La teoría del caos - Alberto Pérez Izquierdo - E-Book

La teoría del caos E-Book

Alberto Pérez Izquierdo

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Beschreibung

En las primeras décadas del siglo XX, la física vivió dos grandes revoluciones: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. En las últimas décadas, tuvo lugar otra revolución: La teoría del caos. Los científicos descubrieron que sistemas relativamente simples, cuya evolución estaba determinada por leyes precisas, podían mostrar un comportamiento irregular o caótico. Las claves del llamado efecto mariposa y la aparición de estructuras fractales son algunos de estos comportamientos tan impredecibles como fascinantes. LA GRAN PARADOJA DE LA FÍSICA.

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Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

ISBN: 9788491875291

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Introducción

La atmósfera y el sistema solar: caos en la tierra y en el cielo

¿Qué es el caos?

¿Qué tiene de extraño un atractor extraño?

Caos clásico y caos cuántico

Aplicaciones del caos

Bibliografía

Introducción

El 2 de agosto de 2027 habrá un eclipse total de Sol que será visible en España, Marruecos, Libia, Argelia, Egipto, Arabia Saudí, Yemen y Somalia. El eclipse comenzará a las 8 horas, 41 minutos y 36 segundos (tiempo universal) y finalizará a las 11 horas, 27 minutos y 41 segundos; su fase máxima tendrá lugar a las 10 horas y 6 minutos.

Tales de Mileto predijo un eclipse el 28 de mayo de 585 a.C. No es que tengamos documentos históricos de tanta precisión, sino que, al igual que podemos calcular lo que ocurrirá en el futuro, también podemos calcular lo que ocurrió en el pasado. Los astrónomos han determinado que en esa fecha hubo un eclipse total de Sol visible desde Asia Menor, y durante muchos años no hubo otro de similares características visible en la zona, por lo que debió de ser ese el que Tales predijo.

La mecánica clásica es determinista. Rige el movimiento de planetas, satélites y proyectiles. Sus leyes fueron establecidas por Galileo y Newton, y desarrolladas durante los siglos XVII, XVIII y XIX por físicos y matemáticos. Conocidas las fuerzas que actúan sobre un cuerpo, y dadas su posición y su velocidad iniciales, las leyes de la mecánica clásica permiten calcular con toda precisión su trayectoria futura. Eso es el determinismo.

El determinismo absoluto dentro de la física empezó a ser cuestionado a finales del siglo XIX por teóricos como Ludwig Boltzmann, que introdujeron el concepto de probabilidad para dar una interpretación mecánica a la termodinámica. La concepción de Boltzmann utilizaba la mecánica clásica para describir el movimiento de las moléculas, por ejemplo, en los choques entre dos moléculas en un gas. Pero aunque estos choques siguieran una dinámica estrictamente determinista, la descripción global de un cuerpo macroscópico no dependía del movimiento detallado de sus moléculas, sino de promedios estadísticos sobre un gran número de ellas. Y ahí entraba la teoría de probabilidades. El determinismo sufrió una revisión aún más profunda con el advenimiento de la mecánica cuántica y, en particular, del principio de incertidumbre de Heisenberg. Según Heisenberg, en mecánica cuántica no podemos predecir con absoluta certeza la posición de una partícula, solo dar la probabilidad de que se encuentre en determinado punto del espacio. Podemos hacer predicciones, y de hecho las predicciones de la mecánica cuántica se encuentran entre las más precisas nunca realizadas, pero no determinar la trayectoria de una partícula con absoluta precisión. En realidad, el concepto de trayectoria de una partícula carece de sentido en mecánica cuántica.

Exceptuando las cuestiones estadísticas suscitadas por Boltzmann, la mecánica newtoniana, que rige el movimiento de los cuerpos macroscópicos y, por tanto, la física de nuestro día a día, parecía ajena a estos ataques al determinismo. El primero que vislumbró que también la mecánica clásica podía no ser tan determinista como se daba por cierto fue el gran matemático y físico francés Henri Poincaré. En el curso de sus investigaciones sobre el problema de los tres cuerpos sometidos a su mutua atracción gravitatoria, que le valió un premio convocado por el rey Óscar II de Suecia, Poincaré encontró que había situaciones en las que no era posible dar una solución cerrada a las trayectorias de los planetas. Además, vislumbró el primer ejemplo de trayectoria caótica.

Pero no fue hasta mediados del siglo XX cuando lo que hoy conocemos como caos determinista hizo su irrupción definitiva. Y lo hizo más o menos simultáneamente en varios países y en varias disciplinas. Físicos y matemáticos fueron los artífices de esta tercera revolución de la física del siglo XX, tras la relatividad y la mecánica cuántica, pero también participaron en ella biólogos, químicos y economistas, y la aparición de los primeros ordenadores fue una de las claves de esta irrupción. Los ordenadores permitían abordar problemas que los métodos tradicionales de la física y las matemáticas no habían podido resolver.

El caos determinista se presenta cuando un sistema sometido a leyes o reglas perfectamente determinadas se comporta de manera errática y, aparentemente, aleatoria. El comportamiento dinámico de un sistema caótico determinista tiene características diferentes a las de un sistema puramente aleatorio, y a lo largo de la segunda mitad del siglo XX los científicos fueron hallando y definiendo estas características. La más importante de todas ellas es la sensibilidad a las condiciones iniciales: dos estados inicialmente muy próximos pueden dar lugar a estados futuros completamente separados. Aunque la sensibilidad a las condiciones iniciales fue prevista por Poincaré, fue el meteorólogo estadounidense Edward Lorenz el primero en desarrollar un sistema caótico determinista que poseía esta propiedad. Para ilustrar la sensibilidad a las condiciones iniciales, Edward Lorenz acuñó la expresión «efecto mariposa», que hoy en día ha trascendido el campo de las matemáticas.

Además de la sensibilidad a las condiciones iniciales, los sistemas caóticos deterministas exhiben otras propiedades características como son la recurrencia, la autosimilaridad y la fractalidad. La recurrencia se refiere a que el sistema vuelve una y otra vez a estados muy similares al de partida. La autosimilaridad y la fractalidad se explicarán a lo largo de esta obra.

El sistema solar y la atmósfera son sistemas caóticos, aunque lo son en diferentes escalas de tiempo. Ambos están entre los primeros sistemas caóticos estudiados. El sistema solar fue el objeto de estudio en que Poincaré halló por primera vez algunos de los elementos del caos. Los ordenadores permitieron, a finales del siglo pasado, estudiar el movimiento del sistema solar en detalle y calcular su futuro a millones de años vista. Se reveló entonces que el futuro del sistema, en esa escala de tiempo, es incierto e impredecible. La atmósfera también es caótica y Lorenz fue de los primeros científicos en tratar de cuantificar este hecho, recurriendo también al cálculo por ordenador.

No es necesario que un sistema dependa de un gran número de variables para que su comportamiento pueda ser caótico. Este es uno de los descubrimientos más relevantes de la teoría del caos. En el caso de sistemas cuya evolución depende de forma continua del tiempo bastan, de hecho, solo tres variables para que el caos sea posible. Esto permite mostrar las características esenciales del caos determinista en sistemas relativamente simples, como un péndulo o una pelota que bota sobre una mesa que vibra. En uno de los problemas estudiados por Poincaré, se trataba de un planeta que orbita entre otros dos. Las tres variables involucradas son las dos coordenadas del planeta en el plano de la órbita y su velocidad. El biólogo teórico Robert May estudió un modelo aún más simple, con una sola variable. El contexto era la dinámica de poblaciones y en su modelo la única variable era el número de individuos de una especie dada. Una sencilla función matemática establecía la población de una generación conocido el número de individuos de la generación anterior. May encontró que, bajo determinadas condiciones, el número de individuos de la población podía variar erráticamente de una generación a otra, es decir, se comportaba de manera caótica. El físico Mitchell Feigenbaum estudió el mismo modelo y demostró que representaba una evolución hacia el caos que estaba caracterizada por cantidades universales, en el sentido de que no dependían de la forma detallada de la función matemática utilizada en el modelo.

La evolución en el tiempo de un sistema cualquiera puede representarse gráficamente. Por ejemplo, podríamos representar en un plano todas las órbitas posibles de un planeta en torno al Sol, dependiendo de su posición y velocidad en un momento dado. En ese caso podríamos rellenar el plano con todas las trayectorias posibles. Pues bien, cuando se representa gráficamente la evolución de un sistema caótico aparece un objeto geométrico muy peculiar: el atractor extraño. Un atractor extraño es un objeto que no llena completamente el volumen o el área que ocupa. Se dice que un atractor extraño es fractal. Las líneas que lo recorren, las trayectorias posibles del sistema que representa, se separan y se unen a la vez. Las propiedades matemáticas de los atractores extraños son, como veremos, ciertamente singulares.

Los atractores extraños aparecen en sistemas que disipan energía y que precisan de un aporte continuo de energía desde el exterior. Por ejemplo, el movimiento atmosférico toma su energía del calentamiento solar, y la viscosidad del aire se encarga de disipar la energía en los torbellinos o en el rozamiento con el suelo. Pero el caos también existe en sistemas que no disipan energía, como el propio sistema solar. Es a una prodigiosa generación de matemáticos de la Rusia soviética a quienes debemos una buena parte de la teoría del caos en los sistemas de este tipo, en los que la energía total se conserva, y que reciben el nombre genérico de sistemas conservativos.

Cuando la teoría del caos determinista empezó a tomar forma, la mecánica cuántica ya era una teoría madura. Surgió muy pronto la pregunta de cómo influía el caos en mecánica cuántica. Dicho de otro modo, ¿qué ocurre en los sistemas cuánticos cuyo correspondiente sistema clásico es caótico? La sensibilidad a las condiciones iniciales, una de las claves del caos determinista, no puede estar presente en la mecánica cuántica, porque, como hemos dicho, el concepto de trayectoria no tiene cabida. De alguna forma, la mecánica cuántica limita o suaviza el caos. Pero las consecuencias del caos sí se dejan sentir en algunas características, como la distribución de los niveles de energía en los sistemas cuánticos caóticos.

Los conceptos matemáticos elaborados para entender el caos determinista han encontrado aplicación en otros campos de la ciencia, más allá de la física y las matemáticas. La biología, la química e incluso la economía han hallado en las matemáticas del caos herramientas para estudiar sus propios sistemas. Como ha demostrado la teoría del caos, un sistema que se comporta de manera irregular no tiene por qué ser extremadamente complicado, quizá baste seguir la evolución de solo unas pocas variables para describir ese comportamiento. Esta idea de partida ha motivado numerosos estudios en todas estas disciplinas con diversa fortuna. Se han encontrado reacciones químicas que siguen las leyes del caos determinista y su comportamiento complejo se puede explicar a partir de unas pocas variables. También se han construido circuitos electrónicos caóticos y se usa el caos para determinadas tareas en ciertos microdispositivos. Pero la existencia del caos determinista y su interés en biología ha quedado patente solo en algunos casos. Y mucho más discutible es su aplicabilidad e interés en economía, aunque algunas herramientas matemáticas desarrolladas en el contexto del caos determinista han sido incorporadas plenamente por los economistas.

Caos es una palabra antigua, de origen griego. Significa «confusión, desorden». Su antónimo original es cosmos, también de origen griego, que significa «orden». Así, según la Biblia, reinaba el caos antes de que Dios pusiera orden en las cosas, creando el cosmos. Pero el uso, el tiempo y, a veces, también la ciencia, van modificando el sentido de las palabras, ampliándolo, matizándolo. La expresión caos determinista es, en cierta forma, una contradicción en sí misma, pero ilustra un tipo de comportamiento muy atractivo, equidistante del caos absoluto y del determinismo absoluto. Justo donde suceden las cosas interesantes. Es un comportamiento irregular, pero que sigue reglas definidas. Parcialmente predecible, parcialmente impredecible, pero con normas y estructuras subyacentes. Como la vida misma.

La atmósfera y el sistema solar: caos en la tierra y en el cielo

Cuenta una antigua leyenda china que había una región llamada Qi cuyos habitantes se preguntaban si algún día el cielo caería sobre sus cabezas. Les preocupaba que el Sol y las estrellas dejaran de moverse y se precipitaran sobre la Tierra. Esa preocupación se extendió por toda la región hasta tal punto que sus habitantes empezaron a olvidarse de todo, incluso de las actividades más necesarias, como son dormir y comer. Los qiítas se pasaban el día mirando al cielo, temerosos de que les cayera encima. Esta leyenda se usa habitualmente en China para advertir de los peligros de las preocupaciones sin sentido y los qiítas son vistos, por lo tanto, como un ejemplo de imbecilidad.

Sin embargo, nuestra civilización debe mucho a los grandes personajes que a lo largo de la historia se han planteado, de una u otra forma, la misma pregunta que los qiítas. Podemos recordar aquí a Tomás de Aquino (ca. 1224-1274), el famoso fraile y filósofo medieval. Para él era Dios, el primer motor, quien había puesto en movimiento los objetos celestes, y este movimiento era eterno e imperturbable. Si el cielo no se nos caía encima era por obra y gracia de Dios, que así lo había dispuesto.

El físico inglés Isaac Newton estableció su teoría de la gravedad a finales del siglo XVII. La teoría de Newton unificaba en una sola ley física dos fenómenos aparentemente distintos: la caída de un cuerpo en la Tierra y el movimiento orbital de planetas y satélites. La fuerza gravitatoria era la responsable de ambos movimientos. Según Newton, la Luna «caía» realmente a la Tierra, atraída por la misma fuerza que hace caer a una piedra, pero el movimiento de la Luna en dirección paralela a la superficie de la Tierra y la esfericidad de esta hacen que esta caída se transforme en un dar vueltas sin fin. Newton fue capaz de demostrar que la ley de la gravedad por él propuesta producía las órbitas elípticas que Kepler había observado en los planetas, pero no decía nada acerca del porqué de sus movimientos transversales. Si la Luna no estuviera animada de un movimiento transversal caería «a plomo» sobre nosotros, tal y como temían los qiítas.

En este punto Newton, hombre profundamente religioso, recurrió a Dios, como siglos antes había hecho Tomás de Aquino. Dios, el creador, había animado los planetas y sus satélites con sus movimientos iniciales, lo que hacía posible que la Tierra y todos los planetas orbitaran alrededor del Sol, y la Luna alrededor de la Tierra. Pero había algo inquietante: la Tierra no era atraída solo por el Sol, sino también por el resto de los planetas. Como la masa del Sol es muchísimo más grande que la de cualquier otro planeta, su fuerza es la que manda, y los planetas describen sus órbitas alrededor de él. Pero estas órbitas no son elipses inmutables, como cabría esperar si cada planeta estuviera solo con el Sol en el universo, sino que están perturbadas por las fuerzas de atracción de los otros planetas. Estas fuerzas son muy pequeñas comparadas con la del Sol, casi imperceptibles, pero Newton comprendió que su acción continuada a lo largo de los siglos podía desbaratar el engranaje y dar al traste con todo. A falta de una explicación mejor, Newton, hijo de una época ajena a la idea de evolución, acudió de nuevo a Dios, al que otorgó el papel de vigilante del buen orden cósmico: era Dios el que, de vez en cuando, reajustaba las órbitas para que las pequeñas fuerzas entre los distintos cuerpos no rompieran el orden establecido.

Pero ¿cómo adquirieron la Luna y los planetas su movimiento transversal? Que sepamos, fue Immanuel Kant el primero que introdujo, un siglo después de Newton, la hipótesis de que el sistema solar había evolucionado a partir de una nebulosa. En la época de Kant el avance en la construcción de telescopios había permitido descubrir varias nebulosas: objetos no estelares de aspecto difuminado. Estas nebulosas inspiraron al filósofo la hipótesis, que, en lo esencial, se sigue considerando correcta hoy en día, de que el sistema solar se originó a partir de una inmensa nube de gas y polvo: la nebulosa solar. Los planetas y el Sol heredaron sus movimientos de traslación y rotación del giro que la nebulosa primordial efectuaba sobre sí misma. A medida que la nebulosa se contraía y se formaban los planetas, estos iban aumentando su velocidad de traslación, de forma análoga a la aceleración que experimenta el agua en el torbellino que se produce cuando escapa por el desagüe del lavabo. Una de las virtudes de esta hipótesis es que explica por qué todos los planetas orbitan en el mismo sentido: es el mismo sentido en que giraba la nebulosa sobre sí misma. ¡Menos trabajo para Dios!

¿ES INESTABLE EL SISTEMA SOLAR?

Pierre-Simon de Laplace, astrónomo y matemático francés de la época de la Revolución, estudió el movimiento de los planetas al detalle, intentando averiguar si las perturbaciones que unos ejercían sobre otros, esas que tanto inquietaban a Newton, terminarían por desbaratar el orden cósmico o si, por el contrario, sus órbitas eran estables a largo plazo. Laplace ideó métodos de cálculo aproximados para encontrar la órbita de un planeta perturbado por la presencia de otro y descubrió que los movimientos medios de los planetas eran constantes. Un caso que interesaba especialmente a los astrónomos era el de Júpiter y Saturno. Según las medidas de la época, Júpiter se aceleraba poco a poco, describiendo su órbita cada vez más rápidamente (hay que aclarar que estamos hablando de incrementos minúsculos en su velocidad orbital). A su vez, Saturno iba desacelerándose. Laplace demostró que estas variaciones eran consecuencia de su atracción mutua y, lo más importante, que el comportamiento era periódico: cada 450 años la situación se revertía y era Júpiter el que se frenaba y Saturno el que se aceleraba. A los 900 años ambos volvían a su posición inicial.

El cálculo realizado con Júpiter y Saturno hizo creer a Laplace que las perturbaciones entre planetas no amenazaban la estabilidad del sistema solar, y así lo publicó en su estudio que presentó al mismísimo Napoleón con el título de Tratado de mecánica celeste. Napoleón era un amante de las ciencias, aficionado a las matemáticas, e impulsó la creación de varios centros de enseñanza superior en Francia. Según se cuenta, reprochó a Laplace que no hablara de Dios en su libro, a lo que este contestó: «No he necesitado esa hipótesis». Laplace había librado a Dios del trabajo newtoniano de reajustar las órbitas cada cierto tiempo.

Pero las cosas no eran tan fáciles, y a mediados del siglo XIX la estabilidad del sistema solar de nuevo fue puesta en cuestión. El astrónomo francés Urbain Le Verrier, famoso por predecir la existencia del planeta Neptuno, amplió los cálculos de Laplace y se percató de que había perturbaciones más pequeñas que las consideradas por este que tal vez invalidaban los cálculos. Le Verrier se preguntó si estas pequeñas perturbaciones, en un principio menores, podían causar a largo plazo efectos devastadores. ¿Era lícito no tenerlas en cuenta?

Así, el problema fue uno de los temas del premio matemático que el rey Óscar II de Suecia convocó con motivo de su 60.º cumpleaños. El matemático sueco Gösta Mittag-Leffler había convencido al rey, muy interesado en las matemáticas, para que convocara el premio y lo dotara generosamente, de forma que atrajera a los mejores matemáticos de toda Europa. El premio consistía en una medalla de oro conmemorativa y dos mil quinientas coronas suecas. El matemático francés Henri Poincaré ganó el premio con una memoria titulada «Sobre el problema de los tres cuerpos y las ecuaciones de la dinámica». Volveremos más adelante a Poincaré y a su memoria ganadora del premio del rey Óscar porque esta forma parte de la historia del caos determinista, pero por ahora digamos solo que una de las conclusiones de Poincaré fue que el problema era, en cierto modo, irresoluble. En otras palabras, a la pregunta: «¿Se nos caerá el cielo encima algún día?», la respuesta de Poincaré era: «No podemos saberlo con certeza».

Considerar el sistema solar como un todo es un problema formidable, aunque lo restrinjamos solo a los planetas y sus satélites más grandes. Habría que resolver la trayectoria de decenas de cuerpos en mutua atracción gravitatoria. De modo que Poincaré no se planteó en su trabajo el problema completo, sino una versión reducida de un problema más sencillo: el llamado problema de los tres cuerpos. El problema de los tres cuerpos consiste en encontrar las trayectorias de tres cuerpos masivos sometidos a mutua atracción gravitatoria. Pero incluso este problema en su forma general, sin poner restricciones a la masa y a las trayectorias de los cuerpos, es demasiado difícil. Así que Poincaré se planteó a fondo un problema más sencillo: el problema de los tres cuerpos restringido.

En su memoria, Poincaré escribía:

Imaginemos dos cuerpos, el primero de gran masa, el segundo de masa finita, pero muy pequeña, y supongamos que estos dos cuerpos describen en torno a su centro de gravedad común una circunferencia en un movimiento uniforme. Consideremos además un tercer cuerpo, de masa infinitamente pequeña, de forma que su movimiento se ve afectado por la atracción de los dos primeros cuerpos, pero él no puede afectar la órbita de estos dos primeros cuerpos. Limitémonos además al caso en que este tercer cuerpo se mueve en el plano de las circunferencias descritas por los dos primeros cuerpos. Este es el caso de un pequeño planeta que se mueve bajo la influencia de Júpiter y del Sol cuando se desprecia la excentricidad de Júpiter y la inclinación de las órbitas. Este es el caso también de la Luna moviéndose bajo la influencia del Sol y de la Tierra cuando se desprecia la excentricidad de la Tierra y la inclinación de la órbita de la Luna respecto de la eclíptica.

También sería el caso, por ejemplo, de una de las naves Apolo en su viaje de la Tierra a la Luna.

Los modernos ordenadores permiten resolver numéricamente el problema con mucha precisión. Los ordenadores no proporcionan una fórmula matemática de la trayectoria del planeta, sino que, utilizando algoritmos especialmente diseñados, dan los valores numéricos de la posición del planeta en sucesivos instantes de tiempo previamente escogidos. Poincaré no tenía ordenador, pero sí una gran perspicacia y una profunda intuición matemática. Uno de sus muchos descubrimientos fue darse cuenta de que había dos tipos de soluciones. Por un lado, aquellas que podríamos llamar regulares: trayectorias normales que admiten bien una solución explícita o bien aproximaciones suficientemente buenas. Pero, por otro lado, había trayectorias que no seguían esa pauta. Y esas trayectorias no regulares impedían resolver de manera general el problema de los tres cuerpos y, por extensión, el del sistema solar como un todo. Hoy en día llamaríamos caóticas a estas soluciones. En el caso del sistema solar la clave del problema estaba, como Poincaré explicaba en su memoria, en las resonancias.

LAS RESONANCIAS PERTURBAN LAS ÓRBITAS PLANETARIAS

La palabra resonancia describe un gran número de fenómenos en campos muy diversos, alguno de los cuales incluso ha entrado a formar parte del habla cotidiana, como, por ejemplo, la resonancia magnética nuclear. La resonancia se produce en sistemas que presentan algún tipo de comportamiento periódico. Las resonancias mecánicas son las más sencillas y se dan entre dos cuerpos que tienen la misma frecuencia natural de oscilación. Pensemos en una guitarra bien afinada en la que pulsamos una cuerda. Esta oscila con una frecuencia que viene determinada por el material del que está hecha, su grosor y su longitud. Si acercamos esta guitarra a otra guitarra que esté bien afinada, observaremos que esta última, que no hemos tocado, también suena levemente. El sonido de la cuerda que hemos hecho vibrar ha excitado oscilaciones en la cuerda de la guitarra que no hemos tocado. Para que este fenómeno ocurra, las dos cuerdas deben estar bien afinadas, es decir, vibrar, de manera natural, exactamente a la misma frecuencia.