LA NARIZ y EL CAPOTE - Nikolai Gógol - E-Book

LA NARIZ y EL CAPOTE E-Book

Nikolái Gógol

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Beschreibung

Nikolai Gogol (1809-1852) fue un de los grandes escritores rusos. Su obra se sitúa en el estilo del realismo de la literatura rusa, aunque algunas obras presentan características del surrealismo.  Gógol cultivó varios géneros, pero fue notablemente conocido como dramaturgo, novelista y escritor de cuentos. Sus obras más conocidas son: Taras Bulba, La Nariz, El Capote y Almas muertas. En esta edición, el lector podrá apreciar dos de los mejores cuentos de Nikolai Gógol: LA NARIZ y EL CAPOTE.  

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Nikolai Gógol

LA NARIZ y

EL CAPOTE

Sumario

PRESENTACIÓN

Acerca del autor

Acerca de las obras:

LA NARIZ

EL CAPOTE

PRESENTACIÓN

Acerca del autor

Nikolái Vasílievich Gógol en ocasiones adaptado al español como Nicolás Gógol; (Soróchintsy, Gobernación de Poltava, 20 de marzo, 1809. — Moscú; 21 de febrero 1852) fue un escritor ruso de origen ucraniano. Cultivó varios géneros, pero fue notablemente conocido como dramaturgo, novelista y escritor de cuentos cortos. Sus obras más conocidas son, probablemente, Taras Bulba, La Nariz, El Capote y Almas muertas, considerada por muchos como la primera novela moderna en lengua rusa.

Nikolái Vasílievich Gógol

Gógol nació en Soróchintsy, en la gobernación de Poltava (actualmente Ucrania) cerca del río Psel, en el seno de una familia de la baja nobleza rutena. Algunos de sus antepasados se identificaban como parte de la nobleza polaca (Szlachta), debido a la influencia cultural polaca de las clases altas rutenas. Su propio abuelo, Afanasi Gógol, escribió en documentos censales que sus «antepasados, de apellido Gógol, pertenecen a la nación polaca». Sin embargo, su bisabuelo Yan (Iván) Gógol, tras haber estudiado en la Academia de Kiev-Mohyla, institución de fuertes raíces ucranianas y ortodoxas, se trasladó a la parte oriental de Ucrania, más vinculada culturalmente a Moscovia, y se estableció en la región de Poltava, dando lugar a la línea familiar de los Gógol-Yanovski.

El propio Gógol consideraba la segunda parte de su apellido «un añadido polaco artificial», usando solo la primera parte, Gógol. Su padre murió cuando el joven Nikolái tenía quince años de edad. Las profundas creencias religiosas de la madre sin duda debieron influir en la visión del mundo de Gógol, muy condicionada también por su entorno familiar de baja nobleza en un medio rural.

Se trasladó a San Petersburgo en 1828 y allí trabajó en un modestísimo empleo de burócrata de la administración zarista. En 1831, conoció a Aleksandr Pushkin, que le ayudó en su carrera como escritor y se hizo amigo suyo. Más adelante, impartió clases de historia medieval en la Universidad de San Petersburgo de 1834 a 1835.

Escribió diversos relatos breves cuya acción transcurre en San Petersburgo, como La avenida Nevski, el Diario de un Loco, El Capote y La Nariz. Este último sería adaptado como ópera por Dmitri Shostakóvich. Sin embargo, sería su comedia El inspector, publicada en 1836, la que lo convertiría en un escritor conocido. El tono satírico de la obra, que comparte con otros de sus escritos, generó una cierta controversia, y Gógol emigró a Roma.

Gógol pasó casi cinco años viviendo en Italia y Alemania, viajando también algo por Suiza y Francia. Fue durante este periodo cuando escribió Almas muertas, cuya primera parte se publicó en 1842, y la novela histórica Tarás Bulba, protagonizada por el cosaco del mismo nombre y ambientada en el siglo XVI en tierras ucranianas y que estaban parcialmente ocupadas por los polacos.

Se dice que la idea de la trama de Almas muertas le habría sido sugerida a Gógol por Pushkin. En 1848, Gógol hizo una peregrinación a Jerusalén, impulsado por sus profundas creencias cristianas ortodoxas. Tras volver de Jerusalén, Gógol decidió abandonar la literatura para concentrarse en la religión, bajo la influencia del sacerdote ortodoxo Padre Konstantínovski. Entonces, Gógol quemó lo que había escrito de la segunda parte de Almas muertas diez días antes de su muerte el 21 de febrero/4 de marzo de ese año en Moscú. Algunos fragmentos de esa segunda parte de Almas muertas sobrevivieron a la quema y han sido publicados.

Aunque está fuera de toda duda que en Almas muertas se refleja un ansia de reformar Rusia, no queda claro si las reformas sugeridas habrían de ser de tipo político o moral. La primera parte del libro muestra los errores cometidos por el protagonista, mientras que en la segunda, más confusa, se muestran las enmiendas a esos errores. El deseo de Gógol de una reforma moral de Rusia se hizo al final de su vida mucho más radical, como se ve en el fanatismo que impregna en algunas de sus cartas publicadas. Esta radicalización de su pensamiento lo llevó a la decisión de quemar el borrador de la segunda parte de Almas muertas, a la vez que su salud empeoraba rápidamente.

Sus últimos cuatro años de vida transcurrieron en una cómoda casa de dos plantas ubicada en lo que hoy se conoce como Bulevar Nikitski de Moscú. Esta residencia se conserva como museo y guarda casi todos los muebles y objetos personales del autor; incluyendo su escritorio, en el que trabajaba de pie y coronado con una imagen del poeta Pushkin, sus plumas y cuadros personales, donde sobresalen fotos de religiosos ortodoxos con quienes tuvo trato. También se exhibe su máscara mortuoria de yeso. Gógol falleció allí mismo en su alcoba, mentalmente muy enfermo y con un gran deterioro físico.

Acerca de las obras:

En esta edición, el lector podrá apreciar dos de los mejores cuentos de Nikolai Gógol: La Nariz y El Capote.

LA NARIZ

El protagonista de esta historia un buen día descubre con gran preocupación que ha perdido su nariz, hasta que la encuentra casualmente por la calle, dotada de vida propia... La nariz es un relato que contiene muchos elementos frecuentes en la obra de Gógol: es humorístico, muy divertido, disparatado, un tanto surrealista, y al mismo tiempo está basado en personajes y ambientes muy reales, pertenecientes a la sociedad de su tiempo y situados en la ciudad en la que vivió: San Petesburgo.

Gógol utiliza esa combinación de realidad y fantasía, para hacer una caricatura de la sociedad rusa de su tiempo. En particular, critica la vanidad, la ambición de poder y el exceso de preocupación por las convenciones sociales. La nariz es una excelente forma de empezar a conocer a su autor. El compositor Shostakóvich creó una ópera basada en este relato.

EL CAPOTE

Publicado en 1842, El capote narra la historia de Akaki Akákievich, un humildísimo funcionario ruso que encarna esa paradoja. Puntual, meticuloso, dócil, se limita a copiar documentos con una caligrafía primorosa. No es capaz de asumir responsabilidades más complejas, pues carece de ingenio y perspicacia. Es un hombre sin atributos que acepta su destino y que jamás se ha planteado rebelarse o cambiar de vida. No se siente alienado, ni uncido a un yugo intolerable.

Su escritorio es su tabla de salvación, el madero que le permite mantenerse a flote, creando la ilusión de que no va a la deriva, sino hacia un puerto que tal vez no es una utópica Arcadia, pero sí un lugar tranquilo y confortable. No sospecha que en realidad puede irse a pique en cualquier momento, pues sólo es un ser anónimo, insignificante, prescindible. Su precisión caligráfica, imitando los distintos tipos de letra, no es una virtud, sino una anécdota irrelevante en un mundo caótico, absurdo, gravemente desordenado por acontecimientos que trascienden las meras apariencias.

LA NARIZ

Nikolai Gógol - 1836

El 25 de marzo tuvo lugar en San Petersburgo un suceso de lo más extraño. En la avenida de Vosnesenski vivía el barbero Iván Yakovlievich; su apellido se había perdido, y no figuraba en la placa donde aparecían pintados un señor con la mejilla enjabonada y el siguiente letrero: «Se hacen sangrías».

El barbero Iván Yakovlievich se había despertado bastante temprano, reparando al punto en el olor a pan caliente. Incorporándose un poco en la cama, vio que su esposa, una señora de aspecto bastante respetable, muy aficionada al café, sacaba del horno pan recién cocido.

— Hoy no tomaré café, Prascovia Osipovna — dijo Iván Yakovlievich — En lugar de ello, tengo ganas de comer pan caliente con cebolla.

Es decir, Iván Yakovlievich quería lo uno y lo otro, pero sabía que era imposible exigir ambas cosas a la vez, pues a Prascovia Osipovna no le agradaban semejantes caprichos.

«¡Que coma pan el muy tonto! Tanto mejor para mí — pensó su mujer para sus adentros — así quedará más café.» Y echó un pan sobre la mesa.

Iván Yakovlievich, por decoro, se puso el frac sobre la camisa, y tras haberse sentado a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, cogió el cuchillo y, haciendo una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Al partirlo en dos pedazos miró al centro, y con gran sorpresa vio algo que brillaba. Con sumo cuidado, Iván Yakovlievich introdujo el cuchillo y lo palpó con el dedo:

«¡Qué duro está! — pensó para sí — ¿Qué será?»

Metió los dedos y sacó..., ¡horror!, ¡una nariz!... Iván Yakovlievich se quedó petrificado. Empezó a restregarse los ojos y a palpar la nariz. Sí, no cabía duda: se trataba de una nariz, y hasta le parecía que era de un conocido. El espanto le cambió el semblante. Pero este espanto no fue nada comparado con la indignación de su esposa.

 — ¡Qué bárbaro! ¿Dónde cortaste esa nariz? — gritó, furiosa — ¡Canalla, borracho! Yo misma te denunciaré a la Policía. ¡Jesús, qué bandido! Ya es la tercera persona a quien oigo decir que cuando afeitas, tiras tanto de la nariz que no hay quien lo resista.

Iván Yakovlievich estaba más muerto que vivo. Había reparado en que la nariz era del asesor colegiado Kovaliev, a quien afeitaba todos los miércoles y domingos.

 — ¡Aguarda, Prascovia Osipovna! La envolveré en un trapo y la dejaré en un rincón. Que esté allí un rato; ya la sacaré luego.

 — ¡Ni hablar! ¿Crees que voy a consentir que haya en mi cuarto una nariz cortada?... ¡Vaya calamidad! ¡Sólo sabe pasar la navaja por la correa, y pronto no estará en condiciones de cumplir con su oficio el muy tuno! ¿Y piensas que te voy a defender ante la Policía?... Eres un chapucero, ¡más tonto que un leño! ¡Sácala de aquí! ¿Me oyes? Llévatela a donde te dé la gana, pero que no vuelva yo a saber más de ella.

Iván Yakovlievich se quedó como si hubiera caído un rayo a sus pies. Estuvo reflexionando un buen rato, sin saber qué decisión tomar.

«El diablo sabrá cómo pudo suceder esto — dijo, al fin rascándose una oreja — Yo no puedo asegurar que no regresara anoche borracho, pero, a juzgar por las señales el hecho es inadmisible, pues el pan está cocido y la nariz no lo está. ¡No entiendo nada de esto!»

Iván Yakovlievich se quedó callado. La idea de que la Policía podía hallar la nariz en su casa lo dejó completamente atontado. Ya se imaginaba ver el cuello escarlata con los hermosos bordados de plata, la espada... y todo su cuerpo quedó tembloroso. Por fin, sacó su ropa interior y sus botas, se vistió y, acompañado de las duras amonestaciones de Prascovia Osipovna, envolvió la nariz en un trapo y salió a la calle.

Tenía la intención de deshacerse de ella en cualquier sitio; en el guardacantón debajo de la verja, o dejarla caer, como por casualidad, y torcer hacia un callejón, pero, por desgracia, tropezaba cada vez con algún conocido, que le preguntaba en el acto:

 — ¿Adónde vas? ¿A quién vas a afeitar tan temprano?

Así es que Iván Yakovlievich no pudo hallar un momento oportuno para su propósito. Una vez hasta logró dejarla caer, cuando desde lejos un centinela le hizo señas con la alabarda, añadiendo:

 — ¡Eh, tú! ¡Que se te ha caído algo! Recógelo.

Iván Yakovlievich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo. La desesperación se apoderó de él, sobre todo al ver que la gente iba aumentando en la calle, a medida que se abrían los almacenes y las tiendas.

Decidió ir al puente de Isakievski. ¡Quizás allí lograría arrojarla al Neva!..

Pero me siento un tanto culpable por no haber dicho hasta ahora nada sobre Iván Yakovlievich, hombre honrado por todos los conceptos.

Iván Yakovlievich, como todo hombre formal en Rusia, ocupado en un oficio, era un borracho empedernido, y, a pesar de que a diario rasurase barbas ajenas, la suya permanecía siempre sin afeitar. El frac de Iván Yakovlievich (no usaba nunca levita) era pardo. Es decir, que su verdadero color era negro, pero se hallaba cubierto de manchas grises y de un marrón amarillento: el cuello estaba reluciente, y en lugar de tres botones, sólo se veían los hilos. Iván Yakovlievich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovalev solía decirle, mientras lo estaba afeitando:

 — Iván Yakovlievich, tus manos huelen muy mal.

A lo que él contestaba con la siguiente pregunta:

 — ¿Y de qué van a oler mal?

 — Lo ignoro, amigo; sólo sé que huelen muy mal — respondió el asesor colegiado.

E Iván Yakovlievich, después de tomar rapé, en desquite le llenaba de jabón, tanto las mejillas como debajo de la nariz, detrás de las orejas y debajo de la barbilla; en una palabra: donde le daba la gana.

Este honrado ciudadano se hallaba ya en el puente de Isakievski. Primero echó una mirada en torno suyo; luego, se inclinó sobre la barandilla, como deseando averiguar si eran muchos los peces que nadaban debajo del puente, y con gran cautela arrojó el trapo con la nariz. Sintió como si de pronto le quitaran un enorme peso de encima, y hasta llegó a sonreírse. En vez de ir a afeitar a sus clientes funcionarios, se dirigió hacia un establecimiento donde viera el siguiente letrero: «Comidas y té», con la intención de tomar un ponche; pero, de repente, en el extremo del puente divisó a un policía de aspecto imponente, con anchas patillas, tricornio y espada. Iván se quedó petrificado. Mientras tanto, el policía le hacía señas, gritándole:

 — ¡Oye, tú, precioso! ¡Ven acá!

Iván Yakovlievich, que no ignoraba el reglamento, ya desde lejos se quitó la gorra y, acercándose con presteza, dijo:

 — Muy buenos días tenga su señoría.

 — No, hermano; déjate de señoría y dime mejor lo que hacías allí, en el puente.