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¿Por qué estamos aquí? ¿Existen los fantasmas? ¿Viajaremos alguna vez en el tiempo? ¿Nos visitan extraterrestres? ¿Hablaremos alguna vez con los animales? ¿Nos dicen la verdad? ¿Hay criaturas misteriosas vagando por la tierra? ¿Y por qué cuando te duchas, la cortina siempre se te pega? No conocemos las respuestas a ninguna de estas preguntas (incluida la de la cortina, un misterio que ha eludido a los científicos durante décadas y que aún intentan resolver). Pero no te preocupes, independientemente de las preguntas que tengas, puedes estar seguro de que hay alguien (o algo) ahí fuera investigándola por ti, y Dan Schreiber recopila sus últimos hallazgos. Desde los multimillonarios tecnológicos de Silicon Valley que actualmente intentan descifrar si el universo es o no una gigantesca simulación de videojuego, las estrellas del deporte que usan energía cósmica y hasta la autoproclamada comunidad de viajeros en el tiempo italianos que intentan salvar al mundo de la destrucción.
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Seitenzahl: 440
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Prólogo
El rincón agreste
Existe un concepto habitualmente puesto en práctica en los jardines zen que se conoce como el «rincón agreste». La idea es que en todo jardín, por muy cuidado que esté, debe quedar en algún punto un trozo de tierra completamente virgen, donde la vegetación crezca de forma salvaje y caótica, a fin de recordarle al jardinero el aspecto que el universo quiso que tuviera.
Creo que todos deberíamos cultivar un sano rincón agreste en nuestra mente. Un pequeño recoveco al fondo de nuestro cerebro que garantice que nunca se nos deje de poner la piel de gallina de emoción cuando nos hablen de una idea descabellada, por chiflada que parezca. Es importante mantener ese rincón agreste descuidado y libre para que en él puedan crecer cosas como la naturaleza pretende, puesto que debemos grandes logros a quienes creen en ideas raras…
Exención de responsabilidad
Una advertencia
El autor de esta obra no se hace responsable de los rincones agrestes plagados de maleza que el lector pueda acabar cultivando como resultado de su lectura.
Todas las teorías planteadas en este libro pretenden que crea en ellas. Ni se le ocurra. Leerlas, sí; discutirlas con sus amigos, sin duda; relajarse y dejar que todas esas ideas alteren su universo durante unos segundos, por supuesto. Pero, ¡por el amor de Dios!, no se crea ni una palabra.
Sin embargo, sé que no depende de mí lo que el lector vaya a hacer con tales teorías, por mucho que yo le advierta al respecto. Cualquier idea con la que conecte y que le ayude a dar sentido a su lugar en este universo puede convertirse en una fuerza imparable.
En cierto sentido, todas estas teorías están vivas; al menos esa es, sin duda, la impresión que dan. Se han traducido a múltiples idiomas y en este mismo momento se está hablando de ellas en desayunos y cenas en todo el planeta. Afloran en innumerables aulas escolares, son debatidas por las mentes más brillantes de las principales universidades del mundo y se han convertido en una devoradora obsesión para numerosos investigadores aficionados. Tienen sus propios sitios web, cuentas en redes sociales y documentales en plataformas como Netflix. A una de ellas le han ido tan bien las cosas que hasta tiene su propia banda sonora, compuesta e interpretada por Stevie Wonder.
Todas ellas tienen un tremendo éxito a la hora de ser el centro de la conversación y harán todo lo posible para hacerle creer que son certezas. Pero, por favor, recuerde que este no es un libro de hechos, sino de «hechos» (entre comillas). Ninguna de las teorías que aquí aparecen está demostrada.[1] Son solo ideas, especulaciones, creencias y afirmaciones que imploran que se las acepte como verdades. Así pues, si al finalizar este libro el lector cree que la única razón por la que hemos llegado a convertirnos en la especie dominante de este planeta es porque los depredadores nos encontraron demasiado malolientes para comernos o que una familia de cultivadores de ajos residentes en Japón son los descendientes de Jesucristo o que las plantas de oficina deberían emplearse como detectives…, bueno, ¡eso ya es cosa suya!
LA TEORÍA
DE TODO
LO DEMÁS
Un viaje al mundo de las rarezas
A Fenella, Wilf, Ted y Kit,
mis cuatro bichos raros favoritos
«¿Y si una gallina es
la forma que tiene un huevo
de hacer más huevos?»
Anónimo
Introducción
Un saludo desde
el lado extraño
En 1956, el arqueólogo George Michanowsky se abría camino a través de una remota región de la selva boliviana cuando tropezó con un grupo de lugareños que tomaban parte en un festival de baile, alcohol y desenfreno generalizado.[2] Tras hacer algunas averiguaciones, Michanowsky se enteró de que se trataba de un acontecimiento anual y que cada año, desde hacía miles, comunidades enteras procedentes de lugares situados a cientos de kilómetros se reunían para celebrarlo.
—¿Celebrar qué? —preguntó el arqueólogo.
—No lo recordamos —respondieron los bolivianos.
En algún momento, a lo largo de los años, todos habían olvidado por qué estaban haciendo aquello. Sin embargo, no estaban dispuestos a dejar que un pequeño error administrativo como ese se interpusiera en su camino, de manera que seguían reuniéndose una vez al año para asegurarse de conmemorar… lo que fuera que se suponía que conmemoraban.
* * *
La primera vez que me tropecé con este enigma antropológico fue hace unos años, cuando hojeaba un ejemplar de 1973 de la revista Time en una librería de viejo de Londres. Desde entonces he pensado mucho en esa historia. Aunque pueda parecer trivial, para mí el misterio de los bolivianos danzantes ilustra a la perfección un hecho que constituye el propio núcleo del presente volumen: que en este mundo, mires donde mires, puedes estar seguro de que está sucediendo algo extraño, inexplicable e inverosímil. Y lo que es más importante: por insignificante que pueda parecer ese misterio, lo más probable es que haya alguien (o algo) ahí fuera que dedica su tiempo a resolverlo.
Ahora mismo, mientras está leyendo estas líneas, hay científicos en Silicon Valley que se pasan el día intentando averiguar si el universo no es en realidad un gigantesco videojuego; en Australia hay ornitólogos intentando demostrar su teoría de que en la naturaleza existe una especie de pájaro que canta canciones populares la década de 1920 y en Polonia hay un cazafantasmas que no deja de advertirnos sobre su creencia de que los fantasmas se han enfadado tanto por el reciente incremento del escepticismo en torno a su existencia que amenazan con declararse en huelga. «Si os vais a poner en ese plan, ya no nos tomaremos la molestia de seguir asustándoos», parece ser el mensaje.
Todo el mundo, al parecer, tiene una teoría que intenta probar, ya sea sobre algo tan trascendente como el sentido de la vida o tan insignificante como intentar averiguar por qué los australianos hablan como lo hacen.[3] ¡Son tantas las cosas que no sabemos…! ¿Por qué estamos aquí? ¿Existen los fantasmas? ¿Vienen a visitarnos los extraterrestres? ¿Sienten las plantas?… ¿Y por qué cuando estás en la ducha la cortina siempre se curva hacia ti?[4]
No conocemos la respuesta a ninguna de esas preguntas, pero en este libro presentaré al lector a algunas personas que creen que las han descifrado, más o menos. De paso aprenderá a dar las gracias en el lenguaje de las plantas de la mano de un destacado botánico, conocerá a unos conservacionistas que le instarán a que les ayude a salvar una especie en peligro de extinción de ser eliminada con champú y descubrirá por qué probablemente debería intentar evitar ganar un Premio Nobel de Ciencias. Pero lo más importante es que aprenderá que casi todo el mundo alberga su particular pizca de chifladura.[5]
Incluso aquellas personas de quienes uno menos lo esperaría resulta que tienen creencias extrañas. Tomemos, por ejemplo, el caso de Nicholas Witchell, antiguo corresponsal de la BBC para asuntos de la realeza, un hombre que cubrió prácticamente todas las noticias importantes de la casa real británica desde 1998 hasta 2024. ¿Quién pensaría que, en su juventud, este serio y engolado periodista se había dedicado a intentar dar caza al monstruo del lago Ness?
Resulta que durante un semestre de 1972 Witchell, que entonces tenía diecinueve años, estuvo viviendo a orillas del lago Ness, en una cabaña de madera construida por él mismo, desde la que escudriñaba la superficie todos los días con unos prismáticos y una cámara con teleobjetivo.
Nessie ha sido una parte importante de la vida de Witchell. De hecho, justamente gracias a ella decidió seguir la carrera de Periodismo. Tras su estancia de seis meses en el lago buscando al monstruo, se trasladó a Leeds para estudiar Derecho, pero le surgió la oportunidad de escribir un libro sobre Nessie y esta le obligó a replantearse su futuro profesional. Dos años después, Witchell publicó su libro La historia del lago Ness,[6] que aún se sigue considerando uno de los mejores de su género.
Tras haber viajado yo mismo al lago hace unos años, puedo entender por qué Witchell se sintió inclinado a pasar seis meses escudriñando su superficie. Cuando empiezas a mirarlo, no puedes evitar buscar a Nessie. Me resultaba francamente difícil apartar los ojos del agua por temor a que, justo cuando lo hiciera, pudiera ser precisamente el momento en que la bestia asomara a la superficie.
© Jeff Overs / BBC News & Current Affairs, a través de Getty Images.
Nicholas Witchell, corresponsal de la BBC para asuntos de la realeza británica y antiguo perseguidor de Nessie.
—Sí, la primera década es la más difícil en ese sentido —me confesó recientemente Steve Feltham, un veterano buscador del monstruo, en una conversación a través de Zoom—. Pero al cabo de diez años más o menos terminas acostumbrándote.
Feltham, que lleva los últimos treinta y un años viviendo a orillas del lago y buscando al monstruo desde su casa rodante caza-Nessies, ostenta el récord Guinness por «la vigilancia continua más prolongada en busca del monstruo del lago Ness».
¿Cuál es su granito de chifladura?
Así pues, antes de empezar, permítame hacerle una pregunta importante: ¿cuál es su granito de chifladura? ¿Cree en fantasmas? ¿Está convencido de que puede sentir cuándo alguien le mirando fijamente por detrás? ¿Es supersticioso? ¿Piensa que las casualidades tienen un sentido oculto? ¿Ha avistado algún ovni?…
Tal vez no sea consciente de cuál es exactamente su granito de chifladura. Al escribir este libro, he descubierto que la mayoría de las personas no eran capaces de identificar de forma inmediata cuáles son sus creencias más estrafalarias, en buena medida porque para ellas no tienen nada de raras, sino que forman parte de su realidad cotidiana. Pero no se preocupe: lo identificará cuando piense en ello el tiempo suficiente.
O tal vez sí sepa exactamente cuál es su extraña creencia, pero le da demasiado miedo decirlo en voz alta. También lo entiendo: la gente puede ser bastante implacable con quienes dicen cosas tales como: «¡Creo en el gusano de la muerte mongol!».[7] Esto puede afectar a su vida laboral, a sus relaciones…, a todo.
Durante la elaboración de este libro he conocido a tres personas que creen haber descubierto el sentido de la vida; un amigo me pidió con absoluta sinceridad que me saliera de mi personaje y le confirmara que en realidad yo era un actor de su propia versión de El show de Truman; me tomé una cerveza con alguien que afirmaba ser medio reptiliano, y escuché perplejo cómo otra persona me contaba que una mañana se despertó temprano y se encontró a la Virgen María plantada a los pies de la cama. Esta última persona era mi esposa, Fenella.
Fenella es una especie de imán para las rarezas y aparecerá mencionada con frecuencia en este libro. A diferencia de mí —que paso incontables horas rebuscando en librerías ocultas, rastreando documentales perdidos y asistiendo a espectáculos y conferencias extrañas—, las rarezas parecen acudir directamente a su encuentro. Por alguna razón inexplicable, la gente le revela toda una serie de cosas aleatorias de lo más peregrino sobre su vida a los pocos instantes de conocerla.
Hace poco vino un fontanero a arreglar una fuga en el baño. Después de saludarle brevemente, me fui a prepararle una taza de té mientras Fenella le indicaba dónde estaba el problema. Unos minutos después, se reunió conmigo en la cocina.
—¡Qué tipo tan interesante! —me dijo—. Justo me estaba contando que, cuando solo era un bebé, en Kazajistán, un día estaba sentado en el campo cuando un águila que volaba por encima se abatió sobre él, lo agarró por los hombros y se lo llevó volando.
La mayoría de la gente supondría que eran divagaciones de un fontanero loco con una imaginación hiperactiva. Pero da la casualidad de que hace unos años conocí a un experto en «niños arrebatados por águilas», así que, en lugar de echarle inmediatamente de mi casa, le invité a que dejara las herramientas para anotar su historia.
—Por suerte —me dijo—, cuando el pájaro se alejaba aleteando e intentaba ganar altura, mi madre pudo perseguirnos y lo golpeó con un gran palo hasta que me dejó caer de nuevo.
Fenella estaba embarazada de ocho meses de nuestro segundo hijo cuando vio a la Virgen María a los pies de la cama. Para ser justos, hay que decir que era marzo de 2020 y nuestro país —como otros muchos— acababa de iniciar su primer confinamiento a escala nacional. Aquella misma noche, antes de la divina visita, habíamos estado sentados en el sofá viendo la televisión con los ojos como platos mientras el primer ministro, en un tono inusualmente severo, nos advertía que era peligroso salir de casa y que las embarazadas corrían un mayor riesgo. Fenella estaba aterrorizada.
María apareció no mucho después de eso. Al principio Fenella se asustó, porque creía que había venido a llevarse a nuestro hijo nonato. Sin embargo, tras una exhaustiva búsqueda en Google, descubrió que en realidad María estaba allí para decirle que todo iba a salir bien. Yo estaba dormido y no la vi, pero hasta el día de hoy Fenella insiste en que ocurrió realmente.
Muchas de nuestras rarezas las hemos heredado de la familia, de eso no hay duda. Fenella procede de una familia religiosa y la visita de la Virgen María fue acogida con entusiasmo por muchos de sus miembros. Yo tampoco he escapado a ese condicionamiento por parte de mis propios padres y ahora me doy cuenta de que ellos son absolutamente la razón de mi interés por los territorios más inexplorados. De hecho, todo empezó para mí a los trece años, cuando, tras una infancia en Hong Kong, mis padres, ambos peluqueros de profesión, cerraron su peluquería y trasladaron a nuestra familia a un aletargado barrio periférico del área metropolitana de Sídney llamado Avalon. Este debe su nombre al mítico lugar de descanso del rey Arturo y, cuando llegamos, tenía un aire muy new age.
Supe que habíamos llegado a un lugar diferente cuando, no mucho después de mudarnos, nuestros amigos Mike y Rebecca lo vendieron todo y se trasladaron casi cien kilómetros tierra adentro porque Rebecca había tenido un sueño en el que la costa de Avalon iba a ser arrasada por un tsunami en un futuro inmediato. Han transcurrido más de dos décadas desde entonces y todavía no ha sucedido tal cosa.
En otra ocasión, años después, mis padres recibieron una llamada de nuestra vecina Sharon, que les preguntó si podían pasarse por su casa para ayudarla con un problema técnico: necesitaba eliminar a uno de sus amigos en Facebook, pero no sabía cómo hacerlo. Cuando mis padres llegaron, Sharon les explicó que hacía poco se había enterado por un sanador espiritual de que aquel supuesto amigo suyo en realidad le había dado muerte en una vida anterior en el Antiguo Egipto. «No quiero ser amiga en Facebook en esta vida de alguien que me mató en una anterior», les dijo.
Al igual que Fenella, mis padres tienen facilidad para atraer rarezas y a menudo yo pasaba noches maravillosas escuchando cómo, animados por el alcohol, los invitados que venían a cenar se explayaban hablando de toda clase de temas esotéricos —desde fantasmas hasta ovnis— y luego me pasaban libros de autores como Erich von Däniken, el teórico especializado en antiguos alienígenas, cuando salían por la puerta dando traspiés.
Si bien esta fascinante vida en Avalon fue decisiva para alimentar mi «rincón agreste», probablemente mi verdadero salto al mundo de la chifladura se inició cuando entré en mi nuevo instituto.
La mala educación de Dan Schreiber
Me formé en una escuela fundada por un descendiente de la Atlántida. No conocía este hecho hasta que empecé a investigar para este libro, y también fue una novedad para mis padres.
La Escuela Glenaeon Rudolf Steiner está al final de una callejuela de un minúsculo barrio periférico situado unos once kilómetros al norte del puente de la bahía de Sídney. Construida en medio de las casi dos hectáreas de vegetación que la rodean, daba la sensación de que uno se adentrara en un lugar mítico. Para hacerse una idea aproximada, imagine que La profecía celestina hubiera creado su propio Hogwarts y nombrado directora a Rhonda Byrne, la autora de El secreto.
El establecimiento fue la primera institución Steiner de Australia, basada en las enseñanzas del austriaco Rudolf Steiner, un filósofo, arquitecto y personaje un tanto hippy que se propuso crear una escuela que no apostara por la competencia, donde las clases se impartieran en aulas construidas de forma excéntrica que excluyeran cualquier ángulo recto en su diseño y donde se pudiera guiar a los alumnos para florecer no en el aspecto académico, sino en el creativo. Al menos esa parecía la postura oficial. Lo que no se mencionaba era que Steiner era también ocultista, místico, médico holístico, clarividente y un atlante de fama mundial.
Steiner no era un buen tipo, lo cual descubrí cuando oí un pódcast llamado Detrás de los cabrones. Sostenía ideas horribles sobre la superioridad racial y también fue el creador de la medicina antroposófica, que postula que las enfermedades pueden estar influenciadas por nuestra vida pasada y que en algunos casos —¡mala suerte!— no hay receta que valga, ya que se trata solo de la realización de nuestro destino kármico. Actualmente, en los hospitales antroposóficos de Austria, a los enfermos de cáncer se les trata con muérdago y se cuenta que a los pacientes de covid-19 se les administran gránulos homeopáticos que supuestamente contienen polvo de estrellas fugaces.
Para mí, no obstante, Steiner era el extremo opuesto de mi ortodoxa escuela primaria de Hong Kong y disfruté cada segundo que pasé allí. No puedo hablar de cómo es hoy, pero hace veinte años su rareza resultaba tan inmediata como ineludible. Cuando llegué allí por primera vez, el tutor de mi curso estaba fuera recibiendo tratamiento contra el cáncer. Su tratamiento no incluía quimioterapia ni ninguna otra medicina occidental; en su lugar, había decidido recuperar la salud meditando, lo que pudo hacer gracias a la guía de un grupo de monjes. Y funcionó. Volvió a la escuela hacia la mitad de mi primer trimestre y, como resultado de su experiencia, empezábamos la jornada haciendo quince minutos de meditación en grupo, seguidos de otros diez oyendo canciones de los Beatles y de Simon y Garfunkel.
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Rudolf Steiner, filósofo y atlante.
El plan de estudios en sí era muy similar a los de otras escuelas, aunque los profesores quizá eran un poco excéntricos en sus calificaciones. Francamente, debo confesar que en cierta ocasión me pusieron la máxima nota en Historia por un trabajo en el que afirmaba que los pasadizos secretos situados bajo las grandes pirámides de Guiza contenían antiguos ordenadores de cristal de la ciudad perdida de la Atlántida (¡ahora entiendo por qué me fue tan bien!).
En la pizarra, de izquierda a derecha: «Ordenador de cristal de la Atlántida», «Cámara que lleva al subsuelo», «Tecnología antigua», «Cámara oculta», «Cámara inexplorada».
Tras graduarme en Steiner, decidí trasladarme al Reino Unido para intentar ganarme la vida como humorista. Fue en ese momento cuando me despojé de mis creencias en todo lo relacionado con las teorías conspirativas y me enamoré perdidamente del mundo de la ciencia (donde las teorías y especulaciones eran a menudo mucho más descabelladas y apasionantes que las del mundo seudocientífico), forjando una carrera más centrada en los hechos que en los «hechos». Sin embargo, aunque me gustaría decir que estos últimos años me han cambiado y que me he convertido en una fuente de conocimiento científico y he renunciado a mi mala educación anterior, lo cierto es que nunca he perdido mi afición por la marginalidad y las numerosas personas que la encarnan.
Perseverancia, perseverancia, perseverancia
Este libro trata sobre esas personas que se hacen grandes preguntas y las investigan, por mucho ridículo que les pueda acarrear. Y no son pocas: están por todas partes. Basta con mirar a nuestro alrededor. Somos una multitud de realidades. Cada día, mientras desarrollamos nuestra vida, caminamos entre personas que piensan de forma muy diferente a nosotros. Así que la próxima vez que mire al cielo por la noche y vea la Luna recuerde que algunos la consideran un satélite natural de la Tierra, mientras que para otros es completamente artificial y ha sido construida por extraterrestres. Algunos creen que los humanos aterrizamos en ella; otros, que Stanley Kubrick filmó un falso aterrizaje en un estudio de Hollywood. Algunos creen que influye en las mareas; otros, que influye en los humanos haciendo que les crezca pelo y se pongan a aullar. De vez en cuando se demostrará que alguno de esos pensadores marginales estaba en lo cierto y su perseverancia vitalicia para demostrar que las cosas no son exactamente como parecen acabará triunfando.
Y justo de eso se trata: de perseverancia. La perseverancia para llegar al fondo de un asunto —independientemente del tiempo que lleve y aunque solo revele una verdad prosaica— resulta primordial. Sirva de ejemplo el radiotelescopio del Observatorio Parkes de Australia, cuya antena parabólica reviste una importancia enorme. Fue el telescopio que permitió al mundo recibir las señales de televisión de Neil Armstrong cuando estaba en la Luna y actualmente es uno de los pocos telescopios que se utilizan en el marco de la llamada operación Breakthrough Listen, la búsqueda más exhaustiva de comunicaciones extraterrestres realizada hasta la fecha. Pero también es donde, de forma mucho más discreta, los astrónomos intentaron de forma persistente descifrar un misterio que llevaban largo tiempo sin resolver.
Su problema era el siguiente: durante diecisiete años la antena parabólica de Parkes había estado captando extrañas interferencias, lo que desconcertaba por completo a los científicos, que intentaban averiguar la razón. A lo largo de los años se lanzaron múltiples teorías al respecto. En 2011 se publicó un artículo científico en el que se especulaba con la posibilidad de que la causa fuera la caída de rayos o las erupciones solares, pero las investigaciones posteriores descartaron ambas hipótesis.
Al final, aquella lección de casi dos décadas acerca de por qué la perseverancia siempre da sus frutos terminó cuando los astrónomos de plantilla del observatorio descubrieron por fin al culpable: el horno de microondas que había en la cocina. Tras diecisiete años de especulaciones, resultó que las desconcertantes señales se producían cuando el personal de limpieza se calentaba la lasaña precocinada. Misterio resuelto.
Este no ha sido el único misterio en el que ha intervenido un observatorio australiano. Mientras descubrían un púlsar en una constelación remota, los astrónomos del Observatorio Molonglo detectaron un curioso jirón de gas. Su aspecto era muy similar a los restos que deja una estrella al explotar. Si hubiera sido una estrella, a solo 1.500 años luz de distancia, habría sido la supernova más cercana a nuestro planeta y habría iluminado el cielo durante meses, día y noche, con un brillo cien veces mayor que el de Venus, y posiblemente también mayor que el de la Luna (una descabellada teoría sostiene que su influencia podría haber sido incluso mayor, quizá bañando la Tierra con la suficiente radiación nociva como para causar mutaciones significativas en las formas de vida de nuestro planeta). De ser así, se preguntaban los astrónomos, ¿por qué no había constancia histórica de ella?
Hasta entonces solo se tenía constancia de otras cuatro supernovas, entre ellas una observada en China que, gracias a los astrónomos de la época, sabemos que tuvo lugar en el año 1054. Los científicos querían datar la supernova detectada por el Molonglo, pero, sin registros históricos de su presencia, no tenían forma de hacerlo: podría haberse producido en cualquier momento entre hace 15.000 y 6.000 años. De modo que en 1972 la revista Archaeology publicó una inusual petición en la que tres astrónomos de la NASA solicitaban ayuda a los arqueólogos para identificar la edad de aquella nube de gas celeste. Imaginaban que habría algún testigo primitivo que se hubiera sentido impulsado a dejar constancia de aquel acontecimiento garabateando algo en una roca o tallándolo en una pared. Si encontraban la interpretación de aquel artista, podrían datar la supernova.
La petición acabó llegando a ojos de un miembro del Club de Exploradores de Nueva York: el excéntrico, controvertido y veterano arqueólogo George Michanowsky. Retrocediendo unos años en su memoria, recordó una interesante talla que había visto en una roca grande y plana en una de sus numerosas aventuras. La talla estaba formada por seis círculos y Michanowsky había observado que cinco de ellos coincidían con las estrellas del cielo nocturno. Sin embargo, el último y mayor de los círculos tallados en la roca no se correspondía con nada visible.
Esta curiosa roca pertenecía a un insólito grupo de indios bolivianos que, por razones que ellos mismos ignoraban, se reunían una vez al año para danzar juntos. Michanowsky les preguntó si la roca guardaba alguna relación intrínseca con sus bailes. Ellos le respondieron que sí. Entonces, ¿sabían al menos lo que significaban los grabados de la roca? No. Ni idea. También lo habían olvidado.
Lejos de desanimarse, Michanowsky siguió investigando. Su investigación le llevó a estudiar los registros documentales mesopotámicos y a aprender a leer la escritura cuneiforme. Y precisamente leyendo una tablilla cuneiforme en concreto descubrió una referencia a una gigantesca estrella ubicada en una parte del firmamento en la que sabemos que no hay estrella alguna que encaje con dicha descripción. Las coordenadas, observó Michanowsky, se correspondían con el lugar exacto donde se decía que se había producido la supernova. A partir de ahí, Michanowsky desarrolló su hipótesis. Para él, en los milenios posteriores a la supernova, el impacto de aquel tremendo suceso pudo detectarse en culturas de todo el globo, y creía que justamente cuando los antiguos sumerios presenciaron aquella maravilla celeste fue cuando empezaron a desarrollar la astronomía, las matemáticas y la escritura, y a llevar registros documentales. La supernova, especuló Michanowsky, y la milagrosa expansión mental que propició podrían haber sido nada menos que el catalizador que llevó al nacimiento de la civilización.
Entonces, ¿por qué bailaban aquellos bolivianos? Tras reflexionar sobre ello durante dieciocho años, Michanowsky creyó que por fin tenía la respuesta. Conmemorarían el que muy posiblemente fue el acontecimiento de mayor importancia de la historia de la humanidad, un momento que despertó nuestra mente ante la impresionante naturaleza del universo y, con ello, expandió la conciencia humana. «Después del Sol —declaró Michanowsky—, puede que haya sido la estrella más importante de la historia de la humanidad». Lo que aquellos bolivianos habían olvidado era que bailaban para conmemorar un momento inolvidable. O al menos esa era su teoría…
PARTE I
LA IMPORTANCIA DE ESTAR UN POQUITO CHIFLADO
La gente es extraña y eso no es malo. El genio y la locura a menudo van de la mano. Thomas Edison, pese a toda su genialidad, creía que ponerse un pijama por la noche alteraba la química del cuerpo y provocaba insomnio, por lo que siempre dormía con su ropa de trabajo.[8] P. L. Travers, autora de la serie Mary Poppins, afirmaba que en cierta ocasión, mientras paseaba por el campo, había descubierto una gigantesca pisada que había dejado un enorme extraterrestre que utilizaba nuestro planeta como pasadera. Más tarde escribiría: «La forma era inconfundible, como si alguien de gran tamaño, tal vez procedente de Urano, hubiera aterrizado en la Tierra por un momento, hubiera dado uno o dos pasos sobre ella y luego se hubiera marchado de nuevo, dejando su huella».
El último libro que escribió el autor de Drácula, Bram Stoker, incluía un capítulo en el que defendía su teoría de que la reina Isabel I era en realidad un hombre. La primera expedición que emprendió Edmund Hillary tras escalar el Everest fue en busca del Yeti (una criatura mítica en cuya existencia creen, entre otros, Jane Goodall y David Attenborough). Guglielmo Marconi, el pionero inventor de la radio, creía que los sonidos nunca morían, sino que tan solo se atenuaban, y pasó los últimos años de su vida tratando de idear un aparato que captara el sermón de la montaña de Jesucristo. Y la lista continúa. En esta sección echaremos un vistazo a algunas de las personas que han llegado a la cima de su profesión, desde las más grandes estrellas del deporte a los músicos de más éxito, y descubriremos que, miremos donde miremos, siempre nos tropezaremos con un granito de chifladura…
01
El bicho raro
que salvó al mundo
La teoría de lo indemostrable
Eran ya altas horas de la noche de un viernes de 1985 cuando Kary Mullis decidió utilizar el retrete exterior de su cabaña, en plena campiña californiana, antes de retirarse a dormir. Cogió una linterna y bajó la cuesta que llevaba al retrete, que se hallaba a solo quince metros de distancia. Cuando se aproximaba, de repente advirtió un extraño resplandor que emanaba de debajo de un abeto cercano. Al enfocar hacia allí su linterna, Mullis descubrió el origen: era un mapache que brillaba en la oscuridad.
—Buenas noches, doctor —dijo el mapache.
—Hola… —respondió Mullis.
* * *
Aunque puede que el lector no reconozca su nombre, lo cierto es que en fecha reciente Kary Mullis ha desempeñado un importante papel en su vida: gracias a él, millones de personas no murieron durante la pandemia de coronavirus. El hombre que una noche se encontró hablando en perfecto inglés con un mapache fosforescente también compartió el Premio Nobel de Química en 1993 por su invención de la reacción en cadena de la polimerasa, o PCR, por sus siglas en inglés. En efecto: Mullis es la razón por la que disponemos de la humilde prueba PCR.
Antes del brote de covid-19 yo nunca había oído hablar de la PCR y, si la encuesta que realicé en internet sirve de muestra, calculo que el 70 % de los lectores de este libro tampoco. No sé muy bien cómo ha podido suceder tal cosa. El New York Times ha calificado la invención de Mullis como una innovación tan significativa que básicamente dividió la bioquímica en dos épocas: antes y después de la PCR. Antes, resultaba tremendamente difícil estudiar el ADN. Como todo el mundo sabe, es diminuto y ese era justamente el gran problema. La PCR lo solucionó haciendo miles de millones de copias de muestras muy concretas de ADN, lo que permitía a los médicos ampliar el área que tenían que restudiar a un tamaño mucho mayor. Hoy la técnica se utiliza en todas partes, desde la criminalística, donde revolucionó la precisión de las huellas dactilares,[9] hasta la arqueología, donde ayudó a identificar los huesos del rey Ricardo III de Inglaterra después de que en 2011 un guionista los encontrara en un aparcamiento de Leicester empleando la «intuición psíquica». Luego, cuando el mundo entero se paralizó en 2020 y los científicos de todo el planeta trataban desesperadamente de desarrollar una vacuna para detener aquel virus galopante, la PCR se convirtió en la herramienta más importante de la que dispusimos para frenar su propagación.
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Kary Mullis, inventor de la PCR y premio nobel de química en 1993.
La idea de la PCR le vino a Mullis en 1983 en un repentino momento de inspiración mientras conducía por la Autopista 128 de California de camino a su cabaña de Mendocino.
«Aquella noche no dormí», relataría Mullis más tarde en su discurso de aceptación del Premio Nobel. Al llegar a su cabaña, esa misma tarde, se puso a trabajar de inmediato. «Empecé a dibujar pequeños diagramas en todas las superficies horizontales que admitían el bolígrafo, el lápiz o el rotulador hasta el amanecer, cuando, con la ayuda de una botella de un buen Anderson Valley Cabernet, me sumí en una confusa semiinconsciencia».
Mullis sabía que había dado con algo grande e incluso le dijo a su novia de entonces que algún día le darían el Premio Nobel por ello. Pero cuando propuso la idea a sus colegas de Cetus, la empresa de biotecnología para la que trabajaba en esa época, no pareció interesar a nadie.
El científico que abusaba de las chifladuras
Probablemente en gran parte era culpa del propio Mullis, puesto que, como científico, incurría en chifladuras constantes. Eran tantas las ideas descabelladas que salían de su mente que la del PCR acabó diluyéndose en un mar de desvaríos. Se trataba de un hombre que a lo largo de los años afirmó que los humanos deberían ser capaces de encender una bombilla con el poder de la mente, que creía en fantasmas,[10] que decía que la astrología era una ciencia esencial y debía enseñarse en todas las escuelas, y que en cierta ocasión llegó a afirmar que una mujer le salvó la vida tras viajar mentalmente a través del «plano astral» desde cientos de kilómetros de distancia para reanimarle cuando yacía moribundo, solo, en el suelo de su habitación tras una sobredosis accidental de gas hilarante.
Existe cierta tendencia a enamorarse de los científicos extravagantes como Kary Mullis. Dan la impresión de ser apasionantes transgresores de las normas cuyas payasadas encajan más en el molde de los periodistas «gonzo», como Hunter S. Thompson, que en el de un científico tradicional. Mullis puede resultar muy entrañable sobre el papel. Pero la triste verdad es que era peligroso. Sus opiniones públicas, en particular su negativa a refrendar la idea de que el VIH era el causante del sida, fueron tan influyentes que se ha argumentado que ocasionó indirectamente cientos de miles de muertes después de que fueran adoptadas como hechos ciertos por los dictadores de algunos países en vías de desarrollo. Un amargo yin para el yang de todas las vidas que salvó.
Mullis era extremadamente problemático e impredecible. Tras ganar el Premio Nobel, en sus apariciones públicas criticaba la idea de que los humanos pudieran tener cualquier impacto en el cambio climático; luego estaban su donjuanismo, su afición a las drogas (era un gran defensor y frecuente consumidor de LSD) y ciertas prácticas cuestionables, como incluir en sus presentaciones de diapositivas imágenes aleatorias de mujeres desnudas que no venían a cuento cuando daba conferencias sobre temas científicos. De hecho, suponía tal lastre que, aunque los abogados defensores de O. J. Simpson le contrataron para que testificara sobre las muestras de ADN durante el tristemente célebre juicio por asesinato de la antigua estrella de la NFL, al final acabaron prescindiendo de él, porque comprendieron que haría quedar mal a su cliente.
Esto podría explicar por qué las siglas PCR han llegado a ser un término familiar en los hogares de todo el mundo, pero no así el nombre de Kary Mullis: era demasiado controvertido para promocionarlo. Sin embargo, eso a él le parecía perfecto, pues sabía que la fama era caprichosa. Había experimentado los altibajos de la vida de un «famoso» el día en que se anunció que había ganado el Premio Nobel. Como escribiría en su autobiografía Bailando desnudos en el campo de la mente, «por la mañana tu foto aparece en las portadas de todos los periódicos y al llegar la noche se te han cagado encima unos teóricos 328.716 pájaros enjaulados».[11]
El arte de hacer caja
A Mullis nunca se le pagó adecuadamente por la invención de la PCR, por la que recibió solo una gratificación de 10.000 dólares de la empresa en la que trabajaba, Cetus, que unos años después la vendería por 300 millones de dólares. Amargado por la mísera compensación recibida, Mullis intentó sacar provecho de su descubrimiento por otros medios, principalmente iniciando su propia línea de joyería en una empresa llamada StarGene. Utilizando su invento de la PCR, el plan consistía en tomar un mechón de cabello de un personaje célebre fallecido, amplificar los genes y conservar fragmentos del ADN en piedras preciosas artificiales, que luego se venderían al gran público como una gama de pendientes, anillos, collares, relojes, placas de identificación para perros y demás.
Según Los Angeles Times, la empresa tuvo un buen comienzo después de que Mullis lograra adquirir los derechos para extraer ADN del cabello de Elvis Presley, George Washington y Marilyn Monroe. Eso fue gracias al excelente tratante de cabello de Mullis: un hombre llamado John Reznikoff, propietario de la que posiblemente sea la mayor colección histórica de cabellos del mundo. La biblioteca de mechones cortados de Reznikoff incluye a Beethoven, Napoleón Bonaparte, John Wilkes Booth y el hombre al que asesinó, Abraham Lincoln (este último mechón, tomado de su lecho de muerte, resulta especialmente notable, porque tiene adherido un poco de tejido cerebral).[12] Mullis también se aseguró de acallar cualquier inquietud ante la posibilidad de pudiera querer dedicarse a clonar cuerpos enteros, garantizando a los herederos y descendientes de los fallecidos que la cantidad de ADN utilizada era tan minúscula que no podía utilizarse en absoluto para resucitar a la celebridad en cuestión.
Sin embargo, lamentablemente, el proyecto no llegó a cuajar, puesto que producir las propias joyas resultó demasiado arduo y costoso, de modo que, en su lugar, Mullis modificó el proyecto para convertirlo en la comercialización de cromos aderezados con ADN. Cada uno de ellos exhibiría un dibujo del rostro de un personaje famoso y una pequeña protuberancia en el anverso contendría en su interior un trocito de su ADN. En el reverso, en lugar de los logros del personaje, se vería una secuencia de letras que corresponderían a los nucleótidos del ADN contenido en el cromo. Tampoco este proyecto llegaría a materializarse nunca.
El gran misterio sin resolver
Kary Mullis podría ser el ejemplo perfecto de un hombre que a la vez fue genial y estaba un poco chiflado; un magnífico científico, sin duda, pero que se negó a adaptarse a las ideas que sostenía la comunidad científica, de la que, como consecuencia, se vio marginado. Hay por ahí muchos personajes similares (siga leyendo y conocerá a un buen puñado). Se niegan tenazmente a renunciar a sus ideas, sin importarles las burlas de las que puedan ser objeto.
Mullis tenía dos cosas a las que no podía renunciar. La primera era la idea de la PCR, en la que persistió pese al escepticismo de sus colegas y que finalmente logró solventar. Y luego estaba la segunda que pasaría gran parte del resto de su vida intentando resolver: el mapache parlante. ¿Qué demonios le había ocurrido aquella noche de 1985? Él no recordaba nada de las horas posteriores al incidente. El tiempo parecía haber… saltado hacia delante. Allí estaba, caminando hacia el retrete en la más absoluta oscuridad, cuando, de repente, lo siguiente que sabía es que eran alrededor de las seis de la mañana e iba andando cuesta arriba por un camino distinto que ascendía desde su casa. ¿Cómo diantres había llegado allí?
Al principio Mullis no recordaba nada. Pensó que debía de haberse desmayado, pero en su ropa no había señal alguna de que hubiera estado dormido sobre la tierra húmeda. Luego empezó a hacer memoria. Más tarde, escribiría en su autobiografía: «Recordé al pequeño cabroncete y su amable saludo. Recordé sus diminutos ojos negros y su mirada furtiva. Me acordé de cómo mi linterna había iluminado su cara, ya resplandeciente».
No fue hasta varios años después, mientras ojeaba los estantes de una librería, cuando Mullis comprendió lo que podría haberle ocurrido aquella noche. Tras llamarle la atención un libro en cuya portada aparecía dibujada la cabeza ovalada de un alienígena, Mullis empezó a preguntarse si tal vez no habría sido abducido por extraterrestres. El libro que había elegido era Comunión, de Whitley Strieber.
A Strieber se le ha calificado como uno de los abducidos más famosos del mundo. Comunión, el libro en el que rememora sus encuentros con un extraterrestre, tuvo un éxito enorme: alcanzó el primer puesto en la lista de superventas del New York Times y se llegaron a vender más de diez millones de ejemplares en todo el mundo. Como en el caso de Mullis, el encuentro de Strieber había tenido lugar en 1985, solo que, en lugar de hablar con un mapache resplandeciente, Strieber lo había hecho con un búho alienígena.
Mullis compró el libro y se fue a casa. Más tarde, mientras estaba tendido en la cama leyéndolo, recibió una llamada de su hija Louise. Esta empezó a hablar maravillas de un libro asombroso y aseguró a su padre que debía leerlo de inmediato. Era Comunión, de Whitley Strieber. «¡Qué extraordinaria coincidencia!», pensó Mullis.
Cuando Mullis insistió en que su hija le explicara por qué lo estaba leyendo, esta le dijo que no hacía mucho, cuando pasaba unos días en la cabaña de Mendocino con su prometido, había ido al retrete exterior antes de acostarse. Lo siguiente que supo es que habían transcurrido tres horas y se encontró andando por un camino distinto (el mismo en el que en su día se había encontrado Mullis) sin tener ni idea de cómo había llegado allí. Su prometido, que había estado buscándola frenéticamente todo ese rato, no sabía dónde había estado.
Mullis no daba crédito a lo que oía. Nunca le había contado a su hija su propia experiencia.
—Por casualidad, ¿no verías un mapache parlante? —le preguntó.
Ella contestó que no.[13]
Kary Mullis falleció repentinamente en agosto de 2019, un poco antes de haber tenido la oportunidad de ver cómo su invención se revelaba de extrema importancia para un mundo paralizado por una galopante enfermedad global.
Tampoco volvió a encontrarse con el mapache parlante alienígena. Le habría encantado escribir un artículo académico sobre el encuentro, pero, dado el carácter irreproducible del suceso, nunca pudo hacerlo. «No puedo hacer aparecer mapaches resplandecientes. Ni puedo comprarlos en un proveedor de artículos científicos para su estudio», escribió. Pero jamás dejó de creer que aquella noche le había sucedido algo inexplicable. «Es lo que la ciencia califica de anecdótico —declaró—, porque solo ocurrió de una forma que no puede reproducirse. Pero ocurrió».
02
El científico que hacía
que todo explotara
La teoría de los científicos locos
Ganar el Premio Nobel es un hito enorme en la vida de cualquier científico, un logro que promete el reconocimiento mundial, una gran suma de dinero y, si resulta que el galardonado trabaja en la Universidad de California en Berkeley, el acceso a las apetecibles plazas de aparcamiento reservadas solo para para los agraciados.
Los premios se crearon en 1901 siguiendo una cláusula que constaba en el testamento de su fundador, el doctor Alfred Nobel (o eso cuenta la historia). Este la añadió después de leer una necrológica en la que él figuraba erróneamente, en lugar de su hermano, como el fallecido. Dado que había sido coinventor de la dinamita, el texto le describía como un hombre «que se hizo rico encontrando formas de matar a más gente más rápido que nunca». Horrorizado, Nobel decidió que quería rectificar su legado. Desde entonces, los premios se han convertido en el estándar referencia de la excelencia académica.
Sin embargo, en los últimos años se ha observado algo preocupante: se ha ido extendiendo una «enfermedad» entre la comunidad de los agraciados con el Nobel. Se la conoce como nobelitis.[14]
La nobelitis, o enfermedad del Nobel, es una afección por la que el receptor del premio de repente empieza a considerarse un experto en temas de los que en realidad no sabe casi nada. Los enfermos de nobelitis extrema de pronto se envalentonan lo bastante como para hablar públicamente de las ideas descabelladas que habían mantenido en secreto durante toda su carrera. Kary Mullis, como hemos visto, la padecía.
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La creciente lista de científicos (31 y subiendo) que se han visto afectados por la enfermedad del Nobel incluye, entre otros, a:
Linus Pauling, ganador del Nobel de Química en 1954 (además del Nobel de la Paz en 1962). Tras recibir el galardón, se convirtió en un gran defensor de la eugenesia y pensaba que a las personas con defectos genéticos había que ponerles una marca en la cabeza para que los demás supieran que no debían procrear con ellas.
William Shockley, que compartió el Nobel de Física en 1956 por ser uno de los inventores del transistor. Tras ganar el premio, Shockley también reveló su apoyo a la eugenesia y propuso que se pagara a cualquier persona que tuviera un coeficiente intelectual inferior a 100 para que se sometiera a una esterilización voluntaria. También donó su semen al controvertido banco de esperma de premios nobel conocido oficialmente como Depósito para la Selección Germinal, que fue diseñado para almacenar exclusivamente el esperma de los galardonados con el premio, aunque más tarde se amplió para incluir a otros supuestos genios. Este banco de esperma de genios —fundado en 1979 por un optometrista llamado Robert Graham, que lo puso en marcha porque creía que los seres humanos se estaban volviendo idiotas— funcionó durante diecinueve años y produjo un total de 218 niños. Solo se sabe a ciencia cierta que tres laureados que donaron su esperma (Shockley fue uno de ellos, el único que reveló su identidad), aunque, tras una contundente reacción de la opinión pública en contra, todos se echaron atrás y sus muestras se retiraron del banco antes de utilizarse. Curiosamente para ser una idea con fines tan censurables, el banco de esperma de genios, de hecho, tendría un persistente efecto positivo en los bancos actuales, en tanto que llevó a adoptar el método de Graham para identificar a los donantes y compartir su información con el receptor; de modo que muchos bancos de esperma empezaron a promocionar a sus propios donantes, lo que dio lugar a un sistema más transparente.
Brian Josephson, ganador del Nobel de Física en 1973 por sus descubrimientos en física cuántica. Tras recibir el galardón, quedó aislado de la comunidad científica por afirmar que el agua tiene memoria y que los humanos pueden comunicarse por telepatía.
Luc Montagnier, ganador del Nobel de Fisiología o Medicina en 2008 por su descubrimiento de la identificación del virus VIH. Tras recibir el premio, Montagnier se convirtió en un ferviente antivacunas. También aconsejó en cierta ocasión al papa Juan Pablo II que curara su enfermedad de Parkinson ingiriendo cápsulas de papaya fermentada.
* * *
En la lista figura también el físico austriaco Wolfgang Pauli, que ganó el premio por el descubrimiento del principio que hoy lleva su nombre, conocido también como principio de exclusión. Pauli fue un pionero de la física cuántica —venerado por su compatriota Albert Einstein— y alguien a quien la comunidad temía por su implacable ojo de lince para los detalles científicos, lo que le valió el apodo de «la conciencia de la ciencia».[15] También le interesaban los misterios de la vida; en particular, estaba obsesionado con el número 137.
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Wolfgang Pauli, víctima de la nobelitis.
Conocido como la constante de estructura fina, el 137 (o más bien 1/137) es un número que no deja de aparecer en la ciencia.[16] Según el autor científico Michael Brooks, «este número inmutable determina cómo se queman las estrellas, cómo se produce la química e incluso la propia existencia de los átomos». Otro físico galardonado con el Premio Nobel, Richard Feynman, también se sintió fascinado por él, e incluso llegó a especular con la posibilidad de que la tabla periódica terminaría al llegar al número 137 (actualmente cuenta con 118 elementos). Su importancia es tal que un profesor de la Universidad de Nottingham ha sugerido que, si alguna vez entramos en contacto con extraterrestres, deberíamos saludarlos con el número 137 para demostrarles que somos de una inteligencia superior. «Es uno de los mayores condenados misterios de la física —escribió Feynman—. Un número mágico que se presenta ante nosotros sin que al hombre le resulte inteligible». De hecho, es el número que muchos físicos creen que podría tener la clave para descifrar la teoría del todo y explicar el universo.[17]
Pauli dedicaría su vida a explorar ese número. Pero un misterio no menos intrigante, que llegaría a consumirle, fue el hecho de que, cada vez que se acercaba a cualquier equipo eléctrico, su mera presencia hacía que se estropeara. Los científicos que observaron este fenómeno llegaron incluso a darle un nombre: «efecto Pauli».
Acuñada por el físico George Gamow,[18] la teoría era que «los físicos teóricos no pueden manejar equipos experimentales; se estropean cada vez que los tocan. Pauli era tan buen físico teórico que normalmente algo se estropeaba en el laboratorio aunque se limitara a cruzar el umbral».[19] La expresión era de naturaleza jocosa, en realidad una puya a los físicos teóricos que no tenían experiencia en el ámbito experimental. Pero Pauli no estaba tan seguro de que fuera una broma.
En cierta ocasión en que Pauli viajó a la población de Princeton para realizar una investigación, se observó que un acelerador de partículas de la cercana universidad homónima experimentó una combustión espontánea, lo que provocó un incendio que se prolongó durante más de seis horas. Y cuando en la Universidad de Gotinga explotó un dispositivo de medición sin causa aparente, James Franck, que era quien llevaba a cabo el experimento, preguntó bromeando si Pauli estaba en la ciudad. Le dijeron que no. Pero, cuando Franck escribió más tarde a Pauli para contarle el incidente, este le respondió que, en realidad, el día de la explosión había cogido un tren a Copenhague para ir a ver al físico Niels Bohr y que durante el trayecto había tenido que cambiar de tren en Gotinga, por lo que en realidad sí había estado en la ciudad el día que se había estropeado la máquina.
Al parecer, conforme se iban acumulando más y más ejemplos del «efecto Pauli», muchos científicos empezaron a ponerse nerviosos si se encontraba cerca de sus equipos, por regla general tremendamente costosos. El físico y premio nobel Otto Stern llegó incluso a prohibir a Pauli la entrada en su laboratorio por este motivo.
A otros, en cambio, les parecía divertido. Un grupo de científicos ideó una estratagema para engañar a Pauli y hacerle creer que era el causante del desastre amañando una lámpara de araña para que cayera del techo en cuanto él entrara en la sala. Pero, cuando apareció, el mecanismo diseñado para hacer caer la lámpara se atascó y la broma fracasó, lo que demostraba aún más su «efecto».
Aunque para muchos de la comunidad científica la expresión fuera una broma, desde luego Pauli no se reía, ya que creía de veras que se estaba produciendo algún fenómeno de naturaleza telequinética. Siempre que estallaban objetos a su alrededor, Pauli afirmaba que había sentido cómo se acumulaba energía en su interior antes de que eso ocurriera.
Los sucesos llegaron a ocurrir con tanta frecuencia que Pauli empezó a buscarles activamente un significado oculto. Por ejemplo, cuando asistió a la inauguración del Instituto C. G. Jung en Zúrich, sin que nadie supiera el motivo, un jarrón chino cayó de una estantería y se estrelló contra el suelo, derramando el agua que contenía. Muchos bromearon diciendo que había sido Pauli, pero él no pudo por menos que advertir que, para asistir a la inauguración del instituto, había abandonado una investigación que en ese momento llevaba a cabo sobre un médico inglés del siglo xvi llamado Robert Fludd. ¿Acaso aquel «flujo» de agua (en alemán, Flut) y el científico Fludd estaban relacionados de algún modo?, se preguntó. Pauli era paciente y amigo de Jung, y ambos habían pasado muchas horas interpretando los sueños del primero. Su interés en el tema incluso los llevaría a escribir conjuntamente en 1955 un libro titulado La interpretación de la naturaleza y la psique.
Sin embargo, pese a todas sus investigaciones, Wolfgang Pauli nunca llegó a descubrir por qué los equipos eléctricos no dejaban de romperse en torno a él ni llegó al fondo del número mágico que podría resolver la teoría del todo. Ambos asuntos seguirían siendo un misterio para él hasta el día de su muerte, que tristemente le llegó de forma prematura con solo cincuenta y ocho años de edad, cuando, tras una corta enfermedad, falleció en el hospital Rotkreuz de Zúrich, en la habitación número 137.
03
La insólita historia
de Tu Youyou
La teoría de la antigua medicina china
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