La mujer ideal - Leslie Kelly - E-Book
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La mujer ideal E-Book

Leslie Kelly

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Beschreibung

El profesor Drew Bennett estaba entusiasmado con la oportunidad de poder promocionar su último libro en televisión… aunque para ello tuviera que participar en un reality show. No sería tan duro; sólo tenía que convertir a cinco jóvenes pueblerinas en señoritas. Lo que Drew no sospechaba era que el premio era él... Tori Lyons había accedido a hacer el ridículo delante de millones de personas sólo para cumplir una promesa, pero sería la primera en marcharse, de eso estaba segura… Hasta que se enamoró locamente del guapísimo profesor y se dio cuenta de que, si jugaba bien, el premio sería el corazón de Drew.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Leslie Kelly.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mujer ideal, n.º 16 - mayo 2018

Título original: Make Me Over

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-579-5

Prólogo

—Si crees que voy a volver a trabajar en un reality, estás loco.

Jacey Turner miró fijamente a su padre, que la observaba desde el otro lado del gran escritorio de su despacho en Hollywood. No podía creerse que acabara de pedirle que fuera la operadora de cámara principal en su último proyecto. Lo peor de todo era saber por qué se lo pedía.

Estaba casi arruinado. Burt Mueller, el rey de la televisión en los setenta, llevaba unos cuantos años de fracasos encadenados. Todo el mundo sabía eso, pero nunca pensó que iba a llegar a esos extremos.

—Hablo en serio, cariño. Te necesito.

—Estás loco —repitió ella—. O a lo mejor has vuelto a probar esas pastillitas con las que experimentaste en los sesenta.

Su padre sonrió mientras se señalaba su propio rostro, que había recibido no hacía mucho otra sesión de Botox contra las arrugas. Parecía la cara de un hombre de cuarenta años, no de alguien dos décadas mayor.

—¿Crees que me envenenaría con drogas después de todo lo que me he gastado en cirugía plástica?

Ella miró con intención el cigarrillo que se consumía en el cenicero. Y eso que, como en el resto de Los Ángeles, en ese edificio también estaba prohibido fumar. Parecía no importarle.

—El tabaco al menos no me daña el exterior, que es más importante para mí ahora mismo que mis pulmones —repuso su padre encogiéndose de hombros.

No podía creerse cómo alguien podía decir algo tan superficial, pero la verdad era que, de su boca, sonaba sincero. No pudo evitar reírse.

—Ya verás cuando empiecen a salirte arrugas alrededor de la boca por culpa de tener siempre un cigarrillo encendido entre los labios…

—Te metes conmigo porque te importo.

Era verdad y él lo sabía. Pero no contestó, simplemente se acomodó más en la silla y puso los pies encima de su escritorio.

—Muy bien, sé sincero, ¿de verdad estás tan mal? Con el éxito que tuviste conVen a cenary lo que te queda de eso, podrías vivir lujosamente hasta los noventa.

—Estás pensando en los éxitos televisivos de ahora, no de los setenta. No me queda nada de entonces. ¿Por qué te crees que estrellas de series de éxito entonces comoCon ocho bastaoM.A.S.H. han tenido que aceptar después todo tipo de películas de serie B y telefilmes?

Jacey esperó a que su padre concluyera sin dejar de mirarlo.

—Lo han hecho para no tener que acabar trabajando de camareras o limpiando zapatos en la estación. Todos los beneficios se los llevaban entonces los estudios.

Eso ya lo había oído antes. Pero, aun así, no podía creerse que a su padre le fuera mal. Al fin y al cabo, él había creado seis de los diez programas más exitosos de los setenta, había sido el primero en usar risas pregrabadas para alentar a la audiencia y había revolucionado las series cómicas. Durante toda su carrera, había conseguido nada menos que diez premios Emmy.

—¿Y de verdad crees que puedes rescatar tu carrera de treinta y tantos años en la televisión haciendo un programa reality? Ese género tenía que haber desaparecido ya. Me parece una idea estúpida.

Él no se ofendió, nunca lo hacía. Excepto cuando hablaban de él como algo del pasado. No iba a sermonearla como lo haría un padre, su relación no era así. Al fin y al cabo, él no había sabido que era su hija hasta que apareció un día en su casa, con diecisiete años y una desgastada mochila, y le dijo que él era su padre.

Otros profesionales de Hollywood le habrían dado la patada. Él no lo hizo. Burt Mueller le había dado la bienvenida, la convenció de que no había tenido ni idea de su existencia y le dio un trabajo.

Durante los últimos seis años, habían llegado a ser amigos. Y ella no estaba dispuesta a hacerlo todo por un amigo, desde luego no a trabajar de nuevo en un reality. Sobre todo después del último en el que había participadoLa vida en un pequeño pueblo, donde había trabajado como operadora principal. Acabaron despidiéndola.

Aunque si tenía que ser sincera consigo misma, lo cierto era que la experiencia no había sido del todo negativa. Y el programa había tenido bastante éxito, según los registros de audiencia de otoño.

También tenía que agradecerle un importante cambio en su vida privada. Ella, que era dura como una roca, había acabado enamorándose.

Echaba mucho de menos a Digg. Lo echaba muchísimo de menos. Pero no le había venido mal ir hasta California para responder a la llamada de socorro de su padre. Durante los últimos dos meses, habían intentado que su poco común relación funcionara en la vida real. La vida de él se dividía entre el camión de bomberos y su extensa familia de Nueva York, de raíces hispanas. Había sido duro, sobre todo porque se temía que todos los amigos y parientes de Digg la veían como una rata que se había pegado a él después de que éste ganara un millón de dólares al resultar campeón deLa vida en un pequeño pueblo. No podía probarlo, pero habría apostado a que la madre de Digg se santiguaba cada vez que ella iba a visitarlos.

Llevaba semanas intentando que esas cosas no la afectaran. El hecho de que no pudiera encontrar trabajo en ningún estudio de Nueva York no había hecho más que complicar más las cosas.

—Te vendrá bien un cambio de aires —le dijo Burt—. Recuerda que se trata de una mansión de lujo en Nueva Inglaterra durante el invierno. Habrá nieve, posibilidades de esquiar y chocolate caliente…

—Eso me da igual. No me muero por esquiar, precisamente.

—Entonces hazlo porque necesitas dinero —repuso él riendo.

Ella levantó una ceja, pero no le preguntó por qué lo sabía. Él siempre lo sabía todo.

—Bueno y ¿de qué va el programa, si puede saberse?

Él sabía que había dado en el clavo y no pudo evitar sonreír mientras se lo explicaba. Cuando terminó, ella suspiró.

—Suena bastante aburrido. Un programa de cambio en el nivel social de la gente. Chicas pobres intentando conseguir algo de clase a golpe de talonario.

Él levantó las cejas.

—La idea es perfecta, como ese musical antiguo. Ése donde sale Audrey Hepburn…

Jacey odiaba las películas musicales. No podía soportar lo imbécil que resultaba un tipo poniéndose de repente a cantar y bailar en medio de la calle o mientras dos bandas rivales se peleaban. Si pasara en la vida real, se llevarían al hombre a un hospital y con camisa de fuerza. Por comparación, los musicales hacían que los programas reality pareciesen realistas.

—Ya sabes de cuál te hablo. Él hace que se transforme de arriba abajo y ella canta eso de que la lluvia en Sevilla es una maravilla…

Eso hizo que se riera. Odiaba los musicales en general, pero tenía debilidad por uno,My fair lady, por lo mismo por lo que le había gustado también la película dePretty woman. Disfrutaba viendo cómo la chica de los bajos fondos conseguía transformarse en alguien perteneciente a la clase alta y conseguía engatusar a todos los burgueses.

Pero no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente.

—Aun así, no le veo el interés. No es… No es original.

Burt odiaba que le dijeran que sus programas no eran originales. Frunció el ceño, pero no porque estuviera disgustado con ella, sino consigo mismo. Hasta él reconocía que la idea sonaba un poco aburrida. Se trataba de meter a un montón de chicas sin cultura en una casa y enseñarles cosas.

—Bueno, esto ha conseguido el suficiente interés como para acabar en la lista de libros más vendidos —le dijo pasándole un libro que tenía sobre la mesa.

Jacey lo miró. Había pensado que el volumen de tapas duras estaba allí sólo para decorar, pero lo cierto era que parecía haber sido usado, al menos una vez.

Lo tomó de las manos de su padre y leyó el título,Educación o genética en la sociedad actual.

—Parece un muermo —repuso ella.

—Pues no lo es —le dijo su padre.

Le dio la vuelta al libro para que viera al autor del mismo, que tenía una foto en la contraportada.

—¡Guapísimo!

—Así es. Nos ha permitido hacer un reality basado en las teorías que demuestra en su libro, siempre y cuando donemos una importante cantidad de dinero a algunas fundaciones y organizaciones no gubernamentales de su elección.

Jacey apenas escuchaba, estaba demasiado ocupada leyendo la breve biografía del escritor, el doctor Andrew Bennett. No daba muchos datos de su vida, pero sí el más importante.

—Está soltero.

Burt ladeó la cabeza.

—¿Estás interesada? —le preguntó su padre.

Lo cierto era que se moría de ganas por saber qué pasaba con la vida sentimental de su hija. Ella también deseaba tener las cosas más claras.

Sacudió la cabeza. Se apoyó en el respaldo y dejó que la imaginación fluyera.

Pensó en una mansión de lujo, largos baños entre burbujas, una copa de vino tinto frente a la chimenea, un montón de preciosidades intentando educarse y un doctor tan inteligente como atractivo.

—Tengo una idea —dijo ella por fin—. Creo que se me acaba de ocurrir cómo conseguir que este aburrido programa se convierta en un éxito de audiencia.

Burt se incorporó un poco, interesado de inmediato.

—¿Cómo?

—Bueno, la idea es bastante simple —comenzó Jacey—. Las chicas no competirán por conseguir dinero o un título de Gran Duquesa.

Su padre resopló decepcionado.

Jacey se apoyó en el escritorio, se cercó más a su padre y lo miró directamente a los ojos hasta cerciorarse de que tenía toda su atención. Golpeó con su dedo la contraportada del libro.

—Tendrán que competir por él.

1

Le parecía haber entrado en una convención de prostitutas.

El doctor Andrew Bennett no pudo evitar pensar que quizás se había equivocado al acceder a participar en ese proyecto. Y se sintió así en cuanto entró en la lujosa propiedad de Vermont a la que le habían pedido que fuera. Las mujeres que estaban acomodándose y charlando en la elegante biblioteca de la mansión parecían haber sido recogidas de la calle. Se comportaban de manera completamente salvaje.

Dos morenas y una pelirroja estaba sentadas sobre la barra del bar bebiendo chupitos. Tres rubias bailaban sugerentemente alrededor de un desventurado camarero que servía aperitivos. Una de las más altas estaba tumbada en el suelo intentando engullir un litro de cerveza. Otra más bajita bailaba con la base de una lámpara de pie como si fuera el poste de un club de alterne. En definitiva, todas las mujeres de la sala parecían estridentes, groseras y escandalosas.

Les había pedido que encontraran a mujeres que no hubieran accedido a una educación importante, pero lo que le habían suministrado parecía un equipo de lucha sobre barro o algo similar.

A Andrew le habría gustado sentirse contento de tener un material tan salvaje como el que tenía a su disposición para trabajar.

Pero no lo estaba.

Le habría encantado sentirse entusiasmado por el abrumador reto al que se enfrentaba.

Pero no podía.

Debería haberse dado la vuelta y salido de allí en cuanto vio a dos mujeres escupiendo al fuego de la chimenea.

Pero no lo hizo.

Le habría gustado tener alguna razón legítima para participar en ese programa.

Pero no la había.

Le habría encantado poder cambiar de opinión.

Pero era demasiado tarde. Estaba atrapado.

Metido en una casa con un montón de… De sujetos de estudio.

Pensó que podría soportarlas de una en una y mostrarle al mundo lo que había aprendido después de años de estudio y por experiencia propia.

La genética no determinaba la capacidad de una persona para tener éxito, sino la educación recibida.

La educación, la resistencia y un mínimo de habilidad social eran características que podían mejorar cualquier condición impuesta por nacimiento. Su propia historia lo demostraba. Había sido un niño sin hogar y se había convertido en un profesor universitario. Sabía que si él, que se había dedicado a robar y hurtar billeteras en las playas de Miami para poder comer y alimentar a su hermana, había conseguido el éxito en la Universidad de Georgetown, todo el mundo podía.

Un ruido hizo que se concentrara de nuevo en lo que estaba pasando en la sala.

—¡Eh, chica! Vas a tener que pagar eso —dijo alguien mientras una pelirroja se reía después de haber tirado al suelo un jarrón.

—O a lo mejor te piden algo a cambio —repuso insinuante la que bailaba con la lámpara.

Andrew resopló. Se sentía frustrado.

No tenía ni idea de por qué la idea de participar en ese reality le había parecido buena. En septiembre, cuando los productores hablaron con él por primera vez, él les dijo que no. Y no sólo porque la idea le pareciera tonta sino porque además no tenía tiempo para ese tipo de cosas. Ya había tenido que dejar de trabajar durante ese semestre para cumplir con todos los compromisos que acarreaba la promoción del libro. Había tenido que abandonar sus clases de Sociología y Antropología en Georgetown. Por otro lado, tenía pendiente un viaje a una universidad mexicana para participar con unos colegas en una expedición a una antigua civilización maya.

Pero supieron cómo convencerlo. Tenía un punto débil. Los productores le ofrecieron que donarían el diez por ciento de los beneficios del programa a la asociación «Un Libro, Un Sueño», que era su organización no gubernamental preferida. Andrew había sido uno de los fundadores.

Se encargaban de enseñar a leer a niños de las clases más desfavorecidas. Le pareció increíble que le hubieran investigado hasta el punto de dar con su punto débil. Eso hizo que se diera cuenta de que iban muy en serio.

El principal impedimento llegó la semana anterior, cuando le dijeron que él iba a tener que estar físicamente en la casa, para controlar el proceso y calcular el progreso de las jóvenes. Se negó, pero ellos ofrecieron donar el quince por ciento y acabó accediendo. Intentó convencerse pensando que no podía ser tan difícil como temía. Creía que podría transformar a cualquiera que tuviese la inteligencia y el empuje básicos para tener éxito.

Era algo muy distinto tener que hacerlo con doce mujeres a la vez.

Sobre todo si se trataba de las doce mujeres que tenía delante en ese instante.

Suspiró y se preparó para salir de allí. Pero en ese momento algo atrajo su atención. Una de las mujeres estaba apartada de las otras. Daba la espalda al resto de sus compañeras y estaba abstraída mirando los cientos de libros que llenaban una gran librería que llegaba hasta el techo. Parecía completamente ajena a los ruidos que llenaban la habitación. Era distinta. Parecía ensimismada con los libros. Él la entendía perfectamente, le solía pasar a menudo.

Observó su figura, sólo veía la parte de atrás, que era muy sugerente. Era pequeña y delgada, seguramente la más menuda de todas. Unos vaqueros ajustados y gastados dibujaban sus delgadas piernas y suculento trasero. Las deliciosas curvas de sus caderas dejaban paso a una estrecha cintura. Llevaba una camisa de franela roja que no dejaba adivinar nada más. Su cabello, castaño y ondulado caía sobre su espalda. Ese color le hizo adivinar que tendría los ojos marrones y piel oliva.

Sin saber por qué, sintió un cosquilleo en las palmas de las manos. Segundos después se dio cuenta de la causa de esa sensación. Se estaba imaginando cómo sería acariciar su pelo y enredar los dedos entre sus sedosos mechones.

Decidió que era, con diferencia, la mujer más sexy que había conocido en su vida. Y no fue su intelecto quien llegó a esa conclusión, sino más bien su instinto, situado por debajo de su ombligo.

«Date la vuelta», la ordenó con el pensamiento.

Ella no obedeció, dejándolo con la tremenda curiosidad de cómo sería la mujer que parecía tan distinta al resto de su grupo.

—¡Vaya! ¡Mirad quién está aquí, chicas! —aulló una de las jóvenes al verlo—. Será mejor que me sujetéis. Pero vosotras apartaos porque es todo mío.

Eso lo devolvió a la realidad. Dejó de mirar a la mujer, que seguía leyendo los títulos de los volúmenes mientras rozaba con su dedo los lomos de los libros. El resto de las chicas habían dejado de hacer lo que estaban haciendo para prestarle toda su atención. Todos los ojos lo miraban con interés, algunos incluso con voracidad. Consiguió permanecer quieto, aguantando las miradas, aunque no pudo evitar sentirse como uno de esos bailarines que se quitan la ropa en los clubes nocturnos y despedidas de soltera.

—¡Únete a la fiesta, cariño! —le gritó la que estaba tumbada en el suelo.

Le caía cerveza por una mejilla. Se la limpió con el revés de la mano y lo sonrió.

—Sí, no seas tímido —agregó la que había estado bailando sugerentemente con la lámpara.

—No me hagan caso, señoras —les dijo él—. Sólo estoy aquí para observar.

Todas protestaron, la mayoría mientras le dedicaban miradas lascivas. Parecían gestos más propios de un ritual de apareamiento que de una mansión de Nueva Inglaterra.

Se alejó un poco, pensando en que tenía que ir a hablar con Burt Mueller o quien estuviera al mando para dar la aventura por terminada. Pensó en que preferiría estar perdido en la selva boliviana, buscando restos de la antigua civilización de la tribu Bodo-moqua que estar allí, aunque la primera opción significase tener que vérselas con la guerrilla local.

Pero antes de que pudiera salir, alguien le lanzó algo desde la barra del bar. Intentó agacharse, pero no le sirvió de nada, aquello acabó en su cabeza, cubriéndole parte de un ojo.

No tardó mucho en darse cuenta de que llevaba por sombrero un tanga de encaje negro y rojo.

Aunque llegara a los cien años, Tori Lyons estaba decidida a no volver a prometer nada en el lecho de muerte de una persona. Sobre todo no a alguien que, después de todo, había podido recobrarse y levantarse de la cama. Le parecía que, al no haber muerto, no debería tener que cumplir su promesa.

Por supuesto que estaba contenta de que su padre se hubiera recuperado del infarto sufrido en septiembre. Agradecía al Señor y a todos los ángeles por su salud, pero ahora, sólo tres meses después, volvía a ser el mismo cascarrabias de siempre.

Lo que no sabía era que él iba a hacerle cumplir su promesa, que consistía en conseguir educarse. Cuando accedió a hacerlo, pensó que él se refería a que tomara algunas clases en el instituto de formación profesional de su pueblo, Sheets Creek, Tennessee.

Había creído que no iba a tener que hacerlo.

Mientras su tía Teeny lloraba y la novia de su padre gritaba que él no podía morirse antes de casarse con ella, Tori pensó que no iba a encontrar ningún colegio o academia que la aceptara. Al fin y al cabo, había dejado los estudios cuando estaba en el instituto. Dos años antes, había hecho el examen para conseguir el diploma de escolaridad, pero sólo para convencer a su hermano pequeño de que lo hiciera también.

Ella había aprobado, pero su hermano no. No entendía por qué.

Pero como había hecho una promesa, tenía que cumplirla. Pensó que iba a ser una pérdida de tiempo. Tori llevaba desde los cinco años metida en talleres mecánicos de medio país. Podía arreglar cualquier coche.

Le había jurado algo a su padre en el lecho de muerte y el viejo gruñón no había muerto después de todo. Aun así, él le recordó que tendría que cumplirlo porque, cuando de verdad lo llamara el Señor, quería irse con la tranquilidad de que sus hijos habían hecho lo que les había pedido.

Igual que habían hecho mientras estaba vivo.

Había decidido empezar clases de mecánica en enero, pero su padre tenía pensado que se dedicara a otro tipo de educación, algo de corte más elevado. Su mala suerte le había llevado a encontrarse en Kentucky con un tipo que estaba buscando chicas para un programa televisivo de transformaciones.

Así había acabado allí, en el estudio de un reality, cuando lo que de verdad quería era estar en casa, ayudando a su padre a sobreponerse y preparándose para pasar las navidades en Sheets Creek.

Nunca le había pedido a ninguno de sus mimados hermanos que hicieran algo así. Sólo pensar en su hermano Luther hizo que frunciera el ceño, le encantaría tenerlo delante para poder darle un buen puñetazo.

Él la había llamado la noche anterior al hotel donde habían pasado la noche, en Albany. Su conversación la dejó pensando toda la noche. El imbécil de Luther y sus apuestas habían vuelto a meterle en líos. Había estado compitiendo con algunos sujetos de mala muerte y esa vez tenía de verdad problemas. Le llamó para decirle que tenía que ganar el concurso, necesitaba urgentemente el dinero para pagar sus deudas.

Pero su hermano no estaba de suerte, porque en cuanto pudiera, iba a salir de ese programa, volver a casa para darle una bofetada e intentar conseguir que se comportara con sentido común.

Después intentaría juntar el dinero necesario. Porque el dinero que iba a obtener si se quedara hasta el final del programa no iba a ser, de todas formas, suficiente para pagar lo que su hermano debía a Joe-Bob Baker, el tipo más duro de Knoxville.

Lo que Luther no sabía era que el gran premio de «Transfórmame» era dinero en vales para ir de compras. Eso y la posibilidad de arreglarse y ponerse de punta en blanco para asistir a una de las más selectas fiestas de Navidad en Nueva York. Lo que menos le podía interesar en el mundo era ir a una de esas fiestas con unos cuantos estirados que nunca se dignarían ni a mirarla a la cara.

Tenía que salir de allí y tenía que hacerlo rápidamente. Después pensaría en cómo conseguir el dinero para su hermano además de sermonearle.

Ese pensamiento hizo que se animara un poco.

—Buenas noches, señoras. Si ya han terminado con los cócteles, acompáñenme si hacen el favor hasta el comedor.

Levantó la vista y se encontró con un estirado mayordomo vestido como un pingüino. Le temblaba la nariz como si estuviera a punto de estornudar, aquello la puso nerviosa.

Sabía que ella no debería estar allí, no era su lugar. No le gustaban el remilgado mayordomo, ni las cámaras que los rodeaban, ni los caros muebles. Todo parecía muy delicado, como si fuera a romperse en cualquier momento. Tenía que salir de ese sitio.

—¿Qué tengo que hacer para que me echen pronto del programa? —preguntó en un susurro.

—Meterte el dedo en la nariz durante la cena —contestó otra de las participantes.

Se trataba de Sukie, una pelirroja con la que había establecido una rápida amistad desde que llegara a Vermont. Seguramente porque a las dos les divertía cómo el mayordomo iba a la biblioteca cada vez que una de ellas tiraba de una cuerda.

Sukie y Tori lo habían llamado de esa forma unas veinte veces ese día. Hasta que don Almidón había parecido dispuesto a cortar la cuerda y acabar con la travesura.

—Quiero ser la primera en irme, pero crecí viendo cómo mi padre se metía el dedo en la nariz durante las comidas y no creo que pueda hacerlo —le dijo Tori—. Tiene que haber otra manera.

—Ya se te ocurrirá algo —repuso Sukie haciendo un globo con su chicle.

Sukie era peluquera en Cleveland y, por ahora, era la favorita de Tori para ganar el gran premio final. Le parecía que cualquiera que pudiera andar con esos zapatos brillantes de diez centímetros de tacón tenía todos los ingredientes para convertirse en una dama de verdad.

—Y si no se te ocurre —agregó la peluquera—. Siempre puedes rascarte o empezar mañana una batalla de almohadas. Pero esta noche no cuenta.

Esa noche era simplemente una reunión social, la oportunidad de que se conocieran antes de que comenzara la grabación al día siguiente. Así que no iba a haber tensión ni competencia entre ellas ni preocupación por saber dónde estarían escondidas las cámaras. Pero Tori creía que lo mejor era empezar con ventaja. Pensó que nunca era lo bastante pronto como para comenzar a dar una mala impresión.

El problema era que pensaba que no podía hacer nada para destacar entre esas mujeres, ni siquiera metiéndose el dedo en la nariz. Había una camionera, una camarera, algunas dependientas, una asistenta y una chica, Ginny, con una delantera enorme que había estado enseñando gustosamente a todos los coches que pasaron en su viaje en autobús desde Albany.

—No es cierto que quieras irte ya, ¿verdad? —le preguntó Sukie mientras seguían al resto de las mujeres hacia el comedor.

—Claro que sí —le dijo Tori—. Tuve que venir porque se lo prometí a mi padre. Pero eso no quiere decir que tenga que quedarme. Si me echan, él nunca podrá decir que no lo intenté.

«Y tendré tiempo para pensar en cómo ayudar a Luther», pensó ella.

Después suspiró, no sabía muy bien cómo conseguir que la echaran. No sabía si lo mejor sería ser muy mala o quizás ser muy buena. Pensó que quizás el productor, Burt Mueller, estuviera buscando a las peores, que ellas conseguirían que el show fuera más divertido.

Pero como el objetivo del programa era conseguir sacar algo de clase de esas chicas, enseñándoles buenos modales para poder ir a una fiesta de la alta sociedad neoyorquina, quizás lo que quisieran era mantener a las mejores, las que tuvieran más posibilidades de conseguirlo.

Sus reflexiones no le aclararon nada. Seguía sin saber si sería mejor portarse bien o mal.

—No me importaría quedarme si me entero de quién era ese tío bueno al que Ginny lanzó sus bragas —comentó Sukie.

Tori levantó una ceja, sin saber muy bien de qué le hablaba.

—Tú estabas concentrada en todos esos libros, completamente ajena a lo que pasaba —le dijo Sukie—. No sabes lo que te has perdido… Un macizo impresionante mirándonos desde la puerta.

Alto y sexy como si acabaran de sacarlo de un anuncio de ropa interior.

—¿Estaba en ropa interior?

—No, sólo estaba dejando que mi imaginación volara.

—¿Y tenía unas bragas usadas en la cabeza?

Sukie asintió con la cabeza.

—Ginny se sacó un tanga del bolsillo y se lo tiró.

Tori no quería saber por qué alguien iría por ahí con ropa interior en el bolsillo. Pero como a Ginny no le había importado mostrar sus pechos a todos los conductores de la autopista, quizás no tuviera por costumbre llevar la ropa interior puesta. A lo mejor sólo la llevaba en el bolsillo en caso de emergencia.

Antes de que pudiera preguntar nada más, todas siguieron por los pasillos tras el mayordomo.

Era un sitio enorme, había estado en hoteles más pequeños que esa mansión, y también más acogedores. Quedaba poco para Navidad, pero no había ni un adorno en toda la casa.

Las navidades eran su época favorita del año.

Y estaba decidida a no tener que pasarlas en ese sitio, que era tan frío como un congelador. Otra razón más salir de allí cuanto antes.

Para su sorpresa, la cena fue muy placentera, mucho más divertida de lo que se había imaginado. Se lo pasaron genial riéndose de los desagradables platos que les servían. Ninguna probó los caracoles ni nada parecido. Después de un rato, les sirvieron filete con patatas, algo mucho más del gusto de las invitadas. No tenía nada que ver con la comida de su abuela, pero no estaba mal.

Se había imaginado que alguien que formara parte del programa iría esa noche a hablar con ellas, pero el mayordomo les dijo que tenían toda la velada para ellas, para hacer lo que quisieran.

Al día siguiente, por la mañana, empezarían por fin las actividades. Casi todas fueron hasta la zona de ocio de la casa, donde había hasta un pequeño teatro. La película que ponían no era del agrado de Tori, así que se dedicó a deambular por la casa. Lo hizo casi de puntillas, no quería encontrarse con nadie. No iba a robar nada, todo lo que quería era estar sola. Quería disfrutar del único sitio de la casa que de verdad iba a echar de menos cuando saliera de allí al día siguiente.

La biblioteca.

La sala estaba llena de estanterías que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Nunca había visto tantos libros juntos en su vida. La única biblioteca que tenía Sheets Creek era uno de esos bibliobuses, que iba al pueblo de vez en cuando. La furgoneta, una donación, había sido anteriormente una heladería ambulante y aún olía a caramelo y chocolate, lo que atraía a todos los perros del lugar.

Ella siempre esperaba el bibliobús con ganas, era el único acceso que tenía a la lectura. No se le daba muy bien, pero le gustaba mucho. No solía llevar más que libros para niños y viejas revistas, pero no le importaba, se leía todo lo que pudiera encontrar.

Pero nunca había visto un sitio como ése. No había más que filas y filas de libros, todos preciosos y sugerentes, bien cuidados y limpios, no como los que transportaba el bibliobús de su pueblo.

No encendió más que una tenue lamparita, por si acaso no era verdad que ese día no fueran a grabarlas. Fue hasta la estantería que había estado contemplando antes y sacó el libro que quería, una copia deTom Sawyer. Se giró para sentarse acurrucada en uno de los sofás.

—Veo que hemos tenido la misma idea.

La voz la asustó tanto que casi se le cae el libro.

—Lo siento, no quería asustarte.

Se encendió una de las lámparas de la mesa de centro y Tori vio al que le había hablado en medio de la oscuridad.

Era un hombre. Un hombre tan atractivo como un actor de Hollywood. La dejó sin aliento, lo que hizo que no pudiera respirar y mucho menos hablar.

Su pelo era oscuro, brillante y espeso. Un par de ojos marrones la observaban. Sus rasgos eran perfectos. Pómulos marcados, fuerte mandíbula y unos labios que eran del grosor perfecto para ser mordidos durante una larga y tórrida noche de pasión.