La oración, camino de amor - Jacques Philippe - E-Book

La oración, camino de amor E-Book

Jacques Philippe

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Beschreibung

El encuentro personal con Dios en la oración está en el origen de toda conversión personal, y es el camino para alcanzar una sociedad más justa: solo el contacto con el Cielo es capaz de sanar nuestra tierra. Sea cual sea la vocación de cada uno, la primera llamada que Jesús y el Espíritu Santo nos dirige es la de la oración. En ese diálogo, Jesucristo nos da a conocer el rostro del Padre, y también nuestra identidad más profunda. La oración, camino de amor guiará al lector hacia una mayor intimidad con Dios, ayudándole a aprender el arte de orar y a consolidar hábitos para que ese encuentro personal se prolongue durante toda la vida. Jacques Philippe es miembro de la Comunidad de las Béatitudes, en la que ha desempeñado importantes responsabilidades (consejo general, responsable de los sacerdotes y seminaristas, formación de los pastores). Ordenado sacerdote en 1985, predica retiros en Francia y en el extranjero. Entre sus obras, cabe destacar Tiempo para Dios; La libertad interior; La paz interior; En la escuela del Espíritu Santo y Llamados a la vida, todos ellos publicados en Rialp.

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Jacques Philippe

LA ORACIÓN,

CAMINO DE AMOR

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

Título original: Apprendre à prier pour apprendre à aimer

© 2013 by Éditions des Béatitudes, S.O.C. Nouan le Fouzelier (Francia)

© 2014 de la versión castellana, realizada por Miguel Martín, by

EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.

28027 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4359-5

ePub producido por Anzos, S. L.

INTRODUCCIÓN

Hay muchos libros excelentes sobre la oración. ¿Es de verdad necesario otro más? Sin duda, no. Ya escribí uno sobre el tema hace algunos años, y no estaba en mis planes hacer otro[1]. Sin embargo, a riesgo de repetirme en algunos puntos, me he sentido impulsado recientemente a redactar este librito, pensando que podría ayudar a algunos a perseverar en el camino de la oración personal, o a emprender ese camino. Tengo ocasión de viajar con cierta frecuencia por varios países para predicar retiros, y me ha impresionado comprobar la sed de oración que tienen hoy muchas personas, de todo estado y condición de vida, de toda vocación; pero he visto también la necesidad de ofrecer algunas orientaciones para asegurar la perseverancia y la fecundidad de la vida de oración.

Lo que más necesita el mundo de hoy es la oración. De ahí precisamente nacerán todas las renovaciones, las curaciones, las transformaciones profundas y fecundas que deseamos para nuestra sociedad. Nuestra tierra está muy enferma, y solo el contacto con el cielo la podrá curar. Lo más útil para la Iglesia hoy es contagiar a los hombres su sed de oración y enseñarles a orar.

Descubrir a alguien el gusto por la oración, ayudarle a perseverar en este camino no siempre fácil, es el mayor regalo que se le puede hacer. Quien tiene la oración lo tiene todo, pues a partir de ahí Dios puede entrar y actuar libremente en su vida, y operar las maravillas de su gracia. Cada vez estoy más convencido de que todo procede de la oración, y que entre todas las llamadas del Espíritu esta es la más urgente a la que debemos responder. Renovarse en la oración es ser renovado en todos los aspectos de nuestra vida, es encontrar una nueva juventud. Más que nunca, el Padre busca adoradores en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

Es evidente que no todos tenemos en este asunto la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos, muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día. Dios está deseoso de revelarse, de manifestar a todos los pobres y pequeños, que eso somos nosotros, su rostro de Padre; para ser nuestra luz, nuestra curación, nuestra felicidad. Tanto más porque vivimos en un mundo difícil.

Siempre es útil hablar de la oración, pues es referirse a los aspectos más importantes de la vida espiritual, y también de la existencia humana.

Querría dar en este libro algunas indicaciones muy sencillas y al alcance de todos, para animar a las personas que quieran responder a esta llamada, para guiarlas en su afán, para que se cumpla en su vida de oración el encuentro íntimo y profundo con Dios que es el objetivo de esa vida. Que puedan encontrar efectivamente en su fidelidad a la oración la luz, la fuerza, la paz que necesitan para que su vida produzca fruto abundante, según el deseo del Señor.

Hablaré sobre todo de la oración personal. La oración comunitaria, en particular la participación en la liturgia de la Iglesia, es una dimensión fundamental de la vida cristiana, y no pretendo subestimarla. Sin embargo, hablaré sobre todo de la oración personal, pues es ahí donde se encuentran mayores dificultades. Además, sin oración personal, la oración en común corre el riesgo de ser superficial y no alcanzar toda su belleza y su valor. Una vida litúrgica y sacramental que no se alimente del encuentro personal con Dios puede acabar siendo aburrida y estéril.

El mundo vive, y quizá vivirá cada vez más, tiempos difíciles. Es tanto más necesario enraizarse en la oración, como nos pide Jesús en el Evangelio: «Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).

1Tiempo para Dios. Rialp. Col. Patmos.

I. LOS MOTIVOS DE LA ORACIÓN

Nuestra vida valdrá lo que valga nuestra oración.

Marthe Robin

La fidelidad y la perseverancia en la oración (este es el punto fundamental que hay que asegurar y el objetivo principal del combate de la oración) suponen una fuerte motivación. Hay que estar bien convencido de que, aunque el camino no sea siempre fácil, vale la pena emprenderlo y que las ventajas de esta fidelidad superan sin medida las penas y dificultades que se encontrarán inevitablemente. Querría por eso en este primer capítulo recordar las principales razones por las que es necesario «orar siempre y no desfallecer», como nos dice Jesús en el Evangelio (Lc 18, 1).

Comencemos recogiendo una cita de san Pedro de Alcántara, un franciscano del siglo XVI que fue un apoyo importante para Teresa de Jesús en su obra de reformadora. La cita viene de su Tratado de la oración y meditación y la toma a su vez el santo de otro doctor:

En la oración, se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu, derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama del divino amor[2].

No voy a comentar este sabroso texto, simplemente lo ofrezco como testimonio estimulante de una experiencia en la que podemos confiar. Quizá no notaremos eso sensiblemente todos los días, pero si somos fieles, experimentaremos poco a poco que todo lo que se promete en ese pasaje es rigurosamente cierto.

Quisiera ahora dar la palabra a un testigo más reciente, nuestro santo papa Juan Pablo II, citando un pasaje de la carta apostólica Novo Millenio ineunte. Esta carta, dirigida a todos los fieles, fue publicada el 6 de enero de 2001, como conclusión del año jubilar con el que el papa había querido preparar a la Iglesia para entrar en el milenio, exhortándola a guiar mar adentro (Cfr. Lc 5, 4).

Haciendo balance del año jubilar, el papa invitaba a contemplar el rostro de Cristo, «tesoro y alegría de la Iglesia», mientras proponía una preciosa y rica meditación sobre el misterio de Jesús que debe iluminar el camino de cada fiel. En una tercera parte, nos exhortaba a «volver a partir de Cristo» para afrontar los desafíos del tercer milenio. Dejando a cada iglesia local la tarea de definir sus orientaciones pastorales, propone algunos puntos fundamentales, válidos para toda la Iglesia. Recuerda que todo programa pastoral debe permitir esencialmente a cada cristiano responder a la llamada a la santidad inserta en la vocación bautismal, recordando las palabras del Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40).

Lo primero que se necesita para implantar en la vida de la Iglesia una «pedagogía de la santidad» debe ser la formación en la oración. Escuchemos a Juan Pablo II:

Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas[3].

En este bello texto, Juan Pablo II nos recuerda puntos esenciales: la oración es el alma de la vida cristiana y la condición de toda vida pastoral auténtica. La oración nos hace amigos de Dios, nos introduce en su intimidad y en la riqueza de su vida, hace que permanezcamos en él y él en nosotros. Sin esta reciprocidad, sin esta relación de amor que realiza la oración, la religión cristiana se queda en un formalismo vacío; el anuncio del Evangelio no sería más que propaganda; el compromiso de la caridad, una obra de beneficencia que no cambia nada fundamental en la condición humana.

Es muy justa y muy importante también esta afirmación del Papa según la cual la oración es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro. La oración permite encontrar en Dios un vida siempre nueva, y dejarse regenerar y renovar continuamente. Cualesquiera que sean las pruebas, las desilusiones, el peso de las situaciones, los fracasos y las faltas, en la oración encontraremos la fuerza y la esperanza para asumir la existencia con una total confianza en el porvenir. Cosa por cierto bien necesaria hoy.

Un poco más adelante, el Papa evoca la sed de espiritualidad tan presente en el mundo actual, con frecuencia ambigua, pero que es también una oportunidad, y muestra cómo la tradición de la Iglesia responde de manera auténtica a esta sed:

La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: «El que me ame será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).

Prosigue diciendo lo importante que es que toda comunidad cristiana (familia, parroquia, grupo carismático, asociación católica, etc…) sea ante todo un lugar de educación en la oración:

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato del corazón». Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Esta llamada a la oración vale para todos, incluidos los laicos. Si estos no rezan, o se contentan con una oración superficial, están en peligro:

Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizá acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.

1. La oración como respuesta a una llamada

Lo primero que debe motivarnos y animarnos para entrar en una vida de oración, es que el mismo Dios nos lo pide. El hombre busca a Dios, pero Dios busca al hombre mucho más. Dios nos llama a tratarle, pues desde siempre, y mucho más de lo que podemos imaginar, desea ardientemente entrar en comunión con nosotros.

El fundamento más sólido de la vida de oración no es nuestra propia búsqueda, nuestra iniciativa personal, nuestro deseo (tienen su valor, pero pueden a veces faltar), sino la llamada de Dios: Orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad orando en todo tiempo (Lc 21, 36). Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (Ef 6, 18).

No oramos ante todo porque deseemos a Dios, o porque esperemos de la vida de oración unos beneficios estupendos, sino sobre todo porque es Dios quien nos lo pide. Y, pidiéndonoslo, sabe lo que hace. Su proyecto supera infinitamente cuanto podemos suponer, desear o imaginar. En la vida de oración hay un misterio que nos supera por completo. El motor de la vida de oración es la fe, en cuanto obediencia confiada a lo que Dios nos propone. Sin que podamos imaginar las inmensas repercusiones positivas a esta respuesta humilde y confiada a la llamada de Dios. Como Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba, y que se convirtió así en padre de una multitud.

Si se ora a causa de los beneficios que se espera alcanzar con la oración, se corre el riesgo de desanimarse cualquier día. Esos beneficios no son inmediatos ni medibles. Si se ora en una actitud de humilde sumisión a la palabra de Dios, se tendrá siempre la gracia de perseverar. Escuchemos estas palabras de Marthe Robin:

Quiero ser fiel, muy fiel a la oración cada día, a pesar de las sequedades, los aburrimientos, los disgustos que pueda tener… ¡a pesar de las palabras disuasorias, desanimantes y amenazantes que el demonio pueda repetirme!… En los días de turbación y grandes tormentos, me diré:

Dios lo quiere, mi vocación lo requiere, ¡eso me basta! Haré la oración, me quedaré todo el tiempo que me han prescrito en oración, haré lo mejor que pueda mi oración, y cuando llegue la hora de retirarme me atreveré a decir a Dios: Dios mío apenas he rezado, apenas he trabajado, poco he hecho, pero os he obedecido. He sufrido, pero os he mostrado que os quería y que quería amaros.

Esta actitud de obediencia amorosa y confiada es la más fecunda que puede darse. Nuestra vida de oración será tanto más rica y bienhechora cuanto más animada esté, no por el deseo de conseguir esto o lo otro, sino por esta disposición de obediencia confiada, de respuesta a la llamada de Dios. Dios sabe lo que es bueno para nosotros, y eso nos debe bastar. No podemos tener una visión utilitarista de la oración, encerrarnos en una lógica de la eficacia, de rentabilidad, que lo pervertiría todo. No tenemos que justificarnos ante nadie por el tiempo que dedicamos a la oración. Dios nos invita, por decirlo así, a «perder el tiempo» con él, eso basta. Será una «pérdida fecunda», diremos con palabras de Teresa de Lisieux[4]. Hay una dimensión de gratuidad que es fundamental en la vida de oración. Paradójicamente, cuanto más gratuita es la oración, más fruto reporta. Se trata de confiar en Dios y hacer lo que nos pide, sin necesitar otras justificaciones. «¡Haced lo que él os diga!» (Jn 2, 5), dijo María a los sirvientes en las bodas de Caná.

Salvaguardando siempre este fundamento de gratuidad, quiero exponer un conjunto de razones que legitiman el tiempo dedicado a la oración. San Juan de la Cruz afirma: «Quien huye de la oración, huye de todo lo bueno»[5]. Expliquemos por qué.

2. La prioridad de Dios en nuestra vida

La existencia humana no encuentra su completo equilibrio y su belleza más que si tiene a Dios por centro. «¡El primer servido, Dios!», decía santa Juana de Arco. La fidelidad a la oración permite garantizar, de manera concreta y efectiva, esta primacía de Dios. Sin esa fidelidad, la prioridad otorgada a Dios corre el riesgo de no ser más que una buena intención, es decir, una ilusión. El que no ora, de un modo sutil pero cierto, pondrá su «ego» en el centro de su vida, y no la presencia viva de Dios. Se dispersará en multitud de deseos, solicitaciones, temores. Por el contrario, quien ora, aunque tenga que enfrentarse a la carga del ego, a las tendencias de repliegue sobre sí mismo y al egoísmo que nos afectan a todos, reaccionará saliendo de sí y volviendo a centrarse en Dios, permitiéndole que poco a poco ocupe (o recupere) el lugar que le corresponde en su vida, el primero. Encontrará así la unidad y la coherencia de su vida. «El que no recoge conmigo, desparrama», dijo Jesús (Lc 11, 23). Cuando Dios está en el centro, todo encuentra el lugar que le corresponde.

Dar a Dios una prioridad absoluta frente a cualquier otra realidad (trabajo, relaciones humanas, etc.) es la única manera de establecer un orden justo respecto a las cosas, poniendo una sana distancia que permite salvaguardar la libertad interior y la unidad en nuestra vida. De otro modo se cae en la indiferencia, en la negligencia, o por el contrario en el apegamiento y la dispersión en inquietudes inútiles.

El lazo que se anuda con Dios en la oración es también un elemento fundamental de estabilidad en nuestra vida. Dios es la Roca, su amor es inconmovible, «el Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza» (St 1, 17). En un mundo tan inestable como el nuestro, que va a toda velocidad, donde los aparatos electrónicos quedan obsoletos un año después de salir al mercado, es aún más importante encontrar en Dios nuestro apoyo interior. La oración nos enseña a enraizarnos en Dios, a permanecer en su amor (Cfr. Jn 15, 9), a encontrar en él fuerza y seguridad, y nos permite también convertirnos en un apoyo firme para los demás.

Añadamos que Dios es la única fuente de energía inagotable. Por la oración, «aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día», por decirlo con palabras de san Pablo (2Cor 4, 16). Recordemos también al profeta Isaías: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40, 30). Por supuesto, tendremos en nuestra vida tiempos de prueba y de cansancio, porque es necesario que experimentemos nuestra fragilidad, que nos sepamos pobres y pequeños. Sin embargo, sigue siendo cierto que Dios sabrá darnos en la oración la energía que precisemos para servirle y amarle, e incluso a veces las fuerzas físicas.

3. Amar gratuitamente

La fidelidad a la oración es muy valiosa, pues nos ayuda a preservar la gratuidad en nuestra vida. Como decía más arriba, orar es perder el tiempo con Dios. En definitiva, se trata de una actitud de amor gratuito. Este sentido de la gratuidad está muy amenazado hoy, cuando todo se piensa en términos de rentabilidad, de eficacia, de performance. Eso acaba por ser destructor para la existencia humana. El amor verdadero no puede encerrarse en la categoría de lo útil. Cuando el Evangelio de Marcos nos cuenta la elección de los Doce, nos dice que Jesús los eligió primero «para que estuvieran con él» (Mc 3, 14). Y solamente luego para compartir sus tareas: predicar, expulsar a los demonios, etc. No somos solamente servidores, estamos llamados a ser amigos, en una vida y una intimidad compartidas, más allá de todo utilitarismo. Como en los orígenes, cuando a la caída de la tarde, Dios se paseaba por el jardín del Edén con Adán y Eva (Gn 3, 8). Me gustan unas palabras que Dios dirigió a sor María de la Trinidad[6], llamándola a una vida de oración totalmente gratuita, de adoración y de pura receptividad: «Es más fácil encontrar obreros para trabajar que niños para festejar».

Orar es pasar gratuitamente tiempo con Dios, por la alegría de estar juntos. Es amar, porque dar uno su tiempo es dar su vida. El amor no es ante todo hacer algo por el otro, es tenerle presente. La oración nos educa en tener presente a Dios, en una simple atención amorosa.

Lo estupendo es que, al aprender a estar presentes para Dios solo, aprendemos al mismo tiempo a estar presentes para los demás. En las personas que han tenido una larga vida de oración, se puede apreciar una especial facilidad de atención, de presencia, de escucha, de disponibilidad de la que no son con frecuencia capaces las personas que han sido absorbidas toda su vida por la actividad. De la oración nace una delicadeza, un respeto, una atención, que es un precioso regalo para los que encontramos en nuestro camino.

No hay escuela de atención al prójimo más hermosa y eficaz que la perseverancia en la oración. Poner en oposición o en competencia la oración y el amor al prójimo sería un sinsentido.

4. Anticipar el Reino

La oración nos hace anticipar el Cielo. Nos hace entrever y saborear una felicidad que no es de este mundo, que nada nos la puede ofrecer aquí abajo: la felicidad en Dios a la que estamos destinados, para la que fuimos creados. En la vida de oración se encuentran luchas, sufrimientos, arideces (ya hablaremos de eso). Pero si se persevera fielmente, se disfruta de tiempo en tiempo de una felicidad indecible, una paz y una satisfacción que son un anticipo del paraíso. «Veréis los cielos abiertos», nos prometió Jesús (Jn 1, 51).

La primera regla de la orden de los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, fundada en Tierra Santa en el siglo XII, les invita a