La sociedad ingobernable - Grégoire Chamayou - E-Book

La sociedad ingobernable E-Book

Grégoire Chamayou

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En todas partes había una rebelión. Ninguna relación de dominación estaba a salvo: ni la establecida entre los sexos, ni el orden racial, ni las jerarquías de clase, ni las relaciones en las familias, los lugares de trabajo y las universidades. Las convulsiones de finales de los sesenta y principios de los setenta se extendieron rápidamente por todos los sectores de la vida social y económica. Para conjurar la amenaza, las elites de los círculos empresariales idearon nuevas artes de gobierno que incluían la guerra contra los sindicatos, la primacía del valor accionarial y el destronamiento de la política. Sin embargo, el neoliberalismo –que inició así su marcha triunfal– no estuvo determinado por una simple «fobia al Estado» y por el deseo de liberar la economía de las injerencias gubernamentales. Bien al contrario, la estrategia para superar la crisis de gobernabilidad consistió en un liberalismo autoritario en el que la liberalización de la sociedad iba de la mano de nuevas formas de poder impuestas desde arriba: un «Estado fuerte» para una «economía libre » se convirtió en la nueva fórmula mágica de nuestras sociedades capitalistas.

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Akal / Pensamiento crítico / 101

Grégoire Chamayou

La sociedad ingobernable

Una genealogía del liberalismo autoritario

Traducción: Alcira Bixio

En todas partes había una rebelión. Ninguna relación de dominación estaba a salvo: ni la establecida entre los sexos, ni el orden racial, ni las jerarquías de clase, ni las relaciones en las familias, los lugares de trabajo y las universidades. Las convulsiones de finales de los sesenta y principios de los setenta se extendieron rápidamente por todos los sectores de la vida social y económica.

Para conjurar la amenaza, las elites de los círculos empresariales idearon nuevas artes de gobierno que incluían la guerra contra los sindicatos, la primacía del valor accionarial y el destronamiento de la política. Sin embargo, el neoliberalismo –que inició así su marcha triunfal– no estuvo determinado por una simple «fobia al Estado» y por el deseo de liberar la economía de las injerencias gubernamentales. Bien al contrario, la estrategia para superar la crisis de gobernabilidad consistió en un liberalismo autoritario en el que la liberalización de la sociedad iba de la mano de nuevas formas de poder impuestas desde arriba: un «Estado fuerte» para una «economía libre» se convirtió en la nueva fórmula mágica de nuestras sociedades capitalistas.

«Un relato exhaustivo, tanto histórico como sistemático, de cómo y por qué en la década de los setenta las empresas empezaron a percibir que el capitalismo democrático era ingobernable, y de lo que intentaron hacer al respecto: desde la reforma de las empresas hasta el fortalecimiento del Estado mientras se debilitaba la democracia. El libro contribuye de forma fundamental a nuestra comprensión de la revolución neoliberal, de sus orígenes y objetivos, y de sus éxitos y sus fracasos.»

Wolfgang Streeck

«Grégoire Chamayou no es el primero en caracterizar el neoliberalismo como una ideología o un programa político de acción, pero pocas veces antes esto ha sido tan ampliamente documentado y tan impactante y deliberadamente descrito.»

Martin Hubert, Deutschlandfunk

«Emocionante como una historia de detectives […] Grégoire Chamayou describe la contrarrevolución neoliberal en curso.»

L’Humanité

«Este libro es una pieza esencial en la historia de la lucha de clases de las últimas décadas, más precisamente, una historia estratégica de la lucha de clases vista desde arriba.»

Emile Bouchez, Contretemps

«Una deslumbrante y amplia genealogía de las ideas intelectuales y las estrategias políticas que se utilizaron para socavar la democracia, y hacer retroceder la seguridad económica y la mayor igualdad de los años de posguerra.»

Andrew Gamble, University of Sheffield y University of Cambridge

Grégoire Chamayou es investigador en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) y está adscrito al Institut d’His­toire des Représentations et des Idées dans les Modernités, en la École Normale Supérieure de Lyon. Entre sus publicaciones destacan Les corps vils. Expérimenter sur les êtres humains aux XVIIIe et XIXe siècles (2008), Las cazas del hombre. El ser humano como presa de la Grecia de Aristóteles a la Italia de Berlusconi (2012) y Teoría del dron. Nuevos paradigmas de los conflictos del siglo XXI (2016). Recientemente ha traducido y editado varios textos de Carl Schmitt y Hermann Heller en Du libéralisme autoritaire (2021).

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

La société ingouvernable. Une généalogie du libéralisme autoritaire

© Grégoire Chamayou, 2022

© Ediciones Akal, S. A., 2022

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5183-1

INTRODUCCIÓN

Gobernable. Adjetivo (neologismo): que puede ser gobernado.

Ejemplo: Ese pueblo no es gobernable.

Anexo del Dictionnaire de l’Académie française (1839)[1]

Este tipo de periodo es bien conocido. Los signos son inequívocos. Son los mismos que se observaban en vísperas de la Reforma protestante o de la Revolución rusa, asegura el ingeniero y «futurólogo» californiano Willis W. Harman, quien sostiene que todos los indicadores de un terremoto de grandes dimensiones están en rojo y enumera alguno de ellos: se recrudecen

las enfermedades mentales, los crímenes, los fenómenos de disrupción social, se recurre con mayor frecuencia a la policía para controlar las conductas, se aceptan cada vez más los comportamientos hedonistas (en particular sexuales) […] se multiplican las inquietudes en relación con el porvenir, se pierde la confianza en las instituciones, sean estas gubernamentales o empresariales, se extiende la sensación de que las respuestas del pasado ya no sirven[2].

En suma, prevenía Harman en 1975, lo que se está tambaleando es «la legitimidad misma del sistema social del mundo industrializado».

Lo cierto es que en todas partes se protestaba. Ninguna relación de dominación escapaba a este fenómeno: insumisión en la jerarquía de los sexos y de los géneros, en los órdenes coloniales y raciales, en los de clase y de trabajo, en las familias, en las universidades, en el servicio militar, en los talleres, en las oficinas y en la calle. Si hemos de creer a Michel Foucault, se asistía entonces al «nacimiento de una crisis de gobierno», en el sentido de que «se estaba poniendo en tela de juicio el conjunto de los procedimientos mediante los cuales los hombres se dirigen unos a otros»[3]. Lo que se produjo en el umbral de los años setenta, como pudo agregarse desde entonces, fue una «crisis de gobernabilidad, que precedió a la crisis económica»[4], una «“crisis de gobernabilidad” tanto en el nivel de las sociedades como en el de las empresas»[5], una «crisis de gobernabilidad dis­ciplinaria»[6], que anunciaba grandes reestructuraciones de las tecnologías del poder.

No obstante, hubo intelectuales conservadores que enunciaron esta idea antes de que la retomara la teoría crítica. Era su manera de interpretar los acontecimientos en marcha, de problematizar la situación. En 1975, en un famoso informe de la Comisión Trilateral, que luego analizaremos detalladamente, Samuel Huntington afirmaba que la democracia padecía un «problema de gobernabilidad»: en todas partes, un desbordamiento popular socavaba la autoridad y sobrecargaba al Estado con sus exigencias infinitas.

La palabra «gobernabilidad» no era reciente. Ya en el siglo XIX se la empleaba para referirse, por ejemplo, a las «propiedades de gobernabilidad» de una nave o a las «condiciones de estabilidad y gobernabilidad» de un dirigible, pero también se hablaba de la gobernabilidad de un caballo, de un individuo o de un pueblo. En este último sentido, el término designa una disposición interna del objeto que se intenta conducir, su propensión a dejarse dirigir, la docilidad o la ductilidad de los gobernados. La ingobernabilidad se concibe pues, simétricamente, como la disposición contraria, rebelde, como un espíritu de insubordinación, el rechazo a dejarse gobernar, al menos «no de esta manera, no para esto, no por ellos»[7]. Pero esta es solo una faceta del concepto, solamente una de las dimensiones del problema.

La gobernabilidad es, en efecto, una capacidad compuesta que supone, sin duda, la disposición a ser gobernado por parte del objeto, pero también la aptitud para gobernar del sujeto. El amotinamiento es solo un caso concreto. Una situación de ingobernabilidad puede darse también como consecuencia del mal funcionamiento o el fracaso del aparato gubernamental, aun cuando los gobernados se muestren dóciles. Por ejemplo, puede producirse un fenómeno de parálisis institucional sin que la provoque un movimiento de desobediencia civil.

Esquemáticamente, una crisis de gobernabilidad puede tener dos grandes polaridades: abajo, entre los gobernados o, arriba, entre los gobernantes, y dos grandes modalidades: la rebelión o el deterioro, gobernados rebeldes o gobernantes impotentes; por supuesto, ambos aspectos pueden combinarse. «Solo cuando los de abajo ya no quieren y los de arriba ya no pueden continuar viviendo del mismo modo que hasta entonces», teorizaba Lenin, «una crisis gubernamental» puede transformarse en crisis revolucionaria[8].

Desde la década de los setenta, las teorías conservadoras de la crisis de gobernabilidad también señalan el vínculo entre estos dos aspectos. Sin considerar que la sociedad estuviera en vísperas de una revolución, estos autores mostraban su inquietud ante una dinámica política que, según estimaban, conduciría al desastre. El problema no es solo que la gente se rebele, tampoco estriba únicamente en que los aparatos de gobierno se congestionen, lo grave es que esos deterioros y esas rebeliones se sobredeterminan recíprocamente, pesan sobre el sistema hasta el punto de hacerlo ceder peligrosamente.

Foucault, que conocía el informe de la Trilateral sobre «la gobernabilidad de las democracias», lo mencionaba para ilustrar lo que, por su parte, prefería llamar «crisis de gubernamentalidad»[9]: no un simple movimiento de «rebeliones de la conducta»[10], sino un bloqueo del «dispositivo general de gubernamentalidad»[11] debido a razones endógenas, irreductibles a las crisis económicas del capitalismo, aunque articuladas a ellas. Lo que según Foucault estaba atascándose era el «arte liberal de gobernar»[12], lo que no debe entenderse –sería un anacronismo– como el neoliberalismo en el poder, sino más bien como lo que desde entonces se ha llamado el «liberalismo encastrado», una forma de combinación inestable que asocia economía de mercado con intervencionismo keynesiano. Por haber estudiado otras crisis similares en la historia, Foucault pronosticaba que de ese bloqueo nacería algo diferente que comenzaría por grandes reordenamientos en las artes de gobernar.

Si la sociedad es ingobernable, no lo es en sí sino, para retomar la fórmula del ingeniero saintsimoniano Michel Chevalier, «ingobernable de la manera en que se la quiere gobernar actualmente»[13]. Este es un tema clásico en este género de discurso: no hay una ingobernabilidad absoluta, solamente hay ingobernabilidad relativa. Y en esa diferencia estriban a la vez la razón de ser, el objeto propio y el desafío constitutivo de todo arte de gobernar.

En este libro estudio dicha crisis tal y como la percibieron y la teorizaron en los años setenta quienes se esforzaban por defender los intereses del «business». Por lo tanto, al contrario de las historias «desde abajo», esta es una historia «desde lo alto», escrita desde el punto de vista de las clases dominantes, principalmente en los Estados Unidos, que en aquella época fueron el epicentro de una removilización intelectual y política de gran amplitud.

Karl Polanyi explicaba que, históricamente, al ascenso del «mercado libre» y sus efectos destructores, la sociedad había respondido con un vasto contramovimiento de autoprotección, un «segundo movimiento» que, en un análisis último, advertía Polanyi, «era incompatible con la autorregulación del mercado y, por ende, con el sistema de mercado mismo»[14]. Ahora bien, los intelectuales orgánicos del mundo de los negocios arribaban en los años setenta a este mismo tipo de conclusión: esto ha llegado demasiado lejos y, si las tendencia actuales persisten, llevarán a la destrucción del «sistema de la libre empresa». Lo que se ha iniciado en esta última década ha sido un tercer movimiento, una gran reacción de la que aún no hemos salido.

Quiero estudiar aquí la formación de ese contramovimiento desde un punto de vista filosófico, es decir, más que trazando de manera fáctica su historia institucional, social, económica o política, haciendo la genealogía de los conceptos y de los modos de problematización que lo han animado. La unidad de mi objeto no es sin embargo la de una doctrina (no es una nueva historia intelectual del neoliberalismo), sino la de una situación: partir de los puntos de tensión identificables, de los conflictos tal como estallaron para examinar cómo se los tematizó y qué soluciones se plantearon. Intento exponer los pensamientos que se dedicaron a esa tarea, sus esfuerzos, las intenciones que los orientaron, pero también los disensos, las contradicciones y aporías con que se encontraron.

Lo que estaba en juego en el trabajo de reelaboración que se inició entonces no era solo producir nuevos discursos de legitimación para un capitalismo cuestionado, sino también formular teorías programas, ideas que permitieran actuar con el propósito de reconfigurar el orden de las cosas. Estas nuevas artes de gobernar, cuya génesis me propongo relatar, continúan estando activas hoy. Emprender esta investigación tiene importancia sobre todo para tratar de comprender mejor nuestro presente.

Este tercer movimiento no puede reducirse –ni por asomo– a su componente neoliberal doctrinario. Muchos de los procedimientos o de los dispositivos que han llegado a ser centrales en la gobernanza contemporánea no figuraban en los textos de los padres fundadores del neoliberalismo y en ocasiones fueron introducidos y defendidos en completa oposición a las tesis de aquellos. Ciertamente, vivimos en una era neoliberal, pero de un neoliberalismo bastardo, conjunto ecléctico y en muchos aspectos contradictorio, cuyas extrañas síntesis solo se aclaran estudiando la historia de los conflictos que marcaron su formación.

Esta crisis de gobernabilidad ha tenido múltiples facetas, como son múltiples las relaciones de poder. En cada terreno le han correspondido contragolpes específicos. Aquí me focalizo en la crisis que ha afectado a la empresa en su condición de gobierno privado.

Esta elección de objeto está motivada, además de por las diversas cuestiones en juego, siempre actuales, que aparecerán a lo largo de los capítulos, por una preocupación más específica. En el momento mismo en que la gran empresa es una de las instituciones dominantes del mundo contemporáneo, la filosofía permanece insuficientemente equipada para analizarla. De su corpus tradicional, ha heredado sobre todo teorías del poder del Estado y de la soberanía que se remontan al siglo XVII. Desde hace mucho tiempo dispone de tratados de las autoridades teológico-políticas, pero no dispone de nada semejante de las autoridades, digamos, «corporativo-políticas».

Cuando por fin aborda el tema, integrándolo, por ejemplo, de manera tardía a sus enseñanzas, con frecuencia lo hace de la peor manera, regurgitando un discurso indigente sobre la ética de los negocios o la responsabilidad social de las empresas producido en las business schools. La filosofía como sirvienta, no ya de la teología, sino de la administración.

Sería el momento de desarrollar, por el contrario, filosofías críticas de las empresas. Este libro no es más que un trabajo preparatorio en esa dirección, una investigación histórico-filosófica sobre algunas de las categorías centrales del pensamiento económico y administrativo dominante que hoy prosperan olvidando los conflictos y las intenciones que condujeron a su elaboración y continúan orientando su sentido.

Este libro se organiza según los diferentes ejes que, al cruzarse, constituían la crisis de gobernabilidad de la empresa tal como se tematizó en aquella época. Para los defensores del mundo de los negocios, cada uno de esos ejes correspondía a una nueva dificultad, a un nuevo frente en el que había que movilizarse.

1.o Una empresa gobierna en primer lugar a trabajadores. A comienzos de los años setenta, la administración debe vérselas con indisciplinas obreras masivas. ¿Cómo afrontarlas? ¿Cómo restaurar la disciplina perdida? Si los antiguos procedimientos han quedado obsoletos, ¿cómo sería un nuevo arte de gobernar a los trabajadores? Se imaginan y debaten diversas estrategias (Primera Parte).

2.o Pero si uno se remonta río arriba sobre el eje vertical de la subordinación, se presenta una segunda crisis, esta vez en la relación entre accionistas y dirigentes. Al advertir que en las sociedades por acciones los gerentes, transformados en simples gestores de los negocios de otros, ya no tienen el mismo interés que los antiguos patrones-propietarios en maximizar las ganancias, algunos se inquietan ante la posible falta de celo por su parte y, aún peor, la probabilidad de una «revolución gerencial». ¿Cómo disciplinar a los gerentes? ¿Cómo realinearlos en la defensa del valor accionario? (Segunda Parte).

3.o Al mismo tiempo, lateralmente, en el ambiente social y político de la empresa, comienzan a aparecer amenazas inéditas. Sobre un fondo de repudio cultural y político creciente del capitalismo, nuevos movimientos la emprenden contra las direcciones de los grandes grupos. ¿Cómo reaccionar frente a lo que tiene toda la apariencia de ser «un ataque contra el sistema de la libre empresa»? La cuestión de la estrategia que conviene adoptar atormenta a los pensadores liberales (Tercera Parte).

4.o La potencia de estos «ataques» aumenta y se internacionaliza, sobre todo con los primeros grandes boicots lanzados contra firmas multinacionales, y esto lleva a las empresas a recurrir a nuevos asesores. ¿Cómo gestionar no solo la relación con los asalariados, sino también con contestatarios exteriores a la empresa y, más allá de ellos, con un «ambiente social» que se ha vuelto tan turbulento? Se inventan nuevos enfoques y nuevos conceptos (Cuarta Parte).

5.o Principalmente por iniciativa de los movimientos ecologistas nacientes, se imponen nuevas regulaciones sociales y medioambientales. A la presión lateral de los movimientos sociales, se agrega así la presión vertical de nuevas formas de intervención pública. ¿Cómo desbaratar esos proyectos de regulación? ¿Qué oponerles, tanto en teoría como en la práctica? (Quinta Parte)

6.o Pero, fundamentalmente, ¿a qué se debe ese doble fenómeno de protesta generalizada y de creciente intervención gubernamental? A las taras de una democracia providente, responden los teóricos liberales, que, lejos de asegurarse el consentimiento, cava su propia tumba. A los ojos tanto de los neoconservadores como de los neoliberales, lo que está a punto de volverse ingobernable es el Estado mismo. Por ello se plantean estas preguntas: ¿cómo destronar la política? ¿Cómo limitar la democracia? (Sexta Parte).

Para llevar adelante esta investigación, he reunido fuentes heterogéneas, correspondientes a disciplinas diferentes, y he optado por entremezclar referencias «nobles» y «vulgares» cuando tratan de un mismo asunto: un premio nobel de Economía puede, por ejemplo, codearse con un especialista en «demoler» los sindicatos. Estos escritos tienen en común que son textos de combate y que, de un modo u otro, todos responden a la pregunta «¿qué hacer?». Son textos en los que se exponen procedimientos, técnicas y tácticas, de manera muy concreta, por ejemplo, en guías prácticas o manuales destinados a los gerentes, o de manera más programática, mediante reflexiones sobre estrategias discursivas o prácticas de conjunto. El cuerpo está constituido principalmente por fuentes en lengua inglesa: en lo tocante a pensamiento gerencial y teorías económicas de la empresa, los Estados Unidos han sido el hogar de nuevas nociones que se beneficiaron rápidamente de difusión mundial.

A menudo me aparto en la escritura para reconstituir, recortando y montando citas, un texto compuesto cuyos fragmentos reunidos tienen más valor como enunciados característicos de las diferentes posiciones a las que quiero dar voz que por el hecho de pertenecer a un autor en particular.

[1] Louis Barré, Complément au Dictionnaire de l’Académie française, tomo II, Bruselas, 1839.

[2] Willis W. Harman, «The Great Legitimacy Challenge: A Note on Interpreting the Present and Assessing the Future», en Middle- and Long-Term Energy Policies and Alternatives, Appendix to Hearings Before the Subcommittee on Energy and Power, Washington, U.S. Government Printing Office, 1976, pp. 25-31, p. 27.

[3] Michel Foucault, «Entretien avec Michel Foucault», en Dits et écrits, tome II, París, Gallimard-Quarto, 1994, p. 94.

[4] Eve Chiapello, «Capitalism and Its Criticisms», en Paul du Gay, Glenn Morgan (comp.), New Spirits of Capitalism? Crises, Justifications, and Dynamics, Oxford, Oxford University Press, 2013, p. 63.

[5] André Gorz, Misère du présent, richesse du possible, París, Galilée, 1997, p. 26 [ed. cast.: Miseria del presente, riqueza de lo posible, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1999].

[6] Michael Hardt y Antonio Negri, Empire, París, Exils, 2000, p. 297 [ed. cast.: Imperio, Barcelona, Paidós Ibérica, 2002].

[7] Michel Foucault, «Qu’est-ce que la critique ? Critique et Aufklärung» (1978), Bulletin de la Société française de philosophie 84/2 (abril-junio 1990), pp. 35-63, p. 38 [ed. cast.: Qué es la crítica seguido de La cultura de sí, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2018].

[8] Lenin, La Maladie infantile du communisme [1920], Moscú, Éditions de l’agence de presse Novosti, 1980, p. 89 [ed. cast.: La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, Madrid, Akal, 2021].

[9] A veces Foucault utiliza los dos términos indistintamente. Véase Michel Foucault, Naissance de la biopolitique: Cours au Collège de France (1978-1979), París, Gallimard/Seuil, 2004, p. 298 [ed. cast.: Nacimiento de la biopolítica. Curso del Collège de France (1978-1979), Madrid, Akal, 2009]. Sobre esta noción, véase Jean-Claude Monod, «Qu’est-ce qu’une “crise de gouvernementalité”?», Lumières 8 (2006), pp. 51-68.

[10] Michel Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France (1977-1978), París, Gallimard/Seuil, 2004, p. 234 [ed. cast.: Seguridad, territorio, población. Curso del Collège de France (1977-1978), Madrid, Akal, 2006].

[11] Michel Foucault, Naissance de la biopolitique, cit., p. 71.

[12]Ibid, p. 70.

[13] Berthélémy Prosper Enfantin, Œuvres d’Enfantin, Tomo XI, París, Dentu, 1873, p. 125.

[14] Karl Polanyi, La Grande Transformation. Aux origines politiques et économiques de notre temps, París, Gallimard, 2009 (1944), p. 179 (traducción corregida) [ed. cast.: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Barcelona, Virus Editorial, 2016].

PRIMERA PARTE

Los trabajadores indóciles

CAPÍTULO I

Indisciplinas obreras

Poner 13 fichillas en 13 agujerillos, 60 veces por hora, 8 horas por día. Unir con pinzas 67 piezas de chapa por hora y encontrarse un día frente a una nueva máquina que exige 110. Trabajar en medio del ruido […], en una niebla de aceite, de solvente, de polvillo metálico […]

Obedecer sin replicar, sufrir sanciones sin apelación[1].

André Gorz

Tommy le pasa el porro a Yanagan quien inspira profundamente el humo antes de tendérmelo a mí […] El humo que me llena los pulmones hace latir mi sangre. Y pronto, las chispas que revolotean en el aire, el acero candente, las explosiones en el horno que nos envuelve, todo eso comienza a adquirir el aspecto frívolo de una noche de carnaval[2].

Bennett Kremen

«La joven generación, que ya ha convulsionado los campus», advierte en junio de 1970 el New York Times, «también muestra signos de agitación en las fábricas de la América industrial. Son numerosos los trabajadores jóvenes que exigen cambios inmediatos en las condiciones del trabajo y que rechazan las disciplinas de la fábrica»[3]. «La disciplina del trabajo se ha desmoronado», observa ese mismo año un informe interno de General Motors[4].

Si la disciplina es «tener dominio sobre el cuerpo de otros»[5], la indisciplina se manifiesta a la inversa por un irresistible impulso de desasirse de ese dominio: no poder quedarse quieto, huir, desamarrarse, retomar el dominio del propio cuerpo y partir. Esto es exactamente lo que empieza a suscitar masivamente la fábrica en aquella época, pues hay en la joven generación obrera «un aborrecimiento profundo al trabajo y el deseo de escapar de él»[6].

En la industria automotriz estadounidense, la rotación de empleados es enorme: más de la mitad de los nuevos trabajadores no calificados dejan su puesto antes de cumplir el primer año de contrato[7]. Algunos sienten tal rechazo en su primer contacto con el trabajo en cadena que desaparecen sin dejar rastro en las primeras semanas y sin «tomarse siquiera el esfuerzo de volver a la fábrica a retirar la paga correspondiente al tiempo que han tra­ba­ja­do»[8], informan los gerentes estupefactos.

En General Motors, el 5 por 100 de los trabajadores se ausenta cotidianamente sin una justificación real[9]. Los lunes y los viernes, esa tasa se duplica. En el verano, en algunas fábricas, puede llegar al 20 por 100. «¿Cómo es un lunes de verano en la fábrica?», le preguntan en 1973 a un obrero de la industria automotriz. «No sé, nunca fui un lunes». A otro le preguntan: «¿Cómo es posible que venga usted solo cuatro días por semana? Respuesta: «Porque si viniera a trabajar solo tres días, no ganaría lo suficiente para vivir»[10]. «Pero ¿qué es exactamente lo que quiere usted?» se le pregunta a un tercero, quien responde: «Tener la oportunidad de usar mi cerebro», un trabajo en el que «la educación que he recibido en el liceo cuente de alguna ma­nera»[11]. «En la fábrica estás como en una celda», responde otro entrevistado, «solo que cuando estás preso tienes más tiempo libre»[12].

En realidad, en la línea de ensamblado el obrero arruina su cuerpo y agota su espíritu: «hacer lo mismo una y otra vez, te mata, yo canto, silbo, le lanzo agua a otro compañero de la cadena, hago todo lo que puedo para matar el aburrimiento»[13]. No soportar más la infinita repetición de lo mismo, aspirar a crear más que a producir: «A veces, con mala intención, cuando estoy haciendo una pieza, la abollo un poco. Me gusta hacerle algo que la vuelva realmente única. Le doy a propósito un golpe de martillo para ver si pasa, solo para poder decir que lo hice yo»[14].

Las indisciplinas corrientes, al igual que las disciplinas que buscan impugnar, corresponden al arte del detalle. Ponen tanta minuciosidad y tanta obstinación en producir sus desajustes como hacen en el campo opuesto para dictar sus reglamentos. Operando en la escala de los más pequeños gestos, recuperan instantes de descanso, escamoteo tenaz cuyo botín se cuenta en decenas de segundos arrancados para sí al ritmo de la cadena. «Al final, el principal problema es el tiempo»[15].

Retrasar a propósito, frenar, individual o colectivamente, o, a la inversa, acelerar el ritmo para poder disfrutar luego de una microplaya de tiempo muerto. «Casi todo el mundo juega ese jueguito»… Hurtar un puñado de instantes para sí, para respirar hondo, intercambiar tres palabras, hacer otra cosa:

He llegado a ser lo bastante bueno en este trabajo para poder hacer muy rápido dos o tres coches seguidos y quedarme con, tal vez, 15 o 20 segundos para tomar un respiro antes del siguiente. Durante esos intervalos, lo que hago es leer. Leo el periódico, leo libros. A veces libros bastante complicados. Para poder leer en estas condiciones, he tenido que aprender a retener lo que he leído y a encontrar rápidamente el lugar donde dejé la lectura la vez anterior[16].

Si la disciplina es una ritmopolítica o un cronopoder, la indisciplina también lo es, pero en una dirección diametralmente opuesta, una lucha contra el reloj de un género particular. «He visto a una mujer, en la fábrica, corriendo a lo largo de la cadena de ensamblado para conservar el ritmo. Yo no corro por nadie. Está fuera de discusión que alguien me ordene correr dentro de la fábrica»[17]. Los primeros grandes rechazos de la aceleración han sido luchas obreras. Los indisciplinados son ladrones de tiempo[18].

En General Motors, relata un sindicalista, «el supervisor ejerce su poder como en una dictadura»[19]. El autoritarismo de los jefecillos, la vigilancia cercana, las consignas puntillosas y las órdenes absurdas, los insultos y las presiones son algunas de las características de la fábrica que ya no se toleran. «El capataz», resume sobriamente un obrero negro de Baltimore, «podría respetar un poco más a los trabajadores, hablarles como a hombres y no como a perros»[20].

El estado de tensión social, se alarma el Wall Street Journal en 1969, es «el peor que se ha conocido desde que tenemos memoria». Todo hace pensar que nos dirigimos, anuncia Fortune, hacia una «batalla épica entre la gerencia y la fuerza laboral»[21]. Lo cierto es que, solo a lo largo de 1970, cerca de 2 millones y medio de trabajadores estuvieron en algún momento en huelga en los Estados Unidos[22]: es la mayor ola de baja laboral desde la inmediata preguerra. A la importancia numérica de las movilizaciones, se agrega la radicalidad de las formas de lucha. Más allá de las reivindicaciones salariales, las huelgas apuntan además a las formas de organización del trabajo y tienen por blanco la autoridad que las impone.

Bill Watson, obrero de una fábrica de automóviles de Detroit, hace en 1968 el relato de una ola de sabotajes generalizada de la que fue testigo. Los ingenieros habían presentado un nuevo modelo de motor de seis cilindros que los trabajadores juzgaron mal concebido. Habían comunicado sus críticas a la dirección, pero no fueron escuchados. Ante esa falta de receptividad, algunos equipos comienzan a «olvidarse» de montar ciertas piezas. Pronto, otros equipos los siguen y participan del sabotaje. Montañas de aparatos descompuestos se acumulan en los talleres: «En un momento, era tal la cantidad de motores defectuosos arrumbados en la fábrica que se había vuelto prácticamente imposible desplazarse de un sector a otro»[23]. Este fenómeno, señala Watson, no es aislado. En aquel momento, en los Estados Unidos estalla este tipo de conflicto en casi todas partes: expresa el deseo de hacerse cargo de la producción de lo que se fabrica aquí, de tomar el control del propio trabajo, de cómo hacerlo.

En 1970, el presidente y director general de General Motors dirige una advertencia a sus asalariados:

No podemos tolerar que los empleados eludan sus responsabilidades, contravengan las medidas disciplinarias más elementales y agravien a la autoridad […]. General Motors ha hecho nuevas inversiones […] para mejorar la productividad y las condiciones de trabajo, pero las máquinas y la tecnología no sirven de nada si el trabajador deserta de su trabajo […] Exigimos una jornada laboral justa por el salario justo que pagamos[24].

¿Cómo restaurar la disciplina? La dirección de General Motors opta por la «línea dura»[25]: acelerar los ritmos, automatizar las tareas no calificadas, descalificar las que quedan, hacer recortes en la masa salarial, reforzar las medidas de vigilancia y de control. La fábrica automotriz de Lordstown, en Ohio, que tenía la cadena de montaje «más rápida del mundo», era la joya tecnológica de la firma, la encarnación de las soluciones patronales a los problemas de productividad. En 1971, está bajo el control de la «General Motors Assembly Division», un equipo gerencial de choque, descrito como «el más rudo y el más duro»[26] del grupo. Bajo su férula, se suprimen una buena cantidad de puestos y se aceleran los ritmos, ya rápidos, de producción: de 60 coches por hora a casi el doble. A partir de entonces, un operario «en 36 segundos debía cumplir no menos de ocho operaciones diferentes[27]». «Y hay que pedir autorización para ir al lavabo. No es broma. Levantas un dedo cuando tienes ganas de orinar. Y esperas una buena media hora hasta que el supervisor encuentre un reemplazante. Y lo apuntan cada vez porque se supone que uno debe hacer eso en su tiempo de pausa y no en el tiempo de ellos. Si vas demasiado seguido al lavabo, te ponen en el banquillo durante una semana»[28].

En Lordstown, la mano de obra es particularmente joven, una media de veintiocho años. Hacían falta cuerpos jóvenes para soportar semejantes ritmos, pero los espíritus jóvenes que los animaban eran también los menos dispuestos a someterse a ellos. Un día, un automóvil llega al final de la línea con todas sus piezas, no montadas, bien colocadas en pilas en el bastidor. La dirección gritó que aquello era sabotaje.

¿El sabotaje? No es más que una manera de aflojar la presión. No puedes seguir la cadencia de la línea de montaje, entonces rayas el coche al pasar. Una vez vi a un paleto dejar caer una llave de contacto en el fondo del tanque de nafta. La semana pasada vi a un chaval poner un guante en llamas en el maletero de un coche. Todos queríamos ver en qué momento se iban a dar cuenta en la cadena de montaje… Si fallas en completar tu parte, ellos lo llaman sabotaje[29].

La dirección, que estima las pérdidas debidas a las «indisciplinas» en el equivalente de 12.000 automóviles no producidos en la planta por año, reacciona cada vez con más firmeza y lanza centenas de procedimientos disciplinarios: un trabajador que llega un minuto tarde debe volverse a su casa y perder el día, otro queda suspendido por tirarse un pedo en el habitáculo de un coche, otro por cantar yodel (canciones tirolesas) en el taller[30].

A comienzos de marzo de 1972, frente a este ajuste de clavijas, los obreros emprenden una huelga salvaje. La combatividad de los trabajadores de Lordstown impresiona. «Estos chavales se han transformado en tigres»[31]. «Ya no están dispuestos a tolerar lo que han soportado sus padres, no tienen miedo a la gerencia. Y lo que impulsó la huelga fue en gran medida eso»[32]. La prensa habla del «síndrome Lordstown», de un «Woodstock indus­trial»[33]. Después de un mes de conflicto, la dirección retrocede y vuelve a imponer los ritmos de producción anteriores.

Confrontada de este modo a las indisciplinas obreras, la dirección no tiene mejor idea que responder intensificando el régimen disciplinario que era lo primero que había despertado esas indisciplinas y que volvía a atizarlas hasta el punto de radicalizarlas y transformarlas en una abierta rebelión. Los gerentes quedan atrapados en esta contradicción. Saben perfectamente que la indisciplina obrera expresa un rechazo visceral a la organización del trabajo industrial, «muy especialmente entre los empleados más jóvenes que muestran una creciente reticencia a aceptar una disciplina de taller estricta y autoritaria»[34]. Tampoco ignoran que «las condiciones de trabajo en las nuevas fábricas son tales que el descontento y la rebelión no son reacciones excepcionales sino racionales[35]», que existe un «vínculo entre la fatiga y el trabajo repetitivo, entre el descontento y el ausentismo». Y sin embargo, continúan actuando como si el descontento «constituyera un “abuso” que debe ser castigado»[36] y respondiendo mediante «técnicas de temor y presiones incesantes que son fuente de conflictos infinitos»[37].

Motivo suficiente para que la administración se inquiete: si esto continúa, ¿adónde iremos a parar? Contra la pared, responden algunos: «Se anuncian días sombríos para la General Motors si, como a menudo ha declarado la dirección, Lordstown representa la vía del futuro para la industria automotriz[38]».

También entre los especialistas en dirección de empresas se instala la perplejidad. Juzgando que los antiguos procedimientos son obsoletos, algunos maduran proyectos de reforma. Frente a la crisis de la gobernabilidad disciplinaria, habrá que inventar un nuevo arte de gobernar el trabajo.

[1] Michel Bosquet (otro nombre de André Gorz), «Les patrons découvrent “l’usine bagne”», Le Nouvel Observateur 384, 20 de marzo de 1972, p. 64.

[2] Bennett Kremen, «The New Steelworkers», New York Times, 7 de enero de 1973, cuaderno «Business and Finance», p. 1.

[3] Agis Sapulkas, «Young Workers Are Raising Voices to Demand Factory and Union Changes», New York Times, 1 de junio de 1970, p. 23.

[4] Citado por Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», Les Temps modernes, n.o 314-315, septiembre-octubre de 1972, pp. 467-486, p. 479. En la industria, se lee en el Wall Street Journal, «la moral ha disminuido intensamente, cada vez más se registran retrasos deliberados de la producción y el ausentismo ha crecido exponencialmente», Wall Street Journal, 26 de junio de 1970. Citado por Jeremy Brecher, Strike!, San Francisco, Straight Arrow Books, 1972, p. 252.

[5] Michel Foucault, Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975, p. 140 [ed. cast.: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2002.

[6] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», Fortune Magazine, julio de 1970, reproducido en Lloyd Zimpel, Man Against Work, Grand Rapids, Eerdmans, 1974, pp. 61-75, p. 62.

[7] Emma Rothschild, Paradise Lost : The Decline of the Auto-Industrial Age, Nueva York, Vintage, 1974, p. 124.

[8] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 63. «El trabajador joven, atestigua un sindicalista, tiene la sensación de no ser dueño de su destino. Es por eso que sale huyendo en cuanto tiene ocasión», ibid., p. 66.

[9] Según un alto cargo de General Motors, citado por Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, Londres, Solidarity, (s.d./1973), p. 2.

[10] Citados por Ken Weller quien los toma del Sunday Telegraph, 2 de diciembre de 1973 y de Newsweek, 7 de febrero de 1973. Ibid., p. 2.

[11] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises: The Shaping of American Working Class Consciousness, Nueva York, McGraw-Hill, 1973, p. 26.

[12] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 63.

[13] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 36.

[14] Citado por Studs Terkel, Working People Talk About What They Do All Day and How They Feel About What They Do, Nueva York, The New Press, 2011 (1974), p. 38.

[15] John Lippert, «Shopfloor Politics at Fleetwood», Radical America 12, julio de 1978, pp. 52-69, p. 58.

[16]Ibid., p. 58.

[17] Agis Sapulkas, «Young Workers Disrupt Key G.M. Plant», New York Times, 23 de enero de 1972, p. 1.

[18] Véase Michel de Certeau, L’Invention du quotidien, tomo 1, Arts de faire, París, Gallimard, 1990, p. 45 [ed. cast.: La invención de lo cotidiano I, México, Universidad Iberoamericana, 2000].

[19] Citado por Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 41.

[20] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 68. Los trabajadores actuales, comprueba el New York Times, «quieren ser tratados como iguales por los jefes en el taller. Ya no temen tanto como sus mayores perder el empleo y a menudo se rebelan contra las órdenes de sus capataces […]. En el corazón de este nuevo estado de ánimo […] hay un cuestionamiento profundo a la autoridad de los gerentes», Agis Sapul­kas, «Young Workers Are Raising Voices to Demand Factory and Union Changes», New York Times, 1 de junio de 1970, p. 23.

[21] Richard Armstrong, «Labor 1970: Angry, Aggressive, Acquisitive», Fortune, octubre de 1969, reproducido en Compensation & Benefits Review, vol. 2, n.o 1, enero de 1970, pp. 37-42.

[22] Jefferson Cowie, «That 70’s Feeling», New York Times, 5 septiembre de 2010, p. 19.

[23] Bill Watson, «Counter-Planning on the Shop Floor», Radical America 5, mayo-junio de 1971, pp. 77-85, p. 79.

[24] Citado en Milton Snoeyenbos, Robert F. Almeder y James M. Humber (comp.), Business Ethics: Corporate Values and Society, Prometheus Books, 1983, p. 307.

[25] Aaron Brenner, «Rank-and-File Rebellion, 1967-1976», tesis doctoral, Columbia University, 1996, p. 37.

[26] Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, Solidarity Londres, 1974. p. 8.

[27] Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 23.

[28] Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 3.

[29] Citado por Ken Weller, ibid., p. 9.

[30]Ibid, p. 9.

[31] Agis Sapulkas, «Young Workers Disrupt Key G.M. Plant», New York Times, cit.

[32] Jefferson R. Cowie, Stayin’ Alive. The 1970s and the Last Days of the Working Class, Nueva York, New Press, 2010, p. 46.

[33]Ibid., p. 7. La huelga de Lordstown fue «una de las más intensas campañas de resistencia obrera informales documentadas» en toda la historia social estadounidense. Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 8.

[34] Malcolm Denise, citado por Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 4.

[35] Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», cit., p. 469.

[36]Ibid., p. 469.

[37] Stanley Aronowitz, False Promises, cit., p. 35.

[38] Emma Rothschild, «Automation et O.S. à la General Motors», cit., p. 469.

CAPÍTULO II

Recursos humanos

El carácter extraño del trabajo aparece claramente en el hecho de que, desde el momento en que no existe ninguna presión física o de otro tipo, las personas le huyen como a la peste[1].

Marx

En los años cincuenta, una serie de intelectuales conservadores creyeron estar en condiciones de anunciar «el fin de la ideología» –ya entonces– y, con él, la extinción de la lucha de clases. El «trabajador estadounidense», aseguraba Daniel Bell en 1956, «ha sido “domesticado”». Ciertamente, no por los medios que Marx criticaba en su tiempo, ni por la pauperización, ni «por la disciplina de la máquina, sino por “la sociedad de consumo”, por la posibilidad de una vida mejor que le ofrecen sus ingresos, el segundo salario asociado al trabajo de su esposa, así como las facilidades del crédito»[2]. Aun cuando las condiciones de trabajo lo hagan sufrir, el trabajador no se vuelca a «la acción militante […], sino que se entrega a fantasías de evasión: llegar a ser propietario de un taller de reparación, de una granja de gansos, de una estación de gasolina, “de un pequeño negocio suyo y solo suyo”»[3].

Todo era calma y, de pronto, cataplún. Primero, los gerentes están atónitos, no entienden qué esta pasando. Hay que imaginar la inmensa y dolorosa sorpresa que representaron los movimientos de los años sesenta para quienes creían con fe ciega que en la «sociedad de consumo» la conflictividad social terminaría despareciendo[4].

Algunos, indignados con la rebelión, acusan a los alborotadores de ingratos. Un vicepresidente de General Motors, Earl Brambett, «deplora la insistencia de los trabajadores jóvenes en obtener aún más ventajas y mejoras, y considera que deberían, en cambio, mostrarse más agradecidos por lo que tienen»[5]. Pero ¿qué más quieren? Eso era lo escandaloso. Pero ¿cómo pueden todavía rebelarse? Ese era el misterio. Se buscaban explicaciones, se elaboraban teorías, etiologías de la rebelión.

Esta agitación se entendió primero como un hecho generacional. Los nuevos trabajadores, «más jóvenes, más impacientes, menos homogéneos, se afirman más racialmente y no se dejan manipular fácilmente»[6]. «Traen a la fábrica las nuevas perspectivas de la juventud americana de los años setenta»[7].

Pero ¿todavía más? Los psicólogos hacían su contribución a las reflexiones de entonces. El hombre, una vez que tiene satisfechas sus necesidades primarias, no se detiene allí: saciado el estómago, toca al espíritu clamar que tiene hambre, explicaba Abraham Maslow, armado de su famoso esquema de la «pirámide de las necesidades»[8]. Más allá del salario o de la carrera, las nuevas generaciones aspiran a otra cosa, a relaciones humanas más intensas, de las que dan testimonio, leemos en Harvard Business Review, «la experimentación de otra forma de vida a la que se entregan agrupándose en comunas»[9]. Asimismo, las expectativas de los trabajadores se robustecen, toman una dimensión más cualitativa. El obrero exige de su trabajo algo mejor que un ingreso: relaciones personales, contenido, un «sentido». El paso a un estado de ánimo «posmaterialista».

Está claro que cuanto más se va afirmando esta subjetividad, tanto menos tolera el trabajador el sometimiento a una tarea alienante. Max Weber había prevenido: «el sistema capitalista tiene necesidad de esa entrega a la vocación de ganar dinero», de ese espíritu extraño que hace que «un ser humano pueda elegir como misión, como objetivo único de una vida, la idea de llegar a la tumba cargado de oro y de riqueza»[10]. Y así es cómo nuevas apetencias adquieren prioridad y la «ética del trabajo» recibe un golpe. «¿Quién quiere trabajar?», titula Newsweek en marzo de 1973[11]. La respuesta estaba en la pregunta.

En este análisis, se identifica la relativa prosperidad material como la fuente de los nuevos disensos; esa prosperidad que, según Bell, había sellado un consentimiento durable a la explotación asalariada. Se opera, pues, un cambio radical en las teorías de la insurgencia. ¿Por qué se rebela la gente? Antes se decía: por necesidad. Ahora se dirá: porque puede darse ese lujo[12].

La fábrica es uno de los sitios donde se marca más brutalmente la colisión entre las nuevas aspiraciones y las antiguas estructuras. Ahora bien, hay que tener en cuenta que «una organización del trabajo anacrónica puede crear un cóctel explosivo y patógeno»[13]. «En ciertos casos, afirma el profesor de gestión Richard Walton, la alienación se expresa por medio de un retraimiento pasivo –retrasos, ausentismo, rotación, inatención a la tarea– y en otros, mediante ataques activos: pillaje, sabotaje, mala fe, agresiones, alertas de bomba y otros desórdenes en el lugar de trabajo»[14]. Pues bien, «esas formas de violencia se están multiplicando en las fábricas»[15]. El peligro es político: se corre el riesgo de que el trabajador «desplace su frustración participando en movimientos sociales o políticos radicales»[16].

En el debate público estadounidense, repitiéndose como un eco, tras la huelga de Lordstown, la cuestión de la «calidad de vida en el lugar de trabajo» se vuelve central por un tiempo. En 1972, retomando la terminología del joven Marx, la Harvard Business Review se pregunta: «¿Qué hacer para contrarrestar la alienación en la fábrica?». Y ese mismo año, el Congreso organiza audiencias senatoriales sobre «la alienación del trabajador»[17].

Pero, si la alienación genera preocupación, lo hace sobre todo por razones económicas, a causa de sus consecuencias negativas para la productividad. La lección principal que deja el episodio Lordstown es que se ha «desatendido demasiado la interacción entre los recursos humanos, el capital y la tecnología»[18]. En efecto, ¿qué ventaja tiene «contar con una cadena de montaje “perfectamente eficiente” si sus trabajadores se lanzan a la huelga a causa de la opresión y la deshumanización que sienten al trabajar en esa cadena “perfecta”?»[19].

Si usted pudiera recomenzar su vida profesional desde cero, ¿elegiría nuevamente el mismo empleo que tiene actualmente? A mediados de los años sesenta, a esta pregunta, el 93 por 100 de los profesores universitarios y el 82 por 100 de los periodistas consultados respondían sí, contra solo el 31 por 100 de los obreros textiles y el 16 por 100 de los trabajadores de la industria automotriz[20]. Los autores del estudio llegaban a la conclusión de que el principal factor de satisfacción de un trabajo –aparte del escaso desgaste físico– es la autonomía. Y, a la inversa, la amenaza de alienación es mayor cuando «los trabajadores no tienen la posibilidad de controlar su proceso de trabajo inmediato»[21].

Alabando las virtudes de la «autonomía y el autocontrol»[22] y considerando que «la industria está sobreadministrada y sobre­con­tro­la­da»[23], los reformadores de la gestión administrativa de la década de 1970 recomendaban estimular la «participación» de los trabajadores con el propósito de aumentar su productividad y, al mismo tiempo, su satisfacción. Proponían reemplazar la antigua «estrategia de control» por una «estrategia del compromi­so»[24]. Mientras la primera, intensiva, procuraba ejercer aún más presión sobre los trabajadores sometiéndolos a una disciplina reforzada, la segunda, extensiva, se proponía «recurrir a su productividad “latente”»[25].

Surgen así en los Estados Unidos varios proyectos piloto de administración participativa[26]. Así como la izquierda francesa contó, para alimentar sus reflexiones sobre la autogestión, con la experiencia de la fábrica Lip de Besanzón, ocupada por los obreros en 1973, los gerentes estadounidenses, por su parte, contaron, para evaluar las ventajas de la participación, con el caso de la fábrica de pienso para perros General Foods de Topeka, Kansas, en 1971. Aquello fue el modelo opuesto de Lordstown: allí las reglas se fijaban colectivamente y la actividad se organizaba en «grupos de trabajo autónomos», equipos «autogestionados» que eran responsables de vastos segmentos de la producción[27].

Las conclusiones eran categóricas: «la productividad aumenta […] cuando los trabajadores participan de las decisiones que afectan sus vidas»[28]. «El mejoramiento de las tareas», resumía el psicólogo Frederick Herzberg, «es rentable»[29]. Respaldados por esta constatación, los expertos podían por fin anunciar la buena nueva: hay una «feliz congruencia entre la satisfacción de los trabajadores y la realización de los objetivos gerenciales»[30]. Para los trabajadores, más satisfacción; para el capital, una mayor productividad. En definitiva, todo el mundo se beneficiaba.

Sin embargo, había por lo menos un grupo social que consideraba que perdía algo con este cambio: los gerentes, quienes se veían desposeídos así de una parte importante de sus prerrogativas[31]. El obrero militante Bill Watson cuenta la siguiente anécdota: en la fábrica en la que trabajaba, aprovechando un periodo de paro técnico, la dirección había previsto hacer un inventario de las existencias planificado para que durara seis semanas. Se había confiado la tarea a una cincuentena de empleados. Para ganar tiempo, los obreros inventan un sistema propio, un inventario autoorganizado que resulta ser más eficaz que el procedimiento inicialmente previsto por la gerencia. La dirección puso bruscamente fin a esta experiencia espontánea, alegando que «se habían violado los canales legítimos de la autoridad, la competencia y la comunicación»[32]. «La gerencia estaba dispuesta a todo», comenta Watson, «para impedir que los trabajadores organizaran su propio trabajo por sí mismos, aun cuando esa organización habría permitido completar más rápidamente el inventario, que los obreros volvieran más temprano a sus hogares y que hubiera que pagarles menos horas extra de trabajo»[33]. Los gerentes podían así priorizar la preservación de su poder por encima de cualquier consideración estricta de eficiencia económica.

Asimismo, Business Week indicaba que «los intentos de introducir una democracia en la fábrica no prosperaron porque los gerentes se sintieron amenazados en sus posiciones por el éxito de esas experiencias en las que los trabajadores comenzaban a tomar iniciativas en el terreno de las decisiones»[34]. «En realidad, estima André Gorz, la hostilidad patronal no tiene razones esencialmente técnicas ni económicas. Es política. El mejoramiento de las tareas es el fin de la autoridad y del poder despótico de jefazos y jefecillos. […] En suma, una vez que se empieza a transitar esta vía, ¿dónde se detiene uno?»[35].

¿Se podían conservar las mejoras en la productividad asociadas a la participación sin perder el control, sin poner en marcha dinámicas peligrosas? Los reformadores apostaban a que era posible conceder a los trabajadores una dosis de autonomía limitada sin que aquello degenerara en una situación inmanejable; otros se mostraban mucho más escépticos. El problema con la autonomía es que, una vez otorgada, no soporta ejercerse a medias. Se temía el «efecto dominó»[36].

En realidad, desde el punto de vista patronal, no había mucho margen de maniobra. ¿Cuáles eran las opciones disponibles? La primera estrategia era conservar el statu quo y hasta endurecer los regímenes disciplinarios existentes, pero ello acarreaba el riesgo de que se intensificaran las indisciplinas y los conflictos sociales con la consiguiente disminución de los ingresos. La segunda opción era introducir la «participación», promesa de una convergencia armoniosa de intereses, de menos alienación y más productividad, salvo que ese panorama irénico no podía impedir siquiera que las formas limitadas de autonomización en ocasiones terminaran dejando entrar al zorro en el gallinero.

Este era el dilema: o bien volver a fortalecer un régimen disciplinario ya reconocido como contraproducente, o bien promover una autonomía que, aunque ficticia, podía revelarse peligrosa. Aquello era un callejón sin salida; sin embargo, otra solución se vislumbraba en el horizonte.

[1] Karl Marx, Manuscrits de 1844, Œuvres. Économie, París, Gallimard, 1968, p. 61 [ed. cast.: Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 2013].

[2] Daniel Bell, The End of Ideology. On The Exhaustion of Political Ideas in the Fifties, Glencoe, Free Press, 1960, p. 247.

[3]Ibid., p. 247.

[4] André Gorz resumía así el vuelco registrado: «La sed de consumo de toda la década de 1950 estaba todavía viva y parecía confirmar, en efecto, la convicción profunda de los gerentes: […] no hay nada que una persona no acepte por dinero; uno puede comprarle su fuerza de trabajo, su salud, su juventud, su equilibrio nervioso, su sueño, su inteligencia. Esto duró un tiempo. Luego, a mediados de los años sesenta, en las grandes fábricas empezaron a producirse crujidos inquietantes», Michel Bosquet, «Les patrons découvrent “l’usine-bagne”», cit., p. 64.

[5] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 65.

[6] Malcolm Denise, citado por Ken Weller, The Lordstown Struggle and the Real Crisis in Production, cit., p. 4.

[7] Judson Gooding, «Blue-Collar Blues on the Assembly Line», cit., p. 62. Entran en el mundo del trabajo «habiendo vivido la experiencia de la rebelión en la escuela y durante el servicio militar», False Promises, cit. p. 35.

[8] Véase Abraham Harold Maslow, «A theory of human motivation», Psychological Review 50/4 (1943), pp. 370-96. Según Maslow, los seres humanos tenemos diferentes capas escalonadas de necesidades, desde las más primarias hasta las más elaboradas, de la necesidad de nutrirse a la necesidad de expansión espiritual. Al «progreso» económico correspondería así una elevación en la pirámide de las necesidades, desde la base, muy materialista, hasta la cima, muy etérea. Por más satisfacción que uno le dé al hombre rebelde, siempre querrá algo, no forzosamente más, pero sí mejor.

[9] Richard E. Walton, «How to Counter Alienation in the Plant», Harvard Business Review, noviembre/diciembre de 1972, pp. 70-81, p. 72.

[10] Max Weber, L’Éthique protestante et l’esprit du capitalisme, París, Plon, 1964, p. 74 [ed. cast.: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Alianza Editorial, 2012].

[11] «Who Wants to Work? Boredom on the Job», Newsweek Magazine, 26 de marzo de 1973.

[12] Entre los modelos propuestos en aquella época por las ciencias sociales estadounidenses, está la famosa «curva en J» de James C. Davies: las revueltas o revoluciones tienen más posibilidades de producirse cuando a una fase de desarrollo económico y social prolongada la sigue un brusco repliegue. En ese esquema, el factor de rebelión no es la miseria misma, sino la falta de correspondencia entre las expectativas subjetivas generadas por una fase de prosperidad relativa y su satisfacción efectiva, cuando esta última pasa abruptamente a un nivel por debajo del esperado. Véase James C. Davies, «Toward a Theory of Revolution», American Sociological Review 27/1 (1962), pp. 5-19. Ted Robert Gurr propuso una variante psicosociológica de esta teoría socioeconómica de la rebelión, basándose en el concepto de «privación relativa», definido como la disociación percibida entre las expectativas y las capacidades de obtener y conservar los «valores» a los cuales las personas creen tener derecho. La «frustración» tiende entonces a convertirse en «agresión», en violencia social. Véase Ted Robert Gurr, Why Men Rebel, Princeton, Princeton University Press, 1970. En ciencias políticas, Walter Korpi critica ese modelo e insiste en las condiciones de la relación de fuerzas. La «privación relativa» no explica nada por sí sola, solo tiende a desembocar en un conflicto abierto cuando el diferencial de poder se ha desviado a favor de los actores menos poderosos, quienes, al ver aumentar sus «recursos de poder», están en condiciones de optar por la lucha. Véase Walter Korpi, «Conflict, Power and Relative Deprivation», American Political Science Re­view 68/4 (1974), pp. 1.569-1.578. Sobre un análisis de estas teorías y la formulación de hipótesis más elaboradas, véase también Edward Shorter y Charles Tilly, Strikes in France 1830-1968, Cambridge, Cambridge University Press, 1974, pp. 337 y ss.

[13] Richard E. Walton, «How to Counter Alienation in the Plant», cit., p. 71.

[14]Ibid.

[15]Ibid.

[16] James O’Toole, Work in America. Report of a Special Task Force to the Secretary of Health, Education, and Welfare, Special Task Force on Work in America, Department of Health, Education, and Welfare, Washington, D.C., diciembre de 1972, p. 19. «Los actos de sabotaje, así como otras formas de protesta, son las manifestaciones visibles de un conflicto entre las actitudes cambiantes de los empleados y la inercia de las organizaciones. Hay un desfase entre lo que los empleados esperan de sus empleos y lo que las organizaciones están dispuestas a ofrecerles», ibid, p. XI.

[17] Véase Worker Alienation, Hearings Before the Subcommittee of Employment, Manpower, and the Poverty of the Committee on Labor and Public Welfare, U.S. Senate, 192nd Cong., Washington D.C., Government Printing Office, 1972.

[18] Leland M. Wooton, Jim L. Tarter y Richard W. Hansen, «Toward a productivity audit», Academy of Academy of Management Proceedings, 1975, pp. 327-329, p. 327.

[19] James O’Toole, Work in America, cit., p. 16. «General Motors había calculado que si cada trabajador de Lordstown trabajaba medio segundo más por hora, la empresa economizaría un millón de dólares por año». Salvo que, evidentemente, «la productividad –vale decir, la producción por hora de trabajo– disminuyó como consecuencia de la revuelta de los obreros provocada por su insatisfacción», John Zerzan, Un conflit décisif: les organisations syndicales combattent la révolte contre le travail, Echanges, (s.l.), 1975, p. 22.

[20]Ibid., p. 14. Véase también Harold Wilensky, «The Problem of Work Alienation», en Frank Baker, Peter J. McEwan y Alan Sheldon, Industrial Organizations and Health, Nueva York, Tavostock Publications, 1969, pp. 550-570, p. 556.

[21] Sin embargo, hay que señalar que se trataba entonces de una definición exigua de la alienación en el trabajo, una definición que, tomando en la superficie una noción marxiana, procedía a despojarla subrepticiamente de sus aspectos más problemáticos. Para el joven Marx, la alienación salarial se caracterizaba, no solo por una situación de heteronomía, es decir, de estar sometido al mando de una voluntad ajena, sino también por un proceso de desposesión, al término del cual el trabajador veía que su propia actividad se le escapaba para objetivarse en la propiedad de otro. Aquel aspecto, el de la apropiación, desaparecía de la reinterpretación gerencial de este concepto hecha a comienzos de los años setenta. Esa restricción semántica fijaba los límites políticos de la problematización adoptada, pues de ese modo quedaba excluida, por definición, la posibilidad de prolongar la cuestión de la alienación de los trabajadores a la de las relaciones de propiedad que la condicionan. Por cierto, munido de tal caudal intelectual, uno podría admitir que la «alienación es inherente a las formas de administración piramidales, burocráticas, y a la tecnología taylorizada», pero, por esa misma vía, también podría pretender resolver el problema sin poner nunca en tela de juicio la explotación salarial, rompiendo solo con ciertas formas trilladas de gestión jerárquica.

[22] Richard E. Walton, «Quality of Working Life: What is it?», Sloan Management Review 15/1, otoño de 1973, pp. 11-21, p. 13.

[23] Alfred J. Marrow, «Management by Participation», en Eugene L. Cass y Frederick G. Zimmer (comp.), Man and Work in Society, Nueva York, Van Nostrand Reinhold, 1975, pp. 33-48, p. 35. Desde fines de los años cincuenta, el psicólogo del trabajo Douglas McGregor había opuesto a una teoría administrativa X, «fundada exclusivamente en el control externo del comportamiento humano», una teoría Y, «basada en el autocontrol y la autodirección», Douglas McGregor, «The Human Side of Enterprise» (1957), en Harold J. Leavitt, Louis R. Pondy y David M. Boje, Readings in Managerial Psychology, Chicago, University of Chicago Press, 1989, pp. 314-324, p. 322.

[24] Richard E. Walton, «From Control to Commitment in the Workplace», Harvard Business Review, marzo-abril de 1985, pp. 77-84, p. 79. Numerosos comentadores, deseosos de anunciar un cambio de paradigma, interpretaron tales declaraciones como la señal de una ruptura efectiva, como el paso de una modalidad de poder a otra: del «control directo» a la «responsabilidad autónoma». Pero razonar así, tratando de ver grandes cambios radicales esquemáticos y buscando una nueva forma de control, una nueva panacea estratégica que tomaría el relevo de otra cuyo reinado termina, desestima el hecho de que la gestión administrativa, como lo ha mostrado John Storey, «no es enteramente tributaria de un solo modo de control». Al contrario de lo que pretenden los enfoques «monistas» de la historia de la técnicas gerenciales, en las organizaciones permanecen y coexisten una multiplicidad de medios de control cuyas modalidades registran ciclos y oscilaciones. Véase John Storey, «The Means of Management Control: A Reply to Friedman», Sociology 23, 1 de febrero de 1989, pp. 119-124, p. 122.

[25] James O’Toole, Work in America, cit., p. 16 y p. 23. Esta era la promesa de la «gestión de los recursos humanos»: explotar mejor «las capacidades de un recurso natural mayor: la fuerza de trabajo», Richard E. Walton, «How to Counter Alienation in the Plant», cit., p. 81.

[26] Esa «participación» permitiría que los subordinados ejercieran cierta influencia en las decisiones que los afectan, aun cuando el top management «continúa dirigiendo la empresa y ocupándose de las grandes transacciones financieras», James O’Toole, Work in America, cit., p. 85.

[27] Richard E. Walton, «How to Counter Alienation in the Plant», cit., p. 74.

[28] James O’Toole, Work in America, cit., p. 84. También Walton admitía la «superioridad económica» de este modelo. Véase Richard E. Walton, «Work Innovations at Topeka: After Six Years», Journal of Applied Behavioral Science 13/3 (1977), pp. 422-431, p. 423. Véase también Richard E. Walton, «Explaining Why Success Didn’t Take», Organizational Dynamics 3/3, invierno de 1975, pp. 3-22.

[29] Véase William S. Paul, Keith B. Robertson y Frederick Herzberg, «Job Enrichment Pays Off», Harvard Business Review,