Los días y la noche en la casa grande - Juan Martín-Mora Haba - E-Book

Los días y la noche en la casa grande E-Book

Juan Martín-Mora Haba

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Beschreibung

A través de Sofía se produce ese entronque entre Cantabria y La Mancha. La primera, reflejada a través de sus recuerdos y, la segunda, viene a conformar su vivir diario como ama de cría, revelándose como una buena contadora de leyendas y cuentos a su auditorio infantil, haciendo mágicos esos momentos. Doña la Asunción, la señora de la casa, se arroga para sí la encomienda de mantener la coordinación de todo lo que suceda o afecte a su casa, sus bienes, pero por encima de todo y fundamentalmente, a las personas. Nicomedes es hacendoso, rudo, noble y, especialmente una especie de filósofo rural, planteando pensamiento y pareceres que hacen despertar, entrar en reflexión a quienes le atienden. Inés María, hija de doña Asunción, viene a poner ese tiempo de colores, alegría e ilusiones nuevas a su tiempo. Finalmente, la amistad entre dos niños, que crecen juntos, reciben las semillas de sus antepasados, desarrollando sentimientos nobles.

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Edición eBook, mayo 2023

LOS DÍAS Y LAS NOCHES EN LA CASA GRANDE

© Juan Martín-Mora Haba

© Éride ediciones, 2023

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-82-3

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A las mujeres de mi vida:

mi madre, mi hermana, mi mujer, mis hijas y mi nieta.

Y también a mi padre y mis hermanos. Por ser quienes han dado sentido a mi vida. GRACIAS

No hay más parecido con la realidad que los párrafos datados, históricamente descritos y recordados.

Los personajes que conforman el cuerpo de lo que a continuación se narra son fruto de los caprichos del autor, al igual que sus situaciones.

Cualquier parecido o semejanza con hecho o acontecimiento real, no es sino pura coincidencia.

Los recuerdos

Hoy, después de muchos años, Jesús ha vuelto a ver una de esas mariposas que cada primavera surcaban el aire de campos, jardines, patios y corrales de su niñez. A pesar de ser un insecto lepidóptero muy común, hacía mucho tiempo que no se había hecho efectiva, para él, su presencia. También podría ser que no se hubiese percatado de su vuelo en esas primaveras pasadas, de las que no recuerda haber observado ese paso de crisálida a volandera de la vistosa especie. Puede que, tal vez, la transformación de la ciudad no diese ya cabida a la bella mensajera de la estación más fecunda en la naturaleza que le rodea.

Pero ¿por qué al cabo de tanto tiempo había vuelto a pasar ante sí aquella, tan hermosa, papillo hector cuando el verano está finalizando? Ha estado tratando de obtener una razón en su pensamiento durante todo el día. Sin embargo, cuando horas más tarde, poco antes de ponerse el sol, volvió a tener ante sí la presencia de otro ejemplar de la misma especie, el hecho, lejos de no darle importancia, cobró interés, intrigándole. ¿Sería la misma mariposa que había visto horas antes, rondando el mismo lugar? No, era una de la misma especie, pero de otro tamaño.

Jesús convino en hacerse todas las preguntas del mundo, porque aquel insecto era la mariposa de su niñez, que con el tiempo pasaría a ser la de su adolescencia, refugiándose más tarde en ese lugar en el que se atesoran los recuerdos más entrañables e íntimos: los que raramente se dan a conocer.

Y le vino a la memoria Rubén Darío:

«¿Fue en las islas de las rosas, en el país de los sueños, en donde hay niños risueñosy enjambres de mariposas? Quizá».

Era una de las mariposas que cada año volvía a cazar y disecar, pasando a formar parte de su colección, junto a otras de distintos colores y tamaños, al igual que hicieran una buena parte de los compañeros de colegio. Por tratarse de un ejemplar muy común, pero bella, resultaba imprescindible para cualquier entomólogo aficionado, capturándola cada nueva primavera, a la primera oportunidad que surgía.

Quien más, quien menos, hacía su acopio de fragmentos de minerales, gusanos de seda, restos fósiles… Desde luego, mariposas y otros insectos, junto a los cromos que venían con las tabletas de chocolate o los que se compraban en el quiosco de Paco, «el hombre de los pajaritos».

Paco era conocido así porque a las horas más concurridas de gente camino del mercado, se situaba al pie de la acera, en una de las cuatro esquinas de más afluencia, con una o dos jaulas. En una de ellas, dos canarios, en la otra, periquitos, también otros dos, que a cambio de una perra gorda, cogían con el pico un sobre, de entre los muchos que asomaban a través de las rejas de alambre, en cuyo interior había una nota escrita de puño y letra, con una especie de vaticinio que los pajaritos hacían a quien participaba en su juego.

Paco había inventado posiblemente la «pajaromancia». Desde luego, de una manera distinta a la de las artes adivinatorias que otras culturas y pueblos de la antigüedad practicaban observando el vuelo de las aves, de las que posiblemente no tendría conocimiento. Solo actuaba conforme a lo que su imaginación le dictaba, con un fin determinante: sacar adelante a una familia, como lo haría cualquier vecino de aquella ciudad, de una manera u otra. De ese modo, todo el que en su casa supiese escribir, dedicaba buena parte de su tiempo a reproducir esas predicciones.

Al lado derecho de la entrada principal al mercado, construido en los terrenos de lo que fuera un huerto, Paco tenía su pequeño pero aprovechado quiosco, donde vendía y cambiaba novelas y tebeos, además de despachar la prensa diaria, revistas, fascículos, chucherías… Mientras estaba con los pajaritos, era su mujer la que atendía a los clientes, en aquel habitáculo construido con material barato, sin grandes pretensiones, pero efectivo para el fin pretendido. Estaba sola por poco tiempo, porque a Paco se le agotaban enseguida los sobres.

Acudían especialmente las mujeres, entusiasmadas y fascinadas por las predicciones de aquellas notas que los pajaritos elegían al azar. Llegaban prestas en cuanto Paco se hacía cargo de su emplazamiento matutino habitual, al que se presentaba a temprana hora, solicitando orden y concierto ante cualquier conato de discusión por el turno que les correspondía, ávidas por llegar a tiempo de conseguir su sobrecito de la suerte. La escasez de conocimientos, alimentos y dinero, parecía que hacía inclinar a la gente a creencias en las que encontrar algo de alivio, además de las que la Iglesia se encargaba de difundir, serenando las almas con las cosas de Dios. También, otros hacían llegar esa perra gorda a los pobres, aunque alguno de aquellos simulaban serlo, poseyendo más que los que daban, manteniéndolo oculto, y los que podían dar realmente, lo hacían en menor cuantía que los primeros. También, otros daban lo justo, conforme a lo que poseían, recibiéndolo aquel que en justicia lo merecía. Sin embargo, se pensaba que era más honrado aquel que rechazaba cualquier donativo, si no era a cambio de un mérito objetivamente sentido que no le dejase la conciencia con alguna culpa.

En aquel tiempo, ya llegaban a su fin los años cuarenta, dando comienzo a la década de los cincuenta, y Jesús, aunque seguía vistiendo con pantalones cortos, calcetines blancos y zapatos lustrados los domingos, usaba guantes de lana y pasamontañas en los crudos inviernos, le cortaban el pelo al cero, calzaba alpargatas de loneta con suela de esparto en los sofocantes veranos. Había experimentado un notable desarrollo en estatura y le iba quedando menos para los exámenes de ingreso, previos al inicio del Peritaje Mercantil, como lo hicieran, en su momento, sus hermanos mayores.

Muchas de las imágenes habían sido repuestas a los altares, y salían en procesión, especialmente en la Semana Santa, nuevos grupos escultóricos en sustitución de los que habían desaparecido en el pasado enfrentamiento civil, gracias a la generosidad de aquel pueblo que, aun sin tener, daba en colaboración con el comercio y, en general, gente de toda condición, conforme a su grado de piedad y afinidad con lo sagrado.

A partir de ese momento en el que a Jesús se le había aparecido aquella mariposa, comenzaron a sucederse multitud de recuerdos encadenados de tiempos vividos, otros conocidos y aprendidos, a través de testimonio de antecesores, a los que él había prestado su atención en cada instante, almacenándolos en su memoria casi sin darse cuenta.

Toda la actividad que se desenvolvía a diario alrededor del edificio del nuevo mercado, tiempo atrás, vino al presente de Jesús con la máxima frescura.

Andaban ya los años cincuenta. En la zona próxima a la entrada principal de aquel edificio de abastos, se instalaban los charlatanes, que vendían cualquier cosa, dando la sensación de que aquello era poco menos que una ganga.

—¡A las cinco primeras personas que compren esta vajilla, les regalo esta manta de matrimonio y además esta otra de viaje! —así iba añadiendo artículos, poniendo mucho énfasis y persuasión en sus palabras, aquel vendedor de cualquier mercancía al uso de la época.

El trovador, con su soniquete, contaba historias de un bandolero, de unos amantes o algunas otras, cargadas de intriga, con muerto por medio y final feliz, señalando con un puntero las viñetas correspondientes a su relato en el gran cartel desplegado, pendiente de un trípode.

—¡Esta es la historia, señores! —comenzaba diciendo, y continuaba con su lírica, rimando cuanto contaba.

Al lado del hombre de los pajaritos, andaba Hilario con su bombo alargado de chapa camuflada con pinturas de llamativos colores, lleno de barquillos, descansando sobre el suelo o colgado en bandolera, ofreciendo la oportunidad de conseguir su degustación a cambio de jugarse unas perras a la ruleta emplazada sobre la tapa, siguiendo las normas del propietario de aquel casino ambulante, cuyo premio eran aquellos barquillos con sabor a canela y miel, que con gusto y deseo eran ingeridos por el afortunado de turno, aunque los dedos quedasen algo pegajosos. Hilario tenía, sin duda, su truco para dejarse ganar según le convenía el cliente o la marcha de su negocio. Apoyando su objeto de juego de azar en el suelo, hacía girar la ruleta, alertando de su presencia con su sonido, desplazándose de vez en cuando hacia los lugares en los que podía ver corrillos, posibles clientes.

Pepe, el valenciano, además de frutos secos, ofrecía en su carrito cigarrillos de tabaco sueltos y los célebres de matalahúva, cromos y demás artículos venían a llenar todos los compartimentos del artilugio.

En el entorno de aquel mercado había tanta actividad comercial ambulante como dentro del mismo.

También se fueron instalando toda suerte de negocios, con locales propios, frente a la entrada principal, y en las calles de acceso. El mercado era el corazón alrededor del cual todo vivía desde primeras horas de la mañana. Bares, churrerías, alpargaterías, droguerías, tejidos, lencería, estanco, papelería, mercerías, ultramarinos… Una lista casi interminable de oferta mercantil se apiñaba en busca de esa afluencia de gente, surgiendo el mercadeo. La oferta era así como algo y todo a la vez.

Con todo ello empezó a recrear y recrearse Jesús en tiempos pasados con un pensamiento: «que no pare mi sombra, así no pararé yo».

La ciudad de hoy no se parece prácticamente en nada a la que tenía reflejo en el recuerdo de Jesús. Ha crecido, no solo en altura, también en superficie, y aunque no ha duplicado el número de habitantes, la noción de pueblo con la humanizada proximidad entre gentes cada vez se hace más distante. La empatía no funciona con la misma intensidad que en aquellos años pasados.

Ya no hay corrales en las casas del núcleo urbano. Tampoco grandes patios empedrados, decorados con todo acierto de macetas hermoseando el espacio desde los poyetes de las ventanas y alguna que otra planta cuyas raíces penetran en el mismo suelo, dentro de alcorques o arriates, dando a esos corrales y grandes patios un esplendor que entraba por la vista y el olfato, en los que jugaban Jesús y los demás niños de los contornos, paseando y disfrutando de ellos también los enamorados, las familias, la gente en general. El empedrado y la tierra de esas calles han ido sucumbiendo bajo el asfalto.

Los patios de ahora pretenden ser de luces para las viviendas de esas moles de ladrillos y hormigón donde se habita, pero no se puede jugar en ellos porque los vecinos se molestan, además de que su suelo no es de tierra, sino de baldosas o cemento, sembrado de cuantos objetos caen de los tendederos que pisos arriba utilizan para airear un rato la ropa, a riesgo de oler o ser manchada con los humos y hedores procedentes de chimeneas de la comunidad o del descuidado vecindario de más arriba. Con suerte dará un ratito el sol, si no es eclipsado por alguno de los edificios colindantes. Hay que salir a extramuros para encontrar una vivienda dotada de más oportunidad de recibir la luz del día.

Los grandes patios y corrales, junto a las casas de hermosas estancias, en el centro de la urbe y las calles del casco urbano principal, han tenido que ceder su espacio a la explotación urbanística, en la que juegan intereses bilaterales: de un lado, el propietario de ese suelo, y del otro, el constructor que busca su negocio a la vista de la demanda de una población creciente, a los que va sorprendiéndoles el derrumbe del negocio.

Los modos y lugares de juegos han ido cambiando al tiempo que la ciudad se iba transformando. Por eso, Jesús piensa que no le hubiese gustado ser niño ahora, prefiriendo aquellos momentos inolvidables de su niñez. La que conoció y disfrutó en esos años pasados, que recuerda con ese sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera, a pesar de las carencias de entonces, lo que venía a desarrollar la imaginación para divertirse de la manera más sencilla, a la vez que eficiente. El ingenio andaba por encima de cualquier otro elemento, a falta de aparatos y otras cosas físicas. Buena parte de las veces, el mejor juguete era una simple caja de cartón que se podía transformar en cualquier objeto.

Ahora, el Campus Universitario cada vez se ve más lleno de ese abanico de almas aprovechando sus instalaciones, formándose en las distintas carreras. Es un bullir de jóvenes con suficiente edad para votar, viniendo a proporcionar a la ciudad esa sensación de estar viva, a la vez que todo se acelera y eleva el nivel de estrés, siendo más difícil obtener un silencio en algún momento del día o la noche, según en qué lugares de concentración humana.

Es otra ciudad muy distinta la que Jesús recuerda como resultado de sus vivencias personales, y también diferente de la que le contaron, respecto al pasado anterior a su nacimiento, que no podía recordar por tanto por sí mismo, sino a través de testimonios de historiadores, cronistas, hemerotecas y el relato transmitido de unos a otros, de boca en boca: posiblemente el primer periodismo conocido.

A Jesús le apeteció echar mano de ese pasado y de esos recuerdos, en un intento por volver un momento a esos años de su niñez, viviéndolos al igual que entonces. No por un hipotético aviso que se da de algo pasado o de que ya se habló en negativo, sino más bien al contrario: para reconstruirlo, sintiéndolo más intensamente, sin renunciar al inagotable equipaje de conocimientos adquiridos con el paso del tiempo y el esfuerzo, bajo la perspectiva de la madurez que conceden esos años andados desde entonces, hasta su presente, en el que se pueden contar tantas historias como, de una manera u otra, se pueden actualizar gracias a la memoria enriquecida con la esencia de vivencias que proporcionan esos años, de los que ha sabido llenar el rincón de las cosas aprendidas con su facultad de observación.

El deseo de Jesús por regresar a aquellos años, especialmente a esos días, en los que el sol empieza a templar el aire, se hizo intenso. Sobre todo, cuando vuelven las mariposas, porque hay flores nuevas y con ellas retornan los recuerdos y la memoria se vuelve fresca.

Sofía

En aquel lugar había dulzura y armonía. Allí es donde florecieron algunos de los sentimientos más puros encarnados en una pareja humilde, transmisora de serenidad, abierta sonrisa y mirada encantadora. Anunciaban confianza y ternura contagiosa, de manera que si surgía algún impulso de increpar, a poco que se observase, cambiaba de signo esa mala intención, convirtiéndose la posible irritabilidad que congestionaba en calma, una maravillosa calma reconfortante.

¿Acaso era algo fruto de la imaginación? No existía la posibilidad de darle vueltas al asunto, simplemente era así, haciéndose innecesario poner en brazos de la imaginación lo que de por sí se manifestaba como evidente en todo momento. No solo producido ocasionalmente por acontecimientos benévolos, sino también, ante otros adversos.

Ella era fuerte, no gruesa ni atocinada. Llamaban la atención sus ojos grises azulados. Tenía el pelo blanco, totalmente blanco, a pesar de no haber cumplido los cuarenta, y la piel ligeramente macilenta.

Un esbozo de algo parecido a reírse un poco, levemente, sin ruido, y un gesto de serenidad caracterizaban su rostro, del que emanaba respeto de manera natural.

Su estatura estaba por encima de las mujeres bajitas de la época, sin llegar a ser más alta que otras, excepcionalmente grandes. Simplemente estaba dentro de la medida de la normalidad, sin destacar por arriba o por debajo de la mayoría.

Andaba con pasos firmes pero serenos, con la seguridad de saber dónde iba en todo momento.

Nunca se supo a quién podría parecerse, porque unas veces decía ser a un determinado progenitor o pariente, y otras a otro. Era algo que sucedía según en qué momento y quién era el protagonista de su actualidad memorística, objeto de la comparación.

Solía vestir ropas humildes, pero siempre muy bien cuidadas y limpias y, aunque viejas, pues se observaban delicadas puntadas para disimular algunos rotos, incluso remiendos, lucían como recién confeccionadas. Esas prendas debían formar parte de su apariencia física exterior durante mucho tiempo.

Tanto, como lavados, zurcidos y remiendos aguantase la tela.

Su olor, el del cuerpo, era peculiar. No se podría identificar con algún perfume comercial en particular que no fuese el jabón de uso corriente —su condición humilde no le permitía tal dispendio—, sin embargo, resultaba agradable estar a su lado, tan solo por percibir ese aroma natural, difícil de describir o concretar; era su olor. Y es que Sofía era muy atildada. Algo no del todo corriente por aquellos tiempos. El aseo de cuerpos y ropas dependía de un paréntesis y medios que se destinaban a asuntos absolutamente necesarios, prácticamente imprescindibles. En algunos casos, era una cuestión de organización y ganas. Sofía siempre encontraba ese momento, y las ganas no le faltaban, a pesar de las muchas faenas a atender, en su cotidianidad, no faltando a ninguna de ellas.

Cuando detectaba esa falta de higiene, solía decir:

—¿Sabes que con agua y jabón la gente se pone guapa y hasta deja de oler mal?

—Sí, pero no me ha dado tiempo —le contestaban. A lo que ella añadía:

—¡Paparruchas! Ahora mismo no estás haciendo nada. O, ¿acaso es más importante emplear el tiempo en chismorrear, que en estar limpios? ¡Nadie se muere por lavarse! ¡Anda, anda! Que al menos se vean manos, cara y pelos en condiciones. Podremos ser pobres, pero con decencia, y junto a la decencia, está la presencia. Que aunque humildes, seamos dignos y por ello respetados.

Contaron que Sofía había venido del norte, de algún lugar de la provincia de Santander, para ponerse a servir en casa de los amos, donde conoció a Miguel, con el que se casaría después de pasados unos cuantos años.

Solo tuvo un hijo, al que puso el mismo nombre del padre, aunque todos le llamaban Miguelito.

No habiendo pasado mucho tiempo, la mujer del amo alumbraría también un varón: el heredero. Era el primero en nacer de su matrimonio.

Miguelito ya había comenzado a tomar algún alimento que no fuese solo del pecho de su madre, por lo que Sofía se convirtió en ama de cría, dándole la teta al mamón de los amos, que había nacido hambrón, y las mamas de la señora no tenían suficiente capacidad para alimentar al señorito, pudiendo, además, estropear su figura, no tan bella como la de Sofía, pero de aspecto más frágil. Pero además, era muy normal en aquellos tiempos poner en manos de una ama de cría tan entrañable acción de madre, por parte de determinadas familias, cuyo nivel social casi lo demandaba.

Estaba muy bien visto. Más, cuando se trataba de que el desarrollo de ese primer vástago tenía que ser considerado como un asunto sobre el que debería recaer toda la máxima atención del momento, especialmente cuando se trataba del primero de un matrimonio y además varón. Solo con su nacimiento ya era poseedor de título nobiliario y fortuna por herencia, en su momento.

Sofía no era más que la sirvienta elevada a la categoría de ama de cría por la coincidencia de que el hijo de los amos naciese cuando ella aún tenía buena y suficiente leche para cebar al niño rico, en tanto que Miguelito ya se rebozaba la cara con aquellas papillas caseras, cuidadosamente preparadas por su madre que, cucharada a cucharada, con mucha paciencia, y diciéndole cosas que provocasen una sonrisa, o cualquier gesto que le hiciese entornar su boca, era aprovechado por ella para introducirle el alimento, hasta que consumiese todo, o casi todo lo que había en el plato.

Entre risas y pedorretas, que salpicaban el preparado de harina blanca, leche y azúcar sobre el mandil, Sofía conseguía su propósito, soportando cualquier gracia de Miguelito, con toda la ternura de madre paciente y serena.

Mientras, en aquellos años pululaban por las calles miríadas hambrientas en busca del sustento diario, a fuerza de peonada pagada, la mayor de las veces en especie, pocas en dinero y en ocasiones, simplemente a cambio de algún que otro favor, aceptando en buena parte de los casos el sobrante de otros, sin hacer ningún remilgo a la dádiva. Algo que se producía con más frecuencia de humilde a humilde que de rico a pobre. La caridad funcionaba según la conciencia, acertada o no.

Miguel, el marido de Sofía, era algo más alto que ella. Las partes visibles de su cuerpo se mostraban atezadas. De andar que se hacía fatigoso de seguir, gran saludador y afable comunicador. Poco amigo de gente ociosa, cultivadora de chismes, buscadores de pendencias e intenciones malsanas, y frecuentadores de andurriales, ni para transitarlos, salvo que fuere imprescindible, evitando a las personas cocosas, encantándole los niños inquietos, a los que él llamaba correlindes.

Sofía hablaba de Miguel aprovechando cualquier oportunidad que viniese al caso. En la fotografía de boda, ya de una tonalidad casi sepia por el paso del tiempo, que tenía colgada en una de las paredes de su habitación, se podía apreciar su aspecto bonachón. Después, a través de los relatos de ella y otras gentes que trataron con él, fue conocido, sabiéndose algo más de su manera de ser, su sabiduría peculiar y su conocimiento natural de las cosas. Es por eso que el paso del tiempo no sería un impedimento para recordarlo siempre, porque había dejado buena memoria de sí, con su comportamiento, haciéndose cercano a quien le trató en vida.

Miguel trabajaba en las labores de la tierra en una de las fincas del ama, viuda de la guerra de 1936, por ejecución de su marido a manos de los rojos.

La señora poseía fincas que había heredado de su padre, entre otros bienes, sumados a los de su difunto marido, que no dudó en adir, acumulando un peculio importante. Por eso no podía renegar de su pertenencia a la plutocracia, al menos en la zona, y en muchas leguas a la redonda, no haciendo ostentación de ello. Más bien se mostraba moderadamente sencilla, no dejando de lado, en todo, su condición, imponiendo el respeto en la gente hacia su persona y por los de su linaje. Al fin y al cabo, la educación recibida era distinta, especial. De la misma manera que debería transmitirla y exigirla a sus hijos y el resto del entorno familiar, haciendo partícipe también al personal a su servicio, en la manera que, según ella, le correspondiese a cada uno en particular, conforme al carácter personal y la posición a ocupar en aquella sociedad, sometida a los rigores y vicisitudes de la época, tan cambiante, a la vez que estanca, según soplaban los vientos y la dirección de sus procedencias.

No era solo la tarea de labrar y estar al tanto de la larga besana, la factura que tenía que pagar Miguel a cambio de su corto salario, que él, con la ayuda de Sofía, tenía que administrar con todo el ingenio posible para seguir adelante, salvando los escollos opuestos al desarrollo de las personas, en tiempos de posguerra. También ponía buena atención en el cuidado de los caballos y demás bestias de la finca principal, daba de comer a los cerdos, recogía los huevos recién puestos por las gallinas, encalaba las paredes de la casa de labor, y otros trabajos no encomendados a las chicas y mujeres del servicio de La Casa Grande en la ciudad, en la que vivía el ama con su familia, rondando la veintena de personas, si no eran más, entre mayores, jóvenes y niños. La casa estaba en disposición de albergar a todos ellos y recibir futuras generaciones.

El comportamiento de Miguel era como el más eficiente currucanero, solícito y diligente, haciendo frente a todo aquello que le venía tocando en suerte con una bondad maleable como la arcilla, sin mostrarse acedo con la gente, no perteneciendo a su carácter un mal decir, un mal hacer, ni un mal pensar.

No era difícil adivinar por cualquiera por qué Miguel había muerto tan joven, dejando viuda a Sofía y huérfano a Miguelito.

Sin embargo, a pesar de tantas cargas, siempre se mostraba disciplinado, complaciente, amable y sereno. Cumplidor en todo momento, sin necesidad de que nadie le objetase, ni le recriminase nada por dejación.

Según el relato de cuantos le conocieron, la muerte ofrecía a través del rostro su manera de ser en vida. Traslucía amabilidad, mostrando el gesto de los sabios por naturaleza.

—Está descansando en paz y en gracia de Dios —decían, añadiendo—: Parece que está soñando cosas buenas, dando la impresión de que sonríe.

Lo que le pareció un catarro, al que como otros muchos ya pasados no le otorgó ninguna importancia, se complicó hasta el grado de pulmonía, que le postró en cama y, ahí, sin regatear una sonrisa para cuantos le visitaron —todos menos el ama, por temor a un posible contagio, si bien estaba al corriente de su evolución—, se fue apagando poco a poco, entre fiebres delirantes, quedándole ese semblante natural, como sumido y encontrado con esa Eternidad, en la que descansan las almas de un Dios en el que creyó en vida, a su modo y manera, en la medida que su dedicación a lo terrenal se lo permitía. Hubo días en los que encontraba un momento, haciendo un alto en la faena, y sin conocer ningún rezo en concreto, alzaba la vista a lo alto en su soledad, orando en silencio, hermanándose con la palpitación de la propia naturaleza, haciéndole sentir cosas buenas.

Sofía le lloró y le recordó siempre, mientras que Miguelito solo tenía referencia de su padre por aquellas viejas fotos y, sobre todo, los frecuentes relatos de su madre, poniéndole al corriente del buen comportamiento de aquel padre al que debía seguir como ejemplo.

De vez en cuando, alguien le preguntaba:

—¿Tú eres el hijo de Miguel?

Y cuando aquel niño asentía, añadía:

—Yo le conocí. ¡Qué buena persona era! Cuando echábamos un rato, era complaciente. Y, ¿sabes?

Nunca hubo nadie malo para él.

—¡Qué buen chico es! —terminaba diciendo siempre que le recordaban a algún conocido suyo en cualquier conversación.

—No había nadie con maldad para Miguel, aunque se tratase de alguien que en algún momento le había tratado con desprecio, mala acción o insolencia. Miguel se expresaba y sentía bondad para con todo el mundo —remataba el comentario aquel hombre.

El niño agachaba su cabeza y sonriendo se alejaba dando gracias, mientras quien le decía esas palabras bondadosas observaba el brazalete negro, cosido a la manga derecha de su atuendo.

—¡Pobre niño! —murmuraba—. Menos mal que le queda su madre para velar por él. ¡Adiós, chaval, dale recuerdos a tu madre! Dile que soy Luis, el herrador —añadía.

—¡Gracias, señor! ¡Yo se los daré de su parte! ¡Ah, y que tenga usted un buen día! —decía Miguelito después de girar la cabeza, mirando a Luis.

—Muchas gracias, hijo —respondía Luis—. Dios le bendiga. Es igual de bueno que su padre, aunque no sea tan guapo como su madre, pero bendito sea, y ojalá que tenga más fortuna que los que le dieron la vida, no yendo muy lejos, porque las cosas de mucho andar, vienen a poco valer —comentaba Luis en voz baja.

Aquel hombre, tras el encuentro y en su alejamiento, recordaba tantas veces cómo había acudido Miguel hasta la herrería para calzar a los cuadrúpedos de monta, tiro, carga y, también, para forjar o reparar alguno de los útiles de labranza. Mientras echaban un cigarrillo de picadura, acompañado de un vaso de vino peleón, charlaban con agrado al calor de la fragua, entre los golpes sobre el yunque contra la pieza al rojo vivo a moldear, según las faenas para las que servían, solicitadas por Miguel, contando con el consentimiento del ama, doña Asunción, a la que había informado previamente, autorizando la faena.

Poco después de hacer la primera Comunión, Miguelito fue llevado por su madre a Santander con su familia, según había acordado, para que ellos, algo más desahogados económicamente y con más recursos propios, le diesen cobijo, comida, abrigo y los conocimientos que pudiesen permitirse, de cara a una colocación, proporcionándole la oportunidad de vivir dignamente al amparo de gente de confiar, por muy de pesar que fuese el alejamiento de ella, sintiendo además la falta de su esposo, que con sus fuertes brazos, conseguía de la tierra y los trabajos, arrancar lo que les era necesario para el sustento.

Sofía entendió que eso era lo mejor para su hijo, a costa de tener el corazón casi desgarrado por su ausencia. Era el único ser de su sangre, que hasta esos momentos tenía a su lado. A pesar de su amante entrega a la familia del ama y a ella misma, Miguelito era su hijo, su único hijo.

Ella debía continuar sirviendo en La Casa Grande, donde recibía buen trato, pudiendo subsistir, que venía a ser mucho, dado los tiempos que corrían, no solo por los contornos, en los que lo rural condicionaba el modo de vida, muy diferente de lo foráneo, venido de la gran ciudad.

Tuvo que poner mayor atención para aprender a escribir y leer. Así podría tener noticias de su hijo, al paso que, de los hermanos y demás personas emparentadas con ella, residente allí, en Santander, de los que se había alejado cuando era casi una niña. Algo mayor que su hijo, pero una niña no obstante.

Durante aquel tiempo de niñez, apenas sí pudo ir unos días a la escuela. Nadie podía permitirse acompañarla hasta la casa de la maestra, y tampoco podían dejarla ir sola, dada la dificultad de acceso y lejanía a la morada de aquella mujer.

Doña Teresa, que así se llamaba la docente, vivía en el casco urbano, a espaldas de un convento. Su manera de enseñar era muy rudimentaria. El conocimiento de los números, procedía de una hoja de calendario a tamaño bien visible por todos, y las letras en un buen trozo de pizarra que, ella misma, había arrancado a la naturaleza, para el noble fin. Al llegar al número treinta y uno, el plan de enseñanza cambiaba, haciéndose la expresión de una cantidad con relación a la unidad más complicada, recurriendo a la pizarra. Para las tareas, hacía entrega a los niños de trozos de papel estraza, en los que escribían con tizones del brasero.

Sofía se desenvolvía con sus padres, abuelos, hermanos, tíos y otros parientes, en la casona alejada varias leguas de lo urbano, en medio de un paisaje escarpado, con algunos llanos aprovechados para cultivo, salpicado entre los verdes, de intensos a suaves, mezclados caprichosamente por una naturaleza espontanea, unidos por caminos, trochas y veredas angostas, de complicado pero grácil tránsito para la vista, no para pies poco hechos, protegidos de mala manera. Si acaso a lomos de alguna bestia o en robustos carruajes, enganchados a caballos percherones, o bueyes, era lo más benévolo y agradecido por quien tenía que verse frecuentemente con ese tránsito. Hacerlo a pie era, igualmente, arriesgarse a convivir con piedras y barro, sintiendo la cercanía de animales de poco fiar, bajo una tormenta, lluvia, niebla y demás inclemencias.

Con la llegada de los días buenos, los niños dejaban de ir a la casa de doña Teresa, para ayudar en sus casas, los campos y con los animales.

Periódicamente, cualquier día y casi por sorpresa, Sofía recibía alguna de aquellas cartas que esperaba ilusionada, a la vez que con la impaciencia comprensible, en su caso.

El correo llegaba, de cuando en cuando, con esa misiva que contenía un relato, cada vez más alentador. La recibía con la ilusión del mejor de los regalos, abriéndola con impaciencia por conocer su contenido, pero con cuidado, pellizquito a pellizquito, para no romper más que el borde del sobre, permitiéndola extraer su contenido, no sin la correspondiente emoción, casi temblorosa. Con inquietud por comenzar su lectura de forma inmediata, buscaba el lugar y el momento adecuado a la vez que íntimo, mientras el corazón le latía con más fuerza, las manos y su cuerpo se cubrían de un ligero mador, flaqueándole las piernas, encerrada en su cuarto, cuando sus obligaciones le permitían la oportunidad de retirarse.

A través del contenido, expresado por lo escrito sobre el papel de la mano del entrañable hijo, iba sabiendo de sus progresos, intuyendo cómo era querido por congéneres, en los que Sofía había depositado su confianza para sacar adelante a Miguelito.

Mediante esas cartas, Sofía iba actualizando en su memoria los cambios experimentados en las personas, los lugares y las cosas de su origen, junto a los acontecimientos familiares de todo tipo. Buenos, no tan buenos y, a veces, algunos sinsabores. De lo que decían aquellas letras tomaba buena nota, para no olvidar la correspondiente expresión en su carta de contestación.

Era cierto que de todo el contenido procuraba quedarse con la parte positiva, tratando de olvidar los males, no sin lamentarlos y sufrirlos en el momento y la medida que en cada caso le correspondía, de manera mesurada. Sus ocupaciones diarias ayudaban a que ello fuese así. Y, salvo en los paréntesis que encontraba para dar respuesta a cada carta, su mente y cuerpo permanecían ocupados en el día a día.

En una de esas cartas, pasados varios años, Miguel, que ya había dejado de ser Miguelito, le envió una fotografía en la que estaba junto a una muchacha, con el mar al fondo, en un escenario típicamente cántabro: tan bello, manso y bravío a la vez, retenido en la retina de aquellos ojos claros, líquidos y perplejos, con los que Sofía se asomaba al mundo, a su peculiar mundo, marcado por una época no fácil de llevar, en medio de tantos acontecimientos de costoso precio para cualquier ser humano.

Lo primero que hizo Sofía fue llevarse esas imágines plasmadas sobre el grueso papel a sus labios y, tras darle un beso, acompañado de unas incontroladas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas, lanzando un hondo suspiro, apretando seguidamente contra su pecho la fotografía, soltando exclamaciones apasionadas.

—¡Mi hijo! ¡Hijo mío de mis entrañas! ¡Qué guapo está y qué mayor! ¡Cada vez te pareces más a tu padre! ¡Ay, Miguel, si lo vieras! —se expresaba así en voz baja, dirigiendo su mirada a la foto de boda que tenía en su cuarto, elevando la intensidad de ese suspiro, y sollozando más profundamente—. ¡Miguel, Miguel! ¿Por qué quiso Dios que nos dejaras tan pronto? ¡Ahora te sentirías tan orgulloso de ver a Miguelito hecho un hombre! ¡Dios mío, Dios mío, cuídamelo! ¡Es lo único que tengo en este mundo!