La señora Dalloway - Virginia Woolf - E-Book

La señora Dalloway E-Book

Virginia Woolf

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Publicada originalmente en 1925, La señora Dalloway es la cuarta novela de Virginia Woolf, en ella nos relata un día en la vida de Clarissa, dama de alta alcurnia londinense. Considerada como una obra maestra por la crítica pues en ella se aprecia la magnífica pluma de Woolf, que le imprime una belleza original y relata casi fotográficamente la vida en el Londres después de la Primera Guerra Mundial. Esperamos, querido lector, que disfrute una de las joyas de la literatura universal.

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La señora Dalloway

La señora Dalloway (1925)Virginia Woolf

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Agosto 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Portada

Página Legal

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La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores.

Sí, ya que Lucy le había ayudado a reducir su trabajo. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana, cual regalada a unos niños en la playa.

¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. Qué fresco, qué tranquilo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana, como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: ¿Meditando entre vegetales? —¿fue eso?—, prefiero los hombres a las coliflores —¿fue eso? Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella había salido a la terraza— Peter Walsh. Regresaría de la India cualquiera de estos días, en junio o julio, lo había olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su navaja, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se habían desvanecido totalmente —¡qué extraño era!—, unas cuantas frases como ésta referente a las verduras.

Se detuvo un poco en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (quien la conocía como se conoce a la gente que vive en la casa contigua en Westminster); algo de pájaro tenía, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que había ya cumplido los cincuenta, y de que se había quedado muy blanca a raíz de su enfermedad.Y allí estaba, como posada en una rama, sin ver a Scrope Purvis, esperando el momento de cruzar, muy erguida.

Después de haber vivido en Westminster —¿cuántos años llevaba ahora allí?, más de veinte—, una siente, incluso en medio del tránsito, o al despertar en la noche, y de ello estaba Clarissa muy cierta, un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa, una suspensión (aunque esto quizá fuera debido a su corazón, afectado, según decían; por la gripe), antes de las campanadas del Big Ben. ¡Ahora! Ahora sonaba solemne. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disolvieron en el aire. Mientras cruzaba Victoria Street, pensó qué tontos somos. Sí, porque sólo Dios sabe por qué la amamos tanto, por que la vemos así, creándose, construyéndose alrededor de una, revolviéndose, renaciendo de nuevo en cada instante; pero las más horrendas arpías, las más miserables mujeres sentadas ante los portales (bebiendo su caída) hacen lo mismo; y tenía la absoluta certeza de que las leyes dictadas por el Parlamento de nada servían ante aquellas mujeres, debido a la misma razón: amaban la vida. En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres-anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los organillos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio.

Sí, porque el mes de junio estaba mediado. La guerra había terminado, salvo para algunos como la señora Foxcroft que anoche, en la embajada, se atormentaba porque aquel guapo muchacho había muerto en la guerra y ahora un primo heredaría la antigua casa solariega; o como Lady Bexborough quien, decían, inauguró un bazar, con el telegrama en la mano, John, su predilecto, había muerto en la guerra: pero había terminado; a Dios gracias, había terminado. Era junio. El rey y la reina estaban en palacio.Y en todas partes, pese a ser aún tan temprano, imperaba un ritmo, un movimiento de ponis al galope, un golpeteo de palos de cricket; Lords, Ascot, Ranelagh y todo lo demás; envueltos en la suave red del aire matutino gris azulado que, a medida que avanzara el día, lo iría liberando, y en sus céspedes ondulados aparecerían los ponis saltarines, cuyas patas con sólo tocar levemente el suelo los impulsaban hacia lo alto, y los muchachos arremolinándose, y las sonrientes chicas con sus vestidos de transparente muselina que, incluso ahora, después de haber bailado durante toda la noche, daban un paseo a sus perros absurdamente lanudos; e incluso ahora, a esta hora, viejas y discretas viudas hacendadas pasaban veloces en sus automóviles, camino de misteriosas diligencias; y los tenderos se asomaban a los escaparates para disponer los diamantes falsos y los auténticos, los viejos y preciosos broches verde-mar con montura del siglo XVIII para tentar a los norteamericanos (pero hay que economizar, y no comprar temerariamente cosas para Elizabeth), y también ella, amándolo cual lo amaba, con una absurda y fiel pasión, ya que antepasados suyos habían sido cortesanos en el tiempo de los Jorges, iba aquella misma noche a iluminar y adornar, iba a dar una fiesta. Pero, cuán extraño fue el silencio al entrar en el parque; la neblina; el murmullo; los felices patos de lento nadar; los panzudos pájaros de torpe andar; ¡y quién se acercaba, dando la espalda a los edificios del gobierno, cual era pertinente, con una cartera de mano en la que destacaba el escudo real, sino el mismísimo Hugh Whitbread!; su viejo amigo Hugh ¡El admirable Hugh!

Excediéndose quizá en el tono, ya que se conocían desde la infancia, Hugh dijo: —Muy buenos días, mi querida Clarissa. ¿A dónde vas?

—Me gusta pasear por Londres —repuso la señora Dalloway. En realidad, es mejor que pasear por el campo.

Ellos habían venido —desgraciadamente— para ir al médico. Otra gente venía para ver cuadros, para ir a la ópera, para presentar a sus hijas, los Whitbread venían para ir al médico. Innumerables veces había visitado Clarissa a Evelyn Whitbread en la clínica. ¿Estaba Evelyn de nuevo enferma? Evelyn estaba algo achacosa, dijo Hugh, dando a entender mediante una especie de erguimiento o hinchazón de su bien cubierto, varonil, extremadamente apuesto y a la perfección forrado cuerpo (siempre iba casi demasiado bien vestido, pero cabía presumir que estaba obligado a ello por su pequeño cargo en la corte), que su esposa padecía cierta afección interna, nada grave, lo cual Clarissa Dalloway, por ser antigua amiga, comprendería a la perfección, sin exigirle explicaciones. Oh, sí, claro, lo comprendió, qué pesadez, y experimentó sentimientos de hermandad, y, al mismo tiempo, tuvo rara conciencia de su sombrero. No era el sombrero adecuado a aquella temprana hora de la mañana, ¿verdad? Sí, ya que Hugh siempre le causaba esta sensación, mientras parloteaba, y se quitaba el sombrero en ademán un tanto ampuloso, y le aseguraba que parecía una muchacha de dieciocho años, y le decía que, desde luego, esta noche iría a su fiesta, por cuanto Evelyn había insistido en que así lo hiciera, aunque llegaría un poco tarde debido a que asistiría a la fiesta en palacio, a la que debía llevar a uno de los hijos de Jim, —le causaba la sensación de ser un poco desaliñada a su lado, un poco colegiala; pero le tenía afecto, en parte por conocerle de toda la vida, y le consideraba buena persona a su manera, a pesar de que Richard no podía soportarlo, y a pesar de Peter Walsh, quien aún no había perdonado a Clarissa que le tuviera simpatía.

Recordaba escena tras escena, en Bourton —Peter furioso; Hugh, desde luego, no estaba a su altura en aspecto alguno, pero no era el perfecto imbécil que Peter creía; no era un puro y simple adoquín. Cuando su anciana madre le pedía que dejara de cazar o que la llevara a Bath, Hugh lo hacía sin rechistar; carecía de egoísmo, y en cuanto a la afirmación, formulada por Peter, de que carecía de corazón, carecía de cerebro y carecía de todo, salvo de los modales y apostura del caballero inglés, bien cabía decir que era una de las peores manifestaciones del carácter de Peter. Peter podía ser intolerable, imposible, pero era adorable para pasear con él en una mañana así.

(Junio había hecho brotar todas las hojas de los árboles. Las madres de Pimlico amamantaban a sus hijos. La Armada transmitía mensajes al Almirantazgo. Arlington Street y Piccadilly parecían dar calor al aire del parque, y alzar las hojas, ardientes y brillantes, en oleadas de aquella divina vitalidad que Clarissa amaba. Y, con entusiasmo, ahora Clarissa hubiera bailado, montado a caballo, lo hubiera adorado todo.)

Pero parecía que ella y Peter llevaran siglos y siglos lejos el uno del otro. Clarissa nunca escribía cartas, y las de Peter eran más secas que un palo. Sin embargo, de repente a Clarissa se le ocurría pensar: ¿qué diría Peter si estuviera conmigo? —ciertos días, ciertas imágenes le devolvían a Peter con paz, sin la antigua amargura; quizás esto fuera la recompensa de haber comenzado a amar a la gente; y regresaron las imágenes de una hermosa mañana en el centro de St. James Park, sí, realmente regresaron—. Pero Peter, por hermosos que fueran los árboles, o el césped o la niña vestida de color de rosa, no veía nada. Si Clarissa se lo pedía, Peter se ponía las gafas; y miraba. Lo que le interesaba era el estado del mundo; Wagner, la poesía de Pope, el carácter de la gente eternamente, y los defectos del alma de Clarissa. ¡Cómo la reñía! ¡Cómo discutían! Clarissa se casaría con un primer ministro y permanecería en pie en lo alto de una escalinata; la perfecta dama de sociedad, la llamó Peter (por esto lloró en su dormitorio), tenía las hechuras de la perfecta dama de sociedad, decía Peter.

Por esto, Clarissa se encontró todavía discutiendo en St. James Park, todavía convenciéndose de que había acertado —como realmente acertó— al no casarse con Peter.Ya que en el matrimonio, entre personas que viven juntas día tras día en la misma casa, debe haber un poco de tolerancia, un poco de independencia; cosas que Richard le concedía, y ella a él. (Por ejemplo, ¿dónde estaba Richard aquella mañana? En la reunión de algún comité, aunque Clarissa nunca se lo preguntaba.) Pero, en el caso de Peter, era preciso compartirlo todo, meterse en todo.Y esto era intolerable, y, cuando se produjo aquella escena, junto a la fuente, en el jardincillo, Clarissa tuvo que romper con él, ya que de lo contrario, y de ello estaba convencida, ambos hubieran quedado aniquilados, destruidos. A pesar de lo cual, Clarissa había llevado durante años, clavado en el corazón, el dardo de la pena y de la angustia: ¡y luego el horror de aquel momento en que alguien le dijo, en un concierto, que Peter se había casado con una mujer a la que había conocido en el barco rumbo a la India! Fue un momento que Clarissa nunca olvidaría. Peter la tachaba de fría, sin corazón y mojigata. Clarissa nunca pudo comprender la intensidad de los sentimientos de Peter. Pero al parecer sí podían aquellas mujeres indias, tontas, lindas, frágiles, insensatas.Y Clarissa hubiera podido ahorrarse su compasión. Porque Peter era perfectamente feliz, según le decía, totalmente feliz, pese a que no había hecho nada de aquello de lo que habían hablado; su vida entera había sido un fracaso. Esto también disgustaba a Clarissa.

Llegó a la salida del parque. Se quedó parada unos instantes, contemplando los autobuses en Piccadilly.

Ahora no diría a nadie en el mundo entero qué era esto o lo otro. Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día.Y conste que no se creía inteligente ni extraordinaria. Ignoraba cómo se las había arreglado para ir viviendo con los escasos conocimientos que Fräulein Daniels le había impartido. No sabía nada; ni idiomas, ni historia; ahora rara vez leía un libro, como no fuera de memorias, en la cama; y sin embargo esto le parecía absorbente; todo esto; los taxis que pasaban; y nunca diría de Peter, ni diría de sí misma, soy esto, soy aquello.

Su único don era conocer a la gente, casi por instinto, pensó, mientras proseguía su camino. Si se la ponía en una habitación con alguien, arqueaba la espalda como un gato, o ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con la cacatúa de porcelana, todas las había visto iluminadas; y recordaba a Sylvia, a Fred, a Sally Seton, —a tanta y tanta gente; y bailar durante toda la noche; y los carros avanzando camino del mercado; y el regreso a casa, en coche, cruzando el parque—. Recordó que una vez arrojó un chelín a las aguas de la Serpentine. Pero todo el mundo recordaba; lo que le gustaba era esto, aquí, ahora, ante ella; la señora gorda dentro del taxi. Caminando hacia Bond Street, se preguntó si acaso importaba que forzosamente tuviera que dejar de existir por entero; todo esto tendría que proseguir sin ella; se sintió molesta. ¿O quizá se transformaba en un consuelo el pensar que la muerte no terminaba nada, sino que, en cierto modo, en las calles de Londres, en el ir y venir de las cosas, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, vivían el uno en el otro, y ella era parte, tenía la certeza, de los árboles de su casa, de la casa misma, a pesar de ser fea y destartalada; parte de la gente a la que no conocía, que formaba como una niebla entre la gente que conocía mejor, que la alzaban hasta dejarla posada en sus ramas, como había visto que los árboles alzan la niebla, y que su vida y ella misma se extendían hasta muy lejos? ¿En qué soñaba, mientras contemplaba el escaparate de Hatchards? ¿Qué pretendía recobrar? Qué imagen de blanco amanecer en el campo, mientras en el libro abierto leía:

No temas más al ardor del solNi a las furiosas rabias invernales

Esta reciente experiencia del mundo había formado en todos, todos los hombres y todas las mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y penas, valor y aguante, una apostura perfectamente erguida y estoica. Bastaba pensar, por ejemplo, en la mujer a quien ella más admiraba, a Lady Bexborough inaugurando el bazar. Allí estaba Jaunts and Jollities de Jorrocks; allí estaba Soapv Sponge y las Memorias de la señora Asquith y Big Gome Shooting in Nigeria; todos abiertos. Había muchos libros, pero ninguno de ellos parecía ser el exactamente adecuado para dárselo a Evelyn Whitbread en la clínica. Nada había que pudiera divertirla y lograr que aquella indescriptible reseca mujercita pareciera, cuando entrara Clarissa, cordial, aunque sólo fuera por un instante, antes de que las dos quedaran dispuestas para la generalmente interminable conversación acerca de femeninas dolencias. Cuánto deseaba que la gente se mostrase complacida en el momento en que ella entraba, pensó Clarissa, y dio media vuelta y volvió atrás hacia Bond Street, enojada, porque le parecía tonto tener otras razones para hacer las cosas. Mucho mejor ser una de esas personas como Richard, quien hacía las cosas por ellas mismas, en tanto que, pensó, esperando el momento de cruzar, la mitad de las veces ella no hacía las cosas simplemente, no las hacía por sí mismas, sino para que la gente pensara esto o lo otro; lo cual le constaba era una perfecta estupidez (y ahora el guardia levantó la mano), ya que nadie se dejaba arrastrar ni siquiera durante un segundo. ¡Oh, si pudiera comenzar a vivir de nuevo!, pensó en el momento de pisar la calzada, ¡hasta tendría un aspecto diferente!

En primer lugar, hubiera sido morena, como Lady Bexborough, de tez bruñida y hermosos ojos. Hubiera sido, lo mismo que Lady Bexborough, lenta y señorial; un tanto corpulenta; una mujer interesada en la política igual que un hombre; con una casa de campo; extremadamente digna y muy sincera. Contrariamente, tenía la figura estrecha como un palillo, y una carita ridícula, picuda cual la de un pájaro. Cierto era que tenía buen porte, y lindas manos y lindos pies, y vestía bien, si se tenía en cuenta lo poco que en ello gastaba. Pero ahora a menudo este cuerpo que llevaba (se detuvo para contemplar un cuadro holandés), este cuerpo, con todas sus facultades, le parecía nada, nada en absoluto.Tenía la rarísima sensación de ser invisible, no vista, desconocida; ya no volvería a casarse, ya no volvería a tener hijos ahora, y sólo le quedaba este pasmoso y un tanto solemne avance con todos los demás por Bond Street, este ser la señora Dalloway, ahora ni siquiera Clarissa, este ser la señora de Richard Dalloway.

Bond Street la fascinaba: Bond Street a primera hora de la mañana, en aquella estación: con las banderas ondeando, con sus tiendas; sin alharacas, sin relumbrón; una pieza de tweed en la tienda en que su padre se hizo los trajes durante cincuenta años; unas cuantas perlas, pocas, un salmón dentro de una barra de hielo.

Esto es todo, dijo mientras miraba la pescadería. Esto es todo, repitió deteniéndose un instante ante el escaparate de una tienda de guantes en la que, antes de la guerra, cabía comprar guantes casi perfectos. Y su viejo tío William solía decir que a las señoras se las conoce por sus zapatos y sus guantes. El tío William, una mañana, en plena guerra, decidió quedarse en cama. Dijo:Ya estoy harto. Guantes y zapatos: ella sentía pasión por los guantes, pero su propia hija, su Elizabeth, se mostraba indiferente, los guantes y los zapatos le importaban un comino.

Un comino, pensó mientras seguía avanzando por Bond Street camino de una tienda en la que le reservaban flores cuando daba una fiesta. En realidad lo que más le importaba a Elizabeth era su perro. Esta mañana la casa entera olía a alquitrán. De todos modos, más valía que a Elizabeth le diera por el pobre Grizzle que por la señorita Kilman; más valían las peleas y el alquitrán y todo lo demás que quedarse sentada en un dormitorio mal aireado con un libro de rezos en las manos. Más valía cualquier cosa, estaba tentada Clarissa a decidir. Pero, como decía Richard, quizá fuera solamente una fase, una de estas fases por las que todas las chicas pasan. Quizá se hubiera enamorado. Pero, ¿por qué de la señorita Kilman?, que, desde luego, había tenido mala suerte, lo cual siempre es preciso tener en cuenta, pero que, como Richard decía, era muy competente y tenía verdadera mentalidad histórica. De todos modos, ahora eran inseparables, y Elizabeth, su propia hija, comulgaba; y cómo vestía, y cómo trataba a los invitados que no le caían bien. Por experiencia, Clarissa sabía que el éxtasis religioso endurece los modales de la gente (igual que las causas); amortigua su sensibilidad, ya que la señorita Kilman era capaz de hacer cualquier cosa en favor de los rusos y se mataba de hambre por los austríacos, pero con su comportamiento privado infligía una verdadera tortura al prójimo, tan insensible era, ataviada con su impermeable verde. Hacía años y años que llevaba aquel impermeable; sudaba; en cuanto entraba en una habitación no pasaban cinco minutos sin que hiciera sentir su superioridad, tu inferioridad; lo pobre que era ella; lo rica que era una; cómo vivía en un cuartucho, sin un almohadón, sin una cama, sin una alfombra, o sin lo que sea, con el alma cubierta por la herrumbre de la ofensa, después de haber sido despedida de la escuela, durante la guerra, ¡pobre criatura, amargada y desdichada! Sí, porque no se la odiaba a ella sino al concepto de ella, y, sin duda alguna, este concepto llevaba incorporadas muchas cosas que no eran de la señorita Kilman; y la señorita Kilman se había convertido en uno de esos espectros con los que se lucha por la noche, uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la mitad de la sangre, dominadores y tiránicos, pero, sin la menor duda, si los dados de la fortuna hubieran caído de otra manera, más favorable a la señorita Kilman, Clarissa la hubiera amado. Pero no en este mundo. No.

Era desesperante, pensaba, llevar este monstruo brutal agitándose en su interior; la irritaba oír el sonido de las ramas quebrándose, y sentir sus cascos hincándose en las profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma. No podía estar en momento alguno totalmente tranquila o totalmente segura, debido a que en cualquier instante el monstruo podía atacarla con su odio que, de manera especial después de su última enfermedad, tenía el poder de provocarle la sensación de ser rasgada, de dolor en la espina dorsal. Le producía dolor físico, y era causa de que todo su placer en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y en convertir su hogar en un sitio delicioso, se balanceara, temblara y se inclinara, como si realmente hubiera un monstruo royendo las raíces, como si la amplia gama de satisfacciones sólo fuera egoísmo. ¡Cuánto odio!

¡Tonterías, tonterías!, se dijo gritándose a sí misma, mientras empujaba la puerta giratoria de la florería Mulberry. Avanzó ligera, alta, muy erguida, para recibir inmediatamente la bienvenida de la señorita Pym, con su cara de capullo y sus manos de rojo vivo, como si las hubiera tenido en agua fría con las flores.

Allí había flores: espuelas de galán, guisantes de olor,

ramos de lilas, y claveles, masas de claveles. Allí había rosas; había flor de lis. Ah, sí, en el jardín terrenal respiraba los dulces olores, mientras, en pie, hablaba con la señorita Pym, que estaba obligada a atenderla, y que la consideraba amable, ya que amable había sido desde hacía años; muy amable, pero este año parecía más vieja, mientras volvía la cabeza a uno y otro lado, entre las flores de lis y las rosas, y las reverencias de los ramos de lilas, entornados los ojos, inhalando, después del rugido de la calle, el delicioso aroma, la exquisita frescura.Y después, al abrir los ojos, qué frescas, como ropa blanca recién lavada y planchada y puesta en cestas de mimbre, le parecieron las rosas; y los oscuros y altaneros claveles rojos, alta la cabeza; y los guisantes de olor desparramándose en los cuencos, con sus matices violeta, blanco nieve, pálidos. Parecía que fuera de noche, y muchachas con vestidos de muselina salieran a coger guisantes de olor y rosas, después del soberbio día de verano, con su cielo casi azul-negro, sus espuelas de galán, sus claveles, sus azucenas; y era el momento, entre las seis y las siete, en que toda flor —las rosas, los claveles, las flores de lis y las lilas— resplandece; blanca, violeta roja, anaranjado profundo; toda flor parece arder, suavemente, con pureza, en la tierra neblinosa; ¡y cuánto le gustaban las grises y blancas mariposas nocturnas, revoloteando, yendo y viniendo, por entre las belloritas de noche!

Y, cuando comenzó a ir, en compañía de la señorita Pym, de jarro en jarro, escogiendo, tonterías, tonterías, se decía a sí misma, más y más dulcemente, como si aquella belleza, aquel aroma, aquel color y el hecho de que la señorita Pym le tuviera simpatía y confiara en ella, formaran una ola por la que ella se dejaba llevar, ahogando aquel odio, superando aquel monstruo, superándolo todo; y la ola la levantaba más y más cuando, ¡oh!, ¡en la calle sonó un disparo!

—¡Estos automóviles! —dijo la señorita Pym, mientras iba a mirar a través del escaparate.Y regresó sonriendo con expresión de disculpa, llenas las manos de guisantes de olor, como si ella fuera responsable de aquellos automóviles, de aquellos neumáticos de automóvil.

La violenta explosión que hizo dar un salto a la señora Dalloway y obligó a la señorita Pym a ir al escaparate y a pedir disculpas procedía de un automóvil que se había detenido junto a la acera opuesta, exactamente delante del escaparate de la florería Mulberry. Los transeúntes que, desde luego, se habían detenido para mirar, tuvieron el tiempo justo de ver una cara de suma importancia contra el fondo de la tapicería gris tórtola, antes de que una mano masculina corriera la cortinilla y nada más pudiera verse, salvo una porción de color gris tórtola.

Sin embargo, inmediatamente comenzaron a correr los rumores desde la mitad de Bond Street hacia Oxford Street, por una parte, y hacia la perfumería de Atkinson, por otra, pasando invisibles, inaudibles, como una nube, veloces, como un velo sobre colinas, y descendiendo, de modo parecido a la brusca serenidad y el brusco silencio de la nube sobre rostros que un segundo antes estaban en el mayor desorden. Pero ahora el ala del misterio había pasado por ellos; habían oído la voz de la autoridad; el espíritu de la religión había salido al exterior con los ojos vendados y la boca abierta de par en par. Aunque nadie sabía qué rostro era aquel que había sido vislumbrado. ¿Sería el Príncipe de Gales, la Reina, el Primer Ministro? ¿De quién era aquella cara? Nadie lo sabía.

Edgar J. Watkiss, con la tubería de plomo arrollada al brazo, dijo de modo audible y, desde luego, humorista, con su acento londinense: El vehículo del Primer Ministro. Septimus Warren Smith, que se encontró con el paso obstaculizado, le oyó.

Septimus Warren Smith, de unos treinta años, pálida la cara, nariz ganchuda, calzado con zapatos marrones y ataviado con un deslucido abrigo, tenía ojos castaños animados por ese brillo de aprensión que provoca aprensiones a los seres más desconocidos. El mundo había levantado el látigo. ¿Dónde descendería?

Todo había quedado detenido. El trepidar de los motores sonaba como un pulso irregular, batiendo en la totalidad de un cuerpo. El sol se hizo extraordinariamente ardiente, debido a que el automóvil se había detenido ante el escaparate de la florería Mulberry; viejas señoras en lo alto de los autobuses abrieron negras sombrillas; aquí una sombrilla verde, allí una sombrilla roja, se abrieron con un leve plop. La señora Dalloway se acercó a la ventana, llenos los brazos de guisantes de olor, y miró hacia fuera, con su carita rosada fruncida inquisitivamente. Todos miraban el automóvil. Septimus miraba. Los chicos que iban en bicicleta se apearon de un salto. El tránsito se detuvo y se acumularon los vehículos.Y allí estaba el automóvil, corridas las cortinillas, y en ellas un curioso dibujo en forma de árbol, pensó Septimus, y aquella gradual convergencia de todo en un centro que estaba produciéndose ante sus ojos, como si un horror casi hubiera salido a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, le aterró. El mundo vacilaba y se estremecía y amenazaba con estallar en llamas. Soy yo quien obstruye el camino, pensó Septimus. ¿Acaso no le miraban y le señalaban con el dedo; acaso no estaba allí plantado, arraigado en el pavimento, para un propósito determinado? ¿Pero qué propósito?

—Vámonos, Septimus —dijo su esposa. Mujer menuda, con grandes ojos en su rostro pálido y delgado; una muchacha italiana.

Pero la propia Lucrezia no podía evitar el seguir mirando el automóvil y el dibujo en forma de árbol de las cortinillas. ¿Sería la Reina? ¿La Reina que iba de compras?

El chófer, que había abierto algo, tocado algo, cerrado algo, se sentó al volante.

—Vámonos —dijo Lucrezia.

Pero su marido, sí, porque ya llevaban casados cuatro, cinco años, dio un salto sorprendido, se irritó, como si Lucrezia le hubiera interrumpido, y dijo: ¡De acuerdo!

La gente debe darse cuenta; la gente debe ver. La gente, pensó, mirando a la multitud que contemplaba el automóvil, la gente inglesa, con sus hijos, sus caballos y sus ropas, que en cierto modo admiraba, pero que ahora eran todos gente, porque Septimus había dicho: “Me mataré”, y eran unas palabras terribles. ¿Y si le habían oído? Lucrezia miró a la multitud. Sentía deseos de gritar ¡socorro!, ¡socorro!, dirigiéndose a los mozos de las carnicerías y a las mujeres. ¡Socorro! ¡Hacía sólo unos meses, el último otoño, ella y Septimus habían permanecido en pie en el Embankment envueltos en la misma capa, mientras Septimus leía un papel en vez de hablar, y ella le había arrancado el papel de las manos, y había reído en las mismísimas barbas del viejo que les observaba! Pero los fracasos se ocultan. Debía llevarse a Septimus a algún parque.

—Ahora cruzaremos la calle —dijo.

Tenía derecho al brazo de Septimus, pese a que era insensible. Septimus daría el brazo a Lucrezia, que era tan sencilla, tan impulsiva, sólo contaba veinticuatro años, carecía de amigos en Inglaterra, y había salido de Italia por culpa de Septimus que era un don nadie.

El automóvil, con las cortinillas corridas y un aire de inescrutable reserva, avanzó hacia Piccadilly, siendo todavía contemplado, alterando todavía los rostros a ambos lados de la calle con idéntico aliento oscuro de veneración, sin que nadie supiera si se trataba de la Reina, el Príncipe o el Primer Ministro. El rostro en sí mismo sólo había sido visto por tres personas unos pocos segundos. Incluso el sexo era ahora objeto de controversia. Pero no cabía la menor duda acerca de la grandeza de quien iba sentado dentro del automóvil; la grandeza pasaba, oculta, a lo largo de Bond Street, separada solamente por el alcance de una mano de la gente común que quizás ahora, por primera y última vez, había estado en posición de poder hablar con la soberana de Inglaterra, duradero símbolo del Estado que llegará al conocimiento de curiosos anticuarios, apartando las ruinas del tiempo, cuando Londres sea un sendero cubierto por la hierba y todos los que caminaban presurosos por la calle aquel miércoles por la mañana no sean más que huesos, con unas cuantas alianzas mezcladas con su propio polvo y con el oro de innumerables dientes cariados. Entonces el rostro del automóvil sería conocido.

Probablemente se trata de la Reina, pensó la señora Dalloway, saliendo de la florería Mulberry con sus flores: la Reina.Y durante un segundo adoptó un aire de gran dignidad, allí, en pie ante la florería, al sol, mientras el automóvil pasaba despacio, como un caballo al paso, con las cortinillas corridas. La Reina camino de algún hospital, la Reina yendo a la inauguración de algún bazar, pensó Clarissa.

El tránsito era terriblemente denso, teniendo en cuenta la hora. ¿Lords, Ascot, Hurlingham?, se preguntó Clarissa, porque la calle estaba obstruida. Los individuos de la clase media británica, sentados unos junto a otros en lo alto de los autobuses con sus paquetes y sus paraguas, sí, e incluso con pieles, en semejante día, eran, pensó, más ridículos, más diferentes a todo de lo que cabía imaginar; y la mismísima Reina detenida; la Reina sin poder seguir su camino. Clarissa estaba detenida a un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez, estaba al otro lado, con el automóvil en medio, entre los dos (Sir John había aplicado la Ley durante muchos años, y le gustaban las mujeres bien vestidas), cuando el chófer, inclinándose muy levemente, dijo o mostró algo al guardia, que saludó y alzó el brazo y efectuó un brusco movimiento lateral de la cabeza, con lo que echó el autobús a un lado, y el automóvil siguió adelante. Despacio y muy silenciosamente, prosiguió su camino.

Clarissa procuró adivinar; Clarissa lo sabía de cierto, desde luego; había visto algo blanco, mágico, circular, en la mano del lacayo, un disco con un nombre inscrito en él —¿el de la Reina, el del Príncipe de Gales, el del Primer Ministro?—, que, en méritos de su propio lustre, se abría camino abrasador (Clarissa veía cómo el automóvil se empequeñecía y desaparecía), para relumbrar entre candelabros, destellantes estrellas, pechos envarados por las hojas de roble, Hugh Whitbread y sus colegas, los caballeros de Inglaterra, aquella noche en el Palacio de Buckingham.Y Clarissa también daba una fiesta. Se irguio un poco; así estaría de pie en lo alto de la escalinata.

El automóvil se había ido, pero había dejado una leve estela que pasaba por las guanterías, las sombrererías, las sastrerías, a ambos lados de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas estuvieron inclinadas a un mismo lado, hacia la calle. Las señoras, en trance de escoger un par de guantes —¿por encima o por debajo del codo, de color limón o gris pálido?—, se interrumpieron; y, cuando la frase estuvo terminada, algo había cambiado. Algo tan leve, en algunos casos concretos, que no había instrumento de precisión, incluso capaz de poder transmitir conmociones ocurridas en China, capaz de registrar sus vibraciones; algo que, sin embargo, era en su plenitud un tanto formidable, y, en su capacidad de llamar la atención, eficacísimo; por cuanto, en todas las sombrererías y las sastrerías, los desconocidos se miraron entre sí, y pensaron en los muertos, en la bandera, en el Imperio. En una taberna de una calleja lateral, un hombre de las colonias insultó a la Casa de Windsor, y esto motivó palabras gruesas, ruptura de jarras de cerveza y un general altercado, que provocó extraños ecos a lo lejos, en los oídos de las muchachas que compraban blanca ropa interior, adornada con puro hilo blanco, para su boda. Sí, ya que la superficial agitación producida por el paso del automóvil, arañó, al hundirse, algo muy profundo.

Después de deslizarse por Piccadilly, el automóvil entró en St. James’s Street. Hombres altos, hombres de robusta constitución, hombres bien vestidos, con sus chaqués, sus blancas pecheras y su cabello peinado hacia atrás, hombres que, por razones de difícil determinación, se hallaban en pie en el ventanal de White’s, las manos detrás de los faldones del chaqué, miraron hacia fuera, e instintivamente se dieron cuenta de que la grandeza pasaba por la calle, y la pálida luz de la inmortal presencia los envolvió como había envuelto a Clarissa Dalloway. Inmediatamente se irguieron todavía más, y quitaron las manos de debajo de los faldones de los chaqués, y parecieron dispuestos a servir a la Monarquía, en la misma boca del cañón, caso de ser necesario, tal como sus antepasados habían hecho. Los blancos bustos y las pequeñas mesas al fondo, cubiertas con números del Tatler y botellas de soda, parecieron dar su aprobación; parecieron reflejar el ondulante trigo y las casas solariegas de Inglaterra; y parecieron devolver el débil murmullo de las ruedas del motor del automóvil, como una rumorosa galería devuelve una sola voz ampliada y con sonoridad multiplicada por el poderío de toda una catedral. Envuelta en su chal, con sus flores en la acera Moll Prat deseó buena suerte al querido muchacho (era el Príncipe de Gales, sin duda alguna), y de buena gana hubiera arrojado el precio de una cerveza —un ramillete de rosas— a la calzada de St. James’s Street, sencillamente impulsada por la alegría y el desprecio a la pobreza, si no hubiera visto que el guardia la estaba mirando, con lo que evitó la manifestación de lealtad de una vieja irlandesa. Los centinelas de St. James’s saludaron, y el policía de Queen Alexandra dio su aprobación.

Entre tanto, una pequeña multitud se había reunido ante el Palacio de Buckingham. Distraídos pero pletóricos de confianza, todos pobres, esperaban; miraban el Palacio, con la bandera ondeando; miraban a Victoria hinchada en lo alto de su montículo, admirando el caer del agua, los geranios; de entre los automóviles que pasaban por el Mall se fijaban en uno o en otro; prodigaban en vano su emoción a simples ciudadanos que habían salido a dar, un paseo en coche; reservaban su tributo, en espera de la ocasión adecuada, al paso de este o aquel automóvil; y dejaban en todo instante que el rumor se acumulara en sus venas y tensara los nervios de sus muslos, al pensar en la posibilidad de que la Realeza los mirara; la Reina haciendo una reverencia; el Príncipe saludando; al pensar en la celestial vida concedida por la divinidad a los reyes; en los cortesanos y las profundas reverencias; en la antigua casa de muñecas de la Reina; en la Princesa Mary casada con un inglés, y en el Príncipe... ¡ah!, ¡el Príncipe!, quien, según decían, se parecía pasmosamente al viejo Rey Eduardo, aunque era mucho más delgado. El Príncipe vivía en St. James’s pero podía muy bien ir a visitar a su madre por la mañana.

Esto dijo Sarah Bletchley con su hijo pequeño en brazos, moviendo la punta del pie arriba y abajo, como si estuviera ante el fuego del hogar en su casa de Pimlico, aunque con la vista fija en el Mall, mientras la mirada de Emily Coates apuntaba a las ventanas del Palacio, y pensaba en las doncellas, las innumerables doncellas, en los dormitorios, los innumerables dormitorios. Un anciano caballero con un terrier de Aberdeen, y hombres sin ocupación, engrosaron la multitud. El menudo señor Bowley, que se alojaba en el Albany, y que tenía tapadas con cera las más profundas fuentes de la vida, aun cuando podía destaparlas súbitamente, de manera incongruente y sentimental, ante hechos como éste: mujeres pobres en espera de ver pasar a la Reina, mujeres pobres, simpáticos niñitos, huérfanos, viudas, la guerrano, no... tenía lágrimas en los ojos. Una brisa cálida que se deslizaba por el Mall entre los delgados árboles, pasando junto a los héroes de bronce, alzó la bandera que ondeaba en el británico pecho del señor Bowley, quien levantó su sombrero en el aire, en el momento en que el automóvil penetraba en el Mall, y lo mantuvo levantado mientras el automóvil se acercaba, dejando que las pobres madres de Pimlico le rodearan y le oprimieran, y se quedó muy erguido. El automóvil se acercaba.

De repente la señora Coates miró al cielo. El sonido de un aeroplano penetró en tremendo zumbido en los oídos de la multitud. Por allí venía, sobre los árboles, dejando tras sí una estela de humo blanco, que se ondulaba y retorcía, ¡escribiendo algo!, ¡trazando letras en el cielo! Todos alzaron la vista.

Después de dejarse caer como muerto, el aeroplano se alzó rectamente, dibujó un arco, aceleró, se hundió; se alzó e, hiciera lo que hiciera, fuera a donde fuera, detrás iba dejando una gruesa y alborotada línea de humo blanco, que se rizaba y retorcía en el cielo formando letras. Pero, ¿qué letras? ¿Era acaso una C? ¿Una E y después una L? Sólo un instante se quedaban las letras quietas; luego se movían y se mezclaban y se borraban del cielo, y el aeroplano veloz se alejaba todavía más, y de nuevo, en un nuevo espacio del cielo, comenzaba a escribir, una K y una E y unaY quizá?

—Glaxo —dijo la señora Coates, en voz tensa, maravillada, fija la vista en lo alto, con el niño rígido y blanco en sus brazos.

—Kreemo —murmuró como una sonámbula la señora Bletchley. Sosteniendo el sombrero con la mano perfectamente quieta, el señor Bowley miró a lo alto. A lo largo del Mall la gente parada miraba el cielo. Y, mientras miraban, el mundo entero quedó en total silencio, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una, en cabeza, y después otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas sonaron doce veces, y el sonido fue muriendo entre las gaviotas.

El aeroplano giraba y corría y trazaba curvas exactamente en el lugar deseado, aprisa, libremente, como un patinador...

—Esto es una E —dijo la señora Bletchley— O como un bailarín...

—Es un caramelo— murmuró el señor Bowley... (y el automóvil cruzó la verja, y nadie lo miró), y cerrando la salida de humo se alejó de prisa más y más, y el humo se adelgazó y fue a juntarse con las anchas y blancas formas de las nubes.

Había desaparecido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las que las letras E, G o L se habían unido se movían libremente, como si estuvieran destinadas a ir de oeste a este, en cumplimiento de una misión de la mayor importancia que jamás podría ser revelada, aun cuando, ciertamente, era esto: una misión de la mayor importancia. De repente, tal como un tren sale del túnel, de las nubes salió otra vez el aeroplano el sonido penetró en los oídos de toda la gente del Mall, de Green Park, de Piccadilly, de Regent Street, de Regent’s Park, y la barra de humo se curvó tras él y el aeroplano descendió, y se elevó y escribió letra tras letra, pero ¿qué palabra escribía?

Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en un asiento del Sendero Ancho de Regent’s. Park, alzó la vista y gritó: ¡Mira, mira, Septimus! Sí, porque el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que su marido (que no padecía nada serio, aunque estaba algo delicado) se tomara interés en cosas ajenas a su persona.

Septimus levantó la vista y pensó: parece que me dirigen un mensaje. Aunque no en palabras propiamente dichas; es decir, todavía no podía leer aquel mensaje; sin embargo aquella belleza, aquella exquisita belleza era evidente, y las lágrimas llenaron los ojos de Septimus mientras contemplaba cómo las palabras de humo se debilitaban y se mezclaban con el cielo y le otorgaban su inagotable caridad, su riente bondad, forma tras forma de inimaginable belleza, dándole a entender su propósito de darle, a cambio de nada, para siempre, sólo con mirar, belleza, ¡más belleza! Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Septimus.

Era caramelo; anunciaban caramelos, dijo una niñera a Rezia. Las dos juntas comenzaron a deletrear C... a... r...

K...R..., dijo la niñera, y Septimus la oyó pronunciar junto a su oído: ̈Cay. . . Arr ̈ Felizmente Rezia puso su mano, con tremendo peso, sobre la rodilla de Septimus, con lo que éste quedó aplomado, ya que de lo contrario la excitación de ver a los olmos levantándose y cayendo, levantándose y cayendo, con todas sus hojas encendidas y el color debilitándose y fortificándose del azul al verde de una ola traslúcida, como plumeros de caballos, como plumas en la cabeza de una señora, tan altiva era la manera en que se alzaban y descendían tan soberbia, le hubiera hecho perder la razón. Pero Septimus no estaba dispuesto a enloquecer. Cerraría los ojos; no vería nada más.

Pero por señas le llamaban; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las hojas, por estar conectadas mediante millones de fibras con el cuerpo de Septimus, allí sentado, lo abanicaban de arriba abajo; cuando la rama se alargaba, también Septimus se expresaba así. Los gorriones revoloteando, alzándose y descendiendo sobre melladas fuentes formaban parte de aquel dibujo; del blanco y el azul rayado por las negras ramas. Con premeditación los sonidos componían armonías, y los espacios entre ellas eran tan expresivos como los sonidos. Un niño lloraba. A la derecha y a lo lejos sonó un cuerno. Todo ello, juntamente considerado, significaba el nacimiento de una nueva religión.

—¡Septimus! —dijo Rezia. Septimus sufrió un violento sobresalto. La gente forzosamente tuvo que darse cuenta.

—Voy a la fuente y vuelvo —dijo Rezia.