La prometida del magnate - Helen Brooks - E-Book
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La prometida del magnate E-Book

Helen Brooks

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Beschreibung

Sophy nunca había tenido muy buena opinión del marido de su hermana, y al conocer a su hermano Andreas Karydis se dio cuenta de que la arrogancia era una característica de la familia. Rico, poderoso e increíblemente guapo... no era extraño que las mujeres persiguieran a Andreas. Sophy se negaba a convertirse en una más de sus conquistas, por eso cuando Andreas insistió en que tuvieran dormitorios separados durante sus vacaciones en Grecia, Sophy se sintió aliviada... Después, descubrió por qué no quería que fuese su amante... ¡lo que quería era que fuese su mujer!

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Helen Brooks

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La prometida del magnate, n.º 5515 - febrero 2017

Título original: The Greek Tycoon’s Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9336-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

No hablarás en serio cuando dices que estás pensando en ir a Grecia, ¿verdad, Jill? —dijo Sophy haciendo un esfuerzo para no mostrarse demasiado irritada con la joven menuda sentada frente a ella—. No tienes por qué hacerlo. Sabes perfectamente que no debes nada a la familia de Theodore. Michael tiene siete años y hasta ahora no parecía haberles preocupado mucho su existencia.

—Bueno, los dos primeros años la desconocían —dijo Jill.

—Ya, pero cuando se enteraron tampoco dieron señales de vida. Lo normal hubiera sido que escribieran una carta o llamaran por teléfono.

—Según Christos, la familia escribió, pero nunca recibieron respuesta a sus cartas.

—¿Y tú lo creíste? —preguntó Jill con un tono de voz que mostró casi tanto como sus palabras el desprecio que sentía por la familia política de su hermana.

—Es posible que haya sido así, Sophy —afirmó Jill con tristeza—. Tú sabes muy bien que Theodore era un hombre muy orgulloso. Dijo que no los perdonaría jamás, y podía… podía ser implacable cuando tomaba una decisión.

—Pero, habría hablado contigo —insistió Jill—, te habría dicho al menos que había recibido correspondencia de su familia.

—No necesariamente —respondió Jill mientras doblaba la ropa que había recogido del tendedero para evitar mirar a su hermana—. Había decidido romper por completo con los suyos. Cuando nos casamos, me dijo que a partir de aquel momento yo era su única familia. A decir verdad, ni siquiera volvió a dejarme hablar de ellos.

Sophy se quedó mirando a su hermana, y se preguntó si su matrimonio habría sido feliz. De todos modos, ya no importaba demasiado porque Theodore se había matado en un accidente de coche hacía seis semanas.

—Pero, ¿y el funeral, Jill? Ni siquiera asistieron.

—Christos les dijo que ese había sido el deseo de Theodore —dijo Jill y, al oír el bufido de incredulidad de su hermana, levantó la cabeza y se quedó mirándola—. Es verdad, Sophy. Lo había dejado escrito en unas cartas que guardaba en la caja fuerte de Christos. Al morir Theodore, su socio creyó oportuno dejármelas leer antes de enviarlas a Grecia. Creo que sospechaba lo que decían.

—¿Cartas? —preguntó Sophy—. ¿Y a quién iban dirigidas exactamente?

—A su familia. En… en caso de enfermedad o muerte. Por supuesto, él no pensaba que iba a ocurrir tan rápido, ni tan de repente… —Jill se detuvo un momento porque la emoción que la embargaba no la dejaba continuar y respiró profundamente—. De todos modos, al día siguiente del accidente, Christos y yo tomamos la decisión de abrir las cartas y leerlas antes de enviarlas. Tras hacerlo las… las destruimos. A pesar de ello, Christos creyó que debía llamar por teléfono a la familia y decirles que Theodore había dejado escrito que no asistieran a su funeral.

Jill dejó de doblar ropa y se echó a llorar. Al verla, Sophy se apresuró a levantarse y abrazar a su hermana.

—Vamos cariño, tranquilízate que todo va a ir bien.

—Eran horribles, Sophy. No te lo puedes ni imaginar —afirmó Jill entre sollozos—. Tan amargas, tan duras. No… no pude enviarlas. Imagina lo que hubiera sentido su madre al leerlas después de lo que le había ocurrido a Theodore. Así que… así que las quemé —dijo tras sonarse la nariz con un pañuelo del cesto de la ropa limpia—. ¿Te parece que hice mal?

Jill miró asustada a su hermana, y Sophy le devolvió una mirada que reflejaba lo preocupada que estaba por su adorada hermana gemela.

—Claro que no —afirmó mientras apartaba del rostro de su hermana uno de sus rizos plateados—. ¿Para qué ibas a permitir que esa familia se sintiera aún más desgraciada?

—Eso fue lo que pensé —dijo Jill mientras se secaba los ojos—. Christos dijo que tenía que ser yo quien tomara la decisión. Después de hacerlo, me dijo que le parecía que había hecho lo mejor, pero no dejo de pensar en ello desde entonces. Al fin y al cabo, Theodore le dio a Chistos esas cartas creyendo que respetaría su voluntad, y yo… yo las quemé. Sé que Theodore nunca me lo perdonaría.

Sophy pensó que el marido de su hermana parecía ser especialista en no perdonar a nadie. Siempre había tenido sus reservas respecto a Theodore, y no se habían llevado demasiado bien. Jill debía de haberse dado cuenta, y por eso había evitado conversar con su hermana sobre su marido. Así, de manera inconsciente, por primera vez las dos jóvenes habían tenido una parcela en su vida en la que no habían sido totalmente francas la una con la otra.

Si no supuso un gran problema en su relación fue porque tres meses después de conocer Jill a Theodore, justo después de que ambas terminaran sus estudios universitarios, a Sophy le ofrecieron un importante trabajo como compradora en prácticas para una de las empresas de moda más importantes de Londres.

Pocos días antes de que Sophy se marchara de Cambridge, su lugar de residencia, Jill descubrió que estaba embarazada, y Sophy había asistido a su precipitada boda antes de partir para Londres. Desde aquel momento, las vidas de las dos gemelas habían tomado direcciones diferentes: Jill se había dedicado a su familia y a ayudar a su marido en el restaurante que había abierto junto a su socio Christos, y que parecía funcionar muy bien. Ella, por su parte, había tenido mucho éxito en su trabajo, convirtiéndose en jefe de compras de la empresa de moda para la que trabajaba.

Siempre había tenido el convencimiento de que Theodore había dejado embarazada a su hermana a propósito, sabiendo que no podía tomar la píldora porque le sentaba mal, pero se había guardado para ella misma todas sus sospechas. Sin embargo, con el paso de los años había visto transformarse a su hermana de la chica alegre y habladora que era en tan solo una sombra de sí misma: callada, y completamente subyugada a su dominante marido. Pero Jill nunca se quejaba, y siempre que le preguntaba si todo iba bien, cambiaba de tema, así que había decidido respetar la intimidad del matrimonio de su hermana gemela.

—Entonces —empezó a decir Sophy, volviendo al tema de la carta con el que habían empezado la conversación—, crees que tienes que ir a Grecia para conocer a tu familia política.

Sophy la entendía un poco mejor después de lo que le había contado, aunque todavía le parecía que estaba dejándola meterse en la boca del lobo.

—Solo para pasar unas cortas vacaciones, como ellos han sugerido. Así podrían conocer a Michael, y lo más importante, Michael podría conocer a los únicos abuelos que tiene.

El padre de las gemelas se había marchado de casa a los pocos meses de nacer ellas, y su madre había muerto hacía unos años.

—¿Y después? —preguntó Sophy con dulzura.

—Después, regresaremos y seguiremos con nuestras vidas como siempre —dijo Jill—. Yo ayudaré a Chistos con el negocio, y Michael seguirá en el mismo colegio donde tiene a todos sus amigos. No se me ocurriría siquiera pensar en quedarme allí, Sophy, si es eso lo que te preocupa.

A Sophy lo que la preocupaba era que, si la familia política de su hermana se parecía algo a Theodore, serían capaces de hacerle creer a su maleable hermana que lo blanco era negro.

—Mira, si de verdad te preocupa que me vaya sola con Michael, ¿por qué no vienes conmigo? El padre de Theodore me dijo que no le importaba pagar el billete de avión de una tercera persona para que me acompañara, y sugirió que fueras tú. No te había dicho nada porque sé que has viajado mucho últimamente, y no quería causarte más estrés.

—Ahora que ya ha salido la colección, tengo menos trabajo. Además, todavía me quedan días de vacaciones del año pasado, por no hablar de las de este año. ¿Cuándo quieres ir?

—Cuando a ti te venga mejor —se apresuró a decir Jill—. Entonces, ¿crees que podrás venir? ¡Oh, Sophy, me gustaría tanto! —dijo, y volvió a echarse a llorar.

Al verla, Sophy se convenció de que debía acompañarla. Jill la necesitaba, así que su trabajo pasó de inmediato a ocupar un segundo plano.

 

 

El aeropuerto griego era ruidoso, como todos los aeropuertos, y estaba abarrotado de gente. Sin embargo, el viaje había sido bastante agradable, y el incesante parloteo de un emocionado Michael había conseguido que las dos mujeres no tuvieran tiempo de pensar en cómo sería la familia que Theodore había repudiado.

Como su hermana parecía un poco aturdida, Sophy se encargó de todo lo referente al equipaje al llegar, así como de que su sobrino no se perdiera, por lo que no se dio cuenta de la presencia de aquel hombre alto y moreno hasta que Jill no lo agarró del brazo y le susurró:

—Sophy, ese debe de ser Andreas, el hermano de Theodore. A juzgar por el modo en que nos mira.

Sophy se volvió a mirar en la dirección que le indicaba su hermana, sin soltar de la mano a su sobrino, que no paraba de saltar, y se quedó paralizada al encontrarse con la mirada dura de aquel hombre fija en ellas. No tuvo tiempo de hacer ningún tipo de comentario, porque en ese instante, aquel hombre de cuerpo atlético empezó a avanzar hacia ellas con rapidez, abriéndose paso entre la muchedumbre.

—¿La señora Karydis? —preguntó mirando a una y a otra. Hablaba inglés correctamente, pero con un marcado acento griego.

Como Jill parecía estar en el limbo, después de unos minutos, Sophy se vio obligada a responder.

—Jill es ella —dijo señalando a la pálida y silenciosa mujer que se encontraba a su lado—. Y este es Michael, por supuesto —añadió, poniendo a su sobrino delante de ella—. ¿Qué tal está, señor…?

—Por favor, llámeme Andreas.

Andreas ya había fijado su atención en Jill, que se aferraba al brazo de Sophy como si su vida dependiera de ello, y todavía no parecía capaz de hablar. Cuando su cuñado le tendió la mano, pareció rehacerse para alivio de Sophy.

—Hola, Andreas —le saludó Jill tras soltar el brazo de su hermana—. Gracias por venir a buscarnos.

—Ha sido un placer —dijo el hermano de Theodore con frialdad.

Sophy comprendía perfectamente que su hermana estuviera atónita, porque ella se sentía en cierto modo igual. El hombre que tenía delante no se parecía en nada a Theodore, lo que por otra parte era un alivio. Theodore había sido solo un poco más alto que Jill, de constitución fuerte, pelo castaño claro y unos también castaños que no llamaban en absoluto la atención.

Su hermano era de una belleza agresiva. De uno ochenta y cinco de estatura, cuerpo musculoso y de una virilidad que afectaba a los sentidos.

No tenía los ojos castaños, como Sophy había pensado en un principio, sino de un gris profundo y el pelo negro. Estaba pensando que en lo único en lo que se parecían los dos hermanos era en la frialdad, cuando lo vio agacharse delante de Michael y decir con dulzura:

—Eres del Manchester, ¿verdad? —le dijo señalando la camiseta que llevaba puesta el niño. Se la había regalado Sophy para su cumpleaños porque le había dicho que era su club de fútbol favorito—. A mí también me gusta el fútbol. Tendremos ocasión de jugar un poco juntos. ¿Te gustaría, Michael?

—Sí —respondió el niño muy contento—. Eres el hermano de mi padre, ¿verdad? —dijo más bajito.

—Sí, Michael —respondió Andreas sin moverse ni cambiar de expresión—, así que soy tu tío. Es genial, ¿verdad? ¿Significa eso que ya somos amigos?

Michael miró largamente a su nuevo tío. Después le sonrió y asintió.

Andreas acarició los cabellos del niño antes de levantarse y dirigir la mirada a Sophy.

—Y tú debes de ser Sophy, ¿verdad? —dijo con voz neutra—. En su carta, Jill no mencionaba que fuerais como dos gotas de agua.

A Sophy no le gustó el comentario. Las dos muchachas habían sido inseparables desde pequeñas, pero habían luchado siempre por dejar patente su individualidad, ya que mucha gente había pensado que, porque eran idénticas, pensaban del mismo modo. Sin embargo, su carácter era completamente distinto.

—¿Qué tal estás, Andreas? —lo saludó Sophy con amabilidad, pero con una cierta ironía en la voz que al griego no le pasó desapercibida, y se quedó mirándola fijamente—. Soy Sophy, la hermana gemela de Jill, como ya habrás podido adivinar.

Andreas asintió y la miró con curiosidad, como si estuviera tratando de averiguar lo que estaba pensando.

—Encantado de conocerte —dijo Andreas con frialdad, y acto seguido se dirigió a Jill con una brusquedad que hizo sentir a Sophy que prescindía de su presencia—. El coche nos está esperando fuera —le oyó decir mientras miraba su duro perfil con desagrado—. Sé que mis padres están deseando conoceros y daros la bienvenida a su hogar. ¿Nos vamos?

—Sí, por supuesto. Muchas gracias —se apresuró a decir Jill, aunque apenas se la oyó porque Andreas, que había llamado a un mozo con una inclinación de cabeza mientras hablaba con ella, estaba ya dándole órdenes rápidamente en griego.

Jill parecía nerviosa, y mientras la veía colocarse el flequillo con dedos temblorosos, Sophy se sintió indignada. Se suponía que había ido a Grecia para relajarse y conocer a la familia de su difunto marido con espíritu conciliador y, en su opinión, los Karydis podían considerarse afortunados de que su hermana hubiera hecho el esfuerzo, teniendo en cuenta lo que había pasado. Aquel hermano no tenía, desde luego, ningún derecho a comportarse como si fuese su familia la que estaba haciendo un favor a Jill. Sophy se echó el cabello, más corto que el de su hermana, hacia atrás y apretó sus labios voluptuosos en un gesto de desagrado hacia aquel hombre que parecía creerse de la realeza.

Sin embargo, enseguida se apresuró a reprimir aquel rasgo de su carácter que según su madre había heredado de su padre. Jill, desde luego, no lo había hecho. No sabía lo que estaba pensando Andreas. A lo mejor lo estaba malinterpretando y era así de altanero con todo el mundo. Jill le había dicho que Theodore nunca se había llevado demasiado bien con su familia, pero que su matrimonio con una joven inglesa había sido la gota que había colmado el vaso. Se lo había contado en los primeros tiempos de su matrimonio, y cuando Sophy había querido saber por qué había discutido Theodore con su familia, Jill se había apresurado a cambiar de tema. Hasta dos o tres años más tarde no había reconocido que su marido se había negado siempre a hablar de su pasado y desconocía por completo el motivo de la riña. Según Jill, ni siquiera Christos, su socio, griego como él y con el que tenía una estrecha relación, lo sabía.

Todo era muy misterioso, y a Sophy nunca le habían gustado los misterios. A ella le gustaban las cosas muy claras. No se habría casado con Theodore ni por todo el oro del mundo. Con una sonrisa en los labios recordó que la antipatía había sido mutua. A ella no le gustaban los machos. En las novelas ese arquetipo de hombre podría resultar muy atractivo, pero a ella le resultaría insoportable vivir con alguien siempre tan silencioso, pensativo y de un humor tan cambiante.

—¿Nos vamos? —dijo Andreas tomando a Jill por el brazo.

La voz de Andreas sacó a Sophy de sus pensamientos. Entonces, vio que el mozo había colocado ya el equipaje en un carrito, y que el griego instaba a Michael y a ella a seguirlo.

Sophy esbozó una sonrisa forzada, y deseó con todas sus fuerzas que Andreas no se hubiera dado cuenta de la impresión que le había causado notar su penetrante mirada.

Aquel hombre parecía irradiar fuerza y autoridad. Resultaba demasiado abrumador para sentirse a gusto con él. Hasta la ropa que llevaba puesta, una camisa blanca y unos pantalones negros, reforzaba la severidad que mostraba en cada gesto, en cada mirada, contrastando con el colorido de las prendas que vestía la gente a su alrededor.

—¡Vaya, qué calor! —exclamó Michael cuando salieron del aeropuerto al sentir el implacable sol de junio sobre él.

Al oírlo, su tío esbozó una sonrisa.

—No hace tanto calor en Inglaterra, ¿verdad? —le dijo con dulzura, y Sophy se sorprendió una vez más de cómo cambiaba el tono de voz y la mirada de aquel hombre cuando se dirigía a su sobrino—. Pues hace todavía más calor en julio y agosto. Ya verás. Te vas a pasar casi todo el tiempo metido en la piscina de tus abuelos como un pececito.

—¿Una piscina? —preguntó Michael, encantado, con los ojos muy abiertos—. ¿Tienen una solo para ellos? —preguntó sorprendido. No hacía mucho que había aprendido a nadar en la piscina de su barrio y disfrutaba mucho en el agua.

Andreas asintió.

—Pero uno de los extremos cubre mucho —le advirtió con una sonrisa—. No te debes meter nunca en el agua si no estás con un adulto, Michael. Esa es una norma para todos los niños que visitan la piscina de mis padres. ¿De acuerdo?

—¿Quién son los otros niños? —se apresuró a preguntar Michael.

—Familiares, e hijos de amigos. No te preocupes, pequeño, que ya tendrás tiempo de conocerlos a todos —le dijo su tío con cariño.

Andreas les había estado llevando por el aparcamiento del aeropuerto mientras hablaba con Michael, y cuando se pararon delante de una limusina negra de aspecto impecable con su propio chófer, el niño no podía dar crédito a lo que veía.

—¿Es este tu coche? —preguntó Michael, que adoraba los coches—. ¿Solo tuyo?

—Sí. ¿Te gusta? —preguntó Andreas, sonriendo al ver el entusiasmo del niño.

Sophy observó con asombro la relación tan buena que se había establecido entre aquellos dos. Miró a su hermana, y vio que también ella se había dado cuenta porque parecía emocionada. Desde luego el miembro más joven del grupo no parecía en absoluto intimidado por su nuevo tío.

—¡Es precioso! —susurró Michael con admiración mientras acariciaba el metal plateado con sumo cuidado—. Y este es mi color favorito —añadió al tiempo que daba la vuelta al coche contemplándolo con arrobo.

—Y el mío también —respondió Andreas con una sonrisa.

Sophy y Jill intercambiaron una mirada enigmática en la que se leyeron el pensamiento como solían hacer siempre. Al parecer, Andreas y Michael ya se habían hecho amigos.

Cuando el chófer acabó de meter el equipaje en el enorme maletero del coche, Andreas lo llamó para presentárselo a los recién llegados.

—Este es Paúl, mi chófer y amigo —dijo Andreas, y el hombre sonrió mostrando unos dientes muy blancos—. Esta es la señora Karydis, Paul, y mi sobrino Michael. Y esta es ¿la señorita…?

—Sophy Fearn. La señora Sophy Fearn —se presentó Sophy, contenta de haber desconcertado a Andreas con lo de «señora».

Sin embargo, el griego se recuperó enseguida de su sorpresa y le tendió la mano sin que su hermoso rostro reflejara lo que estaba pensando.

—Lamento el error. No sabía que estabas casada. Pero no debería haber supuesto que estabas soltera.

Sophy sonrió con frialdad pensando que, en efecto, no debería haberlo hecho, y dejó que su rostro expresara lo que no podía decir con palabras.

—No tiene importancia, Andreas —dijo, sin embargo, tratando de que su voz sonara relajada—. En realidad, soy viuda —añadió como quien no quería la cosa.

Cuando vio de qué modo abría Andreas sus ojos grises, se dio cuenta de que lo había vuelto a sorprender.

—Lo siento —se disculpó él.

Al ver lo impaciente que parecía Michael por montar en el coche, Sophy decidió no extenderse en explicaciones.

—Hace ya tres años que falleció mi marido y el tiempo todo lo cura.

Sophy deseó con todas sus fuerzas que aquel hombre no fuera tan estúpido como para empezar a hacer comentarios del tipo «¡Qué mala suerte habéis tenido las dos de perder a vuestros maridos!» como habían hecho algunos de sus amigos tras la muerte de Theodore. Pero Andreas se limitó a asentir mientras, sin dejar de mirarla con aquellos ojos irresistibles, les abría la puerta del coche y las ayudaba a entrar con caballerosidad.

Era la primera vez que la tocaba, y Sophy se sorprendió al notar con qué intensidad reaccionaba su cuerpo al contacto masculino.

—¿Habíais estado alguna vez en el norte de Grecia? —preguntó Andreas unos minutos después a las dos mujeres.

—Yo no he estado en ningún sitio, aparte de un viaje de estudios que hice a Francia cuando estaba en la universidad, pero Sophy está siempre viajando por motivos de trabajo.

—¿Ah, sí? —preguntó dirigiendo su atención a Sophy.

—Es una exagerada. Como soy jefa de compras de una empresa dedicada a la moda, tengo que viajar a veces a Milán y Nueva York, pero la mayoría del tiempo lo paso en mi despacho entre papeles.

—¿Jefa de compras? —dijo con un tono de voz que no gustó a Sophy—. Entonces eres una mujer dedicada a tu trabajo. ¿Eres ambiciosa, Sophy?

De haber sido formulada por otra persona, Sophy no habría dado la menor importancia a aquella pregunta, pero procediendo de Andreas Karydis la molestó.

—Soy una mujer que tiene un puesto de trabajo muy interesante que le ha costado mucho conseguir, y disfruta sobremanera haciéndolo —dijo Sophy con frialdad—. Me dan igual las etiquetas —añadió, educada, pero firmemente.

Se dio cuenta de que su hermana se movía incómoda a su lado. Andreas, sin embargo, la miró largamente y, sin inmutarse aparentemente, volvió a dirigirse a Jill.

—Ya sé que puedo parecer poco objetivo, pero creo que esta parte de Grecia es una de las más hermosas. Halkidiki es principalmente agrícola y está llena de pinos y olivos. Estoy segura de que os parecerá pintoresca. En muchas zonas la gente parece no haberse enterado de la llegada del siglo XXI. Hay pocos terrenos urbanizados y es frecuente encontrar hermosas playas de arena dorada. La estación del año más hermosa es la primavera, en que los campos se cubren de un manto de flores, pero en verano también está todo muy bonito.

—¿Has vivido aquí toda la vida? —preguntó Jill tras un embarazoso silencio.

Andreas asintió y, después, miró a Sophy.

—Pero, al igual que tu hermana —dijo con cierto sarcasmo—, también viajo un poco. Aunque mi familia tiene limoneros, naranjos y olivos en sus tierras, su principal fuente de ingresos han sido desde siempre los astilleros. Hace ya unos años que mi padre delegó en mí la dirección de sus negocios.