La risa en la Antigua Roma - Mary Beard - E-Book

La risa en la Antigua Roma E-Book

Mary Beard

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¿Qué hacía reír a los romanos? ¿Cómo entendían la risa? ¿Era la Antigua Roma una sociedad donde se prodigaban las bromas y los chistes? ¿O era una cultura cuidadosamente regulada en la que los excesos incontenibles de la risa suponían una fuerza a la que temer con su mundo de complicidades, ingenio mordaz e ironía? ¿Qué papel jugaba la risa en el mundo de los tribunales de justicia, el palacio imperial o los espectáculos circenses? La conocida historiadora Mary Beard, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2016, analiza uno de los temas históricos más complejos: de qué y cómo se reían los antiguos romanos. Ha basado su investigación sobre una amplia variedad de escritos de la época, que van de ensayos sobre retórica a la primera antología de chistes, Philogelos, algunos de los cuales ilustran su análisis a lo largo del libro. Aunque cada sociedad y tiempo tienen su propio sentido del humor, el libro de Mary Beard nos lleva a la conclusión de que el de los romanos no nos es ajeno. Se aprecia una cierta continuidad entre su sentido del humor y el nuestro, ya que los antiguos romanos tenían un concepto del chiste tal y como se entiende hoy en día en Europa. Es decir, que además del Derecho Romano, las lenguas latinas y todo lo que hemos heredado de la Antigua Roma, tenemos un elemento más que nos ha venido de los romanos, la idea de "chiste" moderno y, con éste, un peculiar y compartido sentido del humor. (Fotografía de la autora: © Charlie Bryan / Avalon / ContactoPhoto)

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Seitenzahl: 726

Veröffentlichungsjahr: 2022

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MARY BEARD

LA RISA ENLA ANTIGUA ROMA

SOBRE CONTAR CHISTES,HACER COSQUILLASY REÍRSE A CARCAJADAS

Traducido del inglés porMiguel Ángel Pérez Pérez

Índice

PREFACIO

1. UNA INTRODUCCIÓN A LA RISA ROMANA. La «risita» de Dion y las dos carcajadas de Gnatón

Coliseo, 192 d. C.

¿Por qué se reía Dion?

Hahahae, 161 a. C.

La reacción del público

Entender la risa romana

PRIMERA PARTE

2. ALGUNAS PREGUNTAS ANTIGUAS Y MODERNAS SOBRE LA RISA

Teorías y teoría

Preguntas de los romanos y preguntas nuestras

Aristóteles y la «teoría clásica de la risa»

«Las tres teorías de la risa»

¿Naturaleza y cultura?

Reírse distinto

«¿Se ríen los perros?»: Retórica y representación

3. LA HISTORIA DE LA RISA

¿Existe una historia de la risa?

La risa del pasado

La risa visual

Entra Bakhtin

La diversión en las saturnales

Narrativas de cambio

4. LA RISA ROMANA EN LATÍN Y GRIEGO

Reírse en latín

¿Sonrisas en latín?

Chistes y chanzas

Las risas en latín que se apartan de los lugares comunes

Risas literarias clásicas: Las lecciones del niño de Virgilio

La risa romana en griego

El chiste griego de Terencio

El lado romano de la risa griega

SEGUNDA PARTE

5. EL ORADOR

¿El mejor chiste de Cicerón?

Cicerón y la risa

¿Controlar la risa?

Cicerón sobre el orador (bromista)

La argumentación: Estructura, sistema y terminología

La risa y sus riesgos

¿Hasta qué punto es agresiva la risa oratoria romana?

Los consejos de Quintiliano al orador bromista

¿Sero?

6. DE EMPERADOR A BUFÓN

Risa y poder

Emperadores buenos y malos

La risa entre las altas y bajas esferas

La risa y la realidad imperial: Emperadores y bufones

Bufones y payasos

La risa de las cenas, los parásitos y un rey esclavo

El scurra

7. ENTRE LO HUMANO Y LO ANIMAL: EN ESPECIAL DE MONOS Y ASNOS

Monerías

Mímica, imitación y mimesis

Morir de risa y algunas tradiciones «agelásticas»

Haciendo el burro

8. EL AMANTE DE LA RISA

La construcción del «amante de la risa»

Coger el chiste

Ver el mundo torcido

Los libros de chistes romanos

¿El chiste romano?

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

TEXTOS Y ABREVIATURAS

REFERENCIAS

ILUSTRACIONES

CRÉDITOS

PREFACIO

Cuando di las Conferencias Sather en Berkeley, en el otoño de 2008, me lo pasé estupendamente. Espero que en este libro haya conseguido plasmar algo de lo divertido que fue para todos los asistentes reflexionar sobre lo que hacía reír a los romanos: cómo, cuándo y por qué se morían los romanos de risa (o decían que lo hacían).

La risa en la Antigua Roma se ciñe en parte a las conferencias tal y como las di, pero también es en parte un libro muy distinto. Cada conferencia se centró en aspectos concretos de la risa romana: de los chistes del emperador a las travesuras de los escenarios, pasando por las especulaciones, a veces eruditas y otras absurdas, de los intelectuales romanos sobre por qué se ríe la gente cuando les hacen cosquillas. Intenté hilvanar la discusión teórica y metodológica en la estructura de los ejemplos tratados, sobre los que continuamos hablando de noche en los acogedores bares y cafés de Berkeley.

Todavía se puede reconocer (espero) que los análisis de la segunda parte se basan en las conferencias que di. Esos debates nocturnos, sin embargo, los he transformado en una serie de nuevos capítulos que componen la primera parte. En ellos me enfrento directamente a algunas de las grandes preguntas que se ciernen sobre cualquier historia de la risa en general, y de la risa de los romanos en particular. ¿Podemos llegar alguna vez a saber cómo o por qué se reía la gente del pasado? ¿Qué diferencia supone que apenas podamos explicar por qué nos reímos nosotros mismos? ¿Existe la risa «romana», en contraposición, por ejemplo, a la «griega»? Supongo que la mayoría de lectores del libro empezarán por la primera parte y continuarán por la segunda, pero tampoco pasa nada si se empieza por la segunda y luego se vuelve a los estudios más generales y diversos de la primera.

Mi intención es entender la esencia de la risa de Roma. Este libro no es un estudio exhaustivo de la risa de los romanos (de hecho, no estoy muy segura de cómo sería un estudio tal, y aún menos de si sería factible, interesante o útil). En su lugar, pretende ser una serie de encuentros con —por usar el memorable término del poeta ruso Velimir Khlebnikov— la «fraternidad de rientes» de Roma: los bromistas y los bufones, los de risita floja y los de carcajadas, los teóricos y los moralizadores1. Pone en primer plano algunos de los vericuetos menos apreciados de la literatura antigua (del Philogelos, el «libro de chistes romano», al erudito e ingenioso tratado de Macrobio, Saturnales), e intenta arrojar nueva luz sobre la cultura romana y algunas de sus obras clásicas más conocidas —las Églogas de Virgilio y la desconcertante novela de Apuleyo, El asno de oro, por citar dos—, al examinarlas a través del prisma de la risa.

Como es inevitable, La risa en la Antigua Roma es un reflejo de mis propios intereses y experiencias como historiadora social y cultural. Me centro en la risa como forma cultural cambiante y adaptable, cualesquiera que sean sus raíces fisiológicas humanas. No pretendo ser neuróloga, y, como varias notas a pie dejarán claro, sigo sin estar convencida de que la neurociencia sea de mucha ayuda a la hora de comprender la variabilidad cultural e histórica de la risa. Asimismo, como el título del libro pone de manifiesto, también me centro en la cultura romana más que en la griega. No obstante, como veremos, no es fácil dividir la antigüedad clásica en dos mitades bien diferenciadas, una griega y otra romana, así que constantemente entablo diálogo con el gran libro de Stephen Halliwell, La risa griega (2008), al que me refiero explícitamente sólo para indicar alguna discrepancia o para destacar determinados puntos que son especialmente relevantes para mi argumentación. También mantengo en buena medida una actitud resueltamente «pagana» en mi enfoque, por lo que me disculpo ante quienes querrían más información sobre los fértiles debates de los judíos y los primeros cristianos sobre la risa.

Mi objetivo es volver el tema de la risa romana un tanto más complicado, y de hecho un tanto más confuso, en lugar de clarificarlo. No me convencen nada los enfoques que piensan que pueden explicar y controlar el escurridizo fenómeno de la risa. A decir verdad, cada vez estoy más harta de oír que la risa es una cuestión de poder (cierto, pero ¿qué forma cultural no lo es?), o que es un producto de la incongruencia (a veces lo es, sin duda, pero la hilaridad de la sátira o de las bufonadas no queda fácilmente explicada de ese modo). Este libro es una respuesta a algunas de esas simplificaciones, así como una provocación largo tiempo meditada, para recordarnos la desconcertante centralidad que tenía la risa en Roma y retarnos a pensar sobre la cultura romana de un modo un tanto diferente por medio de la risa.

Empecemos con dos momentos en que quedó constancia escrita de la risa en la Antigua Roma: un encontronazo en el Coliseo y un chiste de la escena cómica.

1 El poema se titula «Invocación de la risa» (1909): «[...] Oh, ríe risorio / Oh, risofradía enrisiente, la risa de risueños risientes [...]».

CAPÍTULO 1

UNA INTRODUCCIÓN A LA RISA ROMANA La «risita» de Dion y las dos carcajadas de Gnatón

Coliseo, 192 d. C.

En el año 192 d. C., un joven senador romano, que estaba sentado en primera fila de un espectáculo del Coliseo de Roma, apenas podía contener la risa por lo que veía. Sin embargo, no era buen momento para que lo cogieran riéndose.

El propio emperador Cómodo patrocinaba el espectáculo, ante lo que tenemos que suponer que era un público abarrotado de unas cincuenta mil personas. Los senadores, como era la norma, ocupaban los asientos de las primeras filas, desde donde mejor se veía la arena, mientras que las mujeres y los esclavos se apretujaban justo al final, arriba del todo y sin apenas poder ver las sangrientas luchas que tenían lugar más de treinta metros abajo. Cabe la posibilidad de que algunos hubiesen decidido no asistir a este espectáculo en concreto, pues corría la voz de que el emperador —la estrella del espectáculo, además de presidirlo— tenía intención de vestirse de Hércules y disparar flechas mortíferas al público. Tal vez fuese una de esas ocasiones en que era más seguro ser esclavo, o mujer, y encontrarse en las últimas filas1.

Ya fueran ricos o pobres, estuvieran asustados o no tuviesen miedo a nada, los espectadores necesitaban capacidad de resistencia. Las celebraciones se sucedieron de la mañana a la noche durante catorce días. Como los asientos eran duros, los que tenían dinero y sentido común debieron de llevar cojines, bebida y comida. Todos sabían que era imprescindible que aplaudiesen las ocurrencias del emperador, ya fuese como gladiador, cazador de bestias salvajes o dios. El primer día, mató cien osos «arrojándoles lanzas desde la balaustrada que rodeaba la arena» («una muestra de puntería más que de valor», como comentó un testigo con acritud)2. Otros días, sus víctimas animales le eran llevadas a la misma arena, pero para su seguridad iban atrapadas en redes, y después de comer continuaba esa caza de bestias con algún combate gladiatorio fingido (en el que, por supuesto, el emperador siempre resultaba victorioso) antes de que los luchadores habituales salieran a complacer a la multitud.

Fue durante esos festejos, que tuvieron lugar sólo un par de meses antes de que Cómodo fuese asesinado el 31 de diciembre del 192 d. C., cuando nuestro senador casi se echa a reír, pero consiguió disimular las reveladoras señales de hilaridad de su rostro arrancando algunas hojas de laurel de la corona que llevaba puesta y masticándolas con fuerza. O al menos eso es lo que nos cuenta en su relato3.

El senador en cuestión era el historiador Casio Dion (o Dion Casio), cuya familia —originaria de Bitinia, en la actual Turquía— llevaba generaciones tomando parte activa en la política de la Roma imperial4. El propio Dion se convirtió en miembro destacado de la vida política de principios del siglo III d. C.: fue cónsul por primera vez hacia el 205, durante el reinado del emperador Septimio Severo, y de nuevo en el 229, como acompañante del emperador Alejandro Severo; entre otros nombramientos fue gobernador de las provincias de África, Dalmacia y Panonia. Sin embargo, ahora lo conocemos más como autor de una historia de Roma en ochenta volúmenes, escrita en griego, que cubre el periodo que va desde la mítica llegada de Eneas a Italia hasta sus propios días, más de un milenio después, en el siglo III d. C., y es en uno de los últimos volúmenes de dicha historia donde nos enteramos de esa risa contenida suya. Como explica el propio Dion, estuvo ocupado en el proyecto entero más de veinte años, que empezó a finales de la década del 190, dedicándose primero a la investigación y luego a su redacción. Conservamos casi un tercio del texto en su forma original; para buena parte del resto (lo que incluye los sucesos del 192) dependemos de resúmenes medievales más o menos precisos del texto de Dion o de fragmentos de éste5.

El hecho concreto que provocó la risa medio sofocada de Dion fue un momento memorable de histrionismo imperial. Después de dejar constancia de las amenazas del emperador de ejercer su violencia hercúlea contra el público en general, el relato de Dion pasa a ocuparse de la amenaza intimidatoria de Cómodo a los senadores que estaban peligrosamente expuestos a sus ocurrencias en sus asientos de primera fila:

Hizo algo más en esa misma línea a nosotros, los senadores, que nos dio buenas razones para pensar que estábamos a punto de morir. Esto es, mató un avestruz, le cortó la cabeza y vino adonde nos sentábamos levantando la cabeza con la mano izquierda y blandiendo la sangrienta espada con la derecha. No dijo absolutamente nada, sino que con una sonrisa burlona negaba con la cabeza para dejar claro que nos iba a hacer lo mismo a nosotros. Y, de hecho, muchos habríamos sido ejecutados allí mismo con la espada por reírnos de él (pues lo que se apoderó de nosotros fue la risa, más que la angustia) de no haber cogido yo unas hojas de laurel de mi corona y haberme puesto a masticarlas, convenciendo a los que se sentaban cerca de mí para que masticasen también, de manera que, con el movimiento continuo de nuestras bocas, pudiésemos disimular el hecho de que nos estábamos riendo6.

Ese atisbo de la vida en la peligrosa primera línea de la política de la Roma imperial es una de las escasas ocasiones en que, casi dos mil años atrás, la risa de los romanos parece cobrar verdadera vida. Reconocemos la sensación que describe Dion; casi podemos sentir lo mismo que él debió de experimentar. De hecho, su breve relato de cómo intentó desesperadamente ocultar su risa sin duda tendrá sentido para cualquiera que alguna vez se haya mordido el labio, el chicle o la goma de borrar para evitar un estallido de hilaridad peligroso o embarazoso en una situación nada apropiada, y así disimular o contener los reveladores temblores de cara y boca. Sustituyan las hojas de laurel por caramelos y es uno de esos momentos en que los romanos parecen idénticos a nosotros.

Algunos podrían decir ahora que Dion corría el peligro de que le «entrara la risita floja», que es como solemos concebir la lucha entre, por un lado, la discreción, la obediencia o la cortesía y, por otro, la risa que se niega tercamente a cesar. Sin embargo, en el lenguaje que emplea Dion no hay nada de las asociaciones de género que tiene el término «risita» (el sonido, como manifestó espléndidamente Angela Carter, que «expresa el inocente regocijo con el que las mujeres humillan a los hombres de la única forma de que disponen»)7. Tampoco usa Dion la palabra griega kichlizein, que a menudo se traduce como «risita» y que posee sus propias y elocuentes implicaciones eróticas; de hecho, en un caso se define explícitamente como «la risa de las prostitutas»8. Lo que Dion intentaba contener era el gelōs o gelan, la palabra griega clásica, de Homero a las postrimerías de la antigüedad romana y épocas posteriores, que significa «risa» o «reír» (y que es la raíz de parte de la terminología técnica moderna para la risa —el adjetivo inglés gelastic [«que da risa»] y el sustantivo agelast [«persona que nunca ríe»]—) que me temo que inevitablemente aparecerá con frecuencia en los siguientes capítulos)9.

Por supuesto, una historia que muestra que los excesos del poder imperial romano podían ser objeto de risa tiene algo de curioso y gratificante. El relato de Dion de las amenazas de Cómodo en el anfiteatro, tan peligrosas como ridículas, indica que la risa podía ser una de las armas que empleaban los que se oponían a la autocracia romana y al abuso de poder: una respuesta de los desafectos era la violencia, la conspiración o la rebelión; otra era la negativa a tomárselo en serio.

No es éste el único momento en la Historia de Dion en que la risa juega un papel importante en el choque entre el poder romano y sus súbditos. Hay otra historia aún menos conocida en su relato de la expansión de Roma a principios del siglo III a. C., casi quinientos años antes, en la que los romanos entraron en conflicto con la ciudad griega de Tarento, al sur de Italia. Al comienzo de las hostilidades, los romanos enviaron emisarios a Tarento, los cuales vestían sus togas de etiqueta con la intención de impresionar a sus adversarios con tal atuendo. Cuando llegaron, al menos según lo que cuenta Dion (existen otras versiones), los tarentinos se rieron de las vestimentas de los romanos, y un hombre se las arregló para manchar con sus excrementos toda la pulcra toga romana del emisario principal, Lucio Postumio Megelo. Eso hizo mucha gracia a los habitantes del lugar, pero también provocó una reacción previsible por parte de Postumio: «¡Reíd —dijo—, reíd mientras podáis! Pues lloraréis largo tiempo cuando lavéis estas ropas con vuestra sangre». La amenaza, por supuesto, se hizo realidad; la victoria romana tuvo como consecuencia que los tarentinos no tardaron en pagar con su sangre10.

¿De qué se reían los tarentinos? Tal vez fuese en parte una risa de burla y desdén (ciertamente así es como se lo tomó Postumio cuando le ensuciaron la toga de esa forma tan asquerosa y agresiva, de acuerdo con el relato de Dion). No obstante, Dion también da a entender que el mero aspecto absurdo del traje romano de gala también fue un factor que intervino en el hecho de que los tarentinos se partieran de risa. Dicho de otro modo, esa combinación de risa, poder y amenaza concuerda con la historia muy posterior del Coliseo. Uno se enfrenta al poder, y lo desafía espontáneamente, por medio de la risa. En el caso de Tarento, tenemos un elemento añadido: una clara indicación de que la toga romana, pesada, incómoda y nada práctica, podía resultar tan ridícula a los no romanos del mundo antiguo como nos lo resulta a nosotros ahora.

La risa reprimida de Dion en el Coliseo plantea tres grupos importantes de preguntas, que son las que este libro quiere investigar. En primer lugar, ¿qué hacía reír a los romanos? O, para ser más realistas, ¿qué hacía reír a los romanos varones y urbanos de clase alta? Pues prácticamente no tenemos acceso a la risa de los pobres, de los campesinos, de los esclavos o de las mujeres, excepto en las descripciones que nos dan los propios varones urbanos de clase alta11. En el mundo antiguo, como a menudo ocurre ahora, una forma de marcar diferencias entre distintos grupos sociales estribaba en dejar constancia de que se reían de forma distinta de cosas distintas. En segundo lugar, ¿cómo funcionaba la risa en la cultura de las élites romanas, y cuáles eran sus efectos? ¿Qué cometidos políticos, intelectuales o ideológicos tenía? ¿Cómo se controlaba y vigilaba? ¿Y qué nos dice eso sobre el modo en que funcionaba la sociedad romana de forma más general? Y, en tercer lugar, ¿hasta que punto podemos ahora entender o compartir la cultura romana de la risa? ¿Había aspectos de ella en que los romanos verdaderamente eran «igual que nosotros»? ¿O los historiadores modernos de la risa romana siempre serán como invitados deseosos de agradar en una fiesta de extranjeros, que se suman a las sonoras risas cuando parece que es lo correcto y educado, pero sin estar del todo seguros de haber entendido el chiste?

Son preguntas importantes que espero que abran nuevas perspectivas sobre la vida social y cultural de la Antigua Roma, además de aportar algunas percepciones de los clásicos sobre la historia intercultural de la risa humana; y me refiero primordialmente a la risa en sí, no al humor, el ingenio, la emoción, la sátira, los epigramas o la comedia, si bien todos esos temas relacionados harán apariciones esporádicas en las páginas siguientes. Un segundo vistazo a la descripción de Dion de la escena del Coliseo muestra lo complicadas, intrigantes y reveladoras (a veces de forma inesperada) que pueden llegar a ser esas preguntas. Por sencillo que pueda parecer a primera vista, el relato de la risa de Dion contiene más que la mera narración directa y en primera persona de un joven que disponía de suficiente ingenio para, dentro del marco de la mortífera política del poder de la Roma del siglo II, contener la risa, y así salvar el pellejo, masticando unas hojas de laurel. Para empezar, en el relato de Dion la estrategia empleada es la de masticar, y no la de morder, lo que a nosotros nos sería más familiar. Claro está que sería tentador contar la historia como si encajara perfectamente con el tópico moderno del riente desesperado que masca algo adecuado con tal de reprimir la risa («Dion escribió que se contuvo la risa [...] masticando desesperadamente una hoja de laurel», es como resumió un historiador moderno el suceso)12. Sin embargo, Dion deja claro que no es que estuviera intentando no reírse, sino más bien aprovechando el movimiento de sus mandíbulas con las hojas para disimular —o incluso tener como coartada— el movimiento que le producía la risa.

¿Por qué se reía Dion?

Una cuestión peliaguda es la del funcionamiento del poder en distintos aspectos de esa risa. Una forma convincente de entenderla, por supuesto, es la idea de que el estallido en parte disimulado de Dion venía a ser un acto de subversión o de resistencia a la tiranía de Cómodo. Y eso encaja con el punto de vista de muchos teóricos y críticos modernos que caracterizan la risa como una «fuerza rebelde» y «un lugar de resistencia popular al totalitarismo»13. Según esos términos, la risa de Dion fue un arma espontánea y poderosa en el enfrentamiento entre un autócrata sanguinario y un Senado aparentemente abúlico: no sólo porque fue una expresión de oposición senatorial, sino también porque, de forma más positiva, servía para ridiculizar a Cómodo y ponerlo en su sitio. Como en la historia de los tarentinos, es imposible excluir el elemento de desdén y burla: una persona que nos da risa es, por definición, risible (pero recordemos que el término también significa «capaz de reírse», y esa ambigüedad será un tema recurrente de este libro)14.

Sin embargo, eso sólo es una parte del cuadro completo. Pues la risa, en sus distintas guisas, puede ser un arma del poder dominante, además de usarse contra él. Y, en ese incidente, el propio emperador (tal y como lo he traducido) tenía una sonrisa burlona mientras negaba con la cabeza y blandía la del avestruz ante los senadores asustados y desconcertados (o divertidos). La palabra que Dion emplea es sesērōs (del verbo sesērenai), que significa literalmente «separar los labios» (también se usa para las heridas abiertas), y que se puede utilizar en un sentido cordial o, con mayor frecuencia, como se supone que es aquí el caso, amenazador15. Sin duda el gesto del emperador ha de distinguirse de la sencilla «risa» de Dion (que es lo que pretende mi traducción, aunque posiblemente esté introduciendo asociaciones modernas con el término sonrisa burlona que pueden inducir a error). No obstante, es otra de las palabras —referidas al movimiento de labios y boca— que componen el extenso vocabulario sobre la risa y sus cognados del griego antiguo.

Las relaciones de poder de todo tipo de los romanos se demostraban, negociaban, manipulaban o refutaban por medio de la risa. Para cada risa a la autocracia, había otra de los poderosos a expensas de los débiles, o incluso risas que imponían los fuertes a los débiles. Eso, en un sentido, es uno de los mensajes de la expresión desdeñosa de Postumio a los tarentinos («Reíd, reíd...»), y de forma más obvia es la moraleja de una escalofriante anécdota sobre uno de los predecesores de Cómodo, el emperador Calígula, que por la mañana obligó a un hombre a presenciar la ejecución de su propio hijo y luego lo invitó a comer por la tarde y lo obligó a reír y bromear16. La risa, en otras palabras, florecía entre las desigualdades del orden social y geopolítico de los romanos17.

Aún más peliaguda es la cuestión sobre de qué se reía Dion exactamente. ¿Por qué el alarde del emperador blandiendo la cabeza del avestruz hizo que el senador tuviera que recurrir a toda prisa a su corona de laurel? No se trata de ningún chiste. Aunque el estudio de la risa y el de los chistes suelen ir de la mano (y la segunda parte de este capítulo examina la relación entre algunas risas romanas y algunos chistes verbales latinos), la mayor parte de la risa de buena parte de culturas no tiene absolutamente nada que ver con los chistes. Entonces ¿se trataba, como el propio Dion parece indicar, de que ver al emperador vestido con ropas de gladiador (o poco vestido, ya que iba descalzo y sólo llevaba una túnica), y decapitando a una desgarbada ave que tiene el cuello más largo y más absurdo del mundo, era inevitablemente una visión ridícula, independientemente de la amenaza que le pudiese subyacer? ¿Era como si el emperador se hubiera convertido en una parodia del heroico y mítico Perseo, que después de decapitar a la Medusa Gorgona también blandió su espada y la cabeza de aquella?18 ¿O, como suponen la mayoría de comentaristas recientes, la risa estaba provocada por el terror del momento y era lo que llamaríamos una risa nerviosa que no tenía nada que ver con los aspectos potencialmente cómicos del alarde del emperador?19

A menudo la risa provoca estos dilemas interpretativos. La reacción más habitual a cualquier arranque de risa es la pregunta: «¿De qué te ríes (o se ríen)?», o, más bien, «¿Por qué te ríes (o se ríen)?» (pues, pese a algunas teorías convincentes en sentido contrario, la risa no consiste siempre en reírse de)20. No hay, por supuesto, ninguna respuesta definitiva ni correcta, y menos aún si procede del propio riente. De hecho, cualquier respuesta que se dé rara vez es una explicación independiente u objetiva, sino que casi siempre forma parte de los debates, enfrentamientos, miedos, paradojas, hilaridades, transgresiones o preocupaciones que produjeron la risa en primer lugar. En este caso, imaginemos que Dion no hubiera conseguido controlarse y hubiese sido cogido riéndose abiertamente por uno de los esbirros de Cómodo, que procedería entonces a desafiarlo a que dijese de qué se reía. No cuesta imaginar a grandes rasgos lo que podría haber contestado: tal vez de un chiste que el que tenía sentado al lado le había susurrado al oído, o de ese calvo de la fila de detrás (y desde luego en ningún caso de las hazañas del emperador)21. Tampoco es difícil figurarse cómo podría haber descrito esa noche la escena en la seguridad de su hogar: «Me reía de él, por supuesto». Pues si la risa tiene, o puede tener, carácter político, también lo tienen todas las afirmaciones que hace la gente sobre el hecho de haberse reído, así como las razones que dan (sean verdad o mentira) para hacerlo.

Estos son sin duda algunos de los factores que intervienen en el relato que hace Dion de ese incidente en su Historia. Es una descripción tan atrayente, y nos resulta tan fácil empatizar con lo que parece estar cercano a una lucha muy moderna para contener la «risita», que es probable que pasemos por alto su artificio literario y político y creamos que somos testigos presenciales (aun de forma muy remota) de una muestra de risa romana. Sin embargo, no lo somos, por supuesto. Es el de Dion un análisis cuidadosamente elaborado que fue seleccionado para un compendio medieval (pues sin duda al recopilador le resultaría un relato vívido y mordaz de transgresión imperial), y que se escribió unas dos décadas después de los hechos que se narran, un momento en que debía de parecer sensato que un escritor se distanciara lo más posible del emperador tirano Cómodo. Y distanciarse es justo lo que hace Dion cuando afirma que no se rio de sus payasadas por miedo, sino por la ridiculez de la escena («lo que se apoderó de nosotros fue la risa, más que la angustia», insiste contra los que podrían acusarlo de ser víctima de una risita nerviosa). El punto esencial de su relato radica en la interpretación retrospectiva, y posiblemente tendenciosa, que ofrece. Decir «me hizo gracia» o, aún mejor, «tuve que disimular la risa o me habrían matado» a la vez acusa y ridiculiza al tirano, al tiempo que presenta al escritor como un observador realista y simpático al que no engañó la pose tan cruel como vacua del gobernante22, lo cual es sin duda lo que pretendía Dion.

Hahahae, 161 a. C.

Nuestro segundo ejemplo de risa se oyó a menos de kilómetro y medio del Coliseo, pero más de cuatrocientos años antes, en el 161 a. C. Es una risa muy distinta que tuvo lugar en el escenario en que se representaba una comedia romana; no en un espectáculo circense interpretado ante un peligroso emperador, sino en el transcurso de uno de esos festivales de diversión, juegos y adoración de los dioses que, de una forma u otra, formaban parte de la cultura urbana de Roma desde que tenemos constancia de ella23. No era teatro como lo conocemos ahora, y ni siquiera ocurrió en un «escenario» tal y como lo entendemos. En el siglo II a. C. todavía no había teatros estables en Roma; las representaciones se hacían al aire libre, en estructuras provisionales de madera que a veces se levantaban alrededor de los escalones de un templo (muy posiblemente para contar con asientos apropiados para el público, que no debía de ascender a más de unos pocos miles de personas). En el ejemplo que vamos a analizar, el teatro probablemente estuviera montado en la Colina Capitolina, alrededor del Templo de la Gran Madre (Magna Mater)24.

Debía de ser un ambiente alegre y desenfadado, quizá incluso escandaloso. Era habitual que en las comedias romanas se mostraran enredadas intrigas del tema chico-quiere-chica y hubiese una serie de personajes más o menos típicos (el esclavo listo, el dueño ruin de burdel, el soldado fanfarrón pero bastante estúpido, etcétera), cada uno reconocible por la máscara teatral distintiva que llevaba. Como los especialistas llevan mucho tiempo insistiendo, la mayor parte de las comedias romanas que han llegado hasta nosotros tienen fuertes vínculos con sus predecesoras griegas25. Volveremos a ellas en el capítulo 4; de momento nos vamos a concentrar en el contexto romano. Cualesquiera que fuesen las risas que surgieran del público, primero vamos a analizar un par de ejemplos de risas entre los actores que estaban en escena y que aparecen escritas en el texto cómico. Nos presentan un relato aún más sutil de la risa que el de Dion sobre su risita en el Coliseo, y muestran la habilidad de un escritor romano para aprovechar los peliagudos dilemas referidos al posible significado de una risa.

Estos dos casos de risas escritas en el texto provienen de El eunuco, de Publio Terencio Africano (ahora conocido como Terencio), que se representó por primera vez en el 161 a. C. La que siempre ha sido la obra más popular de Terencio tuvo de inmediato una segunda representación y, según se cree, le reportó al autor la suma sin precedentes de ocho mil sestercios que le pagaron los patrocinadores oficiales26. En su memorable trama —que incluye todas las habituales intrigas románticas, pero debe su fuerza adicional al divertidísimo uso que hace de los disfraces y el travestismo—, un joven lujurioso y perdidamente enamorado (Querea) se hace pasar por eunuco para conseguir estar cerca de la joven (esclava) a la que quiere (Pánfila), la cual pertenece a una cortesana llamada Tais. Es un indicador del abismo casi insalvable que existe entre la política sexual de los antiguos y la nuestra el hecho de que el «final feliz» llegue después de que Querea aproveche su supuesta condición de eunuco para violar a Pánfila, como preludio de las campanas de boda que suenan por ellos al final de la obra27. Según una versión de las notas o acotaciones del montaje original, la obra se representó por primera vez con motivo del festival romano de las Megalesias, que se celebraba en honor de la Gran Madre (y de ahí la posibilidad de que la representación tuviera lugar alrededor de los escalones de su templo). De ser así, entonces el propio contexto en que se representó la obra daría a la obra un curioso interés añadido, pues los sacerdotes de la Gran Madre, los llamados galos, que vivían en el recinto del templo, eran eunucos que, al parecer, se castraban a sí mismos con un pedernal bien afilado (cuestión que a los escritores romanos les encantaba destacar y condenar). En otras palabras, los eunucos y sus dobles habrían estado presentes tanto dentro como fuera de la obra28.

En dos momentos de ésta, uno de los personajes, Gnatón («al que le rechinan los dientes»), una típica combinación cómica de la antigüedad de bromista, gorrón y adulador, rompe a reír a carcajadas: hahahae. Son dos de la escasa docena o así de ocasiones en que en la literatura latina clásica se reproduce el sonido de la risa, y ya sólo por eso vale la pena examinarlas detenidamente; en estos casos no necesitamos, como solemos hacer, inferir que la risa forma parte de un intercambio cómico, puesto que se nos dice explícitamente cuándo y dónde tiene lugar. Por ser otro relato procedente de la mismísima primera línea de la risa romana, bien vale la pena hacer el esfuerzo de descifrarlo. En él confluyen su complejidad, las múltiples perspectivas, los giros entre quien hace la broma, el destinatario y los observadores (tanto dentro como fuera del escenario) y la mera dificultad de entender el chiste.

Esa risa transcrita forma parte de una serie de intercambios de palabras entre el gorrón Gnatón y Trasón, un soldado bravucón al servicio de algún monarca oriental al que no se identifica, y que intervienen en una de las intrincadas tramas secundarias de la obra (que tal vez fueran tan difíciles de seguir en detalle para parte del público de la antigüedad como lo son para nosotros, si bien es cierto que un poco de desconcierto contribuía a la diversión en conjunto). El soldado no sólo es la fuente de ingresos de Gnatón, sino que también fue el dueño de Pánfila y está enamorado de Tais (de hecho, dio a la joven Pánfila a Tais como regalo de amor). En las escenas en cuestión, Trasón está alardeando de sus diversas hazañas ante Gnatón, el cual, como exige su papel de gorrón profesional, lo adula y le ríe las gracias con la esperanza de conseguir comidas gratis a cambio, al tiempo que el dramaturgo va indicando lo falso que es29. Su conversación es oída por Parmenón, un esclavo torpe cuyo amo, cómo no, también está enamorado de Tais y es el rival de Trasón en la lucha por conseguir el amor de ella. Sin que lo vean ni oigan los otros, va haciendo sus ocasionales apartes.

El soldado fanfarrón empieza jactándose de la estrecha relación que tiene con su jefe el monarca, el cual «me confió todo su ejército y todos sus planes». «Increíble» es la respuesta a la vez lisonjera y mordaz de Gnatón a eso (402-403). Entonces Trasón pasa a alardear de que humilló a otro oficial, el coronel de los elefantes, que le tenía envidia por su influencia sobre el rey: «Dime, Estratón —afirma haberle dicho en tono de broma—, ¿te haces tanto el bravo porque tienes mando sobre las bestias?». «Gracioso y sabiamente dicho en verdad», apunta Gnatón con evidente falsedad (414-416). A eso le sigue otra historia de enaltecimiento propio, sobre «de qué modo en un banquete le di una estocada a uno de Rodas», que es la que provoca la risa:

TRASÓN: En un convite estaba junto conmigo ese de Rodas que te decía, un mozalbete. Yo tenía allí a una mujer de vida alegre. Él empezó a bromear con ella y a burlarse de mí. Y yo salté: «¿Dime una cosa, sabiondo, ¿intentas coger los mejores trozos cuando tú mismo eres un bocado tan delicioso?».

GNATÓN: Hahahae.

TRASÓN: ¿Qué pasa?

GNATÓN: ¡Ah, qué ingenioso! ¡Qué inteligente! ¡Qué chispa! ¡Insuperable! Pero, espera, ¿ese chiste es tuyo? Creía que era antiguo.

TRASÓN: ¿Ya lo habías oído?

GNATÓN: Muchas veces, y siempre tiene mucho éxito.

TRASÓN: Pues es mío.

GNATÓN: La verdad es que me da pena el tonto de ese joven réprobo porque le dijeras eso30.

PARMENÓN (aparte): ¡Por los dioses que no te mereces salir impune de eso!

GNATÓN: Dime, ¿y qué hizo él?

TRASÓN: Quedó acabado, y todos los presentes muertos de risa. Y desde entonces todos me tienen mucho respeto.

GNATÓN: Y bien que hacen (422-433)31.

Menos de cien líneas después, hay otro estallido de risa. Trasón se cansa de aguardar a que Tais salga de su casa y decide marcharse y dejar allí a Gnatón esperándola. Esa vez, cuando Parmenón habla, sí es oído:

TRASÓN: Yo me voy. (A Gnatón) Tú quédate a esperarla.

PARMENÓN: Claro, no conviene nada que por la calle ande el general en compañía de su amiga.

TRASÓN: ¿Para qué voy a malgastar palabras contigo? ¡Eres igual que tu amo!

GNATÓN: Hahahae.

TRASÓN: ¿De qué te ríes?

GNATÓN: De lo que acabas de decir, y de la historia del chico de Rodas siempre que me acuerdo (494-98)32.

No hay duda alguna de que con ese hahahae repetido se pretende indicar que Gnatón se está riendo. Para empezar, nos lo dice el propio Terencio con ese «¿De qué te ríes?» («Quid rides?», 497). Y, lo que es más, los comentaristas antiguos de la obra lo reiteran («Aquí el gorrón también inserta el sonido de la risa [risus]»33), y en varias ocasiones los estudiosos romanos de la antigüedad tardía se refieren a esa forma de representar la risa por escrito («Hahahae es el sonido del júbilo y la risa [risus]»34). No obstante, aunque no contásemos con esos indicadores directos, no confundiríamos el sonido. A diferencia del ladrido de los perros, del gruñido de los cerdos o del croar de las ranas, que distintas lenguas transcriben de formas sorprendentemente distintas («oink oink» dice el cerdo anglo-americano, «röf röf röf» o «uí uí» el húngaro, «soch soch» el galés), en casi todas las lenguas del mundo, y en familias lingüísticas totalmente diferentes, la risa se transcribe como alguna variante de ha ha, hi hi o ti hi (o al menos lo incluye dentro de su repertorio)35. O, por citar a Samuel Johnson y sus habituales exageraciones mordaces, «los hombres son sabios de modos muy diversos, pero siempre se han reído de la misma forma»36.

Pero ¿por qué se ríe Gnatón? Una cosa es identificar el sonido de su risa y otra bien distinta entender lo que la provoca, como en el caso de la anécdota de Dion.

Las primeras carcajadas siguen a la historia de Trasón del muchacho de Rodas, cuyo chiste he traducido como: «Dime una cosa, sabiondo, ¿intentas coger los mejores trozos cuando tú mismo eres un bocado tan delicioso?». Es un intento de dar al chiste cierto sentido en términos modernos. El texto latino significa literalmente: «Eres una liebre: ¿vas detrás de manjares?» («Lepu’ tute’s, pulpamentum quaeris?», 426). Entonces ¿qué había en esas palabras para hacer que Gnatón se ría? Los comentaristas tanto antiguos como modernos nunca se han puesto de acuerdo en eso (basándose a veces en distintas interpretaciones del texto latino)37. Sin embargo, los críticos recientes suelen seguir la línea establecida por el comentario del siglo IV de Elio Donato al referirse al papel de la liebre como manjar de la mesa romana: «Una liebre, que es de por sí un manjar, no debería ir buscando pulpamenta, que son sabrosos bocados de carne que se servían de entremeses»; o, como lo glosa el texto de Donato de forma más resuelta (Eun. 426): «Estás buscando en otro lo que tienes en ti mismo»38. Las implicaciones son de carácter erótico, por supuesto, como el contexto deja claro: el joven de Rodas está flirteando con la mujer de Trasón cuando es él el que tendría que ser objeto de atenciones sexuales. Hallamos más respaldo a esta idea en otra parte de la larga nota de Donato (que se cita mucho menos en los estudios modernos), la cual proporciona pruebas del deje sexual de la liebre; incluye la afirmación —de lo más apropiada para el argumento de El eunuco— de que la liebre es un animal «de sexo indefinido, a veces macho, otras hembra»39.

Al examinarla de esta forma aséptica, la agudeza de Trasón parece perder cualquier capacidad de provocar la risa que pudo dar en su momento (siguiendo la férrea norma, que se remonta a la propia antigüedad, de que el chiste que se explica se echa a perder)40. No obstante, lo fundamental del chiste que queda así revelado encaja bastante bien con varias teorías modernas sobre la técnica de los chistes, de El chiste y su relación con lo inconsciente, de Sigmund Freud, a las numerosas argumentaciones modernas y antiguas que ven la incongruencia (y / o su resolución) en la misma esencia de lo que nos hace reír. Así pues, aquí la incongruencia imposible y absurda que da origen al chiste (el joven de Rodas no es una liebre) se resuelve de forma sucinta cuando nos damos cuenta de que la «liebre» y los «manjares» pueden tener referentes muy distintos en el encontronazo de tintes eróticos que tiene lugar en esa cena, o, por expresarlo en términos de una de las teorías actuales más destacadas, el conflicto entre lo culinario y el «texto» erótico se va resolviendo en favor del segundo41.

Por qué diantre la resolución de la incongruencia, o de lo que se suponga que pueda estar pasando dentro del inconsciente freudiano, provoca esa reacción vocal y fisiológica distintiva que conocemos como risa es una pregunta a la que ninguna teoría moderna —ni siquiera la de Freud— contesta satisfactoriamente. No obstante, en este caso concreto podemos eludir ese problema, ya que enseguida dudamos de que sea el chiste en sí lo que haga reír a Gnatón. Gnatón se ríe porque es un gorrón, y, según el tópico antiguo, los gorrones adulaban a sus protectores riéndoles los chistes, fuesen graciosos o —lo que es más probable— no lo fuesen. Ese hahahae no es una reacción espontánea a una frase ingeniosa e hilarante, sino una respuesta muy estudiada a la afectación verbal de su protector que disfraza de reacción espontánea. Gnatón se ríe para agradar al otro. Es otro aspecto de esa compleja relación entre la risa y el poder que ya he subrayado.

La súbita réplica de Trasón —«¿Qué pasa?» («Quid est?», 427)— tal vez indique que ni siquiera a él lo engaña. Donato pensaba que, al hacer esa pregunta, el estúpido soldado estaba simplemente intentando conseguir halagos gracias a su agudeza (halagos que ciertamente recibe, aunque poco sinceros: «¡Ah, qué ingenioso!»). Sin embargo, la pregunta de Trasón también podría indicar que esa seudoespontaneidad de Gnatón no le ha hecho morder el anzuelo. Su risa no convence a nadie, ni siquiera al personaje crédulo al que pretende engañar.

Como si quisiera evitar un enfrentamiento incómodo, Gnatón rápidamente cambia de tema y pasa al ataque. ¿Es de Trasón el chiste? ¿No está reciclando uno antiguo como si fuese suyo propio? En otras palabras, ¿tuvo de espontáneo lo mismo que la entusiasta reacción de Gnatón a él? El gorrón afirma que ya lo había oído «muchas veces», y tal vez debamos suponer que así es, pues es un chiste que también encontramos citado en un texto de la antigüedad latina tardía, pero atribuido a un escritor anterior a Terencio.

Casi al final de esa extraña recopilación de biografías imperiales que se conoce como Historia augusta, que se pergeñó empleando diversos seudónimos probablemente a finales del siglo IV d. C., el autor hace una pausa para sorprenderse de que, en el 284, el nuevo emperador Diocleciano citara un verso de Virgilio justo después de haber matado a Arrio Aper, prefecto pretoriano y su posible rival, ante todo el ejército. ¿No fue un gesto literario impropio de un militar como Diocleciano? Tal vez no fuese tan impropio como pudiera parecer, reconoce el biógrafo, pues, al fin y al cabo, los soldados tenían la costumbre de citar fragmentos famosos de poesía, y en las obras cómicas se les mostraba haciéndolo: «Pues, de hecho, “¿Intentas coger los mejores trozos cuando tú mismo eres un bocado tan delicioso?” es un dicho de Livio Andrónico». Si nos creemos esto, resulta que el chiste de Trasón era una cita clásica del primer dramaturgo latino de Roma, en activo setenta años antes que Terencio42.

Por supuesto, cabe la posibilidad de que el biógrafo se equivocara: desde la perspectiva de finales del siglo IV d. C., no sería difícil confundir a dos venerables escritores latinos tempranos y atribuir un verso de Terencio a su predecesor Livio Andrónico. Sin embargo, si tenía razón, entonces Terencio estaba haciendo que Trasón quisiera pasar por propio un chiste que en el 161 a. C. ya tenía décadas43. Sin duda para el público parte de la gracia radicaba en eso: en que el prepotente soldado afirmara que era suya una ocurrencia que la mayoría de ellos ya conocían.

Fuera nuevo o viejo, el chiste consigue humillar al joven de Rodas en el banquete; o al menos eso es lo que dice Trasón, lo cual nos lleva a otro tema habitual de la teoría antigua y moderna de la risa que ya hemos apuntado en la Historia de Dion: la risa como escarnio. Trasón se burló del chico con tanta agresividad que Gnatón finge sentir compasión por la víctima (lo cual es un halago ambiguo a la fuerza del ingenio de Trasón, que, como indica su aparte al oírlo, es más de lo que Parmenón puede soportar). El efecto en los otros invitados a la cena fue espectacular: «Se murieron de risa». Reírse a carcajadas, como todos sabemos, puede ser doloroso; puede llegar a dejarte imposibilitado temporalmente. «Morirse de risa» es una imagen tan antigua como moderna. De hecho, se plasmó de forma literal en una serie de historias sobre hombres que de verdad se murieron de risa: la del pintor Zeuxis, del siglo v a. C., que según un escritor romano expiró mientras se reía contemplando su propia pintura de una vieja, por ejemplo, o la del filósofo Crisipo, que a finales del siglo III a. C., como escribiría siglos después el historiador griego Diógenes Laercio durante el Imperio Romano, halló su fin de un ataque de risa que le entró al ver a un asno comer higos y beber vino sin diluir44. La «muerte» del resto de comensales de Trasón formaba parte de una tradición antigua de mucho arraigo.

El siguiente estallido de hahahae da lugar a más cuestiones. Harto de aguardar que vuelva Tais, Trasón le dice a Gnatón que la espere él. Eso provoca una salida irónica de Parmenón, que ya participa de lleno en la conversación: claro que Trasón no debería quedarse por allí, parece asentir, pues, al fin y al cabo, un general no debe ser visto en la calle con su amante. Trasón, que está muy por debajo del grado de general, se da cuenta de que el esclavo se está burlando y la emprende contra él («¿Para qué voy a malgastar palabras contigo? ¡Eres igual que tu amo!») antes de que Gnatón se vuelva a reír.

¿Qué es lo que provoca la risa esa vez, como pregunta el propio Trasón? ¿Es la réplica de Trasón a Parmenón? ¿O también es, como afirma Gnatón, el recuerdo de «la historia del chico de Rodas»? (Es de suponer que Gnatón estima que ni siquiera el crédulo Trasón se va a creer que la pobre réplica de «¡eres igual que tu amo!» es capaz de dar mucha risa). ¿O no es más probable que sea la ironía de Parmenón sobre el «general», lo cual Gnatón no puede reconocer ante Trasón, que es a quien va dirigida, lo que lo hace echarse a reír a carcajadas, y de ahí que recurra de nuevo a la cortina de humo del «chico de Rodas»? En definitiva, tenemos un solo hahahae y al menos tres causas posibles de la risa que indica. Parte de la diversión interpretativa para el público o el lector (y ciertamente para los propios personajes) deriva de contraponer una posible causa a otra y resolver cuál es la mejor forma de explicar esa risa45.

La reacción del público

De forma más general, ¿cómo podemos abordar la risa de la gente del público, en lugar de la de los del escenario? A diferencia de lo que le ocurrió a Dion en el Coliseo, a los que acudían a ver El eunuco se les animaba a reír, e incluso eso es lo que se esperaba que hicieran. Pero ¿de qué, y por qué?

Por supuesto, no podemos saber con total certeza cómo reaccionaba el público de una comedia romana; si se reían, en qué momentos y con qué grado de entusiasmo. Si los asistentes a las representaciones teatrales de la antigüedad eran como sus equivalentes modernos en ese sentido (y eso ya es mucho decir), parte de su experiencia sería compartida. Muchos se reirían de las mismas cosas. Vitorearían, gritarían, se reirían y aplaudirían a la vez; al fin y al cabo, eso forma parte del vínculo teatral. Sin embargo, al mismo tiempo algunas reacciones serían forzosamente más personales e idiosincrásicas. Determinados miembros del público se reirían de cosas distintas, o de las mismas pero por razones distintas. Y algunos no se reirían en absoluto. Casi todos hemos pasado por la incómoda experiencia de estar en un teatro (o delante de una televisión, ya puestos) sin que los labios apenas se nos movieran, mientras los que nos rodeaban se reían con ganas; cuanto más se ríen, menos sentimos que nos podamos unir a ellos y más pétreas se nos quedan las caras. Hemos de suponer que algo parecido ocurriría en el teatro romano. La risa tanto incorpora como aísla. La historia de la risa, como veremos, trata tanto de aquellos que no cogen (o no quieren coger) el chiste como de los que sí46.

Aun así, ya llevamos visto lo suficiente para lanzarnos a suponer cuáles serían probablemente las diversas reacciones de los antiguos romanos a esos episodios de El eunuco. Ya he indicado que puede que la ocurrencia de Trasón a costa del joven de Rodas provocara risas precisamente porque el soldado intentaba, de forma muy poco convincente, hacer pasar por suyo un viejo chiste (como si hoy alguien afirmara que acababa de inventarse lo de «Camarero, camarero, hay una mosca en mi sopa...»). Pero había algo más. Tal vez parte del público se negara a reír (o se rieran con poco entusiasmo) por la sencilla razón de que era un chiste muy viejo, lo habían oído muchas veces y ya no tenían muchas ganas de volverlo a escuchar. Otros quizá se rieran por estar familiarizados con esa ocurrencia. Dice el tópico que los viejos chistes son los mejores, en el sentido de que no nos hacen reír por los trastornos que provoca la incongruencia o el placer que nos proporciona el escarnio, como afirman muchas teorías modernas, sino por el agradable recuerdo de todas las ocasiones anteriores en que el mismo chiste ha funcionado como se pretendía. La risa tiene tanto que ver con el recuerdo, y con las formas en que aprendemos a reírnos de ciertos pies, como con una espontaneidad incontrolable47.

Lo que provoca la risa y es su objeto también es más amplio y variado de lo que a menudo reconocemos. Aquí, por ejemplo, tal vez algunos se rieran porque el «chiste» de Trasón no era divertido, y porque la risa claramente forzada de Gnatón pone en evidencia con tan sólo esas tres sílabas (hahahae) los mecanismos de la adulación, la vulnerabilidad de protector y servidor y lo elusiva que es la risa como significante. El público, en otras palabras, se reía de los componentes, causas y dinámica social de la propia risa. La risa —junto con sus distintas interpretaciones, sean acertadas o no, y sus usos correctos o incorrectos dentro de estas escenas— forma parte del chiste48.

Esta autorreferencialidad queda subrayada por el simple hecho de que, en esos dos fragmentos de El eunuco, la risa está escrita explícitamente en el texto. Ciertamente en las comedias romanas debía de haber muchas risas tanto dentro como fuera del escenario. Los traductores modernos de Plauto y Terencio acostumbran a introducir indicaciones de «risas» en las acotaciones de las obras para dar más vida a éstas: frases entre paréntesis como se ríe a carcajadas, con una risa, todavía riendo, riendo incontrolablemente, riendo, intentando disimular la risa y se ríe aún más aparecen en abundancia en las versiones inglesas de estas comedias, por más que no hay nada que se les parezca en los originales latinos49. Sin embargo, la insistencia de Terencio por dos veces en el hahahae de Gnatón, su introducción explícita de la risa en el diálogo de la obra, hace que sea éste un momento especialmente intenso, en el que los personajes, el público y los lectores no pueden eludir la cuestión de cuál es el significado de esa risa (o de la risa más en general).

Lo mismo ocurre con la otra docena más o menos de risas escritas de la literatura latina clásica. Todas las encontramos en comedias de Plauto y Terencio, salvo una posible excepción: un breve y desconcertante fragmento del poeta Ennio («hahae, hasta el escudo se ha caído»), que podría proceder perfectamente tanto de una comedia como de una tragedia50. Consideradas en conjunto, amplían la variedad de circunstancias en que podía surgir la risa de los romanos y la variedad de emociones que podían reflejar, pues, como ya hemos visto, tanto en el anfiteatro como en los intercambios entre Gnatón y el soldado, la idea de que la risa la provocan los chistes, o el ingenio, sólo es una parte de la historia total. Así, por ejemplo, en uno de esos fragmentos reconocemos la risa que es producto de la satisfacción (propia): el hahae de Balión, el proxeneta, en el Pséudolo de Plauto (1052), cuando se congratula de haber sido más ingenioso que el inteligente esclavo que da título a la obra. En otros casos apreciamos risitas de puro placer: en Heauton Timorumenus, o El verdugo de sí mismo (886), de Terencio, cuando el anciano Cremes se ríe encantado por las bromas que ha gastado otro esclavo también ingenioso51.

No obstante, al mismo tiempo estos ejemplos de risa cómica, transcrita de forma explícita, no dejan de indicar al espectador y al lector muchos de los dilemas interpretativos de índole escurridiza que suscita la risa. ¿Podemos llegar a precisar con exactitud qué es lo que hace que alguien se ría (o incluso nosotros mismos)? ¿De qué modo se puede malinterpretar o confundir la risa? ¿Una persona que se ríe es tan vulnerable en potencia al poder de la risa como una persona de la que se ríen? No pasa inadvertido para los espectadores o lectores de las obras que, cuando se ríen, ni Balión ni Cremes se están enterando bien de las cosas. Pese a toda su risa de satisfacción personal, Balión no ha conseguido en absoluto ser más listo que Pséudolo, sino que en realidad se ha tragado una broma que le gasta el esclavo que es incluso más inteligente de lo que el proxeneta pueda llegar a imaginarse. Asimismo, Cremes no es tal y como cree el beneficiario de las tretas de su esclavo, sino su víctima.

Entender la risa romana

En este capítulo hemos analizado en detalle la coreografía de dos momentos concretos de risas romanas escritas, procedentes de un par de autores que vivieron con cuatro siglos de diferencia, uno de los cuales escribía en griego y el otro en latín; uno era un historiador que tenía un interés personal en la risa que consiguió sofocar en el Coliseo, mientras que el otro estaba representando y provocando risas en el teatro cómico. Nos sirven como marco útil de lo que queda de libro, pues, aunque en ocasiones estudiaremos materiales posteriores a Dion, y otras nos centraremos en imágenes visuales, en su mayor parte nos basaremos en textos latinos y griegos escritos entre el siglo II a. C. y el siglo II d. C.

Estos ejemplos también han presentado algunas de las cuestiones fundamentales del resto de mi argumentación. Más allá de los dilemas de interpretación y comprensión que he subrayado, nos han hecho reflexionar sobre el límite incierto y polémico que existe entre la risa «fingida» y la «real». (Cuando nos unimos a las risotadas que provoca un chiste que no hemos terminado de entender, ¿estamos fingiendo reírnos o simplemente riéndonos de un modo diferente?) Nos han mostrado que la risa podía servir para excluir tanto como para incluir, para ofrecer apoyo amistoso tanto como escarnio hostil, para reafirmar tanto como para refutar las jerarquías y el poder. Y la ocurrencia de Trasón sobre la liebre ha resultado ser un recordatorio de que los chistes romanos podían esconder historias complejas que abarcaban muchos siglos. De hecho, en los siguientes capítulos vamos a conocer otros cuyas historias abarcan miles de años hasta llegar a nuestros días.

Como ya he indicado, una pregunta fundamental que se cierne sobre todo el libro es: ¿Hasta qué punto puede llegar a ser comprensible hoy en día, en los términos que sea, la risa de los romanos? ¿Cómo podemos llegar a entender lo que hacía reír a los romanos sin caer en la trampa de convertirlos en una versión de nosotros mismos? Puede que a algunos lectores no les hayan convencido algunos de mis procedimientos a la hora de analizar esos fragmentos de El eunuco. No se trata tan sólo de que el proceso de disección estropee el chiste sobre el joven de Rodas; lo que viene aún más al caso es que la disección se basa en la suposición de que, si nos esforzamos lo bastante, el chiste terminará teniendo sentido también para nosotros, de que se puede traducir a términos que entendamos. Eso a veces tiene que ser así, por supuesto (de lo contrario, toda la cultura de la risa romana se perdería para nosotros y mi proyecto no habría llegado a ver la luz). Sin embargo, no debemos suponer que en todos los casos concretos se puede lograr una translación satisfactoria del mundo romano al nuestro. Corremos el peligro de que la pregunta «¿Qué hacía reír a los romanos?» se convierta, por un acto de empatía espuria, en la pregunta «¿Qué creo que me habría hecho reír de ser romano?».

Eso lo podemos ver de forma más vívida al reflexionar sobre cómo y por qué los espectadores modernos se ríen en representaciones de comedias romanas. En parte es porque los chistes siguen teniendo vigencia a lo largo de los siglos, pero en parte también es porque el traductor, el director y los actores se esfuerzan en conseguir que las obras resulten divertidas en términos modernos, usando un lenguaje, matices, expresiones, gestos, vestuario y escenografía con los que se quiere provocar nuestra risa (pero que se parecen muy poco a los de los romanos). Y, lo que es más, al menos parte del público habrá ido a ver la obra comprometido con el espíritu de la empresa y decidido a que una comedia romana le resulte divertida, al tiempo que se ríen de sí mismos por hacer eso. Seguramente sea esa combinación de factores la que explica el éxito que tuvo en 2008 el cómico monologuista Jim Bowen con su nueva forma de contar una selección de chistes del único libro de ese tipo de la antigüedad que ha llegado hasta nosotros, el Philogelos (o «El amante de la risa»), que probablemente se recopilara en el Imperio Romano tardío (como trataremos en detalle en el capítulo 8). Algunos de esos chistes todavía son capaces de dar risa (de hecho, algunos son los antepasados directos de nuestros chistes). No obstante, hubo otras razones para el éxito de Bowen: usó una traducción que era un fiel reflejo del lenguaje moderno y los ritmos de los monólogos cómicos; el público acudía al espectáculo (o lo veía online) decidido a reírse, y Bowen enfatizaba lo absurdo de la situación, hasta el punto de que muchos de los rientes más entusiastas también se estaban riendo de sí mismos por reírse de esos antiquísimos chistes romanos.

Así pues, ¿a quién le salió el tiro por la culata, si es que fue así? Es una cuestión a la que volveremos en los siguientes tres capítulos, en los que reflexionaremos sobre la teoría e historia de la risa romana (y de otras), antes de centrarnos, en la segunda parte del libro, en figuras y temas concretos y fundamentales de la evolución de la risa de los romanos, que van del orador bromista al mono ridículo.

1 Dion 73 (72).18-21 proporciona el relato completo de esos espectáculos (en 20.2 constata el plan de disparar flechas a la multitud, a imitación del ataque de Hércules a las aves del Estínfalo); Hopkins y Beard 2005, 106-118, describen la forma en que estaba dispuesto el público asistente y las convenciones que regían el desarrollo de los juegos (incluido ése en concreto).

2 Herodiano 1.15.

3 Dion 73 (72).21.

4 Para su nombre, véase Roxan 1985, n.º 133; Gowing 1990. Dion tendría por entonces algo menos de cuarenta años; de ahí que antes lo haya calificado de «joven».

5 Dion 73 (72).23 (para el programa de redacción); Millar 1964, 1-40.

6 Dion 73 (72).21.

7 Carter 1992, 190. Este ensayo es un intento extraordinario de redefinir la «risita» como mecanismo del poder femenino (en vez de ser la risa que trivializa a las «chicas» y es señal de su impotencia).

8Anec. Graeca I.271. La erótica de κιχλίζειν y su asociación con las prostitutas quedan claras en los numerosos ejemplos recopilados en Halliwell 2008, 491. Sin embargo, es una palabra (y sonido) más complicada de lo que a menudo se reconoce; véase, por ejemplo, Herodas 7.123, que la describe como «más fuerte que la de un caballo», lo cual no es una «risita» tal y como la entendemos (pese a la onomatopeya). Jeffrey Henderson 1991, 147, indica otras asociaciones (asimismo eróticas).

9 El griego repite insistentemente las palabras: κἂν συχνοὶ παραχρῆμα ἐπ᾽ αὐτῷ γελάσαντες ἀπηλλάγησαν τῷ ξίφει (γέλως γὰρ ἡμᾶς ἀλλ᾽ ου λύπη ἔλαβεν), εἰ μὴ δάφνης φύλλα, ἃ ἐκ τοῦ στεφάνου εἶχον, αὐτός τε διέτραγον καὶ τοὺς ἄλλους τοὺς πλησίον μου καθημένους διατραγεῖν ἔπεισα, ἵν’ εν τῇ τοῦ στόματος συνεχεῖ κινήσει τὸν τοῦ γελᾶν ἔλεγχον ἀποκρυψώμεθα (Dion 73 [72].21.2). Al referirse (sin detalles) a una risa imposible de contener, Aristóteles (Eth. Nic. 7.7, 1150b11) escribe que la gente «estalló en un torrente de risas» (τὸν γέλωτα ἀθρόον ἐκκαγχάζουσιν).

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