, cuando acababa un dibujo o me cansaba de pintar, escribía aventuras nuevas en mi diario.

Aquel muchacho espigado, tenía diecisiete años y yo hacía muy poco que había cumplido los catorce.

Fue, cuando sin apreciarlo, todo empezó a pasar muy deprisa, aunque mi atolondramiento no lo notaba.

Me faltaba mucho aún para darme cuenta, que abriendo los ojos se aprendían las cosas más y mejor, que abriendo la boca. Pero, en realidad, todo empezó a complicarse el día que dejamos de saltar sobre los charcos, porque nos manchábamos las vestiduras de los domingos y festivos.

No obstante, el paso de los días se me hacía largo por esa lejanía de la mayoría de edad, deseando llegar a cumplirla para hacer todo aquello que hasta entonces no me estaba permitido, por los de mi casa y la propia sociedad, en la que me manifestaba públicamente. El tiempo me parecía como una apisonadora que venía a comerme, queriendo dar el salto a ese momento en que ya podía imponer mi propia voluntad, según me parecía.

De manera natural, los cambios se iban sucediendo constantemente. Sin embargo, hasta ahora, cuando ya soy mayor, no me he dado cuenta del todo, a pesar de haber perdido el recuerdo lejano de la venta de leche, de casa en casa, trasportada en cántaros de zinc. Pero no me olvido del cuartillo, como elemento de medida más pequeño, de aquella primera acción de la mañana, junto a la compra del pan, en el propio domicilio o mediante la visita a la lechería y la tahona del pueblo.

A esa edad, anterior a la marcada para ser adulta, considerando que había llegado a la plenitud del crecimiento y desarrollo, me parecía que un año era un tiempo eterno, pensando que nunca iba a hacerme mayor. Ahora, sin embargo, me parece todo lo contrario, celebrando cumpleaños, como si el anterior hubiese sido ayer mismo.

Aquella primera relación duró hasta que cumplí los diecinueve años. Y sin que nadie me hubiese enseñado nada en el amor, porque nadie es maestro en ello, sino que aprendemos por nosotros mismos, luego, como si algo nuevo surgiese a mi alrededor, me di la oportunidad de salir y conocer a otro tipo de gente, olvidando por completo aquel compromiso prematuro de la adolescencia, que me había tenido apartada de los juegos propios de esa edad, en la que se hacen los amigos para siempre, como prolongación de la convivencia en el colegio, antes del Bachillerato.

A partir de aquel tiempo, continué viviendo mi desarrollo como mujer hecha y derecha, como decía mi madre, sin ninguna atadura. Fue entonces cuando me enamoré locamente de Richard Gere, sintiéndome como Julia Roberts, a partir de haberles visto juntos, en la película Pretty Woman. No era una cosa exclusivamente mía, sino compartida con otras chicas de mi misma edad, pero yo me sentía una mujer bonita, en particular; tan bonita y afortunada como Julia, al creerme libre y poder elegir el prototipo de hombre guapo, que imaginé saliendo de la pantalla del cine, en la ciudad, para conquistarme a mí, y yo a él. A pesar de que en realidad aquello era una quimera irrealizable, pero capaz de llenar mis momentos de fantasía, lo percibía así, junto a la música de Madonna, Witney Houston, y la propia banda sonora de aquella película, además de otras, saliendo de la radio, del cine, los conciertos de las fiestas; incluso de las orquestas y discotecas.

Cuando irrumpió en el panorama musical Alejandro Sanz, comenzaron a cambiar mis gustos, atendiendo más a lo cantado en mi idioma, porque de las canciones en inglés no llegaba a enterarme en su totalidad, aunque sí en lo esencial. Lo que decían aquellas letras, me lo tenía que traducir mi amiga, la hija de El Pensador, que había estudiado el idioma con más atención que yo, practicándolo durante un año sabático, en una ciudad de Inglaterra, cuyo nombre no recuerdo, en la que apenas había españoles, viéndose obligada a comunicarse en la lengua del lugar, para entenderse entre las personas. Durante ese tiempo, tuvo que cubrir sus necesidades trabajando en el servicio de habitaciones de un hotel modesto.

A finales de aquellos años fui a un concierto del guaperas rubio mejicano, Luis Miguel, en la Plaza de Toros de las Ventas, de Madrid. A partir de ese evento, que me resultó maravilloso, me persiguen sus boleros y su biografía personal, que me conozco al detalle.

En la realidad de lo cotidiano, tuvieron que pasar tres años sin desear ni pensar tener ningún nuevo compromiso, a pesar de haber días en mi vida, en los que necesitaba un abrazo; tener a alguien cerca, notándolo.

Cuando llegué a cumplir los veintiún años, conocí al que es el padre de mis hijos, casándonos con aquella ilusión, tan natural, de formar nuestra propia familia. A partir de ahí empezó a caminar mi suerte en otro sentido más auténtico, en principio.

Fue entonces cuando me pareció entender, que la culpa de todo la tenía Wald Disney, por hacernos creer que las chicas éramos unas princesitas y nuestra opción en la vida era encontrar un príncipe, que ahora sé que no existe. Por eso, he llegado a pensar que no son los príncipes los que me vendrán a rescatar, sino que en realidad debo ser yo misma el amor de mi propia vida, sin necesidad de tener que ser rescatada de nada, por ninguno de esos personajes de cuento, que cuando era niña, pensaba en ellos como si fuesen reales. Eran pequeños cuentos, pero no cuentos pequeños, los que adornaron mis años de desarrollo.

No pasaría mucho tiempo, cuando la vida se me fue presentando con episodios tormentosos, unos tras otros, que referiré más adelante, porque ahora no siento apetencia y sí, más bien rechazo, por repasar ese tramo de circunstancias amargas.

Ahora, sí puedo avanzar, que con el paso de los años he aprendido a ser feliz estando sola, comprendiendo que hay vida más allá de cualquier hombre sin la pesadumbre del rescate, siendo más la suerte de una buena compañía, que nos complemente a los dos. Pero tampoco me gustaría vivir el resto de mi tiempo en esa carencia de alguien a mi lado, aunque en algunos momentos necesite estar en ese lugar desierto o tierra no habitada, conformándome con algo así, como dice mi hija cuando se siente agobiada por los demás o, incluso, por mí misma, con el celo puesto en su educación y las tareas y estudio, correspondientes al colegio: ‘mi rincón de pensar’. Y es que, los recuerdos y los hijos, nos hacen mayores.

Antes de aprender a ver la realidad del después, tenía toda mi viva complacencia puesta en ese día, en el que nos juraríamos, ante la familia y los amigos, querernos para siempre en aquella ceremonia prevista, de unión en matrimonio, en la misma iglesia donde fui bautizada.

Desde que hablamos de boda y fijamos la fecha del enlace, me empeñé en mi ajuar pero, sobre todo, en elegir el vestido de novia más adecuado. Fueron tres meses los que me pasé visitando tiendas de novias de la capital, yendo y viniendo desde el pueblo, una y otra vez, probándome un modelo, y otro, y otro más; muchos más, hasta dar con el que me pareció más apropiado. Y no conforme con ello, se me ocurrió ir a Madrid, por si allí encontraba algo que me sorprendiese, regresando con la cabeza echa un lío y los pies doloridos, de tantos pasos dados sobre las aceras de esas calles, que parecen recibirte con todo, para confundirte aún más.

Fue más cerca, en la capital de mi provincia, después de visitar todas las tiendas especializadas, donde vi y me probé, uno a uno, la variedad de modelos que tenían, consiguiendo, por fin, llegar a la decisión de quedarme el que me pareció el más bonito y el que encajaba mejor con mi figura. Curiosamente, después de tantos establecimientos visitados para llegar a una conclusión, fui a decidirme por el primero de todos los vestidos en los que me fijé, en la primera tienda a la que fui, eligiéndolo finalmente. Si no hubiese sido por mi indecisión, me habría ahorrado todo ese tiempo empleado en buscar algo, que a primera vista ya era la prenda ideal, desde el momento en el que me llamó la atención, nada más verlo en el escaparate, sintiéndome bien luego, al probármelo, una vez adaptado a mi figura.

Aún me pregunto por qué perdí tanto tiempo dando vueltas, mareando a mi madre, que me acompañaba en todo mi periplo, cargada de una paciencia a prueba de una hija tan indecisa como yo.

Cuando llegó el momento esperado, con la esperanza de cuyo cumplimiento parecía especialmente atractivo como lo deseaba, me puse esa prenda tan bien elegida, llena de fantasía en mi cabeza, sintiendo viva complacencia y dispuesta a vivir el gran día; el que pensaba sería el más importante de mi vida.

La ilusión me hacía estar nerviosa, tratando de no olvidar ningún detalle. Me sentía como si la vida me llevase en volandas, deseando ir a alguna parte donde no hubiese estado, aunque en realidad me daba igual. Cualquier sitio era bueno si me llevaba él, ya casados, sin más que disfrutar de un viaje que se hace único e inolvidable. Tenía que concentrar toda mi vida en muy poco tiempo.

En mi locura por lucirme entre los que estaban junto a mí, mientras me preparaba, y ya con el vestido ajustado a mi figura, empecé a danzar locamente por la casa, hasta que el vuelo de la prenda quedó enganchada con una pequeña llave, puesta en la cerradura de la portezuela baja, en el mueble del salón, rasgándose la tela por la parte más fina.

Alguien dijo, que aquello era un mal augurio. Mi madre se apresuró a ponerle remedio con sus finas manos de costurera, mientras una agorera presente entre la gente de la casa, se interesaba en informarme, que debería ir, si no en ese día, otro, pero sin dejarlo, a ver a la señora Rufina, que sabía de conjuros para quitar el mal de ojo, las culebrillas y otros males, que podían traer maleficios.

Yo no estaba para tonterías de esas. Me preocupaba el aspecto de mi atuendo, prestando toda mi atención a lo que estaba haciendo mi madre para reparar el roto y el disgusto que nos estaba produciendo.

La agorera continuó fantaseando con aquello de la llave que había desgarrado la prenda, anunciando que podía significar la desgracia de un matrimonio sin poder abrir la puerta del dinero, destinado al pozo de la amargura y hundido en la miseria de los desheredados, desde el mismo momento de la unión de la pareja.

—Si el matrimonio se va a celebrar por la Iglesia, ¿cómo puede caernos esa maldición encima? —

preguntaba yo, sin que mi ilusión se viniese abajo por la mala predisposición del vaticinio de aquella mujer, manifestado por una creencia popular ancestral, negativa.

—Bueno, bueno. También está el demonio para defender su posicionamiento como príncipe de los ángeles rebelados, espíritu que incita al mal, y al mal hay que invitarlo a alejarse de nosotros —decía ella, queriendo llevar la razón, frente a mi razonamiento.

En aquel momento, La Blasa, sacó de su bolso el rosario del que pendía un crucifijo de tamaño importante, parecido al que dejan ver sobre sus hábitos algunas comunidades de monjas cuando salen a la calle, recordando ahora unas que visten de color marrón, dando comienzo al rezo, dirigido por ella, con el fin de poner fin al maleficio.

Según vaticinó La Blasa, al comienzo del oratorio coral, aquello siendo verbalizado por todos los presentes, desharía el mal de la pobreza, que quedaría totalmente conjurado con la ceremonia posterior, en la Iglesia, según aseguraba la buena mujer, que se dirigía con palabras aprendidas, a la Divinidad, rezando con los ojos cerrados, apretándolos.

Después de su particular ritual, la agorera se apartó desairada y malmirada, desapareciendo de aquel entorno de felicidad y nervios latentes, ante la proximidad de la unión formal, que iba a tener lugar, y la fiesta posterior, estando todos los protagonistas y los invitados dispuestos a disfrutar, con la ilusión envolvente del acontecimiento, colofón de agotadores preparativos desde meses atrás.

En ese momento de sosiego, La Blasa dijo:

—Esto ya está. No va a pasar nada malo —y dicho eso, se fijó en mí, mirándome de arriba abajo, por la delantera, la trasera y en derredor, añadiendo:

—Por detrás, pareces un Viernes Santo. Por delante, una fiesta de fin de año. Lo que quiere decir, que te acompaña la solemnidad y la alegría alrededor, que rompe cualquier maleficio. Además, a mi me dijo en una ocasión El Pensador, sabedor de muchas cosas, que nunca hubo brujas, aunque sí hubiese Inquisición para perseguirlas. Por eso, decía conocer a gente diciendo tener la cabeza muy bien amueblada, mientras él usaba los muebles para otra cosa, tal como se justifica por parte de los que los fabrican. Según él, eran personas sin argumentos para exponer, contrarios a la razón.

Era notorio y conocido por la gente, que La Blasa sacaba adelante su vida de viudedad prematura, con la responsabilidad de mantener a los de su casa haciendo, para su venta y beneficio como ingresos necesarios, todo tipo de repostería tradicional demandada, no solamente en el pueblo, sino principalmente en la ciudad, donde lo industrial estaba ganando el mercado a lo hecho en las casas, con las fórmulas y la precisa elaboración saludable, aprendidas de sus mayores.

Dos veces por semana, La Blasa se desplazaba a la capital con los encargos que le hacían, además de lo que podía cargar, volviendo al pueblo libre de peso, con la faltriquera llena de billetes, y con más peticiones para próximas visitas, afianzando una clientela importante.

El desaliento y añoranza