La paternidad espiritual del sacerdote - Jacques Philippe - E-Book

La paternidad espiritual del sacerdote E-Book

Jacques Philippe

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Beschreibung

Ante la actual crisis de la paternidad, hay más necesidad que nunca de personas que sean imagen de la fuerte y dulce paternidad de Dios. ¿En qué consiste esa verdadera paternidad? ¿Cómo puede alguien llegar a ser imagen de Dios y alcanzar, para sí y para otros, la verdadera libertad de los hijos de Dios? Al tratar de responder a estas preguntas, el libro también quiere indicar el camino espiritual que permite a un sacerdote protegerse de posibles fallos y ambigüedades en esta delicada tarea, con el fin de desplegar el don recibido en la ordenación. Este libro no sólo será de interés para los sacerdotes, sino que también ayudará a todos aquellos (padres, educadores, líderes...) que están llamados a ejercer una cierta paternidad en la Iglesia o en la sociedad.

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JACQUES PHILIPPE

LA PATERNIDAD ESPIRITUAL DEL SACERDOTE

Un tesoro en vasos de barro

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: La paternité spirituelle du prêtre

© 2021 by Éditions des Béatitudes, S.O.C.

© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN,

by EDICIONES RIALP, S.A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5324-2

ISBN (edición digital): 978-84-321-5325-9

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

1. ALGUNAS PRECAUCIONES A PROPÓSITO DE LA PATERNIDAD DEL SACERDOTE

2. UNA PENTECOSTÉS SACERDOTAL

3. LA URGENTE NECESIDAD DE PATERNIDAD

4. SUFRIMIENTOS DEBIDOS A LA AUSENCIA DEL PADRE

PROBLEMA DE LA TRANSMISIÓN

SIN PATERNIDAD, NO HAY YA MISERICORDIA

SIN PATERNIDAD, LA LIBERTAD SE HACE DEMASIADO PESADA

SIN PATERNIDAD, NO HAY FRATERNIDAD POSIBLE

5. EL DON QUE SUPONE LA PATERNIDAD

6. LA BENDICIÓN DEL PADRE

7. ¿EN QUÉ CONSISTE UNA VERDADERA PATERNIDAD?

UN AMOR INCONDICIONAL

UNA PALABRA DE AUTORIDAD

8. LAS DEFICIENCIAS EN LA PATERNIDAD

9. PROBLEMAS QUE PROVIENEN DE LOS HIJOS

10. LA PATERNIDAD EN LA ESCRITURA

ABRAHÁN

MOISÉS

SAN PABLO

11. ¿CÓMO DEVENIR PADRE?

PARA SER PADRE, HAY QUE SER HIJO

SER HIJO Y ESPOSO DE LA IGLESIA

SER HERMANO

SER POBRE DE ESPÍRITU Y VIVIR SEGÚN LAS BIENAVENTURANZAS

PASAR DE LA BÚSQUEDA DE SÍ AL CUIDADO DEL OTRO

DESPOSESIÓN DE SÍ Y ACOGIDA DEL OTRO

ACEPTAR LAS PROPIAS LIMITACIONES Y ACUDIR A LOS RECURSOS DE LA FE

EL ESPÍRITU DE FE

POBREZA ESPIRITUAL Y HUMILDAD

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN, PORQUE SERÁN CONSOLADOS

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS, PORQUE HEREDARÁN LA TIERRA

BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA, PORQUE QUEDARÁN SACIADOS

BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS, PORQUE ALCANZARÁN MISERICORDIA

BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN, PORQUE VERÁN A DIOS

BIENAVENTURADOS LOS PACÍFICOS, PORQUE SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS

BIENAVENTURADOS LOS QUE PADECEN PERSECUCIÓN POR CAUSA DE LA JUSTICIA

12. LA IGLESIA, MARÍA Y EL MISTERIO DE LA MUJER

13. SACERDOCIO MINISTERIAL Y BAUTISMAL

14. LA PATERNIDAD DEL SACERDOTE EN LOS DIFERENTES ASPECTOS DE SU MINISTERIO

LA INTERCESIÓN POR EL PUEBLO

LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA Y DE LOS SACRAMENTOS

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

EL DIÁLOGO PERSONAL

LA CONFESIÓN

LA PREDICACIÓN

EL GOBIERNO DE UNA COMUNIDAD

LA DEFENSA DE LOS POBRES Y DE LOS PEQUEÑOS

CONCLUSIÓN

PATMOS, LIBROS DE ESPIRITUALIDAD

AUTOR

INTRODUCCIÓN

EL TEMA DE LA PATERNIDAD ESPIRITUAL del sacerdote es una cuestión importante hoy. Es sin embargo delicado de tratar, en particular a causa de las tristes noticias del comportamiento de algunos sacerdotes en total contradicción con una verdadera paternidad.

Hay no obstante una enorme necesidad, en este mundo que es el nuestro, de personas que sean auténticos iconos de la paternidad divina. Sin que eso sea su atributo exclusivo, creo que forma parte de la vocación del sacerdote.

Para el sacerdote mismo, el hecho de experimentar en el ejercicio de su ministerio el despliegue de una verdadera paternidad es una gran gracia; eso da a su sacerdocio una belleza y profundidad muy estimulantes.

Tengo un gran deseo, a través de este pequeño escrito, de animar a mis hermanos sacerdotes, que lo necesitan con frecuencia, y ayudarles a creer en la fecundidad y la hermosura de su vocación. Aunque sea una realidad muy difícil y exigente, la paternidad es también la fuente de grandes alegrías. Nada más hermoso que comunicar la vida, sobre todo cuando esta vida es la vida eterna, la misma vida de Dios.

Mi libro se dirige principalmente a los sacerdotes, pero pienso que todas las personas que son llamadas a ejercer una cierta forma de paternidad (los padres de familia, los padres espirituales, los educadores, las personas que ejercen alguna autoridad…) podrán encontrar luces útiles para el modo de vivir de manera justa su responsabilidad.

1.

ALGUNAS PRECAUCIONES A PROPÓSITO DE LA PATERNIDAD DEL SACERDOTE

ESTE TEMA PIDE SER TRATADO con precaución, no solo por el contexto doloroso mencionado más arriba, sino también por otras razones.

Tenemos por supuesto la advertencia de Jesús en el evangelio de san Mateo[1]: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque solo uno es vuestro Padre, el celestial».

Jesús nos enseña a través de estas palabras que no hay más que una verdadera paternidad, la de Dios, y que toda paternidad humana, sobre todo la del sacerdote, no tiene sentido más que en la medida en que está al servicio de la paternidad divina, donde encuentra su origen y su finalidad en el hecho de ayudar a los hombres y mujeres a ser hijos e hijas de Dios. La paternidad del sacerdote no es algo que él posea en propiedad, sino un humilde servicio a la única paternidad esencial, la de Dios. Su propia persona no es en ningún caso la fuente ni el destino de la relación que él puede instaurar en cuanto sacerdote con aquellos que le son confiados en el marco de su ministerio. No se trata de hacerlos sus hijos, sino hijos del Padre celestial.

Señalemos también que cuando la Escritura, así como la tradición de la Iglesia, hablan del ministerio sacerdotal, la imagen privilegiada para describirlo no es la de un padre, utilizada de hecho muy raramente, sino más bien la del pastor, la del buen pastor. El buen pastor que tiene cuidado de sus ovejas, y que llega hasta a dar la vida por ellas. La gracia sacramental del sacerdocio es en primer lugar una gracia de configuración con Cristo como buen pastor. La paternidad solo puede venir luego y sobre esta base de la caridad pastoral. En cierto sentido, la paternidad no es algo que el sacerdote puede alcanzar directamente. Debe ser primero un buen pastor. Si lo es verdaderamente, podrá recibir más adelante una gracia de paternidad.

Otra observación: si la gracia del sacerdocio es ante todo una gracia de configuración con Cristo, de identificación con Cristo, este no es padre, sino que es Hijo. Aunque es legítimo hablar de la paternidad del sacerdote (cosa que creo), esta paternidad no puede encontrar su fundamento en otro sitio que en una participación en la relación filial de Jesús con su Padre.

Lo que justifica el lenguaje de la paternidad en el sacerdocio son las palabras de Jesús a Felipe en el evangelio de Juan: «¡El que me ha visto ha visto al Padre!»[2]. Jesús es el Hijo, pero viviendo plenamente esta vida filial, revela de manera nueva, hace visible, la paternidad de Dios, el amor infinitamente tierno y misericordioso del Padre por todos sus hijos. De la misma manera, si el sacerdote se deja configurar con Cristo, hace visible el rostro y el amor del Padre.

Tal vez, más aún que la reflexión teológica, lo que legitima el lenguaje de la paternidad es el testimonio, a lo largo de la historia de la Iglesia, de tantos santos obispos y sacerdotes a través de quienes se ha manifestado, por el bien de tantas personas, la paternidad de Dios. Pienso en todos los santos obispos de la historia, desde san Pablo a san Francisco de Sales y a Juan Pablo II. Pienso también en tantos santos y buenos sacerdotes, curas, fundadores, educadores o misioneros, llenos de bondad y solicitud por sus feligreses, cuya lista, si se quisiera formarla, sería probablemente más larga que este libro. Sin contar a todos esos de los que la historia no conserva ni el nombre. Ellos no reivindicaban el título de «Padre» y se sentían indignos, pero el pueblo cristiano los ha reconocido y designado como tales.

Hace algunos años, mientras visitaba las salas de la exposición sobre don Bosco, situada en la casa en que comenzó su obra con los jóvenes, en el barrio de Valdocco en Turín, quedé muy tocado por una foto que le representaba en medio de un grupo de jóvenes, todos apretados contra él, como los hijos que rodean a su padre. Imagen conmovedora de una verdadera paternidad y del afecto y reconocimiento de estos jóvenes por quien les había sacado de la miseria y de la ignorancia.

La mayor alegría en la vida de un sacerdote son, sin duda, esos momentos en que tiene la experiencia de una paternidad verdadera.

El ministerio sacerdotal es con frecuencia difícil, es vivido a veces «en la monotonía del sacrificio» (según la expresión de la pequeña Teresa) más que en un entusiasmo desbordante. La suerte de la vida cotidiana del sacerdote es muy a menudo caminar en la aridez de la fe. Hay, sin embargo, si somos fieles a nuestra misión, momentos de gracia en que sentimos llenarse nuestro corazón de un amor muy profundo, de una inmensa ternura por las personas que Dios nos confía, de un amor paternal, e incluso casi maternal, por ellos. Eso puede venir en un encuentro con un grupo de jóvenes, en la predicación a una multitud, en el contacto individual con una persona que sufre, en el marco de la confesión… Sentimos entonces que se llena nuestro corazón de un amor que es mayor que nosotros, del que nuestro corazón solo no puede ser la fuente. Experimentamos una ternura y una compasión mucho más grandes, más fuertes, y más puras de las que somos capaces naturalmente. Es Dios que viene a amar en nosotros, que nos da la gracia de sentir su bondad y su piedad por sus hijos. Recibimos en nuestro corazón de hombre los mismos sentimientos del corazón de Jesús, como se expresan en el Evangelio, por ejemplo, en el texto de san Mateo[3]: «Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor».

Se está a veces embargado por la compasión de la misma manera, emocionado hasta las lágrimas, y se querría poder tomar en brazos a cada una de esas personas para transmitirles toda la ternura y el consuelo de Dios.

Es entonces cuando el sacerdote está contento de serlo, cuando siente que, a pesar de sus limitaciones y miserias humanas, le es dado amar con el mismo amor con el que Dios ama a sus hijos.

Una verdadera paternidad se manifiesta así poco a poco en la vida de quienes se dejan configurar con Cristo en su vida de sacerdotes. No es algo que se pueda reivindicar o imponer a los demás: «Soy sacerdote y, a partir de ahora debes acogerme como a tu padre». Eso no funciona, sobre todo hoy. La paternidad es una cosa difícil y exigente, que se merece poco a poco, por actitudes justas, en un camino de conversión continua hacia un amor puro y desinteresado. No se puede dar moneda falsa al pueblo de Dios; se da cuenta muy pronto. No se deviene padre más que muy progresivamente, en particular por un total olvido de sí.

Ser sacerdote y representar al Padre no es un título de gloria, sino una enorme responsabilidad. Cuántas personas se han alejado de la Iglesia por haber quedado heridas por la actitud de algunos sacerdotes.

[1]Mt 23, 9.

[2]Jn 14, 9.

[3]Mt 9, 36.

2.

UNA PENTECOSTÉS SACERDOTAL

CON TODO, CREO QUE EL SEÑOR prepara una renovación del sacerdocio, y que todas las recientes revelaciones dolorosas sobre el pecado de algunos sacerdotes, aunque sin duda son una invitación a una purificación y una renovación en profundidad del sacerdocio, son también las primicias de una obra del Espíritu Santo que le devolverá su hermosura. Querría citar unas líneas de un libro publicado recientemente[1], que refiere palabras de Jesús a un monje benedictino, llamado a consagrar su vida a rezar por la renovación del sacerdocio, y que ha fundado un monasterio en Irlanda con ese fin. Estas palabras se le comunicaron en octubre de 2007.

Hoy, creo que fue durante los misterios gloriosos de Rosario, el Señor me habló de una Pentecostés sacerdotal, de una gracia obtenida por la intercesión de la Virgen María para todos los sacerdotes de la Iglesia. A todos se les ofrecerá la gracia de una nueva efusión del Espíritu Santo para purificar el sacerdocio de las impurezas que lo han desfigurado y para devolver al sacerdocio un brillo de santidad tal como nunca tuvo en la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles.

Otros pasajes de este libro van en el mismo sentido, e insisten en el hecho de que esta renovación sacerdotal, esta purificación y curación de los corazones, provendrá en particular de la adoración eucarística de los sacerdotes (y de todos los fieles), y de un amor filial a la Virgen María[2].

El autor afirma que, gracias a este sacerdocio renovado, el Señor dará al mundo sacerdotes cuyo ministerio será fuente de consuelo y curación para muchos sufrimientos causados por la ausencia de verdaderos padres.

Comparto plenamente esta convicción. Dios no puede abandonar a su Iglesia, ni a sus sacerdotes, y, según las palabras de san Pablo, «una vez que se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia»[3].

[1] Un moine bénédictin. In Sinu Jesu. Journal d’un moine en prière. Editions du Parvis, p. 22.

[2] En particular, p.159-160 y 197-199.

[3]Rm 5, 20.

3.

LA URGENTE NECESIDAD DE PATERNIDAD

COMO TODOS SABEMOS, hay hoy una crisis de la paternidad. La paternidad es con frecuencia descalificada, toda paternidad o autoridad es sospechosa de ser abusiva o agobiante. La imagen del padre en la cultura moderna es a menudo pálida e inconsistente, caricaturizada, frente a una mujer más inteligente y fuerte… Pocos son en la sociedad moderna los hombres que presentan una imagen positiva de la paternidad. Los padres de familia no juegan siempre el papel que deberían asumir y no saben ya muy bien cómo situarse. La paternidad está en dificultad en la Iglesia; el mundo de la educación y de la escuela sufre también. No hablamos de los políticos, que dan más a menudo la impresión de ser niños que discuten que personas que tengan alguna oportunidad de ser un día reconocidos como «padres de la nación», como alguno de sus predecesores. Hay también una crisis de la masculinidad, que es inevitable, pues a fin de cuentas la virilidad verdadera no puede alcanzarse sino en una cierta forma de paternidad.

A pesar de este contexto —o más bien a causa de este contexto— la necesidad de una verdadera paternidad no ha sido nunca tan grande como hoy. Estamos en un mundo de huérfanos, y tantas personas están desorientadas y sufriendo, pues no han tenido la suerte de encontrar en su vida a quien sea un verdadero padre.

Lo constato particularmente en mi ministerio. Tengo ocasión de encontrarme con muchas personas, y debo decir que me choca ver lo mucho que abunda la necesidad de paternidad. Ya sean niños, jóvenes, parejas, ancianas abuelas, o adultos, todos tienen esta necesidad de una figura paternal. No siempre lo expresan, a causa del pudor, o a veces del orgullo, que impide hablar de eso, pero existe en todos sin excepción. Me ha sucedido en mi ministerio tener ante mí a importantes hombres de negocios, al frente de importantes empresas, que venían después de una conferencia a pedirme un abrazo. Sentían la necesidad de un big hug, como se dice en inglés, y estaban al borde de las lágrimas cuando les apretaba entre mis brazos.

Todo hombre y toda mujer necesita encontrar un padre en el que apoyarse y por quien ser reconocido, amado y animado. Este padre es por supuesto primero el Padre del Cielo, pero cada vez que un hombre o una mujer se encuentra con alguien que, por su manera de ser, representa una imagen auténtica de la paternidad de Dios, supone para esa persona un inmenso regalo.

4.

SUFRIMIENTOS DEBIDOS A LA AUSENCIA DEL PADRE

LA AUSENCIA DE LA FIGURA del padre (la del mismo Dios, pero también la de quienes de una manera u otra son mediaciones humanas de la paternidad divina) trae consecuencias dolorosas en la vida de las personas. No quiero hacer una lista exhaustiva, sino mencionar solo cuatro puntos.

PROBLEMA DE LA TRANSMISIÓN

El papel del padre es inscribir al hijo en una línea de ascendientes, darle acceso a una herencia, una herencia que el hijo deberá luego transmitir a otros. Esa es toda la cuestión de la transmisión, y se sabe lo difícil que resulta hoy transmitir de una generación a la siguiente todo lo que constituye la riqueza y la belleza de la existencia, las virtudes humanas y espirituales, la cultura, las tradiciones propias de un país… La carencia de un papel paternal hace evidentemente más difícil este asunto de la transmisión. Se comprueba la existencia de un cierto tipo de personalidad que produce esta laguna: el individuo que no tiene ninguna conciencia de lo que debe a los que le han precedido, ni ningún sentido de responsabilidad frente a los que vendrán después de él. Sin gratitud por el pasado, sin responsabilidad ante el porvenir de los demás, se contenta con aprovecharse de la vida al máximo de manera egoísta e individualista. Esta clase de comportamiento no es algo raro hoy.

SIN PATERNIDAD, NO HAY YA MISERICORDIA

Al mundo moderno le ha parecido bien proclamar la muerte de Dios. Ha cedido ante la gran mentira del ateísmo: mediante sus leyes y mandamientos, Dios impide al hombre ser libre; hay que deshacerse de él, y la persona será por fin libre y feliz, liberada de la coacción y la culpabilidad. Esta mentira ha ocasionado millones de muertos, lo que no impide que persista siempre la tentación de hacer de Dios (y de toda forma de paternidad) el enemigo de la libertad humana, de considerar toda verticalidad como una opresión.

Pero las cosas no son tan simples como pretende el ateísmo. Si no hay Dios, tampoco hay perdón ni misericordia.

Nos gusta a todos la parábola del Hijo pródigo del evangelio de san Lucas[1], que ofrece una imagen maravillosa de la paternidad divina. Conocemos la historia del más joven de los dos hijos, que ha reclamado su parte en la herencia y se ha ido a un país lejano. Después de gastarlo todo en una vida de desorden, se ve obligado a cuidar cerdos (cosa que no es precisamente un éxito para un muchacho de buena familia judía), pasando hambre y deseando comer lo que les dan a los cochinos. Esta situación le ha llevado a reflexionar; decide volver a la casa de su padre, donde todos los jornaleros están bien alimentados, y prepara su discursito de llegada: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».

Conocemos la continuación conmovedora de este relato: el padre ve llegar a su hijo a lo lejos, se llena de piedad por él, corre y se abraza a su cuello y lo cubre de besos. Sin dejarle tiempo para pronunciar su discurso preparado, el padre pide a los criados que traigan pronto el mejor traje y le vistan (no uno cualquiera, el mejor), le pongan un anillo en el dedo (signo de la dignidad recuperada), sandalias en los pies, y preparar una superfiesta, con un ternero cebado, música, danzas…

Retomemos ahora la misma historia, pero una vez que ha desaparecido la figura del padre. Cuando el hijo vuelve a la casa, no hay nadie… La casa está vacía, desesperadamente vacía, abandonada. Solo el viento hace batir las puertas y ventanas.

No hay nadie para recibirte, para perdonarte, para amarte. Nadie que te diga: a pesar de lo que has hecho, a pesar de tus errores y tu pecado, sigues siendo mi hijo amado, puedes recuperar tu plena dignidad, tu sitio está aquí, puedes ser libre y feliz en la casa de tu Padre, que es también tu casa (¡Todo lo mío es tuyo!).

Creo que el hombre no puede perdonarse a sí mismo las faltas que haya cometido (y todos las cometemos). El hombre no puede absolverse por sí mismo de sus errores, incluso con un ejército de psicólogos para intentar excusarlo. No tengo nada contra los psicólogos, al contrario, hacen con frecuencia un excelente trabajo, pero no pueden perdonar los pecados.

El hombre necesita recibir la absolución de alguien más grande que él. Necesita la palabra de Otro, una palabra de autoridad, la palabra del Padre celestial, para ser verdaderamente desligado de sus faltas y reconciliarse consigo mismo.

Digamos de paso que estas consideraciones nos dan la medida de la gracia inmensa que recibe el sacerdote para poder pronunciar una palabra de absolución a los que vienen a confesarse con él. Sabe que, a pesar de sus limitaciones personales, cuando le dice a alguien: «Tus pecados son perdonados», las palabras que pronuncia no son simplemente humanas, sino que tienen la autoridad misma de la palabra divina. Tienen el poder de desligar al pecador del mal cometido, de restaurar su dignidad, de devolverle la libertad y la paz. ¡Qué alegría poder ser así instrumento de la misericordia del Padre! Es tal vez al dar el perdón cuando el sacerdote comparte más la paternidad de Dios.