La sirena - 5 relatos sexys - Katja Slonawski - E-Book

La sirena - 5 relatos sexys E-Book

Katja Slonawski

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  • Herausgeber: LUST
  • Kategorie: Erotik
  • Serie: LUST
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

La Navidad se encuentra a la vuelta de la esquina, y Milla se acaba de quedar soltera, lo que significa que pasará las festividades sola. Durante la clase de cerámica a la que asiste, comparte sus planes – o falta de ellos – con tres compañeras de clase, quienes también estan libres durante la Nochevieja. Su compañera Gisela propone organizar una cita a ciegas colectiva para esa noche, a lo que todas acceden.Llegada la noche, las cuatro compañeras se presentan en el hotel acordado preparadas para celebrar el año nuevo y conocer a desconocidos (o no tan desconocidos) con los que pasarán un buen rato y compartirán una noche de pasión y fuegos artificiales.Esta colección contiene:La sirenaEl desconocidoEl calendario de AdvientoSolsticio de veranoLa sensación de su presencia-

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Katja Slonawski

La sirena - 8 relatos sexys

LUST

La sirena - 8 relatos sexys

Original title:

La sirena - 8 sexy stories

 

Translated by Begoña Romero

Copyright © 2018 Katja Slonawski, 2020 LUST, Copenhagen.

All rights reserved ISBN 9788726965223

 

1st ebook edition, 2020. Format: Epub 2.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

Nochevieja

 

La Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Todavía no había ni rastro de nieve, pero una gélida llovizna que amenazaba con quedarse hasta Nochebuena barría la ciudad. Milla había hecho planes para Navidad y Año Nuevo hacía más de seis meses; planes que se habían ido al traste el mes anterior, en el preciso instante en que su novio le había confesado que ya no la amaba y se había marchado de casa. Hacía ya algún tiempo que la relación no funcionaba, y quizá por eso Milla dejó que él se marchara sin hacer un gran drama. Entendió que lo suyo se había terminado y el porqué. Acordaron una fecha para reunirse; repartieron sus pertenencias, arreglaron el papeleo, cancelaron el viaje de Fin de Año a Berlín y decidieron que, por el momento, Milla se quedaría en el apartamento. El proceso de separación había sido breve y discreto, y llorar por el fracaso de la relación no entraba dentro de sus prioridades más acuciantes, pero ahora, a dos semanas del comienzo de las festividades navideñas, no tenía acompañante a quien llevar del brazo a dos días de las celebraciones más importantes del año.

 

A Milla estar soltera nunca le había supuesto ningún problema. A decir verdad, era un poco solitaria. Sus amigos, todos ellos con pareja estable, le decían que debía volver al mercado de solteros y salir con alguien, como si fuera igual que ir al mercado semanal en la plaza mayor los sábados de doce a cuatro. No es que no lo hubiese intentado; desde que trabajaba como fotógrafa por cuenta propia y tenía un horario flexible, disponía de bastante tiempo libre entre proyectos y había matado el tiempo investigando lo que tenían que ofrecerle las aplicaciones de citas. Pero aun así le resultaba un poco raro. A Milla y a su ex los habían presentado unos amigos en común hacía siete años y no estaba acostumbrada a tener que anunciarse a desconocidos en la red; le parecía que se exponía demasiado. Lo que sí es cierto es que le encantaría conocer a alguien con quien celebrar la Nochevieja, aunque no fuera más que una cita puntual que no diese pie a nada más. Sentía que la separación había retirado la alfombra que tenía bajo los pies, que se había llevado su red de seguridad, mostrándole la realidad en toda su crudeza. ¿Quién era en realidad? ¿Qué iba a hacer durante el resto de su vida? ¿Cómo iba a conseguir una cita antes de Nochevieja?

 

Ese tipo de pensamientos fueron el detonante de una conversación en su clase de alfarería. Milla se había matriculado en un curso de tres trimestres en una escuela de bellas artes para aficionados. Después de haber pasado prácticamente toda su vida profesional tomando fotografías de objetos que resultaban en imágenes planas y de dos dimensiones, cada vez se sentía más atraída por las creaciones tridimensionales. Además, modelar la arcilla en un torno de alfarero con las manos descubiertas tenía un efecto terapéutico en su estresante estilo de vida, madrugando por las mañanas y con la inseguridad que supone un trabajo por cuenta propia. Aparte de un grupo de jubilados que parecían apuntarse colectivamente a cualquier curso disponible, había tres personas de edad más cercana a la de Milla, lo que provocó que en el curso se crearan dos pandillas de modo casi natural: una formada por las más jóvenes y otra por los mayores. En los descansos, el grupo de las jóvenes, del que Milla formaba parte, mantenía conversaciones sobre los temas más diversos. En esa ocasión, la conversación versaba sobre las celebraciones de Navidad y Nochevieja, y los planes de cada una para las vacaciones.

—Yo voy a bajar hasta Lund a visitar a mi hija —dijo Gisela, una mujer alta de cabellos rubios de cuarenta y pico años, que a Milla le resultaba extremadamente avasalladora—. No quería dejar a su novio solo en Escania, así que me voy a acercar yo hasta allí abajo en lugar de venir ella aquí. ¡Llevan dos meses saliendo! —acabó Gisela, mirando al techo con exasperación.

—Yo voy a pasar las fiestas en casa de mi hermana con su familia. Mis hijos se van con su padre. Esta es la primera Navidad que estoy sin ellos, así que todo es nuevo —explicó Soraya, que se había divorciado aquel pasado verano. Soraya se ajustó las gafas, mesándose un mechón de cabello oscuro que empezaba a mostrar las primeras canas.

Karin, una muchacha de cabellos cortos y sin vida, que se vestía como una mujer mayor y de la que Milla sospechaba que padecía timidez crónica, como de costumbre no abrió la boca,. Gisela le dio un ligero empujoncito a Karin y esta alzó la vista, recorriendo rápidamente la estancia con la mirada.

—Con papá —dijo en un tono apenas audible—. Voy a celebrar las fiestas con mi padre.

Milla les comentó que iba a pasar las navidades sola, pero que se estaba planteando participar como voluntaria con una asociación de la zona, ya que no tenía mejores planes. Cuando pasaron a hablar de Nochevieja, resultó que Gisela y Soraya no tenían planes.

—Yo tampoco —confirmó Milla.

Karin negó con la cabeza. Una llama iluminó la mirada de Gisela, un gesto que Milla había visto antes, cuando Gisela tenía alguna idea para una nueva pieza de arcilla y le salía la vena autoritaria.

—Entonces, chicas —Gisela las miraba a las dos con aire de estar planeando una conspiración —. ¿No os parece que es el momento de organizar una cita a ciegas colectiva? Podemos poner un anuncio en un periódico local y hacernos pasar por una sola persona que busca acompañante, y luego ya veremos quién se acerca a quién esa noche.

—¿Y quién organiza una cita en Nochevieja? ¿No nos arriesgamos a acabar con algún desesperado sin vida social? —inquirió Milla.

—¿Como nosotras tres? — respondió Gisela con aspereza.

Milla se quedó en silencio.

— Salimos en grupo y, si alguna de nosotras tiene suerte, se puede ir con su acompañante, y si no, pues salimos las chicas solas y nos lo pasamos bien juntas.

—¿Y qué pasa si al final una de nosotras se queda sola? —dijo Karin en voz baja, insinuando claramente que se estaba refiriendo a ella misma.

—De eso ya hablaremos llegado el momento —zanjó Gisela, quitándole importancia a las preocupaciones de Karin—. Lo que importa es pasarlo bien, chicas. ¿Qué os parece, os animáis?

Milla miró a Soraya, que asintió con la cabeza. Karin esbozó una tímida sonrisa y Gisela puso cara de triunfo. Milla se encogió de hombros; al fin y al cabo, tampoco tenía una mejor alternativa.

 

Las vacaciones de Navidad resultaron de lo más tradicionales, a excepción de que en vez de nevar llovió con rencor, aunque por fortuna la lluvia escampó en algún momento entre Navidad y Año Nuevo. No obstante, a Karin la lluvia le resultaba agradable. Le gustaba escuchar el sonido de las gotas de lluvia golpeando el cristal de la ventana por las noches, desde la cama. Su pasatiempo favorito en Navidad —en realidad, durante todo el año— era disfrutar de un buen libro acurrucada en uno de los sillones junto a la ventana con una taza de té. Por momentos miraba por la ventana y contemplaba a la gente que estaba allí fuera, o los árboles del parque; una buena manera de no perder el contacto con el mundo y de permanecer en sintonía con las estaciones. Durante las vacaciones de Navidad había conseguido acabar cinco libros, uno por día, como si no tuviese nada más que hacer. Ese año se había decantado por literatura romántica algo cursi, mejor todavía si era una serie y si tenía un toque de erotismo. Así que parte del tiempo lo había pasado en la cama, con un vibrador y fantasías inspiradas en sus libros como compañía. Desde que Gisela había mencionado la idea de una cita en Nochevieja, se había despertado en ella un nuevo interés por el sexo. Hacía ya tiempo que no tenía una cita con una persona de carne y hueso, lo cual era, sin lugar a dudas, mucho mejor, pero no se le daban demasiado bien las conversaciones triviales. Nunca sabía muy bien qué decir o lo que se esperaba de ella. Cuando por fin llegó Nochevieja, había tenido tiempo suficiente para explorar su propio cuerpo y sus deseos sexuales, así que se encontraba lista para conocer a alguien. A Karin se le daba bien escribir, así que le habían encomendado la tarea de redactar el anuncio por palabras, y este fue el resultado:

 

Mujer sin compañero desea conocer a alguien con quien pasar la noche.

Podrás encontrarme en el Hotel Palace a las 21:00 en Nochevieja.

Llevaré un vestido negro de fiesta.

 

Gisela lo había enviado a unos cuantos periódicos. Habían decidido lo del vestido negro para que a las cuatro les resultase fácil adaptar la descripción del anuncio a su propio estilo. Ahora solo faltaba presentarse en el lugar acordado y esperar.

 

Karin no se levantó hasta tarde el día de Nochevieja, pues se había quedado hasta altas horas de la noche leyendo otro de los libros de la serie Outlander y había soñado con praderas verdes y tartán escocés. Aún medio adormilada, se giró para coger el vibrador de su mesita de noche y lo encendió. Comenzó a masajearse la parte interna de los muslos para alcanzar el grado de excitación que necesitaba para usar el vibrador. No obstante, en su imaginación no era el protagonista masculino quien la acariciaba, sino la fogosa heroína de la historia. Karin invocó con la mente los rizados cabellos de tono castaño claro y la suave y elástica piel de la protagonista, y de pronto le vino a la cabeza Milla, de la clase de alfarería. Karin se sintió algo azorada, pero decidió no hacerle demasiado caso. Las cuatro habían quedado aquella tarde, y seguramente por eso le vino a la mente su compañera. Por otra parte, Karin estaba convencida de que Milla era heterosexual y, además, nunca sabría lo que se le pasaba por la mente en sus momentos íntimos, así que ¿qué más daba que tuviese una pequeña fantasía? Karin separó ligeramente las piernas, despejando el camino para la mano, y con dos dedos fue recorriendo los labios vaginales de arriba a abajo, suspirando de placer a medida que el cosquilleo se iba extendiendo hacia el vientre y hacia las piernas. Agarró el vibrador y presionó con él la parte externa del monte de Venus, descendiendo desde el hueso púbico hasta el clítoris. Imaginándose que eran los vibrantes dedos de Milla los que le provocaban esta sensación, Karin aparcó todo sentimiento de pudor y se centró en disfrutar. Las vibraciones iban ganando intensidad y sintió cómo retumbaban en su cuerpo como fuegos artificiales.

 

Cuando decidió que ya había jugado lo suficiente, se levantó de la cama, se dio una ducha y cambió las sábanas por primera vez en un mes. No pensaba enrollarse con nadie aquella noche, pero no iba a correr ningún riesgo; si tenía la tremenda suerte de ligarse a alguien, por lo menos quería dar la impresión de ser medianamente normal. Karin nunca había tenido pareja estable, solo un par de «follamigos» más o menos fijos en el pasado, pero de aquello hacía mucho tiempo. Era bastante joven cuando descubrió que los chicos no la atraían, y las lesbianas jóvenes de la ciudad eran, por lo general, chicas frívolas y poco sinceras, más interesadas en encontrarse a sí mismas y en buscar una identidad, que en conocer a alguien con quien compartir su vida. Karin no era la excepción, había dado lugar a una serie de superficiales aventuras amorosas de mayor o menor duración, pero no mucho más. Dudaba mucho que el bar del Hotel Palace se encontrase abarrotado de jóvenes lesbianas, pero había aceptado la alocada sugerencia de Gisela porque… bueno, porque en realidad no tenía ningún otro plan para Nochevieja. Aunque prefería quedarse en casa leyendo, hasta ella misma podía ver que resultaba un poco triste y penoso empezar el año encerrada en casa y sin compañía, así que decidió darle una oportunidad.

 

Se pondría el único vestido negro que tenía, de manga corta y cuello alto, que le daba aspecto de colegiala. En los últimos años había hecho un esfuerzo consciente por llevar ropa vintage de los años cuarenta como parte de un look planeado, y la mayor parte de su vestuario consistía en vestidos camiseros y jerséis tejidos a mano de aquella década. También había invertido mucho tiempo en tratar de perfeccionar el peinado corto y ondulado, pero este no acababa de funcionar en su aburrido cabello castaño claro. Le apetecía teñirlo de rojo, pero aún no se había atrevido. Había pasado un buen rato delante del espejo, tratando de encontrar algo que la hiciera parecer más elegante. El negro le daba un aspecto desaliñado; si al menos se hubiese teñido el pelo para la ocasión… aquello le hubiese dado ese toque especial.

 

A las siete en punto, Soraya se calzó los brillantes zapatos de charol y se puso el abrigo antes de montarse en el taxi que la esperaba para conducirla al Hotel Palace. Su plan era encontrarse allí con sus compañeras, cenar y luego trasladarse a la zona del bar para el experimento de aquella noche. El taxi la llevó directamente hasta la entrada del hotel. Durante el viaje mantuvo una animada conversación con el taxista, que le dijo que se esperaban heladas durante la noche y que tuviera cuidado de no resbalar con aquellos zapatos de charol. Ella le prometió que así lo haría. Hacía un par de días que no llovía, pero en aquellos momentos el cielo presentaba un aspecto inquietantemente oscuro. Se preguntó si caerían más chaparrones aquella noche y, en caso afirmativo, si los fuegos artificiales se verían afectados.

Las otras se acababan de sentar a la mesa cuando llegó. La escena le resultó muy acogedora, iluminada por una vela y con una botella de vino espumoso en una cubitera. Al verla, las tres chicas sonrieron, haciéndole señas para que se les uniese. Soraya no tenía ninguna expectativa para aquella noche, ninguna en absoluto. Más que nada, le hacía ilusión tener compañía y supuso que no se iba a quedar hasta muy tarde. Desde luego, no albergaba esperanzas de que ningún hombre la eligiera de entre una multitud, a sus cincuenta años recién cumplidos y con alguna que otra cana en una cabellera por lo demás oscura. Si, en el mejor de los casos, algún hombre se mostraba interesado, no estaba del todo convencida de que el sentimiento fuera mutuo. Siempre le habían gustado los caballeros clásicos de ficción, esa clase de hombre que ni siquiera existe en la vida real y cuya mejor representación se puede encontrar en una pantalla de cine, concretamente en una antigua matiné en blanco y negro. Curiosamente, se había acabado casando con un ludópata de panza protuberante que se reía de sus propios chistes. Soraya era una romántica empedernida, el tipo de persona que sueña con contemplar las estrellas y hacer una escapada romántica a Venecia, con lo que se había sentido extremadamente desdichada e insatisfecha en su matrimonio. El divorcio había tenido lugar en julio, pero no esperaba que el futuro fuera a ser más romántico. Sabía que era demasiado mayor para esas cosas, aunque al menos se había liberado de la persona que le impedía avanzar. Sentada a la mesa con sus tres compañeras después de haber pedido la cena, cayó en la cuenta de que nunca había celebrado de verdad el divorcio.

—Propongo un brindis —se oyó decir a ella misma— por este año y por el que viene.

Las otras tres levantaron las copas, exclamando «¡salud!». Acto seguido, pidieron otra ronda de champán.

 

Justo antes de las nueve, procedieron a trasladarse a la zona del bar. Acordaron sentarse en cuatro puntos distintos del local, de modo que pudiesen verse las unas a las otras, pero sin dar lugar a ninguna confusión, puesto que el plan era que los candidatos anónimos se acercasen a ellas y no al revés. La idea había sido de Gisela, y a Soraya le pareció divertido, aunque no esperase gran cosa de esta velada. Hicieron una visita al baño antes de pasar a ocupar sus respectivos asientos. Soraya se sentó en un sofá de terciopelo con vistas al bar y a la entrada. Le latía el corazón con fuerza. Era todo muy emocionante, como si estuviese en una película o una obra de teatro y tuviese que representar un papel. Tras quince minutos en los que no pasó absolutamente nada, esa inicial oleada de entusiasmo empezó a decaer. Soraya cayó en la cuenta de que no había pedido nada de beber desde su llegada al bar, pero no estaba segura de si le estaba permitido acercarse hasta la barra o si tenía que quedarse donde estaba. Inspeccionó la estancia: en primer lugar vio a Gisela, que estaba en la barra, acompañada de un hombre, luego a Milla, inclinada sobre una mesita alta jugando con la pajita dentro del vaso y, por último, a Karin, que estaba un poco más alejada, sentada junto a una mesita de café, con la mirada fija en su regazo. Entonces, Soraya detectó la presencia de un hombre que acababa de trasladarse del restaurante a la zona del bar y que se había situado cerca de la barra, a escasa distancia de Gisela y su acompañante. Iba elegantemente vestido, con traje, una bufanda roja de lana alrededor del cuello y un abrigo colgado del brazo. Tenía los cabellos de las sienes grises y un aspecto que le recordaba a Frank Sinatra. Miró en su dirección y sus ojos se clavaron directamente en Soraya, a quien se le cortó la respiración. Aquellos ojazos, aquella mirada profunda y sensual. Sintió una conexión instantánea con él y, por unos instantes, el mundo a su alrededor dejó de existir. Vio que le pedía al barman dos Martinis y que luego, con sendas copas en las manos, comenzó a caminar hacia ella. El hechizo se había roto y Soraya regresó al mundo real. Cuando descubrió que se dirigía hacia ella, le entró el pánico y empezó a inspeccionar la estancia con el objetivo de encontrar algún tema de conversación. No se había planteado en serio la posibilidad de tener que hablar con un desconocido aquella noche, pero a él le bastaron un par de segundos para llegar hasta ella, así que tenía que decir algo.

—He venido con mis amigas —se justificó abruptamente, con los nervios descompuestos, haciendo que él se detuviese, con aire confundido.

—Entonces, ¿no quieres compañía? —inquirió.

—No —respondió ella—. Digo, sí. Sí, me encantaría disfrutar de tu compañía, no me hagas caso.

Soraya notó que se le ponía la cara como un tomate y que balbuceaba, lo cual no era precisamente el mejor de los comienzos. ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre le había hecho perder la compostura? Quizás cuando tenía veinte años, lo que es seguro es que hacía mucho, mucho tiempo.

—¿Me puedo sentar? —preguntó, señalando con la cabeza el espacio libre en el sofá, al lado de ella. Soraya asintió y él le puso delante una de las copas. Volvió a sentir aquella conexión y el ambiente entre ellos la hizo sentir cálida y alegre por dentro.

—Te vi en el restaurante y me pareciste tan hermosa que dejé plantados a mis amigos para venir a saludarte.

Lo dijo con una voz tan amable y honrada que no pudo dudar de su palabra. Al mismo tiempo, no pudo dejar pasar por alto que había utilizado la frase para ligar más vieja de la historia: «eres guapa». Era plenamente consciente de que era una mujer posmenopáusica, con todo lo que ello conlleva, y que nunca podría competir en atractivo con otras mujeres más jóvenes. Pese a todo, le dio amablemente las gracias. Él le preguntó por qué no se había sentado con sus amigas y ella le hizo reír abiertamente en cuanto le hizo, sin más rodeos, un resumen de su plan. Soraya pensó para sí misma que tenía una risa encantadora, y sintió que unas mariposas habían conseguido encontrar el camino hasta su estómago. Se presentaron. Se llamaba Kjell y trabajaba en el departamento de ventas de una gran empresa. A partir de ahí, no conseguiría recordar de qué hablaron exactamente, pero sí el sentimiento que la invadió: aquella sensación de verdadera proximidad, de sentirse segura. Se acercó más a él, que le posó la mano sobre uno de los muslos. El contacto hizo despertar algo dentro de ella, y por primera vez en mucho tiempo se permitió sentirse deseada. No había experimentado aquel calor en la entrepierna desde que vio la película Titanic por enésima vez en pleno duelo por su divorcio.

—¿Sabes? Me voy a quedar en el hotel esta noche, ¿hay alguna manera de convencerte para que te quedes conmigo? Todos mis amigos tienen pareja con quien pasar la noche.

Soraya confirmó que le encantaría, así que decidieron encaminarse a su habitación y Kjell sugirió llamar al servicio de habitaciones. Ella empezaba a estar ya un poco achispada y por un instante se paró a reflexionar sobre si irse con un desconocido a la habitación de un hotel era un completo disparate o sobre si no estaría demasiado nerviosa como para llevar a cabo lo que estaba a punto de suceder. Lo que quiera que fuese. Dejaron las copas sobre la mesa y se dirigieron al ascensor.

 

Soraya no consiguió localizar a Gisela, pero tanto Milla como Karin se encontraban en sus respectivos asientos, solas. Kjell le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo fuertemente hacia él. Ella sentía cómo el calor, ahora palpitante, de su entrepierna, iba aumentando y se aferró con más fuerza a él. El ascensor estaba vacío, y antes incluso de que las puertas se cerrasen por completo, la besó. Soraya, cogida por sorpresa, dejó escapar una risita nerviosa; no pensaba que fuera a pasar nada hasta que los dos hubiesen bebido un poco más, pero dejó que continuase. Tras un breve episodio de confusión, buscó sus labios y respondió a sus avances. Él cambió de postura y le recorrió todo el cuello con los labios, hasta llegar a la clavícula. Soraya contuvo la respiración. Cuando aún estaba casada, su marido nunca le había hecho nada parecido. Kjell le agarró un muslo y le separó ligeramente las piernas.

—¿Puedo? —pidió permiso.

Soraya asintió y tuvo que imaginarse que estaba soñando para conseguir mantenerse de pie contra las paredes del ascensor. De rodillas, Kjell le recorrió los muslos a besos hasta llegar a las braguitas, que apartó delicadamente hacia un lado. Soraya respiró entrecortadamente cuando él procedió a recorrer con sus besos la delicada y fina piel de la ingle. Sin previo aviso, el ascensor emitió un pitido y las puertas se abrieron. Kjell se puso en pie, le dio la mano a Soraya y la condujo a su habitación.

 

Ya dentro, la colocó delicadamente de espaldas contra la robusta puerta y con una leve inclinación se acercó aún más a ella. Soraya estaba demasiado embelesada con la situación y demasiado excitada como para atreverse a hacer otra cosa que no fuera seguir sus movimientos. Tenía miedo de estropear el ambiente y la tensión sexual, miedo de que él se detuviese si ella se atrevía a hablar. Él volvió a arrodillarse frente a ella y murmuró algo acerca de continuar donde lo habían dejado, y volvió a posar sus labios sobre la delicada piel de la ingle, justo donde comenzaba el vello púbico. Aunque a él no parecía importarle lo más mínimo, puesto que en el momento en que Soraya iba a pedirle disculpas por no ir depilada, se inclinó hacia adelante para inhalar su esencia. Soraya tenía los ojos cerrados. Los labios de Kjell le besaban la vulva con una cadencia suave y rítmica, al mismo tiempo que le sujetaba los muslos con más fuerza. Aquel contraste entre violencia y ternura la hizo derretirse; se sentía como plastilina en sus manos. Kjell apoyó una de las piernas de Soraya sobre su hombro, separándoselas aún más, y empezó a hacer movimientos con la lengua hacia adentro y hacia afuera, adelante y atrás. Ella se dedicó a disfrutarlo.

 

Gisela, en cambio, no se lo podía creer. A Soraya, la mayor y más sosa de las cuatro con diferencia, se le había acercado un tipo atractivo que, encima, parecía agradable, pues se reían y charlaban animadamente. Bien es cierto que era algo mayor para su gusto, pero sabía reconocer la calidad cuando la tenía delante. En cambio, a ella le había tocado en suerte un pretendiente con el que no tenía absolutamente nada en común y al que, además, le sudaban las manos de una manera horrorosa. ¡Qué injusta es la vida! Esto había sido idea de Gisela y, si existe la justicia universal, el hombre más atractivo de la sala tendría que estar con ella antes de que finalizara la noche. Al menos su compañero había sido puntual y se había presentado exactamente a las nueve en punto, pero desde su llegada había estado monologando sobre sí mismo. Si había algo que le quitaba las ganas a Gisela era un hombre que no fuera capaz de verla. Ella necesitaba que la venerasen, no quedarse sentada escuchando a un tipo repelente que ni siquiera tenía la cortesía de devolverle las preguntas. Así pues, después de quince minutos de conversación se excusó, diciendo que no se sentía demasiado bien y que tenía que ir al baño. En cuanto cruzó el umbral de la puerta de los aseos la invadió una sensación de alivio. Echó un vistazo a las redes sociales en el móvil; todos sus conocidos habían subido fotos de ellos, de sus parejas y de sus invitados.

 

Después de diez minutos en el baño, regresó sigilosamente al bar e inspeccionó la estancia en busca de su pretendiente. Seguía allí, lo que le hizo exhalar un suspiro de frustración. Se planteó escabullirse del hotel e ir en busca de otro bar, pero decidió que eso supondría rendirse y ella no era de las que tiraban la toalla. Así que optó por situarse en una zona recogida del bar desde la que podía vigilar sin ser vista a su acompañante. Él no se movió, pidió dos cervezas, se las terminó y, al final, casi una hora después de que ella lo hubiese abandonado, decidió marcharse, serpenteando hacia la salida con pasos inestables. —¡Bravo! —dijo Gisela para sus adentros, y al cabo de diez minutos regresó a la barra. El barman, un chico joven con el cabello meticulosamente peinado, arqueó las cejas al verla sentarse en el mismo taburete que había ocupado antes y pedir algo de beber.

—Creo que tu amigo se acaba de marchar —dijo, mientras le preparaba la bebida.

—¡Hum! —respondió Gisela mientras rebuscaba en el bolso, tratando de encontrar la tarjeta para pagar.

—¿Me equivoco si digo que esta noche buscas otra cosa? —continuó el barman, en tono seductor.

Gisela alzó la vista y lo diseccionó con la mirada. Era atractivo, de eso no cabía duda, pero demasiado joven. Bufando, le dio la tarjeta y le advirtió: —Mira, niño, tengo edad suficiente como para ser tu madre.

Él le cogió la tarjeta de la mano, le dio la vuelta para leer el nombre y se la devolvió.

—Entonces, seguramente puedas enseñarme una cosa o dos —continuó, guiñando el ojo.

Al oír eso, algo dentro de Gisela la impulsó a entrar en acción. El muchacho la estaba mirando fijamente, haciéndola sentir importante y deseada.

 

Gisela se quedó sentada junto a la barra hablando con el barman, mientras recorría su cuerpo firme y juvenil con la mirada. Él le contó que estaba estudiando derecho y que trabajaba en el bar para sacarse un dinero extra. Gisela no se estaba tomando la situación demasiado en serio, pero tuvo que admitir que se lo estaba pasando bien. Transcurrió otra hora y, justo antes de las campanadas, todos los asistentes se arremolinaron en torno a la barra para pedir algo de beber antes de desplazarse a la terraza, desde donde se disfrutaban de las mejores vistas de los fuegos artificiales. Cuando hubo servido la última copa de champán, el barman se volvió hacia Gisela y le pidió su opinión sobre los fuegos artificiales en general.

—Son bonitos, pero creo que se les da más importancia de la que tienen —replicó.

Él asintió con la cabeza, sonriendo.

—¿Prefieres hacer otra cosa cuando den las campanadas? —le preguntó, contemplándola con ojos resplandecientes y curiosos que la hicieron sentir interesante.

Le respondió que sí, que se apuntaba a lo que fuera, suponiendo que se refería a quedarse charlando en la barra, pero en vez de eso, se quitó el delantal, abrió la portezuela de la barra y se acercó a Gisela. La cogió de la mano y le propuso: —Ven conmigo, te voy a enseñar una cosa.

La condujo hasta una diminuta puerta al otro lado del bar que abrió con llave. Tras la puerta se ocultaba una estancia mal iluminada en la que se acumulaban las cajas y las botellas, y al fondo pudo distinguir una pequeña ventana que daba al canal. En aquel momento, Gisela tuvo la revelación de que la diferencia de edad no importaba en absoluto, solo quería pasárselo bien. Se giró hasta ponerse frente a él y de un empujón cerró la puerta tras ella.

—Así que… puedo enseñarte una cosa o dos, ¿no? —dijo con voz ronca, atrayéndolo hacia ella.