Tras el pasado - Leslie Kelly - E-Book
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Tras el pasado E-Book

Leslie Kelly

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Beschreibung

Venus Messina creía haberlo visto todo hasta que apareció aquel tipo asegurando que era nieta de un millonario. Pero lo que más le sorprendió fue conocer al nuevo socio de su "abuelo", el sexy Troy Langtree, por el que se sintió inmediatamente atraída...Después del fracaso de su último negocio, Troy Langtree había decidido empezar de nuevo en otra ciudad con la esperanza de averiguar qué quería hacer con su vida. Pero en cuanto conoció a Venus, se dio cuenta de que ella era todo lo que quería.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Leslie Kelly

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tras el pasado, n.º 267 - diciembre 2018

Título original: Wicked and Willing

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-225-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

 

–¿Qué dirías si supieras que podrías ser la nieta desaparecida de un millonario?

Venus Messina resopló con impaciencia mientras abría una botella de cerveza. Arrojó la chapa a la papelera y ni siquiera miró por encima del hombro a aquel tipo nervioso y charlatán a quien había decidido llamar Collins por la marca de bebida que tomaba. Se había sentado al otro lado de la barra del bar y estaba intentando entablar conversación con ella desde que había llegado.

Nieta de un millonario. La idea le pareció ridícula, pero el hombre insistió.

—¿Y qué dirías si supieras que eres su heredera?

Nadie lo miró aunque la voz del hombre se alzaba, estridente, sobre el griterío del abarrotado local. Era una cálida noche de viernes de junio, y todo el mundo sabía que en una noche de viernes se oían con frecuencia historias disparatadas, sobre todo en un pub irlandés y sobre todo cuando la gente ya había tomado algunas copas de más.

Aquella era la tercera vez en la última semana que Collins aparecía y se sentaba a la barra del Flanagan, el bar de su tío; Venus había decidido trabajar en el local hasta que pudiera encontrar un empleo a tiempo completo. La primera noche, el hombre se había comportado de un modo tan silencioso, que apenas le oyó cuando pidió algo de beber. Parecía tan fuera de su elemento como una monja en un bar de alterne. En cambio, su indumentaria no le llamó la atención; a fin de cuentas, el Flanagan reunía a muchos hombres de negocios ambiciosos y ricos que pasaban sus días en los innumerables edificios de oficinas del centro del Baltimore.

La razón por la que le pareció fuera de su elemento no fue su traje oscuro, que probablemente le había costado más de lo que ella ganaba en un mes durante su último trabajo de jornada completa. Fue su tensión, la inclinación de su afilada barbilla y su gesto de desagrado cuando alguien se acercaba demasiado a él. Fue el mechón de cabello canoso que se peinaba hacia un lado para ocultar su calvicie, porque, al fin y al cabo, los ricos eran demasiado refinados como para usar algo tan poco elegante como un tupé.

En cualquier caso, Collins no le gustaba. Aunque dejara muy buenas propinas.

—¿No vas a contestar a mi pregunta, jovencita?

El tono imperioso del hombre denotó claramente que había renunciado a la idea de ser amistoso, estrategia que había utilizado el día anterior, sin ningún éxito. Parecía que su sonrisa iba a desaparecer en cualquier momento de un rostro que, obviamente, no sonreía muy a menudo.

Aquella noche había evitado los rodeos. Llevaba una hora haciéndole preguntas personales que Venus no contestaba; solo le hacía caso cuando le pedía algo de beber. Y al final, le había salido con aquella ridícula pregunta sobre el millonario.

—¿Y bien? —insistió él con impaciencia.

Venus sirvió dos bebidas a un ejecutivo y a su pareja, que estaban sentados a la barra, y murmuró:

—Me parece que alguien ha perdido a un idiota.

El ejecutivo sonrió y la mujer que lo acompañaba miró a Venus con cara de pocos amigos, como para marcar su territorio. Sin embargo, el gesto era innecesario. Venus no estaba coqueteando con él y por otra parte no le gustaban los hombres con corbata; en realidad, estaba enfadada con los hombres en general. Su última relación la había dejado no solo con el corazón roto sino sin trabajo.

Además, Venus había decidido que a punto de cumplir los treinta años ya no tenía demasiadas ganas de tontear. El cambio de los veinte a los treinta le estaba sentando tan mal que contemplaba su edad como un condenado a su ejecutor.

Por supuesto, a Venus no le importaba tanto el número como el fracaso de sus sueños. Había pensado que a los treinta tendría un buen trabajo, una relación estable, una casa e incluso un par de niños corriendo a su alrededor. Pero las cosas no habían salido como esperaba.

—Deberías tomarte un descanso para hablar conmigo —dijo entonces Collins, todavía ruborizado por el comentario de Venus.

—¿Debería? —preguntó Venus con una sonrisa mientras miraba a su compañera Janie—. Yo solo debo trabajar para ganarme mi sueldo, ¿verdad, Janie?

Janie la miró con escepticismo.

—¿Llamas sueldo a lo que Joe nos paga?

Venus comprendió la actitud de su compañera. Janie se pasaba la vida saliendo con Joe y rompiendo su relación con él. Aquella semana estaban de separación.

Además, tenía razón. La paga era muy mala y en realidad sobrevivían gracias a las propinas. Por alguna razón, a los clientes del Flanagan les gustaba la actitud cáustica e irónica de Venus. Era todo un personaje.

Sin embargo, ser camarera no era precisamente su idea de un trabajo ideal. Hasta ocho meses antes, había tenido un trabajo que le gustaba, con un buen sueldo. Tras dejar el instituto había empezado a trabajar en una empresa financiera, en la que había pasado diez años. Mientras tanto, había estudiado y había realizado varios cursos en la universidad. Hacía lo que debía hacer e incluso cerraba la boca cuando era necesario, y finalmente consiguió un puesto de jefa en el departamento de personal.

Pero entonces cometió un terrible error y comenzó a mantener una relación con Dale, uno de los directivos de la empresa. Se encapricharon el uno del otro; no era amor, sino atracción sexual, y desafortunadamente desapareció antes en ella que en él. Cuando rompió la relación, Dale se lo tomó muy mal. Tanto, que se las arregló para que Venus perdiera el empleo tres meses más tarde.

Desde entonces, odiaba a los hombres con corbata.

A pesar de toda su experiencia, no pudo encontrar un nuevo empleo acorde a su categoría. Todas las ofertas que le habían hecho implicaban empezar de nuevo desde abajo, y tal vez lo habría hecho si no hubiera conseguido el empleo en el local de Joe y si no hubiera estado completamente arruinada.

Encontrar un trabajo bien pagado era algo esencial para ella; no solo por sí misma, sino para ayudar a su madre adoptiva. Aunque siempre insistía en que las cosas le iban bien, Venus sabía que la situación de Maureen era complicada; en aquel momento tenía cuatro niños huérfanos a su cargo y ya no podía darle tanto dinero como le daba cuando aún tenía el empleo en la empresa.

Pero pretendía volverlo a hacer pronto.

—Imagínate que no tuvieras que preocuparte por un salario —dijo el hombre, con tono casi desesperado—. Por favor, concédeme unos minutos de tu tiempo.

La urgencia de su voz y su súbito cambio de actitud bastaron para que Venus lo mirara.

—Hazlo —intervino su tío Joe, que contemplaba la escena con ironía—. Y si eres heredera de un millonario, Venus, espero que no olvides quién te enseñó a montar en bicicleta.

—No fuiste tú, sino Tony Cabrini, un chico del colegio —dijo Venus con una sonrisa.

Joe la apuntó con un dedo.

—¿Y quién te enseñó a librarte de Cabrini y de los chicos como él cuando empezó a molestarte el día que cumpliste catorce años?

Venus respondió:

—Mi madre.

—Ya, bueno, ¿y quién le enseñó a ella esos trucos?

Venus empezó a reír.

—Está bien, está bien. Gracias por enseñarle el truco del golpe de rodilla, tío Joe.

Ella no había llegado a utilizar aquella táctica con Tony Cabrini. Su rodilla no había sido, precisamente, la parte de la anatomía de Venus que había entrado en contacto con la entrepierna del chico. De hecho había perdido la virginidad con él a los dieciséis años, en el cuarto de lavar del edificio donde vivía.

Desde entonces, le encantaban las lavadoras.

—De acuerdo, tómate un descanso —dijo Joe—. Puedes utilizar mi despacho si quieres.

Después, Joe se volvió hacia Collins y dijo:

—No intentes nada inadecuado. Si le pones una mano encima, tendrás que beber el resto de tu vida con una pajita.

Venus le dio a Joe un abrazo rápido y notó la sorpresa del hombre. Aunque no fuera un familiar de verdad, aunque no les unieran lazos de sangre, para ella era su tío. Su hermana, Maureen, había sido la madre adoptiva de Venus desde los ocho años.

Nunca había olvidado las visitas de Joe a Jersey, ni cuánto le gustaba que se disfrazara de Rey Mago en Navidad, aunque los regalos que le llevaba fueran casi siempre ropa y juguetes de segunda mano.

Las visitas de Joe eran mejor que la propia Navidad. A los diez años, le había enseñado a jugar al póquer. A los doce, le había enseñado a escupir como un chico. Y a los catorce, le había enseñado a fingir enfermedades para librarse de algún examen importante.

Joe también le había enseñado que ser pobre no era algo de lo que avergonzarse, y había utilizado su propio ejemplo para convencerla de que, a veces, trabajar duro servía para conseguir los sueños.

Venus nunca había olvidado la lección.

Además, Joe también la había ayudado cuando llegó a Baltimore en busca de un empleo, justo después de terminar sus estudios en el instituto. Y desde entonces era el miembro más cercano de su familia.

—Muy bien —dijo Venus a su impaciente cliente—. Te concedo cinco minutos.

Llevó a Collins hacia una puerta lateral. Cruzaron el almacén, lleno de cajas, y se dirigieron al despacho de Joe. Una vez dentro, Venus se sentó en la desgastada butaca, se inclinó hacia delante y observó al hombre que acababa de sentarse frente a ella, en una silla de metal.

—¿Por qué no me dices quién eres y qué quieres? —preguntó.

Venus se encontraba en su mundo y no estaba dispuesta a perder el tiempo con educados rodeos.

—Me llamo Leo Gallagher —dijo al fin—. Y tú eres Venus Messina, nacida en Trenton, hija de Trina O’Reilly y Matt Messina. ¿No es verdad? Necesito confirmarlo.

—Eso me han dicho, aunque nunca vi a mi padre. Pero, ¿por qué quieres confirmar ese dato?

El hombre hizo caso omiso de su pregunta y dijo.

—Tu cabello me sorprende, pero los ojos, ese profundo verde de tus ojos…

Venus lo observó mientras la contemplaba y supo perfectamente lo que estaba viendo: una alta pelirroja de boca grande y una figura que volvía locos a los hombres y celosas a las mujeres. Hacía tiempo que había dejado de ser consciente de su altura y de su hermosa figura, pero la mirada del hombre la inquietó.

—Tus padres no estaban casados —añadió.

—Lo sé. Mi madre solía bromear diciendo que, de haber adoptado el apellido de mi padre, se habría llamado Trina Messina. El nombre no le gustaba demasiado —dijo con ironía.

—No llegaste a conocer a tu padre, y perdiste a tu madre cuando tenías ocho años —declaró.

Venus apretó los dientes y contuvo el impulso de levantarse y marcharse de allí.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Collins pareció notar que su paciencia estaba al límite.

—Creo que tu padre, que se hacía llamar Matt Messina, podría ser en realidad mi primo Maxwell Longotti hijo.

El corazón de Venus comenzó a latir más deprisa, pero mantuvo la compostura.

—¿Por qué?

—Mi primo dejó la casa de sus padres en Atlanta, hace treinta años, porque quería ser actor. Vivió una temporada en Nueva York y allí adoptó su nombre artístico, Matt Messina.

El nerviosismo de Venus iba en aumento.

—Mi madre me contó que lo había conocido en Nueva York, pero nunca me dijo que utilizara un nombre artístico…

Venus no sabía demasiado de su verdadero padre. Pero recordaba que su madre le había confesado, muchas veces, que la hacía reír más que nadie.

—Puede que no lo supiera. Solo estuvo en Nueva York unas cuantas semanas y luego se marchó a California.

—¿Dónde está ahora? —preguntó, incapaz de contenerse.

—Murió en un accidente de tráfico un año más tarde.

Venus cerro los ojos y se maldijo a sí misma por sentir dolor.

—Ah.

—Pensaba regresar a Nueva York, pero tenía que pasar antes por Atlanta para arreglar las cosas con mi tío Max, su padre. Su relación no era buena. Sin embargo, lo llamó por teléfono y le dijo que quería charlar con él, que había ocurrido algo importante, algo que le había hecho comprender la importancia de la familia.

Venus pensó que un hombre que había abandonado a su compañera y a su hija en Nueva York no podía saber nada de esas cosas.

—Al día siguiente, supimos que se había matado en un accidente. Cuando su padre fue a recoger sus cosas a su apartamento, encontró un sobre con una tarjeta que decía: Felicidades, papá. En el interior del sobre había una fotografía de una niña, con un nombre en la parte posterior: Violeta.

—Pero yo me llamo Venus —intervino la joven.

El hombre se encogió de hombros, como si no fuera importante.

—Es posible que sea un apodo. O puede que tu madre cambiara de idea a última hora.

—No creo que mi madre me hubiera llamado Violeta. Y por otra parte, estoy segura de que yo conocería mi verdadero nombre.

Leo apartó la mirada.

—¿Has comprobado tu nombre en tu certificado de nacimiento?

—Nunca llegué a verlo. Cuando estaba en el instituto, robaron en la casa de mi madre adoptiva y se perdieron muchos documentos.

El hombre arqueó una ceja.

—Pero en mi carnet de conducir, en la tarjeta de la Seguridad Social y en los registros académicos aparezco como Venus —continuó—. Supongo que, si no fuera mi nombre real, alguien ya se habría dado cuenta.

—Tal vez, pero no importa —dijo el hombre con una sonrisa—. La cuestión es otra. Hay suficientes pruebas circunstanciales como para pensar que podrías ser la hija de mi primo.

Venus permaneció en silencio, intentando asumir lo que acababa de oír. Ya se había tranquilizado. Si no le hubieran contado que su padre había fallecido, tal vez habría sentido un rayo de esperanza. Pero ahora solo sentía angustia. Aunque Collins estuviera diciendo la verdad, no estaba más cerca de tener un padre que antes.

En el fondo, esperaba que se equivocara. Siempre había imaginado a su padre llevando una vida maravillosa, convertido en el gran tipo que suponía que era. Incluso había imaginado su felicidad al descubrir que tenía una hija. Su madre le había contado que había intentado ponerse en contacto con él cuando ella nació, y nunca había dejado de soñar con su regreso.

Pero cabía otra posibilidad: que su padre no hubiera recibido el mensaje. A fin de cuentas, las cartas se perdían y la gente cambiaba de números de teléfono. Por eso, Venus lo había imaginado llevando una gran vida en alguna parte y siendo tan maravilloso como su madre le había dicho que era.

Definitivamente, no quería saber que había muerto. Ni en aquel momento, ni nunca.

Venus se levantó y dijo:

—Ya has dicho lo que tenías que decir. Es una historia muy interesante pero no creo nada. No me llamo Violeta, y por otra parte, Matt Messina no es un nombre inusual. Además, Nueva York es una ciudad muy grande. Creo que es hora de que te marches.

El hombre la miró con asombro. Obviamente esperaba que cayera a sus pies, llena de gratitud. En cambio, ella deseó no haberlo visto en toda su vida.

—Pero… Debes admitir que podría ser posible —dijo.

—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene si mi padre ha muerto?

—Que me gustaría que vinieras a Atlanta a conocer tu abuelo.

Venus negó con la cabeza. Aceptar que tenía un abuelo en Atlanta equivalía a aceptar que su padre había fallecido, que no llegaría a verlo, que había acabado en la tumba antes de que pudiera conocerlo.

Aquello era demasiado para ella.

—Además te pagaré una buena suma de dinero si vienes conmigo —añadió el hombre.

Venus estaba a punto de marcharse, pero se detuvo y se volvió a sentar en la butaca.

 

 

Troy Langtree estaba sentado en su nuevo despacho de Longotti Lines, asintiendo con satisfacción mientras contemplaba la elegante decoración y la magnífica vista del centro de Atlanta. El despacho que había tenido en la empresa de su familia, en el sur de Florida, era igualmente bonito; pero en lugar de edificios, veía palmeras y mujeres en bikini.

—Bueno, eso también tenía sus ventajas —se dijo con una sonrisa.

A pesar de todo, Atlanta le gustaba. Le agradaba el paisaje de la gran ciudad y su enorme energía. Solo llevaba una semana allí y ya se sentía más vivo que nunca.

Sin embargo, seguía sin poder creer que se hubiera marchado a Atlanta. Había sido una sorpresa incluso para él mismo. Si un año antes le hubieran dicho que iba a dejar su cargo en la cadena de grandes almacenes Langtree, nunca lo habría creído. Jamás se había imaginado haciendo otra cosa.

Seis años antes, cuando su padre se jubiló, comenzó a trabajar con su hermano gemelo, Trent; pero en seguida descubrieron que Trent odiaba ese trabajo. Cuando su hermano dejó los grandes almacenes para dedicarse al diseño de exteriores, Troy se encargó de la dirección ejecutiva de la empresa. Le gustaba su trabajo, y aunque a veces se aburría, llevaba una vida muy divertida en Florida. No le faltaban las mujeres; como hombre rico y atractivo, la compañía femenina nunca había sido un problema para él.

Pero el año anterior, sus planes comenzaron a romperse. Trent se casó con Chloe, y al observar su felicidad, Troy comenzó a preguntarse por primera vez en su vida si alguna vez encontraría a una mujer que lo volviera totalmente loco.

—Lo dudo —se dijo.

Su cuñada se quedó embarazada poco después y la familia estaba encantada con lo sucedido. Troy sentía tanta envidia, que incluso empezó a mantener una relación más o menos seria, aunque breve, con una mujer que ni siquiera era su tipo. Suponía que lo había hecho porque, de forma inconsciente, intentaba seguir los pasos de su hermano gemelo.

Fuera como fuera, la relación terminó de forma desastrosa. Ella se enamoró locamente de él, pero él no la correspondía. Le gustaba, desde luego; era encantadora y muy atractiva, pero lo aburría.

La ruptura le había hecho daño y, por supuesto, ella se lo hizo notar, aunque Troy no había querido herirla. Nunca le había hecho ninguna promesa y en realidad solo habían salido juntos unas cuantas veces. De hecho, ni siquiera habían llegado a hacer el amor.

Al pensar en ello, se preguntó cómo era posible que hubiera intentado mantener una relación con una mujer que no lo volvía loco de deseo. El amor podía ser el mejor invento desde la rueda, pero si no estaba acompañado de una intensa atracción sexual, no era amor. La mujer de la que se enamorara tendría que inspirarle escenas de pasión, largos y eróticos días y noches, antes de que pasara a las promesas hechas en voz baja.

—Eso nunca ocurrirá —se dijo.

En cualquier caso, el daño ya estaba hecho. Por primera vez en su vida había herido a alguien que no se lo merecía. Muchas mujeres lo habían llamado canalla a lo largo de los años, pero aquella era la primera vez que era cierto.

Además, había algo peor. Por culpa de aquel desastre, ahora era mucho más cauto y desconfiado en sus relaciones con las mujeres. Llevaba tres meses sin acostarse con nadie, un tiempo excesivo para alguien que había perdido la virginidad a los catorce años con una criada de su abuela.

Su hermano gemelo solía decir que pasar cortas temporadas sin hacer el amor podía ser bueno para un hombre. Pero Troy habría preferido perder un brazo antes que bajar su ritmo erótico. Si perdía un brazo, podía escribir con la otra mano; pero resultaba evidente que solo podía tener orgasmos con ciertas partes de su anatomía.

Con todo, el desastre de aquella relación fue poca cosa comparada con el desastre de su carrera profesional. El trabajo con el que se sentía tan seguro desapareció de repente.

Tras seis años de estar jubilado, su padre decidió volver a trabajar otra vez y naturalmente tuvo que devolverle el cargo en la empresa. Casi todos los hombres de cincuenta y ocho años que habían sufrido un pequeño infarto habrían decidido llevar un ritmo de vida más tranquilo, pero su padre había optado por lo contrario; decía que la tranquilidad de la jubilación acabaría por matarlo y que trabajar era mucho más sano. De modo que regresó a Florida.

La intención de su padre no era echarlo de su trabajo. Bien al contrario, le había dicho que trabajarían en calidad de socios. Pero entonces, Troy pensó que le había dado la oportunidad perfecta para hacer algo que nunca había pensado: dejar la empresa, tal vez marcharse a otro sitio, y probar con otras cosas.

Su nueva libertad fue una sensación tan intensa como intoxicadora. Por fin empezaba a comprender las decisiones que había tomado su hermano gemelo; hasta entonces nunca había comprendido por qué prefería diseñar jardines a trabajar en la cadena de grandes almacenes.

El destino le facilitó las cosas. Max Longotti, viejo amigo de su fallecido abuelo, le dijo a su abuela que estaba pensando en vender su empresa y que quería que los Langtree consideraran la posibilidad de comprarla. Para ello, le pidió a Troy que fuera a trabajar a la sede de Atlanta durante unos meses, para que la dirección de la empresa pudiera conocerlo antes de solicitar a la junta que votara a favor de la venta.

Troy aceptó. Cerró su casa de la playa y se dirigió a Georgia. Max Longotti, un viejo cascarrabias que le recordaba mucho a su abuelo, lo recibió con los brazos abiertos y lo alojó en su propia casa hasta que pudiera encontrar otro sitio donde vivir. Estaba a punto de marcharse a un apartamento, pero de momento seguía en la mansión de los Longotti. Era una casa gigantesca, muy cómoda y prácticamente vacía.

En el escaso tiempo que llevaba en Atlanta había descubierto que Max Longotti era un hombre rico y solitario, rodeado de carroñeros que esperaban su muerte para clavar las garras en su fortuna. Aquello le disgustaba sobremanera.

En ese momento recordó que Max le había dicho que llegaría a casa más tarde de lo normal porque tenía una cita con su médico. Troy miró el reloj y vio casi eran las cuatro. Tenía tiempo de leer las previsiones sobre ventas antes de reunirse con Max al final del día.

Estaba a punto de ponerse a estudiar los documentos cuando algo llamó su atención: un inesperado brillo pelirrojo.

Era una mujer. Estaba sentada en la terraza, con sus largas y bellas piernas cruzadas. Como no había entrado en su despacho, supuso que habría ido a ver a Max; pero Max no estaba allí y le extrañó que su secretaria no se lo hubiera dicho.

Troy se levantó, se dirigió a la terraza y se detuvo ante el cristal de la puerta corredera, sin abrirla. La mujer llevaba sandalias y se había quitado una. El hombre contempló su pie desnudo y se fijó en que llevaba las uñas pintadas de rojo; además, tenía un tatuaje en el talón derecho.

Siguió mirándola, sin poder evitarlo. Sus piernas eran tan largas que parecían inacabables. Troy se estremeció al observar la suave piel de sus pantorrillas y la esbeltez de sus muslos. Llevaba unos vaqueros cortos; su mirada pasó sobre ellos y se clavó en su camiseta, bajo la que se veían unas curvas más que generosas.

El corazón de Troy se detuvo un momento.

Después, vio su cara, sus grandes labios, su nariz perfecta. Las largas pestañas de sus párpados impedían que pudiera ver, en esa postura, sus ojos. Y una larga y rizada melena pelirroja brillaba bajo los rayos del sol.

Al contemplar que movía los labios y que llevaba el ritmo con un pie, supuso que estaba cantando. Se pegó al cristal y escuchó:

—Rebelde, soy rebelde hasta los huesos.

La letra de la canción y la visión de aquella mujer devolvió la vida a su libido. Sonrió, llevó una mano al pomo de la puerta y abrió. No se había sentido tan bien en mucho tiempo. Exactamente, desde hacía tres meses.

—Gracias a Dios.. —susurró.

Ahora, había llegado el momento de conocer a la mujer que lo había sacado de su largo sueño sin sexo.

2

 

 

 

 

 

 

—Hola, Atlanta, Scarlett ha venido de visita. Tía Pitty, guarda la vajilla de plata. Y Rhett, si estás ahí, llámame.

Venus Messina habló en voz baja. Se sentía como si fuera la famosa protagonista de Lo que el viento se llevó, y cerró los ojos para disfrutar de los cálidos rayos del sol. Habría sido capaz de quedarse dormida allí mismo, lo que no resultaba tan extraño si se tenía en cuenta que su vida había dado un vuelco en las últimas setenta y dos horas y que no había dormido demasiado últimamente.

Si la semana anterior le hubieran dicho que en cuestión de días se iba a encontrar en la capital de Georgia, a punto de reunirse con un hombre que podría ser su abuelo, habría reído y habría tomado por loco al inventor de la historia.

Pero allí estaba.

Marcharse había resultado muy fácil, porque Joe insistió en que podían pasar sin ella en el Flanagan. Después, se las había arreglado para que su mejor amiga, Lacey, se encargara de cuidar a su mimado gato y sus plantas medio muertas. Al gato, lo adoraba. Las plantas, en cambio, no le importaban tanto; pero odiaba admitir la derrota, y si sus helechos estaban condenados a morir, prefería que murieran por su propia mano.