La Segunda Guerra Mundial - Sir Basil Liddell Hart - E-Book

La Segunda Guerra Mundial E-Book

Sir Basil Liddell Hart

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La Segunda Guerra Mundial sigue siendo con gran diferencia el principal conflicto de la historia: seis años repletos de muerte y destrucción, heroísmo y cobardía, lucha a muerte en todos los continentes y un final con sabor a derrota para todos. Sir Basil Liddell Hart (1895-1970) fue el gran teórico de la estrategia militar del siglo xx, pionero de conceptos que terminaron germinando en la guerra relámpago de la Alemania nazi e interlocutor privilegiado de los mejores generales alemanes capturados por los aliados occidentales en 1945. Esta Historia de la Segunda Guerra Mundial, su obra póstuma, es un hito en la bibliografía sobre la materia que nunca ha tenido una edición adecuada en español. Ahora, por fin, más de medio siglo después de su edición original en inglés, recupera todo el esplendor propio de un clásico indiscutible, con una nueva traducción, unos mapas redibujados para la ocasión y unos índices que permiten acercar la lupa a todos los escenarios. La obra de Liddell Hart aborda, casi exclusivamente, la vertiente militar de la guerra, pero lo hace con el pulso narrativo que le caracterizó e hizo célebre en obras como Estrategia (también en Arzalia Ediciones). De las playas de Dunquerque a los arrabales de Stalingrado; de las arenas del desierto del norte de África a las junglas de Nueva Guinea; de las frías aguas del Atlántico norte a los cielos de Inglaterra y, por supuesto, hasta el corazón del Berlín nazi doblegado por el Ejército Rojo. Todos los escenarios de esa tragedia comparecen aquí. Una obra imprescindible que cualquier interesado en la Segunda Guerra Mundial debería tener en su biblioteca.

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SIR BASIL LIDDELL HART

(1895-1970) nació en París por ser su padre pastor metodista de la comunidad británica en Francia. Combatió y fue gaseado en la batalla del Somme durante la Primera Guerra Mundial, dejándole secuelas para toda la vida. Además de periodista, fue considerado uno de los más destacados pensadores militares de su época, «el Clausewitz del siglo XX». Sus ideas sobre el arte de la guerra inspiraron las doctrinas que desembocaron en el concepto de «guerra relámpago». Al final de la Segunda Guerra Mundial tuvo la gran oportunidad de entrevistar a algunos de los principales generales alemanes, obteniendo una visión de primera mano de sus acciones durante la guerra.

Publicó una veintena de obras sobre las dos guerras mundiales o destacadas figuras militares como Escipión, Foch, Sherman o Napoleón.

Arzalia Ediciones ha publicado su clásico Estrategia. El estudio clásico sobre la estrategia militar (2019).

 

 

La Segunda Guerra Mundial sigue siendo con gran diferencia el principal conflicto de la historia: seis años repletos de muerte y destrucción, heroísmo y cobardía, lucha a muerte en todos los continentes y un final con sabor a derrota para todos.

Sir Basil Liddell Hart (1895-1970) fue el gran teórico de la estrategia militar del siglo XX, pionero de conceptos que terminaron germinando en la guerra relámpago de la Alemania nazi e interlocutor privilegiado de los mejores generales alemanes capturados por los aliados occidentales en 1945.

Esta Historia de la Segunda Guerra Mundial, su obra póstuma, es un hito en la bibliografía sobre la materia que nunca ha tenido una edición adecuada en español. Ahora, por fin, más de medio siglo después de su edición original en inglés, recupera todo el esplendor propio de un clásico indiscutible, con una nueva traducción, unos mapas redibujados para la ocasión y unos índices que permiten acercar la lupa a todos los escenarios.

La obra de Liddell Hart aborda, casi exclusivamente, la vertiente militar de la guerra, pero lo hace con el pulso narrativo que le caracterizó e hizo célebre en obras como Estrategia (también en Arzalia Ediciones).

De las playas de Dunquerque a los arrabales de Stalingrado; de las arenas del desierto del norte de África a las junglas de Nueva Guinea; de las frías aguas del Atlántico norte a los cielos de Inglaterra y, por supuesto, hasta el corazón del Berlín nazi doblegado por el Ejército Rojo. Todos los escenarios de esa tragedia comparecen aquí. Una obra imprescindible que cualquier interesado en la Segunda Guerra Mundial debería tener en su biblioteca.

HISTORIA DE LA SEGUNDAGUERRA MUNDIAL

Sir Basil Liddell Hart

HISTORIA DE LA SEGUNDAGUERRA MUNDIAL

Prólogo y traducción deRICARDO ARTOLA

El editor hace constar que, tras una búsqueda diligente, ha sido imposible localizar al titular o herederos del autor de la imagen de la cubierta de esta obra, por lo que manifiesta su reserva de derechos.

Historia de la Segunda Guerra Mundial

Título original: The History of the Second World War

© The Executors of Lady Liddell Hart, deceased, 1970

© Del prólogo y la traducción: Ricardo Artola

© 2022, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

Mapas: © Ricardo Sánchez

ISBN: 978-84-19018-23-6

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Prólogo a la edición española

Prólogo de lady Liddell Hart

PRIMERA PARTE: PRELUDIO

1. Cómo se llegó a la guerra

2. Fuerzas en conflicto en el momento del estallido

SEGUNDA PARTE: EL ESTALLIDO (1939-1940)

3. La invasión de Polonia

4. La falsa guerra

5. La guerra en Finlandia

TERCERA PARTE: EL ALUVIÓN (1940)

6. La invasión de Noruega

7. La invasión del oeste

8. La batalla de Inglaterra

9. Contraataque desde Egipto

10. La conquista del África oriental italiana

CUARTA PARTE: LA PROPAGACIÓN (1941)

11. La invasión de los Balcanes y Creta

12. Hitler se vuelve contra Rusia

13. La invasión de Rusia

14. La entrada de Rommel en África

15. Crusader

16. Recrudecimiento en el Lejano Oriente

17. La oleada de conquistas japonesas

QUINTA PARTE: EL CAMBIO (1942)

18. Cambia la tendencia en Rusia

19. La marea alta de Rommel

20. Cambia la tendencia en África

21. Torch. La nueva marea desde el Atlántico

22. La carrera por Túnez

23. Cambia la tendencia en el Pacífico

24. La batalla del Atlántico

SEXTA PARTE: EL REFLUJO (1943)

25. La limpieza de África

26. El regreso a Europa por Sicilia

27. La invasión de Italia: capitulación y freno

28. El reflujo alemán en Rusia

29. El reflujo japonés en el Pacífico

SÉPTIMA PARTE: EL REFLUJO TOTAL (1944)

30. La toma de Roma y el segundo control en Italia

31. La liberación de Francia

32. La liberación de Rusia

33. El clímax de los bombardeos.La ofensiva aérea estratégica contra Alemania

34. La liberación del sudoeste del Pacífico y de Birmania

35. La contraofensiva de Hitler en las Ardenas

OCTAVA PARTE: APOTEOSIS (1945)

36. El barrido del Vístula al Óder

37. El derrumbe del dominio de Italia por Hitler

38. El derrumbe de Alemania

39. El derrumbe de Japón

NOVENA PARTE: EPÍLOGO

40. Epílogo

Libros mencionados en el texto

Otras obras del capitán Sir Basil Liddell Hart

Índice de mapas

Las posibilidades que ofrecen la mayor parte de los lectores electrónicos actuales no permiten un visionado adecuado de los numerosos e imprescindibles mapas de esta obra. Aunque se mantienen en esta versión electrónica, adicionalmente el editor ofrece su consulta en un formato parecido al del papel, para aquellos lectores interesados en profundizar en la cartografía. Pueden acudir a www.arzalia.com y buscar la información en la ficha del libro

Europa al empezar la guerra

El avance acorazado en Polonia

La guerra finlandesa

La invasión de Noruega

La caída de Francia, 1940

La batalla de Inglaterra

El desierto occidental

La captura de Sidi Barrani

El salto a El Agheila

Batalla de Beda Fomm

La caída del imperio italiano de África oriental

La invasión de los Balcanes

Barbarroja: el plan de invasión de Hitler

La ofensiva inicial en Rusia

El Pacífico: 8 de diciembre de 1941

El ataque a Pearl Harbor

La invasión de Hong Kong

La invasión de Filipinas

La invasión de Malasia y Singapur

La invasión de Birmania

Rusia: diciembre de 1941-abril de 1942

Los planes de Hitler: primavera de 1942

El avance alemán hacia Stalingrado

Cambio de tendencia en Rusia

El noroeste de África

Primera batalla de El Alamein

Batalla de Alam Halfa

Segunda batalla de El Alamein

La batalla de Midway

Cambio de tendencia en el Pacífico

La batalla del Atlántico

El intento de Rommel de flanquear el 1.er Ejército

El 8.º Ejército flanquea la línea Mareth

La fase final en el norte de África

El regreso a Europa

Los desembarcos en el sur de Italia

La cabeza de puente de Salerno

Del Cáucaso a Kiev

El saliente de Kursk

Operaciones en el norte de Birmania

El lento avance a través de Italia

La cabeza de puente de Anzio

La brecha de Argenta

El desembarco de Normandía

De Caen al Rin

La liberación de Rusia

La liberación del suroeste del Pacífico

La invasión estadounidense de la isla de Leyte

De Imfal a Rangún

La batalla de las Ardenas

Del Vístula al Óder

El encuentro de los aliados

La Europa de posguerra

Prólogo a la edición española

Sir Basil Liddell Hart (1895-1970) fue el Sun-Tzu o el Clausewitz del siglo XX. A pesar de su gran aportación al «arte» de la estrategia militar contemporánea, no goza, ni remotamente, del prestigio y la popularidad de sus dos predecesores. Pero los iniciados en la materia no solo saben de su existencia, sino que lo sitúan en un altar simbólico de los grandes analistas del pensamiento militar. Es conocida la anécdota de los militares israelíes que encontraron la versión en árabe de Estrategia en una posición abandonada por sus enemigos durante la guerra de los Seis Días. Ambos bandos lo leían con fruición.

Tras combatir en la Primera Guerra Mundial y sufrir heridas que le impidieron continuar su carrera en el Ejército, dedicó el resto de su vida a estudiar los actos de los grandes militares de la historia, desde Escipión el Africano hasta Rommel, a quien admiraba sin empacho. Fruto de tales estudios fue la publicación en vida de un puñado de libros que han quedado como piedras miliares de la materia. Quizá la más destacada, junto con la que aquí presentamos, sea su obra Estrategia. El estudio clásico sobre la estrategia militar, rescatada con gran éxito por Arzalia Ediciones en 2019, después de una triste trayectoria anterior en español. Ese título es el resultado convincente de aplicar a la historia de la guerra la extraordinaria contribución de Liddell Hart a la teoría militar, la superioridad de la «aproximación indirecta».

Esta Historia de la Segunda Guerra Mundial, quizá el mayor empeño intelectual del autor, se publicó un año después de su muerte y es inevitable sentir melancolía ante la «frustración» de Liddell Hart por no ver en vida la culminación de su obra.

En primer lugar, cabe preguntarse ¿por qué recuperar un texto con más de medio siglo de antigüedad sobre una materia de la que tanto se escribe cada año? Obviamente por su condición de clásico, que hace que las «arrugas» causadas por el paso del tiempo queden compensadas con creces por las virtudes que lo adornan. Además, porque Liddell Hart tenía contactos privilegiados con miembros destacados de la milicia británica de los años cuarenta, que le consultaban, y sobre los que, sin duda, influyó (por desgracia para Gran Bretaña, no lo suficiente), e incluso llegó a cartearse con el mismísimo Churchill. Adicionalmente, recibió el encargo de entrevistarse de manera oficial y en profundidad con muchos de los generales alemanes que habían sobrevivido a la guerra y a los que nuestro autor admiraba y conocía. Estamos, pues, ante un tratadista militar que se reúne con prisioneros enemigos de su país para dialogar y extraer conclusiones de forma conjunta.

Liddell Hart es un observador privilegiado de la Segunda Guerra Mundial, que no solo se sirve de fuentes primarias y secundarias de la contienda, sino que también, en una mínima medida, participa en ella.

Otro elemento fundamental de la vigencia de esta obra es el modo en que su autor sabe ordenar y jerarquizar los temas (decía Miguel Artola que elaborar un índice es la mitad de escribir un libro) y, por supuesto, relatar las operaciones militares de manera profunda pero inteligible, incluso para un profano. Hay emoción en el relato de Liddell Hart cuando nos cuenta cómo Rommel, con medios precarios, logra que los británicos, una y otra vez, le persigan sin éxito por el norte de África o cuando Patton discute con los responsables de la Marina estadounidense por la tibieza de estos ante un desembarco inminente, o hasta cuando nos narra el emocionante acoso y hundimiento del acorazado Bismarck en las aguas del Atlántico norte. También emocionan los actos heroicos como el de la escolta de Rommel que detuvo por sí sola el avance aliado en Túnez durante algún tiempo. Nos olvidamos de que estamos leyendo una historia de guerra y pensamos que hemos cambiado de libro al pasar de página. Nos encontramos frente a un admirador de los generales con carácter y energía, que se arremangan y son ágiles, de los militares que cumplen su misión más allá del deber.

Liddell Hart es muy anterior a la dictadura de lo políticamente correcto, pero no deja de ser exquisito en la expresión de sus críticas: se hallan ahí para el buen entendedor, pero no hace sangre, a pesar de «estar en una guerra». Es pues un autor para lectores inteligentes, sutiles.

Asimismo no es políticamente correcto con la valoración de los diferentes ejércitos. En este sentido destaca en especial la debilidad y falta de resistencia de las unidades italianas allí donde intervinieron. Aunque no se ensaña con ellas, no hace falta ser un experto para intuir su opinión.

Tampoco tengo buenas noticias para la cohorte de rendidos admiradores de Churchill: Liddell Hart le critica (mucho) a propósito de casi todo. Solo le salva su firmeza en los días más oscuros del verano de 1940 y la subsiguiente batalla de Inglaterra.

El carácter ordenado y «militar» del pensamiento «hartiano» se manifiesta en que, al abordar las grandes operaciones de la guerra (invasión del oeste en 1940; operación Barbarroja en 1941, las ofensivas soviéticas de 1944, etc.), nos presenta primero los planes de los invasores, sus objetivos, de modo que, cuando nos narra los hechos, lo acaecido finalmente, podemos contrastarlos con aquellos propósitos iniciales. Y es obvio que los resultados solo pueden medirse en función de las metas alcanzadas. Sin esas introducciones, el relato de la guerra consistiría en una mera sucesión de combates, son ellas las que dan sentido a toda la narración y nos permiten entender qué era factible y qué estaba fuera del alcance de atacantes y defensores.

Otra de sus aportaciones clásicas es la exposición de las fuerzas en presencia, en eso que se llama un «teatro de operaciones». Ello nos permite no solo conocer qué pretendían unos y otros, sino los medios con que contaban para ejecutar sus planes o entorpecer los del enemigo. Como ocurre con «las cinco W» del periodismo, en todo momento sabemos qué, quién, cuándo, dónde y por qué.

Al leer a Liddell Hart también nos damos cuenta de que incluso en dictaduras feroces, jerárquicas y, aparentemente, coronadas por un poder absoluto, existen los equilibrios y las concesiones. Dos ejemplos: Alemania, que debe hacer encaje de bolillos con sus aliados (Italia, Hungría, etc.) en el frente del este o Rommel que tiene que recabar el visto bueno de Roma, además del de Berlín, para sus operaciones en el norte de África.

La historia se construye derribando a los popes del pasado. Algunos historiadores recientes se presentan con «novedosas» tesis sobre la fragilidad alemana, aduciendo que su poderío nunca fue tan claro o que estaban vencidos antes de empezar la guerra. Animo a que lean las opiniones de nuestro autor sobre esos temas; muchas de esas supuestas carencias que ahora salen a la luz ya estaban claramente señaladas por Liddell Hart.

Que nadie se engañe, esta es una historia militar de la guerra, lo que interesa al autor es presentar, jerarquizar y describir las distintas campañas, por lo que, aparte de lo estrictamente bélico, solo profundiza en los recursos económicos, pieza indispensable para la guerra en general, pero inexcusable para la moderna. Por tanto, Liddell Hart no menciona el Holocausto ni las atrocidades de la Wehrmacht en el frente del este, ya que escapa al objeto de su estudio, aunque cuando tiene que adoptar una postura moral, queda patente su categoría humana: critica duramente la decisión de lanzar bombas atómicas sobre Japón y, a pesar de los ríos de tinta vertidos, su postura me parece impecable. También se muestra muy crítico con la salvaje ofensiva de bombardeo aliado contra Alemania, en especial a partir de 1944; otro aspecto en el que se adelantó en décadas a visiones que se han vendido como nuevas en el siglo XXI.

La Segunda Guerra Mundial es infinita e inagotable: ha generado incontables relatos, grandes y pequeños, transcendentales y anecdóticos, desde los ángulos más insospechados —a veces hasta ridículos por su irrelevancia—; sin embargo, prácticamente todo lo que nos cuenta Liddell Hart es relevante, tiene sentido en el conjunto de la obra, y casi renuncia en absoluto al chascarrillo, al que son tan aficionados muchos autores que han escrito sobre la guerra. Sir Basil se la toma en serio y nos respeta como lectores: no nos hace perder el tiempo.

No me atrevería a decir que esta sea la mejor historia de la Segunda Guerra Mundial en el mercado, porque tiene que competir contra cincuenta años de investigación y nuevas síntesis, pero sí diría rotundamente que es la que todo interesado en la mayor guerra de la historia debería tener en un lugar destacado de su biblioteca.

RICARDO ARTOLA

Madrid

Septiembre de 2022

 

 

Nota del editor

Comencemos por reseñar un par de cuestiones sobre la presente traducción. En primer lugar, puede que al lector le resulte extraño el escaso empleo de los términos «Unión Soviética» o «Ejército Rojo» para referirse a ese país y Ejército, y que el adjetivo «soviético» quede relegado por la utilización reiterada de «ruso». Pues bien, sucede que este es el elegido por el autor en el original inglés de la obra y, por lo tanto, como traductor, no puedo ser tan «traidor» como para no respetarlo.

En segundo lugar, indicar que dada la inexistencia de una edición completa de la Historia de la Segunda Guerra Mundial de Winston Churchill en español, he optado por traducir yo mismo las citas de esa obra que incluye Liddell Hart en la suya. También he procedido así con los textos que este reproduce de su propio libro El otro lado de la colina. En ambos casos, al proporcionar la referencia bibliográfica, he mantenido el número de la página en que aparece la cita en la versión original.

En cuanto a la edición, me complace destacar, en mi condición de editor (además de traductor y prologuista) de esta obra, que se ha realizado un esfuerzo muy considerable por actualizar la siempre imprescindible cartografía, de una pasmosa claridad conceptual, pero que había quedado muy anticuada en su presentación gráfica.

Cabe señalar que ni siquiera la última edición británica de esta Historia ha acometido semejante reto.

Quiero agradecer a Ricardo Sánchez la dedicación y el talento volcados en esa empresa.

Cerrando el apartado de los agradecimientos, deseo reconocer muy especialmente toda la ayuda que me ha brindado Fernando Calvo González-Regueral (autor de Arzalia Ediciones y prologuista de Estrategia) en el largo proceso de la publicación de este libro.

Prólogo

De lady Liddell Hart

Cuando Desmond Flower, director de Cassell, me pidió que escribiera un prólogo a la Historia de la Segunda Guerra Mundial de mi marido, muy pronto me di cuenta de que agradecer a todos los que habían ayudado en su preparación hubiera supuesto hacerlo a cientos de personas, desde mariscales a soldados, profesores, estudiantes y amigos, con los que Basil había tenido contacto durante su curiosa y activa vida. En el prólogo de sus memorias escribió: «Las memorias son, en su lado más feliz, un registro de amistades, y en este aspecto he sido muy afortunado». Esta Historia también se ha beneficiado de esas amistades.

Siendo un niño pequeño Basil desarrolló un amor por los juegos y las tácticas de los juegos, y reunía registros y recortes de periódico sobre ellos, así como lo hacía sobre los orígenes de la aviación, cuando los pilotos eran sus héroes infantiles. Mantuvo esta costumbre a lo largo de su vida y sus siempre crecientes intereses, de modo que, en el momento de su muerte dejó cientos de miles de recortes, cartas, memorándums, folletos y similares sobre cuestiones que iban de la guerra acorazada a la moda en el vestir. Posteriormente, lo antes posible después de que hubieran tenido lugar, registraba en forma de diario, o lo que llamaba «notas habladas», discusiones que había tenido sobre temas que le interesaban en especial.

Su primer libro después de la guerra fue El otro lado de la colina, el registro de sus conversaciones con una serie de generales alemanes, en aquel momento prisioneros de guerra en Inglaterra. Muchos de ellos habían sido lectores de sus libros anteriores a la guerra y estaban deseando hablar de sus campañas con él. En diciembre de 1963, rememorándolo, escribió «Una nota sobre por qué y cómo escribí ese libro» que explica por qué daba tanto valor a ese tipo de registro:

Al estudiar los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, en los años veinte y treinta, me di cuenta de qué cantidad de historia se había visto perjudicada por el hecho de que no hubiera habido alguien, con mentalidad independiente e histórica, que hiciera las preguntas y fuera capaz de verificar y registrar lo que los jefes militares pensaban realmente en la época —como una forma de revisión respecto a sus recuerdos posteriores—. Y es que resultó muy evidente que los recuerdos de los participantes en acontecimientos dramáticos son apropiados para cambiar o ser distorsionados retrospectivamente y hacerlo cada vez más con el paso de los años. Además, los documentos oficiales a menudo son incapaces de desvelar sus verdaderos puntos de vista e intenciones, e incluso a veces están redactados para ocultarlos.

Así que, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando visitaba a los comandantes aliados, redacté exhaustivas «notas para la historia» de las conversaciones que tuve con ellos, registrando especialmente sus puntos de vista del momento, como un complemento de los registros documentales y como forma de contraste con las memorias e informes escritos posteriormente.

Al final de la guerra se me ofreció una temprana oportunidad de interrogar a los comandantes alemanes, por entonces prisioneros de guerra, y tuve muchas largas conversaciones con ellos sobre las operaciones en las que estuvieron involucrados y sobre cuestiones más amplias. Aunque, naturalmente, esta investigación no podía ser tan contemporánea como una luz sobre lo que habían estado pensando antes de un acontecimiento o decisión específicos, en todo caso tuvo lugar antes de que los recuerdos se volvieran confusos con el paso del tiempo, mientras que sus relatos se podían cotejar con los de otros testigos, así como con los registros documentales.

Los lectores de esta Historia verán en las menciones en las notas a estas conversaciones hasta qué punto han aguantado la prueba del «paso del tiempo»… y del continuo cotejo de Basil a lo largo de los años.

A principios de 1946 los coroneles-comandantes* del Royal Tank Regiment pidieron a Basil que escribiera una historia del regimiento y sus predecesores, abarcando las dos guerras mundiales y el período de entreguerras. Fue una inmensa tarea que le llevó muchos años y el libro no fue publicado por Cassell hasta 1958. Sin embargo, la investigación necesaria para The Tanks fue de gran ayuda cuando Basil llevó a cabo la escritura de esta Historia, ya que había llegado a conocer personalmente a muchos de los jóvenes comandantes que habían combatido en ambos bandos, al tiempo que había tenido muchas largas conversaciones con viejos y valiosos amigos como el mariscal Montgomery, el mariscal Alexander y el mariscal Auchinleck, así como con sus «tanquistas» y muchos de los generales alemanes «al otro lado de la colina».

Después de la guerra de independencia de 1946, oficiales israelíes de todas las graduaciones vinieron a ver a Basil, para consultarle sobre cuestiones de formación de su Ejército. Entre ellos estaba Yigal Allon, que se convirtió en un estrecho amigo. Fue Yigal quien dedicó su fotografía en la biblioteca de la States House con las muy citadas palabras: «Para el capitán que enseña a generales». En 1961 invitaron a Basil a visitar Israel y a dar unas clases a las fuerzas armadas y en la universidad. Los israelíes rindieron muchos homenajes a las enseñanzas de Basil, quien a menudo dijo, con cierto remordimiento, que en lugar de sus compatriotas, los alemanes y los israelíes eran sus «mejores pupilos».

En 1951 la mujer de Rommel le pidió que editara los papeles de su marido. Aceptó y se desarrolló una cálida relación entre nosotros y la viuda de Rommel, su hijo Manfred y el general Bayerlein, que había sido jefe de Estado Mayor de Rommel; y también con Mark Bonham Carter, de Collins, que era el muy capaz editor de esa casa.

En 1952 Basil dio clases en las escuelas de guerra de Canadá y Estados Unidos. Fueron meses agotadores pero gratificantes y pudo encontrarse con amigos de la época de la guerra de ambos países y hacer otros nuevos. Entre los honores que recibió y que más placer le proporcionaron estuvo su pertenencia honorífica al Cuerpo de Marines de los Estados Unidos y hasta su muerte llevó el alfiler de corbata de oro que le regalaron en aquella ocasión.

En 1965 le ofrecieron ser profesor invitado de Historia en la Universidad de California en Davis: así, a la edad de setenta años, se convirtió en profesor y dio clases sobre las dos guerras mundiales. Fue una experiencia estimulante que disfrutó plenamente. Desgraciadamente nuestra estancia tuvo que acortarse varios meses, ya que tuvo que regresar a Inglaterra para someterse a una importante operación. En el momento de su muerte estaba ansioso —en contra del consejo de su médico— por regresar a Estados Unidos, en abril de 1970, invitado por la Escuela Naval de Guerra para dar una serie de clases sobre estrategia.

Viajar era una parte esencial de la vida de Basil y aceptaba muchas invitaciones para visitar países europeos y dar clases en escuelas de oficiales. Era un brillante lector de mapas y sus vívidos relatos de las batallas de Sherman durante la guerra civil estadounidense habían sido escritos con ayuda de un estudio intensivo de mapas a gran escala, mucho antes de visitar los campos de batalla de los estados del sur. Después de la última guerra* hacíamos visitas a Europa Occidental casi cada año para estudiar campos de batalla y playas de desembarco, visitar a viejos amigos y, con un mapa en la mano, comprobar datos para su Historia. Le encantaban los campos bonitos, las catedrales y la buena comida, de modo que para nuestros viajes la Guía Michelin, los mapas de batallas y las guías turísticas iban juntos en nuestro coche. Y me dictaba cuidadosas notas diarias sobre el terreno, la comida y la arquitectura religiosa para completar posteriormente los siempre crecientes registros que había en casa.

Basil había sido crítico con los historiadores oficiales de la Primera Guerra Mundial, diciendo que a veces el término «oficial» anulaba el término «historia». Sin embargo, tenía una gran opinión de la mayoría de los que escribieron sobre la Segunda Guerra Mundial y sus archivos están llenos de correspondencia con muchos de ellos en Inglaterra, la Commonwealth y Estados Unidos. La amistad con los historiadores —especialmente con los más jóvenes— y los estudiantes de todo el mundo enriqueció su vida y dedicó mucho tiempo a leer y criticar borradores de sus tesis y libros, en menoscabo de su propio trabajo, pero con infinito placer. Como escribió Ronald Lewin, uno de ellos, «… solo elogiaba allí donde, en su opinión, era obligado hacerlo, y te echaba la bronca si consideraba que estabas equivocado en los datos o en las opiniones». Los jóvenes eruditos, académicos, autores, periodistas —y los viejos— venían a trabajar a la biblioteca y a examinar los libros y papeles que estaban disponibles para todos ellos. Los «tutoriales» podían producirse en cualquier momento del día o de la noche, durante las comidas o los paseos por el jardín. Correlli Barnet, el general André Beaufre, el coronel Henri Bernard, Brian Bond, Alan Clark, el coronel A. Goutard, Alastair Horne, Michael Howard, Robert O’Neill, Peter Paret, Barrie Pitt, W. R. Thompson, Michael Williams, son solo algunos de los más conocidos entre los muchos historiadores contemporáneos que primero acudieron para debatir y trabajar, se convirtieron en corresponsales habituales, y para nuestra gran felicidad regresaban una y otra vez como amigos. Muchos otros, como Jay Luvaas y Don Schurman, quienes con sus familias se convirtieron en nuestros leales amigos, venían de Estados Unidos y Canadá.

Por tanto, esta Historia debe mucho a todas estas personas y a los cientos en aquellas muchas esferas, más allá de la estrategia y los temas de defensa, en las que Basil tenía amplios intereses, cuyos nombres no he ofrecido y que, espero, sabrán perdonarme por ello. Nadie creía más que Basil en que un profesor era «enseñado por sus pupilos», y sus pupilos y amigos estaban entre los más estimulantes que sea posible tener. Al escribir esta Historia Basil tuvo algunos ayudantes muy capaces: Christopher Hart, posteriormente Peter Simkins, Paul Kennedy, que realizó un valioso trabajo sobre la campaña del Pacífico y Peter Bradley, que le ayudó con los capítulos sobre cuestiones aéreas.

Muchas secretarias trabajaron con gran eficacia a lo largo de los años y su interés y paciencia al teclear una y otra vez los sucesivos borradores de la Historia hicieron que la tarea fuera más fácil para Basil. La señorita Myra Thomson (posteriormente Sra. Slater) estuvo con nosotros durante ocho años cuando vivíamos en Wolverton Park. Posteriormente, aquí en la States House, la Sra. Daphne Bosanquet y la Sra. Edna Robinson fueron útiles en cualquier aspecto posible y en las últimas fases de la preparación de la Historia, las Sras. Wendy Smith, Pamela Byrnes y Margaret Haws realizaron un valioso trabajo.

Entre las innumerables personas a las que hay que dar las gracias están los directores y personal de Cassell, los editores de la edición británica de la Historia. Desmond Flower encargó el libro en 1947 y esperó pacientemente hasta que se terminó. También hay que dar las gracias a David Higham, no solo como agente literario de muchos de los libros de Basil, sino por su amistad a lo largo del tiempo.

También quiero agradecer a los directores y personal de Clowes, el impresor, y especialmente a Bill Raine y su taller de Beccles, por su interés en el libro y en la gran calidad de la impresión y por llevar a cabo su trabajo en los plazos previstos a pesar de las muchas dificultades. Me alegra que Clowes imprimiera esta Historia, el último libro de Basil, ya que había sido a ellos a los que había abordado para imprimir uno de los primeros, Science of Infantry Tactics, en 1921.

Los editores y yo estamos agradecidos en especial a las siguientes personas que tan generosamente leyeron varios capítulos o toda la Historia antes o después de la muerte de Basil y le ofrecieron el beneficio de sus críticas: G. R. Atkinson, Brian Bond, Dr. Noble Frankland, vicealmirante sir Peter Gretton, Adrian Liddell Hart, Malcolm Mackintosh, capitán Stephen Roskill, vicealmirante Brian Schofield, teniente coronel Albert Seaton, teniente general sir Kenneth Strong, y Dr. M. J. Williams. Algunos de ellos permitieron generosamente a Basil que citara sus obras, el coronel Seaton incluso antes de que la suya fuera publicada.

También queremos agradecer a Ann Fern y Richard Natkiel sus respectivos trabajos de investigación y dibujo de los mapas; y una vez más gracias a la Srta. Hebe Jerrold, que llevó a cabo un índice de primera categoría a pesar de tener que trabajar bajo mucha presión.

De las muchas personas que ayudaron sé que todos estamos muy en deuda con Kenneth Parker, de Cassell, el editor y amigo de Basil que tuvo que llevar a cabo la pesada tarea de organizar la Historia para su publicación después de la muerte de Basil. Sin él el libro se hubiera retrasado aún más. Basil afirmó, en el prólogo de sus memorias, que «había sido bendecido… con un editor muy estimulante, culto y riguroso con el que había sido un placer trabajar». A esas palabras me gustaría añadir mi especial gratitud por su trabajo en la Historia.

Basil tenía pocos recursos propios, por lo que la investigación de la Historia siempre se frenaba porque tenía que ganarse la vida como periodista y escribiendo otros libros más rápidos de hacer. Durante los años 1965-1967 recibió la ayuda de una beca de la Wolfson Foundation y valoraba el especial interés que el Sr. Leonard Wolfson mostró por la Historia. La ayuda vino de otro lugar en 1961, cuando el King´s College de Londres, cuyo director de Estudios Militares era por entonces Michael Howard, hizo posible la conversión de los establos de la States House en una biblioteca y se construyó un pequeño apartamento en el granero para ser usado por los historiadores invitados. Esto aumentó considerablemente nuestro espacio de trabajo y las comodidades de los académicos. También las autoridades de la agencia tributaria en los tres distritos en que vivimos en aquellos años, con su comprensión de la naturaleza y los problemas del trabajo de Basil hicieron posible que viviéramos y trabajáramos en Inglaterra. Sin esto tendríamos que haber vivido en el extranjero y la Historia, así como gran parte del resto de los escritos y enseñanzas de Basil, se habrían resentido.

A «todos los que ayudaron», nombrados o sin nombrar en este prólogo, me gustaría dedicar este libro.

KATHLEEN LIDDELL HART

States House,Medmenham,Bucks, Inglaterra

Julio de 1970

 

    * Coronel-comandante es un tratamiento militar usado en las fuerzas armadas de algunos países de habla inglesa. No es una graduación efectiva sino honorífica y hace referencia a los antiguos coroneles que alguna vez hayan estado al mando del regimiento de que se trate, ejerciendo una influencia simbólica sobre el coronel en activo en un momento dado (N. del T.).

    * Se refiere a la Segunda Guerra Mundial (N. del T.).

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Cómo se llegó a la guerra

El 1 de abril de 1939 la prensa mundial llevaba la noticia de que el gabinete de Neville Chamberlain, revirtiendo su política de apaciguamiento y desapego, había comprometido a Gran Bretaña a defender Polonia contra cualquier amenaza por parte de Alemania, con el objetivo de asegurar la paz en Europa.

Sin embargo, el primero de septiembre Hitler cruzó la frontera polaca. Dos días después, tras exigir en vano su retirada, Gran Bretaña y Francia entraron en combate. Había comenzado otra guerra europea y evolucionó hacia una Segunda Guerra Mundial.

Los aliados occidentales entraron en la guerra con un doble objetivo. El inmediato era cumplir su promesa de preservar la independencia de Polonia. El objetivo principal era eliminar una amenaza potencial contra ellos mismos, y así garantizar su propia seguridad. El resultado fue que fracasaron en ambos objetivos. No solo no fueron capaces de evitar que Polonia fuera vencida en primera instancia, y dividida entre Alemania y Rusia, sino que, después de seis años de guerra que acabaron con una aparente victoria, se vieron obligados a aceptar el dominio ruso de Polonia, incumpliendo su promesa a los polacos, que habían combatido a su lado.

Al mismo tiempo, todos los esfuerzos que se aplicaron a la destrucción de la Alemania hitleriana dieron como resultado una Europa tan devastada y debilitada en el proceso que su capacidad de resistencia se redujo considerablemente ante una amenaza nueva y mayor. Y Gran Bretaña, al igual que sus vecinos europeos, se volvió una pobre dependiente de los Estados Unidos.

Esta es la dura realidad que subyace a la victoria perseguida con tanta esperanza y lograda tan dolorosamente, después de que el peso tanto de Rusia como de Estados Unidos se colocara en la balanza en contra de Alemania. El resultado desvaneció la persistente ilusión popular de que la «victoria» implicaba la paz. Confirmó la advertencia de la experiencia pasada de que la victoria es un «espejismo en el desierto», el desierto que crea una guerra larga, cuando se lleva a cabo con armas modernas y métodos ilimitados.

Merece la pena evaluar las consecuencias de la guerra antes de ocuparse de sus causas. Una comprensión de lo que trajo la guerra puede despejar el camino para un examen más realista sobre cómo se produjo. Para los objetivos de los juicios de Núremberg hubiera bastado con asumir que el estallido de la guerra, y todas sus extensiones, se debían simplemente a la agresión de Hitler. Pero esta es una explicación demasiado simple y superficial.

Lo último que Hitler quería provocar era otra gran guerra. Su gente, en especial sus generales, temían profundamente tal riesgo: las experiencias de la Primera Guerra Mundial habían marcado sus mentes. Enfatizar los hechos fundamentales no supone blanquear la inherente agresividad de Hitler o la de los alemanes que siguieron su liderazgo con entusiasmo. Pero Hitler, aunque carente de escrúpulos por completo, fue durante mucho tiempo cauto en perseguir sus objetivos. Los jefes militares fueron aún más cautos e inquietos ante cualquier paso que pudiera provocar un conflicto general.

Una buena parte de los archivos alemanes fueron capturados después de la guerra y, desde entonces, han estado disponibles para ser examinados. Revelan un extraordinario grado de agitación y una arraigada desconfianza en la capacidad de Alemania de llevar a cabo una gran guerra.

Cuando, en 1936, Hitler se dispuso a reocupar la zona desmilitarizada de Renania, sus generales se alarmaron por su decisión y las reacciones que podía provocar en los franceses. Como resultado de sus protestas inicialmente solo mandaron unas pocas unidades simbólicas, como «briznas de paja en el viento». Cuando quiso enviar tropas para ayudar a Franco en la guerra civil, volvieron a protestar por los riesgos que suponía, y Hitler estuvo de acuerdo en reducir la ayuda. Pero ignoró sus aprensiones respecto a la marcha sobre Austria en marzo de 1938.

Cuando, poco después, reveló su intención de forzar a Checoslovaquia para lograr la devolución de los Sudetes, el jefe de Estado Mayor, el general Beck, redactó un memorándum en el que razonaba que el programa agresivamente expansionista de Hitler estaba destinado a provocar una catástrofe mundial y la ruina de Alemania. Este documento se leyó en voz alta en una reunión de los principales generales y, con su aprobación mayoritaria, fue enviado a Hitler. Dado que este no mostró ningún signo de cambio de política, su jefe de Estado Mayor dimitió. Hitler aseguró a los otros generales que Francia y Gran Bretaña no lucharían por Checoslovaquia, pero esto los tranquilizó tan poco que planearon una revuelta militar destinada a arrestar a Hitler y los otros líderes nazis para evitar el riesgo de una guerra.

Sin embargo, su plan se vio severamente afectado cuando Chamberlain accedió a las devastadoras exigencias de Hitler sobre Checoslovaquia, y de acuerdo con los franceses, aceptaron mantenerse al margen mientras a ese infeliz país le quitaban tanto su territorio como sus defensas.

Para Chamberlain, los acuerdos de Múnich implicaban «la paz para nuestra época». Para Hitler se traducían en un triunfo adicional y mayor, no solo sobre sus oponentes extranjeros sino sobre sus generales. Después de que sus advertencias hubieran sido tan reiteradamente rebatidas por sus éxitos indiscutidos y sin derramamiento de sangre, naturalmente perdieron confianza e influencia. También naturalmente, el propio Hitler se volvió arrogantemente confiado en una racha de éxitos fáciles. Incluso cuando se dio cuenta de que nuevas aventuras podían significar la guerra, pensó que sería solo pequeña y breve. Sus momentos de duda fueron ahogados por el efecto acumulado de sus éxitos embriagadores.

Si realmente hubiese contemplado una guerra generalizada, que implicara a Gran Bretaña, hubiera hecho todos los esfuerzos para construir una Marina capaz de desafiar el dominio del mar por parte de Gran Bretaña. De hecho, ni siquiera creó una Marina acorde con la limitada magnitud contemplada en el Acuerdo naval Anglo-alemán de 1935. Constantemente aseguraba a sus almirantes que podían descartar cualquier riesgo de guerra con Gran Bretaña. Después de Múnich les dijo que no tenían que contemplar un conflicto con ese país durante, al menos, los siguientes seis años. Incluso en el verano de 1939, en fecha tan tardía como el 2 de agosto, repitió estas garantías, aunque con un convencimiento menguante.

Y entonces ¿cómo ocurrió que se viera implicado en una gran guerra que con tanta inquietud quería evitar? La respuesta no se encontrará solo, ni principalmente, en la agresividad de Hitler, sino también en el estímulo que había recibido durante tanto tiempo de la complaciente actitud de las potencias occidentales, unido a su repentino giro en primavera de 1939. Este cambio fue tan abrupto e inesperado que hizo que la guerra fuera inevitable.

Si hierves agua hasta un punto más allá del peligro, la verdadera responsabilidad de cualquier explosión resultante será tuya. Esta verdad de la física se aplica también a la ciencia política, especialmente a la conducción de las relaciones internacionales.

Desde la llegada de Hitler al poder, en 1933, los Gobiernos británico y francés le habían concedido a ese peligroso autócrata muchísimo más de lo que habían estado dispuestos a conceder a los anteriores Gobiernos democráticos alemanes. En cada oportunidad mostraban una disposición para evitar los problemas y posponer los difíciles, para preservar su comodidad presente a expensas del futuro.

Por otra parte, Hitler analizaba sus problemas de manera totalmente lógica. El curso de su política estaba guiado por las ideas formuladas en un «testamento» que expuso en noviembre de 1937, una versión del cual se ha preservado en el llamado Memorándum Hossbach. Se basaba en la creencia de la necesidad vital para Alemania de más lebensraum —espacio vital— para su población en crecimiento si se quería mantener sus niveles de vida. Según su punto de vista Alemania no podía esperar volverse autosuficiente, especialmente en suministro de alimentos. Tampoco podía obtener lo que necesitaba comprándolo en el extranjero, ya que eso habría significado gastar más divisas de las que podía permitirse. Las perspectivas de lograr un porcentaje mayor del comercio y la industria mundiales eran muy limitadas, debido a las barreras arancelarias y a la severidad financiera. Además, el método del suministro indirecto la haría depender de naciones extranjeras y susceptible de hambruna en caso de guerra.

Su conclusión era que Alemania debía obtener más «espacio útil agrícola» en las áreas escasamente pobladas del este de Europa. Era inútil esperar que se le fuera a conceder esto de grado. «En todo momento —Imperio romano, Imperio británico— la historia ha demostrado que cualquier expansión territorial solo se puede llevar a cabo quebrando la resistencia y asumiendo riesgos… Ni en tiempos antiguos ni ahora el espacio ha carecido de dueño». Había que resolver el problema antes de 1945, como muy tarde, «después de eso solo podemos esperar un cambio para peor». Las posibles salidas serían bloqueadas, mientras que una crisis alimentaria sería inminente.

Mientras que estas ideas iban mucho más allá que el deseo inicial de Hitler de recuperar los territorios que Alemania había perdido tras la Primera Guerra Mundial, no es cierto que los estadistas occidentales no fueran conscientes de ellas como posteriormente pretendieron. En 1937-1938 muchos de ellos eran francamente realistas en discusiones privadas, aunque no en el ámbito público ni en muchas discusiones en los círculos gubernamentales británicos, para permitir a Alemania que se expandiera hacia el este y, de ese modo, desviar el peligro del oeste. Mostraron mucha simpatía con los deseos de lebensraum de Hitler y se lo hicieron saber. Pero eludieron meditar a fondo sobre el problema de cómo los propietarios podían ser inducidos a ceder excepto si era mediante amenaza de una fuerza superior.

Los documentos alemanes revelan que Hitler obtuvo especial estímulo de la visita de lord Halifax en noviembre de 1937. Por entonces Halifax era lord presidente del Consejo, el segundo en el gabinete, tras el primer ministro. Según el registro documental de la entrevista, le hizo entender a Hitler que Gran Bretaña le concedería mano libre en el este de Europa. Puede que Halifax no quisiera decir eso, pero fue la impresión que le transmitió y resultó de vital importancia.

Entonces, en febrero de 1938, Anthony Eden fue llevado a dimitir como ministro de Exteriores después de reiterados desacuerdos con Chamberlain, quien, en respuesta a una de sus protestas le había dicho que «se fuera a casa y se tomara una aspirina». Halifax fue nombrado para sucederle al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Pocos días después el embajador británico en Berlín, sir Nevile Henderson, llamó a Hitler para tener una conversación confidencial, como continuación de la que había tenido con Halifax en noviembre, y le expresó que el Gobierno británico sentía mucha simpatía por los deseos de Hitler de «cambios en Europa» en beneficio de Alemania: «el actual Gobierno británico tiene un agudo sentido de la realidad».

Como muestran los documentos, estos acontecimientos precipitaron las acciones de Hitler. Pensó que el semáforo había cambiado a verde, permitiéndole dirigirse al este. Era una conclusión muy natural.

Adicionalmente Hitler fue animado por la manera acomodaticia en que los Gobiernos británico y francés aceptaron su entrada en Austria y la incorporación de ese país al Reich alemán. (El único obstáculo en ese golpe fácil fue la manera en que muchos de sus tanques se estropearon camino de Viena). Y recibió aún más estímulos cuando se enteró de que Chamberlain y Halifax habían rechazado las propuestas rusas, después de ese golpe, para deliberar en torno a un plan contra el avance alemán.

Aquí hay que añadir que cuando la amenaza a los checos llegó a su punto crítico en septiembre de 1938, el Gobierno ruso de nuevo manifestó, en público y en privado, su voluntad de unirse a Francia y Gran Bretaña para tomar medidas en defensa de Checoslovaquia. Esta oferta fue ignorada. Es más, Rusia fue ostensiblemente excluida de la conferencia de Múnich en la que se decidió el destino de Checoslovaquia. Este ninguneo tuvo consecuencias funestas al año siguiente.

Después de la manera en que el Gobierno británico parecía haber consentido en su movimiento en el este, a Hitler le sorprendió desagradablemente su fuerte reacción, y la movilización parcial, que se produjo cuando presionó a Checoslovaquia en septiembre. Sin embargo, cuando Chamberlain aceptó sus demandas, y le ayudó activamente a imponer su condiciones a Checoslovaquia, pensó que la momentánea amenaza de resistencia formaba parte de la naturaleza de una operación para salvar las apariencias —enfrentarse a las objeciones de una parte de la opinión pública británica, liderada por Winston Churchill, que se oponía a la política gubernamental de conciliación y concesiones. Y no se sintió menos motivado por la pasividad de los franceses. Tal y como habían abandonado fácilmente a su aliado checo, que había tenido el ejército más eficaz de todas las pequeñas potencias, parecía improbable que fueran a la guerra en defensa de cualquier resto de su antigua cadena de aliados en el este y centro de Europa.

Por consiguiente, Hitler sintió que podía completar sin riesgos la eliminación de Checoslovaquia pronto y después extender su avance hacia el este.

Al principio no pensó en avanzar contra Polonia —aunque esta tuviera la mayor franja de territorio extraída de la Alemania de después de la Primera Guerra Mundial. Polonia, al igual que Hungría, le había ayudado a amenazar la retaguardia de Checoslovaquia, y de ese modo le había inducido a rendirse a sus exigencias. Incidentalmente Polonia había aprovechado la oportunidad de hacerse con un trozo de territorio checo. Hitler se sentía inclinado a aceptar a Polonia como un socio menor por el momento, a condición de que devolviera el puerto alemán de Danzig y garantizase a Alemania una vía libre hacia Prusia Oriental a través del Corredor polaco. Dadas las circunstancias era una exigencia notablemente moderada por parte de Hitler. Sin embargo, en posteriores conversaciones durante ese invierno Hitler descubrió que los polacos no estaban dispuestos a hacer ninguna de esas concesiones e incluso tenían una idea excesiva de su propia fuerza. Aun así, siguió esperando que se dejarían convencer tras nuevas negociaciones. En fecha tan tardía como el 25 de marzo dijo a su comandante en jefe del Ejército que «no quería resolver el problema de Danzig por la fuerza». Pero se produjo un cambio de opinión debido al paso inesperado por parte de los británicos, posterior a una nueva iniciativa suya en otra dirección.

Durante los primeros meses de 1939 los jefes del Gobierno británico se sentían más felices de lo que habían sido durante mucho tiempo. Se dejaron llevar por la creencia de que sus medidas aceleradas de rearme, el programa de rearme estadounidense y las dificultades económicas de Alemania estaban reduciendo el peligro de la situación. El 10 de marzo Chamberlain expresó en privado el punto de vista de que las perspectivas de paz eran mejores que nunca y habló de sus esperanzas de que se organizaría una nueva conferencia de desarme antes de finales de año. Al día siguiente sir Samuel Hoare —predecesor de Eden al frente de Exteriores y en ese momento ministro del Interior— sugirió esperanzado en un discurso que el mundo estaba entrando «en una edad dorada». Los ministros aseguraban a los amigos y a los críticos que los apuros económicos de Alemania le hacían imposible ir a la guerra y que estaba obligada a aceptar las condiciones del Gobierno británico a cambio de la ayuda que se le ofrecía en forma de un tratado comercial. Dos ministros, Oliver Stanley y Robert Hudson iban a desplazarse a Berlín para organizarlo.

Esa misma semana Punch1 salió a la luz con una viñeta que mostraba a John Bull2 despertándose con alivio de una pesadilla, mientras el reciente «temor a la guerra» salía volando por la ventana. Nunca hubo tal hechizo de absurdas ilusiones optimistas como aquel durante la semana que condujo a los «idus de marzo» de 1939.

Mientras tanto los nazis habían estado fomentando los movimientos separatistas en Checoslovaquia con intención de producir una ruptura desde el interior. El 12 de marzo los eslovacos declararon la independencia después de que su líder, el padre Tiso, visitara a Hitler en Berlín. De forma aún más ciega, el ministro de Exteriores polaco, el coronel Beck, expresó públicamente su simpatía total por los eslovacos. El día 15 las tropas alemanas entraron en Praga después de que el presidente checo cediera ante la exigencia de Hitler de establecer un «protectorado» sobre Bohemia y, por tanto, ocupara el país.

Durante el otoño anterior, cuando se había producido el acuerdo de Múnich, el Gobierno británico se había comprometido a defender Checoslovaquia de las agresiones. Sin embargo, Chamberlain dijo en la cámara de los comunes que consideraba que la ruptura de Checoslovaquia había anulado la promesa y que no se sentía obligado por ese compromiso. Aunque se lamentaba por lo ocurrido, transmitió a la Cámara que no veía razón por la que tuviera que «desviar» la política británica.

No obstante, a los pocos días, Chamberlain dio un giro completo de 180 grados tan súbito y transcendental que asombró al mundo. Alcanzó una decisión para bloquear cualquier movimiento posterior de Hitler y el 29 de marzo hizo una oferta a Polonia para apoyarla contra «cualquier acción que amenace la independencia polaca y que el Gobierno polaco, en consecuencia, considere que es vital resistir».

Es imposible calibrar cuál fue la influencia predominante de este impulso: la presión de la indignación pública, su propia indignación, su ira por haber sido engañado por Hitler o su humillación al haber sido ridiculizado a ojos de sus compatriotas.

La mayoría de los que, en Gran Bretaña, habían apoyado y aplaudido su política previa de apaciguamiento tuvieron una parecida reacción violenta, agudizada por los reproches de la «otra mitad» que no había confiado en esa política. La ruptura se selló, y la nación se reconcilió, mediante un aumento generalizado de la exasperación.

Los términos incondicionales de la garantía colocaban el destino de Gran Bretaña en manos de los gobernantes polacos, hombres de juicio muy dudoso e inestable. Además, la garantía era imposible de cumplir excepto mediante la ayuda de Rusia, aunque no se habían dado pasos preliminares para averiguar si Rusia proporcionaría, o Polonia aceptaría, tal ayuda.

Cuando se pidió al Consejo de Ministros que aprobara la garantía ni siquiera se le había mostrado el informe real del Comité de Estado Mayor que hubiera dejado claro hasta qué punto era imposible, en un sentido práctico, proporcionar una protección efectiva a Polonia.3

Sin embargo, es dudoso que esto hubiera supuesto una diferencia ante el estado de ánimo predominante.

Cuando se habló de la garantía en el Parlamento fue bienvenida por todos los bandos. Lloyd George fue una voz solitaria cuando advirtió en la Cámara que era una locura suicida asumir un compromiso tan amplio sin asegurarse primero el respaldo de Rusia. La garantía polaca era el camino más seguro para provocar un estallido precoz y una guerra mundial. Combinaba la máxima tentación con una provocación evidente. Incitó a Hitler a demostrar la futilidad de tal garantía hacia un país fuera del alcance de Occidente, mientras que hacía que los testarudos polacos estuvieran menos inclinados a considerar cualquier concesión hacia él y, al mismo tiempo, haciendo imposible para Hitler retroceder sin quedar mal.

¿Por qué aceptaron los gobernantes polacos una oferta tan fatídica? En parte porque tenían una idea absurdamente exagerada del poder de sus anticuadas fuerzas armadas (hablaban arrogantemente de «un paseo de la caballería hasta Berlín»). En parte por factores personales: el coronel Beck, poco después, dijo que había tomado la decisión de aceptar la oferta británica entre «dos sacudidas de ceniza» del cigarrillo que estaba fumando. Continuó explicando que en su encuentro con Hitler en enero le había resultado difícil aceptar su comentario sobre que Danzig «debía» ser devuelto y que cuando le comunicaron la oferta británica la vio, y la tomó, como una oportunidad de abofetear a Hitler en la cara. Este impulso era típico de los modos en que a menudo se decide el destino de los pueblos.

Ahora, la única oportunidad de evitar la guerra estaba en asegurar el apoyo de Rusia, la única potencia que podía proporcionar apoyo directo a Polonia y, por tanto, servir de freno ante Hitler. Sin embargo, a pesar de la urgencia de la situación, los pasos del Gobierno británico fueron lentos y poco entusiastas. A Chamberlain le producía un profundo desagrado la Rusia soviética y Halifax tenía una intensa antipatía religiosa, mientras que ambos infravaloraban su fuerza tanto como sobrevaloraban la de Polonia. Si ahora reconocían lo deseable de un acuerdo defensivo con Rusia, querían que se produjera en sus propios términos, y no fueron capaces de darse cuenta de que, al precipitarse con la garantía a Polonia, se habían puesto a sí mismos en una posición en que tendrían que solicitarla siguiendo los términos de Rusia, tal y como era obvio para Stalin, aunque no para ellos.

Más allá de sus propias dudas estaban las objeciones del Gobierno polaco, y de las otras pequeñas potencias del este de Europa, a aceptar apoyo militar de Rusia, ya que temían que el refuerzo de sus ejércitos equivaldría a una invasión. Así, el ritmo de las negociaciones anglo-rusas se volvió tan lento como una marcha fúnebre.

La respuesta de Hitler a la nueva situación fue muy diferente. La violenta reacción británica y las medidas de rearmamento le impactaron, pero el efecto fue el opuesto del pretendido. Al considerar que los británicos se estaban oponiendo a la expansión alemana hacia el este, y temeroso de ser bloqueado si se retrasaba, llegó a la conclusión de que debía acelerar sus pasos hacia el lebensraum. ¿Pero cómo conseguirlo sin provocar una guerra generalizada? Su solución estaba influida por su imagen de los británicos a la luz de la historia. Al considerarlos racionales y de cabeza fría, con sus emociones controladas por su mente, pensó que no soñarían con entrar en guerra del lado de Polonia a menos que pudieran obtener el apoyo de Rusia. Así, tragándose su odio y miedo hacia el «bolchevismo», centró sus esfuerzos y energías en conciliarse con Rusia y asegurarse su abstención. Era un giro total aún más sorprendente que el de Chamberlain, e igual de fatídico en sus consecuencias.

El cortejo de Hitler a Rusia se vio facilitado por el hecho de que Stalin ya estaba buscando en Occidente un nuevo enfoque. El resentimiento natural de los rusos por la manera en que habían sido ninguneados por Chamberlain y Halifax en 1938 aumentó cuando, tras la entrada de Hitler en Praga, su nueva propuesta para una alianza defensiva conjunta tuvo una tibia recepción, mientras que el Gobierno británico se apresuró para alcanzar un acuerdo independiente con Polonia. Nada podía superarlo para sembrar las dudas y realzar las sospechas.

El 3 de mayo el anuncio de que Litvinov, comisario de Exteriores soviético, había sido «liberado» de su puesto fue una advertencia inconfundible excepto para los ciegos. Durante mucho tiempo había sido el principal defensor de la cooperación con las potencias occidentales en oposición a la Alemania nazi. Para ocupar su cargo se nombró a Molotov, del que se decía que prefería tratar con dictadores que con democracias liberales.

Los movimientos tentativos hacia la entente nazi-soviética comenzaron en abril, pero fueron gestionadas por ambas partes con cautela extrema, ya que la desconfianza mutua era profunda y cada bando sospechaba que el otro podría estar simplemente tratando de dificultarle alcanzar un acuerdo con las potencias occidentales. Pero los lentos avances de las negociaciones anglo-rusas animaron a los alemanes a aprovechar la oportunidad, acelerar el ritmo y defender su causa. Sin embargo, Molotov evitó comprometerse hasta mediados de agosto. Entonces se produjo un cambio decisivo. Puede que fuera provocado por la disposición de los alemanes, en contraste con las dudas y reservas británicas, a conceder a Stalin condiciones precisas, especialmente mano libre con los Estados bálticos. También podía estar relacionado con el hecho obvio de que Hitler no se podía permitir posponer las acciones en Polonia más allá de principios de septiembre, a riesgo de que el mal tiempo le dejara empantanado. De modo que posponer el acuerdo germano-soviético hasta finales de agosto aseguraba que no habría tiempo para que Hitler y las potencias occidentales alcanzaran otro «acuerdo de Múnich», que hubiera supuesto un peligro para Rusia.

El 23 de agosto Ribbentrop voló a Moscú y se firmó el pacto. Estuvo acompañado por un acuerdo secreto por el que Polonia sería repartida entre Alemania y Rusia.

Este pacto hizo que la guerra fuera inevitable, más aún por lo tardío de las fechas. Hitler no podía retroceder en la cuestión polaca sin una grave pérdida de prestigio en Moscú. Además, su convencimiento de que el Gobierno británico no se aventuraría en una lucha obviamente inútil para preservar Polonia, y realmente no quería involucrar a Rusia, se vio alimentado recientemente por la manera en que Chamberlain, a finales de julio, había iniciado negociaciones privadas con él a través de su leal amigo sir Horace Wilson, para concluir un Pacto Germano-Británico.

Sin embargo, al alcanzarse tan tarde el Pacto Germano-Soviético, no tuvo el efecto sobre los británicos que había previsto Hitler. Al contrario, provocó el espíritu «bulldog», de ciega determinación sin tener en cuenta las consecuencias. Con ese estado de ánimo Chamberlain no podía mantenerse al margen sin una pérdida de prestigio y el incumplimiento de una promesa.

Stalin era muy consciente de que las potencias occidentales habían estado dispuestas durante mucho tiempo a dejar que Hitler se expandiera hacia el este, en dirección a Rusia. Es probable que viera el Pacto Germano-Soviético como una estrategia conveniente por la cual podía desviar el dinamismo agresivo de Hitler en la dirección opuesta. En otras palabras, mediante este hábil paso a un lado, dejaría que sus oponentes inmediatos y potenciales chocaran entre sí. Como mínimo, esto produciría una disminución de la amenaza sobre la Unión Soviética y también podría dar como resultado un desgaste ajeno que aseguraría el ascendiente de Rusia durante la posguerra.

El pacto representaba eliminar a Polonia como amortiguador entre Alemania y Rusia, aunque los rusos siempre habían pensado que era más probable que los polacos sirvieran de punta de lanza de una invasión alemana de Rusia que de barricada en su contra. Al colaborar con la conquista de Polonia por parte de Hitler, y de dividir el país, no solo estaban tomando un camino fácil para recuperar sus territorios de antes de 1914, sino que podían convertir el este de Polonia en una barrera que, aunque más estrecha, sería defendida por sus propias fuerzas. Eso parecía una contención más fiable que una Polonia independiente. El pacto también allanaba el camino para la ocupación rusa de las repúblicas bálticas y de Besarabia, como una extensión más amplia de la barrera.

En 1941, tras la entrada de Hitler en Rusia, el paso a un lado de Stalin en 1939 parecía un movimiento fatalmente corto de miras. Es probable que Stalin sobreestimara la capacidad de resistencia de los países occidentales y, de ese modo, desgastara el poder alemán. También es probable que sobreestimara el poder de resistencia inicial de sus propias fuerzas. Con todo, evaluando la situación europea en años posteriores, no parece tan seguro como en 1941 que ese paso a un lado perjudicara a la Unión Soviética.

Por otra parte, para Occidente causó daños inconmensurables. La principal culpa de esto la tienen los responsables de las sucesivas políticas de postergación y precipitación frente a una circunstancia visiblemente explosiva.

Al ocuparse de la entrada en guerra de Gran Bretaña —después de describir cómo permitió que Alemania se rearmara y posteriormente engullera Austria y Checoslovaquia, mientras que desdeñaba las propuestas de Rusia para una acción común— Churchill dijo: