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Mary Beard

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Beschreibung

Mary Beard, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016 Novelas, películas, teatro, moda, turismo dan fe del innegable atractivo que sigue ejerciendo, pasados más de dos mil años, el mundo clásico en nuestros días. A cargo de los prestigiosos especialistas Mary Beard (Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016) y John Henderson, esta breve introducción nos lleva, con un original planteamiento, a captar y distinguir las variadísimas imbricaciones de la antigüedad grecolatina y los numerosos frutos que ha alumbrado a lo largo de la historia, desde Virgilio a Poussin y Evelyn Waugh, de Demócrito a Karl Marx, de las ruinas de un templo en la recóndita Arcadia a James Frazer. Un libro vivaz, de amena lectura, rebosante de anécdotas, que no sólo rompe una lanza a favor de la cultura clásica, sino que sienta su importancia insoslayable para la comprensión y construcción del mundo actual.

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Seitenzahl: 227

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Mary Beard

John Henderson

El mundo clásicoUna breve introducción

Índice

1. La visita

2. Sobre el terreno

3. Estar allí

4. Guía en mano

5. Bajo la superficie

6. Grandes teorías

7. El arte de la reconstrucción

8. El mayor espectáculo del mundo

9. Imaginemos que...

10. ET INARCADIA EGO

Cronología

Obras citadas

Bibliografía adicional

Índice de imágenes

Créditos

1. El mundo clásico.

2. Grecia.

3. La Acrópolis de Atenas.

4. La ciudad de Roma.

1. La visita

Dentro y fuera del museo

Esta introducción al estudio del mundo clásico empieza con una breve visita a un museo. Hemos elegido el Museo Británico, en Londres, y dentro de él, una sala específica que alberga un monumento específico que ha sobrevivido de la antigua Grecia. Un museo es, sin duda, un buen lugar desde el que acercarse a la antigua Grecia y la antigua Roma, y esta visita va a ser el punto de partida de una aproximación al mundo clásico –y al estudio del mismo– en la que iremos mucho más allá de cualquier museo y de sus objetos.

Nuestra visita va pasando por las diversas salas según el recorrido que nos indica, con su numeración, el plano que se ofrece a los visitantes del museo (véase la ilustración 1). Subimos la gran escalinata, atravesamos las altas columnas del pórtico clásico, accedemos al vestíbulo y cruzamos la librería; a continuación recorremos las urnas funerarias y unas tinajas gigantescas –tipo Alí Babá–, expuestas como muestra de la Grecia heroica, prehistórica (salas 1 y 2), así como las primeras figuras de mármol, que marcan el comienzo de la escultura «clásica» (salas 3 y 4). Proseguimos por entre las vitrinas de relucientes vasos griegos rojos y negros (sala 5) hasta llegar al pie de unas estrechas escaleras que parecen sacarnos del camino principal, pero todavía no hemos contemplado la pieza estrella, las esculturas del Partenón. Conque tomamos un desvío, y queda una sorpresa para más tarde.

1. Plano del Museo Británico: cómo llegar a la sala de Basas.

Subimos las escaleras que llevan a la sala 6, que está en una entreplanta situada sobre el resto de galerías. Pasamos junto al emotivo dibujo de unas ruinas antiguas, obra de algún milord que se ha cuidado mucho de incluir los signos de su clase y su carácter, esto es, su escopeta y su perro (véase la ilustración 2), y he aquí que desembocamos en una sala de exposición con un diseño especial: puntos de luz sabiamente distribuidos atraen las miradas sobre una serie de planchas de piedra esculpida –de aproximadamente medio metro de alto– que, dispuestas de extremo a extremo a modo de friso (sucesión de cuerpos que luchan: hombres, mujeres, caballos, seres mitad hombre y mitad caballo...), circundan el habitáculo a la altura de los ojos sin que quede libre un centímetro, ya que la sala se ideó, literalmente, «para encajar». Vienen en nuestro auxilio algunas cartelas explicativas. Estos relieves –nos informan– en otro tiempo constituían el friso, esculpido hacia finales del siglo V a. C., del habitáculo interior del templo del dios Apolo que había en un lugar llamado Basas, en la Arcadia, región recóndita del extremo suroccidental de Grecia. (Todos los lugares mencionados en el libro están indicados en los mapas de las páginas 8-10.)

2. Exhibición de los despojos. Dibujo de Cockerell del templo de Basas tras la excavación.

El friso –explican las cartelas– representa dos de las escenas más famosas de la mitología griega. La mitad de estos cuerpos combaten en la batalla de unos griegos contra los Centauros, híbridos de hombre y caballo que, en modo propio de auténticas bestias, han arruinado un banquete de bodas tratando de raptar a las mujeres; la otra mitad luchan en el conflicto entre unos griegos –o, mejor dicho, unos varones griegos con Heracles a la cabeza– y las Amazonas, salvajes guerreras extrañas e inciviles. De los célebres doce trabajos de Heracles (en latín, Hércules), uno consistió –se nos informa– en robar el cinturón de la amazona reina.

El friso se halla en su totalidad aquí, en el Museo Británico, precisamente a causa de aquel milord inglés –y de sus amigos– en cuyo dibujo reparábamos subiendo las escaleras. A comienzos del siglo XIX, un grupo de arqueólogos-exploradores ingleses, alemanes y daneses redescubrió, en efecto, los restos del templo de Basas, y en cuestión de meses, aquellos hombres amasaron una pequeña fortuna al vender estas esculturas al gobierno británico; algún fragmento ha terminado en Copenhague, y algún otro sigue en Grecia, pero el conjunto se llevó prácticamente íntegro a Inglaterra.

Aquí hay, con todo, un rompecabezas, como la cartela explica, pues esta sala del Museo Británico se concibió, según decíamos antes, «para encajar», pero para encajar ¿con qué? Las 23 piezas –aquí nítidamente ordenadas de extremo a extremo, una junto a otra– aparecieron, en cambio, separadas, desperdigadas por la zona de las ruinas del templo en total caos, y nadie ha llegado a tener realmente la certeza de qué va con qué, de cómo deba armarse exactamente este gigantesco puzle pétreo o cuál tenga que ser la imagen resultante. Quien examine los dibujos de las piezas del friso que hay en el esquema que cierra este libro (págs. 190-191) estará siguiendo, simplemente, una solución entre otras posibles al problema de su composición original. Lo que vemos en la sala de Basas del Museo Británico constituye, del mismo modo, una mera hipótesis –en opinión de alguien, la más plausible– sobre qué aspecto presentaría dicha composición.

¿Sobre qué aspecto presentaría? Dejando aparte el rompecabezas de las piezas, las cartelas explicativas ya nos han advertido que, en su antiguo emplazamiento, estos relieves jamás se vieron así: en el templo iban a una altura de siete metros sobre el muro del habitáculo interior, estaban pobremente iluminados, y probablemente resultasen difíciles de ver (imaginemos un buen cúmulo de polvo y telarañas); no estaban, no, debidamente colocados a la altura de los ojos, ni los hacían destacar puntos de luz. Es, por supuesto, innecesario aclarar que nos encontramos en un museo, lugar donde estas «obras de arte» han de exponerse para que las contemplemos –admiremos o estudiemos– limpias, bien dispuestas y debidamente explicadas; como también huelga aclarar que el templo de Basas, lejos de ser ningún museo, se construyó para el culto religioso, y que estas esculturas formaban parte de un lugar sagrado cuyos visitantes no se desplazaban hasta allí, como después veremos, en busca de cartelas por las que informarse de lo que estaban viendo (después de todo, ellos habían mamado desde niños las historias de Heracles contra las Amazonas y de unos griegos contra los Centauros). Es decir: que entre aquel contexto histórico y la forma de presentación actual se abre un abismo.

Abismo, claro, con el que los museos siempre trabajan y que nosotros, visitantes de museos, hemos aprendido a dar por hecho. No nos sorprende, por dar un caso, encontrar una punta de lanza prehistórica –un día acaso fatalmente alojada, de manera harto cruenta, en el cráneo de algún desventurado combatiente– colocada ante nosotros en el interior de una elegante vitrina; tampoco nos ronda siquiera la cabeza que esas lustrosas reconstrucciones museísticas de cocinas romanas, con sus saludables ingredientes y sus joviales cocineros esclavos de cera, quizás encierren bastante de las realidades –mucho más sórdidas– de las labores domésticas y culinarias de la antigua Roma o de cualquier otro ámbito. Así funcionan, en efecto, los museos. Y ante sus montajes, nosotros no nos engañamos en la idea de que «simplemente» representan el pasado.

Al mismo tiempo, sin embargo, ese abismo entre el museo y el pasado, entre nosotros y ellos, hace que surjan una serie de preguntas, porque en el caso de Basas puede, sí, que nos demos buena cuenta de que, originariamente, estas esculturas no formaban parte de un museo sino de un santuario religioso. Pero «religioso» ¿en qué sentido? ¿Cómo debemos concebir la «religión» que se practicaba en un templo griego? Y para los griegos, los objetos «religiosos» ¿no eran además, como para nosotros, «obras de arte»? Este templo se encontraba, como después descubriremos, en medio de la nada, en el confín del mundo, en la ladera de un monte. ¿Qué sentido tenía un templo justo ahí? ¿Es que nadie iba a visitarlo, en lugar de como pío peregrino, como turista, por su interés? De entre los visitantes de la Antigüedad, ¿ninguno quería que le explicasen alguna de las escenas representadas, apenas visibles a siete metros de altura? ¿En qué medida su visita era distinta de la nuestra al museo? ¿En qué medida podemos calibrar, dicho de otro modo, el mencionado abismo que nos separa de ellos, lo que tenemos en común con quienes visitasen en el siglo V a. C. este templo (peregrinos, turistas, devotos...) y lo que nos aleja?

También surgen preguntas sobre las historias ocurridas precisamente en ese abismo interpuesto, pues la historia a la que pertenecen estas esculturas no es en exclusiva nuestra y de quienes primero erigieran y usaran el templo. ¿Qué significaba Basas, por ejemplo, para los habitantes de la Grecia romana, esto es, de la Grecia que, unos trescientos años tras la construcción de este santuario, la gran superpotencia que entonces era Roma ya había asimilado al mayor imperio que aquel mundo hubiera conocido? La conquista romana, por su parte, ¿conllevó alguna diferencia para quienes acudían a este templo, así como de cara a sus expectativas? ¿Qué hay, por último, del intrépido grupo de exploradores que, enfrentándose a los salteadores de una Grecia en aquel tiempo turca, redescubrieron Basas y se llevaron consigo sus esculturas a Inglaterra? ¿Fue la suya una empresa que, por sus connotaciones imperialistas, de expolio, hoy nos hace sentir incómodos? ¿Eran, quizás, más bien turistas, igual que nosotros? ¿Cómo encajaba Basas en su visión del mundo clásico? Y con aquella visión suya, ¿podemos identificarnos también nosotros en virtud –al menos en parte– de una común admiración por la literatura, el arte y la filosofía de Grecia y Roma?

Nosotros y ellos: el estudio del mundo clásico

El estudio del mundo clásico se da, precisamente, en ese abismo que se interpone entre nosotros y los antiguos griegos y romanos; plantea preguntas derivadas tanto de nuestra distancia con respecto a «su» mundo como de nuestra cercanía a él, del carácter familiar de su mundo en el nuestro (en nuestros museos y en nuestra literatura, pero también en nuestras lenguas, culturas y maneras de pensar). El estudio del mundo clásico no solo apunta a descubrir o desvelar el mundo antiguo (aunque ese es igualmente su fin, como dejan ver el redescubrimiento de Basas o la excavación de las avanzadillas más extremas del Imperio romano en la frontera escocesa); su objetivo consiste, además, en determinar y debatir nuestra relación con dicho mundo. A lo largo de este libro vamos a explorar tal relación –así como su historia– partiendo de un espectáculo que nos resulta familiar, pero que, según después veremos, igual puede convertirse en enigmático y extraño: la exposición, en el corazón de la moderna Londres, de los fragmentos desmembrados de un templo de la antigua Grecia. La palabra latina museum en otro tiempo significaba «templo de las musas». Los actuales museos, ¿en qué sentido son lugares adecuados para conservar tesoros de templos clásicos? ¿En apariencia nada más?

Las cuestiones que saca a relucir Basas nos permiten enfrentarnos al mundo clásico –y a su estudio– desde la perspectiva más amplia posible, porque enfrentarse al mundo clásico trasciende, por supuesto, el estudio de los restos físicos de la antigua Grecia y la antigua Roma (la arquitectura, la escultura, la cerámica y la pintura); implica aproximarse, por no citar sino unos pocos ejemplos, asimismo a la poesía, el teatro, la filosofía, la ciencia y la historia escritas en la Antigüedad, que hoy seguimos leyendo y discutiendo como parte de nuestra cultura. Sin embargo, también en estos casos se nos plantean cuestiones comparables, interrogantes sobre cómo se supone que hemos de leer una literatura con más de dos mil años de historia, escrita en una sociedad muy alejada y diferente de la nuestra.

Leer, valga de ejemplo, los escritos de Platón sobre temas filosóficos implica confrontar dicha diferencia y tratar de comprender una sociedad (la Grecia del siglo IV a. C.) en la que el acceso a la escritura no venía dado por libros impresos, sino por rollos de papiro, cada uno de los cuales había copiado manualmente un esclavo; una sociedad donde la «filosofía» se consideraba aún una actividad que se desarrollaba al aire libre –en medio de la vida de la ciudad– y se integraba en un mundo social de bebida y banquetes. Aquella filosofía siguió constituyendo, de hecho, algo bien distinto de nuestra tradición académica incluso después de haberse convertido en una disciplina autónoma que se estudiaba en salas de conferencias y aulas; cosa que se produjo, hasta cierto punto, ya en el recién mencionado siglo IV a. C., pues la escuela de Platón fue la primera de las posteriores «academias», nombre que recibió por el barrio ateniense en el que se ubicaba.

Por otra parte, e independientemente de su lejanía, leer a Platón es también leer una filosofía que nos pertenece a nosotros, no solo a ellos. Y es que hoy Platón sigue siendo el filósofo que más se lee en el mundo, y cuando lo leemos lo hacemos, inevitablemente, en la idea de que pertenece a «nuestra» tradición filosófica; es decir, que lo leemos a la luz de cuantos filósofos ha habido después, los cuales han leído, a su vez, a Platón... Este complejo proceso interactivo de lectura, comprensión y debate constituye, precisamente, el desafío del estudio del mundo antiguo.

El templo de Basas es un caso único, irrepetible: ningún otro monumento o texto puede competir con él en lo que respecta al espectro de cuestiones que suscita. En este libro vamos a indagar, así, en cuantos tipos de pistas distintas nos ha dejado este templo, en sus esculturas, en su historia; desde los conflictos míticos representados en sus muros –hombres luchando contra mujeres, hombres luchando contra monstruos– y los enigmas específicos de su finalidad, función y uso, hasta la mano de obra esclava que lo construyó, el paisaje que lo rodea, los visitantes que acudían a admirarlo en la Antigüedad y, naturalmente, las sucesivas generaciones que han ido redescubriéndolo y reinterpretándolo.

Cada elemento del mundo clásico llegado hasta nosotros representa –es indudable– algo único. Al mismo tiempo existen, sin embargo, como en este libro tendremos ocasión de ver, ciertos problemas, ciertas historias, ciertos interrogantes y ciertas implicaciones comunes a todas esas reliquias (reliquias que comparten, de hecho, en «nuestra» historia cultural un lugar que les es exclusivo). Semejante constatación –y la reflexión de ella derivada– está en la base del estudio del mundo clásico.

2. Sobre el terreno

El largo camino hasta Grecia

La del redescubrimiento del templo de Basas es una historia de exploración, buena suerte, amistad, coincidencias, diplomacia internacional, venta agresiva y asesinato. También es una historia altamente instructiva sobre los distintos modos de enfocar, todavía hoy, el estudio del mundo clásico.

La historia arranca en la Atenas de los primeros años del siglo XIX, es decir, no en la desbordante metrópoli actual, sino una caótica ciudad pequeña bajo dominio turco (unas 1.300 casas, apenas un pueblo). No se trataba, desde luego, de un centro turístico: más allá de un monasterio o, si había suerte, alguna viuda solícita, no había donde alojarse; y salvo que se tratara de otro visitante extranjero, o de alguno de los pocos expatriados que se habían asentado allí, tampoco había quien le echase una mano a uno. Dicho de otra forma: la mejor opción era asimilarse a los lugareños según la pauta de Lord Byron, el visitante inglés de más renombre de la época (véase la ilustración 3), o mejor aún, ganarse los favores de Louis François Sébastien Fauvel, quien vivió la mayor parte de su vida en Atenas, donde ostentó un puñado de títulos –como por ejemplo el de «cónsul francés»– que ahora nos suenan engañosamente grandiosos (véase la ilustración 4), pues Fauvel conocía a todo el mundo y podía arreglárselas para conseguir cualquier cosa, hasta un salvoconducto para el gran templo del Partenón, monumento que, en aquel entonces, albergaba una mezquita y constituía el núcleo de la fortaleza del gobernador turco, hoy ya hace mucho tiempo demolida en la idea de despejar el templo para Grecia (pagana o cristiana, Grecia igual).

3. Aprender a adaptarse: Byron vestido al estilo oriental.

4. Chez Fauvel: el cónsul francés en su casa de Atenas.

En esta Atenas fue, pues, donde en 1811 se constituyó la banda de exploradores que había de redescubrir Basas: un par de pintores/arquitectos alemanes y dos arqueólogos daneses –todos los cuales se habían conocido durante sus estudios en Roma– a los que ahora se unían C. R. Cockerell (véase la ilustración 5) y John Foster, dos arquitectos ingleses hacía poco llegados de su país vía Constantinopla (actual Estambul).

Su primera expedición conjunta fue a las ruinas de un templo de la isla de Egina, próxima a Atenas, y coincidió que la emprendieron cuando los últimos cargamentos de esculturas del Partenón de Lord Elgin zarpaban para Inglaterra. Según refiere una simpática anécdota, nuestros exploradores habrían adelantado, tras hacerse a la mar en una modesta embarcación, al gran navío de Elgin, a bordo del cual se encontraría también Byron, momento en el que habrían empezado a cantar para este, a modo de serenata, una de sus canciones favoritas, tras lo cual, los habrían invitado a subir a bordo para un brindis o dos de despedida. Aquello fue el comienzo auspicioso de una expedición al cabo coronada, sí, con éxito: las esculturas que exhumaron de las ruinas del templo acabaron ocupando el lugar de honor del nuevo museo que el príncipe Luis de Baviera había erigido en su capital, Múnich (la llamada Glyptothek, ‘Gliptoteca’, de dicha ciudad, donde aquellas piezas siguen en la actualidad expuestas).

5. El joven arquitecto Charles R. Cockerell.

El siguiente plan fue viajar a Basas, destino mucho más alejado y peligroso. La zona estaba infestada de malaria y llena de riesgos: el francés Joachim Bocher, que en 1765 había sido el primer viajero europeo occidental en llegar hasta el santuario, apenas si vivió para contarlo; cuando, al poco de aquella primera visita, quiso volver, fue asesinado, en palabras de Cockerell, por «los bandidos sin ley de la Arcadia». Pero nuestro grupo creía, basándose en la descripción conservada de un viajero griego del siglo II d. C., que este templo lo había diseñado nada menos que el arquitecto del Partenón, la obra maestra de la arquitectura antigua por antonomasia. Barajaban, pues, la posibilidad de encontrar un nuevo Partenón. Conque partieron de Atenas, y llegaron a Basas acabando 1811.

El que primero reparó en el friso fue Cockerell: tras unos días acampados en aquella ladera y hurgando por las ruinas, vio salir a un zorro de su guarida subterránea, sita bajo una montonera de despojos del templo, se acercó a mirar y descubrió que entre aquellos escombros había –ya más abajo, en la madriguera– una plancha de mármol esculpido que él identificó, acertadamente, como una de las piezas del friso. Con gran cuidado el equipo la volvió, poniéndola boca arriba, tras lo que se marcharon para negociar con las autoridades turcas el precio del permiso para excavar y llevarse el resto.

Volvieron al año siguiente; faltaban Cockerell, que se había mudado a Sicilia, y uno de los daneses, que había muerto de malaria. Reclutando un ejército de peones lugareños y haciendo frente a las acometidas de los salteadores –con toda probabilidad vecinos, si es que no primos, de los operarios que trabajaban para ellos– lograron al fin exhumar el friso y otras piezas escultóricas menores (ilustración 6), bajando luego todo, por un accidentado recorrido de 30 kilómetros, hasta la costa, desde donde lo llevaron hasta la cercana isla de Zante, también llamada Zacinto, oportunamente ocupada a la sazón por la Armada británica. Solo quedaba venderlo.

6. ¡Cuidado, obras!: excavación del templo de Basas.

Esta historia puede presentarse, por ejemplo, como un relato de una privilegiada cultura aristocrática: el estudio del mundo clásico como un Grand Tour, como un pasatiempo de la nobleza inglesa y de sus homólogos continentales. (Baste citar, para dejar esto claro, los elocuentes nombres de los participantes alemanes: el barón Haller von Hallerstein y el barón Otto Magnus von Stackelberg.) Es decir: se trata de unos muchachos de clase alta que habían aprendido latín y griego en el colegio, y que continuaban aquella formación con un viaje «cultural» a la propia Grecia salpicado, sin duda, de escandalosas borracheras y enredos con las chicas lugareñas. Se trataba, en definitiva, de un ámbito reservado, por tanto, a una élite que, ya de suyo lo bastante rica para viajar, con semejantes aventuras se volvía aún más rica, y bien rápido además, habida cuenta de los procesos de venta de los tesoros.

Todo es, no obstante, más complicado que eso. Paremos un momento a preguntarnos, en efecto, a partir de qué idea se lanzaban aquellos hombres a descubrir Grecia, pues algunos de los miembros del grupo de Basas tenían objetivos mucho más prácticos de lo que nuestra idea de un Grand Tour sugeriría. Cockerell era, por no ir más lejos, una persona ciertamente acaudalada, pero en su periplo había, al menos en parte, una finalidad profesional, ya que él buscaba, como arquitecto, obras maestras antiguas de las que aprender su oficio; sentía curiosidad, concretamente, por verificar en qué medida los restos que quedaban de los templos griegos se hacían eco o no de las recomendaciones de Vitruvio, arquitecto de la antigua Roma cuyo tratado sobre la materia seguía usándose como manual en la profesión. No se trataba, por tanto, de un mero afán desinteresado de belleza y cultura. El mundo antiguo ofrecía, antes bien, un modelo práctico de diseño –un libro de instrucciones– para las artes aplicadas contemporáneas.

De modo muy parecido, los jóvenes artistas de aquel tiempo adquirían sus destrezas estudiando la escultura de la Antigüedad, copiando y recopiando réplicas en escayola de estatuas antiguas o, mejor aún, los propios originales; cosa que no hacían, de hecho, en el contexto de una asignatura de Historia del Arte, sino que se pretendía que aprendiesen de lo que –tal era la opinión extendida– constituía la mejor escultura jamás habida en el mundo. Desde entonces, las escuelas de Bellas Artes han dejado de ver en Grecia y Roma sus herramientas formativas fundamentales, y a lo largo del siglo XX, en el Reino Unido llegaron a tirarse a la basura centenares de las mencionadas reproducciones en escayola de esculturas antiguas, hechas añicos en un esfuerzo exagerado por reivindicar la libertad creativa frente a lo que se consideraba, con razón o sin ella, las engarrotadas restricciones de semejante enseñanza «clásica». Pero el papel del mundo clásico como modelo práctico, sea de cara al diseño o a la conducta, sigue presente en nuestros debates, y así, muchas de nuestras últimas controversias en materia de arquitectura se han centrado en la cuestión de si las formas arquitectónicas clásicas siguen siendo las mejores y más aptas para imitar.

Reparemos asimismo en lo variado del equipo internacional que llevó a cabo la expedición a Basas (alemanes, daneses e ingleses, con la inestimable ayuda de un francés), y tengamos presente que, mientras aquellos hombres realizaban sus descubrimientos, Europa se hallaba inmersa en las guerras napoleónicas. Es decir, que los integrantes de este grupo, aun perteneciendo todos a una aristocracia ideológicamente afín, eran también enemigos potenciales. Y no era simplemente que en aquel lugar remoto, lejos del campo de batalla, tuviesen ocasión de compartir, dejando a un lado la guerra, una serie de intereses académicos y culturales relativos a la Antigüedad grecolatina, sino que el estudio del mundo clásico, el redescubrimiento del mismo, entrañaba para los intereses nacionalistas de la Europa del siglo XIX un desafío de un calado mucho más hondo.

El redescubrimiento de Grecia suponía, en cierto modo, un redescubrimiento de los orígenes de la cultura occidental en su conjunto; ofrecía una manera de enfocar el origen de toda la civilización europea que iba más allá de rencillas locales. Da igual que esas rencillas estuviesen siempre prontas a reaflorar llegado el momento de subastar los tesoros clásicos descubiertos; la cuestión era que, con Grecia, la cultura occidental recibía unas raíces comunes que podían hacer suyas, por lo menos, todas las personas instruidas. (Como en el octavo capítulo veremos, es en gran parte con semejante espíritu como la antigua Atenas puede seguir considerándose, casi doscientos años después, el primer ancestro de la democracia a nivel mundial, un origen unificador para un sistema político privilegiado; independientemente, claro, del posible desacuerdo sobre qué quiere decir en realidad «democracia», en qué sentidos se ha entendido el concepto en el pasado o en qué consiste su versión mejor). Además, las disputas y las guerras habidas en los rincones más diversos podían dar, en efecto, la impresión de que reproducían batallas antiguas: tenían lugar, literalmente, sobre el mismo suelo añejo. Y a quienes, más allá de las modernas fronteras, habían recibido una formación clásica, los acontecimientos podían antojárseles citas de obras tremendamente familiares.

Pero lo que de verdad importa de la expedición a Basas es precisamente eso: que se trataba de una expedición. Durante siglos, estudiar el mundo clásico en ningún caso se reducía a estar sentado en una biblioteca leyendo la literatura conservada del mundo antiguo, o a visitar museos en los que contemplar unas esculturas perfectamente colocadas. Implicaba, en cambio, emprender viajes de descubrimiento, enfrentarse al mundo clásico –a su estudio– sobre el terreno, donde quiera que se conservase.

De modo que los estudiosos del mundo clásico eran, y siguen siendo, exploradores: han debido errar meses y meses por desolados montes turcos en pos de los baluartes de la conquista romana; han exhumado, con sus valiosísimos vestigios de literatura antigua, retazos de papiros de las arenas desérticas de Egipto (provincia, un día, del Imperio romano); han recorrido, como Cockerell y sus amigos, los más impracticables vericuetos de la Grecia rural dibujando, midiendo y, actualmente, fotografiando enclaves antiguos olvidados desde hace mucho tiempo; han alquilado, por último, burros a lomos de los cuales han cruzado el desierto sirio de monasterio en monasterio, revolviendo las bibliotecas en busca de manuscritos con la esperanza de encontrar algún texto clásico perdido del que hubiese realizado copia fidedigna algún monje medieval. El interés por el mundo clásico a menudo ha conllevado, en resumen, ir hasta allí: embarcarse en un viaje a lo desconocido.

El derrumbe de un sueño

Sin embargo, como cualquier explorador habrá podido comprobar, semejante viaje es algo más complejo que el mero hecho de llegar y descubrir: implica inevitablemente una tensión entre las expectativas y lo que, alcanzado el objetivo, uno se encuentra allí realmente; en nuestro caso, entre la imagen de las glorias de la antigua Grecia, manantial primigenio de la civilización, y la Grecia efectiva, contemporánea, que se visita. Qué esperase Cockerell exactamente al emprender desde Inglaterra su viaje no lo sabemos, igual que se nos escapa cuál fue su reacción al desembarcar en Atenas; es, con todo, evidente que no pocos viajeros del siglo XIX