La Revolución Mexicana: Actores, escenarios y acciones - Álvaro Matute - E-Book

La Revolución Mexicana: Actores, escenarios y acciones E-Book

Álvaro Matute

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Beschreibung

Las tres primeras décadas del s. XX —las cuales coinciden con el ocaso del porfirismo, el estallido de la Revolución y las consecuencias inmediatas del movimiento armado— resultan cruciales para comprender al México de hoy. El análisis riguroso de esos años decisivos permite, en efecto, dar razón de la actual coyuntura, con todos sus claroscuros y peculiaridades. Este libro, ofrece una visión profunda y al mismo tiempo accesible de la Revolución desde una perspectiva triple. El autor estudia a algunos de los protagonistas del proceso (actores), describe los espacios donde se desarrolló el conflicto (escenarios) y reflexiona sobre los sucesos que lo conformaron (acciones). El resultado es un fascinante fresco histórico que, frente a las visiones mixtificadoras o políticamente interesadas, recrea con ejemplar objetividad los pormenores de un periodo que, a cien años de distancia, continúa en el centro del debate nacional.

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A la memoria de

Eduardo Blanquel

(1931-1987)

PRESENTACIÓN

Δ

A cien años de su inicio, la Revolución mexicana vuelve a ser objeto de reflexión. De ahí la propuesta que significa esta recopilación de ensayos, que la recorren desde un momento que no se puede integrar a ella, pero que cabe considerar como uno de sus antecedentes, ya que su objeto es llamar la atención sobre un modelo agotado, lo que quiere decir que funcionó, pero que para 1901 ya daba muestras de no satisfacer las expectativas ciudadanas. Se avizoraba el final del gobierno de Porfirio Díaz, pero no se podía advertir cuánto más duraría en el ejercicio del poder. De cualquier manera, era importante sugerir remedios posibles y no despertar un día con la noticia de que don Porfirio ya no estaba ahí y había que remediar la situación. Manuel Calero fue uno de los primeros en externar sus preocupaciones, con la mira de proponer alguna solución. Tras él vinieron muchos, ocupados en lo mismo hasta 1909 o el propio 1910.

El año 10, el del centenario de la Independencia, último del séptimo periodo gubernamental de Díaz, es revisitado en su cotidianeidad tanto política como cultural, sin poner énfasis alguno en el estallido de lo que vino a ser la Revolución. Después se incursiona en aspectos de la vida cultural, teniendo como eje al Ateneo de la Juventud y a algunos de sus protagonistas principales, como Diego Rivera y Pedro Henríquez Ureña. Sobre todo, se ofrece un listado de los integrantes de la asociación civil, que con el tiempo se ofrecería como la generación más influyente en la cultura mexicana de la primera mitad del siglo XX, la que estableció los puntos de partida para que vinieran otras generaciones como las de 1915, Contemporáneos, Taller, Medio Siglo, etcétera. Más adelante son recuperados dos ateneístas metidos, sobre todo uno, José Vasconcelos, como ideólogos prácticos de la Soberana Convención Revolucionaria. El liberalismo precursor es revisado y se coteja con su desarrollo en el curso revolucionario. También se observa un espacio microhistórico que dio lugar a acciones revolucionarias —Etzatlán, Jalisco— y se caracteriza a un militar que en lugar de permanecer fiel a una situación que no lo convencía optó por el rumbo de la Revolución, Felipe Ángeles.

Otra mirada a otro año decisivo, 1917, permite la revisión de todo tipo de situaciones que explican por qué no resultó fácil aplicar los mandatos constitucionales al ofrecer al lector una suerte de catálogo de sucesos propios de ese año crucial. También ligado al mismo horizonte temporal viene la reflexión acerca del cambio operado en el Ejército Constitucionalista, emanado de la lucha revolucionaria, y el ya establecido como Ejército Nacional, después de 1917. Se trata de uno de los indicadores más claros de cómo la Revolución ingresa a los cauces institucionales. Esto último se consolida con las acciones conducidas por José Vasconcelos al frente de la creación, en 1921, de la Secretaría de Educación Pública.

Dos episodios de la historia de la relación bilateral México-Estados Unidos sirven para ilustrar las presiones provenientes de los vecinos del norte hacia los gobiernos de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón con base en documentos que retranscriben para que el lector juzgue a una historia que en esos casos habla por sí sola.

Finalmente, se presenta la secuela del caudillo. Tal vez nadie como Obregón encarnó a “la revolución hecha gobierno”. Incorporado a ella de manera un tanto marginal, asciende en la escala para convertirse en el comandante militar más exitoso, lo cual le apuntala para ganar la presidencia de la República e intentar —con éxito— la reelección, a pesar de atentar contra uno de los principios originarios de la Revolución. Dentro de esa secuela se ilustra un caso de contraespionaje político, que permite ver la importancia que tuvo en su momento el control de un medio de comunicación, entonces tan efectivo como el telégrafo. Finalmente, la herencia del caudillo permite reflexionar sobre cómo fue llenado el vacío que deja una figura aglutinante, personalista, al desaparecer, ésta sí, súbitamente. La historia, así, parece ser cíclica. Se camina de una crisis política a otra. La diferencia entre una y otra radicó en la duración, corta en el primer caso, larga en el segundo.

Poco menos de treinta años de historia son recorridos a través de protagonistas, no sólo de primera, sino de segunda o tercera filas, pero protagonistas al fin, partícipes en todo caso de las acciones revolucionarias. A veces son solistas y en ocasiones forman parte del coro. La historia siempre ha tenido algo de teatral, tanto en la manera como ocurre como en aquélla en la que es recuperada, sobre todo en ésta, ya que el historiador, como el autor teatral establece papeles, traza acciones y establece desenlaces. Desde luego hay escenarios. Esta conjugación da título al libro, en el cual no sólo la política, sino también la cultura toman parte activa en lo que se podría caracterizar como la dramatización nacional en el primer tercio del siglo XX.

Al reunir un conjunto de ensayos, engarzados de manera cronológica, hubo que encontrar el factor unificador, que no fue otro que el derivado de la analogía entre Historia y teatro. Para esa búsqueda partí del diálogo siempre fructífero con mi esposa, la doctora Evelia Trejo, de manera que pude ofrecer este conjunto al Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, actualmente de las Revoluciones en México, para celebrar su cuadragésimo aniversario, comandado entonces por mi gran amiga la doctora Guadalupe Rivera Marín. Con los años vino el interés de Editorial Océano, a lo que contribuyó otra amiga, la licenciada Beatriz Barros Horcasitas. Nuevamente, en víspera del Centenario de la Revolución, Océano se vuelve a interesar en dar a los lectores un material que los puede llevar a observar a los actores desempeñando acciones en sus respectivos escenarios. Que sirva para la reflexión que debe acompañar a la celebración del acontecimiento.

Octubre de 2009

INTRODUCCIÓN:LA REVOLUCIÓN RECORDADA, INVENTADA, RESCATADA

Δ

Desde su estallido en 1910 y desde que los hechos iniciados por Francisco I. Madero se fueron identificando con el nombre de Revolución mexicana, este movimiento ha sido objeto de debates. Una historia de ellos ilustraría de manera muy elocuente cómo se ha entendido o, mejor dicho, cómo se ha querido entenderla. En esa historia, que no intentaré hacer en el brevísimo espacio que ocupa este ensayo, encuentro tres tiempos cuyo enunciado me remite al hermoso libro de Bernard Lewis,1 sólo que invierto el orden de los adjetivos dándole uno cronológico, de acuerdo con la índole de los protagonistas del debate sobre este tema.

Si se pregunta cuál es el debate actual sobre la Revolución o quiénes lo llevan a cabo, se encuentra que se trata de una discusión académica entre historiadores. Éstos son, al cumplir 80 años de su inicio, quienes polemizan sobre ella. En contraste, al revisar otros debates actuales, resulta que los disputantes eran sus protagonistas o políticos e intelectuales que criticaban o defendían la asociación o la falta de ella entre el Estado y la Revolución. Estos tres tipos de disputantes se encuadran en las correspondientes tres categorías de historia que ha señalado Bernard Lewis. De ellos, los primeros fueron los que hicieron la Revolución, recordada por evidentes razones de generación; el primer acercamiento historiográfico a tal acontecimiento fue la mnemotecnia de quienes participaron en él. Pero, después de ochenta años, puede afirmarse que ya no quedan participantes vivos, salvo esas raras posibles excepciones confirmatorias de la regla. De cualquier modo los protagonistas de alto nivel ya desaparecieron.

La primera historiografía de la Revolución está basada en el recuerdo. La controversia que caracterizó este periodo fue una prolongación de la que se desarrolló en la Revolución misma, es decir, la disputa de uno de los grupos o facciones contra otros. Los civiles y militares que escribieron memorias, relatos o historias de la Revolución, lo hicieron animados por el prurito de establecer una verdad, que era la verdad de su líder, corregir el error reconstructivo que estableció el antiguo enemigo, señalar que la verdadera Revolución era la suya y no la del otro: seguir haciendo la guerra en tiempo de paz. La primera historiografía es polémica. No puede haber actitudes condescendientes con los demás. Se es porfirista, reyista, científico, maderista, antirreeleccionista, etcétera. El debate, en suma, seguía siendo el de unos contra otros como en la Revolución. La verdad no podía pertenecer al contrario. Sólo había una y era indivisible.

Es posible que el debate llevado a cabo en esta etapa sea el más enconado. A fin de cuentas, los protagonistas eran o se sentían los dueños de la Revolución mexicana. Nadie, excepto ellos, podía expresar opiniones con respecto a ella. El ajeno no tenía autoridad. Los que no estuvieron en la Revolución carecían no digamos de autoridad, sino del derecho de hablar sobre ésta. Era un recuerdo patrimonial.

Ante esta situación, la dispersión de la verdad revolucionaria se podía entender como algo peligroso para el Estado, en virtud de que los miembros del grupo gobernante eran, a su vez, elementos emanados de uno de los grupos revolucionarios o de alianzas que se fueron dando entre unos y otros, pero que necesariamente excluían a algunos de los antiguos enemigos que podían convertirse en impugnadores. El Estado comenzó a necesitar ser la Revolución, encabezarla, realizarla, interpretarla, anatematizar a sus enemigos como contrarrevolucionarios. Fue ahí cuando se inició el proceso de la Revolución inventada.

¿Fue en 1925 cuando comenzó el proceso de invención de la Revolución mexicana? Todo parece indicar que sí, aunque es difícil establecer una fecha de manera tajante. A favor está el siguiente argumento. El presidente Obregón no necesitaba legitimar al Estado con la Revolución porque, a la manera de Luis XIV, Obregón era la Revolución y, además, fungía como jefe de Estado.

Al subir Calles a la presidencia se inicia la sustitución del caudillo como gobernante, por un presidente que no tenía las mismas características de su predecesor, aunque podía participar de algunas. En otro orden, las investigaciones de Guillermo Palacios y las recientes de Víctor Díaz Arciniega han puesto de manifiesto que en el cuatrienio de Calles, y particularmente en su primer año de gobierno, tiene inicio el proceso de invención de la Revolución mexicana.2 Por invención debe entenderse, en el sentido que da Edmundo O’Gorman al término, dotar de sentido a un hecho o conjunto de hechos, con lo cual el historiador hace significativo el acontecer, dándole unidad y sentido a la pluralidad o dispersión.

En el caso de la Revolución, no es el historiador quien lo hace por primera vez, sino el Estado por medio de sus ideólogos oficiales y oficiosos y, paradójicamente, sus críticos e impugnadores. Con la invención del proceso revolucionario o, mejor dicho, con el establecimiento de la Revolución como un proceso, el Estado se identifica a sí mismo como el supremo sacerdote de la Revolución o, para precisar, como la Iglesia revolucionaria, con el presidente de la República como sumo sacerdote. A partir del proceso se decide qué es y qué no es revolucionario, hasta llegar incluso a planteamientos jurídicos o crítica literaria.3

Sin embargo, en 1930 se inicia la crítica del binomio Estado-Revolución. Luis Cabrera tiene el honor de ser el primer gran crítico, al celebrarse el vigésimo aniversario de la insurrección maderista. Se inicia el balance de una Revolución que, al ser juzgada veinte años después de 1910, 1913 y 1917, ya no es la misma.4

El proceso de invención de la Revolución es, pese a todo, un paso adelante con respecto a la posibilidad de contribuir al conocimiento de lo que fue la Revolución. Llamar la atención acerca de la relación del pasado y el presente da un sentido a los hechos que va más adelante del protagonismo de los autores de testimonios revolucionarios que se detenían en la narración de lo que “verdaderamente sucedió”.

Puede resultar reiterativo recordar que entre los sepultureros más connotados de la Revolución se encuentran, además de don Luis Cabrera, don Jesús Silva Herzog y don Daniel Cosío Villegas. También puede ser una reiteración señalar que la crítica al abandono revolucionario trajo consigo numerosas y airadas respuestas. Me interesa destacar, entre todas, la de Alberto Morales Jiménez, quien utilizando como título de su artículo el de un libro de Trotsky, La revolución permanente,5 trató de defender el derecho del Estado de llevar la Revolución a donde se lo dictaba su omnisciencia. Los críticos fueron criticados. Ellos congelaban la Revolución al insistir en su ortodoxia. La Revolución no era lo que pasó entre 1910 y 1920, sino todo un gran proceso abierto, prácticamente sin fin.

Sin embargo, hubo quienes advirtieron que la realidad superaba las tradiciones. En 1955 un hombre ligado al sistema, Manuel Moreno Sánchez, dictó un cursillo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el significativo título de Más allá de la Revolución Mexicana,6 en el que establecía que la realidad había rebasado a la Revolución y que las nuevas soluciones o, como se dice ahora, el nuevo proyecto nacional, debía ser otro y no necesariamente el programa de la Revolución. También otro hombre del sistema, Edmundo Flores, planteó algo semejante hacia 1970 en Vieja Revolución, nuevos problemas. El caso es que, a pesar de declaraciones tan fundamentadas como las aducidas por Moreno Sánchez, el debate no prosperó y el Estado siguió asumiendo la herencia revolucionaria como si fuera su patrimonio. En 1960, al cumplirse el cincuentenario, el discurso oficial insistió en la permanencia revolucionaria, y en la asunción del Estado como instrumento de la Revolución. Si se examinan los textos incluidos en el volumen colectivo, con prólogo del presidente Adolfo López Mateos, México, 50 años de la Revolución, se encuentra con facilidad dicha asunción. Todo es producto de la Revolución, desde la electrificación hasta la cinematografía, desde la producción agrícola hasta la poesía. Nada que sea auténticamente mexicano deja de ser obra de la Revolución.

Resulta curioso que no hubiera debate a ese respecto; no obstante, tenía que venir del exterior algún elemento aguafiestas. Ése fue la Revolución cubana, cuya radicalidad y efectividad iniciales volcaron hacia ella la solidaridad y simpatía de intelectuales y estudiantes, entre otros sectores, y se comenzó a debatir el carácter de la Revolución mexicana. A principios de la década de los sesenta, se discutió si la mexicana era la última Revolución democrático-burguesa o la primera social. Nótese que nadie se atrevió a agregar el sufijo “ista” después de la raíz “social”, porque nadie lo hubiera creído. O si alguien lo hubiera dicho, no faltaría agregar algún adjetivo a la Revolución, tal como desvirtuada, traicionada, superada, etcétera. Cabe señalar la incursión, por entonces, de un académico que con rigor mannheimiano presentó una breve y sólida ponencia en el Seminario de Problemas Filosóficos y Científicos de la UNAM, sobre la ideología de la Revolución mexicana. Se trata de Moisés González Navarro,7 quien obtuvo una acre respuesta del filósofo Emilio Uranga, desde entonces intelectual al servicio del Estado. No se trata de detallar el debate, sino sólo de consignar su existencia. Es preciso hacer notar que frente al rigor con que González Navarro despejaba incógnitas, Uranga defendía la idea oficial de la Revolución. Parecería que el historiador no tenía derecho a hablar de la Revolución puesto que no pertenecía al grupo de sus actores, sino al de sus intérpretes o continuadores. Durante los años sesenta, ya sea por Cuba, ya por el ejercicio presidencial de Gustavo Díaz Ordaz o por el estallido del movimiento estudiantil de 1968, la ideologización de la Revolución llegó a su crisis. Las nuevas generaciones necesitaban una interpretación de aquéllos que no podían explicarla más que como un proceso abierto y permanente. En ese tiempo, Ross publicó su libro y con éste el debate continuaba. Sin embargo, era necesario saber qué fue lo que en realidad sucedió sin el protagonismo de sus primeros narradores ni el ideologismo de sus inventores. Era menester rescatar la Revolución, liberarla de la generación en proceso de extinción y de los ideólogos oficiales que la habían llevado a un callejón sin salida. La Revolución rescatada es la que propone la historiografía producida desde finales de los sesenta y que durante los últimos veinte años ha animado un debate permanente en torno a ella, surgido de las aportaciones que han hecho académicos nacionales y extranjeros dotados de finas armas metodológicas y de documentaciones que se han puesto a su servicio, para permitir saber más sobre los acontecimientos.

El rescate ha implicado una expropiación de parte de los historiadores que han comenzado a ver a la Revolución como algo sucedido en el tiempo, a lo que es menester despejar de los agregados mitológicos que lo habían ocultado o distorsionado. Si se atiende a los primeros productos, todavía se conservaba algo de la inercia del pasado, en el sentido de que había polémica contra lo que el Estado había hecho de la Revolución. Adolfo Gilly la llama “interrumpida”; Arnaldo Córdova la vincula con el surgimiento de la ideología y la formación del Estado. En suma, retoman la vieja argumentación y la cancelan con sus aportaciones. De modo paralelo, se da el rescate de los actores sociales en las obras de John Womack y Jean Meyer.8 Los historiadores, como nuevos representantes de la sociedad, llevan a cabo la labor de rescate para intentar devolvérsela. Es cierto que el Estado ha tenido su parte al fungir muchas veces como “ogro filantrópico”, pero puede decirse que no solamente la historiografía producida en los medios académicos externos es marginal al Estado, sino que mucha de la mexicana, no obstante producto de universidades e institutos superiores financiados por el Estado, ha sido crítica e independiente.

La Revolución rescatada se ha preocupado por tratar de recrear los acontecimientos. Para hacerlo se ha valido de metodologías diversas y/o de recursos narrativos sólidos. Desde luego que no está exenta de debates, es más, es proclive a ellos y los propicia. Acaso el más connotado haya sido el que tuvo lugar entre los investigadores Alan Knight y François-Xavier Guerra en las páginas de Annales. Por lo menos eso representa lo que para mí es el debate actual de la Revolución mexicana, es decir, los elementos que proponen las tendencias llamadas revisionistas y la defensa del tratamiento tradicional o tannenbaumiano que hace Knight. La obra crítica de este historiador está llena de elementos polémicos sobre los enfoques recientes en torno a la Revolución, y ciertamente se trata de cuestiones de interpretación historiográfica más ricas que aquéllas que debatían si la Revolución era social o democrático-burguesa, o si era permanente o un hecho histórico. El problema de este debate es que, a diferencia de los anteriores, que se castigaban incluso con el destierro de los críticos, como lo hizo Ortiz Rubio con Cabrera, su trascendencia no va más allá de la academia. Mientras que el Estado ha dejado de necesitar a la Revolución como sustento legitimador, el rescate más pleno y libre que se hace de ella no cuenta con una difusión masiva deseable. Los productos del historiador no llegan demasiado lejos sino muy lentamente, acaso cuando debatirlos pierda actualidad.

1. Aquiles Serdán.

2. Máximo Serdán.

3. Don Francisco I. Madero.

4. La sucesión presidencial en 1910, de Francisco I. Madero.

5. Francisco Villa, jefe de la División del Norte, traslada los restos del que fuera gobernador de Chihuahua, don Abraham González, al cementerio.

6. De izquierda a derecha: Francisco Serrano, Álvaro Obregón, Julio Madero, Francisco Villa, Luis Aguirre y John Pershing.

7. Francisco Villa al lanzarse a la Revolución en Sierra Azul, Chihuahua, noviembre de 1910.

8. Eufemio y Emiliano Zapata con Abraham Martínez.

9. El presidente, general Eulalio Gutiérrez, acompañado de los generales Francisco Villa y Emiliano Zapata.

EL PORFIRIATO Y SU CRISIS

Δ

EL AGOTAMIENTO DEL MODELO*

Δ

Introducción

Desde el punto de vista cronológico, la Constitución federal de 1857 tuvo una vigencia de sesenta años; desde el punto de vista real, es posible que jamás haya sido puesta en práctica en su totalidad. La primera conciencia del hecho se alcanzó relativamente pronto, dado que el propio presidente Ignacio Comonfort tuvo que solicitar facultades extraordinarias al Poder Legislativo, para que el Ejecutivo que él encabezaba pudiera cumplir con el papel que se le había asignado. La misma trayectoria siguieron los presidentes Juárez, Lerdo, González y Díaz. Sobre todo Juárez y Díaz requirieron, el primero en tiempos de guerra y paz y el segundo en su largo gobierno autocrático, facultades extraordinarias para cumplir con los trabajos que les correspondían para asegurar la marcha del país.1 Tanto en el ascenso como en la vertiente final del gobierno de Porfirio Díaz hubo percepciones críticas acerca de la incompatibilidad entre la Constitución y la realidad. Ya en febrero de 1878 Justo Sierra exclamaba:

Cuando de la Constitución hablamos, cuando para ella pedimos respeto y acatamiento, cuando consignamos esto como el primero de nuestros deberes políticos, no pretendemos que se acepten los principios constitucionales como artículos de fe, ni creemos que son ellos una obra perfecta, no. En nuestro sentido, la Constitución del 57 es una generosa utopía liberal, pero destinada, por la prodigiosa dosis de lirismo político que encierra, a no poderse realizar sino lenta y dolorosamente: sucede con ella lo mismo que ha sucedido con todas las leyes hechas para transformar las costumbres, que van penetrando por entre las masas sociales provocando conflictos y luchas incesantes, y unas veces sufre la sociedad, otras veces se menoscaba la ley, hasta que, cuando el trabajo definitivo de amalgamación se ha verificado, resultan, transformadas ya, la sociedad y la Constitución.2

Esta larga cita de Sierra no sólo resume el problema, sino que anticipa lo que sucedió en la primera década del siglo XX, cuando diferentes escritores insistieron de nuevo sobre el problema de la relación entre Constitución y sociedad, pero con la perspectiva de haber vivido más de veinte años de autocracia. Entre la fecha en que Justo Sierra escribió las líneas citadas y el momento en que Francisco Bulnes, Manuel Calero, Ricardo García Granados, Manrique y Querido Moheno y Esteban Maqueo Castellanos, entre otros, se ocuparon del asunto, en vez de llevar una relación complementaria, la dialéctica sociedad-Constitución había seguido un camino divergente.

La igualdad de oportunidades no existía en 1900 como tampoco existió en 1857 cuando se planteó la igualdad ciudadana como base de la nueva República. No obstante, hubo un avance. La sociedad no permaneció estática entre la época de Juárez y el cenit porfiriano. La entrevista Díaz-Creelman, en marzo de 1908, pondera a la clase media como resultado de la evolución social y como único factor propicio para la democracia, ya que, decía Porfirio Díaz, los pobres estaban ocupados en conseguir el sustento y los ricos en incrementar sus riquezas. La clase media era el factor dinámico de una sociedad reciente. El problema que no plantea ese apéndice de la gran obra México, su evolución social, que es la citada entrevista Díaz-Creelman, es el tamaño de la clase media, que al no predominar, como lo hace suponer el texto, no pudo regular a la sociedad a través de la práctica cotidiana de la democracia, sino que, a la postre, tuvo que recurrir al cambio revolucionario y desembocar en otra organización, cuyo tema excede el propósito de este trabajo.

Calero y la nueva democracia

Manuel Calero,3 en los albores del siglo XX, fue quien de nuevo expresó su parecer en torno al agotamiento del modelo. La Constitución del 57 fue la cristalización de un anhelo político con el cual se inició el debate acerca de la organización que debía adoptar el nuevo país. De los utopismos tradicional y moderno, este último se impuso en la legislación, cuando, al mismo tiempo, la inercia histórica del primero ponía en crisis al modelo. 4 En su lúcido ensayo de 1901, Calero señala muchos de los elementos que hacen compatibles realidad y legislación. Al comenzar hace la siguiente caracterización:

El personalismo, que es la forma práctica de gobierno entre nosotros, atenuada actualmente en sus efectos nocivos por las condiciones personales del gobernante, no puede considerarse sino como un sistema pasajero y de meras circunstancias, nunca como el ideal político de un pueblo que aspira a llegar al pleno periodo del industrialismo, y a ver comprendidos y aplicados, en la vida individual y en la vida nacional, los principios y las fórmulas de la justicia.5

Si bien Calero es antimonárquico, indica que “la monarquía es un sistema de gobierno científicamente superior al que de hecho existe en la mayor parte de los países americanos de origen español”.6 Anhela una democracia, pero encuentra obstáculos difíciles de vencer:

Tenemos pueblo […] Ah, sí, en el sentido gregario de la palabra. Tenemos aglomeración de hombres, no conjunto de ciudadanos: éste sería el pueblo, según el concepto político del vocablo. Tenemos Constitución, que es una realidad en el orden civil y en el funcionamiento de la máquina administrativa. En el orden político, la Constitución es un fetiche: todos le rendimos nuestro culto, elevamos a ella nuestros espíritus sedientos de libertad y de justicia […] ¿Quién, en la práctica, la acata? Tenemos República […] ¿República sin pueblo? Tampoco formamos una República oligárquica o aristocrática, como las medievales repúblicas italianas. ¿Qué somos, pues?7

Manuel Calero fue quizás el primero de una serie de comentaristas preocupado por la sucesión de Porfirio Díaz. No le interesaba quién podía ser su sucesor, sino el tipo de reforma necesario para el buen funcionamiento del sistema. Ante una situación coyuntural como la edad avanzada del tirano, prefería interrogar a qué se debía la inoperancia del sistema, tal como aparecía en las leyes.

Ante todo —dice Calero— México necesita otro sistema práctico de gobierno. El gobierno personal, sin la transmisión hereditaria del poder, como en las monarquías, constituye un régimen fundamental(mente) inseguro de mera transición y de circunstancias y, por lo mismo, científicamente inadmisible.8

Al pasar lista sobre los productos de la Constitución del 57, Calero exclama que se pasó de la anarquía de Comonfort, a la dictadura despótica —”aunque fecunda en bienes”— de Juárez; después del “gobierno novelesco” del archiduque, a un semiparlamentarismo, complicado con el despotismo insolente de algunos gobernadores. El primer gobierno de Díaz, el de Tuxtepec, fue “inconsistente y militar” para pasar al “desbarajuste” gonzalino y concluir en la era del gobierno que le merece los siguientes adjetivos: “enérgico, progresista, personal y centralizador”.9

El problema, desde el punto de vista de Calero, radica en el pueblo. Para que la mayoría alcance el nivel que le reconoce la Constitución, necesitaría cambiar por completo su condición. No puede abandonar su papel pasivo. Condena de ineptas a las grandes masas, para el ejercicio de las “supremas libertades políticas”. Aduce que sólo unos pocos millares de ciudadanos comprenden sus obligaciones y conocen sus derechos, aunque la Constitución les otorga a todos la igualdad. “El resultado práctico y forzoso —agrega— de ese dogma es que todos estamos igualmente privados de libertad”.10

A diferencia del argumento de los llamados por él jacobinos, Calero no habla de una solución consistente en devolver la libertad al pueblo, sino llevarlo a conquistarla por primera vez. Para ello, la solución no radica en el sufragio libre y universal, sino en un sufragio restringido a la minoría de habitantes que puede responder en forma cabal al título de ciudadano. Con un claro criterio evolucionista, dice que “en estos asuntos tampoco da saltos la naturaleza: todo exige una progresiva educación, máxime cuando fundamentalmente se carece de la aptitud que se trata de ejercer”.11

Calero se ocupa de ubicar su pensamiento político en un espacio distinto al de ultramontanos y jacobinos. Está consciente de que su argumento puede dar la razón a quienes siempre propugnaron restringir el derecho de sufragio a aquéllos que poseen mayor ilustración o mayor riqueza. Teme ser tachado de ingrato o renegado por los jacobinos. Se apresta a declarar que no quiere privilegios ni castas:

Queremos ser guiados por los que no son ciegos, por los que tienen intereses que defender, pero con la condición esencial de que no se explote al ignorante, al pobre y desvalido, sino que, por el contrario, nos apliquemos todos a ilustrarlo, a procurar su bienestar, a elevarlo a un nivel superior, por medio de la educación y el trabajo honrado.12

Y agrega: “Sólo nos falta la libertad política, garantía suprema de todas las demás; y para realizarla es, a nuestro juicio, condición indispensable que los derechos en cuyo ejercicio efectivo, en cuya práctica sincera consiste esa libertad, sólo se concedan a quienes sepan conocerlos y conociéndolos, defenderlos”.13

La labor de formar ciudadanos debe corresponder a un partido, auténticamente liberal y progresista, que no insista en hacer sinónimo de liberalidad al jacobinismo; éste es sólo un instrumento de manipulación de las masas a las que se hace creer soberanas; lo importante es crear una masa activa y consciente de ciudadanos. Llama Calero a los verdaderos liberales a emprender esa labor en beneficio del porvenir nacional, que lleve al país paulatinamente a una nueva democracia.14

De la persona al sistema

Si se escogió ese temprano ensayo político de Manuel Calero y Sierra para ejemplificar el “agotamiento del modelo” se debió, en primer lugar, al orden cronológico. Antecede a textos en los que el propio Calero propugna por la creación de la vicepresidencia de la República, y a los de otros ensayistas, cuyos trabajos son consecuencia directa de la entrevista Díaz-Creelman. El ensayo glosado precede en dos años al tormentoso discurso en el que Francisco Bulnes justifica la sexta relección de Porfirio Díaz y anuncia, con su oratoria efectista, la necesidad de superar la persona por un sistema. “Al general Díaz lo debe suceder la ley”, exclamó el ingeniero Bulnes, que buscaba una ley armónica con la realidad nacional. Dentro de su evolucionismo a ultranza, y tras meditaciones prolongadas, otro pensador, alejado del núcleo del poder, Andrés Molina Enríquez, sigue a su modo el mismo camino.

La desigualdad es el problema fundamental de México, según don Andrés. A diferencia de Calero, o del propio Justo Sierra, es precisamente la igualdad y no la libertad. Molina Enríquez, evolucionista, encuentra que los grandes problemas nacionales: las razas, la propiedad, la forma de gobierno, etcétera, estriban en la pluralidad coexistente de distintas realidades, propias de estadios de evolución que, en rigor, no debieran darse al mismo tiempo, sino en momentos sucesivos. No podía haber, entonces, sino una dictadura personal, como mejor o única expresión de un país de criollos señores, criollos nuevos, mestizos e indios, y de personas carentes de toda noción de propiedad, hasta quienes la ostentan en su mejor expresión legal. Sólo la autocracia es viable cuando todo eso coexiste, porque no es posible que predominara el sistema típico de gobierno de alguna de las diferentes fracciones en que se dividía la sociedad. El conjunto social debe caminar hacia la fusión racial y de tenencia de la tierra para lograr un gobierno que dimane, en realidad, de la mayoría, y que no sólo la exprese de manera pasiva o ajena a su participación.

Como Calero, pero con razonamientos diferentes, Molina Enríquez piensa que no es posible llegar de un salto audaz a la perfección política, sino de manera evolutiva. De la dictadura personal habría que pasar por la dictadura de partido, en un sistema semejante al que entonces se vivía, pero corrigiendo los excesos que la extrapolación hacia ambos lados propiciaba.15

La clase media que había emergido con el Porfiriato aspiraba tomar las riendas de la sociedad. Quienes pensaron las cosas más allá del personalismo y produjeron un pensamiento político previo a la experiencia maderista rechazaban la igualdad legal jacobina y preferían la disminución de derechos para alcanzar, impulsados por ellos, la situación real de igualdad que fuera base de la libertad.16

Un ensayo de parlamentarismo

En el siglo XX, con el gobierno de Madero, se vivió una experiencia legislativa única en México: la que protagonizó la XXVI Legislatura federal de la Cámara de Diputados cuando hubo la ocasión del cambio de esta parte del Poder Legislativo.

Es interesante constatar muchos asertos de los ensayistas políticos coetáneos, de Calero a Rabasa, con las conductas políticas de representantes y representados en este ensayo de parlamentarismo, aunque, claro está, sin haberse dado en un régimen, en definitiva, parlamentario. El primer punto que salta a la vista es la parquedad electoral de un pueblo al que se otorga por vez primera el sufragio universal. La abstención hace su primera aparición en el escenario político mexicano. Contrasta tal abstencionismo con la reacción espontánea que provocó Madero un año antes. Era difícil que el pueblo supiera qué esperar de un diputado.

Las sesiones del Colegio Electoral, calificables con facilidad de “tormentosas”, además de haber contado con gala oratoria, fueron ejemplo de todas las posibilidades políticas, desde la más estricta observancia del respeto al voto y de una copiosa votación por un candidato —Luis Cabrera en Coyoacán— hasta el fraude electoral, extravío premeditado de boletas, malos recuentos, indiferencia, manipulación de las galerías con la aparición de la “porra” sufragada por Gustavo A. Madero, y las conductas políticas más sorprendentes.

La ausencia total de veda parlamentaria previa hizo que muchos diputados oscilaran entre el escrúpulo de sus conciencias y la disciplina de partido. Si se analiza el sentido de algunas votaciones, se observa que se entrecruzan votos liberales en favor de iniciativas de los católicos independientes que una vez apoyan al gobierno y otra se le oponen, por tanto, se puede sustentar que la libertad llegó a Donceles y que muchos diputados estuvieron en una altura insospechada, después de treinta años de conductas camerales vergonzosas.17

En la XXVI Legislatura se impidió llegar a quien, como Francisco Pascual García, no demostró fehacientemente su vecindad en el distrito electoral y se admitió a quienes casi estaban con un pie fuera, como José María Lozano, quien, con su discurso del canto del cisne, movió la votación a su favor. En ese Congreso se logró cambiar, gracias a los hechos de armas favorables al gobierno en Veracruz, cuando Félix Díaz fue vencido, un voto de censura a Madero por un voto de confianza, gracias también a las argucias de Cabrera. En ese congreso se logró establecer el inicio de una legislación laboral y agraria, si se quiere tímida, que no prosperó por los acontecimientos de febrero de 1913. En esa legislatura, en fin, Querido Moheno consiguió que se eliminara una partida presupuestal en un discurso festivo acerca de la prostitución, que se suponía, era controlada por unas ineptas autoridades sanitarias.18

El cuartelazo de febrero de 1913 interrumpió uno de los más interesantes capítulos de la historia parlamentaria mexicana. A partir de ese momento, los gobiernistas se fueron a la oposición y viceversa, al tiempo que muchos diputados de la oposición a Madero se fueron al Ejecutivo que encabezaba Victoriano Huerta. La historia particular concluyó en octubre del mismo año, cuando la policía rodeó el edificio de Donceles y dispuso tranvías para conducir a los opositores a Lecumberri. Antes se había incurrido en el asesinato de Adolfo Gurrión y Serapio Rendón.

La utopía ateneísta

El Ateneo de la Juventud, asociación que desde 1909 puso todos sus esfuerzos en la ilustración del pueblo mexicano, fue un eficiente proveedor de diputados, maderistas y opositores, a la XXVI Legislatura. Con independencia de sus ideas políticas concretas, coincidían en el afán de la ilustración popular. Despertaron a la vida política cuando se debatía la sucesión de Porfirio Díaz, más por un sistema que por una persona, y se percataron, al tiempo que leían a Platón, de que la base de una polis es un demos fortalecido. La educación pública era entendida como base de la democracia. De ahí que, paradójicamente, Nemesio García Naranjo hiciera un esfuerzo notable para mejorar la calidad de la instrucción cuando su presidente militarizaba a estudiantes y burócratas, y que, años más tarde, durante el gobierno del último caudillo de la Revolución, José Vasconcelos tratara de formar los ciudadanos que México necesitaba, con un concepto de educación integral en el que el libro era el elemento fundamental. De ahí que también desde fuera de la política y de la administración educativa, aunque no del servicio exterior, Alfonso Reyes, en su Discurso por Virgilio, expresara: “quiero el latín para las izquierdas”. La sociedad que requería la Constitución de 1857 todavía no llegaba.19

LECTURAS DE 1910

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La historia oficial también es una historia en construcción. Si los lectores se asoman a la voluminosa Crónica oficial de las fiestas del primer centenario de la Independencia de México, publicada bajo la dirección de Genaro García,1 encontrarán la primera verdad oficial de lo que quiso ser la parte más significativa de 1910: un país rebosante de progreso conquistado por vía del orden. El presidente Díaz, encarnación misma de la ley de los tres estados, propició que México fuera reconocido como una nación que llegó a la plenitud. Y para celebrarlo se llevaron a cabo inauguraciones, exposiciones, conferencias, conciertos, banquetes y desfiles, a los que asistieron grandes personalidades del mundo. Los problemas domésticos habían pasado a un plano inferior. Lo importante era saber que había venido el marqués de Polavieja, que se había inaugurado el kiosco de Santa María, y hechos por el estilo.

Un decenio después, cuando asomaba el otro primer centenario, el de la consumación, se daba la paradoja de que un gobierno emanado de la Revolución celebrara a Iturbide, cuando el opresor celebró a Hidalgo. Pasado un decenio, pues, la nueva historia oficial comenzaba a sacralizar a 1910 como origen del nuevo régimen. El 20 de noviembre pasaba a formar parte de las fechas fundamentales. Si bien en los primeros años hubo avances y retrocesos, como el maderismo de Villa, que le hizo imponer el nombre del caudillo de Parras a la calle Plateros, frente al antimaderismo de Carranza, que se resistía a celebrar cualquier cosa relacionada con su paisano, a partir de 1920, el año del inicio de la Revolución comenzó a quedar integrado a las grandes conmemoraciones históricas. De la apoteosis porfiriana al inicio de la Revolución.

¿Qué fue 1910? En principio, un año terminado en cero. Eso siempre provoca la tendencia a anticipar vísperas o a sacar conclusiones, aunque parece que esa costumbre es más reciente; por lo menos, se trataba del cierre del primer decenio del siglo.

Para los mexicanos significaba la glorificación del 16 de septiembre, que en un siglo se había impuesto sobre el 27 del mismo mes, porque Iturbide ya daba excesivas muestras de impopularidad oficial. Era difícil que don Porfirio llegara —no digamos si presidente o no— a 1921. Si estadísticamente era probable que pudiera cumplir 91 años, nada lo garantizaba. Era mejor, entonces, apurarse a conmemorar al “anciano” padre de la patria (muerto a los 58 años de edad) con su alba cabeza, semejante a la del máximo dispensador de favores. El centenario parecía haberse convertido en la gran obsesión oficial. Nada importaba tanto como captar la mirada del exterior para mostrar lo más pulido del país: comunicado por más de veinte mil kilómetros de vía férrea, habitado por algo más de quince millones de seres, dueño de una minería rebosante, de un subsuelo rico en petróleo que comenzaba a ser explotado y de una agricultura próspera; administrado con habilidad por el máximo artífice de la hacienda pública y su eficientísimo grupo de colaboradores y congéneres. Unos años antes, en el bienio 1900-1902, se había publicado a todo lujo la obra México: su evolución social, con versiones en francés e inglés, además del original en español, y se había distribuido con largueza para que el mundo se enterara de lo bien que iban las cosas en México. Llegar al centenario era arribar a una gran meta.

Y, sin embargo, por obra y gracia de la reforma que implicó ampliar el periodo gubernamental de cuatro a seis años, 1910 se convirtió en año de elecciones.

Desde 1908 la inquietud era grande. En el primer trimestre, los ciudadanos enterados leyeron la entrevista que dio Porfirio Díaz al periodista James Creelman y que desencadenó la actividad política. Se formaron partidos como el Democrático, se agitaron los partidarios del general Bernardo Reyes y, desde luego, cerraron filas los porfiristas netos que brindaron su apoyo incondicional al caudillo oaxaqueño y al vicepresidente Corral. Dentro de ese mundo de inquietudes en el que la pregunta que más aparecía en ensayos políticos, discursos y especulaciones, era si el pueblo mexicano estaba, como afirmó Díaz ante Creelman, apto para la democracia, casi todos los que la formularon llegaron a conclusiones negativas. Todos, excepto dos: el presidente Díaz y quien se convirtió en su principal opositor, el joven empresario de Parras, Coahuila, nieto de un poderoso oligarca norteño, Francisco I. Madero.

A fines de 1908, en San Pedro de las Colonias, Coahuila, ese joven hizo imprimir un libro de su autoría, La sucesión presidencial en 1910, que pronto agitó más de una conciencia. Para Madero, la reelección indefinida se convirtió en un obstáculo para el progreso político y había que acabar con ella mediante el uso efectivo del sufragio. A partir de la verdadera participación de las mayorías en el gobierno de sus propios destinos, muchos problemas encontrarían soluciones adecuadas. Por tanto, había que luchar por una democracia verdadera. Estaba muy próximo 1910 y había que organizar un partido antirreeleccionista.

Durante 1909, Madero puso en práctica algo novedoso en la cultura política mexicana: las giras electorales. El largo gobierno autocrático de Porfirio Díaz no había creado la necesidad de que un candidato tuviera que efectuar mítines para convencer al electorado. Madero introdujo la práctica de la gira electoral, desarrollada en Estados Unidos, y con muy buen resultado, a pesar de la estrecha vigilancia gubernamental, de las presiones y de diversos factores negativos a los que se enfrentó de manera usual, como correspondía a un candidato de oposición. Las giras resultaron muy útiles. Lograron remover el descontento local contra los caciques, el estatal contra los gobernadores y, por último, el nacional contra el presidente.

Para enero de 1910, Madero recorría Sinaloa, Sonora y Chihuahua. Más adelante, su recorrido se endereza rumbo a Zacatecas y San Luis Potosí, para proseguir hacia Aguascalientes y Guanajuato. En abril, la convención del Partido Antirreeleccionista lo confirmó candidato a la presidencia, seguido por Toribio Esquivel Obregón y Fernando Iglesias Calderón. Como candidato a la vicepresidencia se nombró a Francisco Vázquez Gómez. En mayo, la ciudad de México fue escenario de una manifestación antirreeleccionista en la que desfilaron cerca de ocho mil personas, según la prensa, obreros y clases humildes. En junio, una multitud esperó a Madero en Monterrey, donde el día 7 fue encarcelado. En Saltillo, la policía agredió a manifestantes maderistas. El 22, Madero fue conducido a San Luis Potosí, en compañía de Roque Estrada. Por fin, el 10 de julio, tuvieron lugar las elecciones secundarias, de acuerdo con el sistema indirecto de entonces, en las cuales triunfó oficialmente, de manera arrolladora, la fórmula Díaz-Corral. Las cifras reales, que nunca se conocerán, debieron ser muy distintas a las oficiales. El 22 de julio Madero fue puesto en libertad con la condición de que permaneciera en la ciudad de San Luis Potosí.

Esta situación provocó inquietudes en muchos núcleos de maderistas y de grupos independientes que no se dejaron marear por el ambiente del centenario. Hubo algunos brotes de rebeldía, sobre todo en Yucatán, donde destaca el que tuvo lugar en Valladolid, independiente del antirreeleccionismo, pero dirigido a eliminar a las autoridades.

No sólo hubo viajeros ilustres con motivo del centenario. Al margen de las efemérides, cabe destacar de manera especial a dos: un nicaragüense y un norteamericano. El primero fue el derrocado ex presidente José Santos Zelaya, a quien México dio albergue durante un corto tiempo, a pesar de que ello constituía un reto a Estados Unidos. Con esto, la política exterior del Porfiriato seguía manteniendo su independencia. El segundo, en cambio, venía a procurar que lo anterior fuera corregido; se trata del ex embajador de Estados Unidos en Bélgica, Henry Lane Wilson, quien tendría posteriormente una actuación imborrable.

El centenario era buen marco para que algo del presupuesto y del reconocimiento oficiales favorecieran el trabajo artístico y el intelectual. Desde octubre de 1909 se había registrado como asociación civil El Ateneo de la Juventud. Para 1910 esta agrupación reunía a medio centenar de personas, en su mayoría escritores, aunque también músicos y pintores (Manuel M. Ponce, Alba Herrera y Ogazón, Ángel Zárraga, Saturnino Herrán y Diego Rivera). La asociación unía a dos generaciones: la consagrada de los modernistas (entre los que se encontraban Enrique González Martínez, Rafael López, Luis G. Urbina, María Enriqueta Camarillo de Pereyra y Efrén Rebolledo) y la de los más jóvenes, que serán conocidos propiamente como los ateneístas y que en 1910 tenían entre 22 y 30 años. De ellos, cabe mencionar, como es costumbre, a Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Jesús T. Acevedo, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, entre otros. En el marco de las fiestas del centenario, en El Generalito, de la Escuela Nacional Preparatoria, se celebró la famosa serie de conferencias de El Ateneo de la Juventud, sobre temas mexicanos e hispanoamericanos, que se proyectó como un anticipo de lo que sería el trabajo intelectual en el siglo XX. En ese tiempo, los ateneístas combinaban la práctica habitual de la tertulia o del té literario, con la más sistemática de la conferencia y la publicación del trabajo leído. Impulsados por Henríquez Ureña, buscaban que la labor intelectual fuera reconocida y profesional. Uno de ellos pronto tendría un espacio en el cual podría desarrollar el cultivo del saber: la Escuela de Altos Estudios que, a partir del 22 de septiembre, formaría parte de la renaciente Universidad Nacional de México. Si bien no se abría una posibilidad de patrocinar la creatividad, se hacía factible que a través de la docencia se cultivara el saber literario y filosófico mediante el trabajo académico. Ello era mejor que alternar el bufete jurídico con las letras.

No todos los ateneístas eran intelectuales “puros”, también los había comprometidos con el quehacer político. Los de la generación mayor, casi en su totalidad, permanecieron porfiristas. Entre los jóvenes, en cambio, había maderistas. Uno de ellos, encargado del periódico El Antirreeleccionista, fue Vasconcelos, quien, al desatarse la persecución contra los maderistas, huyó de la ciudad para cruzar la frontera. Pero a su vez había enemigos del maderismo, como los también jóvenes José María Lozano y Nemesio García Naranjo, quienes se declaraban contra las pretensiones del coahuilense. El Ateneo es, además, un buen muestrario político; estaban representadas las tendencias de aquellos tiempos, como lo fueron durante todo el decenio revolucionario.

Pasado el septiembre conmemorativo, lleno de visitas ilustres, inauguraciones y banquetes, los asuntos pendientes de la política volvieron al primer plano. En su estancia potosina, Madero había trabajado con un grupo de allegados, entre quienes estaba el poeta Ramón López Velarde, en un documento que a la postre resultaría fundamental: el Plan de San Luis. Fechado el 5 de octubre, fue expedido desde San Antonio, Texas, después de la huida tranquila de Madero, quien cruzó la frontera y se dispuso a organizar la rebelión. Este plan desconocía e invitaba a desconocer al gobierno de Porfirio Díaz por haber cometido fraude electoral, y llamaba a la rebelión para el 20 de noviembre. Entretanto, Madero organizaba sus recursos humanos y financieros para iniciar el movimiento, que efectivamente fue secundado.

Un par de días antes de la fecha estipulada en el plan, en la ciudad de Puebla, la policía encontró a Aquiles Serdán con un acopio de armas, por lo que fue atacado hasta darle muerte. Es indudable que el caso de Serdán tuvo repercusiones importantes para la causa revolucionaria. El día 20 se llevaron a cabo diversos pronunciamientos que, para el punto de vista oficial, resultaron insignificantes. Así fueron los 40 días que le restaban a 1910.

Las cronologías rescatan que, mientras en la ciudad de México se inauguraba una exposición de Diego Rivera en la Academia de San Carlos, en Chihuahua se levantaban en armas José de la Luz Blanco, en Santo Tomás; Pascual Orozco y Albino Frías atacaban La Labor; Cástulo Herrera hacía lo mismo en Cañada de Mena; Moris era tomado por José María Caraveo, Nicolás Brown y Francisco Valderrama; y Carichic, por David Rodríguez y Julián Granados. En el estado de Veracruz, se levantaron Camerino Mendoza, en Río Blanco; Cándido Aguilar, en Orizaba; Gabriel Gavira, entre Santa Anna y Orizaba. En Durango, los hermanos Arrieta en Mesa de Guadalupe, mientras que Jesús Agustín Castro y Orestes Pereyra atacaban Gómez Palacio; Luis Moya hacía lo propio en Zacatecas; Francisco Murguía se levantaba en Saltillo y Cesáreo Castro en Cuatro Ciénegas, Coahuila. En fin, Ramón F. Iturbe y Juan Banderas huían a la sierra tras un fallido ataque a Culiacán. Esto es sólo una muestra de la cosecha del 20 de noviembre.