La piedra de Sísifo - Juan Peláez - E-Book

La piedra de Sísifo E-Book

Juan Peláez

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Beschreibung

Ahora el tiempo es el dueño de tu libertad Azul es aprisionada en un bucle temporal del cual no logra encontrar salida. Ella emprenderá la búsqueda de respuestas para escapar de este fenómeno dimensional, misión que la llevará a enfrentarse con un ser oscuro dispuesto a todo por cumplir sus objetivos.

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©️2022 Juan Peláez

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Octubre de 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-78-1

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Alvaro Vanegas @AlvaroEscribe

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: María Fernanda Carvajal y Ana Rodríguez Sánchez

Maqueta e ilustración de cubierta: Martin López Lesmes

@Martinpaint

Diseño y diagramación: David Avendaño Maldonado / @artdavidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Dedicado a esos campeones

que luchan a diario contra la monotonía

1

No tengo claro cómo empezar a narrar esta historia. Muchos me dirían de manera burlona y sarcástica que «por el principio», pero es difícil saber cuál es.

A veces, incluso en situaciones ordinarias, los sucesos son más parecidos a una línea circular que a una recta que se lee de un lado a otro sin interrupciones. Podría empezar por la historia de él, de Jeison, pero no se puede narrar algo con verosimilitud cuando se ignoran los pequeños detalles que alimentan los espacios vacíos. Repito: también en situaciones normales, a veces, la vida parece una línea circular difícil de leer. Es como intentar detener una bola de nieve que lleva años rodando, una gran bola de nieve de origen desconocido.

Si tuviera que elegir un principio, sería el lunes 18 de enero. Ese día lo recuerdo por ser el funeral de Jeison Labrada, pero para contar sobre ese día, primero debería explicar cómo terminé ahí.

Yo no conocía mucho a Jeison, de saludo nada más. Era el hijo de Margarita Pinzón, viuda de Labrada, vecina nuestra cuando vivimos en el barrio Alfonso Bonilla, en la casa de mi primo Fernando. Los tres años que pasamos allá fueron tiempos difíciles. Mi padre invirtió en unos negocios de los cuales nunca nos quiso hablar, y cuyo único fruto fueron las deudas millonarias que obligaron a vender la casa para solventar la situación y terminar viviendo con mi primo. Desde eso, doña Rosa, así le llamaba a mi madre a sus espaldas, se apegó más a la iglesia y a la idea de que Dios no nos iba a desamparar; cada domingo nos arrastraba con ella a Milena y a mí, intentando sembrar en nosotras una semilla de fe que jamás germinó. Yo tenía nueve años y mi hermana veintitrés, se había graduado de derecho ese mismo año y debía iniciar su vida laboral con premura para alivianar la carga económica.

Pasaron tres años que recuerdo muy bien. El colegio estaba apenas a quince metros de la casa de Fernando, lo que me obligaba a no faltar a clases porque, de lo contrario, la directora hacía una visita para asegurarse del estado de la hermanita Restrepo que no había asistido. Los compañeros se burlaban de mi nombre, de mis ojos grandes o de cualquier cosa que dijera, y eso desencadenaba que la directora tocara a la puerta al menos dos veces a la semana.

Cuando mi padre tomó la decisión de que nos mudáramos, porque la situación económica estaba mejorando, nos cambiaron de colegio. Mi madre dejó de ir a la iglesia con la misma frecuencia, pero siguió rezando en casa todas las noches frente al altar que armó en un rincón de su habitación. Nos fuimos a vivir al norte, al barrio Vipasa, en una casa modesta que no teníamos intención de dejar nunca, y así estuvo la cosa hasta que, un año después, mi hermana se casó y se fue con Francisco, abogado también y con quien había formado una sociedad. Nuestra relación entre los miembros de la familia siempre fue de una naturaleza extraña y, debido a eso, ni mis padres ni yo nos vimos afectados con la partida de Milena. La vida continuó con normalidad, yo era la niña de la casa, como había sido siempre.

Llevábamos una vida tranquila, pero cuatro meses después de cumplir 16 –nací un primero de septiembre, amo esa fecha– el drama volvió a casa. Justo en la noche del sábado 16 de enero, mi hermana regresó porque su esposo la echó del apartamento. Al rato supe que Milena tuvo un desliz con otro hombre.

—Soy una tonta —sollozó ella a mis padres—, ese maldito cliente me endulzó el oído y…

Yo escuchaba desde afuera de la habitación que siempre había sido de Milena.

No merecía menos por parte de Francisco, siempre mostró ser un gran hombre y Milena lo trataba como un trapo.

A la mañana siguiente ya estaba instalada y pasó la mayor parte del tiempo hablando con mis padres o viendo la televisión. Por mi parte, me desentendí de ella y salí todo el día con mi mejor amiga Juanita y su hermano Leonel; Milena no dañaría el ocio al que me había habituado desde el inicio de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo.

Cuando llegué por la noche fui directo a la cama, puesto que mi hermana tenía ocupado el televisor, y mis padres estaban en la habitación rezando el rosario.

Para el lunes mi plan era simple: perder el tiempo en pijama pasando los canales en busca de películas o algo de mi interés. Planes que fueron truncados cuando el teléfono empezó a sonar y doña Rosa, mi madre, atendió.

Era mi primo Fernando con la noticia de que Jeison Labrada había muerto el día anterior atropellado por un camión. No es que se espere una invitación formal para un funeral, pero mi madre autoinvitó a la familia al escuchar a Fernando.

—¡Azul! —gritó mi nombre al colgar el teléfono—, no más televisión que nos vamos pa un velorio —Obedecí de mala gana. Antes de llegar al segundo piso, doña Rosa gritó—: ¡Nada de blusitas ni de vestiditos!

Nos obligó a todos a ir con ella al velorio.

Doña Margarita Pinzón siempre me pareció una mujer distante y abstraída que solo le seguía la corriente a mi madre en las conversaciones, aunque era evidente el fastidio que emanaba de ella. Cuando llegamos a la funeraria, mi primo Fernando ya se había ido por cuestiones de la editorial con la que publicaría su próximo libro. Nos sorprendió la soledad de la sala de velación: estaba la señora Margarita Pinzón, con un peinado recogido en la coronilla y un vestido negro hasta la pantorrilla; junto a la señora, una joven de unos veinte años, baja estatura y que combinaba su blusa negra con unos jeans ajustados: era Lorena Labrada, la hermana de Jeison.

Fuimos a darles el pésame, aunque no parecían nada afectadas por la circunstancia o por la inasistencia de la gente al último adiós para su familiar. Fue algo que me llamó mucho la atención. No es que tuviera mucha experiencia en funerales a los dieciséis años, el último al que había asistido fue al de mi abuelo, y solo tenía dos años; debe ser incómodo llegar a un velorio donde los asistentes lloran a gritos y se lamentan por el abrupto suceso, aunque esa incomodidad se multiplica por mil si nadie llora, si el aura de tristeza se ve desplazada por una falsa paz. O quizá haya sido una paz auténtica lo que veía, no lo sé.

—Vamos a rezar por el eterno descanso de Jeison.

Mi madre tomó autoridad en la sala cuando apenas nos disponíamos a sentarnos. Tan raro doña Rosa queriendo rezar, pensé.

Ella sacó la camándula dorada, la misma que usaba para rezar con mi padre por las noches, se ubicó junto al féretro e inició las oraciones donde entonaba la primera parte de cada una y el resto de los presentes respondíamos con el final.

Esos ritos se vuelven mecánicos para quien tiene una madre como la mía, solo es repetir una y otra vez las mismas palabras. Mi padre la acompañaba cada noche porque sabía que la hacía feliz con dedicarle unos minutos a esa actividad. Para Milena era una tarea carente de sentido; y en mi caso se trataba más de falta de interés que de otra cosa.

Nos sentamos en las sillas plásticas del lugar, en la pared opuesta a donde estaba el ataúd. A mi derecha Milena; al otro lado mi padre. La señora Pinzón y su hija estaban a la izquierda de la sala cumpliendo con la parte correspondiente en las oraciones del rosario. Todo sin dejar a un lado su tranquilidad.

Debido a la muerte traumática de Jeison, su cuerpo quedó deshecho por el camión; razón para sellar la caja de madera donde descansaría y sin posibilidad de verlo por última vez.

Para restarle atención al hecho de no poder ver el cadáver, sobre el ataúd había una fotografía de marco dorado donde el muchacho lucía una sonrisa picarona y un peinado de niño bueno. La foto no era actual, ahí tenía menos de los veintiocho años con los que contaba al morir.

Luego de finalizado el rosario, mi madre tomó asiento junto a nosotros y el silencio se apoderó de la sala de velación. Por un momento pensaba que ni siquiera respirábamos, no nos movíamos ni un centímetro. De los pasillos de la funeraria provenía una melodía dulce y melancólica que antes no había notado.

—Hernán, debimos comprar una corona de flores —se quejó mi madre en un susurro.

—En la entrada están vendiendo unas muy bonitas —respondió mi padre, se puso de pie y me invitó a acompañarlo.

Lo miré de arriba abajo y negué con la cabeza. No tenía la mínima intención de moverme de la silla.

—Yo sí quiero ir, papá —se apuntó Milena y salieron en busca del ramo.

Mi madre brincó del asiento para caer al que antes ocupaba mi padre y, después de un momento, preguntó:

—Azul, ¿sí te acordás bien de Jeison?, tenías como diez años cuando lo conociste.

Podían decir lo que fuera de mi madre: que era una fanática de la iglesia, que no le gustaba salir sola a ninguna parte o que era superintensa; pero nadie podía decir que la mujer que me dio la vida era antipática. Ella se demoraba hasta una hora saliendo a comprar pan por ponerle conversación a quien se topara en la calle. De cualquier cosa tenía tema de dónde agarrar. Un fastidio para el que se encontrara con afán y se cruzara con ella.

—Sí, mamá.

—Era un muchacho muy amable, trabajador…

—¡Buenas! —Un joven saludó desde la entrada de la sala. Su voz resonó en el aire.

Dimos un respingo.

Las cuatro mujeres correspondimos el saludo del recién llegado y lo vimos atravesar el lugar en busca de los brazos de doña Margarita.

El muchacho era delgado y vestía de blanco, lo único negro que llevaba encima eran los zapatos y los botones de la camisa de franela. El cabello lo llevaba teñido de rubio y le hacía resaltar las cejas pobladas en su rostro imberbe y de facciones finas. Rompió en llanto al rodear con los brazos a doña Margarita.

El abrazo duró un par de minutos en los que las demás nos dedicamos a mirar al joven dándole un discurso de condolencia a la impasible mujer, que no hacía más que asentir, pero sin manifestar empatía ante el dolor del que le hablaba.

No pude oír con claridad las palabras del muchacho.

Cuando se liberaron del abrazo vi el contraste de cada rostro. El del muchacho, deshecho por las lágrimas, y el de la mujer, impoluto y distante, pero ambos se dedicaron una sonrisa forzada.

—Gracias por venir, Sebas —Fue lo único que le dijo doña Margarita.

El joven se acercó a nosotras, nos tendió la mano y dijo:

—Mucho gusto, soy Sebastián —Forzó otra sonrisa en medio de su aflicción—, era el novio de Jeison.

Mi madre estrechó con afabilidad la mano de Sebastián, pero al oír la palabra «novio» pude notar en ella un sobresalto, lo que no me sorprendió en absoluto, ella era así con esos temas. A pesar de que la iglesia se jacta de seguir la ley divina del amor de Dios, creo que las doctrinas han hecho cierto daño y le cerraron la puerta a aceptar que el amor viene en muchas presentaciones. Se olvidaron de enseñar que lo importante es amar sin importar que no se cumplan las «normas» que supuestamente impone Dios. Para ese entonces me daban igual las inclinaciones sexuales de la gente, ahora tampoco me importa mucho si alguien ama al mismo sexo, el sexo contrario o a ambos. La diferencia es que en esos días no sabía mucho del tema, solo me parecía que ser homosexual no era motivo para impresionarse, pero tenía dieciséis y no sabía cómo argumentar el porqué.

Volvió el silencio y Sebastián buscó asiento junto a doña Margarita.

Para mi sorpresa, mi madre esperó un momento para hablar.

—No sabía que Jeison… bueno, pensé que era normal.

—Mamá, si alguien es gay sigue siendo normal —Torcí los ojos.

Antes de recibir una réplica, entró en la sala mi padre con una corona de rosas blancas que posó a los pies del féretro. Un listón púrpura cruzaba el adorno floral con las letras doradas que rezaban: «Flia. Restrepo Restrepo».

Después entró Milena con dos vasos plásticos de café y le ofreció uno a mi madre, que lo tomó encantada.

—Yo también quiero tomar algo, Mile —dije y me levanté del asiento—. ¿Dónde hay?

Mi hermana me explicó que, siguiendo por el pasillo un par de puertas, encontraría una mesilla con una greca y lo necesario para preparar una aromática o un tinto.

Salí en silencio y sin mirar a nadie más. En las otras salas no había nadie y eso aumentaba la sensación fría del lugar.

Al final del pasillo hallé la mesa, donde preparé una aromática cargada con dos sobrecitos de azúcar.

Estaba al borde del aburrimiento. En esos momentos de impaciencia me molestaba sobremanera que mi madre se rehusara a la idea de tener un celular para mí. Siempre con su frase de «esas cosas no son para niñas» o «en unos años tendrás uno».

—¡Tengo dieciséis! ¿Cuántos años más debería tener? —murmuré—. Doña Rosa es una anticuada.

El día anterior había ido a cine con Juanita y su hermano, no me hubiera imaginado que justo al día siguiente estaría en un velorio. No había peor plan. No quería estar ahí. Era aburridísimo esperar sin más. No me sentía con el derecho ni la disposición para estar en ese lugar.

Y creo que fue esa asistencia al funeral, aunque no tengo la certeza, lo que me condenó después.

2

En la escuela nunca fui la chica popular con la que todos querían hablar, tampoco la marginada. Simplemente era yo misma: la muchachita con nombre de color y que no le importaba mucho caer bien o mal. Siendo sincera, era feliz si nadie notaba mi presencia.

Cuando una es joven, pocas veces nos gusta ser diferentes al resto, al menos a mí me parecía terrorífico resaltar. Pasar desapercibida, con notas promedio (tendiendo a mediocres) y portando a regla el uniforme para evitar la expresión personal, fue mi mejor estrategia durante la primaria. A toda esa inseguridad se le sumaba mi madre con sus discursos de «ser una niña decente» y de «no seguir el mal ejemplo de mis compañeras». Porque sí, para doña Rosa, el ochenta por ciento de mis compañeras eran un problema.

La liberación llegó junto con la menstruación y dio pie a la pubertad que tanto envalentona.

Desde mis doce años empezó la disputa por ser diferente y auténtica, algo no inculcado en casa hasta ese momento. Cambié las faldas largas por jeans, los vestidos anticuados por otros lindos y entallados; por fin pude lucir blusas cortas y cortarme el cabello a los hombros.

Pero no fue nada fácil. Al principio, el infierno era equivalente a mi casa. Las peleas se originaban por nimiedades a las que doña Rosa se oponía con fervor. Sin duda, ella sentía que me le iba de las manos. Cuando me hice cortar el cabello, justo antes de cumplir los quince años, ni a mi padre le agradó, y eso que siempre fue el que más me complacía en la mayoría de mis caprichos; pero luego de aceptar que era algo que de verdad yo quería, se convirtió en mi mano derecha contra mi madre. En realidad, después de eso, mi padre acolitó muchas de mis decisiones, y es gracias a él que pude tener ciertas libertades, entre esas la de compartir más con Juanita Valencia, mi compañera de clase y mejor amiga. A mi rebeldía y al carácter estricto-permisivo de mi madre, le debemos nuestra amistad.

Mi amistad con Juanita comenzó casi al instante cuando nos mudamos a una casita de dos pisos en el barrio Vipasa y comencé a estudiar en el Colegio Monseñor Santiago. Ella era una jovencita de ojos color miel, melena castaña que domaba con una pulcrísima cola de caballo y que amaba usar un perfume de fresas. Fue Juanita Valencia la que me enseñó a pintarme las uñas y a usar maquillaje, cosa que aborrecía mi madre, pero que a mi padre en el fondo le gustaba que aprendiera.

Juntas fuimos, durante un tiempo, el dolor de cabeza de los profesores. Era una institución de doctrina católica y nos devolvieron en diferentes ocasiones por llevar las uñas pintadas o por usar la falda más arriba para que el dobladillo no sobrepasara la rodilla. Sin embargo, a pesar de lo problemática que puede ser la pubertad, gracias a esa etapa logré estar a gusto conmigo misma. Salió a la luz la personalidad que mi madre obligaba a retener por miedo a que me llenara de mundo y me descarrilara, lo que nunca pasó: jamás me vi en la necesidad de desobedecer sin tener una causa de peso. Solo deseaba ser una muchachita del común, y eso me unió más a mi mejor amiga.

Acostumbraba a pasar las tardes, y en ocasiones desde la mañana, con Juanita en su casa o en la mía. La sentía más hermana que a mi propia hermana. Siempre teníamos tema de conversación y a veces ni siquiera necesitábamos hablar para pasar una tarde agradable; veíamos alguna película en la televisión o a veces íbamos a comprar revistas de alguna tira cómica con Leonel, su hermano. Me gustaba más compartir con ella en mi casa; sabía que yo le gustaba a Leonel y eso resultaba un tanto incómodo. Aunque debo confesar que, de vez en cuando, me gustaba la manera en la que me miraba. Leonel era guapo, sí, alto y bronceado gracias a los partidos de futbol que jugaba cada fin de semana, pero al ser hermano de Juanita debía conservar las cosas dentro de los límites de la amistad… además, me llevaba cuatro años; mi madre se hubiera escandalizado con saber que uno de esos días que dije estar con Juanita acepté la invitación a cine de Leonel. No pasó nada, lo juro, solo fuimos a cine, pero eso hubiera bastado para desatar el apocalipsis en casa a cargo de doña Rosa Restrepo.

Los hermanitos Valencia sí tenían celular, doña Lucía no era como mi madre. Cuando me veía con Juanita, me encantaba jugar con su celular. Me encantaba un juego de aventura en el que tenía que recolectar unos diamantes en diferentes escenarios. A veces nos turnábamos el aparato cuando perdíamos una vida en el juego. Fue un buen pasatiempo hasta que nos lo aprendimos de memoria. Razón para que no fuera habitual perder el día viendo la pantalla del celular.

Me sentía un poco fuera del mundo tecnológico, aunque en parte era una ventaja no tener teléfono, ya tenía suficiente con presenciar cómo doña Lucía intentaba siempre tener localizados a sus hijos. No me imaginaba recibiendo cada dos por tres una llamada de mi madre.

Ese día gastamos toda la mañana y parte de la tarde en las exequias y la inhumación del muchacho. No llegó ningún allegado más, lo que mi madre tomó como obligación de quedarnos. El único que se pudo escapar de todo eso fue mi padre, que debía cumplir su horario como cocinero en el restaurante del Hotel Dann Carlton.

La mañana siguiente fue como los demás días de vacaciones escolares. Mi madre tenía por norma poner los despertadores a las 9:00 a. m., en casa era raro desperdiciar la mañana en la cama más allá de esa hora. Yo tenía, junto a mi cama, un reloj de paletas sobre el nochero; ese reloj, además de la hora, marcaba el día de la semana. Adoraba ese aparato, era de mi abuelo y mi madre me lo dejó quedar cuando lo encontré en una caja en medio de las cosas de él y que aún se guardaban en la memoria de ella.

Si no había clases, ese reloj era el responsable de hacerme despegar de las cobijas; después de que abriera los ojos era imposible volverme a sumergir en el sueño. También estaba el hecho de que mi mamá subía a llamarme poco después de las nueve de la mañana para desayunar.

Cuando el reloj de paletas marcó las 9:00 a. m. del martes, lo primero que hice fue bajar a la sala y llamar a Juanita para saber si me invitaba a almorzar. Vivíamos muy cerca, a dos cuadras para ser exacta, así que contaba con el permiso asegurado de mi madre. En los casos en que ella se oponía, mi padre salía a mi rescate para dejarme ir.

—Dale, vos sabés que no hay problema. Ya le digo a mi mami —confirmó Juanita—. Ve, por cierto, Leo me compró una película de un astronauta que se pierde en Marte. ¿Nos la vemos o qué?

—¡Uy! Obvio sí.

Colgué la llamada y rechacé el desayuno que mi madre me estaba ofreciendo: arepa con queso y un huevo frito. Mientras hablaba por teléfono, vi cómo ella sacaba de la cacerola el huevo y le echaba sal. No quería pelear con ella esa mañana. Mi mamá había olvidado otra vez que odio el huevo frito con sal. Ese alimento ya es salado de sobra.

Con quien sí discutí fue con Milena cuando fui al baño. En la casa había dos, pero uno era el de la habitación de mis padres y nunca me duchaba en ese porque era estrechísimo; el otro estaba en el primer piso, junto a la escalera, y mi hermana se había apoderado de él durante cerca de una hora y media. Así que esperé en mi cuarto preparando la ropa que iba a ponerme hasta que la paciencia se me acabó y tuve que golpearle la puerta para que recordara que no era la única que necesitaba el baño.

Había olvidado que la rutina de baño de mi hermana era infinita.

Al mediodía, salí rumbo a casa de mi mejor amiga con una blusa púrpura y un jean. El sol estaba en lo más alto y calentaba mis hombros. Caminé las dos cuadras con tranquilidad para sentir la frescura repentina que daban las sombras de los árboles que acompañaban el andén.

A la casa de mi mejor amiga la llamaba «la casita encantada», por ser una vivienda acogedora de paredes amarillas y que, además de pequeña, tenía en el antejardín una vegetación que adornaba la fachada y un árbol que arropaba con su sombra el lugar.

—Buenas tardes, doña Lucía.

Saludé a la madre de Juanita y Leonel cuando me abrió la puerta. Vestía un pantalón corto a cuadros y una blusa azul manga sisa. Un atuendo que, para mí, la hacía ver de cuarenta y tantos, aunque fuera una mujer más joven.

Juanita me esperaba para almorzar. Luego nos dirigimos a su habitación para hablar de lo que se nos ocurriera. Más tarde vimos la película de la que me había comentado por teléfono.

—¿Vos te imaginás quedarnos varadas en Marte… solas? Me mato.

El comentario de Juanita me causó mucha risa, pero nunca supe por qué. Tal vez porque en mi cabecita de dieciséis años no entendía que, si viviera una experiencia parecida a la del astronauta extraviado, sería una película de terror y no algo entretenido con buena música, mientras sobrevive.

Por alguna razón, no fue sino hasta el viernes de esa misma semana que le conté a Juanita lo del funeral. Habíamos salido con Leonel en su carro al centro comercial. No fue una conversación muy extendida.

Mientras les relataba lo aburrido del velorio y todos los protocolos fúnebres a los que me vi obligada a asistir, paramos a ojear revistas y cómics.

Juanita compró para ella un tebeo de una caricatura que no conocíamos, mientras que yo opté por el siempre confiable gato Garfield.

Luego Leonel nos invitó a comprar unas zapatillas deportivas para Juanita. Al día siguiente irían a practicar senderismo.

—Azul, ¿por qué no venís con nosotros? —me convidó Leo.

—Ustedes salen muy temprano —Hice un gesto de fastidio.

—Son unas cuatro horas para llegar a la cumbre. Toca, sí o sí, madrugar.

Denegué la propuesta con la excusa de que nunca había hecho algo así.

—Mirá —Leonel extrajo de la chuspa un juguete que compró junto a las revistas de nosotras. Lo puso en mis manos—, si vas con nosotros te lo regalo.

Un soborno tentador. El juguete era un payasito de vinil que, si no fuera porque mostraba unos dientes afilados y extendía las manos al frente como queriendo agarrar, sería adorable con sus pantaloncitos amarillos y pelo rojizo. Mi mamá aborrecería el pequeño juguete de vinil si lo llegaba a ver.

A pesar de tenerlo en mis manos, volví a negarme.

Salió al rescate mi mejor amiga:

—Vamos y el domingo te invitamos a cine.

—¿Cine? ¿Otra vez? Lo están cogiendo de costumbre —Ambos pusieron ojos de perrito Giordano esperando mi respuesta—. Además, esas películas que ustedes escogen son malísimas.

Juanita hizo un gesto histriónico con sus manos, alusivo a que el corazón se le rompía en dos.

Agregué:

—Con que me den un helado de ron con pasas tengo suficiente.

Los hermanos vitorearon y seguimos en la búsqueda del calzado deportivo para Juanita. Ninguno sospechaba que el sábado 23 de enero sucedería el incidente que dio pie a toda la pesadilla.

3

Mi madre golpeó la puerta. El sol todavía no llenaba mi habitación con su luz.

—Azul, llegaron Juanita y Leonel —Abrió la puerta de par en par.

De un salto salí de la cama. ¡Claro!, eran las 5:30 a. m.

Había olvidado poner la alarma. Debía arreglarme para salir. Bañarme no estuvo entre mis opciones.

Mientras buscaba algún conjunto deportivo entre los cajones, mi madre se ocupó en detallar mi habitación desde la puerta y no contuvo su comentario:

—Hay mucho desorden —Posó sus manos en la cintura.

En casa se manejaba una democracia extraña. Era una constante negociación entre lo que yo quería hacer, la negativa a ello por parte de doña Rosa y el punto medio que era mi padre. Las condiciones para obtener permisos eran: lavar el baño del primer piso dos veces al mes, lavar los platos cada miércoles, orar juntos los sábados en la noche y, por supuesto, tener limpia y ordenada la habitación; esa última cosa no estaba tan al día como mi madre esperaba. Mi cuarto era una cueva sin aseo desde hacía un mes, incluso se podía ver en los rincones los granos de lentejas que fueron aventados en la celebración del año nuevo.

—Mamá, no vayás a empezar —repliqué mientras sacaba del cajón el pantalón deportivo negro—. ¿Y si mejor te preocupás por Milena que no vino a dormir anoche?

—Se fue con Francisco. Vino por ella ayer en la tarde.

Torcí los ojos en respuesta. Había pensado que esa era la gota que derramó el vaso de la paciencia de Francisco; no le bastaba con el maltrato por parte de mi hermana ni con la infidelidad. ¿Cuántas veces perdonaría a Milena?

Desde que mi hermana se fue, usábamos su cuarto para los invitados. Spoiler: nunca teníamos invitados, ella lo ocupaba cada que volvía por algún motivo. La vez anterior había sido por una discusión a causa de sus celos incontenibles. Siempre que volvía pensaba que era la última vez.

Dichosa Milena con su siempre leal esposo. Masoquismo por parte de él.

Me desvestí y me puse el conjunto deportivo bajo la mirada vigilante de doña Rosa que había pasado a una postura tranquila apoyada en el marco de la puerta.

Escogí mis Converse blancas, necesitaba comodidad, y para mí era una buena idea.

—Mamá, no te quedés ahí. Deciles que ya bajo, porfa.

Me hice frente al espejo cepillo en mano. Cuando miré a la puerta mi madre ya no estaba.

Peiné como pude mi cabello corto y liso. Corrí escaleras abajo en dirección al baño y ahí me aventé un puñado de agua en la cara.

—Casi que no, mija —reviró, juguetona, Juanita desde la entrada junto a mi madre.

Saqué un termo con agua de la nevera y salí a su encuentro con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Podemos irnos o a quién esperamos? —Fingí demencia.

Mi mejor amiga soltó una risa y giró sobre sus talones despidiéndose con un «Hasta luego, doña Rosa».

Mi madre me retuvo con sutileza. Alisó con sus dedos mi cabello y peinó mis cejas. Concluyó su protocolo enmarcando mi rostro con sus manos y acto seguido me santiguó.

—Dios me la bendiga. Mucho cuidado.

—Sí, mamá.

Un beso en la frente fue lo que me dio la libertad de irme.

Caminé apenada hasta el carro de Leonel, un Nissan plateado, y me subí junto a mi amiga en el asiento trasero. Siempre que viajábamos lo hacíamos así para charlar: ella del lado izquierdo y yo del derecho, recibiendo miradas furtivas de Leonel y sonriéndonos de vez en cuando.

Mi madre movió la mano despidiéndose de nosotros cuando el Nissan se puso en marcha. Leo le correspondió haciendo sonar la bocina dos veces; el volumen fue atronador debido al silencio de la calle a esas horas de la mañana.

Durante el viaje dormité en mi asiento, entraba y salía de sueños pequeños e intermitentes. Mientras tanto, Juanita entonó, al unísono con la música, canciones de desamor interpretadas por una banda de rock mexicana donde el vocalista daba todo de sí al rasgar su garganta con cada alarido en las notas altas.

—Llegamos —dijo Leo al accionar el freno de mano junto a una portería rodeada de bosque.

Leonel había mencionado el «Pico de Loro» mucho antes de la invitación. Nos contó que era una cumbre representativa de la cadena montañosa en una de las áreas protegidas por el Parque Nacional Natural Farallones de Cali.

La entrada al sendero estaba bajo el cuidado del Centro de Educación Ambiental, en la vereda El Topacio. Cruzando la portería estaba una mujer flacucha y morena que se presentó como Nancy, encargada de tomar los datos de cada persona que se disponía a subir.

—No es recomendable que suban si sufren de alguna complicación cardiaca, muscular o articular —advirtió Nancy.

Los hermanos Valencia asintieron corteses, mientras yo miraba a los presentes sin saber bien a qué se debía tal prevención.

Nancy notó la extrañeza de mi rostro y prosiguió:

—El ascenso a Pico de Loro es de 1200 metros con una exigencia intermedia-alta. Por eso es indispensable tener buena condición física.

—Mmm… Gracias.

No supe qué más decir.

La mujer amplió su sonrisa y se apartó de nosotros para iniciar la caminata.

Suspiré ante la vegetación y seguí a Leonel y Juanita.

¿Qué tan difícil puede ser?, pensé.

Estaba acostumbrada al reducido senderismo urbano, como ir de mi casa a la panadería de Pablo o la caminata al colegio. Claro que no eran ni quinientos metros… para subir a la cumbre eran cuatro kilómetros y medio de recorrido y más de mil metros en vertical. Un completo monstruo para mí.

—Pídanle permiso a la montaña para que nos deje subir en paz —Leo sacó su lado espiritual y respetuoso por la naturaleza.

Juanita asintió.

Yo no sabía qué se debía hacer respecto a eso, así que seguí andando sin más.

Al inicio, la caminata fue amable, una inclinación ligera y algo zigzagueante. El suelo húmedo por el rocío de la madrugada y el ambiente boscoso pronosticaban una mañana fresca.

Como era de esperarse, aunque de manera un poco prematura, los hermanitos Valencia tomaron ventaja y por momentos desaparecían de mi vista. Tuve que confiar en que no había más caminos que el principal para inyectarme un poco de valor e ignorar la posibilidad de perderme.

El conjunto deportivo que llevaba puesto dejaba al descubierto mis hombros, y de vez en cuando me tocó espantar a los mosquitos que intentaban alimentarse de la sangre fresca de una mujercita de ciudad. No importaba cuánto me esforzara, siempre volvían los mosquitos.

Unos minutos después, apareció ante mí el primer reto que imponía la montaña. Estaba sola y justo enfrente veía cómo el camino se adentraba por un túnel angosto donde los helechos apartaban el suelo de la luz. Desde donde estaba parecía una madriguera, una oscura madriguera de conejo. Dudé, pero me adentré por el pequeño túnel. No era tan oscuro como creía, entre los helechos se filtraba uno que otro punto de luz. Daba la impresión de ser un cielo estrellado.

El sonido del bosque es muy característico: el murmullo de las hojas y el canto de los bichos envuelven el lugar como único ruido en el silencio absoluto. Maravilloso.

Sin embargo, para mí fue aterrador descubrirme ensordecida por el lenguaje del bosque en medio de los helechos que entechaban el camino. Inundaba un olor a humedad y esperaba el momento en el que algún insecto brincara sobre mí. Crucé con paso firme, evitando tocar los costados del reducido espacio, todo lo más rápido que el miedo me permitía avanzar.

Al salir del tunelillo, el camino continuaba en leve ascenso, pero la luz era un alivio para mis ojos. Varios metros después y sin darme cuenta, entré en un claro en medio del bosque, donde podía divisar el entorno más allá del sendero.

Estaba en medio de la inmensa cadena montañosa. Era la naturaleza demostrando sin tapujos que los seres humanos no son más que nimiedades ante su grandeza.

Nunca he experimentado esa sensación de amor al admirar los paisajes. Ese alivio que experimentan los adoradores del arte al toparse con algo hermoso. Jamás supe qué era eso, pero el estar en medio de ese claro fue lo más cercano a vivirlo. Estábamos el cielo, las montañas y yo en una íntima conexión.

En un punto se podía ver, en una montaña vecina, la parte superior de un hilo de agua cayendo a muchísimos metros de mi posición. Una cascada.