La prima Phillis - Elizabeth Gaskell - E-Book

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Elizabeth Gaskell

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Beschreibung

A los diecisiete años, Paul Manning, de Birmingham, llega a la pequeña población de Eltham como ayudante del ingeniero del ferrocarril. No muy lejos, en una granja, viven unos parientes de su madre: el pastor de la Iglesia Independiente Holman, su mujer y su hija, a los que a regañadientes se ve obligado a visitar. Sin embargo, la vida pausada que allí descubre, regida como en las Geórgicas de Virgilio por el calendario de las labores del campo, y el conocimiento de su prima Phillis.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Elizabeth Gaskell

LA PRIMA PHILLIS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-446-6

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-446-6
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Indice

LA PRIMA PHILLIS

LA PRIMA PHILLIS

CAPÍTULO I
Es maravilloso para un joven disponer por primera vez de un alojamiento para él solo. Creo que nunca me he sentido tan satisfecho y orgulloso como el día en que, a los diecisiete años, me senté en un pequeño cuarto triangular encima de una pastelería de Eltham, la capital del condado. Mi padre se había despedido de mí aquella tarde después de dictarme unas cuantas normas elementales de conducta que me sirvieran de guía en mi nueva vida. Yo iba a trabajar con el ingeniero del ferrocarril encargado de la construcción del pequeño ramal de Eltham a Hornby. Mi padre me había conseguido ese empleo, que estaba un poco por encima de su categoría; aunque tal vez debería decir, por encima de la posición en que había nacido y crecido, pues la gente le trataba cada vez con mayor consideración y respeto. Era mecánico de oficio, pero tenía cierto talento para la invención, además de mucha perseverancia, y había ideado importantes mejoras para la maquinaria del ferrocarril. No lo hacía por dinero, aunque, como es lógico, aceptase el que le llegaba merced al curso natural de las cosas. Desarrollaba sus ideas porque, como él decía, «hasta que no les daba forma, le obsesionaban día y noche». Pero no hablaré más de mi querido padre; un país es afortunado cuando tiene muchos hombres como él. Era un espíritu independiente por ascendencia y por convicción; y eso fue, creo, lo que le empujó a alquilarme una habitación encima de la pastelería. La tienda era de dos hermanas del pastor de nuestra comunidad, lo cual se consideró una especie de salvaguarda de mi moralidad cuando me acosaran las tentaciones de una capital de condado, con un salario de treinta libras anuales.
Mi padre se había tomado dos días libres, un tiempo precioso para él, y se había puesto el traje de los domingos para llevarme a Eltham y acompañarme primero a la oficina, donde me presentaría a mi nuevo jefe (que estaba un poco en deuda con mi padre por ciertas sugerencias), y después, a visitar al pastor de la Iglesia independiente[1] de la pequeña congregación de Eltham. Y luego se marchó; y, aunque sentí despedirme de él, empecé a saborear el placer de ser mi propio dueño. Saqué las cosas de la cesta que me había dado mi madre, y olí los botes de conservas con el deleite del propietario que podía abrirlos en el momento en que lo deseara. Cogí y sopesé en mi imaginación el jamón curado en casa, que parecía prometerme unos festines interminables; y me regocijó saber que podía comerme aquellas exquisiteces cuando me diera la gana, sin depender de persona alguna, por indulgente que ésta fuera. Guardé mis víveres en la pequeña esquinera; en aquel cuarto no había más que esquinas, y todo estaba colocado en ellas: la chimenea, la ventana, el armario. Yo parecía ser lo único que estaba en medio, y apenas si cabía. La mesa era una hoja abatible bajo la ventana, que daba a la plaza del mercado; así que existía el riesgo de que mis estudios —que habían llevado a mi padre a pagar un dinero extra para que yo dispusiera de un lugar donde sentarme— se desviaran de los libros para
centrarse en hombres y mujeres. Yo haría mis comidas con las dos ancianas señoritas Dawson, en la salita que había tras la pastelería triangular del piso de abajo; al menos el desayuno y el almuerzo, pues, como mis horarios vespertinos serían probablemente intempestivos, tomaría el té o cenaría por mi cuenta.
Después de todo aquel orgullo y satisfacción, me invadió el desconsuelo. Era la primera vez que salía de casa, y no era más que un niño; y, aunque la máxima de mi padre fuera «la letra con sangre entra», siempre me había tenido un gran cariño y, sin ser consciente de ello, me había tratado con mucha más ternura de la que él creía —o habría considerado apropiada—. Mi madre, sin ser severa, era mucho más estricta conmigo: es posible que las faltas de un muchacho la sacaron más de quicio a ella; aunque, ahora que acabo de escribir estas palabras, recuerdo cómo salió en mi defensa una vez que, ya de adulto, quebranté el sentido paterno de la justicia.
Pero eso no viene a cuento ahora. Es de la prima Phillis de quien voy a ocuparme, y creo que ya ha llegado el momento de explicar quién era.
Los primeros meses que pasé en Eltham, mi nuevo empleo y mi nueva independencia acapararon todos mis pensamientos. Estaba en mi puesto a las ocho, almorzaba en casa a la una y volvía a la oficina a las dos. El trabajo de la tarde era menos rutinario que el de la mañana; unas veces era el mismo, pero otras tenía que acompañar al señor Holdsworth, el ingeniero jefe, a algún lugar del ramal entre Eltham y Hornby. Esto siempre me gustaba, por el cambio que suponía y por lo hermoso que era el paisaje agreste que atravesábamos, y además me daba la oportunidad de estar con el señor Holdsworth, todo un héroe en mi imaginación juvenil. Era un joven de unos veinticinco años, y tanto su posición social como su educación eran superiores a las mías. Había viajado por el continente, y llevaba mostachos y patillas en sintonía con una moda extranjera. Me sentía orgulloso de que me vieran con él. Era un tipo excelente en muchos sentidos, y yo podría haber caído en peores manos.
Todos los sábados escribía a casa para contarles lo que había hecho esa semana, pues mi padre había insistido en ello; pero mi vida era tan poco variada que solía tener dificultades para llenar una sola hoja. Los domingos iba dos veces a la iglesia, y subía los escalones oscuros y estrechos de la entrada para escuchar los monótonos himnos, las largas plegarias y el interminable sermón que dirigía el pastor a una pequeña congregación, de la que yo era, con mucho, el miembro más joven. De vez en cuando, el señor Peters me invitaba a tomar el té después del segundo servicio religioso. Era un honor que temía, pues me pasaba la tarde sentado en el borde de una silla, respondiendo a las preguntas solemnes que él me formulaba con su voz grave y profunda, hasta que a las ocho, la hora de la oración en familia, aparecía la señora Peters, alisándose el delantal, seguida de la criada para todo. Después de un sermón y de la lectura de un capítulo, rezábamos arrodillados una larga oración improvisada, hasta que algún instinto le decía al señor Peters que era hora de cenar, y los cuatro nos poníamos en pie muertos de hambre. Mientras comíamos, el pastor contaba un
par de chistes sin ninguna gracia, como si quisiera demostrar que los clérigos, después de todo, eran seres humanos. A las diez me iba a casa, y, antes de acostarme, daba rienda suelta en mi habitación de tres esquinas a los bostezos hasta entonces reprimidos.
Dinah y Hannah Dawson —ésos eran los nombres que figuraban en el letrero de la entrada de la tienda, aunque yo las llamara siempre señorita Dawson y señorita Hannah— consideraban mis visitas a casa del señor Peters el mayor honor que podía tener un joven; y evidentemente pensaban que, si después de semejante privilegio, no buscaba la salvación, era una especie de Judas Iscariote de nuestros días. Por el contrario, movían la cabeza reprobadoramente al ver mi relación con el señor Holdsworth. Éste había sido tan amable conmigo que, cuando empecé el jamón, di vueltas a la idea de invitarle a tomar el té, sobre todo porque se celebraba la feria anual en la plaza del mercado de Eltham, y los tenderetes, tiovivos, animales salvajes y demás pompas rurales resultaban (a mis diecisiete años) un espectáculo fascinante. Pero, cuando me atreví a mencionar vagamente mi deseo, la señorita Hannah me cogió por banda para decirme que era pecaminoso mirar aquello, y algo sobre revolcarse en el fango, y luego saltó a Francia y empezó a criticar el país y a todos los que alguna vez habían puesto los pies en él; y cuando comprendí que su ira se centraba en un punto, y que ese punto era el señor Holdsworth, decidí acabar mi desayuno y dejar lo antes posible de oír su voz. Casi me extrañó ver después cómo contaba alegremente con su hermana las ganancias de la semana, diciendo que una pastelería en la plaza del mercado no era un mal negocio la semana de la feria de Eltham. Sin embargo, nunca me atreví a invitar a casa al señor Holdsworth.
No hay mucho que contar sobre el primer año que pasé en Eltham. Pero cuando estaba a punto de cumplir diecinueve años, y empezaba a pensar en mis propios bigotes y patillas, conocí a la prima Phillis, cuya existencia había ignorado hasta entonces. El señor Holdsworth y yo habíamos pasado todo el día en Heathbridge, trabajando de firme. Heathbridge estaba cerca de Hornby, pues ya se había construido más de la mitad de nuestra línea ferroviaria. Por supuesto, una salida de un día entero era algo magnífico para mis cartas semanales, y me puse a describir el paisaje, defecto del que no solía poder culpárseme. Hablé a mi padre de los pantanos, cubiertos de mirto silvestre y suave musgo; y de la desigual firmeza del terreno por el que debíamos llevar las vías; de cómo el señor Holdsworth y yo (que habíamos pasado allí dos días y una noche) habíamos almorzado en Heathbridge, un pueblo precioso de las cercanías; y de cómo esperaba volver a menudo, pues la inestabilidad de aquel terreno movedizo estaba volviendo locos a nuestros ingenieros: en cuanto lograban afianzar una parte de la vía, el otro extremo se hundía. (Como puede verse, no pensaba en los intereses de los accionistas: teníamos que construir una línea nueva en un terreno más firme antes de terminar aquel ramal). Le conté todo esto con mucho detalle, dando gracias a Dios por haber conseguido llenar la página. A vuelta de correo me enteré de que una prima segunda de mi madre estaba casada con el
pastor de la Iglesia independiente de Hornby, un tal Ebenezer Holman, y que vivía en Heathbridge; el mismo Heathbridge del que yo les había hablado, o eso creía mi madre, pues nunca había visto a su prima Phillis Green, una especie de rica heredera (según decía mi padre), ya que era hija única y el viejo Thomas Green debía de haberle dejado una propiedad de cerca de cincuenta acres. Los sentimientos familiares de mi madre parecieron exaltarse con la mención de Heathbridge, pues mi padre me comunicó su deseo de que, si volvía a ese lugar, preguntara por el reverendo Ebenezer Holman; y, si éste residía allí, averiguara si estaba casado con una tal Phillis Green. En caso de que las dos respuestas fueran afirmativas, tenía que ir y presentarme como el hijo único de Margaret Manning, de soltera Moneypenny. Cuando comprendí lo que se me venía encima, me enfurecí conmigo mismo por haber hablado de Heathbridge. Un pastor de la Iglesia independiente, me dije, era suficiente para cualquier hombre; y yo ya conocía al señor Dawson (para ser más exactos, había aprendido el catecismo con él los domingos por la mañana), el pastor de mi pueblo, y tenía que ser muy educado con el anciano Peters en Eltham, y comportarme cinco horas seguidas cuando me invitaba a tomar el té. Y justo ahora, mientras sentía cómo el viento soplaba a su antojo, tenía que buscar a otro pastor en Heathbridge, y tal vez tuviera que ir a su catequesis o a tomar el té en su casa. Y tampoco me gustaba imponer mi presencia a unos desconocidos, que quizá no hubieran oído jamás el apellido de mi madre —¡Moneypenny, apellido raro donde los haya!—. Y, de haberlo oído, sin duda habrían mostrado tan poco interés por ella como ella por ellos hasta mi desafortunada alusión a Heathbridge.
Pero no desobedecería a mis padres en semejante nimiedad, por fastidiosa que fuera. De modo que, la vez siguiente que nuestro trabajo nos llevó a Heathbridge, mientras cenábamos en la pequeña sala color arena de la posada, aproveché la ausencia del señor Holdsworth para preguntar por el reverendo Holman a una camarera de mejillas sonrosadas. O no me entendió o era un poco necia, porque me contestó que no lo sabía, pero que iría a preguntárselo al patrón; éste, como es natural, vino a enterarse de lo que quería, y no tuve más remedio que farfullarle mis preguntas delante del señor Holdsworth, que tal vez no les habría prestado la menor atención si no me hubiera visto enrojecer, meter la pata y hacer el ridículo.
El posadero dijo que sí, que la granja Esperanza estaba en el mismo Heathbridge, y que el apellido de su propietario era Holman, un pastor de la Iglesia independiente, y que, por lo que sabía, el nombre de pila de su mujer era Phillis, fuera o no Green su apellido de soltera.
—¿Son familiares tuyos? —quiso saber el señor Holdsworth.
—No, señor… sólo son primos segundos de mi madre. Bueno, supongo que hay algún parentesco entre nosotros. Pero no los he visto en mi vida.
—La granja Esperanza está a un tiro de piedra —dijo el servicial posadero, acercándose a la ventana—. Si miran más allá de aquellos macizos de malvarrosas, y más allá del huerto de ciruelos que hay detrás, verán un montón de extrañas
chimeneas de piedra. Son las de la granja Esperanza; es una propiedad muy antigua, pero Holman la mantiene en buen estado.
El señor Holdsworth se había levantado de la mesa antes que yo, y estaba en la ventana, mirando. Al escuchar las últimas palabras del posadero, se dio media vuelta, con una sonrisa.
—Normalmente los párrocos no saben mantener la tierra en buen estado,
¿verdad?
—Perdone, señor, pero debo decir las cosas como son; y el pastor Holman… verá, aquí el «párroco» es el clérigo de la Iglesia anglicana, y estaría un poco celoso si nos oyera llamar así a un protestante disidente… El pastor Holman sabe lo que hace tan bien como el mejor granjero de los alrededores. Dedica cinco días a la semana a sus asuntos, y dos días a los del Señor; y es difícil decir a qué se consagra con más ahínco. Pasa el sábado y el domingo escribiendo sermones y visitando a sus feligreses de Hornby, y el lunes coge el arado a las cinco de la mañana como si no supiera leer ni escribir. Pero se les está enfriando la comida, caballeros…
Así que volvimos a la mesa. Poco después, el señor Holdsworth rompió el silencio.
—Si yo fuera tú, Manning, iría a ver a esos parientes. Puedes visitarles mientras esperamos el presupuesto de Dobson; yo me quedaré fumando un cigarro.
—Gracias, señor. Pero no les conozco, y tampoco tengo muchas ganas de hacerlo.
—Entonces, ¿por qué has preguntado por ellos? —dijo levantando la mirada, sorprendido.
No concebía hacer o decir nada sin un motivo. Como no le contesté, continuó diciendo:
—Decídete, y ve a ver cómo es ese clérigo-granjero. Así luego me lo cuentas… Me encantaría saberlo.
Yo estaba tan acostumbrado a someterme a su autoridad o influencia que, en lugar de llevarle la contraria, me dispuse a obedecerle, aunque recuerdo que habría preferido que me cortaran la cabeza. El posadero, claramente interesado en el caso que discutíamos —como todo posadero de pueblo que se precie—, me acompañó hasta la entrada y me indicó varias veces el camino, como si pudiera perderme en menos de doscientos metros. Pero le escuché pacientemente, encantado de que me retuviese, pues necesitaba armarme de valor para presentarme ante unos desconocidos y decirles quién era. Recuerdo que avancé por el sendero sacudiendo todos los hierbajos altos que crecían en los bordes, hasta que, después de un recodo o dos, me encontré delante de la granja Esperanza. Había un jardín entre la casa y el umbroso sendero cubierto de hierba; más tarde supe que lo llamaban el patio, tal vez porque estaba rodeado de un muro de escasa altura, con un enrejado de hierro en la parte superior y dos grandes verjas flanqueadas por sendas columnas coronadas por dos esferas de piedra. Un camino de losas conducía a la entrada principal. La familia nunca utilizaba aquellas verjas ni aquella entrada; las verjas, de hecho, estaban
cerradas con llave, tal como descubrí, aunque la puerta de paso estuviera abierta de par en par. Tuve que rodear la casa por una senda lateral que las pisadas habían formado sobre un camino más ancho de hierba, y que, más allá del muro del patio y del montadero —medio cubiertos de pampajaritos amarillos y de pequeñas fumarias silvestres—, llegaba hasta otra puerta, la del «coadjutor», como la llamaba el dueño de la casa para diferenciarla de la principal, «muy bonita y ostentosa», que llamaba la del «párroco». Llamé con los nudillos a la puerta del «coadjutor», y una joven alta — más o menos de mi edad, según me pareció— vino a abrirme y se quedó esperando que le explicara el motivo de mi visita. Me parece estar viéndola: la prima Phillis. El sol del atardecer arrojaba toda su luz sobre ella y entraba a raudales en la estancia. Llevaba un vestido de algodón azul marino, de escote alto y manga larga, con un pequeño volante allí donde la tela rozaba su piel blanca. ¡Y vaya si era blanca! ¡Jamás he visto nada igual! Tenía el pelo claro, más cerca del amarillo que de cualquier otro color. Me miraba fijamente con unos ojos grandes y serenos, que parecían preguntarse imperturbables quién era aquel desconocido. Me pareció extraño que, a su edad, siguiera llevando un guardapolvo encima del vestido.
Antes de que me armara de valor para responder a su tácita pregunta —qué es lo que quería—, oí que una voz de mujer gritaba:
—¿Quién es, Phillis? Si viene a buscar suero de manteca, dile que llame por la puerta trasera.