La soberanía de Dios - A. W. Pink - E-Book

La soberanía de Dios E-Book

A. W. Pink

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 ¿Quién gobierna todas las cosas? La situación actual exige a gritos un nuevo examen y una nueva presentación de la omnipotencia, suficiencia y soberanía de Dios. Es preciso que desde todos los púlpitos se predique a gran voz que Dios vive todavía, y que todavía reina. La fe está actualmente sometida a la prueba del fuego, y no hay lugar alguno de reposo firme y suficiente para el corazón y la mente sino en el Trono de Dios. Lo que ahora se necesita, como nunca antes, es un énfasis pleno, positivo y constructivo en el hecho de que Dios es Dios. A grandes males grandes remedios. Las congregaciones están hartas de palabras huecas y simples generalizaciones; es preciso que se les de algo concreto y específico. El jarabe tranquilizante quizá pueda servir para los niños de carácter nervioso; pero los adultos necesitan un tónico de hierro, y no conocemos nada mejor para infundir vigor espiritual en nuestro ánimo que una comprensión espiritual del pleno carácter de Dios. Está escrito: "El pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará" (Daniel 11:32).

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Publicado por:Publicaciones Faro de GraciaP.O. Box 1043Graham, NC 27253www.farodegracia.orgISBN: 978-1-629462-58-5

© Traducción al español por Giancarlo Montemayor, Copyright 2020. Todos los Derechos Reservados. Edición por Armando Molina. El diseño de la portada y las páginas fue realizado por Francisco Adolfo Hernández Aceves.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio –electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro –excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.

Las citas marcadas por un asterisco son la traducción del autor. Las itálicas en las citas de la Escritura indican un énfasis añadido.

© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Todos los derechos reservados.

Contenido

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN

PREFACIO A LA CUARTA EDICIÓN

INTRODUCCIÓN

Capítulo 1 DEFINICIÓN DE LA SOBERANÍA DE DIOS

Capítulo 2 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA CREACIÓN

Capítulo 3 LA SOBERANÍA DE DIOS EN SU ADMINISTRACIÓN

Capítulo 4 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA SALVACIÓN

Capítulo 5 LA SOBERANÍA DE DIOS EN LA REPROBACIÓN

Capítulo 6 LA SOBERANÍA DE DIOS EN ACCIÓN

Capítulo 7 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA VOLUNTAD DEL HOMBRE

Capítulo 8 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA RESPONSABILIDAD HUMANA

Capítulo 9 LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA ORACIÓN

Capítulo 10 NUESTRA ACTITUD HACIA LA SOBERANÍA DE DIOS

Capítulo 11 DIFICULTADES Y OBJECIONES

Capítulo 12 EL VALOR DE ESTA DOCTRINA

CONCLUSIÓN

Otros títulos de Publicaciones Faro de Gracia

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN

En las páginas siguientes se ha hecho un intento de examinar de nuevo, a la luz de la Palabra de Dios, algunas de las preguntas más profundas en las que pueda indagar la mente humana. Algunos han abordado estos problemas en días pasados y de su trabajo todos nos hemos beneficiado. Aunque no hace alarde de originalidad, el autor ha procurado examinar y tratar con el tema que le ocupa desde un punto de vista totalmente independiente. Hemos estudiado diligentemente los escritos de hombres como Agustín, Tomás de Aquino, Calvino, Jonathan Edwards, Ralph Erskine, Andrew Fuller y Robert Haldane. Entre aquellos que han tratado de la manera más útil la soberanía de Dios en los últimos años podemos mencionar a los doctores Rice, J.B. Moody y George S. Bishop de cuyos escritos también hemos recibido instrucción. Es muy triste pensar que estos nombres son desconocidos para la presente generación. Por supuesto, no compartimos todas sus conclusiones, pero felizmente reconocemos nuestra deuda hacia su trabajo. Intencionalmente nos hemos abstenido de citar libremente a estos teólogos porque deseamos que la fe de nuestros lectores no descanse en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Por esta razón hemos citado libremente a las Escrituras y hemos buscado fundamentar cada una nuestras declaraciones en textos bíblicos.

Sería necio de nuestra parte el esperar que esta obra sea aprobada por todos. La tendencia en la teología moderna —si le podemos llamar teología— es hacia la deificación de la criatura en lugar de la glorificación del Creador, y la levadura del racionalismo está permeando rápidamente en toda la cristiandad. Los efectos malévolos del darwinismo han tenido alcances más allá de lo que la mayoría nos percatamos. Muchos de nuestros líderes religiosos que todavía son considerados ortodoxos serían, con temor lo decimos, clasificados como heterodoxos si fuesen pesados en las balanzas del Santuario. Incluso aquellos que tienen claridad intelectual sobre otras verdades, rara vez tienen una doctrina sana. Pocos, muy pocos, hoy en día creen en la completa y total depravación del hombre. Aquellos que hablan del «libre albedrío» del hombre e insisten en su poder inherente de aceptar o rechazar al Salvador, solo muestran su ignorancia de la condición real de los hijos de Adán. Y si existen pocos que creen esto (que la condición del hombre es totalmente desesperada), hay incluso menos personas que creen en la absoluta soberanía de Dios.

Adicionalmente a los efectos de la enseñanza no bíblica, también debemos enfrentarnos con la superficialidad de la presente generación. Anunciar que cierto libro es un tratado de doctrina es suficiente para crear prejuicios en la gran mayoría de los miembros de las iglesias y los predicadores. El anhelo, hoy en día, es de algo ligero y entretenido, y pocos tienen la paciencia, mucho menos el deseo, de examinar cuidadosamente aquello que demandará toda su concentración y poder mental. También sabemos lo difícil que es encontrar, en nuestros días ajetreados, el tiempo que requiere el estudiar los temas profundos de Dios. Sin embargo, también es cierto que aquel que quiere algo, encontrará la manera de lograrlo y a pesar de las cosas desalentadoras a las que hicimos referencia, creemos que habrá un remanente piadoso que se deleitará en considerar cuidadosamente esta obra, y confiamos que tal deseo traerá «su fruto en su tiempo».

No olvidamos las palabras de alguien que dijo: «La censura es el último recurso de un oponente derrotado». El descartar este libro con el epíteto de «híper–calvinismo» no es digno de mención. No tenemos ningún gusto por la controversia y no aceptaremos ningún reto a entrar en un debate sobre las verdades discutidas en estas páginas. En cuanto a nuestra reputación, la dejamos en las manos del Señor, y a Él dedicamos esta obra y cualquier fruto que ella pueda producir, orando que Él la use para dar luz a Su amado pueblo (mientras sea acorde a Su Santa Palabra) y perdone al escritor, y guarde al lector, de cualquier falsa enseñanza que pudiera haberse infiltrado en ella. Si el gozo y el consuelo que el autor ha obtenido al escribir estas páginas son compartidos por el lector, entonces estaremos agradecidos a Aquel que nos da Su gracia para discernir las cosas espirituales.

—Arthur W. Pink, Junio 1918

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Han pasado dos años desde que la primera edición de esta obra fue presentada al público cristiano. Su aceptación ha sido más favorable de lo que el autor esperaba. Muchos le han hecho saber de la ayuda y la bendición que han recibido al examinar detenidamente su intento de dar claridad a un tema difícil. Por cada muestra de aprecio damos gracias a Aquel que nos ha dado Su luz. Algunos han condenado este libro con diversos términos; a estos los encomendamos a Dios y a Su Palabra, recordando que está escrito: «no puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo» (Juan 3:27). Otros nos han enviado críticas amigables, las cuales han sido consideradas cuidadosamente y confiamos que, en consecuencia, esta edición revisada sea, para los miembros de la fe, más provechosa que la primera.

Al parecer, se requiere una explicación sobre esto. Algunos queridos hermanos en Cristo sintieron que nuestro trato hacia la soberanía de Dios era demasiado extremo y unidireccional. Me ha sido señalado que un requisito fundamental para exponer la Palabra de Dios es la necesidad de preservar el balance de la verdad. En esto estamos de acuerdo. Dos cosas están fuera de discusión: Dios es soberano y el hombre es una criatura responsable. Pero en este libro estamos abordando la soberanía de Dios y, aunque la responsabilidad del hombre está implícita, no hacemos una pausa en cada página para insistir en ella; en lugar de ello, hemos hecho un esfuerzo para subrayar aquella verdad que en estos días es casi universalmente negada. Probablemente el 95 por ciento de la literatura contemporánea está dedicada a las tareas y las obligaciones del hombre. El hecho es que aquellos que exponen la responsabilidad del hombre son quienes han perdido «el balance de la verdad» al ignorar, en gran medida, la soberanía de Dios. Es correcto insistir en la responsabilidad del hombre pero, ¿qué hay de Dios? —¿no tiene Él ninguna demanda, ningún derecho? Cientos de obras como esta serían necesarias y diez mil sermones tendrían que predicarse sobre este tema si queremos obtener «el balance de la verdad». El balance se ha perdido debido a un énfasis desproporcionado en la parte humana y al minimizar, si no es que excluir, la parte divina. Entiendo que este libro es unilateral, pues solo pretende tratar un lado de la verdad, el lado olvidado y rechazado, el lado divino. Aún más allá, la pregunta que podría surgir es: ¿Qué es más deplorable —un sobre énfasis de la parte humana y un énfasis insuficiente de la parte divina, o un sobre énfasis en la parte divina y un énfasis insuficiente en la parte humana? Por supuesto, es más peligroso engrandecer al hombre y minimizar a Dios. La pregunta podría hacerse de la siguiente forma: ¿Podemos ser demasiado insistentes en cuanto a lo que Dios declara como cierto? ¿Podemos ser muy extremos al insistir en la absoluta y universal soberanía de Dios?

Es con profundo agradecimiento a Dios que, después de dos años de diligente estudio de las Sagradas Escrituras, con el profundo deseo de descubrir lo que al Dios Todopoderoso Le ha placido revelar a Sus hijos sobre este tema, no vemos razón alguna para retractarnos de lo que hemos escrito, y aunque hemos reorganizado el material de esta obra, la sustancia y la doctrina se mantienen sin cambios. Quiera Aquel Quien ha bendecido la primera edición de esta obra, complacerse en bendecir aún más esta revisión.

—Arthur W. Pink, Swengel, Pennsylvania, EUA, 1921

PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN

Que una tercera edición de esta obra sea necesaria es una razón para alabar fervientemente a Dios. Mientras la oscuridad se hace más profunda y las pretensiones del hombre van cada día en aumento, la necesidad de enfatizar las declaraciones de Dios se hace más grande. Mientras la Babel de la religiosidad desconcierta a tantos, es más evidente el deber de los siervos de Dios de apuntar hacia el único fundamento seguro para el corazón. Nada es más reconfortante como la seguridad de que el Señor mismo Se encuentra en el Trono del universo, haciendo «todas las cosas según el designio de su voluntad».

El Espíritu Santo nos ha dicho que en las Escrituras hay cosas difíciles de entender, pero recalcamos que son «difíciles», no «imposibles». Una espera paciente en el Señor y una diligente comparación entre textos bíblicos, frecuentemente resulta en una apreciación más completa de aquello que antes nos parecía oculto. Durante los últimos diez años le ha complacido a Dios el otorgarnos más luz en ciertas partes de Su Palabra y esto lo hemos utilizado para mejorar nuestra exposición de diferentes pasajes. Pero es con profundo agradecimiento que no vemos necesidad de cambiar o modificar alguna doctrina contenida en las primeras ediciones. Al paso del tiempo nos hemos percatado (por gracia divina) de la importancia y el valor de la soberanía de Dios que repercute en todos los aspectos de nuestras vidas.

Nuestros corazones se han regocijado al recibir una y otra vez cartas de todos los rincones del mundo, diciéndonos la ayuda y la bendición recibidas de las primeras ediciones de esta obra. Un amigo cristiano estaba tan conmovido al leerla y tan impresionado por su testimonio, que envió un cheque con el propósito de que enviáramos copias a misioneros en cincuenta países diferentes, «para que su glorioso mensaje circule por el mundo»; muchos de los cuales nos han escrito para decirnos cuánto han sido fortalecidos en su lucha en contra de las tinieblas. A Dios pertenece toda la gloria. Que Él se complazca al usar esta tercera edición para traer honor a Su nombre y para alimentar a Su grey.

—Arthur W. Pink, Morton´s Gap, Kentucky, USA, 1929

PREFACIO A LA CUARTA EDICIÓN

Es con profunda alabanza al Dios Altísimo que otra edición de este valioso libro es requerida. A pesar de que su enseñanza va directamente en contra de lo que es promulgado actualmente, estamos felices al decir que esta obra está fortaleciendo la fe, el consuelo y la esperanza de un gran número de los elegidos de Dios. Encomendamos esta nueva edición a Aquel en Quien nos deleitamos en honrar, orando que Él Se complazca en bendecir el alcance de este libro para llevar luz a Su pueblo, «para alabanza de la gloria de su gracia», y para brindar una comprensión más clara de la majestad de Dios y de Su soberana misericordia.

—I. C. Herendeen, 1949

INTRODUCCIÓN

¿Quién ordena los asuntos en la tierra hoy día —Dios o Satanás? Se admite generalmente que Dios reina en los cielos; pero se niega casi universalmente que lo haga en este mundo —si no directamente, sí indirectamente. Los hombres, en sus filosofías y teorías, tratan cada vez más de relegar a Dios a un segundo plano. Tomemos el asunto de lo material. No sólo se niega que Dios lo creó todo mediante Su acción personal y directa, sino que pocos creen que Él Se ocupe directamente de dar orden a las obras de Sus propias manos. El mundo supone que todo está ordenado conforme a «leyes naturales» impersonales e inconcretas. De esta manera se destierra al Creador de Su propia Creación. No debemos pues sorprendernos de que los hombres, en sus conceptos degradados, excluyan a Dios de la esfera de los asuntos humanos. En toda la cristiandad, con muy pocas excepciones, se sostiene la teoría de que el hombre determina su suerte y decide su destino por su «libre albedrío». Satanás tiene la culpa de gran parte del mal que existe en el mundo, según afirman alegremente aquellos que, teniendo mucho que decir de la «responsabilidad del hombre», niegan frecuentemente su propia responsabilidad, atribuyendo al diablo lo que de hecho procede de sus propios corazones malignos (Marcos 7:21–23).

Pero, ¿quién está dirigiendo los asuntos de la tierra en la actualidad —Dios o Satanás? Traten de observar el mundo de manera seria y en forma global. ¡Qué escena de confusión y caos se nos ofrece por todos lados! El pecado se comete descaradamente; abunda la ilegalidad; los malos hombres y los engañadores van de mal en peor (2 Timoteo 3:13). Hoy día, todo parece estar desconcertado. Los tronos crujen y se tambalean, las antiguas dinastías están siendo derribadas, las naciones se sublevan, la civilización es un fracaso demostrado; la mitad de la cristiandad estaba abrazada no hace mucho en mortal combate; y ahora, cuando el titánico conflicto ha terminado, en vez de tener un mundo «salvaguardado para la democracia», hemos descubierto que este sistema inspira muy poca seguridad para el gobierno del mundo. La inquietud, el desconcierto y la ilegalidad brotan por todas partes, y nadie puede decir cuándo comenzará otra gran guerra. Los estadistas están confundidos y aturdidos. «Desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra» (Lucas 21:26). ¿Dan a entender estas cosas que Dios lo dirija todo?

Concentremos ahora nuestra atención en el aspecto religioso. Después de diecinueve siglos de predicación del Evangelio, Cristo es aún «despreciado y desechado entre los hombres». Peor aún, muy pocos son los que proclaman y engrandecen al Cristo de la Escritura. En la mayoría de los púlpitos modernos se Le deshonra y niega. A pesar de los frenéticos esfuerzos que se hacen para atraer a las multitudes, la mayoría de las iglesias tienden a vaciarse en vez de llenarse. ¿Y qué diremos de las grandes multitudes que no asisten a la iglesia? A la luz de la Escritura nos vemos obligados a creer que la mayoría está en el camino espacioso que lleva a la perdición, y que pocos son los que están en el camino angosto que lleva a la vida. Muchos afirman que el cristianismo es un fracaso, y la desesperación embarga multitud de corazones. No pocos de los que son del pueblo del Señor están confundidos, y su fe se halla sometida a seria prueba. ¿Y qué decir de Dios? ¿Ve y oye? ¿Es impotente o indiferente? Algunos de los considerados como líderes del pensamiento cristiano nos han dicho que Dios no pudo evitar que viniera la terrible segunda guerra, como tampoco acelerar su terminación. Se decía abiertamente que la situación estaba más allá de Su control. ¿Dan estas cosas la impresión de que es Dios Quien está dirigiendo al mundo?

¿Quién gobierna las cosas de la tierra actualmente —Dios o el diablo? ¿Cuál es la impresión que sacan los hombres del mundo que a veces asisten a un culto evangélico? ¿Cuáles son los conceptos que se forman los que oyen a predicadores considerados como ortodoxos? ¿Acaso da la impresión de que los cristianos creen en un Dios decepcionado? Si oímos lo que dice el típico evangelista de nuestros días, ¿no está obligado cualquier oyente reflexivo a concluir que el tal profesa representar a un Dios lleno de intenciones benévolas, pero incapaz de llevarlas a cabo; que está deseando de veras bendecir a los hombres pero estos no Se lo permiten? Si es así, ¿no debe, acaso, el oyente ordinario deducir que el diablo ha sacado ventaja y que Dios es más digno de compasión que de culto?

¿No es cierto, pues, que todo parece indicar que el diablo tiene, en efecto, mucho más que ver con los negocios de la tierra que Dios? ¡Ah! Todo depende de si andamos por fe o por vista. Estimado lector: ¿están basados tus pensamientos sobre este mundo y la relación de Dios con el mismo, en lo que ves? Enfréntate seria y honradamente con esta pregunta. Y si eres cristiano, muy probablemente tendrás motivos para estar avergonzado y reconocer que efectivamente es así. Es lamentable que en realidad andemos tan poco por la fe. Pero, ¿qué significa andar por fe? Significa que nuestros pensamientos son formados, nuestras acciones reguladas, y nuestras vidas moldeadas por las Sagradas Escrituras, pues, «la fe es por el oír, y el oír por la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). Es por la Palabra de verdad, y solo a través de ella, que podemos aprender cuál es la relación de Dios con este mundo.

¿Quién está dirigiendo los asuntos de esta tierra hoy? ¿Dios o Satanás? ¿Qué dice la Escritura? Antes de pasar a considerar la respuesta directa a esta pregunta, notemos que las Escrituras predijeron exactamente lo que ahora vemos y oímos. La profecía de Judas se está cumpliendo. Explicar detalladamente esta afirmación nos apartaría demasiado del asunto que nos ocupa, pero lo que tenemos particularmente en mente es lo que nos dice el versículo 8 de dicha epístola: «de la misma manera también estos soñadores mancillan la carne, rechazan la autoridad y blasfeman de las potestades superiores». Sí, «critican» a la Autoridad Suprema, al «solo Soberano, Rey de reyes y Señor de Señores». La irreverencia es el sello característico de nuestra época, y como resultado, el espíritu de desobediencia, que no conoce freno y que arroja de sí todo lo que impide el libre curso del propio albedrío, está invadiendo la tierra arrollándolo todo como un gran diluvio. Los miembros de la nueva generación son los transgresores más flagrantes, y en la decadencia y la desaparición de la autoridad de los padres sobre los hijos tenemos un precursor seguro del derrumbamiento de la autoridad cívica. Por tanto, en vista de la creciente falta de respeto por las leyes humanas y de la negativa a dar honra a quien se debe honra, no debemos sorprendernos de que el reconocimiento de la majestad, la autoridad y la soberanía del Omnipotente quede relegado cada vez más a segundo término y que las masas tengan cada vez menos paciencia para con los que insisten en tales cosas.

¿Quién ordena actualmente todo lo que ocurre aquí abajo? ¿Dios, o el diablo? ¿Qué dicen las Escrituras? Si creemos en sus declaraciones claras y positivas, no hay lugar para la incertidumbre. Afirman una y otra vez que Dios Se sienta en el trono del universo; que la autoridad está en Sus manos; que Él lo dirige todo «según el designio de su voluntad». Nos lo presentan, no solo como el Hacedor de todo lo creado, sino también como el Gobernante y Rey de las obras de Sus manos. Afirman que Dios es el Todopoderoso, que Su voluntad es irrevocable, que es soberano absoluto en todas las esferas de Sus vastos dominios. E indudablemente es preciso que así sea. Solo hay dos alternativas posibles: que Dios dirija o que sea dirigido; que domine o que sea dominado; que haga Su propia voluntad o que Sus criaturas se lo impidan. Si admitimos el hecho de que Él es el Altísimo, el Omnipotente y Rey de reyes, revestido de Su perfecta sabiduría y poder ilimitado, es ineludible entonces la conclusión de que el Señor debe ser Dios en los hechos, tanto como lo es de nombre.

En relación a todo cuanto hemos referido brevemente, hemos de decir que la situación actual exige a gritos un nuevo examen y una nueva presentación de la omnipotencia, suficiencia y soberanía de Dios. Es preciso que desde todos los púlpitos se predique a gran voz que Dios vive todavía, y que todavía reina. La fe está actualmente sometida a la prueba del fuego, y no hay lugar alguno de reposo firme y suficiente para el corazón y la mente sino en el Trono de Dios. Lo que ahora se necesita, como nunca antes, es un énfasis pleno, positivo y constructivo en el hecho de que Dios es Dios. A grandes males grandes remedios. Las congregaciones están hartas de palabras huecas y simples generalizaciones; es preciso que se les de algo concreto y específico. El jarabe tranquilizante quizá pueda servir para los niños de carácter nervioso; pero los adultos necesitan un tónico de hierro, y no conocemos nada mejor para infundir vigor espiritual en nuestro ánimo que una comprensión espiritual del pleno carácter de Dios. Está escrito: «El pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará» (Daniel 11:32).

No cabe duda de que está a punto de producirse una crisis mundial y el miedo se apodera de los hombres, ¡pero no de Dios! A Él nunca Se Le toma por sorpresa. No tiene que tratar con una emergencia inesperada, pues Él es Quien «hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Efesios 1:11). Por eso, aunque el mundo esté sobrecogido por el terror, la palabra para el creyente es «no temas». Todas las cosas están sujetas a Su control directo; todas las cosas se desarrollan conforme a Su eterno propósito y, por tanto, «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8:28). Es preciso que sea así, pues «de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Romanos 11:36). Sin embargo, ¡cuán poco se comprende esto hoy, incluso por los del pueblo de Dios! Muchos suponen que Él es poco más que un espectador observando desde lejos sin tomar parte directa en los asuntos de la tierra. Es cierto que el hombre tiene voluntad, pero también la tiene Dios. Es cierto que el hombre está dotado de poderes, pero Dios es Todopoderoso. Es cierto que, hablando en general, el mundo material está regido por leyes; pero tras esas leyes está el Legislador y Ejecutor. El hombre no es más que una criatura. Dios es el Creador; y siglos incontables antes que el hombre viera la luz por primera vez, «el Dios fuerte» (Isaías 9:6) existía ya; y antes que el mundo fuera fundado trazó Sus planes. Siendo infinito en poder —y siendo el hombre finito— Su propósito y designio no pueden ser resistidos u obstaculizados por las criaturas de Sus manos.

Reconocemos que la vida es un problema profundo, y que por todas partes nos rodea el misterio; pero no somos como las bestias del campo, ignorantes de su origen e inconscientes de lo que está ante ellas. No; «tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 Pedro 1:19). Y es a esta Palabra de Profecía que ciertamente hacemos bien en «estar atentos», a esta Palabra que no tuvo su origen en la mente del hombre sino en la de Dios; «porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21). Al volvernos a la Palabra y ser instruidos por ella, descubrimos un principio fundamental que es preciso sea aplicado a todos los problemas: en vez de empezar con el hombre y su mundo y retroceder hasta Dios, es necesario que empecemos con Dios y descendamos luego hasta el hombre. «En el principio (...) Dios» (Génesis 1:1). Apliquemos este principio a la situación actual. Comencemos a partir del mundo tal como está hoy y tratemos de retroceder hasta llegar a Dios y todo parecerá demostrar que el Supremo Hacedor no tiene relación alguna con el mundo. Pero si empezamos con Dios, siguiendo después hacia abajo, la luz, y luz en abundancia, iluminará el problema. Debido a que Dios es Santo, Su ira se enciende contra el pecado. Debido a que Dios es justo, Sus juicios descienden contra los que contra Él se rebelan. Debido a que Dios es fiel, se cumplen las solemnes amenazas de Su Palabra. Debido a que Dios es Omnipotente, ninguno puede resistirse a Él con éxito y menos aun destruir Su Propósito. Debido a que Dios es Omnisciente, no hay problema que escape a Su conocimiento ni dificultad que confunda Su sabiduría. Es precisamente porque Dios es Quien es y lo que es, que ahora contemplamos lo que está ocurriendo en la tierra: el principio del derramamiento de Sus juicios. Conociendo Su inflexible justicia e inmaculada santidad, no podíamos esperar otra cosa que lo que hoy contemplan nuestros ojos.

Sin embargo, conviene decir muy enfáticamente que el corazón solo puede hallar consuelo y gozo en la bendita verdad de la soberanía absoluta de Dios en tanto que se ejercite la fe. La fe se ocupa continuamente de Dios, ese es su carácter; eso es lo que la diferencia de la teología intelectual. La fe se sostiene «como viendo al Invisible» (Hebreos 11:27); soporta los desengaños, las dificultades y todos los pesares de la vida, reconociendo que todo viene de la mano de Aquel que es infinitamente sabio como para errar e infinitamente amante como para ser cruel. Si atribuimos lo que ocurre a cualquier otra causa que no sea Dios mismo, no habrá reposo para el corazón ni paz para el espíritu. Mas si recibimos todo cuanto afecta a nuestras vidas como de Su mano, entonces, sean cuales fueren las circunstancias o lo que nos rodea, tanto si estamos en una choza como encerrados en una prisión o en la hoguera del martirio, nos será dado poder para decir: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos» (Salmo 16:6). He aquí el lenguaje de la fe, y no el de la vista ni de los sentidos.

Sin embargo, si en vez de someternos al testimonio de la Sagrada Escritura, si en vez de andar por fe, andamos en pos de la evidencia de nuestros ojos y razonamos sobre esta base, caeremos en el lodazal de un virtual ateísmo. Asimismo, nuestra paz se acabará si somos guiados por las opiniones y los puntos de vista de otros. Aún admitiendo que hay muchas cosas en este mundo de pecado y sufrimiento que nos desaniman y entristecen; aun admitiendo que muchos aspectos de la providencia de Dios nos sobrecogen y aturden, no es razón suficiente para que nos unamos al incrédulo y al hombre del mundo que dice: «Si yo fuera Dios, no permitiría esto ni toleraría aquello». Es mucho mejor, en presencia del misterio que nos deja perplejos, decir con el salmista: «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmo 39:9). La Escritura nos dice que los juicios de Dios son «insondables», y sus caminos «inescrutables» (Romanos 11:33). Así debe ser si la fe ha de ser probada, si la confianza en Su sabiduría y justicia ha de ser fortalecida, y la sumisión a Su santa voluntad ha de ser sostenida.

Esta es la diferencia fundamental entre el hombre de fe y el incrédulo. El incrédulo es «del mundo», todo lo mide por la vara de lo mundano, considera la vida desde el punto de vista del tiempo y los sentidos y todo lo pesa en la balanza de su propio entendimiento carnal. Mas el hombre de fe tiene la mente de Dios, todo lo mira desde Su punto de vista, valora las cosas según la medida espiritual, y considera la vida a la luz de la eternidad. De esta forma, acepta todo como proviniendo de la mano de Dios, su corazón vive tranquilo en medio de la tormenta y se goza en la esperanza de la gloria del Altísimo.

A continuación presentamos la línea de pensamiento que se sigue a lo largo de este libro: Nuestro primer postulado será, que debido a que Dios es Dios, Él hace lo que Le place, solo como Le place, siempre como Le place; asimismo, que Su interés máximo está puesto en el cumplimiento de Su deseo y la promoción de Su Gloria. Él es el Ser Supremo, y por lo tanto el Soberano del universo. Partiendo de este postulado contemplaremos el ejercicio de la soberanía de Dios, primeramente en la Creación; en segundo lugar en Su administración gubernamental sobre las obras de Sus manos; en tercer lugar en la salvación de Sus elegidos; en cuarto lugar en la reprobación de los impíos, y en quinto lugar, en la operación externa e interna en los hombres. En seguida consideramos la soberanía de Dios en cuanto a su relación con la voluntad humana en particular, y la responsabilidad humana en general, y mostraremos cuál es la única actitud apropiada que debemos tener a la luz de la majestad del Creador. Se ha apartado un capítulo separado para considerar algunas de las dificultades al respecto, y para responder a algunas de las preguntas que muy probablemente surgirán en las mentes de nuestros lectores. Otro capítulo se ha dedicado a una examinación más cuidadosa (aunque breve) acerca de la relación entre la soberanía de Dios y la oración. Finalmente, hemos tratado de mostrar cómo la soberanía de Dios es una verdad revelada en la Escritura para nosotros, con el fin de consolar nuestros corazones, fortalecer nuestras almas y bendecir nuestras vidas. Una comprensión debida de la soberanía de Dios, promueve un espíritu de adoración; provee motivación para la piedad práctica, e inspira celo en el servicio. Es profundamente humillante para el corazón humano, pero glorifica a Dios, pues rebaja al hombre hasta el polvo delante de su Creador

Sabemos perfectamente que lo que acabamos de escribir está en abierta oposición a la mayor parte de lo que normalmente se enseña hoy en día tanto en la literatura religiosa como en los púlpitos. Admitimos gustosamente que el postulado de la soberanía de Dios, con toda su consecuencia, contradice en forma directa las opiniones y pensamientos del hombre natural. En verdad, la mente carnal es completamente incapaz de pensar en estas cosas; no está capacitada para evaluar debidamente el carácter y los caminos de Dios, y es por esto que Dios nos ha dado una revelación con toda claridad: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8–9). A la luz de este texto, solo cabe esperar que gran parte del contenido de la Biblia choque con el sentir de la mente carnal, que es enemistad contra Dios. Por consiguiente, no apelamos a las creencias hoy día populares, ni a los credos de las iglesias, sino a la ley y al testimonio de Jehová. Todo lo que pedimos es un examen imparcial y atento de lo que hemos escrito, y que esto se haga en oración, a la luz de la Lámpara de la verdad. Que el lector esté atento a la exhortación Divina: «Examinadlo todo, retened lo bueno» (1 Tesalonicenses 5:21).

Capítulo 1DEFINICIÓN DE LASOBERANÍA DE DIOS

“Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos”(1 Crónicas 29:11).

La soberanía de Dios es una expresión que en otros tiempos era generalmente entendida. Era una expresión usada comúnmente en la literatura religiosa, un tema frecuentemente expuesto en el púlpito, una verdad que consolaba a muchos corazones y daba estabilidad al carácter cristiano. Sin embargo, actualmente, mencionar la soberanía de Dios es en muchos sectores como hablar un idioma desconocido. Si anunciáramos desde el púlpito que el tema de nuestro mensaje será la soberanía de Dios, nuestro anuncio sonaría como algo totalmente ininteligible, como si hubiésemos sacado la frase de una de las lenguas muertas. Es lamentable que sea así. Es lamentable que la doctrina que es llave de la historia, intérprete de la providencia, trama de la Escritura y fundamento de la teología cristiana, sea tan poco entendida y se encuentre tan descuidada.

La soberanía de Dios. ¿Qué queremos decir con esta expresión? Nos referimos a la supremacía de Dios, a que Dios es Rey, que Dios es Dios. Decir que Dios es soberano es declarar que es el Altísimo, el que hace todo conforme a Su voluntad, tanto en las huestes de los cielos como entre los habitantes de la tierra, de modo que nadie puede detener Su mano ni decirle: ¿Qué haces? (Daniel 4:35). Decir que Dios es soberano es declarar que es el Omnipotente, el poseedor de toda potestad en los cielos y en la tierra, de modo que nadie puede hacer fracasar Sus consejos, impedir Sus propósitos, ni resistir Su voluntad (Salmo 115:3). Decir que Dios es soberano es declarar que «él regirá las naciones» (Salmo 22:28), levantando reinos, derrumbando imperios y determinando el curso de las dinastías según Le plazca. Decir que Dios es soberano es declarar que es el «solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores» (1 Timoteo 6:15). Tal es el Dios de la Biblia.

¡Cuán diferente es el Dios de la Biblia del Dios de la cristiandad moderna! El concepto de la Deidad que hoy día predomina más ampliamente, aun entre los que profesan estudiar las Escrituras, es una pobre caricatura y una sentimental imitación de la verdad. El dios del siglo XX, es un ser impotente, frágil, que no inspira respeto a nadie. El dios que se percibe en la sociedad es creación del sentimentalismo. El dios predicado en muchos púlpitos de la actualidad es más digno de compasión que de temor reverente. Decir que Dios Padre se ha propuesto la salvación de toda la humanidad, que Dios Hijo murió con la intención expresa de salvar a toda la raza humana, y que Dios Espíritu Santo está ahora procurando ganar el mundo para Cristo, cuando podemos observar claramente que la gran mayoría de nuestros semejantes está muriendo en pecado y está pasando a una eternidad sin esperanza, equivale a decir que Dios Padre ha sido decepcionado, que Dios Hijo ha quedado insatisfecho, y que Dios Espíritu Santo está siendo derrotado. Quizá hayamos planteado el asunto crudamente, pero la conclusión es inevitable. Argumentar que Dios está «haciendo todo lo que puede» para salvar a la humanidad entera, pero que la mayoría de los hombres no deja que lo haga, equivale a decir que la voluntad del Creador es impotente y que la voluntad de la criatura es omnipotente. Echar la culpa al diablo, como muchos hacen, no resuelve la dificultad, pues si Satanás esta frustrando el propósito de Dios, entonces Satanás sería todopoderoso y Dios ya no sería el Ser Supremo.

Declarar que el plan original del Creador ha sido frustrado por el pecado, es destronara Dios. Sugerir que Dios fue tomado por sorpresa en el Edén y que ahora está tratando de remediar una desgracia imprevista, es degradar al Altísimo al nivel de un mortal finito y falible. Argumentar diciendo que el hombre es el que determina exclusivamente su propio destino y que por tanto tiene poder para oponerse a su Hacedor, es despojar a Dios del atributo de la omnipotencia. Decir que la criatura ha rebasado los límites impuestos por su Creador y que Dios es ahora prácticamente un impotente espectador del pecado y el sufrimiento acarreados por la caída de Adán, es rechazar la declaración expresa de la Sagrada Escritura: «Ciertamente la ira del hombre te alabará; Tú reprimirás el resto de las iras» (Salmo 76:10). En resumen, negar la soberanía de Dios es entrar en un sendero que, de seguirse hasta su conclusión lógica, lleva al ateísmo.

La soberanía del Dios de la Escritura es absoluta, irresistible e infinita. Cuando decimos que Dios es soberano, afirmamos Su derecho a gobernar el universo, el cual ha hecho para Su propia gloria, de la manera que a Él le plazca. Afirmamos que Su derecho es el derecho del alfarero sobre el barro; Él puede moldear ese barro en la forma que quiera, haciendo de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra. Afirmamos que Él no está sujeto a norma ni ley alguna fuera de Su propia voluntad y naturaleza, que Dios es ley en Sí mismo y que no tiene obligación alguna de dar cuenta a nadie de Sus acciones.

La soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios. Él es soberano en todos Sus atributos. Él es soberano en el ejercicio de Su Poder. Lo ejerce según quiere, cuando quiere y donde quiere. Este hecho está probado en cada página de la Escritura. Durante largo tiempo ese poder pareciera estar dormido, pero de repente surge con potencia irresistible. Faraón se atrevió a poner impedimentos a que Israel saliese a adorar a Jehová en el desierto, ¿y qué ocurrió? Dios ejerció Su poder, Su pueblo fue liberado y los crueles capataces de Faraón fueron muertos. Pero poco después los amalecitas se atrevieron a atacar a estos mismos israelitas en el desierto; ¿y qué ocurrió entonces? ¿Interpuso Dios Su poder en esta ocasión y extendió Su mano como lo hizo en el Mar rojo? ¿Fueron estos enemigos de Su pueblo inmediatamente abatidos y destruidos? No, al contrario, Jehová juró que tendría «guerra con Amalec de generación en generación» (Éxodo 17:16). Asimismo, cuando Israel entró en la tierra de Canaán, el poder de Dios fue manifestado nuevamente de forma memorable. La ciudad de Jericó impedía el avance de los suyos; ¿qué sucedió? Israel no uso un solo arco ni dio un solo golpe: Jehová alzó Su mano y los muros cayeron. Sin embargo, ¡este milagro no se repitió jamás! Ninguna otra ciudad cayó de forma semejante. ¡Todas las demás tuvieron que ser tomadas a espada!

Podrían mencionarse otros muchos ejemplos para ilustrar el ejercicio soberano del poder de Dios. Dios interpuso Su poder y David fue librado del gigante Goliat; las bocas de los leones fueron tapadas y Daniel escapó ileso; los tres jóvenes hebreos fueron echados en el horno de fuego y salieron sin daño ni quemadura. Pero este poder de Dios no siempre se interpuso para liberación de Su pueblo, pues leemos: «Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados» (Hebreos 11:36– 37). Pero, ¿por qué? ¿Por qué estos hombres de fe no fueron librados como los demás? ¿Por qué a aquellos se les permitió seguir viviendo y a éstos no? ¿Por qué había de interponerse el poder de Dios y rescatar a unos y no a otros? ¿Por qué permitió Él que Esteban fuese apedreado hasta la muerte, y luego libró a Pedro de la cárcel?

Dios es soberano en la delegación de Su poder a otros. ¿Por qué dio a Matusalén una vitalidad que le permitió sobrevivir a todos sus contemporáneos? ¿Por qué concedió a Sansón una fuerza que nadie jamás ha podido igualar? Porque está escrito: «Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas» (Deuteronomio 8:18). Pero es evidente que Dios no derrama este poder por igual sobre todas las criaturas. ¿Por qué no? He aquí la única y suficiente respuesta a estas preguntas: porque Dios es soberano y por ser soberano, hace lo que Le place.

Dios es soberano en el ejercicio de Su misericordia. Es necesario que sea así, pues la misericordia está regida por la voluntad de Aquel que es misericordioso. La misericordia no es un derecho del hombre. La misericordia es el adorable atributo de Dios por medio del cual muestra compasión y socorro hacia los desamparados. Sin embargo, bajo el justo gobierno de Dios, nadie es infeliz sin merecerlo. La misericordia se derrama por tanto sobre los desgraciados; estos merecen castigo y no misericordia. Hablar de merecer misericordia es una contradicción de términos.

Dios concede misericordia a quién Él quiere y la retiene según Le parece bien. Una ilustración notable de esta verdad se puede ver en la manera que respondió a las oraciones de dos hombres, hechas bajos dos circunstancias muy diferentes. Se había decretado una sentencia de muerte sobre Moisés por un tan solo acto de desobediencia, y este buscó al Señor para ser perdonado. Pero, ¿fue cumplido este deseo? No; Moisés le dice a Israel: «Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta» (Deuteronomio 3:26). Ahora toma nota del segundo caso: «En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la pared, y oró a Jehová y dijo: Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro. Y antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio, vino palabra de Jehová a Isaías, diciendo: Vuelve, y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y añadiré a tus días quince años». (2 Reyes 20:1– 6). Estos dos hombres recibieron una sentencia de muerte y ambos oraron al Señor sinceramente para ser perdonados, uno escribió «No me escuchó» y murió; pero al otro se le dijo: «He oído tu oración» y su vida fue perdonada. ¡Qué gran ilustración y ejemplo de la verdad expresada en Romanos 9:15! «Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca».

El ejercicio soberano de la misericordia de Dios —la compasión demostrada hacia los desventurados— se mostró cuando Jehová Se hizo carne y habitó entre los hombres. Tomemos una ilustración. Durante una de las fiestas de los judíos, el Señor Jesús subió a Jerusalén, llegó al estanque de Betesda donde se encontraban «multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua». Entre esta multitud se encontraba allí «un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo». ¿Qué sucedió? «Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano?» La historia continúa: «Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo» (Juan 5:1–9). ¿Por qué este hombre fue escogido entre todos los demás? No se nos dice que clamara: «Señor, ten misericordia de mí». No hay ni una sola palabra en este relato que sugiera que este hombre poseía algo que le diese derecho a recibir un favor especial. Se trataba, pues, de un caso del ejercicio soberano de la misericordia divina, pues a Cristo Le era exactamente igual de fácil curar a toda aquella multitud, como a este hombre. Pero no lo hizo. Mostró Su poder aliviando la desventura de este hombre en particular; y por alguna razón, solo por Él conocida, Se abstuvo de hacer lo mismo por los demás. ¡Qué gran ejemplo de Romanos 9:15! —«Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca».

Dios es soberano en el ejercicio de Su amor. ¡Esta es una declaración dura! ¿Quién puede recibirla? Está escrito: «No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo» (Juan 3:27). Cuando decimos que Dios es soberano en el ejercicio de Su amor, queremos decir que Él ama a quienes elije. Dios no ama a todos (examinaremos Juan 3:16 posteriormente); si lo hiciera, amaría a Satanás también. ¿Por qué razón Dios no ama al Diablo? Porque no existe nada en él que pueda ser amado; porque no hay nada en él que atraiga el corazón de Dios. Tampoco existe nada que atraiga el amor de Dios en los hijos de Adán, ya que todos ellos son, por naturaleza, «hijos de ira» (Efesios 2:3). Si no existe nada en ningún miembro de la raza humana capaz de atraer el amor de Dios, y a pesar de ello, Él ama a algunos, entonces necesariamente concluimos que la causa de Su amor se encuentra en Él mismo, lo cual es simplemente otra forma de declarar que el ejercicio del amor de Dios para con los caídos depende solamente de Su buena voluntad. No ignoramos el hecho de que los hombres han inventado la distinción entre el amor de complacencia de Dios, y Su amor de compasión, pero este es un mero invento. La Escritura lo expresa más bien en términos de la «compasión» (Mateo 18:33 LBLA), y dice que Él «es benigno para con los ingratos y malos» (Lucas 6:35).

En el análisis final, el ejercicio del amor de Dios debe ser vinculado a Su soberanía, ya que de otra manera Él estaría amando basado en alguna regla; y si amara basado en una regla, entonces Él se encontraría bajo una ley de amor y si Él estuviera bajo una ley de amor, entonces no sería supremo, sino gobernado por una ley. Pero podrías preguntar: «¿Acaso estás negando que Dios ama a la raza humana?» A lo anterior contestamos, «Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí» (Romano 9:13). Si Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú antes de que ellos nacieran y hubiesen hecho algo bueno o malo, entonces la causa de Su amor no se encontraba en ellos, sino en Él mismo.

Que el ejercicio de Su amor sea de acuerdo solamente a Su soberanía también queda claro en Efesios 1:3–5, en donde leemos: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad». Fue «en amor» que Dios nos predestinó para ser adoptados hijos Suyos por medio de Jesucristo. ¿Según qué? ¿Según alguna bondad que encontró en ellos? No. ¿Según Su previsión de lo que seríamos? No. Veamos detenidamente la respuesta: «Según el puro afecto de su voluntad».

Dios es soberano en el ejercicio de Su gracia. Es necesario que sea así, pues la gracia es el favor mostrado hacia el que nada merece, más aún, al que merece el infierno. La gracia es lo contrario de la justicia, ya que esta exige que la ley sea aplicada imparcialmente. Exige que cada uno reciba lo que legítimamente merece, ni más ni menos. La justicia no concede favores ni hace acepción de personas. La justicia, como tal, no muestra compasión ni muestra misericordia. Sin embargo la gracia divina no se ejerce sobrepasando la justicia, antes bien «la gracia reina por la justicia» (Romanos 5:21); y si la gracia «reina», por tanto es gracia soberana.

La gracia ha sido definida como el favor inmerecido de Dios; y si es inmerecido, nadie puede reclamarlo como derecho inalienable. Un amigo estimado quien gentilmente leyó el manuscrito de este libro (y a quien debemos abundantemente por varias sugerencias excelentes), ha recalcado que la gracia es más que «favor inmerecido». Alimentar a un vagabundo que me lo solicita es «favor inmerecido», pero no llega a ser gracia. Pero supongamos que ese vagabundo me roba, y después de ello yo le doy de comer —eso sería «gracia». La gracia es, pues, conceder favor a aquel que no solamente no tiene mérito, sino que presenta motivos para negárselo. Si la gracia no se gana ni se merece, concluimos que nadie tiene derecho a ella. Si la gracia es un don, nadie puede exigirla. Por consiguiente, puesto que la salvación es por gracia, don gratuito de Dios, Él la concede a quien quiere. Ni aun el más grande de los pecadores está más allá del alcance de la misericordia divina. Así pues, la jactancia es excluida y toda la gloria es de Dios.

El soberano ejercicio de la gracia se ilustra en todas las páginas de la Escritura. Se permite que los gentiles anden en sus propios caminos, mientras que Israel se convierte en el pueblo del pacto de Jehová. Ismael, el primogénito, es desechado relativamente sin bendición, mientras que Isaac, hijo de la vejez de sus padres, es hecho hijo de la promesa. Se niega la bendición al generoso Esaú, mientras que el gusano Jacob recibe la herencia y es convertido en vaso para honra. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. La verdad divina está oculta a los sabios y prudentes, pero es revelada a los niños. Se permite que los fariseos y saduceos vayan por sus propios caminos, mientras los publicanos y las rameras son atraídos por los lazos del amor.

La gracia divina actuó de manera notable en tiempos del nacimiento del Salvador. La encarnación del Hijo de Dios fue uno de los más grandes acontecimientos de la historia del universo, y, sin embargo, el hecho y el momento del suceso no fueron dados a conocer a toda la humanidad; en cambio, fueron especialmente revelados a los pastores de Belén y a los magos de oriente. Todos estos detalles tenían un sello profético que apuntaba al carácter de esta dispensación, pues aún hoy Cristo no es dado a conocer a todos. Habría sido cosa fácil para Dios enviar una legión de ángeles a toda nación a anunciar el nacimiento de Su Hijo. Pero no lo hizo. Dios pudo fácilmente haber atraído la atención de toda la humanidad hacia la estrella; pero tampoco lo hizo. ¿Por qué? Porque Dios es soberano y concede Sus favores como Le agrada. Observemos particularmente las dos clases de personas a quienes se dio a conocer el nacimiento del Salvador −las clases más inapropiadas: pastores y gentiles de un país lejano. ¡Ningún ángel se presentó ante el Sanedrín a anunciar el advenimiento del Mesías de Israel! ¡Ninguna estrella se apareció a los escribas y doctores de la ley cuando estos, en su orgullo y propia justicia, escudriñaban las Escrituras! Escudriñaron diligentemente para descubrir dónde había de nacer y, sin embargo, no les fue dado a conocer que Él ya había venido. ¡Qué demostración de la soberanía divina! ¡Humildes pastores escogidos para un honor particular, mientras los eruditos y eminentes son pasados por alto! ¿Y por qué el nacimiento del Salvador fue revelado a estos magos extranjeros y no a aquellos en medio de los cuales había nacido? Vean en esto una maravillosa prefiguración del proceder de Dios con nuestra raza a través de toda la dispensación cristiana; soberano en el ejercicio de Su gracia, otorgando Sus favores a quien Él quiere; frecuentemente, a los más inapropiados e indignos.

Notemos que la soberanía de Dios se muestra en el lugar que Él escogió para que Su Hijo naciera. No fue a Grecia o Italia que la Gloria del Señor descendió, sino a la insignificante tierra de Palestina. Y no fue en Jerusalén, la ciudad real, que nació Emmanuel, sino en Belén, la cual era «pequeña para estar entre las familias de Judá» (Miqueas 5:2). Y fue en la despreciada Nazaret que el Salvador creció. ¡Verdaderamente los caminos de Dios no son como nuestros caminos!

Capítulo 2LA SOBERANÍA DE DIOSEN LA CREACIÓN

“Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apocalipsis 4:11).

Habiendo visto que la soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios, observemos ahora cómo este carácter soberano imprime su sello sobre todos Sus caminos y Su proceder.

En el gran espacio de la eternidad, que se extiende antes de Génesis 1:1, el universo no había nacido aún y la Creación existía tan solo en la mente del Gran Creador. En Su majestad soberana, Dios vivía solo. Nos referimos a aquel período tan distante, antes de la Creación de los cielos y la tierra. Pero aún en aquel tiempo (si tiempo puede llamarse) Dios era soberano. Podía crear o no crear conforme a Su buena voluntad