La pieza final del puzle - Soraya Lane - E-Book
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La pieza final del puzle E-Book

Soraya Lane

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Beschreibung

Bellaroo Creek.3º de la saga. Saga completa 3 títulos. Su atracción era demasiado intensa… Cuando llegó a Bellaroo Creek, la profesora Poppy Carter no estaba del todo preparada para la tarea que tenía por delante. Pero una escuela en peligro y una clase llena de niños revoltosos suponían un paseo comparados con el padre soltero Harrison Black, que estaba resultando ser un reto mayor del que imaginó. Desde que su mujer los abandonó a él y a sus hijos, Harrison aprendió el arte de mantener las distancias. Y Poppy, la nueva profesora, no parecía entender los límites. Pero cuando una tormenta los atrapó juntos, Harrison empezó a preguntarse si Poppy podría ser el plus perfecto para su pequeña familia.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Soraya Lane

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La pieza final del puzle, n.º 106 - junio 2014

Título original: Patchwork Family in the Outback

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4331-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

¿Eres nuestra nueva profesora? ¿Te gustan los niños y la idea de dirigir una pequeña escuela rural? ¿Buscas un nuevo comienzo en un pueblecito acogedor? ¿Quieres ser una parte importante de nuestra comunidad?

Entonces, ven a visitarnos a Bellaroo Creek. Si eres una profesora dedicada capaz de llevar nuestra pequeña escuela, nos encantaría conocerte. Alquila una casa por solo un dólar a la semana y ayúdanos a salvar la escuela y nuestro pueblo.

Poppy Carter estaba en el centro de su nueva aula con las manos agarradas a la espalda para evitar que le temblaran. ¿Habría aceptado más de lo que podía asumir?

Los pupitres estaban apoyados contra las paredes con las sillas encima, y el suelo estaba limpio y recogido. Pero eran las paredes lo que le provocaba escalofríos. ¿Dónde estaba la diversión? ¿Dónde estaban los colores alegres que deberían adornar el aula para recibir a los pequeños alumnos?

Suspiró y se dirigió a su escritorio, sacó la silla y se sentó. El problema era que siempre había estado en colegios con presupuestos más o menos decentes, y sabía que aquella escuela apenas tenía dinero para abrir sus puertas, así que mucho menos para decoración.

Poppy apoyó la frente en el escritorio para no mirar las paredes. Tenía muchas cosas que hacer antes del día siguiente, y de ninguna manera iba a empezar a dar clase en un aula así.

Un nuevo comienzo, un futuro brillante. Aquella era la razón por la que se encontraba allí, y estaba decidida a que sucediera.

–¿Hola?

Poppy se incorporó de golpe. O estaba oyendo voces en aquella vieja aula, o había alguien más.

–¿Hola?

La voz grave y masculina estaba ahora más cerca. Antes de que ella pudiera responder, apareció el cuerpo. Un cuerpo que ocupó el umbral entero.

–Hola –respondió ella mirando hacia la ventana más cercana, buscando una ruta de escape por si la necesitaba.

–No quería molestarla –el hombre sonrió mientras se daba un toque en el ala del sombrero y entraba–. Hemos tenido algunos problemas últimamente y quería asegurarme de que no hubiera ningún niño por aquí haciendo alguna gamberrada.

Poppy tragó saliva y asintió.

–Seguramente yo tampoco debería estar aquí, pe-ro quería echar un vistazo para comprobar si hacía falta algo.

Unos ojos de color chocolate se clavaron en los suyos, esa vez con una mirada más dulce.

–Entonces supongo que es usted la famosa señorita Carter, ¿verdad?

Poppy no pudo evitar sonreír también.

–Puede quitar lo de «famosa» y llamarme Poppy. Y sí, supongo que esa soy yo.

El hombre se rio, se quitó el sombrero y dio un paso adelante con la mano extendida. Tenía un cierto aire huraño que Poppy supuso que tendrían todos los granjeros, pero de cerca era todavía más guapo que de lejos. Tenía los hombros anchos y fuertes, una mandíbula que parecía tallada en piedra y los ojos marrón oscuro más profundos que había visto en su vida.

Poppy se aclaró la garganta y tendió la mano.

–Harrison Black –dijo él estrechándosela con fuerza–. Mis hijos vienen a esta escuela.

De acuerdo. Así que estaba casado y tenía hijos. No llevaba alianza, pero seguramente muchos granjeros no la llevarían, sobre todo cuando estaban trabajando. Aquello hizo que se sintiera menos nerviosa al estar a solas con él.

–¿Cuántos hijos tiene? –le preguntó.

Harrison volvió a sonreír cuando le mencionaron a sus hijos.

–Dos, Kate y Alex. Están ahí fuera, en la camioneta.

Poppy miró por la ventana y vio el vehículo.

–Estaba a punto de ir a mi casa a buscar algunas cosas, ¿qué le parece si les saludo?

Harrison se encogió de hombros, volvió a ponerse el sombrero y reculó un par de pasos. Los tacones de sus botas resonaron con fuerza sobre el suelo de madera, lo que la llevó a mirarle otra vez. Y cuando lo hizo lamentó haberlo hecho, porque los ojos de Harrison no se habían apartado de los suyos y la miraba con el ceño ligeramente fruncido.

Poppy le ignoró, se puso el bolso al hombro y cuando volvió a mirarle él ya estaba casi en la puerta.

–Señorita Carter, ¿por qué ha venido aquí?

Ella le miró alzando la barbilla. No quería contestarle al hombre que tenía delante, pero sabía que le harían aquella pregunta muchas veces en cuanto empezaran las clases y conociera a los padres de sus alumnos.

–Necesitaba un cambio –respondió con sinceridad, aunque omitió la parte más importante–. Cuando vi el anuncio de Bellaroo Creek, pensé que había llegado el momento de hacerlo.

Harrison seguía mirándola, pero ella rompió el contacto visual. Pasó por delante de él y salió del aula en dirección a la puerta de entrada.

–¿Y no le bastaba con un cambio de peinado o un nuevo tinte de pelo?

Poppy se giró sobre los talones temblando de rabia. Aquel hombre no sabía absolutamente nada de ella, pero ¿sugerir un cambio de peinado? ¿Acaso parecía una superficial que solo necesitaba una nueva barra de labios para que sus problemas desaparecieran?

–No –afirmó mirándole fijamente–. Quería aportar mi granito de arena, y parece que mantener esta escuela abierta es importante para vuestra comunidad. A menos que haya entendido mal.

Los ojos de Harrison no reflejaban nada, tenía el cuerpo rígido.

–Para mí no hay nada más importante que conservar esta escuela abierta. Pero ¿y si usted no lo logra? ¿Y si hemos escogido a la persona equivocada? Entonces no solo perderíamos la escuela, sino también el pueblo entero –suspiró–. Discúlpeme, pero no la veo como una mujer capaz de estar una semana sin ir de tiendas o a la peluquería.

Poppy dejó que cerrara la puerta y se dirigió hacia la camioneta. Quería ver a sus hijos, en aquel momento sería lo único que la calmaría. Y lo último que deseaba era iniciar una discusión con aquel hombre maleducado y arrogante que no sabía qué clase de persona era ella ni en qué creía. Sugerir que…

Poppy tragó saliva y aspiró con fuerza el aire.

–Creo que pronto sabrá que soy consciente de lo mucho que significa esta escuela para Bellaroo Creek –aseguró con toda la calma que pudo–. Y por favor, no actúe como si me conociera o como si supiera algo de mí. ¿Le ha quedado claro?

La pareció que Harrison esbozaba un amago de sonrisa, pero estaba demasiado enfadada como para que le importara.

–Claro como el agua –aseguró Harrison pasando por delante de ella.

Si Poppy no hubiera sabido que había dos niños pequeños mirándolos desde la camioneta, le habría cantado las cuarenta. Pero siguió andando, pidiendo en silencio a Dios no tener que volver a hablar con él nunca más.

Harrison sabía que no se había portado bien. Pero sinceramente, no le importaba. Decirle a la profesora lo que pensaba no había sido su mejor momento, pero si ella no se quedaba, entonces el pueblo estaría perdido. Necesitaba decirlo en aquel momento porque si cambiaba de opinión tendrían que encontrar a otra persona rápidamente. El futuro de Bellaroo Creek era lo más importante del mundo para él. Porque podría perder todo por lo que había luchado por tener cerca de sus hijos.

Abrió la puerta del copiloto.

–Niños, esta es vuestra nueva profesora.

Sus hijos miraron, tan angelicales con su cabello rubio y sus ojos azules. Un constante recordatorio de su madre, y probablemente la única razón por la que todavía no odiaba a aquella mujer.

–Soy la señorita Carter.

Harrison escuchó cómo la nueva profesora se presentaba y vio cómo la furia desaparecía de su rostro en cuanto miró a los niños.

–Vuestro padre me ha pillado organizando vuestra clase.

–¿Organizando? –preguntó él.

Poppy sonrió y se apoyó en la puerta abierta, pero Harrison tuvo la sensación de que sonreía solo por sus hijos.

–No puedo dar clase a niños pequeños en un aula que parece la sala de un hospital –le dijo–. No tengo mucho tiempo, pero por la mañana será digna de los niños.

–¿Vas a mejorarla?

Harrison sonrió al escuchar a su hija. Solía ser tímida con los desconocidos en el primer momento, pero luego no dejaba de hablar.

–Quiero que nos divirtamos, y eso implica que sonriáis en cuanto entréis por la puerta por las mañanas.

Así que tal vez no fuera tan mala, pero tampoco había pruebas claras de que aquella profesora se quedara allí a largo plazo. Tenía suficiente experiencia para saber que un pueblo aislado no era precisamente el paraíso para todo el mundo, y menos para una profesora que tenía que dar clase a niños de varias edades.

–Si necesita ayuda… –dijo sin pensar.

Ella sonrió educadamente, pero Harrison se fijó en que todavía le echaban chispas los ojos.

–Gracias, señor Black, pero creo que me las arreglaré sola.

Él se la quedó mirando durante un largo instante antes de dirigirse al asiento del conductor.

–Estoy deseando ver mañana por la mañana lo que ha hecho con este sitio.

La profesora cerró la puerta del copiloto y se apoyó en la ventanilla.

–¿Su mujer no va a traer a los niños?

Harrison esbozó una sonrisa fría.

–No, los traeré yo.

Vio como ella se incorporaba con expresión interrogante, pero no dijo nada.

–Os veré mañana, niños –dijo dando unos pasos hacia atrás.

Harrison se tocó el ala del sombrero y se dirigió a la carretera, mirando por el espejo retrovisor. La vio allí todavía de pie, apartándose la larga melena de la cara con una mano y protegiéndose los ojos del sol con la otra.

Era guapa, tenía que reconocerlo, pero estaba convencido de que no se quedaría. Podía saberlo solo con mirarla. Y eso significaba que tendría que pensar qué diablos iba a hacer si ella se iba.

Porque quedarse en Bellaroo no sería una opción para él si la escuela cerraba, ni tampoco para las demás familias que amaban aquel pueblo tanto como él.

–Papá, ¿no crees que deberíamos ayudar a nuestra profesora?

Harrison suspiró y miró a su hija.

–Creo que se las arreglará bien, Katie –le dijo.

La niña suspiró también.

–Es una clase muy grande.

Harrison siguió mirando hacia delante. Lo último que necesitaba era desarrollar una conciencia en relación a la nueva profesora, y además tenía recados que hacer durante el resto de la tarde.

Pero tal vez su hija tuviera razón. Si no quería que la profesora se marchara, entonces puede que tuviera que hacer un esfuerzo.

–Podemos volver más tarde y ver qué podemos hacer. ¿Qué te parece?

–¡Bien! –Katie le dio un codazo a su hermano, como si hubieran conseguido liarle–. Podríamos llevarle la cena y ayudarla a decorar las paredes.

Harrison guardó silencio. ¿Ayudar a la señorita Carter a decorar la clase? Tal vez. ¿Llevarle la cena?

Diablos, no.

Capítulo 2

Harrison se consideraba un hombre fuerte. Trabajaba la tierra, sabía cazar y podría mantener a su familia viva en el bosque si fuera necesario y, sin embargo, su hija de siete años le manejaba como si fuera un corderito recién nacido.

–Creo que esto le gustaría, papá.

Harrison se quedó mirando a su hija y trató de parecer serio.

–No voy a comprarle una tarta.

Katie le rodeó una pierna y apoyó la mejilla en la pernera de su pantalón vaquero.

–Pero papá, si no hay tarta no hay picnic.

–No es un picnic, así que no hay ningún problema –afirmó él.

La pequeña se rio alegremente.

–Bueno, casi.

Harrison miró la tarta. Tenía buena pinta y las vendían para una obra benéfica, pero ¿qué clase de mensaje estaría enviando si se presentaba a ayudar con una tarta? Una cosa era llevar salchichas, pan y ketchup, porque él podría utilizar la barbacoa que había en la parte de atrás mientras sus hijos ayudaban a su nueva profesora. Pero la tarta era ir demasiado lejos.

–¿Papá?

Harrison trató de ignorar los ojos azules que le miraban suplicantes. Y no lo consiguió.

–De acuerdo, nos llevaremos la tarta. Pero no vayas a pensar que vamos a pasar la noche allí. Vanos a comer algo rápido, a echar una mano y luego volveremos a casa. ¿De acuerdo?

Katie sonrió y él no pudo evitar hacer lo mismo. Su hija sabía cómo hacerle bailar al son que ella quería.

–Vamos, Alex –dijo Harrison.

Su hijo apareció desde el fondo del pasillo y finalmente llegaron a la caja. Harrison conocía a la señora Jones desde que era pequeño, y seguía haciendo la compra allí.

–¿Y qué estas haciendo hoy en el pueblo?

Harrison se quedó mirando los artículos que había en el mostrador.

–Teníamos que hacer unos recados.

–Y ahora vamos a ir a ver a nuestra nueva profesora –anunció Katie.

–Entonces, ¿ya has conocido a la señorita Carter?

Harrison frunció el ceño. No le gustaba que la gente hablara de sus asuntos, aunque viviera en un pueblo pequeño en el que cualquier cosa ponía en marcha la maquinaria del cotilleo.

–Vamos a ayudarla a decorar un poco el aula, ¿verdad, niños?

Katie y Alex asintieron mientras él pagaba las provisiones y levantaba las bolsas del mostrador.

–Es maravilloso tener a alguien como Poppy Carter en el pueblo. Cuando llegó esta mañana fue como si hubiera entrado un rayo de sol.

Harrison sonrió con educación. No necesitaba sentirse todavía peor por cómo la había tratado antes, porque por mucho que tratara de negarlo, sí lamentaba haber sido tan brusco. Él no era así, y ahora se daba cuenta de que tal vez se hubiera equivocado.

Sí, tenía sus dudas de que la profesora se quedara. Pero tal vez tendría que haberle ofrecido su apoyo en lugar de desacreditarla antes siquiera de empezar.

–¿Tú qué opinas?

Harrison alzó la vista y miró a la señora Jones entornando los ojos. No tenía ni idea de lo que acababa de preguntarle.

–¿Perdón?

–Sobre si está casada o no. Suzie Croft se encontró con ella y dice que está segura de que tiene la marca del anillo, pero yo le dije que no era asunto suyo por qué había venido sin marido –aseguró la anciana–. Pusimos el anuncio buscando a alguien que deseara un nuevo comienzo, y eso es lo que nosotros podemos ofrecerle, ¿verdad?

Harrison alzó una ceja. A la señora Jones le gustaban más los cotilleos que a todos los del pueblo juntos.

–Yo diría que vamos a tener que esperar a que la señorita Carter quiera contarnos más cosas sobre su vida.

¿A quién le importaba que estuviera casada o no? Lo único que le interesaba era que fuera cariñosa con sus hijos, les enseñara bien y se quedara en el pueblo para evitar que cerraran la escuela. Si se conseguían aquellos tres objetivos, no le importaba que estuviera casada con un mono.

–Gracias –dijo saliendo de la tienda con las provisiones–. Ya nos veremos.

La campanita que había en la entrada tintineó cuando abrió la puerta. Harrison esperó a que sus chicos le alcanzaran.

Una hora en la escuela y luego a casa. Ese era el plan. Y que lo asparan si no se ceñía rigurosamente a él.

Poppy estaba empezando a pensar que no podía con todo. El aula parecía una zona de guerra, y no sabía por dónde empezar. No podía pasarse por una tienda de pinturas especializada y escoger algunos colores brillantes con los que pintar las paredes. Allí tenía que hacerlo todo ella misma, y sola.

Suspiró y se recogió el pelo en una coleta alta, cansada de tener que apartárselo de la cara cada vez que se agachaba.

Tenía un montón de estrellas naranjas que había cortado de unas cartulinas y quería pegarlas en una de las paredes. Luego quería decorar otra con enormes corazones y estrellas plateadas antes de dibujar el contorno de un árbol enorme para que los niños mayores lo colorearan. Tenía adhesivos de animales y pájaros que podría poner en las ramas, pero para todo lo demás contaba únicamente con su habilidad artística. Y con su propio dinero.

No tenía tanto como antes, pero al menos allí no tendría en qué gastarlo. Provisiones en la tienda del pueblo, la renta de un dólar y los gastos de la casa. No necesitaba nada más.

–¿Hola?

Poppy dio un respingo. O estaba empezando a oír voces, o no estaba sola. Otra vez. Pero no podía ser…

Harrison Black. Y esa vez había entrado en el aula con sus hijos.

–Hola –dijo incorporándose y estirando la espalda–. ¿Qué hacéis aquí?

Harrison levantó dos bolsas y sonrió de medio lado.

–Hemos venido con regalos –dijo.

Poppy sonrió a los niños, que se quedaron cerca de su padre y le sonrieron también. Así que aquella era su manera de pedir perdón, volver con algo para chantajearla.

–No habréis venido a ayudarme, ¿verdad? –les preguntó agachándose, consciente de que se acercarían si estaba a su nivel.

Funcionó. Los dos niños se acercaron a ella.

–A ver si me acuerdo –dijo mirando primero a uno y luego a otro–. Tú eres Alex –aseguró señalando a la niña–. Y tú Katie, ¿verdad?

Los dos se echaron a reír y sacudieron la cabeza.

–¡No! –aseguró la niña–. Yo soy Katie y él es Alex.

Poppy se rio con ellos antes de alzar la vista hacia su padre.

–Me alegro de haberlo aclarado. ¡Imaginad si me hubiera confundido mañana!

Los niños empezaron a inspeccionar los recortes, así que se acercó más a Harrison. No era rencorosa, y con dos niños felices en el aula, le resultaba casi imposible no sonreír. Aunque unas horas atrás se hubiera mostrado tan maleducado.

–¿Y qué hay en la bolsa? –le preguntó.

–Una ofrenda de paz –respondió él con una mano apoyada contra la puerta mientras la observaba.

Poppy se limitó a alzar las cejas, esperando que continuara.

–Cena para todos.

Ella alzó todavía más las cejas.

–¿Ha sido idea tuya o suya? –preguntó señalando a los niños con un dedo.

Harrison suspiró y aquello la hizo sonreír. Supuso que no estaba acostumbrado a disculparse ni a que le cuestionaran.

–Suya, pero me pareció bien, si con eso lo arreglo un poco.

Poppy ya no quería seguir torturándole.

–Estaba bromeando. Lo que cuenta es la intención. Y estoy hambrienta.

Harrison alzó las bolsas de papel y torció el gesto.

–Se me acaba de pasar una idea por la cabeza. Que podrías ser vegetariana…

Ella sacudió la cabeza.

–Me gustaría, pero no lo soy –Poppy le quitó las bolsas de las manos y las puso sobre uno de los pupitres a los que había dado la vuelta–. Me encanta que todavía utilicen bolsas de papel aquí.

–El plástico es el diablo, según la señora Jones. Así que no se te ocurra sacar nunca el tema –Harrison se echó hacia atrás para permitir que Poppy inspeccionara el contenido–. Aunque la verdad es que tiene opiniones para todo, así que mejor no le preguntes nunca nada.

Poppy se rio y sacó la tarta.

–¡Vaya, esto sí que es una ofrenda de paz!

Sintió una mano en la pierna y se dio la vuelta.

–La tarta ha sido idea mía –aseguró Katie–. Papá dijo que no, pero…

–Mmm –Harrison se aclaró la garganta y puso una mano en el hombro de su hija–. ¿Qué te parece si ayudas a la señorita Carter mientras yo voy a encender la barbacoa?

Poppy torció el gesto y dejó que Katie la tomara de la mano y la llevara hacia la pila de recortes en la que había estado trabajando antes.

Tal vez Harrison Black fuera gruñón y demasiado directo, pero su hija le tenía tomada la medida. Poppy miró hacia atrás mientras él salía por la puerta con la bolsa bajo el brazo, dispuesto a preparar la cena. Tenía los hombros anchos, casi llenaba por completo el umbral de la puerta. Y estaba segura de que en ese momento se estaría preguntando por qué diablos había permitido que su hija le hubiera convencido para volver a ayudarla.

Harrison se dio cuenta de que no tenía nada planeado. No había servilletas, ni platos, y los únicos utensilios que podía utilizar eran un par de pinzas. Lo que le salvaba era que el ketchup podía servirse con la botella de plástico.

Alzó la vista y vio a sus niños corriendo hacia él. Todavía había luz, pero estaba oscureciendo por fin. Le encantaba aquella hora del día, cuando volvía del trabajo y pasaba un rato con los niños. Y estaba pensando que aquella noche tendrían que haberse limitado a seguir su rutina.

Poppy apareció entonces detrás de sus hijos.

–No pueden esperar –aseguró–. Les ruge el estómago como si no hubieran comido nunca.

Harrison sonrió y luego trató de contenerse. ¿Qué tenía aquella mujer que le hacía sonreír como si fuera el hombre más feliz del mundo? Tenía una sonrisa tan contagiosa que resultaba imposible no devolvérsela.

–Papá, ¿está ya lista la cena? –Alex le miraba como si estuviera hambriento.

–Tenemos algunos problemas técnicos, pero si no os importa comer sin plato y limpiaros los dedos en la hierba…

Poppy se acercó más y le pasó una rebanada de pan a cada niño.

–A mí me suena bien –aseguró–. ¿Os pongo primero la salsa o la salchicha?

–Las dos a la vez –replicó Katie.

–De acuerdo.

Harrison intentó no mirarla, pero era imposible. Incluso sus hijos actuaban como si la conocieran de toda la vida.

Sabía que tendría que alegrarse. Debería agradecer que hubiera una profesora capaz de animar a sus hijos de aquel modo. Pero había algo en ella que le preocupaba.

Porque aquello no tenía vuelta atrás. Si Poppy se marchaba, entonces… era mejor no pensar en ello.

Lo único que podía hacer era conocerla mejor y asegurarse de hacer todo lo que estuviera en su mano para convencerla de que se quedara.

Se aclaró la garganta y le pasó la primera salchicha, que ella cubrió con franjas de ketchup.

Si al menos pudiera dejar de mirar el modo en que sonreía, cómo se le iluminaban los ojos cuando hablaba o escuchaba a sus hijos, o la manera en que la coleta le caía por el hombro y le rozaba los senos… Porque ninguna de aquellas cosas iba a ayudarle. El hecho de que no hubiera estado cerca de una mujer guapa desde hacía siglos no le daba excusa para mirarla así. Además, había renunciado a las mujeres para siempre.

–Y dime, ¿qué necesito saber de Bellaroo?

Harrison parpadeó y miró a Poppy, que tenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado.

–¿Qué quieres saber?

Poppy envolvió la salchicha de Alex en pan antes de hacer su propio perrito caliente y sentarse con ellos en la hierba. Estaba algo amarillenta y necesitaba cuidados, pero a ella no le importaba sentarse allí.

–¿Qué le ha pasado a este lugar? Quiero decir, muchas familias se han marchado de aquí. ¿Ocurre algo que yo no sepa? –le preguntó a Harrison.

Harrison estaba masticando, y la nuez le subía y la bajaba. Tenía que dejar de mirarle tanto. No se estaba comportando como una mujer que se había mudado allí para huir de los hombres.

–¿Me estás preguntando si el pueblo está maldito? ¿O si tuvo lugar algún crimen espantoso aquí y por eso todos los habitantes salieron huyendo?

Harrison hablaba con tono serio, pero tenía un brillo juguetón en los ojos que la hizo mirarle burlona.

–Bueno, la verdad es que estuve buscando información en Internet sobre este sitio pero no encontré nada interesante –bromeó a su vez–. Así que, si lo tenéis tan escondido, supongo que no se lo contaréis a los forasteros a la primera de cambio.