La muerte de los bosques - Francisco Lloret - E-Book

La muerte de los bosques E-Book

Francisco Lloret

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Beschreibung

La vida del bosque, en su magnificencia y con su entramado de conexiones, se pone de manifiesto en el momento de su pérdida. Desde hace unos años se suceden episodios de muerte súbita y generalizada de árboles en bosques de todo el mundo. En muchos casos el cambio climático y las sequías desempeñan un papel importante, pero no son la única causa, ya que se combina con la historia de la explotación humana y con la proliferación de plagas y de incendios cada vez más virulentos. En este libro, el profesor Francisco Lloret recorre algunos de los bosques más importantes de Norteamérica, Patagonia, Europa y África para mostrarnos, con luminosa claridad y rigor, los procesos que están provocando su colapso. Un fenómeno que nos brinda la oportunidad de conocer mejor el funcionamiento de los bosques, su compleja dinámica interna, sus patrones de crecimiento, su distribución en el mundo, su papel en la biodiversidad y las transformaciones que sufren, sean de forma natural o como resultado de la actividad humana. Los bosques nos proporcionan múltiples servicios, no solo por la explotación de su madera, sino también por su capacidad de regular el clima y la provisión de agua. Además, son una fuente de emociones y un legado que debemos preservar. La muerte de los bosques es una lectura apasionante e innovadora, que nos ayuda a comprender la razón de ser de los bosques y el fundamento que necesitamos para conservarlos.

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LA MUERTE DE LOS BOSQUES

© del texto: Francisco Lloret, 2022

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: junio de 2022

ISBN: 978-84-18741-35-7

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Tree Stump and Plant Stem,

Pierre Joseph Redoutte

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Francisco Lloret

LA MUERTE DE LOS BOSQUES

SUMARIO

PRESENTACIÓN

 

1. Los episodios de mortalidad forestal

2. La muerte del árbol

3. El ciclo vital de los árboles

4. El crecimiento de los árboles a través de sus anillos

5. La dinámica del bosque

6. La biodiversidad de los bosques

7. Plagas y patógenos

8. La distribución de los bosques

9. Los servicios prestados por el bosque

 

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

A Teresa y Joan

«Aunque nos consolara que las cosas perecieran con la tardanza con la que se construyeron, lo cierto es que el crecimiento es lento y la ruina rápida».

SÉNECA,Epístola a Lucilius, 91, 6

PRESENTACIÓN

La relación que los humanos tenemos con los bosques es ambivalente. Los apreciamos y los tememos. Los explotamos y los preservamos. Un árbol grande, elevándose hacia el cielo, desplegando sus ramas, impresiona al que lo contempla. Muchas culturas han venerado a los árboles de múltiples maneras; el árbol simboliza la vida, la transformación del cosmos, que se refleja en el crecimiento y el despliegue de sus ramas y hojas. Su verticalidad conecta el inframundo subterráneo con el mundo superior, celestial. Así lo ha recogido la mitología nórdica en el fresno Yggdrasill, y ha recreado todo un ecosistema a su alrededor. En el Génesis, el árbol conecta el plan divino con el mundo de los humanos y su albedrío, y simboliza el uso que estos hacen del conocimiento. En África, los baobabs se asocian a la fortaleza, y representan un refugio ante un entorno hostil. En culturas nativas del Noroeste americano, los árboles se transforman en tótems, depositarios de complejos mensajes simbólicos.

A esos sentimientos de respeto, se añaden los beneficios materiales. Muchos árboles proporcionan frutos, o incluso hojas, que son ingeridos por los humanos o por sus animales domésticos. Las características de su madera, un material relativamente fácil de manipular y bastante perdurable, la hacen codiciable para construir herramientas y edificaciones, a la vez que es un buen combustible para calentarse y cocinar. Los bosques proporcionan caza para muchas sociedades, y también refugio en periodos de guerras y persecuciones. Además, hoy sabemos que contribuyen a regular el suministro de agua, e incluso el clima a escala continental y global. Pero no todo son beneficios. En medios urbanos, las raíces de los árboles levantan el pavimento, sus ramas rompen los tejados, sus hojas ensucian los patios. En el mundo agrario, el bosque es un oponente al que hay que imponerse. Los bosques tienden a desarrollarse sobre suelos fértiles, en zonas apetecibles para cultivos y pastos. La copa de los árboles impide que llegue la luz a la siembra y al pasto, y sus raíces compiten con éxito por el agua y los nutrientes. Seleccionamos algunas especies de árboles porque recolectamos sus frutos o su madera, pero es mejor que no tengan próximas otras especies competidoras. Entonces cortamos los árboles que nos incordian y procuramos que no rebroten. En otras palabras, veneramos a los árboles, a la vez que los combatimos.

Los sentimientos de empatía o de rechazo, de veneración o de dominio son aún más intensos si se trata de una floresta extensa, frondosa. Un bosque oscuro, poco accesible, donde los peligros no están tan a la vista como en un paisaje abierto, es un hábitat inhóspito para los humanos, genera temor. Allí se refugian los prófugos, los bandidos, allí se supone que se practican ritos ocultos, por no hablar de las correrías de seres imaginarios que nadie ha visto realmente. Pero también despierta respeto y puede apaciguar la ansiedad, sobre todo si no nos adentramos demasiado en él. Por otro lado, los beneficios materiales del bosque se multiplican con su extensión. Es decir, aumentan las ganancias de hacerlos desaparecer, extrayendo su madera, obteniendo más superficie para los cultivos y los pastos, y más espacio para construir edificaciones. La deforestación ha sido una práctica habitual en las sociedades humanas, y sigue haciéndose cada vez con mayor facilidad gracias a los avances tecnológicos. Pero solo una perspectiva histórica permite calcular con cierta ecuanimidad el balance de costes y beneficios asociados al uso que hacemos de los bosques. La erosión de suelos en laderas que quedan deforestadas y sin protección, o las inundaciones en llanuras aluviales donde los bosques de ribera han sido eliminados, son costes difíciles de evaluar, a corto plazo, aunque sabemos de su existencia.

La vida del bosque, en su magnificencia y con su entramado de conexiones, se pone de manifiesto en el momento de su pérdida. La visión de un bosque arrasado por un incendio forestal, con los troncos de sus árboles muertos todavía en pie, difícilmente nos deja indiferentes. Al verlo se disparan las emociones de pérdida, de impotencia, también de rabia. Pero la muerte del bosque, o mejor dicho de sus árboles, también puede ocurrir de una forma menos traumática. A menudo, las causas no son tan evidentes como en los incendios. Los árboles pierden paulatinamente las hojas y mueren. Es un fenómeno que puede desencadenarse en poco tiempo, de un año para otro, o bien prolongarse durante decenios. A veces la muerte del bosque se extiende como una mancha a lo largo de grandes extensiones, ocupando cientos de kilómetros cuadrados. En otras, los árboles muertos salpican el paisaje forestal. En la actualidad, tenemos constancia de que este fenómeno se está extendiendo por todo el mundo. Se están secando bosques de coníferas en Europa, Norte de África, Siberia y Norteamérica, bosques de frondosas en Patagonia, Norteamérica y Europa, y también selvas tropicales en Asia y América. Aunque no sabemos con certeza si el declive de los bosques ha sido frecuente en otros periodos de la historia, nuestros registros recientes indican que en muchas regiones se está incrementando. Coincide con periodos de sequía, y además sabemos que el cambio climático conlleva una mayor frecuencia e intensidad de olas de calor y de ausencia prolongada de precipitaciones. Algunos bosques aparecen más afectados que sus vecinos próximos, lo cual nos hace sospechar que, además de la sequía, existen otros factores que contribuyen al fenómeno. En ocasiones, sí podemos apreciar qué otros agentes contribuyen a la muerte de los árboles, como las plagas de insectos. En otras, esos agentes han estado actuando a escondidas previamente, durante mucho tiempo, como cuando los humanos decidieron favorecer determinadas especies de árboles que ahora se muestran vulnerables.

En cualquier caso, el declive de los bosques y la muerte de sus árboles nos hace evidentes los beneficios que proporcionaban mientras existían. Por tanto, queremos saber por qué los bosques entran en declive y mueren; queremos saber si los bosques se recuperarán y qué consecuencias acarrean estos episodios de mortalidad. Queremos saber. Conocer por qué se muere un bosque implica saber por qué deja de vivir. ¿Qué pasó, nos preguntamos, qué condujo a la muerte del bosque? Entonces alguien recuerda que hubo un año seco y caluroso, o que los años áridos son cada vez más habituales. O alguien ve que los troncos presentan pequeños agujeros, y que al retirar la corteza aparecen curiosos trazos que horadan la madera, restos del paso de larvas de insectos. O ambas cosas, y otras más. La muerte de los bosques nos brinda la oportunidad de conocerlos mejor, de comprender qué es y cómo se mantiene vivo un árbol, y qué ocurre para que su maquinaria deje de funcionar. Nos permite reflexionar sobre cómo se formaron esos bosques y cómo persistieron, y evaluar las consecuencias de su desaparición.

Estas preguntas, no pueden ser contestadas sin conocer de qué forma el entorno de los bosques está cambiando, en buena medida a consecuencia de la acción humana. Los episodios de sequía y calor forman parte de cambios climáticos generalizados en todo el planeta, y la quema de combustibles fósiles, así como la profunda transformación del territorio que ha acompañado la expansión de las poblaciones humanas está detrás de ese cambio a escala planetaria que se denomina cambio global. Pero no es fácil para un humano saber lo que es una vida normal para un bosque y cómo se ve alterada por la acción de los humanos. El transcurrir vital de los árboles supera con creces el nuestro. La vida de un árbol puede abarcar a varias generaciones de humanos. Seguramente por eso, contemplar la muerte súbita de tantos árboles nos impacta.

El objetivo de este libro es abrir una ventana al conocimiento de los bosques a partir de los episodios en los que muchos de sus árboles mueren. No me cebaré en la desgracia. Prefiero el símil de un biógrafo que, inspirado por la muerte de su protagonista, se anima a escribir la historia de su vida.

He pasado mi vida estudiando la vegetación, midiendo cómo cambia con el tiempo, intentando entenderla. Me atraen esas estructuras vivas que se levantan del suelo, que extienden en el aire sus láminas verdes, que de repente explotan en formas y colores. Me fascina ver cómo se repiten los contornos de hojas y flores, a la vez que a su lado aparecen nuevos patrones. Entender por qué pasa todo eso me apasiona.

Creo que los bosques importan a muchas personas, ya he explicado los motivos. Por eso este libro tiene una vocación divulgativa. No hay en él ningún conocimiento ecológico que no pueda ser comprendido, al menos de una forma intuitiva. Para ello a menudo son útiles las analogías y es recomendable no abusar de palabras demasiado técnicas. Pero no nos engañemos, si existen tecnicismos es porque permiten acotar mejor el significado de las palabras. Constituyen una buena herramienta para mantener el rigor en los razonamientos. De todas formas, la vocación divulgativa del libro hace que las explicaciones no sean exhaustivas y el lector encuentre a faltar algunos detalles. Hay infinitas maneras de explicar los hechos, unas cuantas menos cuando se trata del conocimiento científico. Yo utilizaré mi experiencia personal, mi formación, que obviamente es incompleta, y también me referiré a algunas personas con las que he compartido esta experiencia, pues no hay conocimiento científico sin las personas que lo han generado con su vivencia.

El libro se estructura en una serie de capítulos que comparten una organización similar. Cada uno comienza con el caso concreto de un bosque en el que se ha observado un episodio de declive acompañado de mortalidad de sus árboles. La selección de esos casos obedece a varios criterios. El primero es geográfico, con el propósito de que haya una representación de diferentes bosques templados del planeta. Con ello se pretende ilustrar que la mortalidad forestal no es un fenómeno aislado, sino que se extiende por todos los continentes. El segundo criterio es que sirvan para explicar el funcionamiento del bosque, en aquellos aspectos que se desarrollan a lo largo del capítulo. El tercero es el conocimiento personal que el autor tiene de ellos. El desarrollo posterior de los capítulos huye del libro de texto. Los conceptos no están organizados de forma jerárquica. Aparecen conforme nos adentramos en el bosque, una explicación nos conduce a nuevos interrogantes, a nuevas situaciones, y así se van abriendo caminos que a menudo nos llevan a espacios por los que parcialmente ya hemos transitado.

La secuencia de los capítulos tiene una lógica. Cada uno trata de un aspecto del funcionamiento del bosque y de los árboles. En primer lugar, se presentarán los episodios de mortalidad como un fenómeno global, complejo, con múltiples causas. A continuación se explicará cómo funciona un árbol y las causas de que colapse y muera ante la sequía; después se tratarán sus fases de desarrollo desde que nace hasta que envejece y muere por causas naturales, y su crecimiento, que queda registrado en los anillos de la madera. Una vez hayamos comprendido mejor qué es y cómo funciona el árbol, pasaremos a tratar propiamente el bosque. Analizaremos los cambios (la dinámica) que se producen si dejamos evolucionar los bosques sin interferencias, o si aparecen perturbaciones que los destruyen, como incendios, avalanchas, temporales de viento o episodios prolongados de sequía. A continuación, abordaremos la diversidad biológica que constituye el bosque y determina su funcionamiento. Una parte de esa diversidad, se alimenta de los propios árboles y en determinadas circunstancias produce plagas, lo que contribuye significativamente a los episodios de mortalidad observados. Estos cambios en los bosques están en gran medida determinados por la acción humana, debido a su capacidad para modificar las características de los bosques, así como de su distribución a lo largo de territorios en los que el clima y la topografía van cambiando; este será el tema del penúltimo capítulo. Finalmente, pondremos el foco en el uso que realizamos de los bosques, persiguiendo determinados beneficios, los llamados servicios ecosistémicos, que incluyen desde la explotación directa de recursos materiales, como la madera, hasta la regulación de los caudales de los ríos y del clima del planeta.

Ordenar el libro por temas no hace necesario leerlo secuencialmente. Hacerlo así sin duda ayudará a la persona lectora a acercarse al conocimiento de los bosques con una cierta planificación. Pero hace tiempo que dejé de ser muy ordenado en mis lecturas. No puedo por tanto aspirar a tener lectores demasiado disciplinados. En todo caso, cada capítulo procura explicar una historia propia, aunque su desarrollo no sea del todo lineal y aparezcan algunos bucles en el argumento. Es ingenuo analizar la naturaleza mediante categorías excluyentes entre sí cuando se quiere interpretar su funcionamiento. Incluso la teoría de la evolución, con su paradigma de desarrollo en forma de un tronco que se ramifica, ha dejado de verse así; las conexiones laterales, las estructuras reticulares cobran cada vez más importancia en la forma como entendemos la historia de la vida.

Por último, quiero y debo dedicar el libro a todas las científicas y los científicos que destinan sus esfuerzos a conocer un poco mejor el mundo. En especial a quienes se dedican a desentrañar los misterios del funcionamiento de los bosques, con pasión por aprender, con imaginación para vislumbrar lo que estaba delante de los ojos de los demás y nadie veía, con perseverancia y fortaleza para superar las derrotas que representan las hipótesis indemostrables, los diseños incompletos, los datos sesgados o las revisiones inmisericordes.

1

LOS EPISODIOS DE MORTALIDAD FORESTAL

NUEVO MÉXICO (NOVIEMBRE DE 2016)

Sí, era tal y como le habían dicho a Craig Allen. Ante nosotros se extendía una ladera boscosa de un extraño color marrón sucio. No era otoño, los árboles deberían estar verdes, eran coníferas perennifolias. Al enfocar los binoculares se apreciaban puntas de ramas desnudas que sobresalían de lo que quedaba de las copas de los árboles. Eran puntas defoliadas de Pinus edulis, un pino conocido como piñón, que destacaban entre algunos árboles sanos de otra especie, los juníperos (Juniperus monosperma). El nombre en latín de estos pinos, edulis, que quiere decir comestible, se debe a que producen unas piñas pequeñas que albergan unos cuantos frutos que recolectaban como alimento los pobladores del sudoeste de Norteamérica. Hoy es el árbol oficial de Nuevo México. La distribución de esta especie ha seguido los avatares del clima desde la última glaciación. Hoy en día se refugia al pie de las cordilleras, donde encuentran algo de humedad, en una región donde no abunda el agua. Junto a los juníperos, estos pinos forman bosques bajos y abiertos, que recuerdan a los sabinares y pinares mediterráneos. A su vez, los juníperos pertenecen a otro grupo de coníferas que tienen pequeñas hojas imbricadas, como las de los cipreses. Los juníperos son árboles que viven en ambientes duros, próximos a los desiertos, con escasez de agua y temperaturas extremas. Crecen lentamente y aunque pueden vivir mucho tiempo, no acostumbran a hacerse grandes. No es de extrañar que a menudo se retuerzan y muestren las cicatrices de la vejez, y eso despierta cierta admiración. Los juníperos de Nuevo México son especialmente tolerantes a la sequía, y pueden sobrevivir incluso en condiciones extremas de falta de agua.

Este es un territorio donde los desiertos continentales de Mesoamérica se encuentran con la gran cordillera de las Rocosas y alcanzan el corazón de Estados Unidos. Está vertebrado por el río Grande, que sigue el gran surco que la dinámica de placas abre en el vientre de Norteamérica. En este valle el continente se está resquebrajando, como le ocurre a África en la región del Riff. Con esa actividad telúrica no es de extrañar que emerjan campos de lavas, atravesados por cañones y cordilleras, algunas de ellas con volcanes activos. La vegetación se adapta a ese entorno y los bosques se organizan en pisos altitudinales, con los juníperos y los piñones en los niveles más bajos y próximos al desierto, y los pinos ponderosa, y algunos robles y álamos, en los niveles superiores.

Lo que ahora contemplábamos era un episodio de decaimiento y muerte de un bosque en el que los juníperos y los piñones se entremezclaban. Desentrañar lo que había sucedido, cómo se había producido esa mortalidad, nos podía ayudar a entender cómo se formó ese bosque, cuál era su manera de funcionar. Craig lo tenía claro: la sequía era responsable de lo que estábamos viendo. Pero también sabía que la historia de lo que veíamos era compleja y que, como en los accidentes de aviación, se habían conjurado un cúmulo de circunstancias.

Entre los años 2000 y 2006 la sequía había sido intensa, lo suficiente para romper la resistencia de los pinos. Diez años después, su impacto todavía se percibía por el territorio. En nuestro viaje hacia el Sevilleta National Wildlife Refuge, los pinos secos habían ido apareciendo esporádicamente a lo largo del recorrido desde Santa Fe. Pero ver ahora toda una ladera seca era impactante. Nuestra desazón era aún mayor porque no era la primera vez que los bosques morían en Nuevo México. En la década de 1950 ya se había detectado el fenómeno en otros bosques de la región.1 En aquella ocasión la especie afectada había sido Pinus ponderosa, que crece en las montañas, por encima de los bosques menos densos de piñón y junípero. El periodo de 1950 a 1956 había sido el más seco del último milenio, según estimaciones obtenidas a partir de los anillos de crecimiento de los árboles. Una serie de fotografías aéreas permitió documentar que en menos de cinco años había cambiado la vegetación de la región. El desencadenante del fenómeno había sido aquella sequía extraordinariamente intensa. En esa transformación de la vegetación los beneficiarios habían sido los juníperos y los piñones, los cuales ocuparon el lugar de los pinos muertos.2 El resultado era que sus bosques, más abiertos, habían ascendido en las montañas y habían reemplazado a los de pino ponderosa. En el nuevo episodio de sequía del año 2000 al 2006, le tocó el turno de morir al piñón, y en menor medida al junípero. Se estaba difuminando el límite inferior del bosque, a favor de los matorrales abiertos y de las plantas suculentas del desierto (Figura 1.1). Se podría decir que presenciábamos en directo el reajuste de los ecosistemas a un nuevo clima. Un clima que los humanos habíamos empezado a transformar cuando las primeras bandas de homínidos iniciaron las deforestaciones a escala planetaria gracias al uso masivo del fuego, y que recientemente hemos acelerado con la quema de combustibles fósiles.

Figura 1.1 Cambios en los bosques en las montañas de Nuevo México, mostrando la mortalidad de Pinus ponderosa en 1950-1960, su sustitución por Pinus edulis y Juniperus monosperma en 1960-2000, los episodios de mortalidad por sequía de Pinus edulis, y en menor medida de Juniperus monosperma, en 2000-2006, y la ola de incendios de 2011.

EL DECAIMIENTO FORESTAL SE EXTIENDE POR EL MUNDO

El decaimiento y la consiguiente muerte de los bosques no es un fenómeno ocasional que se haya dado solo en Nuevo México. En los últimos años se han reportado decaimientos y mortalidades masivas en bosques en todos los tipos de ecosistemas forestales. Craig fue el pionero en dar la señal de alarma, coordinando la información recopilada de ochenta y ocho casos de mortalidad descritos desde 1970 a 2010.3 Por ejemplo, se ha comprobado que la tasa de mortalidad de árboles de los bosques maduros del oeste de Norteamérica se ha duplicado desde 1955.4 Tras descartar otras causas, el incremento de temperaturas aparecía como la principal explicación. El tiempo durante el que la nieve se acumula en el suelo en invierno había disminuido y por tanto el periodo con déficit de agua se prolongaba durante el verano. Después de contar más de cincuenta mil árboles, se llegó a la conclusión de que el fenómeno se extendía desde las montañas de la Columbia Británica hasta las de Arizona.

Figura 1.2 Episodios de mortalidad forestal en el mundo desde 1970. Los puntos grises indican episodios anteriores a 2009, los puntos blancos y los óvalos episodios entre 2009 y 2014 y los puntos negros entre 2014 y 2015. Fuente: Allen, C. D., Breshears, D. D., y McDowell, N. G. (2015).

La lista de bosques con episodios de mortalidad no ha dejado de aumentar en los últimos años. En Australia se han detectado episodios de mortalidad masiva en sabanas y bosques secos de Eucalyptus; en América del Sur, en los bosques templados majestuosos de Nothofagus de la Patagonia, y en las pluvisilvas tropicales de la Amazonia y la Guayana; en América del Norte, en los bosques de coníferas y también de álamo temblón (Populus tremuloides) de las Rocosas, desde Arizona y Nuevo México hasta Canadá, y en los bosques de Quercus de California; en África, en las sabanas subsaharianas, en las montañas de Etiopía y en los bosques de cedros (Cedrus atlántica) del Magreb; en Eurasia, en pinares y abetales, y en bosques de frondosas de la región mediterránea y del centro de Europa, en los bosques suboreales de China y en los ya plenamente boreales de Siberia, y también en los bosques tropicales del Sudeste asiático. Cuando los miramos con detalle, encontramos todo tipo de situaciones, desde bosques intensamente gestionados a bosques no intervenidos, desde pequeños rodales salpicando de forma más o menos continua el paisaje, como suele ocurrir en Europa, hasta extensiones continuas de miles de hectáreas como en Nuevo México, California, Amazonia o Australia (Figura 1.2).

El fenómeno no se produce de forma regular en el tiempo, ni en todas las regiones. En ocasiones la mortalidad se desencadena de forma abrupta en pocos años o incluso en meses. Hay olas de calor, como las que sufrió Europa occidental en verano de 2003, o más recientemente en Europa central en los veranos de 2018 y 2019, que dejan una estela de bosques marchitos por todo el continente. Durante el episodio de 2003 se estimó que la producción primaria de los bosques europeos disminuyó un 30 %.5 Las sequías de 2018 y 2019 tuvieron incluso una extensión mayor y en algunas regiones se calcula que las pérdidas en la producción del bosque pudieron alcanzar el 40 %.6 La afectación, sin embargo, no es homogénea y depende de las especies que dominan el bosque, de la densidad y del tamaño de los árboles, así como del microclima de cada lugar, entre otros factores. También hay situaciones de sequía crónica, como en los Monegros, en el valle central del Ebro, con una paulatina y prolongada pérdida del vigor de la vegetación.7 Este decaimiento crónico se ve acentuado por pulsos de mortalidad en años particularmente calurosos, que se alternan con conatos de recuperación después de periodos algo más lluviosos. También hay bosques que de momento no aparecen tan afectados, como los que crecen en las regiones orientales de Norteamérica. Quizá la gran diversidad de árboles que albergan esos bosques diluye el impacto de la mortalidad que experimenta alguna especie concreta, más sensible. Tenemos que adentrarnos más en las causas del fenómeno para poder interpretar esta gran variedad de patrones. A continuación, repasaremos dichas causas, las cuales explicaremos con más detalle a lo largo del libro. Estas causas a menudo se ven impelidas por una corriente imparable, el cambio climático, que está cambiando inexorablemente el escenario sobre el que se desarrolla la vida.

MORTALIDAD FORESTAL Y CLIMA

En muchos de los casos de mortalidad hay evidencias que apoyan el papel del clima adverso, en concreto de la falta de precipitaciones. Un estudio reciente ha demostrado la correlación entre la sequía y el porcentaje de mortalidad, considerando cincuenta y ocho casos de episodios ocurridos en todo tipo de bosques del mundo.8 Otro estudio ha estimado que entre 1989 y 2016 la sequía ha contribuido a la pérdida del dosel verde en aproximadamente 500.000 hectáreas de los bosques europeos.9 La mortalidad a menudo coincide con años o meses sin precipitaciones y con altas temperaturas. Los ciclos plurianuales de precipitaciones en los que se alternan periodos secos y húmedos son conocidos desde tiempos bíblicos, cuando se decía que a siete años de vacas gordas —años de bonanza— habrían de seguirle siete años de vacas flacas. Ahora disponemos de una explicación científica, basada en la regulación del clima a escala regional y planetaria. La razón es que algunas regiones del océano se calientan más que otras debido a su localización y a la configuración de las costas que las rodean. La energía acumulada en los océanos se traslada a la atmósfera, aumentando la evaporación y las precipitaciones en esas zonas, en detrimento de otras regiones. Al cabo de un tiempo, las diferencias en la temperatura entre zonas del océano tienden a reequilibrarse, trasladándose las precipitaciones a otras regiones. Estos reequilibrios tardan un tiempo y ocasionan oscilaciones temporales que afectan a regiones muy distantes. Seguramente, el caso más conocido es El Niño, llamado técnicamente ENSO (El Niño Southern Oscillation), que obedece a oscilaciones en la temperatura de las aguas del océano Pacífico, la presión atmosférica y las precipitaciones entre el norte de Australia y la costa de Sudamérica. A estos ciclos climáticos naturales que se dan a escala de varios años, debemos añadir la variabilidad debida a otros factores externos al clima, como la actividad solar o las erupciones volcánicas. Es decir, la existencia de periodos de sequía forma parte de las oscilaciones climáticas naturales. Los bosques han experimentado estas oscilaciones a lo largo de toda su historia, aunque esos procesos se ven alterados por el cambio climático.

Por un lado, el calentamiento global hace que los periodos sin precipitaciones coincidan con temperaturas más altas, agravando el estrés hídrico de los árboles. Por otro lado, el cambio climático aumenta la variabilidad meteorológica, debido a que los ajustes de todos los factores que intervienen en el sistema climático aún no están afinados. Con la emisión de los gases resultante de quemar combustibles fósiles, estamos recalentando la Tierra: hemos alterado su balance energético y cada día el planeta se queda con más energía que no escapa al espacio. Eso trastoca los ajustes entre las piezas del sistema. Una mayor variabilidad climática acentúa los extremos, provocando por ejemplo que los episodios sin precipitaciones sean más largos y coincidan con temperaturas más altas. Todo hace pensar que el cambio climático está contribuyendo significativamente a que los episodios de sequía sean más letales para los bosques.

Sin embargo, debemos entender que el cambio climático no implica una disminución de las precipitaciones por igual en toda la Tierra. Más bien es lo contrario. Un aumento de las temperaturas comporta más evaporación en el conjunto de la Tierra y, en consecuencia, más precipitaciones a escala planetaria. Lo que pasa es que esta tendencia no es igual en todos los puntos del globo. Mientras que en los trópicos se espera que, efectivamente, llueva más, en la región mediterránea, por ejemplo, las últimas proyecciones del clima futuro apuntan a una ligera disminución de las lluvias. Esta disminución no será igual en todas las estaciones del año. Los veranos serán aún más secos, y puesto que estarán acompañados de temperaturas más altas, el resultado será un incremento de la aridez. Este es el futuro que le espera a nuestros bosques. En definitiva, patrones históricos de sequías asociados a procesos planetarios bien conocidos se ven profundamente alterados por la intervención del hombre, lo que provoca sequías de intensidad desconocida, a las que los bosques no están acostumbrados.

CÓMPLICES DE LA SEQUÍA

No obstante, a igualdad de condiciones de sequía, no todos los bosques se secan. Estas dos condiciones, el riesgo a la exposición a un agente perturbador o estresante, como la sequía, y la sensibilidad al mismo, son las que determinan en primera instancia la vulnerabilidad de un ecosistema. Pero si el ecosistema es capaz de adaptarse a la nueva situación y minimiza así su impacto, su vulnerabilidad será menor. Veamos un ejemplo que ilustra esta idea y explica la intervención de múltiples causas en el fenómeno de la mortalidad forestal. En 1994 los encinares de la Serralada Litoral de Cataluña se volvieron marrones, coincidiendo con una importante sequía. Para nada era una situación habitual: la encina es una especie mediterránea perennifolia con una notable resistencia a la escasez de agua. Podía perder alguna hoja si le faltaba agua —algo muy habitual también en otras especies como el pino carrasco—, o alguna rama se podía secar si era atacada por hongos o insectos. Pero en esta ocasión el color marrón de las copas era general en la mayoría de los árboles. No obstante, al observar las laderas de las montañas de San Llorenç del Munt, advertimos que el patrón marrón no era regular. Se apreciaban franjas en las que las copas de los árboles se conservaban verdes. El contacto entre las zonas verdes y las marrones era muy nítido. Para averiguar a qué se debía esa heterogeneidad no había más remedio que meterse en el encinar y fijarse en las pistas que proporcionaba el bosque. La respuesta parecía estar en el suelo. En las zonas verdes el suelo del bosque se había formado sobre esquistos. Estas rocas metamórficas se fragmentan fácilmente y permiten que las raíces de los árboles penetren en profundidad entre sus grietas. Así podían acceder a las capas profundas donde era posible que hubiera quedado almacenada algo de agua. En cambio, en las zonas secas el suelo se asentaba sobre conglomerados compactos. Esta roca estaba formada por guijarros encastados en una matriz compacta, que no daba opción a que las raíces accedieran a capas profundas que pudieran albergar agua. Comprobamos esta interpretación midiendo en los taludes de los caminos la diferente penetración de las raíces en los dos tipos de roca. Además, predijimos que las mismas franjas de vegetación verde y marrón, es decir, viva y seca, aparecerían en otras localidades donde se diera el mismo contacto entre los dos materiales, esquistos y conglomerados. Buscamos en un mapa geológico otras localidades con dicho contacto, y que también hubieran experimentado condiciones de sequía parecidas. No es frecuente en ecología que se cumplan tan claramente las predicciones. Lo normal es que haya algún factor no controlado que estropee nuestras hipótesis. Solo diré que, por un momento, disfruté al ver las laderas al sur de Montserrat alternando sus franjas de colores asentadas sobre rocas diferentes, como habíamos predicho.10 En este ejemplo, la exposición a las condiciones climáticas era idéntica en todas las encinas de una ladera, pero su sensibilidad variaba dependiendo de la capacidad de las raíces para acceder al agua profunda del suelo.

La gran variedad de situaciones que acompañan a los episodios de mortalidad de los bosques hace pensar que las causas del fenómeno son múltiples y complejas. Es decir, además de la causa climática debemos considerar otros posibles agentes. Como acabamos de ver, los microambientes pueden atemperar o exacerbar los extremos climáticos. Cualquiera que se pasee por un paisaje montañoso del hemisferio norte alejado del trópico puede comprobar la frondosidad de las laderas orientadas al norte en comparación con las orientadas al sur. La inclinación del eje de rotación de la Tierra es responsable de la diferencia en la radiación que llega a la superficie de vertientes con diferente orientación. Por ese motivo los pueblos de esas regiones combaten el frío invernal ubicándose orientados al sur, de cara al sol. La existencia de aguas freáticas, la proximidad a los cursos de agua y freáticos accesibles también pueden minimizar los efectos adversos de la falta de lluvias. No obstante, se han observado eventos de mortalidad forestal en lugares a priori propicios para el crecimiento de los árboles. Pensamos que en esas condiciones los árboles se han acostumbrado a unas condiciones buenas para crecer y que cuando llega la adversidad, sus mecanismos fisiológicos no responden bien al estrés, como veremos con más detalle en próximos capítulos. Veremos también que existen diversos motivos por lo que esto ocurre: desde procesos evolutivos basados en la diferente dotación genética de los individuos, a la aclimatación de los árboles a las condiciones de cada sitio concreto.

Además, las especies evolucionan tendiendo a presentar óptimos de crecimiento y reproducción en determinadas condiciones ambientales. Eso no quiere decir que no puedan vivir en condiciones subóptimas; de hecho, es lo más normal. Podríamos decir que una regla básica de la ecología de los vegetales es «vive siempre que puedas y aprovecha tus oportunidades». Lo de «vive en tu óptimo» es más bien un caso concreto de la regla anterior y obedece a una visión idílica de la vida, con poca base real. La razón es sencilla: lo que es óptimo de cara a un objetivo del organismo, por ejemplo, crecer, suele no serlo para otro, por ejemplo, reproducirse. Volveremos sobre este tema más adelante. En consecuencia, las diferentes especies que coexisten tienen diferentes capacidades de soportar las mismas condiciones climáticas, sobre todo cuando se hacen extremas. Ello nos lleva a presuponer que los bosques con una mayor diversidad de especies pueden, en su conjunto, aguantar mejor los episodios de sequía y calor más extremos, pues es más probable que haya algunas especies mejor adaptadas a tales condiciones extremas. Otras características del bosque, por ejemplo, una mayor densidad de árboles, implica, por otro lado, una mayor competencia entre los árboles y puede conllevar una mayor vulnerabilidad ante la falta de agua.

Diríamos que periodos prolongados sin lluvia y con altas temperaturas predisponen al bosque a colapsar. Pero hay otros agentes diferentes a las condiciones meteorológicas que pueden tener un papel importante en la muerte de los árboles, como la contaminación atmosférica. Las emisiones procedentes de la actividad industrial y la quema de combustibles fósiles dejan en las gotas de agua suspendidas en la atmósfera algunos compuestos ácidos, como óxidos de nitrógeno y azufre, que al penetrar por los estomas de las hojas van destruyendo sus tejidos; algo parecido ocurre con el ozono. Es la llamada lluvia ácida. Este daño puede ocurrir a distancias notables de los focos de contaminación, ya que las corrientes de aire transportan fácilmente estas moléculas de ácidos. Los efectos se hacen notar especialmente en zonas donde las gotas entran en contacto con las copas de los árboles, como en las montañas, o allá donde las nieblas son frecuentes. En el Pirineo catalán, el declive de las poblaciones de pino negro (Pinus uncinata) que se extiende por las comarcas de la Cerdanya y el Pallars parece estar relacionado con una combinación de factores que incluye una tendencia continuada al incremento de la sequía y a los efectos de la contaminación por ozono que deja su característico punteado amarillo en sus hojas.11 La lluvia ácida también modifica la química de los suelos, afectando a la biota que vive allí y reduciendo la fertilidad. En las últimas décadas del siglo pasado, la lluvia ácida fue uno de los problemas ambientales que movilizó a la opinión pública en Europa y Norteamérica, en regiones donde el bosque forma parte de la vida cotidiana; la gente podía ver con sus propios ojos el deterioro de los bosques y su pérdida. Sin duda fue uno de los detonantes del desarrollo de medidas de control de la contaminación atmosférica que ha hecho disminuir la lluvia ácida en esas regiones, aunque algunos de sus efectos sigan persistiendo. Todavía debemos considerar a la contaminación como un enemigo de los bosques, especialmente en regiones donde su control todavía no es suficientemente efectivo.

También existen agentes que pueden llegar a ser letales con una rapidez asombrosa. Existen pequeños escarabajos que agujerean la corteza de los árboles y depositan los huevos debajo de ella, en la capa externa de la madera. Sus larvas se alimentan de los vasos conductores del árbol y además transmiten secundariamente las esporas de algunos hongos patógenos. Entonces, la muerte puede sobrevenir rápidamente. Las plagas de esos escarabajos pueden causar mortalidades extensísimas, como las que afectan a los bosques de las montañas del oeste de Norteamérica. Por sí mismas pueden ser una de las causas más importantes de la mortalidad forestal.12 Su letalidad aumenta con condiciones climáticas adversas para el árbol, como la combinación de sequía y altas temperaturas. Es lo que pasó en los episodios de mortalidad de pinos en Nuevo México. Esta confluencia de diferentes agentes letales hace difícil atribuir la causa de la muerte a uno de ellos.

EL LEGADO DE LA GESTIÓN DE LOS BOSQUES

La historia de la gestión de los bosques por parte de los humanos reviste una especial importancia a la hora de entender la muerte de los bosques. Al igual que cuando consideramos los factores naturales que conducen a episodios de mortalidad, el entramado de esa gestión es bastante complicado. Si intentamos gestionar el bosque con el único objetivo, por ejemplo, de producir madera, obviamos los efectos colaterales que generamos en sistemas ecológicos que ya de por sí son complejos y que no controlamos del todo. Analizar la historia de la intervención de los humanos en los bosques también nos ilustra sobre nuestra enorme capacidad para transformar el medio y de cómo eso afecta al funcionamiento de los bosques.

El caso de los bosques de Nuevo México es un buen ejemplo. Por su situación geográfica, el sudoeste de Norteamérica experimenta importantes fluctuaciones estacionales en las precipitaciones, como en muchas otras regiones del mundo. Además, es una zona afectada por las oscilaciones asociadas al fenómeno de El Niño, explicadas anteriormente. Por tanto, los episodios de sequías prolongadas forman parte de la variabilidad propia de esa región, como ocurrió en la década de 1950. Estas fluctuaciones climáticas deberían permitir que la vegetación se recupere en los periodos de lluvias que suceden a los de sequía. Pero no siempre es así. En las montañas de Nuevo México, los bosques de pino ponderosa desaparecieron después de la década de 1950, y no dieron señal de recuperar posteriormente el espacio dejado a juníperos y piñones (Figura 1.1).

La historia de la gestión de los bosques desempeñó un papel destacado en esta transformación. En el sotobosque de los pinares de pino ponderosa abundaban juníperos y piñones pequeños. Había más de los que cabría esperar, debido a que durante décadas se impuso la práctica de extinguir todos los incendios. En los bosques de pino ponderosa que cubren una gran extensión de las montañas del oeste de Norteamérica los fuegos que solo queman la superficie del bosque han sido frecuentes desde antiguo. Son fuegos de baja intensidad que queman la hojarasca y el sotobosque sin que las llamas lleguen a las copas. La mortalidad de los árboles en esos incendios es muy baja y el suelo mineral, sin mantillo, queda al descubierto facilitando la germinación de pinos. Sin esos incendios, y sin la competencia de los pinos ponderosa que habían muerto con la sequía, el sotobosque creció vigorosamente aprovechando el periodo de lluvias que sucedió a la sequía de la década de 1950. Cuando el ciclo plurianual de lluvias y sequía llegó a un periodo sin precipitaciones, en la década de 2000, esa generación de árboles había desarrollado unas copas cuyo mantenimiento probablemente no pudo soportar la escasez de agua. Como un linaje familiar aristocrático que ha vivido épocas de esplendor y es incapaz de mantener su tren de vida en épocas de escasez, los árboles, sobre todo de piñones, empezaron a desprender sus hojas, luego se secaron ramas enteras y finalmente muchos de ellos colapsaron y murieron. Los mecanismos precisos de ese declive de los árboles se explicarán con más detalle en el siguiente capítulo. Las decisiones y actuaciones de los humanos sobre el territorio y los bosques determinaron una mortalidad sobredimensionada. La situación todavía se agravó más ya que el calentamiento global acentuó la fase de sequía de la década de 2000. La perspectiva histórica del fenómeno nos la dan algunos estudios que han medido los anillos de crecimiento de los árboles de la región, y que muestran que en los años 2000-2006 se registraron los crecimientos más bajos de los últimos mil años.13 En resumen, los periodos de escasas precipitaciones forman parte del ciclo de fluctuaciones climáticas propio de la región, pero el cambio climático amplifica su impacto al hacerlas coincidir con temperaturas cada vez más altas, lo cual aumenta la evapotranspiración de los árboles y por tanto el estrés que sufren.

INCENDIOS FORESTALES Y DECAIMIENTO

Pero aquellos incendios que durante tantos años los modernos pobladores de Nuevo México intentaron evitar acabaron apareciendo. En 2011 la sequía continuaba. El invierno fue extraordinariamente seco, y en junio saltó la chispa. Un árbol cayó entre los cables de una línea eléctrica en los campos de Las Conchas, en Valles Caldera, un cráter de los muchos que salpican el paisaje tectónico de la región. Aunque se pudo avisar rápidamente a los servicios de extinción, el fuego se extendió a una velocidad e intensidad inusitadas. A ello contribuyeron las altas temperaturas y la cantidad de combustible que se había acumulado durante los años sin incendios. Hasta entonces, la mano del hombre los había apagado eficientemente. Pero no tenemos capacidad tecnológica para extinguir incendios forestales de comportamiento explosivo. Es la nueva generación de incendios a los que nos enfrentamos y que también están causando estragos en regiones de clima mediterráneo. En el incendio de Las Conchas se quemaron más de cuarenta mil hectáreas y se tardó más de un mes en extinguirlo. Fue uno de los numerosos incendios que han devastado el oeste de Norteamérica en los últimos años, desde Nuevo México a la Columbia Británica, con secuelas trágicas como las que se suceden año tras año en California.

Normalmente, los bosques se recuperan después de los incendios. Algunos árboles sobreviven, sobre todo si el fuego no ha tenido mucha intensidad. Algunas especies producen semillas con cubiertas protectoras que soportan las altas temperaturas e incluso las aprovechan para romper sus cubiertas y germinar. Pero cuando la intensidad del fuego es muy alta, estos procesos son incapaces de regenerar el bosque. Además, algunos de estos incendios se han producido en zonas que ya se habían quemado pocos años atrás, destruyendo la regeneración de nuevos árboles que acababa de comenzar. Cinco años después del incendio, visitamos la zona quemada. Todos los árboles habían sido destruidos, no quedaba rastro de sus troncos, solo un campo de ceniza. Era una extensión carbonizada donde crecían algunas manchas de hierbas, clones de robinia (Robinia neomexicana) y rebrotes de roble blanco (Quercus gambelii), un tipo de roble con porte arbustivo, que a menudo crece a partir de múltiples tallos. Estos rebrotes se extendían en grandes superficies, formando alfombras densas de apenas un metro de alto. Nada que ver con el porte majestuoso de los pinos ponderosa o con el encanto tortuoso del piñón y los juníperos.

CAMBIOS DE ESTADO

Como en los incendios, después de un evento de mortalidad por sequía, la recuperación del bosque puede verse perjudicada por la pérdida de suelo una vez queda desprotegido por la pérdida de la cubierta vegetal. Parece que es lo que ocurrió en el episodio de 1950 en Nuevo México y está volviendo a pasar en las situaciones más recientes de mortalidad masiva por sequía, agravadas por los incendios. El resultado es un cambio de estado, de un ecosistema completamente cubierto de vegetación a un ecosistema desértico. Esta transformación puede darse de forma muy rápida una vez se llega a un umbral mínimo de cubierta vegetal. Además, cuesta muchísimo de revertir. Aunque vuelva a llover, la vegetación no es capaz de establecerse sin suelo, y de hecho esa lluvia supone una mayor erosión si no hay protección vegetal. A un observador de la naturaleza acostumbrado a ver reverdecer los bosques, y responder rápidamente a la bondad del clima, le puede parecer extraño. Pero a veces los cambios son repentinos e irreversibles a largo plazo.

La muerte de los bosques se ha convertido en uno de los fenómenos que más preocupa a los estudiosos de los ecosistemas terrestres. Forma parte de una tendencia general al aumento de las perturbaciones que sufren estos ecosistemas. Pero los cambios que se están produciendo en la superficie forestal del planeta son muy contrastados entre diferentes regiones. Mientras que en las regiones tropicales la deforestación prosigue su avance, en las regiones templadas de Europa y Norteamérica la superficie forestal ha aumentado en los últimos decenios debido a la remisión de las actividades agrícolas y ganaderas. Pero la calidad de estos bosques nuevos es muy diferente a la de los bosques maduros. Son bosques jóvenes, pobres en especies y con estructuras muy simplificadas, a menudo con altas densidades de árboles pequeños. Esto los hace vulnerables a perturbaciones como las causadas por el clima, ya sea de forma directa, como en el caso de las tormentas de nieve y los aludes, las avenidas, los vendavales y la sequía, o de forma indirecta, favoreciendo los incendios y las plagas. Estamos empezando a conocer la dimensión global de estos impactos gracias a herramientas de monitorización por satélite de la superficie terrestre cada vez más precisas, que incluyen la cubierta vegetal y los bosques. Gracias a internet, cualquier persona puede supervisar las transformaciones de la cubierta forestal que se producen hasta en las regiones más remotas del planeta. Con esas herramientas, un trabajo reciente ha estimado que cerca de un 13 % de las grandes superficies forestales de la región templada ha experimentado alguna perturbación (sequías, vendavales, nevadas, incendios, plagas y patógenos) entre los años 2001 y 2014.14 Y en las zonas con mayor actividad de perturbaciones, esta es consistente con unas condiciones climáticas más cálidas y secas.

INCÓGNITAS Y CERTEZAS