LA SUMA DE TODOS LOS RUIDOS - Sebastián Krieger - E-Book

LA SUMA DE TODOS LOS RUIDOS E-Book

Sebastián Krieger

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Beschreibung

Tres mujeres, en momentos y lugares distintos, tienen algo en común: un ruido -real o imaginario- conocido como el Hum, el cual les impide dormir y les señala una terrible insatisfacción existencial. Ale es una joven rosarina con una vida monótona, por lo que emprende un viaje en moto para confrontar al miedo, la soledad, la culpa y la incertidumbre. La noche y el viento no dejan de susurrarle. Regina pasa los días en un hogar geriátrico en Montreal, confundiendo la realidad con los programas de la TV. Cada día es un rompecabezas incompleto y la noche un reencuentro indeseado con ese zumbido que no la abandona. Chiqui, de 15 años, empieza a perder la tranquilidad debido al Hum. En su diario relata pilatunas, amores, los desatinos de su psicóloga, la relación de sus padres y su difícil convivencia. De la inevitabilidad de la muerte y la fugacidad del tiempo se logra decantar el significado del misterio que las tres esconden, así como el insólito hecho de estar vivas.

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©️2022 Sebastián Krieger

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Septiembre 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-72-9

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Alvaro Vanegas @AlvaroEscribe

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Sofía Melgarejo

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín Lopez Lesmes

Diagramación:David Andrés Avendaño Maldonado

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

«Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él»

Gabriel García Márquez

La tercera resignación

Ojos de perro azul

Ale

Apretarás los puños. El viento luchará por tumbarte. Girarás tu mano y la moto irá cada vez más rápido; conoces esa alegre sensación. Acelerarás a fondo, subirás todas las marchas hasta cuando la máquina no pueda dar más caballos de fuerza. Te aferrarás, como los dedos de un recién nacido al índice de su madre. Y sabrás que estás muy cerca. Y fijarás la vista adelante, en un único punto: la columna del puente que se acerca a todos los kilómetros por hora. Y atinarás. Y cerrarás los ojos. Y soltarás el manubrio. Y sonreirás. Y tras el primer impacto volarás por encima del tanque de gasolina, sobre la cerca y la hierba. Ya no habrá vuelta atrás. Relajarás todos tus músculos. Tu cabeza golpeará el concreto. En menos de un segundo los huesitos de tus hombros, cuello y espalda se aplastarán los unos con los otros. Tu cerebro, tu corazón, tus pulmones, las venas y todo lo demás, estallarán. Y será tan rápido que no sentirás dolor ni te darás cuenta de cuál será tu último suspiro bajo la luz del mediodía. Lo que quede de tu moto y de tus tatuajes será la carta de despedida para todos los que amaste. Y el Hum se apagará. Y tendrás por fin silencio.

No eran las instrucciones para el suicidio de Ale; era su pensamiento final del día, con el que conseguía quedarse dormida. Su lugar feliz. La imagen con la que lograba callar el ruido del mundo y de su mente. Y esa noche en el hotel en Santiago del Estero, si al día siguiente no se presentaba una caída o un desperfecto mecánico, sería la última de su viaje.

Bocarriba sobre el colchón exhaló despacio. Las punzadas en la espalda ya no la incomodaban, tampoco el cosquilleo en las manos. Las eternas etapas de tierra y sol la habían endurecido. De la calle llegaron gritos de borrachos y repasó las veces que aseguró su habitación: tres. No repetiría el susto del amanecer en un hotelucho en el sur de Perú cuando unos ebrios agarraron a patadas la puerta. ¿O fue en la frontera de Ecuador?, qué importa. El viaje acababa tan pronto; y sin embargo, parecía tan lejana la madrugada cuando sin pegar los párpados por culpa de la ansiedad –y del Hum– tomó camino. La chica presumida y superficial se había quedado en casa, en Rosario, en otra vida.

Cerró los ojos y volvió a su colofón; se estaba desintegrando contra un muro junto con su vieja 650. Y nada que lograba dormirse. Creyó que era por el ruido, del cual también huía cuando emprendió la ruta al Norte; ese ronroneo del que no pudo escapar sino… sino solo un par de noches cuando estaba demasiado… cansada o drogada o borracha. Tuvo miedo de oír el Hum, y por un segundo se sintió en su casa, acostada bajo la repisa donde no cabían más ositos ni muñecas. Y el horror le abrió los ojos. El regreso a su cómoda existencia convirtió al temor en pánico y al reposo en un imposible. El mañana estaría en el pasado.

El MAYOR ENEMIGO

Para querer al desierto hay que sufrirlo. Ale lo amaba. Medio año atrás, cuando apenas resolvía cómo dar a sus padres la noticia de que quería andar el continente en moto, de los arenales solo conocía su fantasma. Y le temía. Tantos documentales sobre el lugar más seco del mundo, las imágenes de máquinas y rostros destrozados de los corredores de rally y los titulares sobre tantos viajeros arrepentidos o muertos. ¡Qué susto una caída, un atraco, una violación!

El amor al desierto le llegó despacio, pero con determinación. Cuando pudo ignorar el dolor que le producía en los hombros conducir casi de medio lado, Ale adoró que el viento ininterrumpido le inclinara la moto hasta hacerla ver como un velero en un mar picado. Le complacía llenarse los pulmones con la sal arrastrada desde el Pacífico, el mismo vaho que le irritaba los ojos y le resecaba la piel. Y amó los colores de la arena. Descubrió que en realidad eran muchos los desiertos en los casi tres mil kilómetros de ida y otros tantos de retorno. Blanco entre Tacna y Arica, marrón en Calama y casi negro llegando a Nazca. Gris al amanecer, amarillo a media mañana, luego tan plateado que quemaba las pupilas y, al final del día, casi siempre rosado. Y de noche de ninguno y todos los colores.

En aquellas rectas sin fin su mayor enemigo era el sueño. Quedarse dormida era más peligroso que una banda de secuestradores al asalto. De la modorra del sol y la fatiga, del ruido invariable del motor sin subir o bajar marchas (tan distinto al Hum, arrítmico y lejano, que en las noches no le concedía dormir, qué ironía) y del silencio metido en el casco, metido adentro de la cabeza; de todos ellos era que debía cuidarse. Apretarás los puños y cerrarás los ojos, pensó. El golpe será tan fuerte que no quedará ni un tornillo. Y sintió la tentación de abandonarse, de dejarse vencer por el viento y por las ganas de descansar. Apretó el acelerador y cerró los párpados detrás de la visera. La moto se ladeó unos metros hacia el carril contrario, quién sabe durante cuántos segundos –¿o minutos?– a ciegas por la carretera. Pero despertó y enderezó el curso.

¿Por qué le gustaba conciliar el sueño pensando en el suicidio? Si tanto le atraía matarse, ¿por qué no lo había hecho ya? Más que el miedo a la muerte, a lo desconocido o el terror a la nada, lo que le había impedido lanzarse desde una ventana era la culpa. Y la vergüenza. Aunque en el fondo sabía que con eso podría vivir, si es que de verdad quedaba algo consciente después de que todo terminara. Y de inmediato se acordó del librito negro de Ciorán que llegó a sus manos cuando era apenas una quinceañera. Y que le salvó la vida. Sin la idea del suicidio ya me habría suicidado, repasó su mantra, hipnotizada con la línea del horizonte.

Sí. Desde el colegio se había hecho amiga de la muerte. Desde entonces había aprendido con alegría que el privilegio de poner fin a su vida cuando se le viniera en gana era como tener la contraseña que le pondría cadena y candado a la existencia en el momento en que se pusiera demasiado fastidiosa. Por encima de culpas y vergüenzas, acabar con su vida la liberaría. Cuando el dolor se hiciera insoportable, un balcón bien alto sería la solución. Como tener en el bolsillo una pastilla mágica que borraría todo por siempre. Y gracias a ese pensamiento podía vivir tranquila. Eso sí, solo un día a la vez, sin considerar el futuro. Y como si no fuera suficiente con ayudarle a soportar la realidad –y a veces hasta a disfrutarla con sinceridad–, imaginar desintegrarse a doscientos kilómetros por hora también le concedía noches de alivio; un sueño sin pesadillas, sin sueños. Su amistad con el suicidio no podía ir mejor. Y prensada al acelerador su hermandad con la muerte se había vuelto íntima. Era su tabla de salvación; incondicional, sin preguntas ni remordimientos. Podía mirarla a los ojos. Ahí estaba siempre: en la carretera, rodando a su lado, en el puesto del copiloto, ceñida a su cintura. Pero todavía no la abrazaría. Hoy no. Y la moto rugió.

LA SUMATORIA MUDA DE TODOS LOS RUIDOS

Por bruta, por tarada. No hay otra explicación. Una cosa era juguetear con la suerte para sentirse viva, pero otra meterse en la boca del lobo. O saltar a las fauces del infierno. Ya llevaba suficientes meses de viaje como para dejarse seducir con publicidad engañosa tan ramplona, pero una cae por lo de siempre: por idiota. En realidad, todavía la mortificaba haber despreciado la excursión en superoferta a las islas Galápagos, porque por tacaña se había perdido de cinco días, cuatro noches, hotel tres estrellas, desayunos, almuerzos y cenas, licores nacionales ilimitados, transporte en lancha y hasta tarde de esnórquel con las iguanas; todo por solo mil dólares por persona (más impuestos). Si en la remota posibilidad de que en el viaje de regreso le quedara dinero, seguro se animaría. Pero no desperdiciaría la nueva oportunidad que se le presentaba ahora.

Fue la noche anterior, en la cordillera oriental de Colombia, mientras esperaba un trozo de pizza y espantaba zancudos, que picó el anzuelo en forma de volante en colores: «San Gil Extremo. Paga dos, vive cuatro». El papelito brillante mostraba una secuencia de fotos con chicos de sonrisas perfectas en diversas actividades subtituladas: rafting, parapente, espeleísmo (una palabra nueva que sin duda debía conocer), senderismo, canoping (también desconocía este término, aunque en la foto solo se veía un árbol, parecía aburrido), cascading (esta sí lucía divertida), paintball, rappel, bungee jumping y torrentismo. ¿Cuáles escogería? Por supuesto que volar en paracaídas, escalar una catarata, dispararle bolitas de pintura a un grupo de mercenarios desconocidos y tal vez desafiar la corriente en un kayak. En ese orden. Al día siguiente a primera hora iría a la oficina para inscribirse y pasar la tarjeta de crédito. Si no es ahora, ¿entonces cuándo? ¡Nunca!, se dijo con energía. Este, su viaje, era el tiempo más importante de su vida, la cúspide de su existencia; todo lo demás, antes y después, no representaba sino mediocridad promedio. Paga dos, vive cuatro.

La larga noche en el hostal con el cruel Hum retumbando por la habitación sin permitirle descansar y el cielo toldado del amanecer, debieron advertirla. Pero se desentendió, como también lo hizo de la displicencia de la chica que atendía el minúsculo local de la supuesta agencia de turismo extremo, pues la cosa no era como prometía el folleto. El descuento, paga dos y lleva el doble, resultó un engaño, ya que cada actividad tenía un precio diferente y, obvio, las que ella había escogido desbordaban su presupuesto. Pero por no perder el impulso, respiró hondo y se decidió por lo más barato: paseo en bote inflable, tour por una cueva –eso significaba espeleísmo–, caminata y la sosa actividad de los árboles. Cien dólares (no se cobraban impuestos). El transporte y la alimentación iban por cuenta de ella.

También desatendió el aguacero que se desgranó mientras buscaba en la moto el waypoint de la cueva en el GPS sobre el manubrio. Abstraída en enfocar la pantalla y los charcos del camino, intentó ignorar cómo la primera gota se le colaba en la nuca por el impermeable. El hilito de agua le recorrió despacio el espinazo y se alojó en la parte de más abajo del calzón, allá donde no podía incomodar más. Y cuando el GPS por fin le indicó que había arribado a su destino, después de casi una hora de viaje –y eso que le habían asegurado que en esa moto no serían ni quince minutos–, Ale tenía un charco desagradable entre las piernas. No pasa nada, se dijo para ignorar lo que ya temía.

En un potrero, bajo un cobertizo de latas, escampaban tres adolescentes desgarbados. Eran los guías que la esperaban junto a una pareja con dos niños que también había tomado la excursión. La moto no cabía bajo el techo así que la abandonó a la lluvia. Tras un breve saludo introductorio, sin cualquier indicación de seguridad, los guías arrastraron sus chancletas por un camino lodoso. Al lado de un árbol, el que iba primero abrió un broche en el alambre de púas que impedía que una vaca se escapara, y señaló con el dedo un hueco en el suelo. «Sí, es aquí», confirmó otro al ver la expresión de Ale al mismo tiempo que sacaba unas linternas de una bolsa plástica. «La protección ante todo», le proclamó el tercero con una sonrisa extraña, al tiempo que le entregaba un casco plástico que por supuesto le quedó grande. No había vuelta atrás, iba a meterse con estos mocosos en las tripas de la montaña.

Para ingresar en la caverna había que saltar a un charco tibio que daba hasta las rodillas, luego exhalar a fondo para desplazarse por una grieta por la que ni el asmático más flaco cabría. Cuando por fin pudo volver a respirar, casi se traga un murciélago que la golpeó en la cara en la estrecha ruta hacia afuera. Risas de los guías, silencio de la familia con niños que ya esperaba adentro. Ale percibió como una cachetada más el aire casi compacto de la cueva: olor a moho, a sudor y miedo, y a mierda de ratones voladores. Avanzó en fila y a los tropezones por una galería entre el agua oscura de un riachuelo subterráneo. Se sintió atrapada. El corazón le galopaba en el pecho y le temblaban las piernas. Debía tranquilizarse si no quería desvanecerse en una progresión de zozobra, tratar de filtrar algo de oxígeno de la tiniebla y esperar unos segundos a que los ojos se acostumbraran a la falta de luz.

La marcha continuó adentrándose por el túnel, con la corriente a los tobillos, entre estalagmitas tristes, durante casi una hora que a Ale le pareció una semana. Y ahora lo peor: tocaba saltar a un pozo y bucear bajo una enorme roca para emerger en la siguiente galería, unos cuatro o cinco metros más allá. O sea, Ale debía contener el aire y bracear en la turbiedad, bajo miles de toneladas de montaña, a ciegas, rezar por renacer al otro lado, todavía más lejos de la salida, ¿y repetirlo todo de regreso para escapar de esta tumba? Aterrada, apoyó la mano en una pared, pero de inmediato sintió un cosquilleo en los dedos y los alumbró con su linterna de juguete. Era una araña enorme, negra y de patas largas, Ale no pudo contener un gritito ahogado. Recordó cuando de niña le plantó bajo la almohada una arañita de plástico a su papá, quien las odiaba más que a los políticos, y que casi le causa un infarto cuando se fue a poner su pijama. Tal vez fue la única broma que nunca le celebró ni perdonó, y sin duda, por eso mismo, odiaba a todos los cochinos arácnidos.

Y por estar pensando en tonterías, en lo lejos que estaba su casa y en que no la encontrarían nunca si por un temblor (tan frecuentes aquí, en el epicentro mismo del epicentro sísmico de Colombia) se taponaba el único acceso al socavón, no se dio cuenta de que estaba sola. Todo el grupo, incluidos los tres pelagatos, ya se encontraba detrás de la muralla, nadie se había percatado de que ella faltaba. ¿Dónde estaba la linterna? No tengo idea, se reprochó con pavor al advertir que la había soltado con el susto de la gran puta araña. ¿Y ahora?, se preguntó antes de caer al vacío como Alicia en la madriguera. En un charco de lágrimas, con la cabeza y las piernas entre los brazos, tiritando de miedo y frío. En una grieta sin fondo. Bajo tierra. Silencio. Oscuridad.

Y fue cuando lo oyó. El Hum. Sí, ahí estaba. Con ella, a quinientos metros bajo la superficie, parecía brotar de las paredes. El ronroneo, la oscilación inconfundible. Como la estela que deja un trueno pero que nunca termina de desaparecer, como la máquina lavadora detrás del muro aunque al lado no exista otro apartamento, como un tren infinito a la madrugada, un rumor lejano debajo de la almohada. Ale lo recibió como a un viejo conocido, ¿acaso le traía aliento y sosiego? No. El zumbido le retumbaba en la cabeza, tan fuerte que casi lo podía avistar en la negrura, pero con los ojos vueltos hacia adentro, hacia una espiral a la nada. Igual que cuando era pequeña, de noche en compañía de este, Su Ruido. Petrificada, deseando desaparecer porque el mundo era la definición misma del terror –el mundo y el futuro también–. Este maldito mundo en que se veía nacer y morir de manera simultánea, cada noche, cuando oía al Hum, la pesadilla que jamás dejó de repetirse. Qué no daría por olvidar. Pero no, ella era su propia caja negra, y el Hum, la llave que la abría cuando todo parecía estar en silencio. Y todos los recuerdos y todos los demonios volaban en el aire callado del Hum. Porque solo cuando los ruidos cotidianos –el viento, las voces de personas y animales por igual– o cuando los cuatro tiempos del motor de su motocicleta –admisión, compresión, explosión y expulsión– se hacían a un lado, era cuando se mostraba el Hum. Como la sumatoria muda de todos los ruidos, de todos los sonidos que existían en este mundo brutal.

Ale se desvaneció en el abismo, pero una luz blanca le quemó los ojos y la devolvió a la realidad de aquel otro submundo. El poder de un bombillito led y dos pilas doble A. Sintió que la zarandeaban y escuchó voces que por fin aislaron la vibración de la caverna: «no la muevan, eso fue que no desayunó, toca echarle aire, qué pecao, aquí no entra señal de celular, denle agua, ¿sí será que llega hasta la salida?». Y ahora también le quemaban la garganta y la nariz: el sabor a anís del aguardiente la hizo reaccionar, ¡qué asco!, tosió y escupió.

Con la ayuda de los guías, que ya le parecían menos enjutos, Ale logró evacuar la cueva. Salió con las manos y las rodillas peladas, le dolía la cabeza y tenía embarrada hasta el alma. Pero respiraba el aire del campo después de la lluvia. Y sin pronunciar palabra, se montó en su moto y juró nunca regresar.

EL POLVO DEL CAMINO

Poco antes de la puesta del sol, Ale llegó a Zorritos, un poblado de pescadores en el extremo norte de Perú. Era un secreto famoso entre mochileros y surfistas gracias a sus playas, a su gastronomía y a la marihuana; y sus callecitas permanecían plagadas de mototaxis y de música. Desde la carretera, a su izquierda, distinguió sobre el mar una llama roja en una plataforma petrolera, y temió que tal vez esa noche el ruido le impediría dormir aunque se suicidara cien veces. Así que decidió que esperaría el amanecer enfiestada con una botella de licor, celebrando la vida –o mejor, ¿la muerte?–, tras haber cruzado todos los desiertos del Atacama, pues unos pocos kilómetros más al norte la esperaba el trópico húmedo, caliente y frondoso.